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Michel De Montaigne

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Beschreibung

Los Ensayos de Michel de Montaigne I, eres la primera parte dos libros, y representan una de las obras más influyentes del pensamiento occidental. Publicado por primera vez en 1580, este primer libro inaugura un nuevo género literario —el ensayo— caracterizado por la reflexión personal, la observación crítica y la exploración de la experiencia humana desde una perspectiva íntima y subjetiva. Montaigne aborda temas diversos como la amistad, la muerte, la educación, la costumbre y la naturaleza humana, siempre con un tono honesto, escéptico y profundamente humanista. A lo largo de estos ensayos, Montaigne rechaza dogmas y verdades absolutas, invitando al lector a cuestionar sus propias creencias y a comprender la complejidad del ser humano. Su estilo libre, digresivo y conversacional hace que su pensamiento se desarrolle de manera espontánea, sin imponer conclusiones definitivas, lo que convierte a su obra en un ejercicio continuo de autoconocimiento y tolerancia. La vigencia del Libro I de Los Ensayos radica en su capacidad para dialogar con lectores de todas las épocas. Su defensa de la duda, la moderación y la comprensión del otro sigue siendo una poderosa herramienta frente a los extremismos. Montaigne ofreció una nueva forma de pensar sobre uno mismo y el mundo, sentando las bases del pensamiento moderno y del individualismo reflexivo.

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Michel de Montaigne

LOS ENSAYOS DE MICHEL MONTAIGNE I

Título original:

“Les Essais”

Primera edición

Sumario

PRESENTACIÓN

LOS ENSAYOS DE MICHEL MONTAIGNE

LIBRO I

PRESENTACIÓN

Michel de Montaigne

1533 – 1592

Michel de Montaigne fue un escritor y filósofo francés del Renacimiento, reconocido como el creador del ensayo moderno como género literario. Nacido en el suroeste de Francia, Montaigne escribió en un contexto de intensas guerras religiosas y cambios políticos en Europa. Su obra se caracteriza por una reflexión profunda sobre la condición humana, marcada por una visión escéptica, introspectiva y tolerante. A través de sus Ensayos, Montaigne inauguró una forma de escritura personal e investigativa, influenciada por la filosofía clásica y por sus propias experiencias.

Vida temprana y educación

Michel Eyquem de Montaigne nació en el castillo familiar de Montaigne, en la región de Aquitania. De familia noble, recibió una educación humanista rigurosa: su padre organizó que solo se le hablara en latín durante su infancia, y estudió posteriormente en el Collège de Guyenne y en la Universidad de Toulouse, donde se formó como jurista. Ejerció como magistrado en el Parlamento de Burdeos, pero su verdadera vocación era la meditación filosófica. En 1571, se retiró a su torre-biblioteca para dedicarse a escribir y reflexionar sobre sí mismo y el mundo.

Carrera y contribuciones

Los Ensayos, publicados por primera vez en 1580, constituyen la obra principal de Montaigne. En ellos, abordó temas como la muerte, la amistad, la educación, la costumbre y la relatividad cultural, siempre desde una perspectiva personal y abierta. Lejos de pretender imponer verdades, Montaigne se limitaba a explorar sus pensamientos con honestidad, adoptando un tono conversacional e íntimo. Su lema, “¿Qué sé yo?” (Que sais-je?), refleja su escepticismo filosófico y su convicción de que el conocimiento humano es limitado e inestable.

Una de sus contribuciones más significativas fue la introducción de la introspección como herramienta de conocimiento. Montaigne combinó referencias clásicas —como Séneca, Plutarco o Cicerón— con observaciones sobre sus propias vivencias, creando un estilo híbrido entre la filosofía y la autobiografía. Fue también uno de los primeros pensadores europeos en mostrar respeto por culturas no occidentales, como lo demuestra en su ensayo “De los caníbales”, en el que critica la arrogancia europea frente a los pueblos indígenas de América.

Impacto y legado

Montaigne transformó el acto de escribir en una forma de examinar la experiencia humana, y su influencia es profunda en la literatura moderna. Autores como Descartes, Pascal, Nietzsche, Emerson y Virginia Woolf encontraron inspiración en su enfoque introspectivo y su libertad formal. Los Ensayos introdujeron un tipo de pensamiento que no buscaba enseñar, sino explorar, lo que lo convirtió en un precursor del relativismo cultural y del pensamiento moderno sobre la subjetividad.

En un tiempo dominado por dogmas religiosos y conflictos ideológicos, Montaigne defendió la tolerancia y la duda. Su estilo libre, su curiosidad por la diversidad humana y su rechazo a la certeza absoluta lo convierten en una figura central del Renacimiento y en un modelo de pensamiento humanista que sigue vigente.

Michel de Montaigne murió en 1592, a los 59 años, posiblemente a causa de una amigdalitis o complicaciones de la litiasis renal. Su obra, sin embargo, continuó creciendo en importancia con el tiempo. A lo largo de los siglos, los Ensayos han sido leídos y reinterpretados por generaciones de lectores, manteniéndose como una de las cumbres del pensamiento occidental.

Hoy, Montaigne es recordado como el padre del ensayo personal y como un filósofo de la vida cotidiana, cuyas preguntas sobre el ser, el conocimiento y la convivencia siguen siendo sorprendentemente actuales. Su legado radica en haber enseñado que pensar con libertad y escribir con honestidad puede ser una forma profunda de autoconocimiento y de comprensión del mundo.

Sobre la obra

Los Ensayos, Libro I, de Michel de Montaigne, representan una de las obras más influyentes del pensamiento occidental. Publicado por primera vez en 1580, este primer libro inaugura un nuevo género literario —el ensayo— caracterizado por la reflexión personal, la observación crítica y la exploración de la experiencia humana desde una perspectiva íntima y subjetiva. Montaigne aborda temas diversos como la amistad, la muerte, la educación, la costumbre y la naturaleza humana, siempre con un tono honesto, escéptico y profundamente humanista.

A lo largo de estos ensayos, Montaigne rechaza dogmas y verdades absolutas, invitando al lector a cuestionar sus propias creencias y a comprender la complejidad del ser humano. Su estilo libre, digresivo y conversacional hace que su pensamiento se desarrolle de manera espontánea, sin imponer conclusiones definitivas, lo que convierte a su obra en un ejercicio continuo de autoconocimiento y tolerancia.

La vigencia del Libro I de Los Ensayos radica en su capacidad para dialogar con lectores de todas las épocas. Su defensa de la duda, la moderación y la comprensión del otro sigue siendo una poderosa herramienta frente a los extremismos. Montaigne ofreció una nueva forma de pensar sobre uno mismo y el mundo, sentando las bases del pensamiento moderno y del individualismo reflexivo.

LOS ENSAYOS DE MICHEL MONTAIGNE

LIBRO I

CAPÍTULO I – PUEDE LOGRARSE EL MISMO FIN CON DISTINTOS MEDIOS

La manera más común de ablandar los ánimos de aquellos a quienes hemos ofendido, cuando tienen la venganza en su mano y nos encontramos a su merced, es suscitar su lástima y piedad dando muestras de sumisión. Sin embargo, la osadía, la firmeza y la determinación, medios del todo contrarios, han servido a veces para alcanzar el mismo resultado. A Eduardo, príncipe de Gales, durante tanto tiempo gobernador de nuestra Guyena, personaje cuyas cualidades y fortuna presentan muchos notables rasgos de grandeza, no pudo detenerle, al conquistar la ciudad de los limosinos, que le habían infligido graves ofensas, el clamor del pueblo, de las mujeres y de los niños abandonados a la carnicería, que le pedían piedad y se le arrojaban a los pies. Continuó su avance por la ciudad hasta que reparó en tres gentilhombres franceses que, con increíble audacia, resistían por sí solos el empuje del ejército victorioso. La consideración y el respeto por un valor tan singular mitigó por primera vez la violencia de su cólera; y, por ellos tres, empezó a mostrarse misericordioso con los demás habitantes de la ciudad.

