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Si bien David Hume (1711-1776) suele ser conocido y valorado principalmente por su obra filosófica, él se consideró siempre un escritor y como tal destacó entre sus contemporáneos. Su amplio abanico de intereses y sus vastos conocimientos le llevaron a ocuparse en sus obras de carácter moral -en su sentido etimológico: referido a las 'costumbres' o 'hábitos'- de cuestiones más humildes, pero a menudo presentes en la vida cotidiana (los caracteres, la superstición, la avaricia, el divorcio, la conformidad...), que iluminó con su experiencia y un buen juicio excepcional. En esta selección de sus Ensayos morales, todos ellos de amena lectura, Hume se revela como un pensador muy adelantado a su época que defiende, por ejemplo, un matrimonio basado en la igualdad, o bien opiniones en torno al suicidio y la inmortalidad del alma muy discordantes con el sentimiento religioso común en su época.
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Seitenzahl: 237
Veröffentlichungsjahr: 2023
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David Hume
Ensayos morales
Selección, traducción, introducción y notasde Carlos Mellizo
Prólogo
Del amor y el matrimonio y otros ensayos morales
El epicúreo
El estoico
El platónico
El escéptico
De la superstición y el fanatismo
De la poligamia y los divorcios
Del estado mediano en la vida
Del amor y el matrimonio
De la avaricia
De los prejuicios morales
Sobre el suicidio
Sobre la delicadeza de gusto y de pasión
Sobre la dignidad o miseria de la naturaleza humana
Sobre la inmortalidad del alma
Sobre la impudencia y la modestia
Créditos
Prácticamente toda la obra filosófica en la que se contienen los puntos fundamentales del pensamiento de David Hume (1711-1776) ha sido ya vertida al castellano. Además de ello, también contamos ahora con una apreciable bibliografía crítica en español que ha contribuido de modo notable a remediar la relativamente escasa atención –escasa, cuando menos, si es comparada con la que han recibido en España otros maestros de la filosofía europea– que durante tanto tiempo había suscitado Hume en los ámbitos culturales del mundo hispánico. Hume es ahora autor estudiado y comentado de manera habitual entre nosotros. Este interés se ha ampliado a su labor como autor de piezas ensayísticas compuestas con un alto propósito literario y merecedoras, aun hoy, de cuidadosa lectura. Una edición española de los Ensayos Políticos, traducidos por Enrique Tierno Galván (Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1955), vino en su día a ofrecernos por primera vez un buen ejemplo de ese capítulo de la obra humeana. Una nueva selección de Ensayos Políticos, traducidos por César Armando Gómez con estudio preliminar de Josep M. Colomer, apareció en la Colección Clásicos del Pensamiento de la Editorial Tecnos, Madrid, 1987. Posteriormente, al menos otras dos colecciones de textos ensayísticos se han publicado en los últimos años: Sobre el suicidio y otros ensayos, selección y prólogo de Carlos Mellizo (Alianza Editorial, Madrid, 1988) y Disertación sobre las pasiones y otros ensayos morales, en edición bilingüe de José Luis Tasset Carmona (Anthropos Editorial, Madrid, 1990.) El propósito de la presente antología es reeditar en nueva traducción algunos de los ensayos más significativos, y añadir otros hasta ahora inéditos en lengua española.
Suele olvidarse que Hume se consideró a sí mismo escritor y que fue precisamente por sus virtudes literarias por lo que destacó más entre sus contemporáneos y por lo que –siempre con las excepciones de rigor– mereció el elogio tanto de sus amigos como de sus adversarios. Hombre de la Ilustración, Hume poseyó un saber enciclopédico, como se manifiesta en la enorme variedad de asuntos que fueron objeto de su interés. Sólo su voluminosa Historia de Inglaterra, considerada todavía como clásico ejemplo de prosa en lengua inglesa, bastaría para dar razón del vasto caudal de conocimientos generales que hicieron de él uno de los hombres mejor informados de toda una época. Hay en sus textos abundante evidencia de que estaba familiarizado con los autores clásicos y con la obra de los más señalados escritores ingleses, franceses, italianos y españoles. Mas a pesar de su constante dedicación al estudio y a la faena especulativa y literaria, la imagen de Hume no se aviene bien con la del pensador solitario y huraño. Muy al contrario, mostró siempre David Hume una clara predilección por la vida en compañía y por el trato social, distinguiéndose de manera singular por su talante de «hombre de mundo» favorecido por los círculos de la alta sociedad de su siglo. Sorprende un poco descubrir en su persona y en su obra rasgos que mucho lo asemejan, por traer aquí un caso de todos conocido, a lo que en el pensamiento español significó la figura de Ortega. Aunque el paralelismo no debiera llevarse más allá de lo permisible, son evidentes ciertas similitudes en el estilo humano de ambos pensadores y en lo que vino a ser la idea de sus misiones respectivas. Buena prueba de ello la podrá encontrar el lector en algunos de estos ensayos.
