Ensayos III - Michel De Montaigne - E-Book

Ensayos III E-Book

Michel De Montaigne

0,0
2,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Montaigne inicia la redacción de esta obra que le ocupará hasta la fecha de su muerte en 1592. Dos años antes había vendido su puesto como Consejero del Parlamanto de Burdeos para retirarse a su castillo en el Périgord. No será la redacción de los Ensayos la única ocupación que tenga, ya que a la vez que administra sus posesiones Montaigne participa como noble católico en alguno de los episodios militares o políticos de las Guerras de religión de Francia. Viaja, desempeña en varias ocasiones el cargo de alcalde de Burdeos, y también hace de intermediario entre el rey Enrique III y el jefe protestante Enrique de Navarra (futuro Enrique IV). Los Ensayos se alimentan tanto de esta experiencia como de sus lecturas de humanista "jubilado" en su "biblioteca" de la torre de su residencia. Montaigne publica los libros I y II en Burdeos en 1580, y luego los completa y adjunta un tercer libro en la edición parisina de 1588. Continua luego ampliando su texto de cara a una nueva edición. De ese trabajo han quedado dos testigos a veces divergentes: un ejemplar de los Ensayos plagado de correcciones manuscritas del propio Montaigne (el llamado ejemplar de Burdeos) y la edición póstuma de 1595.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



ENSAYOS

LIBRO III

MICHEL DE MONTAIGNE

LIBRO III

Capítulo I

De lo útil y de lo honroso

Nadie está exento de decir vaciedades; lo desdichado es proferirlas presuntuosamente: Nae iste magno conatu magnas nugas dixerit.

Esto no va contigo: las mías se me escapan tan al desaire como insignificantes son donde bien las acomoda. Abandonarlas a po-ca costa, y no las compro ni las vendo sino por lo que pesan y miden. Yo hablo al papel como al primero con quien tropiezo.

¿Para quién no será abominable la perfidia, puesto que Tiberio la rechaza costándole tan caro? Anunciáronle de Alemania que si lo cre-

ía bueno le aligerarían de Arminio por medio del veneno; era este guerrero el más poderoso enemigo que los romanos tuvieran, el que tan malamente los tratara bajo Varo, quien solo impedía el crecimiento de la dominación romana en aquellas regiones. El emperador respondió «que su pueblo acostumbraba a vengarse de sus enemigos frente a frente, con las armas en la mano, no por fraude y a escondidas», abandonando así lo útil por lo honroso. Cosa de milagro es ésta en personas de su oficio, mas la confesión de la virtud no dice menos bien en labios del que la odia, puesto que la verdad se la arrancan forzosa-mente, y, si no quiere recibirla en sí, al menos se cubre con ella.

Llena está de imperfecciones nuestra contextura pública y privada, mas en la naturaleza no hay nada inútil, ni siquiera la inutilidad misma. Nada se ingirió en este universo que no ocupe su lugar oportuno. Nuestro ser está cimentado por cualidades enfermizas: la ambición, los celos, la envidia, la venganza, la superstición y la desesperanza viven tan naturalmente dentro de nosotros que la imagen de tales dolencias se reconoce también en los animales; hasta la crueldad reside en nosotros, pues dominados por la compasión experimentamos interiormente como una punzada agridulce de voluptuosidad maligna ante los sufrimientos de nuestros semejantes. Los ni-

ños también la sienten:

Suave mari magno, turbantibus aequora ventis,

e terra magnum alterius spectare laborem: Quien de aquellas cualidades arrancara las semillas en el hombre acabaría con las condiciones fundamentales de nuestra vida. De igual suerte hay en toda policía oficios necesarios que son no solamente abyectos sino también viciosos; los vicios ocupan su rango en nuestra naturaleza, y su papel es el enlace de nuestra contextura, como los venenos sirven a la conservación de nuestra salud. Pero si se truecan en excusables, puesto que nos son necesarios y el menester común borra su cualidad genuina, necesario es también abandonar este papel a los ciudadanos más vigorosos y menos pusilánimes, a los que sacrifican su tranquilidad y conciencia a la salvación de su país, como los antiguos sacrifi-caban su vida. Nosotros, más débiles, desempeñamos un papel más sencillo y menos arriesgado. El bien público requiere que se traicione, que se mienta y que se degüelle: resignemos esta comisión a gentes más obedientes y flexibles.

A la verdad, yo experimenté frecuentes desconsuelos al ver que los jueces atraen al criminal ayudados por el fraude y falsas esperanzas de favor o de perdón para descubrir su delito, empleando el engaño y la impudi-cia. Bien serviría a la justicia y a Platón también quien favoreciera la costumbre de procurar otros medios más en armonía con mi naturaleza; es aquélla una justicia maliciosa, y no la considero menos nociva para sí misma que para los que sus efectos experimentan.

Confesé no ha mucho que apenas si osaría traicionar al príncipe por el interés de un particular, yo me entristecería de vender a un particular en provecho del príncipe, pues no solamente odio el engañar, sino el que a mí me engañen; ni siquiera me resigno a procurar ocasión para que la farsa se realice.

En las escasas negociaciones en que con nuestros príncipes intervine con ocasión de estas divisiones y subdivisiones que actual-mente nos desgarran, evité cuidadosamente infringirles perjuicio, y que se engañaran con las apariencias de mi semblante. Las gentes del oficio se mantienen encubiertas, mostrándose contrahechas cuanto con mayor tino pueden; yo me ofrezco conforme a mis ideas más vivas y conforme a la manera que me es más peculiar, negociador flojo y novicio que prefiere mejor faltar a lo negociado que a su persona. Y sin embargo hasta ahora las desempeñé con tal fortuna (pues en verdad esta diosa tuvo la parte principal) que pocas pasa-ron de una mano a otra con menos sospecha, ni con mayor favor y privanza. Mis maneras son abiertas, fáciles a la insinuación, y alcanzan crédito con el primer contacto. En cualquier siglo son oportunas y dignas de ser mostradas la ingenuidad y la verdad puras y sin disfraz. Además la libertad es poco sospechosa y todavía menos odiosa en boca de aquellos que trabajan desinteresadamente, los cuales pueden en verdad servirse de la respuesta que Hypérides dio a los atenienses que se quejaban de la rudeza de su hablar, el cual se expresó así: «No consideréis que yo sea demasiado libre, reparad sólo si soy así para mi particular provecho o para el mejoramiento de mis intereses.» Descargome también mi libertad de toda sospecha de fin-gimientos, por el cabal vigor de aquélla, que de nada jamás hizo gracia por duro y, amargo que fuese (peor no hubiera podido hablar en la ausencia), y por mostrarse simplemente y al desgaire. Con el obrar no persigo otro fruto ulterior, ni cuelgo a él consecuencias prolongadas; cada acción cumple particularmente su juego; que el golpe produzca efecto si lo tiene a bien.

Tampoco, por otra parte, me siento dominado por pasión alguna de amor ni de odio hacia los grandes, ni mi voluntad se siente agarrotada por obligación u ofensa particular.

Yo miro a nuestros reyes con afección simplemente legítima y urbana, sin frialdad excesiva ni extremo celo hijo de interés privado, lo cual me sirve de congratulación. Tampoco me ata la causa común y justa sino por manera moderada, exenta de fiebre, que no estoy sujeto a esas hipocresías y compromisos íntimos y penetrantes. La cólera y el odio trasponen los límites a que la justicia debe mantenerse sujeta, y son pasiones privativas de aquellos que no se mantienen firmes dentro de los límites de la simple razón: Utatur motu animi,qui uti ratione non potest. Todas las intenciones legítimas y justas son por sí mismas equitativas y templadas, convirtiéndose de lo contrario en sediciosas e ilegítimas: este principio es el que hace en toda ocasión que yo marche con la cabeza erguida, la mirada y el corazón serenos. A la verdad, y no me embaraza el confesarlo, en caso necesario yo encendería una vela a san Miguel y otra al diablo, siguiendo el designio de la vieja; seguiré el buen partido hasta el último lí-

mite, más exclusivamente, si la cosa está en mi mano: que Montaigne quede con la ruina pública sumido en el abismo, si de ello hay necesidad, pero, si no la hay, quedaré reconocido a la fortuna por mi salvación; y tanto como la cuerda durar pueda la emplearé en la conservación de mi individuo. ¿No fue Ático quien manteniéndose en el partido de la justicia, en el partido que perdió, logró salvarse por su moderación en aquel naufragio universal del mundo entre tantas mutaciones diversas? A los hombres privados, como él lo era, es más fácil hallar la barca; y en tal suerte de tempestades creo que puede uno a justo títu-lo no dejarse empujar por la ambición en el ingerirse ni invitarse a sí mismo.