Scanderberg, príncipe de Epiro, perseguía a uno de sus soldados para darle muerte. Éste, tras intentar aplacarlo recurriendo a toda suerte de humillaciones y súplicas, decidió en último término aguardarlo con la espada empuñada. Tal resolución frenó en seco la furia de su señor, que, al verle tomar una decisión tan honorable, le otorgó su gracia. Podrán interpretar de otra manera este ejemplo quienes no hayan leído nada sobre la prodigiosa fuerza y valentía de este príncipe. El emperador Conrado III había puesto cerco a Güelfo, duque de Baviera, y, pese a las viles y cobardes compensaciones que se le ofrecieron, no quiso transigir a otras condiciones más suaves que permitir la salida de las mujeres que permanecían asediadas junto al duque, con el honor salvo, a pie y llevando encima lo que pudieran. A éstas se les ocurrió, con magnánimo corazón, cargar a hombros a maridos e hijos, y al duque mismo. El emperador, muy complacido al ver la nobleza de su ánimo, lloró de satisfacción y mitigó la violencia de la enemistad mortal y suprema que había profesado contra el duque; y a partir de entonces los trató humanamente, a él y a los suyos.

 A mí cualquiera de los dos medios me arrastraría fácilmente, pues mi blandura frente a la misericordia y la mansedumbre es extraordinaria. A tal extremo que, a mi juicio, me rendiría con más naturalidad a la compasión que a la admiración. Sin embargo, la piedad es para los estoicos una pasión viciosa. Admiten que socorramos a los afligidos, pero sin ablandarnos y sin compadecerlos.

 Ahora bien, estos ejemplos me parecen tanto más oportunos porque vemos que estas almas, atacadas y puestas a prueba por los dos medios, resisten uno sin conmoverse, pero se doblegan bajo el otro. Cabe decir que el hecho de que un ánimo caiga en la conmiseración es un efecto de la ligereza, del carácter bondadoso y de la blandura, y que por eso las naturalezas más débiles, como las de mujeres, niños y vulgo, son más propensas a caer en ella; pero que rendirse sólo a la reverencia de la santa imagen del valor, desdeñando lágrimas y llantos, es el efecto del alma fuerte e implacable, que estima y honra el vigor viril y obstinado. Sin embargo, el asombro y la admiración pueden producir el mismo efecto en almas menos nobles. Tenemos la prueba del pueblo tebano, que llevó a sus capitanes ante la justicia, con una acusación capital, por haber ejercido su función más tiempo del prescrito y preestablecido. Mientras que absolvió a duras penas a Pelópidas, que se doblegó bajo el peso de tales acusaciones, y fundó su defensa en meras demandas y súplicas, por el contrario, con Epaminondas, que hizo un relato magnífico de las gestas que había realizado y las reprochó al pueblo,  de manera orgullosa y arrogante, no tuvo siquiera el coraje de coger las bolillas de votar, y se marchó. La asamblea dedicó grandes elogios a la alteza de ánimo de este personaje.

 Cuando Dionisio el Viejo se apoderó de la ciudad de Regium tras mucho tiempo y enormes dificultades, y del capitán Pitón, gran hombre de bien que la había defendido con denuedo, quiso valerse de él para dar un trágico ejemplo de venganza. Le contó primero cómo, el día anterior, había hecho que ahogaran a su hijo y a todos sus parientes. Pitón se limitó a responder que eran un día más dichosos que él. Mandó después a unos verdugos que le desnudaran y que lo cogieran y arrastraran por la ciudad azotándolo del modo más ignominioso y cruel, y colmándolo, además, de insultos y ultrajes. Pero él mantuvo su entereza de ánimo, sin desfallecimiento; y con firme semblante se dedicó, por el contrario, a recordar en alta voz el honorable y glorioso motivo de su muerte, por no haber querido rendir su país a un tirano, al tiempo que le amenazaba con un próximo castigo de los dioses. Dionisio leyó entonces en la mirada de la muchedumbre de su ejército que, lejos de indignarse contra las bravatas del enemigo vencido despreciando a su jefe y su victoria, empezaba a ablandarse por el asombro que le producía un valor tan singular, y barajaba la idea de amotinarse e incluso de arrancar a Pitón de las manos de sus guardianes. De modo que mandó cesar el martirio y, a escondidas, lo envió a que lo ahogaran en el mar.

 Qué duda cabe de que el hombre es un objeto extraordinariamente vano, diverso y fluctuante. Es difícil fundar un juicio firme y uniforme sobre él. Fijémonos en Pompeyo, que perdonó a la ciudad entera de los mamertinos, contra la cual albergaba sentimientos muy hostiles, en consideración del valor y de la magnanimidad del ciudadano Zenón, que asumió solo la culpa común, y no pidió otra gracia que ser el único en sufrir castigo. Pero el anfitrión de Sila, que mostró en la ciudad de Perugia un valor semejante, nada logró con ello, ni para sí mismo ni para los demás.

 Y, directamente contra mis primeros ejemplos, Alejandro, el más audaz de los hombres, y tan generoso con los vencidos, cuando conquistó tras pasar muchos y grandes aprietos la ciudad de Gaza, encontró a Betis, que la mandaba y de cuyo valor había tenido durante el cerco pruebas asombrosas, solo, abandonado de los suyos, con las armas destrozadas, cubierto por entero de sangre y heridas, que seguía combatiendo en medio de una multitud de macedonios que le golpeaban por todos lados. Alejandro, muy molesto por el alto precio de la victoria — pues, entre otros daños, había sufrido poco antes dos heridas él mismo — , le dijo: «No morirás como has querido, Betis; ten por seguro que vas a padecer todos los tormentos que puedan inventarse contra un prisionero». El otro, con semblante no ya confiado sino arrogante y altivo, aguantó sin decir palabra las amenazas. Entonces, Alejandro, al ver la obstinación con que se callaba, lanzó: «¿Ha doblado la rodilla?, ¿se le ha escapado alguna palabra de súplica? Sin duda alguna venceré este silencio; y si no puedo arrancarle ni una sola palabra, le arrancaré al menos algún gemido». Y, trocando su cólera en rabia, ordenó que le perforaran los talones, y lo hizo arrastrar vivo, desgarrarlo y desmembrarlo atado a la trasera de una carreta.

¿Acaso la fortaleza de ánimo fue tan natural y común para él que, no admirándola, la respetaba menos?  ¿O bien la consideraba tan propiamente suya que no podía soportar verla en otro a esa altura sin la irritación de una pasión envidiosa?, ¿o bien el ímpetu natural de su cólera no podía consentir oposición alguna? En verdad, si admitía freno, lo verosímil es que lo hubiera tenido en la captura y destrucción de Tebas, cuando vio pasar cruelmente por el filo de la espada a tantos hombres valientes derrotados y ya sin medio alguno de defensa pública. Se dio muerte, en efecto, a unos seis mil, y ni uno fue visto huyendo o solicitando merced. Al contrario, buscaban por las calles, en cualquier rincón, enfrentarse a los enemigos victoriosos; los provocaban para que los matasen con honor. A ninguno se vio que no intentara vengarse incluso en el último suspiro y, con las armas de la desesperación, consolar su muerte en la muerte de algún enemigo. Sin embargo, la aflicción de su valor no halló piedad alguna, y la duración de un día no bastó para saciar su venganza. La carnicería duró hasta que fue vertida la última gota de sangre, y se detuvo sólo ante las personas desarmadas, los ancianos, las mujeres y los niños, para hacer de ellos treinta mil esclavos.

CAPÍTULO II – LA TRISTEZA

 Me hallo entre los más exentos de esta pasión,  y no la amo ni aprecio, aunque el mundo se haya dedicado, como por acuerdo previo, a honrarla con un favor particular. Visten con ella la sabiduría, la virtud, la conciencia — necio y monstruoso ornamento — . Con más propiedad, los italianos han usado su nombre para bautizar la malicia. Es, en efecto, una cualidad siempre nociva, siempre insensata, y los estoicos prohíben a sus sabios sentirla, por ser siempre cobarde y vil.

