Ensamblajes: Lazos de Sangre y Aceite - Luis A. Bonino - E-Book

Ensamblajes: Lazos de Sangre y Aceite E-Book

Luis A. Bonino

0,0
4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Un futuro post apocalíptico. Un robot con inteligencia emocional. Un reconocido ingeniero con heridas del pasado. Un joven curioso con ansias de aventuras. Tres historias de superación y valentía, en donde cada uno deberá enfrentarse a las adversidades que les depara el futuro, descubrir su propia fuerza y darle un significado a su existencia. "Por más que sea un infierno, nunca olvides de sonreir"

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 212

Veröffentlichungsjahr: 2024

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


LUIS A. BONINO

Ensamblajes: Lazos de Sangre y Aceite

Bonino, Luis A. Ensamblajes : lazos de sangre y aceite / Luis A. Bonino. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5076-7

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

El prototipo

Crónicas de Pulqui

Parametro 1

Felicidad

Parametro 2

Miedo

Parametro 3

Orgullo

Parametro 4

Rechazo

Parametro 5

Aceptacion

Parametro 6

Nostalgia

La pieza faltante

Crónicas de Vinchy

CAPITULO 1

Ira

CAPITULO 2

I.r.a..

CAPITULO 3

Ir a…

CAPITULO 4

Air

CAPITULO 5

Ari

CAPITULO 6

R.i.a..

El mensaje

Crónicas de Ale

Frecuencia 1

Mendoza, Argentina

Frecuencia 2

Santiago, Chile

Frecuencia 3

La Paz, Bolivia

Frecuencia 4

Cuzco, PerU

Frecuencia 5

Machu Picchu, PerU

Frecuencia 6

En todos lados, como un eco

PARA QUIENES CREYERON EN MÍ,INCLUSO MÁS QUE YO MISMO.

El prototipo

Crónicas de Pulqui

“En el reflejo de tus ojos me vi,

y mi imagen en la tuya me asustó.

Pero solo con el tiempo comprendí,

que negarte es negar lo que soy.

Y a pesar de mi herida, pude al fin

encontrar alivio en el perdón”.

Declinemos el orgullo

Cuando leas estas palabras, tal vez lo hagas en el momento preciso.

La vida es un viaje de ida, y es muy necesario hacerse ciertas preguntas fundamentales para llegar a destino.

¿Quién sos realmente? ¿La sumatoria de todas tus experiencias?

REGRESÁ al pasado. Tratá de comprenderlo. Tratá de perdonarte por completo.

Quitate esa mochila y volvé A sentirte libre. El viaje es largo y los arrepentimientos pesan demasiado.

¿Sos feliz? ¿Vivís de acuerdo a lo que pensás y sentís? ¿Cuántas máscaras y armaduras te pusiste por miedo a sufrir?

Es muy común transitar el tiempo fingiendo ser alguien más. Abandoná esa lucha interna que solo te perjudica a vos.

¿Cuál es tu historia?

Cuando leas estas palabras, comprenderás la mía.

Mi nombre es Pulqui, el primer robot con inteligencia emocional. El único de mi clase.

Y en este desahogo, en esta necesidad de convertir estas hojas en mi propia afirmación existencial, es donde voy a narrarte mis travesías. Mis aventuras y desventuras. Mis momentos de alegría y de penuria.

Prestá atención. Hasta en los detalles más insignificantes puede esconderse aquello que necesitas para avanzar.

Mi creador, quien parecía ser el único ser humano vivo de los alrededores, me fabricó con partes de otros robots y de diversas piezas mecánicas. Tardó meses de absoluta dedicación a la tarea, y algún tiempo más cargando la información neural en mi procesador. Según sus palabras, esperó sentado tres días a que despertara. ¡Tres días! Cualquier humano con tal grado de esperanza, ya es garantía de amor incondicional.