El mantenerse oscilante y mestizo o guardar la afección inmóvil sin inclinarse a uno ni a otro lado en las revueltas de su país y en las públicas divisiones no lo creo bueno ni honrado: Ea non media, sed nulla via est, velut eventum exspectantium, quo fortunae consilia sua applicent. Puede tal conducta consentirse en lo relativo a los negocios del vecino; así Gelón, tirano de Siracusa, guardó queda su inclinación en la guerra de los bár-baros contra los griegos manteniendo un embajador en Delfos para así permanecer cual vigilante centinela, ver de qué lado la fortuna se inclinaba y tomar de ello ocasión puntual para conciliarse con los vencedores. Pero constituiría una traición declarada seguir conducta análoga en los domésticos negocios, en los cuales necesariamente hay que adoptar un partido por designio y de hecho. Mas el no imponerse esta carga quien carezca de deber expreso que a ello le obligue lo encuentro más excusable (aunque en lo que a mí respecta no practique esta excusa) que en las guerras extranjeras, por lo cual nuestras leyes no eximen a quien se opone a tomar parte en ellas. Sin embargo aun los que en absoluto se lanzan en la pelea pueden hacerlo con tal orden y templanza que la tormenta se cierna sin ofensa por cima de sus cabezas.

¡Razón tuvimos al esperarlo así del difunto obispo de Orleáns, señor de Morvilliers! Y yo conozco entre los que valerosamente trabajan a la hora actual muchos hombres de costumbres tan dulces y mesuradas que se hallan dispuestos a permanecer de pie, cualquiera que sea la mutación y caída que el cielo nos prepare. Yo creo que incumbe propiamente a los reyes el esforzarse contra los reyes, y me burlo de los espíritus espontáneamente se brindan a ser instrumentos de querellas tan desproporcionadas. El hecho de marchar contra un príncipe abierta y valerosamente por honor individual y conforme al deber de cada uno no constituye una querella particular con el mismo príncipe; mas si el soldado no ama a éste, hace más todavía: tiene por él estimación. Señaladamente, la causa de las leyes y la defensa del antiguo Estado tienen de ventajoso que aquellos mismos que por designio particular lo trastornan excusan a los que lo defienden, si no los honran.

Pero no hay que llamar deber, como nosotros hacemos todos los días, al agrior e intestina rudeza que nacen del interés y la pasión privados, ni valor a la conducta maliciosa y traidora; sólo nombran su propensión hacia la malignidad y la violencia; y no es la causa lo que les acalora, es el interés particular, ati-zando la guerra no porque sea justa, sino porque es guerra.

Nada se opone a que puedan sostenerse relaciones armónicas y leales entre dos hombres enemigos el uno del otro; conducíos con una afección, si no igual en todo (pues ésta puede soportar medidas diferentes), al menos templada, y que no os comprometa tanto a uno que todo lo pueda exigir de vosotros; contentaos igualmente con media medida de su gracia y con agitaros en el agua turbia sin echar la caña.

La otra manera, o sea el brindarse con todas sus fuerzas a los unos y a los otros, depende todavía menos de la prudencia que de la conciencia. Aquel a quien servís de instrumento para traicionar a una persona y de quien sois igualmente bien conocido ¿no sabe de sobra que con él haréis lo propio cuando le llegue el turno? Reconoceos como hombre perverso, y sin embargo os oye, obtiene y alcanza de vosotros el provecho merced a vuestra deslealtad; los hombres dobles son inútiles en lo que procuran, pero es preciso guardarse de que, sólo arranquen lo menos posible.

Nada digo yo a uno que a otro confesar no pueda, la ocasión llegada; el acento exclusivamente cambiará un poco; yo no comunico de las cosas sino las que son indiferentes o conocidas, o las que delante de todos pueden formularse; ni hay utilidad humana que a mentirlas pueda empujarme. Lo que a mi silencio se confiara guárdolo religiosamente, pero me encargo de custodiar lo menos posible por ser de un reservar importuno los secretos de los príncipes a quien de ellos nada tiene que hacer. Yo me atendría de buen grado a esta condición: que me encomienden poco, pero que confíen resueltamente en lo que les muestro. Siempre he sabido más de lo que he querido. Un hablar abierto y franco descubre otro hablar y lo saca afuera, como hacen el vino y el amor. Filipides, a mi ver, contestó prudentemente al rey Lisímaco, que le decía: «¿Qué quieres que de mis bienes te comunique?» «Lo que te parezca, con tal de que no me encomiendes ningún secreto.» Yo veo que todos se sublevan cuando se les oculta el fondo de los negocios en que se les emplea, y cuando se aparta de sus miradas el sentido más remoto. Por lo que a mí toca, me contento con que no se me diga más de lo que se quiere que manifieste, y, no quiero que mi ciencia sobrepuje y contraiga mis palabras. Si yo debo servir de instrumento al engaño, que al menos sea dejando mi conciencia a salvo; no quiero ser tenido por servidor tan afecto ni tan leal que se me reconozca apto para vender a nadie; quien es in-fiel para consigo mismo lo es también fácilmente para su dueño. Pero son príncipes que no aceptan a los hombres a medias y que menosprecian los servicios limitados y acon-dicionados. Así pues, no hay remedio posible, y yo les declaro francamente mis linderos, pues sólo de mi razón debo ser esclavo, y aun a esto no me resigno fácilmente. También los soberanos se engañan al exigir de un hombre libre una sujeción y una obligación tales para su servicio que aquel a quien ele-varon y compraron tiene su fortuna particularmente comprometida con la de ellos. Las leyes quitáronme de encima un gran peso considerándome como de un partido y habiéndonle dado un señor; toda superioridad y obligación distintas deben con ésta relacio-narse y resolverla. Lo cual no significa que, si mis afecciones me hicieran conducir de diferente modo, ya cortara incontinenti por lo sa-no; la voluntad y los deseos se procuran leyes por sí mismos; las acciones las reciben de la pública ordenanza.

Este proceder mío se encuentra algo alejado de nuestras usanzas, pero no serviría para producir grandes efectos ni persistiría tampoco. La inocencia misma, no podría en los momentos actuales ni negociar entre nosotros sin disimulo, ni comerciar sin mentira, de suerte que en manera alguna son de mi cuerda las ocupaciones públicas; lo que mi estado requiere de éstas provéolo de la manera más privada que me es dable. Cuando niño me zambulleron en ellas hasta las orejas, y así aconteció que me desprendí tan a los comienzos. Después evité frecuentemente el inmiscuirme; rara vez las acepté y no los solicité jamás; viví con la espalda vuelta a la ambición, si no como los remeros que avan-zan de ese modo a reculones, de tal suerte que de no haberme embarcado estoy menos reconocido a mi resolución que a mi buena estrella, pues hay caminos menos enemigos de mi gusto y más en armonía con mis facultades, merced a los cuales si el destino me hubiera llamado antaño al servicio público y a mi avanzamiento para con el crédito del mundo, sé que hubiera traspuesto la razón de mis discursos para seguirlos. Los que co-múnmente aseguran, contra mi dictamen, que lo que yo llamo franqueza, simplicidad e ingenuidad en mis costumbres es arte y refinamiento, y más bien prudencia que bondad, industria que naturaleza, y buen sentido que sino dichoso, suminístranme más honor del que me quitan; mas por descontado llevan mi fineza a un gran extremo. A quien de cerca me hubiera seguido y espiado daríale la ra-zón, a menos que no confesara serle imposible con todos los artificios de la escuela a que pertenece, simular el movimiento natural que distingue mi proceder, y mantener una apariencia de licencia y libertad tan igual e inflexible por caminos tan torcidos y diversos, por donde toda su atención y artificios no acertaría a conducirle. La vía de la verdad es una y simple; la del provecho particular y la de la comodidad de los negocios que a cargo se tienen, doble desigual y fortuita. No son nuevas para mi esas licencias artificiales y contrahechas que casi nunca el éxito corona, las cuales muestran a las claras la imagen del asno de Esopo, quien, por emulación del perro, se lanzó alegremente con las patas delanteras sobre los hombros de su amo; pero en vez de las prodigadas caricias del can, el asno recibió paliza doble: id maxime quein-que decet, quod est cujusque suum maxime.

Yo no quiero, sin embargo, apartar a las malas artes del rango que les pertenece; esto sería mal comprender el mundo; yo sé que el engaño sirvió frecuentemente de provecho y que mantiene y alimenta la mayor parte de los oficios de los hombres. Vicios hay legítimos, como acciones buenas y excusables ilegítimas.