Tras la publicación, en 1739, del Tratado de la naturaleza humana, obra que, a decir del propio autor, «nació muerta de la imprenta sin alcanzar siquiera la distinción de suscitar un murmullo entre los fanáticos», experimentó Hume con nuevas formas de composición. La Investigación sobre el entendimiento humano (1748) se aparta del sistematismo del libro de juventud para convertirse de hecho en una serie de piezas filosóficas inconexas entre sí, largos ensayos sin la intención de dar a la obra la estructura cerrada de un trabajo unitario. Más adelante también intentaría Hume el género dialogal, la narración histórica y, lo que ahora más nos importa, la disertación y el ensayo breve, género este último popularizado en Inglaterra por Addison, Steele y otros colaboradores asiduos de las revistas literarias de la época. Siempre cabe observar en Hume una firme voluntad didáctica, no solamente manifiesta en sus escritos que hoy consideramos fundamentales, sino observable también en su general misión de hombre de letras empeñado en establecer contacto con el gran público y de ofrecerle vías de orientación, algunas de ellas poco o nada novedosas, hondamente arraigadas en el mundo de los valores clásicos. Hume escribía excepcionalmente bien. La sencillez y la elegancia configuran el estilo de sus ensayos, siempre libres de tecnicismos innecesarios y también de excesivos ornamentos de expresión. El encanto de la prosa humeana radica en la economía de lenguaje y en la precisión conceptual, combinadas con un agudo sentido del ritmo, de la frase acabada y armónica.
Los cuatro textos con que se abre esta selección –«El epicúreo», «El estoico», «El platónico» y «El escéptico»– vienen a ser cuatro lecciones de filosofía moral en las que se resumen los programas de pensamiento práctico anunciados por el título de cada ensayo. Hume no asume en estas piezas el papel de crítico imparcial que trata de enjuiciar objetivamente y desde fuera las respectivas ideas que acerca de la vida humana y de la felicidad presentan las mencionadas escuelas; lo que hace es hablar en cada caso por boca de un representante de las mismas, apropiándose como suyas las preferencias morales del hablante de turno. Siguiendo método parecido al empleado en sus Diálogos sobre la religión natural, Hume deja que cada personaje se exprese libremente y que el lector saque sus propias conclusiones. Pero como también sucede en los Diálogos, el autor no puede esconder del todo sus verdaderas preferencias. Es clara, por ejemplo, su predilección por la visión del mundo que se propone en «El escéptico» y que viene a ser una formulación popular de los propios principios humanos. Y es también de señalar la ambivalencia que se observa en los ensayos «El epicúreo» y «El estoico». Siguiendo el método aludido, en «El epicúreo» Hume habla como epicúreo; en «El estoico», como estoico. Cabe preguntarse si no sería posible conciliar ambos extremos y si no es precisamente eso lo que Hume está proponiéndonos. El epicúreo entiende que el valor máximo de la conducta humana es el de la espontaneidad natural; cree que los principios de una moral reflexiva basada en reglas de fría y desapasionada racionalidad quizá sean válidos en el orden de la teoría, pero que el intento de llevarlos a la práctica revelaría pronto lo absurdo de su condición, pues hay algo mucho más fuerte que ellos: toda esa serie de impulsos y resortes que la naturaleza misma ha implantado en nosotros. Según el epicúreo, la autodisciplina interior que el moralista reflexivo trata de imponerse va contra las tendencias naturales o, cuando menos, trata de dirigirlas o educarlas mediante procedimientos no espontáneos. Quizá el argumento de mayor peso que el epicúreo puede emplear para dar justificación a su postura es el de hacernos ver que un estado de felicidad natural no puede concebirse como algo contrario al libre