Pero se cuenta que el rey de Egipto Psaménito, vencido y capturado por el rey de Persia Cambises, al ver pasar ante él a su hija prisionera, vestida como una criada, a la que enviaban a por agua, se mantuvo firme sin decir palabra, con los ojos fijos en el suelo, mientras todos sus amigos gemían y sollozaban en torno suyo. Poco después, vio también conducir a su hijo a la muerte y permaneció en la misma actitud. Pero añaden que, cuando reparó en uno de sus amigos, al que conducían entre los prisioneros, empezó a golpearse la cabeza y a dar signos de un dolor extremo.

Cabría asociar este relato a lo que hace poco vimos en uno de nuestros príncipes. Encontrándose en Trento, se enteró de la muerte de su hermano mayor — un hermano en el que radicaba el sostén y el honor de toda la familia — y, poco después, de un hermano pequeño, su segunda esperanza. Soportó las dos acometidas con ejemplar entereza. Pero cuando, unos días más tarde, murió uno de sus hombres, se dejó arrastrar por este último infortunio. Abandonando su firmeza, se entregó al dolor y a los lamentos, de suerte que algunos concluyeron que sólo la última sacudida le había afectado en lo vivo. Pero, a decir verdad, lo que sucedió es que, lleno y colmado de tristeza por lo demás, una mínima sobrecarga rompió los límites de su resistencia. Otro tanto podría pensarse, a mi juicio, de nuestra historia, si no añadiera que Cambises preguntó a Psaménito por qué la desgracia de sus hijos no le había conmovido y, en cambio, soportaba con tan poca entereza la de sus amigos. «Sólo este último dolor», respondió, «puede expresarse con lágrimas; los dos primeros rebasan con mucho cualquier posible forma de expresión».

Acaso se acomodaría a estas palabras el hallazgo de un antiguo pintor. Tenía que representar la aflicción de los asistentes al sacrificio de Ifigenia según el grado en el cual la muerte de la hermosa muchacha inocente afectaba a cada uno. Al llegar al padre de la doncella, agotadas las últimas fuerzas de su arte, lo pintó con el rostro cubierto, como si ningún gesto pudiese representar tal grado de sufrimiento. Por eso mismo, los poetas imaginan que Níobe, la desdichada madre que perdió primero a siete hijos y luego al mismo número de hijas, abrumada por tales pérdidas, se transformó finalmente en roca,

Diriguisse malis,

[Se quedó rígida de dolor],

para expresar el oscuro, mudo y sordo estupor que nos paraliza cuando las desgracias nos aplastan superando nuestra resistencia.

En verdad, la violencia de un disgusto, para ser extrema, debe sobrecoger el alma entera e impedir su libertad de acción. Así nos ocurre en plena alarma por una noticia muy desgraciada: nos sentimos atrapados, transidos y como incapaces de movimiento alguno. Cuando, más adelante, el alma cede a las lágrimas y a los lamentos, parece desprenderse, separarse y quedar más desahogada y tranquila:

 Et uia uix tándem uoci laxata dolore est.

[Y el dolor apenas dejó un conducto a su voz].

 En la guerra que el rey Ferdinando hizo contra la viuda de Juan, el rey de Hungría, en torno a Buda, todo el mundo se fijó particularmente en un soldado que tuvo una actuación extraordinaria en cierta refriega. Desconocido, fue muy ensalzado y, cuando perdió la vida, llorado. Pero por nadie tanto como por Raisciac, señor alemán, prendado de un valor tan singular. Cuando trajeron el cuerpo, se acercó, con una curiosidad común, a ver quién era; y, una vez le quitaron la armadura al cadáver, reconoció a su hijo. El hecho aumentó la compasión de los presentes. Sólo él, sin decir palabra, sin pestañear, se mantuvo de pie observando fijamente el cuerpo de su hijo, hasta que la violencia de la tristeza, que abrumó sus espíritus vitales, le hizo caer repentinamente muerto.

 Chi puo dir com’egli arde é in picciol fuoco,

[El que puede decir cómo es su ardor, arde con un fuego pequeño],

dicen los enamorados que aspiran a representar una pasión insoportable:

misero quod omnes eripit sensus mihi. Nam simul te, Lesbia, aspexi, nihil est super mi quod loquar amens.

Lingua sed torpet, tenuis sub artus flamma dimanat, sonitu suopte tinniunt aures, gemina teguntur lumina nocte.

[esto, mísero de mí, me arrebata todo sentimiento. Pues apenas te veo, Lesbia, trastornado, nada encuentro ya qué decir. La lengua se me traba, un fuego sutil se esparce por mis miembros, los oídos se me llenan de zumbidos, los ojos se me cubren de tinieblas].

 De la misma manera, no es en el ardor vivo y más hiriente del arrebato cuando estamos en condiciones de explayarnos con lamentos y persuasiones; el alma se encuentra entonces abrumada por hondos pensamientos, y el cuerpo, abatido y languideciente de amor. Y de ahí surge a veces el desfallecimiento fortuito que sorprende a los enamorados de modo tan importuno, y el hielo que se adueña de ellos, en el seno mismo del placer, por la violencia de un ardor extremo. Todas las pasiones que se dejan probar y digerir son sólo mediocres:

Curae leues loquuntur, ingentes stupent.

[Las cuitas leves hablan, las grandes son mudas].

 La sorpresa de un placer inesperado nos aturde igual:

Vt me conspexit uenientem, et Troia circum

arma amens uidit, magnis exterrita monstris,

diriguit uisu in medio, calor ossa reliquit,

labitur, et longo uix tandem tempore fatur.

[Cuando vio que me acercaba y observó las armas troyanas que llevaba conmigo, perpleja y espantada por el extraordinario prodigio, se quedó rígida mirando, el calor abandonó sus miembros, se desplomó y sólo mucho después pudo por fin hablar].

 Además de la mujer romana que murió sorprendida por la alegría de ver que su hijo había sobrevivido a la derrota de Cannas, de Sófocles y de Dionisio el Tirano, que murieron de alegría, y de Talva, que falleció en Córcega al leer las noticias de los honores que el Senado de Roma le había concedido, tenemos en nuestro tiempo que el papa León X, al enterarse de la toma de Milán, que había deseado con extraordinario empeño, cayó en tal exceso de júbilo que le invadió la fiebre y murió. Y, como prueba más notable de la flaqueza humana, los antiguos observaron que Diodoro el Dialéctico falleció en el acto, embargado por un sentimiento extremo de vergüenza, porque no supo eludir, en su escuela y ante el público, una objeción que le habían presentado. Yo estoy poco expuesto a tales pasiones violentas. Mi aprehensión es dura por naturaleza, y la emboto y ofusco todos los días con el razonamiento.

CAPÍTULO III – NUESTROS SENTIMIENTOS SE ARRASTRAN MÁS ALLÁ DE NOSOTROS

 Quienes acusan a los hombres de andar siempre embelesados tras las cosas futuras y nos enseñan a aferrar los bienes presentes y a enraizarnos en ellos, dado que no tenemos poder alguno sobre el porvenir, bastante menos aún que sobre el pasado, tocan el más común de los errores humanos. Si es que osan llamar error a aquello a que nos conduce la propia naturaleza, para servir a la continuidad de su obra —  más interesada en nuestra acción que en nuestra ciencia, es ella la que nos imprime esta falsa imaginación, como otras muchas — . Nunca estamos en nuestro propio terreno, nos encontramos siempre más allá. El temor, el deseo, la esperanza nos proyectan hacia el futuro, y nos arrebatan el sentimiento y la consideración de aquello que es, para que nos ocupemos de aquello que será, incluso cuando ya no estaremos.  Calamitosus est animus futuri anxius [Desgraciado es el ánimo inquieto por el futuro].

Platón alega con frecuencia este gran precepto: «Haz lo tuyo y conócete a ti mismo». Cada uno de estos dos elementos implica en general el conjunto de nuestro deber, e implica también a su compañero. Quien deba cumplir lo suyo, verá que su primera lección consiste en saber qué es él mismo y qué le es propio. Y quien se conoce a sí mismo, deja de tomar lo ajeno por propio: se ama y se cultiva antes que a cualquier otra cosa — rehúsa las ocupaciones superfluas y los pensamientos y propósitos inútiles — . Así como la insensatez no está nunca satisfecha, por más que se le conceda todo lo que desee, la sabiduría se contenta con lo presente, nunca se disgusta consigo misma. Epicuro exime al sabio de prever el porvenir y de preocuparse por él.