Recuerdo, casi con exactitud, el día en el que vine a este mundo: lo primero que vi al encender mi sistema, fue el rostro motivado de un muchacho y su gran sonrisa de satisfacción. Esos brillantes ojos color café irradiaban esperanza, orgullo y éxito, como faro en la oscuridad. Aquellas manos, engrasadas y sucias, entumecidas y lastimadas, así como todas las herramientas desperdigadas por el suelo, delataban con cuánto esmero me había fabricado. Un joven de no más de veinte años me trajo a la “vida”.

Aquel día todo era nuevo para mí, y, algo asustado, observé a mi alrededor. Un enorme galpón y tres avionetas semi–armadas a un lado daban por hecho que me encontraba en un hangar.

­­—¡Lo logré! –El muchacho, exaltado de la emoción, lanzó una carcajada entrecortada, aún sin poder creer el milagro propiciado.

Me limité a observarlo, con algo de reserva.

—¿Podés entenderme? –Mi creador hacía señales lentas y claras –. Yo, Vinchy. VIN–CHY. Vos… ¿Qué nombre debería ponerte?

Tenía una expresión graciosa, como la de un sediento al encontrar agua. No pude darme cuenta en ese entonces, que así es la mirada de alegría de aquel que pasa mil penurias antes.

Estuvo un tiempo reflexionando, hasta llegar a la gran revelación –¡Pulqui! ¡Si, Pulqui! PUL–QUI.

Mi reciente despertar, traía aparejada una dificultad inicial para moverme y hablar. Comprendía lo que mi creador quería decirme, pero me costaba horrores comunicarme. Finalmente logré pronunciar su nombre y el mío, provocando una tierna expresión de alegría en Vinchy.

El muchacho se rascó la nariz manchándose con grasa por accidente. Luego se puso de pie, y se limpió con el mameluco que traía puesto.

—Vení –me dijo inclinándose un poco y estirando su brazo para que pudiese incorporarme.

Lo observé detenidamente. No sabía bien el motivo, pero su cálida figura me transmitía paz y seguridad. Emanaba una especie de aura que dispersaba cualquier miedo que flotara en el ambiente.

Tomé su mano y avancé de forma torpe hacia su lado. Recorrimos aquel tramo hasta la salida del hangar, y me soltó haciéndome ademanes para que continuase caminando.

Tomé coraje unos segundos antes de cruzar el umbral. Cuando salí, la luz del sol me cegó y mi visión tardó un tiempo en acostumbrarse. Intenté tomar ese radiante sol con mis manos. Me parecía un acontecimiento mágico.

Bajé la vista para admirar el paisaje: un frondoso valle, en el cual ese pequeño y abandonado aeropuerto se escondía entre sierras y mesetas. Un río atravesaba, a lo lejos, la escena, y diseminados por el lugar crecían algunos árboles frutales, especialmente vides. Otros robots trabajaban en el área realizando diversas tareas, proporcionando luz, agua y distintos servicios a una pequeña torre de control lindante al hangar.

—Esa es nuestra casa –dijo Vinchy, y mientras que con una mano la señalaba, con la otra se apoyaba sobre mi hombro.

Y así, bajo el cuidado de un amoroso creador, y en un dulce hogar, se escribieron mis primeras memorias.

Parametro 1

Felicidad

Con el tiempo fui conociendo a mi creador en profundidad. Aquel humano era un joven serio y responsable, demasiado maduro para su edad. Su nombre real era Leonardo, y su apodo “Vinchy”, no era más que una versión desfigurada de Da Vinci, el famoso artista. Aparentemente, sus antiguos compañeros de trabajo le adjudicaron ese sobrenombre, al encontrarle bosquejos de carboncillo ocultos en su casillero. Jamás me atreví a preguntarle la razón por la cual decidió dedicarse a la ingeniería, en lugar del arte. Un sueño frustrado puede ser un tema delicado para hablar. Sea cual sea la causa, “Vinchy” era la denominación perfecta para su persona: tenía una increíble capacidad creativa para diseñar soluciones a corto y largo plazo.