flujo de las cosas. La felicidad, se dice en «El epicúreo», implica «tranquilidad, contento, reposo y placer; no vigilancia, cuita y fatiga».Es más, cualquier intento por domesticar los instintos sería, según la moral epicúrea, algo contrario a nuestros naturales deseos de dicha y sólo tendría como resultado hacer que la mente se hundiera en la más profunda «tristeza y depresión», en ese estado de letargo y melancolía en que se ve necesariamente sumergida el alma «cuando se la priva de ocupaciones y gozos externos a ella».Esta parte del manifiesto epicúreo no anda lejos de coincidir con algunas consideraciones morales más genuinamente humeanas. En la Investigación sobre los principios de la moral, Hume destaca la condición superior de aquellos hábitos e instintos naturales que promueven el orden social, la felicidad pública y la expansión del individuo. Las virtudes sociales tienen para Hume un atractivo natural, y él las sitúa por encima de aquellas otras más privadas y menos útiles y gratas. Por eso los hábitos de la renuncia y la domesticación interior nunca le parecieron especialmente virtuosos. Como es sabido, hasta llega a tildar de «viciosas» las represiones que él juzgaba productos típicos de la religión. El celibato, el ayuno, la mortificación, la negación de sí mismo, el silencio, la soledad y toda la serie de virtudes monásticas embotan, según Hume, el entendimiento, endurecen el corazón, oscurecen la imaginación y agrían el carácter. Con justicia, por tanto, cabría ponerlas en el catálogo de los vicios.
Una pregunta que, según pienso, no se ha formulado con la frecuencia debida, es la de si, a pesar de todo, en el contexto de una moral epicúrea cabría asignar alguna función a las virtudes reflexivas de la moderación, la continencia, la modestia, etcétera. En «El epicúreo» se alude muy directamente a este particular, pero en lenguaje tan alegórico y florido que quizá no se haya reparado suficientemente en el sentido profundo del texto. En la alegoría humeana, la Virtud viene en ayuda del Placer. Cuando los sentidos del epicúreo estaban casi saturados de experiencias placenteras, la virtud y, muy especialmente, la virtud que es fruto de la reflexión introduce en el disfrute de los placeres un elemento moderador para que dichos placeres resulten más atractivos y duraderos.
Tu presencia –dice el epicúreo dirigiéndose a la Virtud– ha devuelto el color a la rosa y al fruto su sabor […]. Animado por tu gozosa presencia, reanudaré de nuevo el festín del que, por querer disfrutarlo en exceso, mis sentidos habían estado a punto de saciarse.
En la alegoría humeana, el Placer y la Virtud son la cara y cruz de una misma moneda. En una suerte de addo dum minuo, el virtuoso epicúreo encuentra en la moderación de sus pasiones una prolongación de su vida placentera.
El estoico, por su parte –como indica Hume en el ensayo dedicado a exponer los principios de esta otra escuela moral– entiende que sólo en el ejercicio de la mente, «la parte más noble de la naturaleza humana», es posible dar sabor a la vida. Y es la tarea de cultivar esa mente nuestra, moderar nuestras pasiones e ilustrar nuestra razón, la ocupación más placentera y felicitaria que puede imaginarse. Para el estoico no es concebible el placer si éste se cifra en la «ciega guía del apetito y el instinto». Dirigiéndose a quienes se empeñan en salir de sí mismos para encontrar de este modo la felicidad, el estoico sentencia con firmeza:
No necesito decirte que por esta ansiosa búsqueda de placer te expones más y más a los accidentes de la fortuna y fijas tus afectos en objetos externos que pueden serte arrebatados en un momento por un golpe de mala suerte. […] Puedo probarte que, incluso en medio de tus lujosos placeres, eres infeliz; y que por un exceso de lujo y desenfreno eres incapaz de disfrutar de lo que la próspera fortuna todavía te permite poseer.