 Entre las leyes que atañen a los difuntos, la que obliga a examinar las acciones de los príncipes una vez muertos me parece muy sólida. Los príncipes son compañeros, si no dueños, de las leyes: el poder que la justicia no ha ejercido sobre sus cabezas, es razonable que lo ejerza sobre su reputación y sobre los bienes de sus herederos — cosas que a menudo preferimos a la vida — . Es éste un uso que aporta ventajas singulares a las naciones donde se observa, y deseable para todos los buenos príncipes,  que han de lamentar que se otorgue el mismo trato a la memoria de los malos que a la suya. La sujeción y la obediencia las debemos por igual a todos los reyes, pues concierne a su oficio; pero la estima, como el afecto, los debemos sólo a su virtud. Acordemos al orden político soportarlos con paciencia cuando sean indignos, ocultar sus vicios, secundar sus acciones indiferentes con nuestra alabanza mientras su autoridad necesite de nuestro apoyo. Pero, concluida la relación, no es razonable rehusar a la justicia y a nuestra libertad la expresión de nuestros verdaderos sentimientos, ni sobre todo rehusar a los buenos súbditos la gloria de haber servido con reverencia y fidelidad a un amo cuyas imperfecciones les eran tan bien conocidas — privando a la posteridad de un ejemplo muy útil — . Y quienes, por mor de alguna obligación privada, abrazan inicuamente la memoria de un príncipe reprobable, ejercen una justicia particular a costa de la justicia pública. Dice Tito Livio con razón que el lenguaje de los hombres criados bajo la realeza está siempre lleno de vanas ostentaciones y falsos testimonios: todo el mundo eleva indiscriminadamente a su rey hasta el último límite del valor y hasta la grandeza suprema. Puede reprobarse la magnanimidad de aquellos dos soldados que respondieron a Nerón en sus propias barbas. Cuando éste le preguntó a uno de ellos por qué le quería mal, él le respondió: «Te apreciaba cuando lo merecías, pero, desde que te has convertido en un parricida, un incendiario, un titiritero y un auriga, te odio como lo mereces». El otro, ante la pregunta de por qué ansiaba matarlo, le dijo: «Porque no veo otro remedio a tus continuas maldades». Pero los testimonios públicos y universales que fueron rendidos tras su muerte, y que lo serán por siempre jamás, a él y a todos los malvados como él, de su comportamiento tiránico y abyecto, ¿quién en su sano juicio puede reprobarlos?

Me desagrada que en un gobierno tan santo como el lacedemonio se introdujera una ceremonia tan engañosa a la muerte de los reyes. Todos los aliados y vecinos y todos los hilotas, hombres y mujeres, confundidos, se hacían cortes en la frente en señal de duelo y expresaban con gritos y lamentaciones que aquel rey, sin importar cómo hubiera sido, era el mejor de todos los que habían tenido. Atribuían al rango la alabanza que correspondía al mérito, y lo que corresponde al primer mérito al rango último e inferior.

Aristóteles, que todo lo remueve, se pregunta, a propósito de la sentencia de Solón según la cual nadie puede ser llamado feliz antes de la muerte, si aquel mismo que ha vivido y muerto según sus deseos puede ser llamado feliz cuando su renombre va mal y su descendencia es miserable. Mientras nos movemos, nos trasladamos por anticipación allá donde se nos antoja; pero, una vez fuera del ser, carecemos de comunicación alguna con lo que es. Y sería mejor decirle a Solón que, por lo tanto, jamás hombre alguno es feliz, puesto que no lo es sino una vez que ha dejado de ser:

 Quisquam uix radicitus e uita se tollit, et eiicit:

sed facit esse sui quiddam super inscius ipse,

nec remouet satis a proiecto corpore sese, et uindicat.

[Nadie puede apenas desarraigarse de la vida y desprenderse de ella; todo el mundo hace, sin saberlo, que subsista alguna cosa de sí mismo, y no se separa lo suficiente del cadáver tendido, y lo reclama como propio].

 Bertrand de Guesclin murió en el asedio del castillo de Rancon, cerca de Puy, en la Auvernia. Los sitiados, que después se rindieron, fueron obligados a dejar las llaves de la plaza sobre el cuerpo del fallecido. Bartolomé de Alviano, general del ejército veneciano, murió sirviendo en sus guerras en el Bresciano, y, para trasladar el cadáver hasta Venecia, había de atravesar el Veronés, tierra enemiga. La mayoría del ejército era favorable a pedir a los veroneses un salvoconducto para el transporte. Pero Teodoro Trivulzio no estuvo de acuerdo, y prefirió pasarlo a viva fuerza al azar del combate. No era apropiado, dijo, que quien en vida jamás había temido a sus enemigos, demostrara temerlos una vez muerto. A decir verdad, en un asunto parecido, según las leyes griegas, quien reclamaba al enemigo un cadáver para su inhumación, renunciaba a la victoria, y no se le permitía ya erigir un trofeo por ella. Para aquel que recibía la petición, era un título de victoria. Así perdió Nicias la clara victoria que había logrado sobre los corintios. Y Agesilao, en cambio, aseguró aquella muy dudosa que había conseguido sobre los beodos.

 Tales rasgos podrían parecer extraños si no se hubiese aceptado desde siempre no sólo extender nuestra preocupación por nosotros más allá de esta vida, sino también creer que muchas veces los favores celestes nos acompañan a la tumba y continúan en nuestras reliquias. Son tantos los ejemplos antiguos, dejando aparte los nuestros, que no es necesario que me extienda en ellos. Eduardo I, rey de Inglaterra, comprobó en las largas guerras que le enfrentaron a Roberto, rey de Escocia, hasta qué punto su presencia favorecía sus intereses, pues lograba siempre la victoria en todas aquellas empresas que acometía en persona. Cuando se estaba muriendo, obligó a su hijo, mediante solemne juramento, a que, una vez fallecido, hiciera hervir su cadáver para desprender la carne de los huesos, hiciera enterrar aquélla y reservara los huesos para llevarlos consigo y en su ejército cada vez que estuviera en guerra contra los escoceses. Como si el destino hubiera asociado fatalmente la victoria a sus miembros.

 Juan Ziska, que agitó la Bohemia en defensa de los errores de Wyclef, quiso que a su muerte lo desollaran, y que con su piel hicieran un tambor para llevarlo a la guerra contra sus enemigos. Pensaba que esto ayudaría a continuar las victorias que había conseguido en las guerras que había realizado contra ellos. De igual manera, ciertos indios llevaban a la lucha contra los españoles la osamenta de uno de sus capitanes, en vista de la fortuna que había tenido en vida.

Y otros pueblos de ese mismo mundo arrastran a la guerra los cadáveres de los valientes que han muerto en sus batallas, para que les den buena suerte y les sirvan de incentivo.

 Los primeros ejemplos no le reservan a la tumba sino la reputación adquirida con las acciones pasadas; éstos, en cambio, pretenden añadir además el poder de actuar. El caso del capitán Bayard es más fácil de asimilar. Sintiéndose herido de muerte por un arcabuzazo recibido en pleno cuerpo, le aconsejaron apartarse de la pelea. Respondió que no empezaría a dar la espalda al enemigo en sus últimas horas; y, tras haber combatido mientras tuvo fuerzas, al sentirse desfallecer y caer del caballo, ordenó a su mayordomo que lo recostara al pie de un árbol, pero de tal suerte que pudiera morir con el rostro vuelto hacia el enemigo, como hizo.