La justicia en sí, la natural y universal, es-tá de otra manera ordenada, más noblemente que la otra especial, nacional y sujeta a las necesidades de nuestras policías: Veri juris germanaeque justitiae solidam et expressam effigiem nullam tenemus; umbra et imagini-bus utimur: de tal suerte que el sabio Dan-damys, oyendo relatar las vidas de Sócrates, Pitágoras y Diógenes, juzgolos como a grandes personajes en todo otro respecto, pero demasiado apegados a la obediencia de las leyes, para autorizar y secundar las cuales la virtud verdadera tiene mucho que aflojar su vigor original; y no sólo las leyes consienten numerosas acciones viciosas, sino que también las aprueban: ex senatus consultis ple-bisquescitis scelera exercentur.Yo sigo el lenguaje corriente, que establece diferencia entre las cosas útiles y las honradas, de tal suerte que algunos actos naturales, no solamente útiles sino necesarios, los nombra deshonestos y puercos.

Pero continuemos nuestro ejemplo de la traición. Dos pretendientes a la corona de Tracia sostenían rudo debate sobre sus derechos respectivos, y el emperador Tiberio pudo evitar que llegaran a las manos; mas uno de ellos, so pretexto de pactar un convenio, pro-puso una entrevista a su contrincante para festejarle en su casa, y le aprisionó y mató.

Requería la justicia que los romanos pidieran cuenta estrecha de este crimen, mas la dificultad impedía para ello las vías ordinarias; lo que no podían llevar a cabo sin resolución ni riesgos, hiciéronlo empleando la traición; ya que no honrada obraron útilmente; para esta empresa se encontró propicio un tal Pompo-nio Flaco, quien bajo fingidas palabras y seguridades simuladas, atrajo al matador a sus redes, y en vez del honor y favor que le prometía le envió a Roma atado de pies y manos. Un traidor traicionó a otro, contra lo que ordinariamente acontece, pues los tales viven llenos de desconfianza y es difícil sorprender-los echando mano de sus propias artes, como prueba la dura experiencia de que acabamos de ser testigos.

Ejerza de Pomonio Flaco quien lo tenga a bien; muchos habrá que no lo rechacen; por lo que a mí toca, mi palabra y mi fe son, co-mo todo lo demás, piezas de este común cuerpo; el mejor papel que pueden desempe-

ñar es el bien público; para mí en esto no hay duda posible. Mas como al ordenarme que tomara a mi cargo el gobierno de los tribunales y litigios respondería: «Soy lego en la materia», si se me encargara el de capataz de peones diría: «Me corresponde otro papel más honorífico.» De la propia suerte, a quien quisiera emplearme en mentir, traicionar y perjudicar en pro de algún servicio señalado, y no digo ya asesinar y envenenar, le respondería: «Si yo he rogado o hurtado a alguien, que me envíen mejor a galeras»; pues es lícito a un hombre de honor hablar como los lacedemonios cuando vencidos por Antipáter repusieron a las medidas de este: «Po-déis echar sobre nuestros hombros cuantas cargas aflictivas y perjudiciales os vengan en ganas; mas en cuanto a la comisión de acciones vergonzosas y deshonrosas perderéis vuestro tiempo ordenándonoslas.» Cada cual debe jurarse a sí mismo lo que los reyes de Egipto hacían jurar solemnemente a sus jueces, o sea «que no se desviarían de su conciencia frente a ninguna orden de aquéllos recibida». Semejantes comisiones suponen signos evidentes de ignominia y condenación; quien os las encomienda os acusa y os las procura, si no sois ciegos para vuestra carga y delito. Cuanto los negocios públicos mejoran por vuestra acción, empeoran los vuestros; obráis tanto peor cuanto con destreza mayor trabajáis, y no será sorprendente, pe-ro si algún tanto justiciero que ocasione vuestra ruina el mismo que la traición os encomendó.

Si ésta puede ser en algún caso excusable, lo es exclusivamente cuando se emplea en castigar y vender la traición misma. Constantemente se realizan perfidias no solamente rechazadas, sino también castigadas por aquellos mismos en favor de quienes fueron emprendidas. ¿Quién ignora la sentencia de Fabricio contra el médico de Pirro?

Acontece más todavía en este sentido. Tal hubo que ordenó una traición que luego la vengó vigorosamente sobre el mismo que en ella empleara, rechazando un crédito y un poder tan desenfrenados y desaprobando una servidumbre y una obediencia tan abandonada y tan cobarde. Jaropelc, duque ruso, ganó a un gentilhombre de Hungría para vender al rey de Polonia Boleslao haciéndolo morir o procurando a los rusos el medio de inferirle algún grave daño. Condújose el traidor en hombre hábil, consagrándose, con todas sus fuerzas al servicio del rey y logrando figurar en su consejo entre los más leales. Con semejantes ventajas y aprovechando la ausencia del soberano, entregó a los rusos a Vislie-za, ciudad grande y rica, que fue enteramente, saqueada y quenada con degollina general no sólo de sus habitantes, de uno y otro sexo y edad, sino también de casi toda la nobleza a quien había cerca congregado para este fin Jaropolc. Aplacadas ya su cólera y venganza (que no carecían de fundamento, pues Boleslao le había duramente ofendido con una ac-ción semejante), harto ya con el fruto de la traición, como se pusiera a considerarla en toda su fealdad desnuda y monda y a mirarla con vista sana y por la pasión no perturbada, se dejó ganar tanto por los remordimientos y el asco para quien la realizó, que le hizo saltar los ojos y cortar la lengua y las partes vergonzosas.

Antígono sobornó a los soldados argiráspides para que le hicieran entrega de Eumenes, general de aquéllos, mas apenas le hubo da-do muerte, al punto de comparecer ante su presencia deseó ser él mismo ejecutor de la justicia divina para castigo de un crimen tan odioso, y puso a los hacedores del mismo en manos del gobernador de la provincia, con expresa orden de hacerlos perecer de cualquier modo que fuese. Así aconteció en efecto, pues de tan gran número como eran, ninguno respiró después el aire de Macedonia.

Cuanto mejor había sido servido, con mayor maldad encontró que lo fue y de modo más digno de expiación.

El esclavo que descubrió el escondrijo de Publio Sulpicio fue puesto en libertad conforme a la promesa de la prescripción de Sila, pero según el parecer del público, libre y todo como ya se encontraba, se le precipitó de lo alto de la roca Tarpeya.

Los que compran a los traidores los ahor-can luego con la bolsa colgada al cuello; satisfechos ya sus instintos secundarios, cumplen los primeros que la conciencia dicta, que son los más sagrados.

Queriendo Mahomed II deshacerse de su hermano por envidia de su poder, echó mano para ello, según la costumbre de la raza, de uno de sus oficiales, el cual sofocó a aquel y le ahogó haciéndole tragar de golpe gran cantidad de agua. Muerto ya, el fratricida puso al matador en manos de la madre del muerto, para expiación del crimen, -pues no eran hermanos sino de padre-, quien le abrió el pecho, y revolviendo con sus manos le arrancó el corazón para pasto de los perros. Y

nuestro rey Clodoveo, en lugar de las doradas armas que les prometiera, mandó ahorcar a los tres servidores de Canacre en cuanto de él le hubieron hecho entrega, como se lo había ordenado. Y aún a los mismos cuya conciencia no peca de escrupulosa, les es dulce después de haber recogido el fruto de una acción criminal poder realizar algún rasgo de bondad y de justicia, como por compensación y corrección de conciencia. Consideran además a los ministros de tan horribles fe-chorías como agentes que se las echan en ca-ra, y con la muerte de ellos buscan el medio de ahogar el conocimiento y testimonio de acciones tan horrendas. Y si por acaso un malvado alcanza recompensa para no frustrar la necesidad pública de este último desespe-rado remedio, quien de él echa mano no deja de consideraros, si no lo es él mismo, como un hombre maldito y execrable, más traidor que aquel contra quien obrasteis, pues tocará la malignidad de vuestro valor que vuestras manos realizaron sin rechazarlo ni oponerse; y de la propia suerte os emplea que a los hombres perdidos se encomiendan las ejecuciones de la justicia, que es carga tan necesaria como poco honrosa. A más de la vileza propia de tales comisiones, suponen éstas la prostitución de la conciencia. No pudiendo ser condenada a muerte la hija de Sejano, por ser virgen, conforme a ciertas formalidades jurídicas de Roma, fue, para aplicar la ley, forzada por el verdugo antes de ser estrangu-lada. No ya sólo la mano del traidor, también su alma es esclava de la comodidad pública.

Cuando Amurat I para agravar el castigo contra sus súbditos, que habían ayudado a la parricida rebelión de su hijo contra él, ordenó que sus parientes más cercanos coadyuvaran a su designio, encuentro honradísimo que algunos de ellos prefirieran mejor ser injustamente considerados como culpables del parricidio ajeno, que no desempeñar la justicia con el parricida auténtico; y cuando en mi tiempo, por algunas bicocas asaltadas, he visto a ciertos cobardes para resguardar su pellejo consentir buenamente en ahorcar a sus amigos y consortes, los he considerado como de peor condición que a los ahorcados mismos. Dícese que Witolde, príncipe de Li-tuania, introdujo en su nación la costumbre de que un condenado a muerte pudiera quitarse la vida, encontrando extraño que un tercero, inocente de la falta, echara sobre sus hombros la realización de un homicidio.