Durante los primeros años Vinchy me enseñó a hablar, a leer y a escribir. Dentro de casa había una gran biblioteca repleta de libros infantiles, cuentos y manuales de ingeniería. Él tomaba mi educación muy seriamente, y a mí me encantaba aprender. Entretenimiento, cultura general, matemáticas, botánica, arquitectura, economía… devoraba cualquier libro con un hambre intelectual insaciable.

Investigué sobre la famosa Tercera Guerra Mundial, y sus terribles consecuencias para la humanidad. El ejército de occidente, “La Alianza Fénix”, luchando contra el ejército de oriente, “La Unión Basilisco”. Armas químicas, nucleares, peste, hambruna; todas llevaron a extinguir casi por completo a la especie dominante de la Tierra. La historia de los grandes dinosaurios se volvía a repetir. Ya lo decía Albert Einstein… la estupidez humana no tiene límites.

Al parecer, mi creador era un miembro importante de uno de los bandos involucrados en el enfrentamiento, ya que mucha de su ropa traía un fénix bordado.

Aprendí también a leer la hora gracias a un bonito reloj pulsera de oro que me regaló Vinchy. Así pude cronometrar cada acontecimiento de nuestra rutina diaria.

Mi creador se despertaba a las 6:00 a. m. La primera hora del día era parte del sagrado ritual de cepillarse los dientes, lavarse el rostro y desayunar. Una pasta verde, a base de eucalipto silvestre, funcionaba como dentífrico improvisado. No cuento con papilas gustativas, pero verlo llevarse eso a la boca me generaba una repulsión total.

Entre las 7:00 y las 10:00 a. m., Vinchy se encargaba del mantenimiento de los robots y maquinarias fuera de casa. Ese era mi momento ideal para atrapar ranas a orillas del río. Para mí, la caza de estos pequeños batracios ya se había convertido en una especie de deporte nacional. Siempre lograba capturar entre seis y siete de estos escurridizos animalitos.

Y a propósito, ¿sabés cómo se cocina una rana? Existe un mito muy popular sobre el asunto. El primer paso no es hervir una olla con agua, ya que esto provocaría los saltos alocados del anfibio cuando se lo arroje. En cambio, primero se coloca al animalito en un recipiente con agua fría, y muy lentamente se va aumentando la temperatura. Para cuando la rana se da cuenta, ya es demasiado tarde y no tiene fuerzas para escapar. Esta técnica culinaria también se utiliza como una alegoría del comportamiento humano: a veces, las personas tienden a adaptarse y conformarse con situaciones poco agradables, que de forma gradual se van saliendo de control, sin que puedan reaccionar a tiempo. No quiero adelantarme a los hechos, pero está de más decir que yo también padecí este síndrome.

Para media mañana, Vinchy se sentaba a descansar en un cómodo sofá del living. Esa pequeña habitación parecía una sala de aventuras, repleta de mapas, cartografía, instrumentos de posición y una vieja radio que producía estática. Durante ese lapso mi creador solía diagramar algunas rutas de vuelo imaginarias, y sintonizaba distintas frecuencias un buen rato. También era usual que me pidiera que le lea algún libro para evaluar mis progresos académicos y reforzar mi educación, aunque… quizá solo le gustaba escucharme leer.

A las 12:00 a.m. nos deteníamos a almorzar. Mi creador se alimentaba de cualquier fruta o verdura recolectada, o algún animal cazado, mientras que yo conectaba mi cargador.

Las tardes… las tardes de aquellos días eran hermosas. Salíamos a caminar por la ciudad en búsqueda de chatarra. Esos largos paseos por edificios derruidos y llenos de vegetación y moho parecían un mundo de ensueño, como los de aquellos cuentos que leía tan apasionadamente. Alguna vez esas construcciones estuvieron repletas de seres humanos, por las calles circulaban grandes cantidades de vehículos, y por las chimeneas de las fábricas salían enormes pilares de humo gris. La naturaleza, en todo su esplendor, había vuelto a reclamar lo que era suyo por derecho, y ahora los grandes centros urbanos no eran más que sus propios jardines botánicos.