Debo añadir un ejemplo más notable para nuestra consideración que ninguno de los precedentes. El emperador Maximiliano, bisabuelo del actual rey Felipe, era un príncipe dotado de muchas grandes cualidades, y entre ellas de una singular belleza física. Pero, entre sus inclinaciones, tenía una muy contraria a la de los príncipes, que, para despachar los asuntos más importantes, convierten su retrete en trono. Jamás tuvo ningún ayuda de cámara tan íntimo que le permitiese verlo en el excusado. Orinaba a escondidas, tan escrupuloso como una doncella en no descubrir ni a los médicos ni a nadie las partes que suelen mantenerse ocultas. Yo, tan desvergonzado de lengua, estoy, sin embargo, aquejado por temperamento de este pudor. Si no es muy instigado por la necesidad o por el placer, casi nunca muestro a la vista de nadie los miembros y las acciones que nuestra costumbre ordena esconder. Me resulta todavía más penoso porque no lo considero conveniente en un hombre, y sobre todo en un hombre de mi profesión. Pero él llegó a tal extremo de superstición en esto que ordenó con palabras expresas de su testamento que, una vez muerto, le pusieran calzoncillos. Debería haber añadido en un codicilo que se los subieran con los ojos tapados.  La orden que Ciro da a sus hijos, que ni ellos ni nadie vean ni toquen su cuerpo tras la separación del alma, la atribuyo a alguna devoción suya. Tanto su historiador como él, entre sus grandes cualidades, han esparcido por todo el curso de su vida una singular atención y reverencia hacia la religión.

 Me disgustó el relato que me hizo un grande sobre uno de mis parientes, hombre bastante conocido en la paz y en la guerra. Cuando, muy viejo, estaba muriéndose en su palacio, atormentado por los dolores extremos del mal de piedra, dedicó sus últimas horas a disponer con vehemente afán el honor y la ceremonia de su entierro, y conminó a toda la nobleza que le visitaba a prometerle la asistencia a sus exequias. Incluso a este príncipe, que le vio en sus últimos momentos, le suplicó con insistencia que ordenara a su familia estar presente, y empleó buen número de ejemplos y razones para probar que así convenía a un hombre de su condición. Una vez obtenida esta promesa y dispuesta a su gusto la distribución y el orden del cortejo, pareció expirar satisfecho. Apenas he visto otra vanidad tan perseverante.

Un desvelo opuesto, del que tampoco me faltan ejemplos domésticos, me parece hermano del anterior: preocuparse y apasionarse en grado sumo por reducir el propio cortejo a una sobriedad singular e inusitada, a un criado y una luz. Veo que se alaba esta inclinación, y el mandato de Marco Emilio Lépido, que prohibió a sus herederos dedicarle las ceremonias acostumbradas en tales casos. ¿Sigue siendo templanza y frugalidad evitar un gasto y un placer cuyo uso y conocimiento no podemos percibir? Se trata de una reforma cómoda y poco costosa.  Si hubiera que disponer algo al respecto, yo sería partidario de que en ésta, como en todas las acciones de la vida, cada cual ajustara la regla al grado de su fortuna. Y el filósofo Licón prescribe sabiamente a sus amigos que depositen su cadáver donde mejor les parezca, y en cuanto a los funerales, que no los hagan ni superfluos ni mezquinos. Yo dejaré que sea simplemente la costumbre la que disponga de la ceremonia; y me remitiré a la discreción de los primeros a quienes les toque encargarse de mí.  Totus hic locus est contemnendus in nobis, non negligendus in nostris [Debemos desdeñar todo este asunto en lo que nos corresponde, pero no descuidarlo en lo que atañe a los nuestros]. Y dice santamente un santo: «Curatio funeris, conditio sepulturae, pompa exequiarum magis sunt uiuorum solatia quam subsidia mortuorum» [El cuidado de los funerales, la calidad de la sepultura, la pompa de las exequias, son más consuelo para los vivos que auxilio para los muertos]. Por eso, a Critón, que en su última hora le pregunta cómo quiere ser enterrado, Sócrates le responde: «Como tú quieras». Si hubiese de preocuparme más del asunto, me parecería más agradable imitar a quienes, mientras viven y respiran, intentan gozar del orden y del honor de su sepultura, y se complacen en ver su semblante muerto en mármol. ¡Felices quienes sepan alegrar y gratificar sus sentidos con la insensibilidad, y vivir de su muerte!

 A punto estoy de caer en un odio irreconciliable contra todo dominio popular, por más que me parezca el más natural y equitativo, cuando recuerdo la inhumana injusticia cometida por el pueblo ateniense. Hizo morir de manera irremisible, y sin aceptar siquiera escuchar sus defensas, a los valerosos capitanes que acababan de vencer a los lacedemonios en la batalla naval que tuvo lugar cerca de las islas Arginusas, la más disputada, la más violenta batalla que los griegos libraron jamás en el mar con sus fuerzas. El motivo era que, tras la victoria, habían aprovechado las ocasiones que la ley de la guerra les ofrecía en vez de pararse a recoger e inhumar a sus muertos. Y hace más odioso este ajusticiamiento el caso de Diomedón. Era uno de los condenados, hombre de notable virtud, tanto militar como política. Se adelantó para hablar tras oír la sentencia de condena, y, pese a que sólo entonces dispuso de tiempo para una audiencia sosegada, en lugar de emplearlo en favor de su causa y para descubrir la evidente injusticia de tan cruel resolución, se limitó a manifestar su inquietud por la salvación de sus jueces. Rogó a los dioses que volviesen este juicio en su beneficio, y, para evitar que atrajeran la cólera de los dioses sobre ellos, por no cumplir los votos que él y sus compañeros habían hecho en agradecimiento por una fortuna tan ilustre, les hizo saber de qué votos se trataba. Y, sin decir más y sin regateo alguno, al instante se dirigió con sumo valor hacia el suplicio. La fortuna, algunos años después, les pagó con la misma moneda. En efecto, Cabrias, capitán general de su armada, que resultó vencedor del combate contra Pollis, almirante de Esparta, en la isla de Naxos, perdió el provecho claro y efectivo de su victoria, muy importante para sus intereses, por no incurrir en el infortunio de aquel ejemplo. Y, por no perder unos pocos cadáveres de amigos que flotaban en el mar, permitió que navegara a salvo una multitud de enemigos vivos que después le hicieron pagar cara la importuna superstición:

Quaeris quo iaceas post obitum loco?

Quo non nata iacent.

[¿Preguntas dónde yacerás una vez muerto?

Allí donde yacen quienes no han nacido].

Este otro devuelve el sentimiento del reposo a un cuerpo sin alma:

Neque sepulcrum quo recipiat, habeat portum corporis,

ubi, remissa humana uita, corpus requiescat a malis.

[Y que no tenga sepultura donde el cuerpo pueda encontrar refugio,

donde, abandonada la vida humana, el cuerpo repose de los males].

De igual manera, la naturaleza nos hace ver que muchas cosas muertas siguen manteniendo relaciones ocultas con la vida. El vino se altera en las bodegas a medida que se producen ciertos cambios de las estaciones en su viña. Y la carne de venado cambia de condición y de sabor en los saladeros según las leyes de la carne viva, a lo que dicen.

CAPÍTULO IV – CÓMO EL ALMA DESCARGA SUS PASIONES SOBRE OBJETOS FALSOS CUANDO LE FALTAN LOS VERDADEROS

 Uno de nuestros gentilhombres, sumamente propenso a la gota, cuando los médicos le instaban a abandonar por entero el disfrute de las carnes saladas, solía responder con mucha gracia que, en los ataques y tormentos de la enfermedad, quería tener a quién echarle la culpa, y que, gritando y maldiciendo contra la salchicha o contra la lengua de buey y el jamón, sentía un gran alivio. Pero, hablando en serio, el brazo que levantamos para golpear, si el golpe no atina y va al aire, nos duele. Y, para que una visión resulte grata, no debe perderse y alejarse en la vaguedad del aire, sino tener un confín que la sostenga a una distancia razonable:

 Ventus ut amittit uires, nisi robore densae

occurrant siluae spatio diffusu inani.

[Así como el viento pierde fuerza y se desvanece en

el vacío, si no le oponen resistencia espesos bosques].