Cuando una circunstancia urgente o algún accidente impetuoso e inopinado de las necesidades públicas obligan al soberano a faltar a su palabra y a violar su fe, o de cualquier otro modo le lanzan fuera de su deber ordinario, debe atribuir esta necesidad a cosa de la voluntad divina. Y en ello no puede haber vicio, pues abandonó su razón por otra más universal y poderosa; pero con todo no deja de ser desdicha. De tal suerte así lo miro, que a cualquiera que me preguntara: «¿Qué remedio?» «Ninguno, respondería yo; si se vio realmente atormentado entre aquellos dos extremos, sed videat, ne quaeratur latebra perjurio, érale preciso obrar; mas si lo hizo sin duelo, si no se siente apesadumbrado, si no es de que su conciencia está enferma.»

Aun cuando se encontrase alguien de conciencia tan meticulosa y tierna, a quien ninguna curación pareciera digna de tan penoso remedio, no por ello le tendría yo en menor estima; de ningún modo acertaría a perderse que fuera más excusable y decoroso. Nosotros no lo podemos todo. Así como así, preci-samos frecuentemente como áncora de salvación encomendar la última protección de nuestra nave a la sola dirección del cielo. ¿Y

para qué necesidad más justa se reservaría este recurso? ¿Ni qué le es menos posible cumplir que lo que realizar no puede sino a expensas de su fe y honor, cosas que a las veces deben serle más caras que su propia salvación y la de su pueblo? Cuando con los brazos quedos llame a Dios simplemente en su ayuda, ¿por qué no ha de aguardar que la bondad divina no rechace el favor sobrenatural de su mano a una mano pura y justiciera?

Son éstos peligrosos ejemplos, enfermizas y raras excepciones en nuestras reglas naturales; preciso es ceder ante ellos, mas con moderación y circunspección grandes: ninguna utilidad privada puede haber tan digna para que infrinjamos este esfuerzo a nuestra conciencia; la pública lo merece cuando el caso es justo o importante la magnitud de lo que se salva.

Timoleón se resguardó oportunamente de su acción peregrina con las lágrimas que derramó recordando que su mano fratricida había acabado con el tirano. Espoleó justamente su conciencia la necesidad de comprar el bienestar público a expensas de la honra-dez de sus costumbres. El senado mismo, desligado de la servidumbre por ese medio, no se atrevió redondamente a decidir de un hecho tan capital y tan magno, desgarrado como se sentía por los dos rudos y encontrados aspectos; mas como los siracusanos soli-citaran precisamente en aquel momento la protección de los corintios y un jefe capaz de convertir su ciudad a su dignidad primera limpiando a Sicilia de algunos tiranuelos que la oprimían, eligieron a Timoleón declarándole de una manera terminante «que según se condujera bien o mal en su empresa, sería absuelto o condenado como libertador de su país o como asesino de su hermano». Esta singular conclusión encuentra alguna excusa en el ejemplo e importancia de un hecho tan extraño; y obraron con cordura los jueces descargándole de la sentencia, o apoyándole, no en la propia conciencia sino en consideraciones secundarias. Las hazañas de Timoleón en este viaje hicieron muy luego su causa más clara, ¡con tanta dignidad y esfuerzo se condujo en todo! La dicha que le acompañó en las contrariedades que tuvo que allanar en tan noble liza, pareció serle enviada por los dioses, conspiradores favorables de su justifi-cación.

El fin de éste es perdonable si hay alguno que de semejante índole pueda serlo, mas el beneficio del aumento de las rentas públicas que sirvió de pretexto al senado romano para realizar la asquerosa acción que voy a recitar, no es suficientemente poderoso para llevar a cabo semejante injusticia. Algunas ciudades se habían rescatado por dinero y alcanzado la libertad con orden y consentimiento del senado, del poder de Sila; mas como luego la cosa cayera de nuevo en disquisición, el mismo senado condenolas de nuevo a pagar impuestos como antaño los habían pagado y el dinero que destinaran a rescatarse quedó perdido para ellas. Las guerras civiles dan frecuentemente lugar a feos ejemplos: castigamos a los particulares porque nos presta-ron crédito cuando éramos otros; un mismo magistrado hace cargar la pena de su propia mutación a quien ya no puede más; el maestro azota a su discípulo en castigo a su docilidad, y lo mismo el clarividente al ciego.

¡Monstruosa imagen de la justicia!

La filosofía encierra preceptos falsos y ma-leables. El ejemplo que se nos propone para que hagamos prevalecer la autoridad privada y la fe prometida no recibe suficiente peso por la circunstancia que algunos alegan; por ejemplo: los ladrones os han atrapado, y al punto puesto en libertad mediante el juramento del pago de cierta suma; pues bien, es error el declarar que un hombre de bien cumplirá con su fe escapando sin ajustar cuentas en cuanto se vea libre de los mal-hechores. Lo que el temor me hizo querer una vez estoy obligado a quererlo despojado de temor; y aun cuando el miedo no hubiera forzado más que mi lengua, dejando libre la voluntad, todavía estoy obligado a mantenerme firmemente en mi palabra. Cuando és-ta sobrepujó en mí alguna vez inconsideradamente mi pensamiento, como caso de conciencia consideré por lo mismo desaprobarla.

A proceder de otra suerte, paulatinamente iríamos aboliendo todo derecho que un tercero fundamentara en nuestras promesas y juramentos. Quasi vero forti viro vis possit ad-hiberi. Sólo en el siguiente caso tiene fundamento el interés privado para excusarnos de faltar a la promesa: si ésta consiste en algo detestable e inicuo de suyo, pues los fueros de la virtud deben prevalecer siempre sobre los de nuestra obligación.

En otra ocasión acomodé a Epaminondas en el primer rango entre los hombres relevantes, y de mi aserto no me desdigo. ¿Hasta dónde no elevó la consideración de su particular deber? Jamás quitó la vida a ningún hombre a quien venciera, y aun por el inestimable bien de procurar la libertad a su país hacía caso de conciencia de asesinar al tirano o a sus cómplices, sin emplear las formalidades de la justicia; juzgaba perverso a un hombre, por eximio ciudadano que fuera, si en la batalla no era humano con su amigo y con su huésped. Alma de rica composición, casaba con las acciones humanas más rudas y violentas la humanidad y la bondad, hasta las más exquisitas que hallarse puedan en la escuela de la filosofía. En medio de aquel vigor tan magno, tan extremo y obstinado contra el dolor, la muerte y la pobreza, ¿fueron la naturaleza o la reflexión lo que le enterne-cieron hasta arrastrarle a una dulzura increí-

ble y a una bondad de complexión sin límites?

Sintiendo horror por el acero y la sangre, va rompiendo y despedazando una nación invencible para todos menos para él, y sumergido en tan tremenda liza evita el encuentro de su amigo y de su huésped. En verdad él solo dominaba bien la guerra, puesto que la hacía soportar el freno de la benignidad en lo más ardiente e inflamado de la refriega, toda espumante de matanzas y furor. Milagro es juntar a tales acciones alguna imagen de justicia, mas sólo a Epaminondas pertenece la rigidez de poder llevar a ellas la dulzura y benignidad de las más blandas costumbres, y hasta la pura inocencia: y donde el uno dice a los mamertinos «que los estatutos no rezan con los hombres armados», el otro al tribuno del pueblo «que el tiempo de la justicia y de la guerra eran distintos», y el tercero «que el ruido de las armas le imposibilitaba oír la voz de las leyes», Epaminondas escuchaba hasta los acentos de la civilidad y los de la pura cortesía. ¿Había adoptado de sus enemigos la costumbre de hacer ofrendas a las musas, camino de la guerra, para templar con su dulzura y regocijo la furia ruda y marcial? En presencia de las enseñanzas de un tal preceptor no temamos el creer que hay algo de ilícito al obrar contra nuestros mismos enemigos, y que el interés común no debe requi-rirlo todo de todos contra el interés privado; manente memoria, etiam in dissidio publico-rum foederum, privati juris;

Et nulla potentia vires

praestandi, ne quid peccet amicus, habet; y que ni todas las cosas son laudables a un hombre de bien por el servicio de su rey ni por la causa general de las leyes; non enim patria proestat omnibus officiis... et ipsi con-ducit pios habere cives in parentes. Instrucción es ésta propia al tiempo en que vivimos: no tenemos necesidad de endurecer nuestros ánimos con las hojas de las espadas; basta que nuestros hombros sean resistentes; basta mojar nuestras plumas en la tinta sin su-mergirlas en la sangre. Si es grandeza de alientos y efecto de una virtud rara y singular el menospreciar la amistad, las obligaciones privadas, la palabra y el parentesco en pro del bien común y obediencia del magistrado, basta y sobra para que de ello nos excuse-mos considerando que es una grandeza que no pudo tener cabida en la magnitud de áni-mo de un Epaminondas.