In interiore hominis, parece estar diciendo el estoico, habitat felicitas. Pero tampoco en la actitud estoica se reduce todo a la reflexión y el retraimiento. El estoico sabe, dice Hume, «que ni la verdadera sabiduría ni la verdadera felicidad pueden encontrarse en esa malhumorada apatía». Y cuando se trate de hacer cosas para bien del prójimo o de entregarse a los gozos del amor físico, el estoico no renunciará a esos impulsos, sólo que los atenderá teniendo siempre presentes sus reflexiones sobre la virtud y la conveniencia de conducir la propia vida en consonancia con los buenos afectos. Es así, mediante esa mezcla de reflexión y de acción, como se logra la máxima felicidad.
¡Qué satisfacción –exclama Hume– cuando [el estoico] mira dentro de sí mismo y ve que las pasiones más turbulentas han dado paso a la armonía y la concordia, y que todo sonido chirriante se ha desvanecido ante esta música encantadora!
La purificación de las pasiones ad extra, mediante la virtuosa reflexión ad intra: ahí se encuentra el secreto de la felicidad. Pero ante esta lección estoica que Hume resume de modo tan elocuente, surge la pregunta: ¿no era también ése, siquiera en cierto modo, el ideal epicúreo? Adoptando terminología orteguiana cabría decir que tanto el ensimismamiento como la alteración hacen acto de presencia en ambas opciones morales. De esta fusión de contrarios fue consciente Hume, como siglos después lo sería también el propio Ortega cuando nos dice que la esencia del estado feliz consiste en «salir de nosotros mismos, huir de este espectáculo del yo agarrotado y paralítico. Y envidiamos a los seres ingenuos cuya conciencia parece verterse íntegra en lo que están haciendo, en el trabajo de su oficio, en el goce de su juego o de su pasión. La felicidad es estar fuera de sí –pensamos»2. Aclara Ortega que «en ese estar fuera de sí consiste precisamente el vivir espontáneo, el ser, y que, al entrar dentro de sí, el hombre deja de vivir y se encuentra frente a frente con el lívido espectro de sí»3. Vivir espontáneamente nos abre la puerta al ser que somos y a la felicidad que buscamos: tal parece ser la recomendación orteguiana. Mas cuando estábamos dispuestos a emparentarla con la más radical y utópica exterioridad supuestamente epicúrea, damos con otro texto de importancia crucial para matizar y entender a derechas lo que Ortega nos está diciendo4. Se afirma allí, en primer lugar, que, en efecto, «el hombre es primaria y fundamentalmente acción». Pero esa acción «no es un cualquier andar a golpes con las cosas en torno o con los otros hombres; eso es infrahumano, eso es alteración. La acción es actuar sobre el contorno de las cosas materiales o de los otros hombres conforme a un plan preconcebido en una previa contemplación o pensamiento». La alteración pura es, por tanto, una aberración, cualesquiera sean los objetos a los que se dirige. Mas también lo es el absoluto intelectualismo ensimismado. Ni pura reflexión ensimismada, ni pura alteración insensata. Ése es también, en su caracterización de la moral epicúrea y de la moral estoica, el mensaje de fondo que Hume nos comunica en esos ensayos.
Otros dos textos de la presente colección merecen especial comentario. «Sobre el suicidio» y «Sobre la inmortalidad del alma» son probablemente los dos opúsculos de Hume que suscitaron en su día mayor controversia. Jamás llegaron a publicarse en el Reino Unido en vida de su autor.
El 12 de junio de 1775, en carta dirigida desde Edimburgo a su amigo y editor Andrew Millar, habla Hume por primera vez de un manuscrito titulado Cuatro disertaciones, indicando su deseo de darlo a la imprenta. A la accidentada historia editorial de ese volumen debe vincularse la peripecia padecida por ambos ensayos5.
