Ensayos I - Michel De Montaigne - E-Book

Ensayos I E-Book

Michel De Montaigne

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Beschreibung

Montaigne inicia la redacción de esta obra que le ocupará hasta la fecha de su muerte en 1592. Dos años antes había vendido su puesto como Consejero del Parlamanto de Burdeos para retirarse a su castillo en el Périgord. No será la redacción de los Ensayos la única ocupación que tenga, ya que a la vez que administra sus posesiones Montaigne participa como noble católico en alguno de los episodios militares o políticos de las Guerras de religión de Francia. Viaja, desempeña en varias ocasiones el cargo de alcalde de Burdeos, y también hace de intermediario entre el rey Enrique III y el jefe protestante Enrique de Navarra (futuro Enrique IV). Los Ensayos se alimentan tanto de esta experiencia como de sus lecturas de humanista "jubilado" en su "biblioteca" de la torre de su residencia. Montaigne publica los libros I y II en Burdeos en 1580, y luego los completa y adjunta un tercer libro en la edición parisina de 1588. Continua luego ampliando su texto de cara a una nueva edición. De ese trabajo han quedado dos testigos a veces divergentes: un ejemplar de los Ensayos plagado de correcciones manuscritas del propio Montaigne (el llamado ejemplar de Burdeos) y la edición póstuma de 1595.

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ENSAYOS

LIBRO I

MICHEL DE MONTAIGNE

El autor al lector

Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con el no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando yo muera (lo que acontecerá pronto), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron. Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo, habría echado mano de adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto. Mis defectos se reflejarán a lo vi-vo: mis imperfecciones y mi manera de ser ingenua, en tanto que la reverencia pública lo consienta. Si hubiera yo pertenecido a esas naciones que se dice que viven todavía bajo la dulce libertad de las primitivas leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiese pinta-do bien de mi grado de cuerpo entero y completamente desnudo. Así, lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues.

De Montaigne, a 12 días del mes de junio de 1580 años.

LIBRO I

Capítulo I

Por diversos caminos se llega a semejante fin

El modo más frecuente de ablandar los co-razones de aquellos a quienes hemos ofendido, cuando tienen la venganza en su mano y estamos bajo su dominio, es conmoverlos por sumisión a conmiseración y piedad; a veces la bravura, resolución y firmeza, medios en todo contrarios, sirvieron para el logro del mismo fin.

Eduardo, príncipe de Gales, el que durante tanto tiempo gobernó nuestra Guinea, personaje cuya condición y fortuna tienen tantas partes de grandeza, habiendo sido duramente ofendido por los lemosines y apoderádose luego de su ciudad por medio de las armas, no le detuvieron en su empresa los gritos del pueblo, mujeres y niños, entregados a la carnicería, que le pedían favor arrojándose a sus pies, y su cólera fue implacable hasta el momento en que, penetrando más adentro en la ciudad, vio tres franceses nobles que con un valor heroico querían contrarrestar los esfuerzos de los vencedores. La consideración y respeto de virtud tan noble detuvo primeramente su cólera, y merced a los tres caballeros comenzó a mirar misericordiosamente a todos los demás moradores de la ciudad.

Scanderberg, príncipe del Epiro, que se-guía a uno de sus soldados para matarlo, habiendo la víctima intentado apaciguar la cólera del soberano con toda suerte de humi-llaciones y de súplicas, resolvió de pronto hacerle frente con la espada en la mano; tal resolución detuvo la furia de su dueño, quien habiéndole visto tomar determinación tan digna le concedió su gracia. Este ejemplo po-drá ser interpretado de distinto modo por aquellos que no tengan noticia de la prodigiosa fuerza y valentía de este príncipe.

El emperador Conrado III, que tenía cercado a Guelfo, duque de Baviera, no quiso condescender a condiciones más suaves por más satisfacciones cobardes y viles que se le ofrecieron, que consentir solamente en que las damas nobles sitiadas que acompañaban al duque, salieran a pie con su honor salvo y con lo que pudieran llevar consigo. Estas, que tenían un corazón magnánimo quisieron echar sobre sus hombros a sus maridos, a sus hijos y al duque mismo; el emperador experimentó placer tanto de tal valentía que lloró de satisfacción y se amortiguó en él toda la terrible enemistad que había profesado al duque: De entonces en adelante trató con humanidad a su enemigo y a sus tropas.

Ambos medios arrastraríanme fácilmente, pues, yo me inclino en extremo a la misericordia y a la mansedumbre. De tal modo, que a mi entender, mejor me dejaría llevar a la compasión que al peso del delito. Si bien la piedad es una pasión viciosa a los ojos de los estoicos, quieren estos que se socorra, a los afligidos, pero no que se transija con sus debilidades. Esos ejemplos me parecen más adecuados, con tanta más razón cuanto que se ven aquellas almas (asediadas y probadas por los dos medios) doblegarse ante el uno permaneciendo inalterables ante el otro.

Puede decirse que el conmoverse y apia-darse es efecto de la dulzura, bondad y blandura de alma, de donde proviene que las naturalezas más débiles, como son las de las mujeres, los niños y el vulgo, estén más sujetas a aquella virtud; mas el desdeñar las lágrimas y lloros como indignos de la santa imagen de la fortaleza, es prueba de un alma, valiente e implacable que tiene en estima y en honor un vigor resistente y obstinado. De todas suertes, hasta en las almas menos generosas la sorpresa y la admiración pueden dar margen a tan efecto parecido; tal atestigua el pueblo de Tebas, que habiendo condenado a muerte a sus capitanes por haber continuado su marido un tiempo más largo que el prescrito y ordenado de antemano, ab-solvió a duras penas de todo castigo a Pelópidas, que no protestó contra la acusación; Epaminondas, por el contrario, alabó su propia conducta, censuró al pueblo de una manera arrogante y orgullosa, y los ciudadanos no osaron siquiera tomar las bolas para vo-tar; lejos de condenarle, la Asamblea se di-solvió ensalzando grandemente las proezas de este personaje.

Dionisio el Antiguo, que después de grandes y prolongados obstáculos consiguió hacerse dueño de la ciudad de del capitán Fi-tón, hombre valiente y honrado que había defendido heroicamente la plaza, quiso tomar un trágico ejemplo de venganza contra él. Díjole primeramente que el día anterior había mandado ahogar a su hijo y a toda su familia, a lo cual Fitón se limitó a responder que los suyos habían alcanzado la dicha un día antes que él. Luego le despojó de sus vestiduras, le entregó a los verdugos y le arrastró por la ciudad, flagelándole ignominiosa y cruelmente y cargándole además de injurias y denues-tos. Pero Fitón mantuvo su serenidad y valor, y con el rostro sereno pregonaba a voces la causa honrosa y gloriosa de su muerte, por no haber querido entregar su país en las manos de un tirano, a quien amenazaba con el castigo próximo de los dioses. Leyendo Dionisio en los ojos de la mayor parte de sus soldados que éstos, en lugar de animarse con la bravura del enemigo vencido, daban claras muestras que recaían en desprestigio del jefe y de su victoria y advirtiendo que iban ablandándose ante la vista de una virtud tan rara que amenazaban insurreccionarse y aun arrancar a Fitón de entre las manos de sus verdugos, el vencedor puso término al marti-rio, y ocultamente arrojó al mar al vencido.

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