Yo abomino las rabiosas exhortaciones de esta alma turbulenta:

. . .Deum tela micant, non vos pietatis imago

ulla, nec adversa conspecti fronti parentes commoveant; vultus gladio turbate verendos.

Despojemos a los perversos, a los sangui-narios y a los traidores de este pretexto de razón. Abandonemos esa justicia atroz o insensata, y atengámonos a la conducta humana. ¡Cuantísimo pueden para lograrlo el tiempo y el ejemplo! En un encuentro de la guerra civil contra Cina un soldado de Pompeyo ma-tó a su hermano sin pensarlo, el cual pertenecía al partido contrario, y el dolor junto con la vergüenza le hicieron morir a su vez; años después, en otra guerra civil de ese mismo pueblo, otro soldado, por haber matado también a su hermano, pidió una recompensa a sus capitanes.

Mal se argumenta el honor y la hermosura de una acción pregonando su utilidad; y se concluye mal estimando que todos a ella permanecen obligados, suponiendo que es honrada en particular porque es útil en general:

Omnia non pariter rerum sum omnibus ap-ta.

Elijamos la más necesaria y provechosa a la humana sociedad; ésta será sin duda el matrimonio; sin embargo, el parecer de los santos reconoce más conveniente el partido contrario, excluyendo de aquel el vivir más venerable de los hombres, como nosotros destinamos a las yeguadas a los caballos de menor valía.

Capítulo II

Del arrepentimiento

Los demás forman al hombre: yo lo recito como representante de uno particular con tanta imperfección formado que si tuviera que modelarle de nuevo le trocaría en bien distinto de lo que es: pero al presente ya está hecho. Los trazos de mi pintura no se contra-dicen, aun cuando cambien y se diversifi-quen. El mundo no es más que un balanceo perenne, todo en él se agita sin cesar, así las rocas del Cáucaso como las pirámides de Egipto, con el movimiento general y con el suyo propio; el reposo mismo no es sino un movimiento más lánguido. Yo puedo asegurar mi objeto, el cual va alterándose y haciendo eses merced a su natural claridad; tómolo en este punto, conforme es en el instante que con él converso. Yo no pinto el ser, pinto solamente lo transitorio; y no lo transitorio de una edad a otra, o como el pueblo dice, de siete en siete años, sino de día en día, de minuto en minuto: precisa que acomode mi historia a la hora misma en que la refiero, pues podría cambiar un momento después; y no por acaso, también intencionadamente. Es la mía una fiscalización de diversos y movibles accidentes, de fantasías irresueltas, y contra-dictorias, cuando viene al caso, bien porque me convierta en otro yo mismo, bien porque acoja los objetos por virtud de otras circunstancias y consideraciones, es el echo que me contradigo fácilmente, pero la verdad, como decía Demades, jamás la adultero. Si mi alma pudiera tomar pie, no me sentaría, me resolvería; mas constantemente se mantiene en prueba y aprendizaje.

Yo propongo una vida baja y sin brillo, mas para el caso es indiferente que fuera relevante. Igualmente se aplica toda la filosofía moral a una existencia ordinaria y privada que a una vida de más rica contextura; cada hombre lleva en sí la forma cabal de la humana condición. Los autores se comunican con el mundo merced a un distintivo especial y extraño; yo, principalmente, merced a mi ser general, como Miguel de Montaigne, no como gramático, poeta o jurisconsulto. Si el mundo se queja porque yo hablé de mí demasiado, yo me quejo porque él ni siquiera piensa en sí mismo. ¿Pero es razonable que siendo yo tan particular en uso, pretenda mostrarme al conocimiento público? ¿Lo es tampoco el que produzca ante la sociedad, donde las maneras y artificios gozan de tanto crédito, los efectos de naturaleza, crudos y mondos, y de una naturaleza enteca, por añadidura? ¿No es constituir una muralla sin piedra, o cosa semejante, el fabricar libros sin ciencia ni arte? Las fantasías de la música el arte las acomoda, las mías el acaso. Pero al menos voy de acuerdo con la disciplina, en que jamás ningún hombre trató asunto que mejor conociera ni entendiera que yo entiendo y conozco el que he emprendido; en él soy el hombre más sabio que existir pueda; en segundo lugar, ningún mortal penetró nunca en su tema más adentro, ni más distintamente examinó los miembros y consecuencias del mismo, ni llegó con más exactitud y plenitud al fin que propusiera a su tarea. Expuse la verdad, no hasta el hartazgo, sino hasta el límite en que me atrevo a exteriorizarla, y me atrevo algo más envejeciendo, pues parece que la costumbre concede a esta edad mayor libertad de charla, y mayor indiscreción en el hablarse de sí mismo. Aquí no puede acontecer lo que veo que sucede frecuentemente, o sea que el artesano y su labor se contradi-cen: ¿cómo un hombre, oímos, de tan sabro-sa conversación ha podido componer un libro tan insulso? O al revés: ¿cómo escritos tan relevantes han emanado de un espíritu cuyo hablar es tan flojo? Quien conversa vulgar-mente y escribe de modo diestro declara que su capacidad reside en mi lugar de donde la toma, no en él mismo. Un personaje, sabio no lo es en todas las cosas; mas la suficiencia en todo se basta, hasta en el ignorar vamos conformes y en igual sentido, mi libro y yo.

Acullá puede recomendarse, o acusarse la obra independientemente del obrero; aquí no; pues quien se las ha con el uno se las ha igualmente con el otro. Quien le juzgare sin conocerle se perjudicará más de lo que a mí me perjudique; quien le haya conocido me procura satisfacción cabal. Por contento me daré y por cima de mis merecimientos me consideraré, si logro solamente alcanzar de la aprobación pública el hacer sentir a las gentes de entendimiento que he sido capaz de la ciencia en mi provecho, caso de que la haya tenido, y que merecía que la memoria me prestara mayor ayuda.

Pasemos aquí por alto lo que acostumbro a decir frecuentemente o sea que yo me arrepiento rara vez, y que mi conciencia se satisface consigo misma; no como la de mi ángel o como la de un caballo, sino como la de un hombre, añadiendo constantemente este re-frán, y no ceremoniosamente sino con sumisión esencial e ingeniosa: «que yo hablo co-mo quien ignora e investiga, remitiéndome para la resolución pura y simplemente a las creencias comunes legítimas». Yo no enseño ni adoctrino, lo que hago es relatar.

No hay vicio que esencialmente lo sea que no ofenda y que un juicio cabal no acuse, pues muestran todos una fealdad e incomodidad tan palmarias que acaso tengan razón los que los suponen emanados de torpeza e ignorancia tan difícil es imaginar que se los conozca sin odiarlos. La malicia absorbe la mayor parte de su propio veneno y se envenena igualmente. El vicio deja como una úlcera en la carne y un arrepentimiento en el al-ma que constantemente a ésta, araña y en-sangrienta, pues la razón borra las demás tristezas y dolores engendrando el del arrepentimiento, que es más duro, como nacido interiormente, a la manera que el frío y el calor de las fiebres emanados son más rudos que los que vienen de fuera. Yo considero como, vicios (mas cada cual según su medida) no sólo aquellos que la razón y la naturaleza condenan, sino también los que las ideas de los hombres, falsas y todo como son, consideran como tales, siempre y cuando que el uso y las leyes las autoricen.

Por el contrario, no hay bondad que no regocije a una naturaleza bien nacida. Existe en verdad yo no sé qué congratulación en el bien obrar que nos alegra interiormente, y una altivez generosa que acompaña a las conciencias sanas. Un alma valerosamente viciosa puede acaso revestirse de seguridad, mas de aquella complacencia y satisfacción no puede proveerse. No es un plan baladí el sentirse preservado del contagio en un siglo tan da-

ñado, y el poder decirse consigo mismo: «Ni siquiera me encontraría culpable quien viese hasta el fondo de mi alma, de la aflicción y ruina de nadie, ni de venganza o envidia, ni de ofensa pública a las leyes, ni de novelerías y trastornos, ni de falta al cumplimiento de mi palabra; y aun cuando la licencia del tiempo en que vivimos a todos se lo consienta y se lo enseñe, no puse yo jamás la mano en los bienes ni en la bolsa de ningún hombre de mi nación, ni viví sino a expensas de la mía, así en la guerra como en la paz, ni del trabajo de nadie me serví sin recompensarlo.» Placen estos testimonios de la propia conciencia, y nos procura saludable beneficio esta alegría natural, la sola remuneración que jamás nos falte.