En su carta a Andrew Millar dice Hume lo siguiente:
Dispongo de cuatro disertaciones breves que he guardado conmigo por algunos años para pulirlas lo más posible. Una de ellas es la que Allan Ramsey le mencionó a usted6. Otra es sobre las Pasiones; la tercera sobre la Tragedia, y la cuarta es sobre la Geometría y sobre la Filosofía Natural. Creo que, en conjunto, darían para un volumen cuya extensión sería una cuarta parte más breve que la Investigación67, según puedo calcular ahora. Pero sería apropiado imprimirlo en un tipo más grande para darle la misma medida y venderlo al mismo precio. Quisiera verlo publicado a comienzos del año nuevo, y le ofrezco su propiedad por cincuenta guineas, a abonar en el momento de su publicación […]. Sería para mí más conveniente que el libro se imprimiese aquí, especialmente una de las Disertaciones, en la que hay mucho de ejercicio literario; pero como el manuscrito es claro y preciso, no me sería imposible corregir las pruebas aunque se imprimiese en Londres.
Las Cuatro disertaciones, que fueron aceptadas por Millar, debieron componerse entre los años 1749 y 1751, tras regresar Hume de Viena a Turín8.
Admitida por Millar la propuesta de Hume, decidió éste, después de enviarle el manuscrito, suprimir el último ensayo –el relacionado con cuestiones de Geometría– y sustituirlo por otros dos. La decisión de no dar a la imprenta el ensayo en cuestión fue explicada por Hume años más tarde, en carta a William Strahan, sucesor de Andrew Millar en el negocio editorial. La carta, fechada en 1772 –cuatro años antes de la muerte del autor– cuenta que, antes de que el trabajo llegara a imprimirse, conoció Hume a lord Stanhope, casado con una lejana pariente suya, y le dio a leer el original. Stanhope, matemático de cierta reputación, leyó el ensayo humeano y vio en él «algún defecto en la argumentación o en la expresión», circunstancia que convenció a Hume de que el trabajo debería suprimirse9.
En cualquier caso, los dos ensayos que Hume envió a Millar en sustitución del titulado «Sobre la Geometría y la Filosofía Natural»fueron, precisamente, «Sobre el suicidio» y «Sobre la inmortalidad del alma». Lo que originalmente debería haber sido un volumen de cuatro disertaciones se convirtió, así, en una colección de cinco.
En su carta a William Strahan aclara Hume que el envío de estos dos ensayos se hizo por insistencia de Millar, ya que el volumen necesitaba completarse de alguna manera tras la supresión del texto sobre cuestiones de Geometría. A finales de 1755 el libro llegó a imprimirse bajo el título: Five dissertations, to wit, The Natural history of religion. Of the passions. Of tragedy. Of suicide. Of the immortality of the soul. Sin embargo, apenas estuvieron compuestos los primeros ejemplares, Hume cambió de parecer. Leemos en su referida carta a William Strahan:
[Los ensayos] fueron impresos. Pero en cuanto esto sucedió, me volví atrás y Mr. Millar estuvo de acuerdo conmigo en suprimirlos […]. En su lugar escribí un nuevo ensayo sobre la norma del gusto [On the Standard of Taste]. Mr. Millar me aseguró que todas las copias habían sido destruidas, excepto una que había enviado a Sir Andrew Mitchell y que yo sabía que estaba segura bajo su custodia10.
De hecho, como más tarde puntualiza Hume en la misma carta, otras copias de las Cinco disertaciones trascendieron al público, y algunas circularon subrepticiamente en el extranjero, para disgusto de su autor.
Mas aunque fue el propio Hume quien, persuadido de la oportunidad de publicar en vida esos trabajos, decidió eliminarlos del volumen, desde un principio corrió el rumor entre los círculos literarios de Inglaterra y Escocia que dicha supresión había sido realizada por orden de la autoridad pública. Fueron, indudablemente, los admiradores y entusiastas de Hume quienes se encargaron de difundir la especie durante los años inmediatamente posteriores a la muerte del filósofo. En 1777 (Hume falleció en agosto de 1776) un articulista de la Gentleman’s Magazine, defendiendo los principios de la libertad de expresión, se lamentaba de que el ensayo «Sobre el suicidio» hubiese sido prohibido por las autoridades. En 1784, la misma revista insistía en la cuestión y añadía el dato de que Hume se había visto forzado a retirar los dos ensayos tras haber sido intimidado con amenazas de procesamiento.
¿Fueron las razones expuestas por Hume en su carta a William Strahan la verdadera y única causa de que ambas piezas fuesen retiradas de la circulación? ¿Debemos, por el contrario, prestar crédito a la versión que atribuye esas supresiones a motivos que, aun siendo opuestos a la voluntad de Hume, acabaron por imponerse sobre sus deseos?