 De igual manera, parece que el alma turbada y conmovida se pierde en sí misma si no se le brinda un asidero, y hay que proporcionarle siempre algún objeto al que atenerse y sobre el cual actuar. Dice Plutarco, a propósito de quienes se encariñan con monitos y perrillos, que de este modo la parte amorosa que hay en nosotros, a falta de asidero legítimo, se forja uno falso y frívolo antes que permanecer inútil. Y vemos que el alma, en sus pasiones, prefiere engañarse a sí misma, formándose un objeto falso y fantástico, incluso en contra de su propia creencia, a dejar de actuar contra alguna cosa. La rabia arrastra asimismo a los animales a atacar a la piedra y al hierro que los ha herido, y a vengarse a dentelladas sobre sí mismos del daño que sienten:

Pannonis haud aliter post ictum saeuior ursa

cum iaculum parua Lybis amentauit habena,

se rotat in uulnus, telumque irata receptum

impetit, et secum fugientem circuit hastam.

[Así, la osa de Pannonia, más feroz herida por el venablo que el libio le ha lanzado con su correa corta, se revuelve contra la herida, ataca furiosamente el dardo recibido, y gira alrededor del asta que se le escapa con ella misma].

 ¿Qué causas no inventamos para las desgracias que nos afectan? ¿A qué no echamos la culpa, con razón o sin ella, para tener algo contra lo cual luchar? No son las trenzas rubias que desgarras, ni la blancura del pecho que, irritada, golpeas con tanta crueldad lo que ha destruido, por un malhadado plomo, al queridísimo hermano: echa la culpa a otra cosa.  Dice Livio, refiriéndose al ejército romano en España, tras haber perdido a los dos hermanos que eran sus grandes capitanes: «Flere omnes repente et offensare capita» [De repente se pusieron todos a llorar y a golpearse la cabeza]. Es un uso común. Y el filósofo Bión, hablando de aquel rey que se arrancaba los cabellos debido a su dolor, ¿no tuvo gracia al decir: «Este piensa que la calvicie alivia el dolor»? ¿Quién no ha visto masticar y engullir naipes, zamparse una bolsa de dados, para tener algo contra lo que vengarse de la pérdida de dinero?

Jerjes azotó el mar y escribió una carta de desafío al monte Atos; y Ciro mantuvo ocupado durante muchos días a todo un ejército para vengarse del río Gindes, por el miedo que había pasado al cruzarlo; y Calígula arrasó una casa bellísima por el placer que su madre había encontrado en ella.  En mi juventud, el pueblo contaba que uno de los reyes de nuestros vecinos, que había recibido una tunda de palos de Dios, juró vengarse. Ordenó que durante diez años nadie le rezara, ni hablara de Él, ni, en lo que dependía de su autoridad, creyera en Él. Se pretendía así describir no tanto la necedad como el orgullo natural de la nación a la que se refería el cuento. Se trata de vicios que van siempre juntos, pero tales acciones tienen, a decir verdad, incluso un poco más de arrogancia que de estupidez.

 Augusto César, tras sufrir el azote de una tormenta marina, empezó a desafiar al dios Neptuno, y, para vengarse de él, en medio de la pompa de los juegos circenses, mandó que retirasen su imagen del sitio que ocupaba entre los demás dioses. Su excusa en este asunto es menor aún que la de los anteriores, y menor de la que tuvo él mismo más adelante, cuando perdió una batalla bajo el mando de Quintilio Varo en Alemania, y, movido por la cólera y la desesperación, se dedicó a golpearse la cabeza contra la muralla gritando: «Varo, devuélveme mis soldados». Porque rebasan toda locura, pues se le suma la impiedad, quienes se dirigen a Dios mismo, o a la fortuna, como si sus oídos estuviesen sujetos a nuestros golpes,  según el ejemplo de los tracios, que, cuando truena o relampaguea, se lanzan a disparar contra el cielo, en titánica venganza, para hacer entrar a Dios en razón a flechazos. Ahora bien, como dice el poeta antiguo en Plutarco:

En modo alguno hay que irritarse por los asuntos.

Todas nuestras cóleras no les importan nada.

Pero nunca increparemos bastante el desorden de nuestro espíritu.

CAPÍTULO V – SI EL JEFE DE UNA PLAZA SITIADA DEBE SALIR A PARLAMENTAR

 En la guerra contra Perseo, rey de Macedonia, el legado de los romanos Lucio Marcio difundió ciertas propuestas dilatorias de acuerdo a fin de ganar el tiempo que todavía necesitaba para poner a punto su ejército. El rey, adormilado, acordó una tregua por algunos días, y de este modo proporcionó a su enemigo la oportunidad y el tiempo de armarse. Como consecuencia, el rey sufrió una completa destrucción.Sin embargo, los ancianos del Senado, que recordaban las costumbres de sus padres, denunciaron tal práctica como contraria a su antiguo estilo, que consistió, decían, en luchar con el valor, no con la astucia, ni por medio de ataques por sorpresa y enfrentamientos nocturnos, ni mediante huidas fingidas ni contraataques inopinados, y entrar en guerra sólo tras haberla declarado, y a menudo tras haber fijado hora y lugar para la batalla. Por este escrúpulo de conciencia devolvieron a Pirro su médico traidor, y a los faliscos su desleal maestro.

Éstas eran las formas verdaderamente romanas, no las de la sutileza griega y la astucia púnica, en que vencer por la fuerza es menos glorioso que hacerlo merced al fraude. El engaño puede servir para la ocasión, pero sólo se da por vencido quien sabe que lo ha sido no con un ardid o por suerte, sino por medio de la valentía, ejército frente a ejército, en guerra franca y justa. El lenguaje de esta gente honrada pone muy bien de manifiesto que aún no habían hecho suya esta bonita sentencia:

 dolus an uirtus quis in hoste requirat?

[astucia o valor, en la guerra, ¿quién preguntará?]

 Los aqueos, dice Polibio, aborrecían cualquier medio engañoso en las

guerras; sólo consideraban victoria aquella en la cual se abaten los ánimos de los enemigos. «Eam uir sanctus et sapiens sciet ueram esse uictoriam quae salua fide et integra dignitate parabitur» [El hombre santo y sabio reconocerá como verdadera victoria la que se alcanza sin vulneración de la palabra dada ni mengua de la dignidad], dice otro.

Vos ne uelit, an me regnare hera: quidue ferat fors uirtute experiamur.

[Veamos, probando nuestro valor, si la suerte soberana quiere que reines tú o yo, y qué nos reserva].

En el reino de Ternate, entre las naciones que llamamos bárbaras a voz en grito, la costumbre comporta que no entren en guerra sin haberla declarado. Añaden una amplia proclamación de los medios de que disponen: cuáles y cuántos hombres, qué pertrechos, qué armas ofensivas y defensivas. Pero también, esto cumplido, se arrogan el derecho de valerse en la guerra, sin que pueda reprochárseles, de todo aquello que ayuda a vencer. Tanto distaban los antiguos florentinos de querer vencer a sus enemigos mediante ataques por sorpresa, que les advertían, un mes antes de disponer su ejército para la campaña, con el continuo tañido de la campana que llamaban Martinella.

 En cuanto a nosotros, menos escrupulosos, que consideramos que el honor de la guerra es para quien obtiene el beneficio, y que decimos, siguiendo a Lisandro, que donde no llega la piel de león, hay que coserle un pedazo de la de zorro, las ocasiones más comunes de ataque por sorpresa se logran con esta práctica. Y no hay hora, decimos, en la que un jefe deba andar más alerta que la de los parlamentos y las negociaciones de acuerdos. Y, por tal motivo, es una regla en boca de todos los militares de nuestro tiempo que el gobernador de una plaza sitiada nunca ha de salir él mismo a parlamentar.