Fundamentar la recompensa de las acciones virtuosas en la aprobación ajena es aceptar un inciertísimo y turbio fundamento, se-

ñaladamente en un siglo corrompido e ignorante como éste; la buena estima del pueblo es injuriosa. ¿A quién confiáis el ver lo que es laudable? ¡Dios me guarde de ser hombre cumplido conforme a la descripción que para dignificarse oigo hacer todos los días a cada cual de sí mismo! Quae fuerant vitia, mores sunt. Tales de entre mis amigos me censura-ron y reprimendaron abiertamente, ya movidos por su propia voluntad, ya instigados por mí, cosa que para cualquier alma bien nacida sobrepuja no ya sólo en utilidad sino también en dulzura los oficios todos de la amistad; yo acogí siempre sus catilinarias con los brazos abiertos, reconocida y cortésmente; mas, hablando ahora en conciencia, encontré a veces en reproches y alabanzas tanta escasez de medida, que más bien hubiera incurrido en falta que bien obrado dejándome llevar por sus consejos. Principalmente nosotros que vivimos una existencia privada, sólo visible a nuestra conciencia, debemos fijar un patrón interior para acomodar a él todas nuestras acciones, y según el cual acariciamos unas veces y castigamos otras. Yo tengo mis leyes y mi corte para juzgar de mí mismo, a quienes me dirijo más que a otra parte; yo res-trinjo mis acciones con arreglo a los demás, pero no las entiendo sino conforme a mí. Sólo vosotros mismos podéis saber si sois cobardes y crueles, o leales y archidevotos; los demás no os ven, os adivinan mediante ciertas conjeturas; no tanto contemplan vuestra naturaleza como vuestro arte, por donde no debéis ateneros a su sentencia, sino a la vuestra: Tuo tibi judicio est utendum... Virtutis et vitiorum grave ipsius concientiae pondus est: qua sublata, jacent omnia. Mas lo que comúnmente se dice de que el arrepentimiento sigue de cerca al mal obrar, me parece que no puede aplicarse al pecado que llegó ya a su límite más alto, al que dentro de nosotros habita como en su propio domicilio; podemos desaprobar y desdecirnos de los vicios que nos sorprenden y hacia los cuales las pasiones nos arrastran, pero aquellos que por dilatado hábito permanecen anclados y arrai-gados en una voluntad fuerte y vigorosa no están ya sujetos a contradicción. El arrepentimiento no es más que el desdecir de nuestra voluntad y la oposición de nuestras fantasías, que nos llevan en todas direcciones haciendo desaprobar a algunos hasta su virtud y continencia pasadas:

Quae mens est hodie, cur cadem non puero fuit?

Vel cur his animis incolumes non redeunt genae?

Es una vida relevante la que se mantiene dentro del orden hasta en su privado. Cada cual puede tomar parte en la mundanal barahúnda y representar en la escena el papel de un hombre honrado; mas interiormente y en su pecho, donde todo nos es factible y donde todo permanece oculto, que el orden persista es la meta. El cercano grado de esta bienandanza es practicarla en la propia casa, en las acciones ordinarias, de las cuales a nadie tenemos que dar cuenta, y donde no hay estudio ni artificio; por eso Bías, pintando un estado perfecto en la familia, dijo «que el jefe de ella debe ser tal interiormente por sí mismo como lo es afuera por el temor de la ley y el decir de los hombres». Y Julio Druso respondió dignamente a los obreros que mediante tres mil escudos le ofrecían disponer su ca-sa de tal suerte que sus vecinos no vieran nada de lo que pasara en ella, cuando dijo:

«Os daré seis mil si hacéis que todo el mundo pueda mirar por todas partes.» Advierten en honor de Agesilao que tenía la costumbre de elegir en sus viajes los templos por vivienda, a fin de que así el pueblo como los dioses mismos pudieran contemplarle en sus acciones privadas. Tal fue para el mundo hombre prodigioso en quien su mujer y su lacayo ni siquiera vieron nada de notable; pocos hombres fueron admirados por sus domésticos; nadie fue profeta no ya sólo en su casa, sino tampoco en su país, dice la experiencia de las historias; lo mismo sucede en las cosas insignificantes, y en este bajo ejemplo se ve la imagen de las grandes. En mi terruño de Gascuña consideran como suceso extraordinario el verme en letras de molde, en la misma proporción que el conocimiento de mi individuo se aleja de mi vivienda, y así valgo más a los ojos de mis paisanos; en Guiena compro los impresores, y en otros lugares soy yo el comprado. En esta particularidad se escudan los que se esconden vivos y presentes para acreditarse muertos y ausentes. Yo mejor prefiero gozar menos honores; lánzo-me al mundo simplemente por la parte que de ellos alcanzo, y llegado a este punto los abandono. El pueblo acompaña a un hombre hasta su puerta deslumbrado por el ruido de un acto público, y el favorecido con su vestidura abandona el papel que desempeñara, cayendo tanto más hondo cuanto más alto había subido, y dentro de su alojamiento todo es tumultuario y vil. Aun cuando en ella el orden presidiera, todavía precisa hallarse provisto de un juicio vivo y señalado para advertirlo en las propias acciones privadas y ordinarias. Montar brecha, conducir una emba-jada, gobernar un pueblo, son acciones de re-lumbrón; amonestar, reír, vender, pagar, amar, odiar y conversar con los suyos y consigo mismo, dulcemente y equitablemente, no incurrir en debilidades, mantener cabal su carácter, es cosa mas rara, más difícil y menos aparatosa. Por donde las existencias retiradas cumplen, dígase lo que se quiera, deberes tan austeros y rudos como las otras; y las privadas, dice Aristóteles, sirven a la virtud venciendo dificultades mayores y de mo-do más relevante que las públicas. Más nos preparamos a las ocasiones eminentes por gloria que por conciencia. El más breve camino de la gloria sería desvelarnos por la conciencia como nos desvelamos por la gloria. La virtud de Alejandro me parece que representa mucho menos vigor en su teatro que la de Sócrates en aquella su ejercitación ordinaria y obscura. Concibo fácilmente al filósofo en el lugar de Alejandro; a Alejandro en el de Só-

crates no lo imagino. Quien preguntara a aquél qué sabía hacer obtendría por respuesta. «Subyugar el mundo»; quien interrogara a éste, oiría: «Conducir la vida humana conforme a su natural condición», que es ciencia más universal, legítima y penosa.

No consiste el valer del alma en encara-marse a las alturas, sino en marchar ordenadamente; su grandeza no se ejercita en la grandeza, sino en la mediocridad. Como aquellos que nos juzgan por dentro nos son-dean, reparan poco en el resplandor de nuestras acciones públicas, viendo que éstas no son más que hilillos finísimos y chispillas de agua surgidos de un fondo cenagoso, así los que nos consideran por la arrogante apariencia del exterior concluyen lo mismo de nuestra constitución interna; y no pueden acoplar las facultades vulgares, iguales a las propias con las otras que los pasman y alejan de su perspectiva. Por eso suponemos a los demonios formados como los salvajes. ¿Y quién no imaginará a Tamerlán con el entrecejo erguido, dilatadas las ventanas de la nariz, el rostro horrendo y la estatura desmesurada, co-mo lo sería la fantasía que lo concibiere gracias al estruendo de sus acciones? Si antaño me hubieran presentado a Erasmo, difícil habría sido que yo no hubiese tomado por apotegmas y adagios cuanto hubiera dicho a su criado y a su hostelera. Imaginamos con facilidad mayor a un artesano haciendo sus menesteres o encima de su mujer, que en la misma disposición a un presidente, venerable por su apostura y capacidad; parécenos que éstos desde los sitiales preeminentes que ocupan no descienden a las modestas labores de la vida. Como las almas viciosas son frecuentemente incitadas al bien obrar movidas por algún extraño impulso, así acontece a las virtuosas en la práctica del mal; precisa, pues, que las juzguemos en su estado de tranquilidad, cuando son dueñas de sí mismas, si alguna vez lo son, o al menos cuando más con el reposo están avecinadas en su situación ingenua.