E. C. Mossner aduce otros testimonios que ayudan a aclarar algo las cosas. Los de mayor peso están relacionados con dos personalidades de la época que jugaron un papel importante en la vida de Hume y cuya aversión al filósofo se manifestó en numerosas ocasiones. En abril de 1767, el profesor de Aberdeen James Beattie escribió una alegoría contra Hume titulada «El castillo del escepticismo». En ella, un personaje habla de suicidarse de un pistoletazo, y añade que va a ir «en busca de un caballero que, según me han dicho, ha escrito un ingenioso tratado (aunque no ha podido publicarlo todavía, por miedo a la picota) en el que ha probado la mortalidad del alma y la legalidad, conveniencia y utilidad del suicidio». La alusión a los dos ensayos es evidente, y parece darse crédito, esta vez proviniendo de un enemigo de Hume, al rumor de que fueron retirados por temor a públicas represalias. En fecha posterior, Beattie, en carta dirigida a Mrs. Elizabeth Montague, dice saber que «Mr. Hume imprimió dos ensayos hace muchos años, uno para probar la legitimidad del suicidio, y otro para demostrar la mortalidad del alma»; y que aunque «estos ensayos se imprimieron, fueron suprimidos por el editor tras haber recibido éste un mensaje de amenaza del Canciller Hardwicke».
Pero la prueba mejor documentada en favor del carácter forzoso de las supresiones de ambos ensayos es proporcionada por el doctor William Warburton, clérigo de profesión, personaje poco simpático que, andando el tiempo, llegaría a ocupar el obispado de Gloucester. Warburton es autor de una carta dirigida al reverendo Thomas Balguy, capellán del St. John’s College de Cambridge, en la que se hace temprana referencia a la suerte que corrieron ambos escritos. La carta está fechada el 14 de febrero de 1756. Encontrada y publicada por Mossner11, se dice en ella lo siguiente:
Hume había impreso un pequeño volumen que fue suprimido, quizá para siempre, sobre el origen de la Religión, sobre las Pasiones, sobre el suicidio y sobre la inmortalidad. El volumen fue puesto en mis manos, y encontré en él un total abandono de todo principio virtuoso y de toda fuerza filosófica. Creo que Hume tuvo miedo de un procesamiento, y con razón: porque el Juez del Tribunal Supremo está ahora dispuesto a defender vigorosamente los principios religiosos de la sociedad. Se ha dado cuenta de que existe una tolerancia demasiado generosa –de la que se ha abusado vergonzosamente– y el otro día me dijo que había decidido apoyarnos y defendernos. Yo le contesté que ya era hora. La persona que ha sido escogida para ser ahora procesada es un tal [Peter] Annet, maestro de escuela en Toser Hill, la más perdida de todas las criaturas de dos piernas12.
De cómo llegó a manos de Warburton el ejemplar de las Disertaciones, nada puede decirse con seguridad, aunque lo más probable es que fuese el propio editor, Andrew Millar, quien sin conocimiento de Hume decidiera obtener el visto bueno de una influyente autoridad eclesiástica antes de distribuir el libro. Señala Mossner que por aquellas fechas andaba el celoso clérigo en tratos para publicar una serie de escritos bajo el sello editorial de Millar.
La versión de Warburton es corroborada en lo sustancial por otro texto, esta vez de William Rose, uno de los editores de la Monthly Review y gran admirador de Hume. En 1784, Rose publicó en su revista una nota sobre los dos ensayos prohibidos. Se dice allí que «Sobre el suicidio» y «Sobre la inmortalidad del alma»,
fueron escritos por Mr. Hume; que hace treinta años formaron parte de un volumen que fue anunciado para la venta por Mr. Millar; que antes del día fijado para su publicación, varias copias fueron entregadas a algunos amigos del autor, siempre impaciente por conocer lo que había salido de su pluma; que un noble Lord que todavía vive amenazó con procesar a Mr. Millar si publicaba los ensayos […]; que el autor, como valiente veterano en la causa de la infidelidad, no fue intimidado en absoluto por esta amenaza, pero que el pobre librero se asustó enormemente hasta tal punto que ordenó que se retiraran todos los ejemplares que habían sido distribuidos, y, con alguna dificultad, logró convencer a Hume para que sustituyera con otras piezas los ensayos que al noble Lord le habían parecido objetables; que, nadie sabe cómo, unos cuantos ejemplares llegaron a circular clandestinamente en el extranjero, vendiéndose a un alto precio […]13.