En tiempos de nuestros padres, los señores de Montmord y de Lassigny sufrieron este reproche cuando defendían Mousson contra el conde de Nassau. Pero también, según esta consideración, habría que excusar a quien saliera de tal modo que la seguridad y la ventaja estuviesen de su lado. Así lo hizo, en la ciudad de Reggio, el conde Guy de Rangon — si hemos de creer a Du Bellay, pues Guicciardini dice que fue él mismo — cuando el señor de L’Escut se acercó a parlamentar. Se apartó, en efecto, a tan escasa distancia de la fortaleza, que, al producirse un altercado durante el parlamento, no sólo el señor de L’Escut y la tropa que se había acercado con él se encontraron en situación de debilidad, de suerte que mataron a Alejandro Trivulzio, sino que él mismo se vio obligado, para mayor seguridad, a seguir al conde y a ponerse bajo su palabra a salvo de los golpes en la ciudad. Antígono instaba a Eumenes, a quien mantenía cercado en la ciudad de Nora, a que saliera a hablar con él. Alegaba que era razonable acudir a él puesto que él era el más grande y el más fuerte. Eumenes le dio esta noble respuesta: «Jamás consideraré a nadie más grande que yo mientras tenga en mi poder mi espada», y no cedió hasta que Antígono le ofreció como rehén a Ptolomeo, su propio sobrino, tal como él reclamaba. Con todo, también los hay a quienes ha resultado muy bien salir bajo la palabra del asaltante. Prueba de ello, Henry de Vaux, caballero de la Champaña. Los ingleses lo habían cercado en el castillo de Commercy, y Barthélemy de Bonnes, al mando del asedio, que había hecho zapar por fuera la mayor parte del castillo, de suerte que no faltaba sino el fuego para aplastar a los sitiados bajo las ruinas, le conminó a salir a parlamentar en su propio beneficio. Así lo hizo con otros tres, y cuando le mostraron a ojos vistas la evidencia de su ruina, se sintió singularmente reconocido al enemigo. Tras rendirse, él y su tropa, a su discreción, prendieron fuego a la galería, de manera que los puntales de madera cedieron y el castillo quedó por completo destruido.

 Yo confío fácilmente en la palabra de los otros. Pero difícilmente lo haría si les diera a entender que lo había hecho más por desesperación y falta de valor que libremente y por confianza en su lealtad.

CAPÍTULO VI – EL MOMENTO DE PARLAMENTAR ES PELIGROSO

 Sin embargo, vi hace poco en mi vecindad, en Mussidan, que quienes fueron desalojados a la fuerza por nuestro ejército, y otros de su partido, gritaban como si hubiera habido traición, porque durante las discusiones para buscar un acuerdo, cuando aún continuaba la negociación, los habían atacado por sorpresa y destruido. Habría sido tal vez plausible en otro siglo. Pero, como acabo de decir, nuestras maneras están por completo alejadas de tales reglas. Y no debe contarse con la lealtad entre unos y otros hasta que no se ha adoptado el último sello de garantía. Incluso entonces queda bastante por hacer.

 Y fue siempre una decisión arriesgada fiar a la licencia de un ejército victorioso la observación de la palabra dada a una ciudad que acaba de rendirse mediante un compromiso benigno y favorable, y permitir enseguida que los soldados entren en ella libremente. L. Emilio Regilo, pretor romano, tras perder el tiempo intentando tomar la ciudad de Focea por la fuerza, dado el singular heroísmo de sus habitantes defendiéndose, acordó con ellos aceptarlos como amigos del pueblo romano y entrar como en una ciudad confederada; apartó de ellos cualquier temor a una acción hostil. Pero, con él, introdujo su ejército, para aparecer con mayor pompa, y no fue capaz, por más esfuerzos que hizo, de contener a sus hombres; y vio cómo buena parte de la ciudad era saqueada ante sus ojos. Los derechos de la avaricia y de la venganza avasallaron a los de su autoridad y de la disciplina militar.

 Decía Cleómenes que cualquier mal que pudiera hacerse a los enemigos en una guerra estaba por encima de la justicia, y no sujeto a ella, tanto para los dioses como para los hombres. Y, cuando concertó una tregua con los argivos por siete días, la tercera noche los atacó mientras dormían, y los derrotó, alegando que en la tregua no se había hablado de las noches. Pero los dioses vengaron esta pérfida sutileza.  Mientras parlamentaban y se entretenían hablando de garantías, la ciudad de Casilino fue tomada por sorpresa, y ello ocurrió, sin embargo, en los siglos que vieron a los capitanes más justos y la más perfecta milicia romana. No se ha dicho, en efecto, que no nos esté permitido, en su momento y lugar, valernos de la necedad de nuestros enemigos, como nos valemos de su cobardía. Y, sin duda, la guerra tiene por naturaleza muchos privilegios razonables en perjuicio de la razón; y aquí falla la regla Neminem id agere ut ex alterius praedetur inscitia [No buscar sacar provecho de la ignorancia ajena]. Pero me asombra la extensión que les atribuye Jenofonte — autor de extraordinaria importancia en tales cosas, como gran capitán, y filósofo entre los primeros discípulos de Sócrates — , con sus palabras y mediante varias acciones de su emperador perfecto. Y no estoy de acuerdo en la medida de su dispensa en todo y por todo.

 El señor Fabrizio Colonna, capitán de Capua, empezó a parlamentar desde lo alto de un bastión tras el furioso cañoneo a que la sometió el señor de Aubigny, que asediaba la ciudad. Sus hombres relajaron la guardia, y los nuestros se apoderaron de ella y lo asolaron todo. Y, más recientemente, en Yvoy, el señor Julián Romero cometió el error de aprendiz de salir a parlamentar con el señor condestable, y a la vuelta se encontró la plaza conquistada. Pero, para que no escapemos sin revancha: el marqués de Pescara asediaba Génova, gobernada por el duque Ottaviano Fregoso bajo nuestra protección, y el acuerdo entre ellos estaba tan avanzado que se daba por hecho. Cuando estaba a punto de cerrarse, los españoles se introdujeron en su interior y actuaron como en una victoria completa. Y ocurrió después, en Ligny-en-Barrois, cuyo comandante era el conde de Brienne, y que el emperador en persona mantenía cercada, que Bertheville, lugarteniente del conde, salió a parlamentar, y, mientras tenía lugar el parlamento, la ciudad fue conquistada.

Fu il vincer sempre mai laudabil cosa,

vincasi o per fortuna o per ingegno,

[La victoria siempre fue cosa loable,

se venza por fortuna o por ingenio],

dicen. Pero el filósofo Crisipo no habría sido de este parecer, y yo tampoco. Decía, en efecto, que quienes disputan una carrera deben emplear todas sus fuerzas para ser veloces; pero que, sin embargo, en absoluto les está permitido alzar la mano contra el adversario para frenarlo, ni echarle la zancadilla para hacerlo caer. Y, con más nobleza aún, el gran Alejandro le dijo a Polipercón que le aconsejaba utilizar la ventaja que le brindaba la oscuridad de la noche para atacar a Darío: «No, no es propio de mí buscar victorias furtivas. Malo me fortunae poenitat, quam uictoria pudeat» [Prefiero tener que lamentarme de la fortuna que avergonzarme de la victoria].

Atque idem fugientem haud est dignatus Orodem

stemere, nec iacta caecum dare cuspide uulnus:

obuius, aduersoque occurrit, seque uiro uir

contulit, haud furto melior, sed fortibus armis.

[No aceptó abatir a Orodes en la huida, arrojándole una lanza por la espalda: atacó de frente, cara a cara, y se dirigió a él para un combate de hombre a hombre, como un guerrero que vence no por astucia sino por el valor de sus armas].

CAPÍTULO VII – LA INTENCIÓN JUZGA NUESTRAS ACCIONES

 La muerte, se dice, nos libra de todas las obligaciones. Sé de quienes lo han entendido de diferente manera. Enrique VII, rey de Inglaterra, acordó con don Felipe, hijo del emperador Maximiliano — o, con un parangón más honorable, padre del emperador Carlos V — , que el mencionado Felipe ponía en sus manos a su enemigo el duque de Suffolk de la Rosa Blanca, que, huyendo de él, se había refugiado en los Países Bajos, a cambio de la promesa de no atentar contra su vida. Sin embargo, a punto de morir, ordenó a su hijo mediante su testamento que le diera muerte tan pronto él falleciera. Recientemente, en la tragedia que el duque de Alba nos hizo ver en Bruselas, a propósito de los condes de Horne y Egmont, se produjeron gran número de cosas notables, y entre otras que el mencionado conde de Egmont, bajo cuya palabra y garantía el conde de Horne se había entregado al duque de Alba, solicitó con gran insistencia que le dieran muerte a él primero, para que la muerte le librara de la deuda que había contraído con el conde de Horne.