Las inclinaciones naturales se ayudan y fortifican con el concurso de la educación; mas apenas se modifican ni se vencen: mil naturalezas de mi tiempo escaparon hacia la virtud o hacia el vicio al través de opuestas disciplinas,

Sic ubi desuetae silvis in carcere clausae, mansuevere ferae, et vultus posuere minaces,

atque hominem didicere pati, si torrida parvus;

venit in ora cruor, redeunt rabiesque fu-rorque,

admonitaeque tument gustato sanguine fances;

fervet, et a trepido vix abstinet ira magis-tro :

las cualidades originales no se extirpan, se cubren y ocultan. La lengua latina es en mí como natural e ingénita (mejor la entiendo que la francesa); sin embargo, hace cuarenta años que de ella no me he servido para hablarla y apenas para escribirla, a pesar de lo cual, en dos extremas y repentinas emociones en que vino a dar dos o tres veces en mi vida, una de ellas viendo a mi padre en perfecto estado de salud caer sobre mí desfa-llecido, lancé siempre del fondo de mis entra-

ñas las primeras palabras en latín; mi naturaleza se exhaló y expresó fatalmente en oposición de un uso tan dilatado. Este ejemplo po-dría con muchos otros corroborarse.

Los que en mi tiempo intentaron corregir las costumbres públicas con el apoyo de nuevas opiniones, reforman sólo los vicios aparentes, los esenciales los dejan quedos si es que no los aumentan, y este aumento es muy de tener en aquella labor. Repósase fácilmente de todo otro bien hacer con estas enmiendas externas, arbitrarias, de menor coste y de mayor mérito, satisfaciéndose así con po-co gasto los otros vicios naturales, consus-tanciales o intestinos. Deteneos un poco a considerar lo que acontece dentro de vosotros: no hay persona, si se escucha, que no descubra en sí una forma suya, una forma que domina contra todas las otras, que lucha contra la educación y contra la tempestad de las pasiones que la son contrarias. Por lo que a mi respecta, apenas me siento agitado por ninguna sacudida; encuéntrome casi siempre en mi lugar natural, como los cuerpos pesados y macizos; si no soy siempre yo mismo, estoy muy cerca de serlo. Mis desórdenes no me arrastran muy lejos; nada hay en mí de extremo ni de extraño, y sin embargo vuelvo sobre mis acuerdos por modo sano y vigoroso.

La verdadera condenación, que arrastra a la común manera de ser de los hombres, consiste en que el retiro mismo de éstos está preñado de corrupción y encenagado; la idea de su enmienda emporcada, la penitencia enferma y empecatada, tanto aproximadamente como la culpa. Algunos, o por estar colados al vicio con soldadura natural, o por hábito dilatado, no reconocen la fealdad del mismo; pa-ra otros (entre los cuales yo me encuentro), el vicio pesa, pero lo contrabalancean con el placer o cualquiera otra circunstancia, y lo sufren y a él se prestan, a cierto coste, por lo mismo viciosa y cobardemente. Sin embargo, acaso pudiera imaginarse una desproporción tan lejana, en que el vicio fuera ligero y grande el placer que recabara, por donde justamente el pecado podría excusarse, como decimos de lo útil; y no sólo hablo aquí de los placeres accidentales de que no se goza sino después del pecado cometido, como los que el latrocinio procura, sino del ejercicio mismo del placer, como el que ayuntándonos con las mujeres experimentamos, en que la incitación es violenta, y dicen que a veces invencible. Hallándome días pasados en las tierras que uno de mis parientes posee en Armaig-nac conocí a un campesino a quien todos sus vecinos llaman el Ladrón, el cual relataba su vida por el tenor siguiente: como hubiera nacido mendigo y cayera en la cuenta de que con el trabajo de sus manos no llegaría jamás a fortificarse contra la indigencia, determinó hacerse ladrón, y en este oficio empleó toda su juventud, con seguridad cabal, merced a sus fuerzas robustas, pues recolectaba y vendimiaba las tierras ajenas con esplendidez tanta que parecía inimaginable que un hombre hubiera acarreado en una noche tal cantidad sobre sus costillas; cuidaba además de igualar y dispersar los perjuicios ocasionados, de suerte que las pérdidas importaran menos a cada particular de los robados. En los momentos actuales vive su vejez, rico, para un hombre de su condición, gracias a ese tráfico que abiertamente confiesa; y, para acomodarse con Dios, a pesar de sus adquisiciones, dice que todos los días remunera a los sucesores de los robados y añade que si no acaba con su tarea (pues proveerlos a un tiempo no le es dable), encargará de ello a sus herederos en razón a la ciencia, que el solo posee, del mal que a cada uno ocasionara. Conforme a esta descripción, verdadera o falsa, este hombre considera el latrocinio como una ac-ción deshonrosa, y lo detesta, si bien menos que la indigencia; su arrepentimiento no deja lugar a duda; mas considerando el robo, se-gún su escuela, contrabalanceado y compensado, no se arrepiente en modo alguno. Este proceder no constituye la costumbre que nos incorpora al vicio y con él conforma nuestro entendimiento mismo, ni es tampoco ese viento impetuoso que va enturbiando y ce-gando a sacudidas nuestra alma y nos precipita, como asimismo a nuestro juicio, en las garras del vicio.

Ordinariamente realizo yo por entero mis acciones y camino como un cuerpo de una sola pieza; apenas tengo movimiento que se oculte y aleje de mi corazón y que sobre poco más o menos no se conduzca por consentimiento de todas mis facultades, sin división ni sedición intestinas: mi juicio posee íntegras la culpa o la alabanza, y si de aquélla me di cuenta una vez, en lo sucesivo lo propio me aconteció, pues casi desde que vine al mundo es uno, con idéntica inclinación, con igual dirección y fuerza; y en punto a opiniones universales, desde mi infancia que coloqué en el lugar donde había de mantenerme en lo sucesivo. Hay pecados impetuosos, prontos y súbitos (dejémoslos a un lado), mas en esos de reincidencia, deliberados y consultados, pecados de complexión o de profesión y oficio, no puedo concebir que permanezcan plantados tan dilatado tiempo en un mismo ánimo sin que la razón y la conciencia de quien los posee los quiera constantemente y lo mismo el entendimiento; y el arrepentimiento de que el pecador empedernido se vanagloria hallarse dominado en cierto instante prescrito, es para mí algo duro de imaginar y de representar. Yo no sigo la secta de Pitágoras, quien decía «que los hombres toman un alma nueva cuando se acercan a los simulacros de los dioses para recoger sus oráculos», a menos que con esto no quisiera significar la necesidad de que sea extraña, nueva y prestada para el caso, puesto que la nuestra tan pocos signos ofrece de purifica-ción condignos con ese oficio.

Hacen los pecadores todo lo contrario de lo que pregonan los preceptos estoicos, los cuales nos ordenan corregir las imperfecciones y los vicios que reconocemos en nosotros, pero nos prohíben alterar el reposo de nuestra al-ma. Aquéllos nos hacen creer que sienten disgustos y remordimiento internos, mas de enmienda, corrección, ni interrupción nada dejan aparecer. La curación no existe si la carga del mal no se ceba a un lado; si el arrepentimiento pesara sobre el platillo de la balanza, arrastraría consigo la culpa. No conozco ninguna cosa tan fácil de simular como la devoción, si con ella no se conforman las costumbres y la vida; su esencia es abstrusa y oculta, fáciles y engañadoras sus apariencias.

Por lo que a mí incumbe, puedo en general ser distinto de como soy; puedo condenar mi forma universal y desplacerme de ella; suplicar a Dios por mi cabal enmienda y por el perdón de mi flaqueza natural, pero entiendo que a esto no debo llamar arrepentimiento, como tampoco a la contrariedad de no ser ar-cángel ni Catón. Mis acciones son ordenadas y conformes a lo que soy y a mi condición; yo no puedo conducirme mejor, y el arrepentimiento no reza con las cosas que superan nuestras fuerzas, sólo el sentimiento. Yo imagino un número infinito de naturalezas elevadas y mejor gobernadas que la mía, y sin embargo no enmiendo mis facultades, del propio modo que ni mi brazo ni mi espíritu al-canzaron vigor mayor por concebir otra naturaleza que los posea. Si la imaginación y el deseo de un obrar más noble que el nuestro acarreara el arrepentimiento de nuestras culpas, tendríamos que arrepentirnos hasta de las acciones más inocentes, a tenor de la excelencia que encontráramos en las naturalezas más dignas y perfectas, y querríamos hacer otro tanto. Cuando reflexiono, hoy que ya soy viejo, sobre la manera como me conduje cuando joven, reconozco que ordinariamente fue de un modo ordenado, según la medida de las fuerzas que el cielo me otorgó; es todo cuanto mi resistencia alcanza. Yo no me alabo ni dignifico; en circunstancias semejantes sería siempre el mismo: la mía no es una mancha, es más bien una tintura general que me ennegrece. Yo no conozco el arrepentimiento superficial, mediano y de ceremonia; es preciso que me sacuda universalmente para que así lo nombre; que pellizque mis entrañas y las aflija hasta lo más re-cóndito cuanto necesario sea para comparecer ante el Dios que me ve, y tan íntegramente.