Recuerdo que durante uno de esos paseos me acerqué a un auto corroído por simple curiosidad. Cuando asomé mi cabeza por la ventana, una bandada de aves salió volando fuera. Mi susto fue tal que corrí a esconderme detrás de Vinchy. Él solo sonreía. Pasada mi sorpresa inicial, le pregunté por qué las aves vivían allí dentro y no en las copas de los árboles como en las ilustraciones de los libros.

—Nada permanece igual. Todo cambia, y es necesario adaptarse a ese cambio.

Yo solo incliné mi cabeza, sin poder interpretar esa frase. No le presté demasiada importancia en ese entonces.

En cada caminata aprovechaba la oportunidad de saciar mi curiosidad, por más que en ese momento no comprendiese la respuesta.

—¿Qué hay más allá de la ciudad? –pregunté en otra ocasión.

—Una cordillera muy extensa, es decir, muchas montañas una al lado de la otra –respondió él.

—¿Y más allá de la cordillera? –continué indagando.

—Un lugar llamado Chile, en donde hay unas playas hermosas desde donde puede verse el océano Pacífico.

Jamás había visto Chile, pero debía ser algo muy hermoso. Una playa… había visto una en la fotografía de un libro. Era la imagen de un sol naciendo en el horizonte, un espejo natural entre el cielo y el mar. Me dejé llevar por la imaginación y me visualicé en esa escena. Creo que producto de esa conversación labré mi primer sueño: Algún día visitaría una playa en Chile.

De regreso de esas excursiones, usualmente a eso de las 6:00 p. m., mi creador se encerraba en el hangar para trabajar en alguna de las avionetas. Los tres aeroplanos, todos modelo Cessna A–182, eran vehículos recuperados de la antigua Fuerza Aérea Argentina. Santa María, La Pinta y La Niña: Vinchy las había apodado como las tres carabelas principales de un famoso navegante; Santa María era su favorita y a la que dedicaba más tiempo.

Era una postal diaria verlo sentado en su banqueta de madera, inmerso en su mundo. Nunca antes me había planteado si reparaba las avionetas por hobby o necesidad, pero sí puedo dar fe que lo disfrutaba mucho.

Al caer la noche, se me propiciaba el mantenimiento necesario: se aceitaban mis articulaciones, se verificaba el estado de mi batería y se limpiaban mis filtros de aire.

Para dar cierre a la rutina, Vinchy cenaba y se duchaba antes de ir a dormir. Yo me quedaba gran parte de la noche jugando con una motocicleta de madera. A veces me perdía viendo por la ventana cómo trabajaban los otros robots. No es que quisiera hablar con ellos, solo sentía curiosidad por saber cómo era tener una misión que cumplir. Todos tenían una tarea por la cual trabajaban día y noche. Eso era algo raro para mí, ya que no se me había asignado ningún parámetro o misión particular. Aun así no me molestaba ese hecho, solo necesitaba de mi creador.

Dando por finalizado el relato de nuestro día a día, solo resta decir que esos tiempos fueron los más felices de mi existencia.

Parametro 2

Miedo

“Nada permanece igual. Todo cambia y es necesario adaptarse a ese cambio”.

Apenas acababa de cumplir doce años desde mi creación cuando la vida se encargó de enseñarme el significado real detrás de esa frase.

Una fría mañana de invierno me encontraba en modo de ahorro de energía, aún descansando. Soñaba con cómputos y lenguaje de programación, interrumpido de forma intermitente por la voz distorsionada de Vinchy y el fuerte ruido de un motor. “Tengo que irme” es lo único que logré comprender de ese mensaje onírico.