Parece que la muerte no había exonerado al primero de la palabra dada, y que el segundo, aun sin morir, estaba exento. Nuestra obligación no puede ir más allá de nuestras fuerzas y nuestros medios. Por tal motivo, dado que efectos y acciones en modo alguno están en nuestro poder, y dado que, si hablamos en serio, sólo la voluntad está en nuestro poder, todas las reglas del deber del hombre necesariamente se fundan y se establecen en ella. Así, el conde de Egmont, al mantener alma y voluntad sujetas a su promesa, por más que no estuviera en sus manos poder cumplirla, estaba sin duda alguna eximido de su deber, aun de haber sobrevivido al conde de Horne. Pero el rey de Inglaterra, que faltó intencionadamente a su palabra, no puede ser excusado por aplazar hasta después de su muerte la ejecución de su deslealtad. Como tampoco aquel albañil de Heródoto que, tras guardar toda la vida lealmente el secreto de los tesoros de su amo, el rey de Egipto, al morir los descubrió a sus hijos.

 En estos tiempos he visto a muchos que, acusados por su conciencia de detentar bienes ajenos, están dispuestos a satisfacerla mediante su testamento una vez muertos. Lo que hacen no tiene valor alguno: no lo tiene diferir cosa tan urgente, ni pretender reparar una injusticia de una manera que les afecta y perjudica tan poco. Su deuda atañe a algo más suyo. Y, cuanto más gravoso y molesto les resulte el pago, tanto más justo y meritorio será el resarcimiento. La penitencia exige asumir la carga. Se comportan todavía peor quienes reservan para su última voluntad la revelación de alguna animosidad hacia el prójimo, tras haberla ocultado toda la vida. Demuestran cuidarse poco de su honor, pues irritan al ofendido contra su memoria, y menos de su conciencia, pues ni siquiera por respeto a la muerte han sido capaces de dejar morir su mala disposición, y prolongan la vida de ésta más allá de la suya. ¡Inicuos jueces, que aplazan el juicio hasta el momento en que ya no tienen conocimiento de causa! Yo me guardaré, si puedo, de que mi muerte diga nada que primero no haya dicho mi vida, y abiertamente.

CAPÍTULO VIII – LA OCIOSIDAD

 Vemos que las tierras ociosas, si son ricas y fértiles, rebosan de cien mil clases de hierbas salvajes e inútiles, y que, para mantenerlas a raya, es preciso someterlas y dedicarlas a determinadas semillas para nuestro servicio. Y vemos asimismo que las mujeres producen por sí mismas molas y pedazos de carne informes, pero que, para efectuar una generación buena y natural, hay que ocuparlas con otra semilla. Lo mismo ocurre con los espíritus. Si no los ocupamos en un asunto determinado que los refrene y obligue, se lanzan en desorden, a diestro y siniestro, por el vago campo de las imaginaciones:

 Sicut aquae tremulum labris ubi lumen ahenis

sole repercussum, aut radiantis imagine Lunae

omnia peruolitat late loca, iamque sub auras

erigitur, summique ferit laquearia tecti.

[Como en un vaso de bronce la luz temblorosa del agua que refleja el sol o la imagen de la luna revolotea a lo lejos, surge en el aire y golpea los artesonados de los techos más altos].

 Y no hay locura ni desvarío que no produzcan en tal agitación,

uelut aegri somnia, uanae finguntur species.

[como sueños de un enfermo, se forjan vanas imágenes].

El alma que no tiene un objetivo establecido, se pierde. Porque, como suele decirse, estar en todas partes es no estar en lugar alguno:

Quisquís ubique habitat, Máxime, nusquam habitat.

[Quien habita por doquier, Máximo, no habita en parte alguna].

 Recientemente me retiré a mi casa, decidido a no hacer otra cosa, en la medida de mis fuerzas, que pasar descansando y apartado la poca vida que me resta. Se me antojaba que no podía hacerle mayor favor a mi espíritu que dejarlo conversar en completa ociosidad consigo mismo, y detenerse y fijarse en sí. Esperaba que, a partir de entonces, podría lograrlo con más facilidad, pues con el tiempo se habría vuelto más grave y más maduro. Pero veo,

uariam semper dant otia mentem,

[la ociosidad vuelve siempre el espíritu inestable],

que, al contrario, como un caballo desbocado, se lanza con cien veces más fuerza a la carrera por sí mismo de lo que lo hacía por otros. Y me alumbra tantas quimeras y monstruos fantásticos, encabalgados los unos sobre los otros, sin orden ni propósito, que, para contemplar a mis anchas su insensatez y extrañeza, he empezado a registrarlos, esperando causarle con el tiempo vergüenza a sí mismo.

CAPÍTULO IX – LOS MENTIROSOS

 A nadie le cuadra menos ponerse a hablar sobre la memoria. En efecto, casi no reconozco traza alguna de ella en mí, y no creo que haya otra en el mundo tan extraordinaria en flaqueza. Mis restantes características son viles y comunes, pero en ésta creo ser singular y rarísimo, y digno de adquirir nombre y reputación. Además del inconveniente natural que sufro por este motivo —  pues ciertamente, dado lo necesaria que es, Platón tiene razón cuando la llama grande y poderosa divinidad — , si en mi país se quiere decir que un hombre carece de juicio, se dice que no tiene memoria, y cuando me quejo del defecto de la mía, me riñen y no me creen, como si me acusara de ser insensato. No ven diferencia alguna entre memoria y entendimiento. Es una manera de empeorar mi caso. Pero me perjudican, ya que se ve por experiencia más bien lo contrario: que las memorias excelentes suelen ir unidas a juicios débiles. Me perjudican también, a mí que nada sé hacer tan bien como ser amigo, en esto: que las mismas palabras que delatan mi enfermedad expresan la ingratitud. Echan en cara mi sentimiento a mi memoria, y de un defecto natural hacen un defecto de conciencia. Ha olvidado, dicen, tal ruego o tal promesa; no se acuerda de sus amigos; no se ha acordado de decir o de hacer o de callar esto por amor a mí. Es cierto que puedo olvidar fácilmente, pero descuidar el encargo que me ha encomendado mi amigo no lo hago. Que se contenten con mi miseria, sin convertirla en una suerte de malicia — y de malicia tan contraria a mi talante.

Encuentro algún consuelo. En primer lugar  porque se trata de un mal del que he extraído la razón principal para corregir un mal peor, que se habría producido fácilmente en mí, a saber, la ambición. Esta flaqueza es, en efecto, insoportable para quien se enmaraña en las negociaciones del mundo. Porque, como muestran numerosos ejemplos similares del curso de la naturaleza, ésta ha fortalecido con toda probabilidad otras facultades en mí a medida que aquélla se ha debilitado — y si las invenciones y opiniones ajenas se me presentaran por el beneficio de la memoria, rendiría y apagaría seguramente mi ingenio y mi juicio tras las huellas de otros, sin ejercer sus propias fuerzas — . En efecto, hablo con más brevedad, pues el almacén de la memoria suele estar más provisto de materia que el de la invención.  Si aquélla me hubiera ofrecido un buen respaldo, habría ensordecido a todos mis amigos con mi cháchara; los asuntos incitan mi facultad, sea la que fuere, a manejarlos y emplearlos, inflaman y arrastran mis discursos. Es una lástima. Lo compruebo con el ejemplo de algunos amigos íntimos. En la medida que la memoria les brinda el asunto entero y presente, remontan tan atrás la narración, y la cargan con tantas vanas circunstancias, que, si el relato es bueno, ahogan su bondad; si no lo es, no puedes sino maldecir o su venturosa memoria o su desventurado juicio.  Y es difícil detener e interrumpir un discurso una vez que se ha echado a andar. Y en nada se reconoce mejor la fuerza de un caballo que en la manera que se detiene de golpe y en seco. Aun entre aquellos que no son importunos veo a algunos que pretenden dejar la carrera y no pueden. Al tiempo que buscan el instante de detener la marcha, siguen soltando pamplinas y arrastrándose como si desfallecieran de debilidad. Sobre todo, son peligrosos los ancianos, que conservan el recuerdo de las cosas pasadas pero han perdido el de sus repeticiones. He visto cómo relatos muy agradables en boca de cierto señor se volvían muy aburridos, pues todos los presentes se los habían tragado cien veces.