Por lo que a los negocios respecta yo dejé escapar muchas ocasiones excelentes a falta de dirección adecuada; mis apreciaciones, sin embargo, fueron bien encaminadas, según el cariz que los acontecimientos presentaron; lo mejor de todo es tomar siempre el partido más fácil y seguro. Reconozco que en mis deliberaciones pasadas, conforme a mi regla procedí cuerdamente, conforme a la cosa que se me proponía, y haría lo mismo de aquí a mil años en ocasiones semejantes. Yo no mi-ro en este particular el estado actual de las cosas, sino el que mostraban éstas cuando sobre ellas deliberaba: la fuerza de toda determinación radica en el tiempo; las ocasiones y los negocios ruedan y se modifican sin cesar. Yo incurrí en algunos groseros y tras-cendentales errores durante el transcurso de mi vida, no por falta de buen dictamen sino por escasez de dicha. Existen lados secretos en los objetos que traemos entre manos, e inadivinables, principalmente en la naturaleza de los hombres; condiciones mudas y que por ningún punto se muestran, a veces desconocidas para el mismo que las posee, que se producen y despiertan cuando las ocasiones sobrevienen; si mi prudencia no las pudo penetrar ni profetizar, no por ello quiero mal a mi prudencia; la misión de ésta se mantiene dentro de sus límites: si el acontecimiento me derrota, si favorece el partido que había yo rechazado, el suceso es irremediable, no me culpo a mi, culpo a mi mala fortuna y no a mi obra. Esto no se llama arrepentimiento.

Foción dio a los atenienses cierto consejo que no fue puesto en práctica, y como la cuestión que lo motivara aconteciese próspe-ramente contra lo que él previera, alguien le dijo: «Que tal, Foción, ¿estás contento de que los sucesos vayan tan a maravilla? -

Contentísimo estoy, contestó, de que haya ocurrido lo que hemos visto, pero no me arrepiento de mi consejo.» Cuando mis amigos se dirigen a mí para ser encaminados, les hablo libre y claramente sin detenerme, como casi todo el mundo acostumbra, puesto que siendo la cosa aventurada puede ocurrir lo contrario de mis previsiones, por donde aqué-

llos puedan censurar mis luces. Lo cual no me importa, pues errarán si tal camino siguen, y yo no debí negarles el servicio que me pedí-

an.

Yo no achaco mis descalabros e infortunios a otro, sino a mí mismo, pues rara vez me sirvo del consejo ajeno si no es por ceremonia, y bien parecer, salvo en el caso en que me son necesarios ciencia, instrucción o conocimiento de la cosa. Mas en aquellas en que sólo mi buen o mal entender precisa, las razones extrañas pueden servirme de apoyo pero poco a desviarme de mi camino: todas las oigo favorable y decorosamente, pero que yo recuerde no he creído hasta hoy más que las mías. A mi juicio, no son éstas sino moscas y átomos que pasean mi voluntad. Poco mérito hago yo de mis apreciaciones, mas tampoco estimo grandemente las ajenas. Con ello el acaso me paga dignamente, pues si no recibo consejos, doy tan pocos como recibo.

Si bien soy muy poco requerido, todavía soy menos creído, y no tengo nuevas de ninguna empresa pública o privada que mi parecer haya dirigido y encaminado. Aun aquellos mismos a quienes la casualidad había a ello en algún modo dirigido, se dejaron con mejor gana gobernar por otro cerebro con preferencia al mío. Como quien es tan celoso de los derechos de su tranquilidad como de los de su autoridad, prefiérolo mejor así. Dejándome de tal suerte, se procede conforme a mi albedrío, que consiste en establecerme y con-tenerme dentro de mí mismo. Me es agradable mantenerme desinteresado en los negocios ajenos y desligado de la salvaguardia de los mismos.

En toda suerte de negocios, cuando ya son pasados, de cualquier modo que hayan acontecido, tengo poco pesar, pues la consideración de que así debieron suceder aparta de mí el resentimiento. Helos ya formando parte del torrente del universo, en el encadena-miento de las causas según las doctrinas estoicas; vuestra fantasía no puede por deseo e imaginación remover un punto sin que todo el orden de las cosas se derribe, así el pasado como el porvenir.

Detesto además el accidental arrepentimiento a que la edad nos encamina. Aquel que en lo antiguo decía estar obligado a los años porque le habían despojado de los placeres voluptuosos, profesaba opiniones diferentes a las mías. Jamás estaré yo reconocido a la debilidad, por mucha calma que me procure: nec tam aversa unquam videbitur ab opere suo Providentia ut debilitas inter opti-ma inventa sit. Los apetitos son raros en la vejez; una saciedad intensa se apodera de nosotros cuando en ella ponemos nuestra planta, en la cual nada veo en que la conciencia tenga que ver: el dolor moral y la debilidad física nos imprimen una virtud cobarde y catarral. No debemos tanto y tan por completo dejarnos llevar por las alteraciones naturales que abastardeemos nuestro juicio.

El placer y la juventud no hicieron antaño que yo desconociera el semblante del vicio en la voluptuosidad, ni en el momento actual el hastío con que los años me obsequiaron hace que desconozca el de la voluptuosidad en el vicio: ahora que ya no estoy en mis verdes años, me es dable juzgar como si lo estuviera. Yo que la sacudo viva y atentamente encuentro que mi razón es la misma que gozaba en la edad más licenciosa de mi vida, si es que con la vejez no se ha debilitado y empeo-rado; y reconozco que oponerse a internarme en ese placer por interés de mi salud corporal, no lo hará como antaño no lo hizo por el cuidado de la salud espiritual. Por verla fuera de combate no la juzgo más valerosa: mis tentaciones son tan derrengadas y morteci-nas, que no vale la pena que la razón las combata; con extender las manos las conju-ro. Que se la coloque frente a la concupiscencia antigua y creo que tendrá menos fuerza que antaño para rechazarla de las que entonces desplegaba. No veo que mi discernimiento juzgue de la voluptuosidad diferentemente de como antaño juzgaba; tampoco encuentro en ella ninguna claridad nueva, por donde caigo en la cuenta de que si hay convalecencia, es una convalecencia maleada. ¡Miserable suerte de remedio el de deber la salud a la enfermedad! No incumbe a nuestra desdicha cumplir este oficio sino a la bienandanza de nuestro juicio. Nada se me obliga a hacer por las ofensas y las aflicciones si no es maldecir-las; éstas sólo mueven a las gentes que no se despiertan sino a latigazos. Mi razón camina más libremente en la prosperidad, al par que está mucho más distraída y ocupada en digerir los males que los bienes: yo veo con claridad mayor en tiempo sereno; la salud me gobierna más alegre y útilmente que la enfermedad. Avancé cuanto pude hacia mi reparación y reglamento cuando de ellos tenía que gozar: me avergonzaría el que la miseria e infortunio de mi vejez hubiera de ser prefe-rida a mis buenos años, sanos, despiertos y vigorosos, y que hubiera de estimárseme no por lo que fui, sino por lo que dejó de ser.

A mi entender es el «vivir dichosamente», y no como Antístenes decía «el morir dichosamente», lo que constituye la humana felicidad. Yo no aguardé a sujetar monstruosa-mente la cola de un filósofo a la cabeza de un hombre ya perdido, ni quise tampoco que es-te raquítico fin hubiera de desaprobar y desmentir la más hermosa, cabal y dilatada parte de mi vida: quiero presentarme y dejarme ver en todo uniformemente. Si tuviera que recorrer lo andado, viviría como hasta ahora he vivido; ni lamento el pasado, ni temo lo venidero, y, si no me engaño, mi existir anduvo por dentro como por fuera. Uno de los primordiales beneficios que yo deba a mi buena estrella, consiste en que en el curso de mi estado corporal cada cosa haya acontecido en su tiempo: vi las horas, las flores y el fruto, y ahora tengo la sequía delante de mis ojos, dichosamente, puesto que es natural que así suceda. Soporto los males con dulzura, porque en la época vivo de sufrirlos, y además porque traen halagüeñamente a mi memoria el recuerdo de mi larga y dichosa vida pasada. Análogamente, mi cordura puede muy bien haber sido de la misma índole en el tiempo pasado y en el presente, pero entonces era más fuerte, y mostraba un continente más gracioso, fresco, alegre e ingenuo; ahora la veo baldada, gruñona y traba-josa. Renuncio, por consiguiente, a estas enmiendas casuales y dolorosas. Necesario es que Dios toque nuestro ánimo; preciso es que nuestra conciencia se enmiende por sí misma, mediante, el refuerzo de nuestra razón y no con el ayuda de la debilidad de nuestros apetitos: la voluptuosidad no es en esencia pálida ni descolorida porque la adviertan ojos engañosos y turbios.

Debe amarse la templanza por ella misma y por respeto al Dios que nos la ordenó, como asimismo la castidad; la que los catarros nos prestan, y que yo debo al beneficio de mi có-