Encendí mi sistema, algo confundido, y observé hacia todos lados, percibiendo la inquietante calma del ambiente. Mi reloj pulsera marcaba las 5:50 a. m. No debería resultarme extraño que aquel incómodo silencio se debiese a que mi creador aún dormía. Me desperecé e intenté relajarme. Era un hermoso día para juntar leña, y estaba ansioso por comenzar la rutina.

5:55 a. m.

Sin embargo, el sueño me había preocupado, ¿por qué sentía que algo no cuadraba? El comportamiento de Vinchy era un poco inusual esos días. Se esforzaba demasiado en Santa María, y se le notaba tenso y distraído. Hasta ese preciso momento había hecho la vista gorda a esos detalles.

6:00 a. m.

Se oía el despertador detrás de la puerta de la habitación. Mi expectativa había llegado a su clímax, absorto a cualquier indicio.

6:05 a. m.

Traté de tranquilizarme. Tanto arduo trabajo lo habría dejado exhausto. Una pequeña licencia de cinco minutos más era bastante lógico. Al fin y al cabo, mi nerviosismo era producto de un simple mal sueño.

6:10 a. m.

El maldito ruido de la alarma no cesaba, ¿¡por qué no lo apagaba!?

No resistí y fui directo a abrir la puerta. Una cama tendida. Varios faltantes de ropa… una habitación vacía. Quedé helado unos segundos, sintiendo cómo un mal augurio se convertía poco a poco en realidad.

Mi imaginación me torturaba con esa escena, hasta que recordé un elemento importante del sueño… ¡El ruido de un motor!

A paso ligero, caminé hasta el hangar. Entré al galpón solo para confirmar el peor de mis miedos: Ni Vinchy, ni Santa María estaban allí.

Si tuviese que definir mi estado anímico en ese momento, creo que usaría la expresión “aturdido”. ¿Dónde estaba Vinchy? ¿Por qué se fue? Mi existencia se reducía a un simple niño de hojalata con terror a ser abandonado. Caminé como barco sin timón hasta el centro de la pista de aterrizaje, y me senté allí. Divisé a mi lado, las huellas de los neumáticos del avión. Ya no cabía ninguna duda.

Comencé a divagar y a pensar en alternativas menos dramáticas. Quizás mi creador estaba haciendo alguna prueba de vuelo. Lo cual me molestaba, porque me hubiese encantado ser el primer espectador de aquel despegue. De ser cierta mi teoría, era cuestión de tiempo para que regresara. Sí. Quizás era esa la respuesta.

Un pequeño rastro de humo en el cielo, ¿era eso normal?, ¿debería preocuparme? Quizás solo era la combustión del aeroplano.

El camino se dirigía a la ciudad, ¿habría dado una vuelta para verla desde arriba? Se estaba tardando. Quizás se aventuró unos kilómetros más.

Quizás, y quizás, y quizás… quizás estaba perdiendo el tiempo sacando conclusiones.

En esa bicicleta de emociones, mi presentimiento inicial se había convertido en preocupación, la preocupación en miedo, y muy lentamente el miedo le abría el paso al pánico.

Un diminuto copo de nieve danzó frente a mis ojos. Observé el cielo. El invierno se había inaugurado oficialmente. No era en absoluto una buena noticia: el clima nevado de esa época suele aparecer de forma súbita y violenta. El agua se condensa demasiado rápido y fuertes ventiscas pueden hacerse presentes en un abrir y cerrar de ojos. Mi cuerpo no había sido diseñado para ser un todoterreno. Si entraba nieve o agua en mis circuitos, podía ser fatal.

No tenía tiempo que perder. Era demasiado peligroso adentrarse a la ciudad, así que, en primera instancia, debía descartar cualquier otro posible lugar primero. La velocidad de mis pasos aumentaba a la par de mi preocupación.

Lo busqué por los alrededores de la torre de control y del hangar. Recorrí la ribera del río sin encontrar rastro alguno. Una fina capa de hielo comenzaba a cubrir el agua. Tampoco veía algún indicio cerca de las plantaciones, ya consumidas por la escarcha. El frío intentaba alcanzarme, adelantarse, bloquearme el paso. Debía ser más rápido. El sol se ocultaba con las horas, y no quedaban sitios que visitar en el valle.

Había agotado casi todas las alternativas. Volví a observar la ciudad: era mi última opción. Mi batería restante propiciaba tan solo una hora más de energía y tenía que tomar una decisión crítica. No creo haberlo pensado demasiado, porque ya me encontraba en camino. Estaba completamente enceguecido.

El horizonte era indistinguible y la nieve entraba por mis hendiduras. La alarma alertaba constantemente la poca carga de mi batería. El fuerte viento silbaba a través de mi coraza metálica burlándose de mi infortunio. Estaba espantado, gritaba a dos voces el nombre de mi creador. Cuando me di cuenta, la tormenta me había atrapado.

Pasaron algunos minutos antes de caer desplomado. Mis sentidos comenzaron a menguar y mi cuerpo poco a poco se cubrió de blanco.

“No fue una buena idea salir con este temporal. Ya no puedo moverme” Pensé abatido.

¿Acaso mi historia terminaría allí? ¿Iba a convertirme en un pedazo de chatarra congelada?

El escenario se oscurecía. Pero, entre toda la angustia, un pequeño halo de esperanza todavía brillaba. Vinchy vendría a salvarme. Estaba seguro. Necesitaba aferrarme a esa idea.

De pronto, un brazo humano me levantó con fuerza y vi a mi creador sonriendo. Detuve ese momento con inmensurable alegría, hasta que recalibré mi visión. Cuando la magia se disipó, aún me encontraba hundido en la nieve. Mi mente me había jugado una mala pasada.

Nadie vendría a rescatarme. No aparecería Vinchy. Tal vez nunca volvería a verlo. No le temía tanto a la muerte, como a separarme de mi creador, y, por esa razón, no quería aceptar ese final. No podía aceptar ese final. No, era la palabra clave. Me negaba a morir allí.

Hice fuerzas para levantarme y mi batería de emergencia se activó. Si quería tener una oportunidad de continuar mi búsqueda debía llegar a casa a como dé lugar.

Caminé todo el recorrido, tambaleándome de un lado a otro, sacando fuerzas de donde ya no tenía. Pude divisar mi casa a unos metros, pero recorrer esa distancia fue casi un martirio. Abrí la puerta y reptando llegué al cargador. Luego de conectar mi batería me apagué, completamente agotado.

Desperté de mi letargo a la tarde del día siguiente. Quise creer que todo fue parte de un muy mal sueño, pero la panorámica del living vacío estampó la cruda realidad en mi cara. Me inundó un profundo sentimiento de tristeza.

¿A dónde se había ido? Las incógnitas me atormentaban. Mi visión recorrió sin ánimos el escritorio, mientras trataba de unir cabos sueltos. Finalmente mi atención se posó sobre un mapa en particular, que contenía distintas anotaciones y escritos. Se encontraba casi oculto bajo libros y hojas. Lo observé detalladamente hasta reconocer coordenadas de vuelo. Mi sentidos se dispararon, ¡era una pista! Impaciente, corrí todo de un zarpazo, por lo que tiré accidentalmente la radio de mi creador. Observé los pedazos rotos de esta en el suelo, pero en ese momento tenía problemas más graves por los cuales preocuparme. El mapa triangulaba un punto específico en Chile. Vinchy se había marchado al otro lado de la cordillera.

Pasé muchos días esperándolo angustioso antes de asimilar que me había abandonado. Tuve que aprender a cambiar mis fusibles, así como el resto de mi mantenimiento. Los días se convirtieron en meses y ya me había acostumbrado a valerme por mí mismo.

Durante todo ese tiempo tuve que enfrentarme al mayor miedo de un niño: la soledad.

Existe una terrible paradoja auditiva que sufrimos quienes tememos estar solos. El silencio es aterrador; y los ruidos extraños o repentinos, aún más aterradores. Desde el suave chirrido de una puerta, hasta el cantar de los grillos, los sonidos habían magnificado su potencia de la noche a la mañana.

Como mantenía la esperanza de reencontrarme con Vinchy, me propuse aprender a reparar alguna de las avionetas. En un principio no sabía ni cambiar un tornillo, por lo que tuve que leer muchos de los manuales de casa para comprender un poco lo que estaba haciendo.

Mi tiempo se dividió en leer, trabajar en el hangar y cargar energías. A veces me aventuraba a la ciudad (cuando el clima me lo permitía) en búsqueda de algún repuesto, o simplemente se lo quitaba a una de las avionetas para instalárselo a la otra.

Mi creador había partido con Santa María, la cual resultaba ser la única avioneta con posibilidades de vuelo. El estado de las otras dos era… deplorable. La Niña era una máquina rebelde que encendía espasmódicamente y a su antojo, casi como un infante. Si quería que funcione debía dedicarle tiempo y esfuerzo… mucho tiempo y esfuerzo.

La Pinta, por su parte, tenía “pinta” de cualquier cosa, menos de algo que pudiese despegar del suelo. Le faltaban piezas, la carrocería abollada era un colador y el óxido era su nuevo filtro solar. Hacer que esa chatarra inservible saliera del hangar se asemejaba más a un milagro moderno de la neurocirugía que al trabajo de un mecánico.

A la hora de elegir a la candidata para reparar, La Niña fue mi primera opción.

Durante ese proceso de aprendizaje y de ensayos de prueba y error, pasé incontables noches solitarias, abrumado entre la esperanza y la decepción. Y cuando el sol se ocultaba me acechaba el segundo mayor miedo para un infante: la oscuridad. Imaginaba figuras tétricas y siluetas de monstruos en aquellos rincones alejados de la sala, todas querían devorarme. Las sombras eran tan amenazantes que debía conectar mi cargador con la luz encendida. Envuelto en una manta y atrincherado contra la pared, solía sufrir las horas de vigilia.

Para cuando finalicé mi vehículo ya era mediado de primavera, precisamente un 12 de Octubre. La fecha coincidía con el descubrimiento de las Américas por parte de Cristóbal Colón, sin contar con que el nombre de mi avioneta era el mismo que el de una de sus carabelas. Tomé ese hecho como un buen augurio. Yo también me sentía un aventurero, y realicé los preparativos de último momento con gran entusiasmo. Había logrado ensamblar una de las avionetas en tiempo récord y casi sin conocimiento previo. Muy consciente de ese logro proseguía, emocionado de estar un paso más cerca de Vinchy.

Saben, soy partidario y fiel creyente del potencial oculto en todos los seres conscientes de este planeta. Siempre existió algún humano que superó las expectativas y pasó a la gloria por romper todos los esquemas impuestos de su época. Descubridores, guerreros, científicos… Puf, amo esas historias. Todos ellos hicieron caso omiso a las advertencias desalentadoras de quienes les rodeaban y se arrojaron a cumplir sus metas. Los hermosos cuentos de grandes hazañas me alentaban a despegar.

Pero… Si pudiese volver el tiempo atrás, detendría ese ímpetu infantil con el que me estaba lanzando al vacío. Mi ingenuidad no me permitía ver parte de lo que yo llamo “la piedra triangular del éxito”: teoría, habilidad y práctica. Déjenme explicarles un poco más el asunto.

La teoría era, sin dudarlo, mi punto fuerte. Había desgranado cada uno de los manuales de aeronáutica e ingeniería de la vasta colección de libros en casa. Tenía una asombrosa capacidad para absorber y retener información, de modo que almacenaba en detalle cada posible situación y arquetipo.

En segundo lugar, la habilidad con la que me desenvolviese como piloto, no podría medirla hasta dar riendas sueltas al despegue. Si poseía algún talento innato, lo sabría en las alturas.

Y por último, la práctica