En vista de los testimonios anteriores, incluyendo el del propio Hume, cabría, pues, concluir, con la provisionalidad necesaria, que el libro de las Cinco disertaciones no fue retirado de la circulación por orden directa de la autoridad, aunque hubo sin duda presiones ejercidas sobre Hume y Andrew Millar para impedir que la obra se distribuyese. Aunque no merece la pena alargarse más en esto, creo de interés mencionar la sugerencia de Mossner, según la cual quizá fuese Adam Smith quien en mayor medida contribuyó a convencer a Hume de la inoportunidad de dar al público al menos uno de los ensayos, «Sobre el suicidio». Sea ello como fuere, el libro se imprimió, publicó y distribuyó, con las sustituciones pertinentes, a finales de 1757 con el título: Four Dissertations: I. The Natural History of Religion. II. Of the Passions. III. Of Tragedy. IV. Of the Standard of Taste. De la edición «secuestrada», en la cual se incluían en lugar del último ensayo las dos disertaciones proscritas, se hizo en Francia una traducción parcial, fechada en 1770 y atribuida al barón de Holbach, que formó parte de una colección de misceláneas filosóficas. Una primera edición inglesa de ambas disertaciones se publicó póstumamente en 1777.
Dos palabras sobre el contenido de ambos escritos. «Sobre el suicidio», pieza que, según pienso, debe tomarse más como intento de actualización del sentir clásico que como nueva doctrina moral, reúne una serie de razonamientos de orden ético, teológico y social que Hume utiliza para dar justificación y coherencia a la conducta del suicida. En ningún punto del ensayo se alude a la posibilidad de que el suicidio sea muchas veces simple y trágico episodio final de una fase depresiva del individuo, o resultado más o menos previsto (hoy impedido en gran medida por la moderna medicina y por la eficacia de la nueva farmacología) de una enfermedad mental crónica. Es éste, ciertamente, un lenguaje que no se solía emplear en tiempos de Hume. La noción que el ensayo trata de rebatir –la idea del suicidio como ofensa contra Dios, contra el prójimo o contra uno mismo– ha sido sustituida desde hace ya tiempo por la noción de desorden psíquico. Lo mismo ha sucedido, por fortuna, con muchos de los que secularmente se habían considerado pecados. La reducción de la esfera de la maldad humana ha sido el gran logro moral de la ciencia moderna, no por haber conseguido que los seres humanos sean mejores, sino por haber dado otro nombre a sus desvaríos y haber tratado de entenderlos. Es muy probable que un Hume nacido siglo y medio más tarde hubiera adoptado de buen grado ese criterio liberador.
Desde su propia perspectiva histórica, el principal motivo que llevó a Hume a tratar asunto tan extremo como el suicidio fue, como es obvio en el contexto del ensayo, combatir ese elemento de superstición que cabe descubrir en la religiosidad popular y que suele ser la cara esclavizadora de todas las religiones. Hume no supo ver otra o, por lo menos, no llegó a experimentar con la misma intensidad los posibles efectos favorables de la religión. Las pruebas metafísicas, morales y físicas que han sido propuestas a favor de la inmortalidad del alma son destruidas, en la segunda de las piezas que hemos mencionado, con argumentaciones basadas en la razón natural y en los principios de la observación empírica: no hay argumento o analogía que nos permita probar un modo de existencia que jamás hemos visto y que en nada se parece a lo que la experiencia nos presenta; queda tan sólo el recurso a la Revelación Divina tal y como ésta se manifiesta en el Evangelio. Hume, en el párrafo final del ensayo, expresa en términos inequívocos la necesidad de recurrir a esa fuente para encontrar un apoyo que pueda garantizar la validez de «tan grande e importante verdad». Que el propio Hume fuera o no fuera en lo íntimo de su espíritu un sincero creyente en el mensaje evangélico, es asunto marginal a la intención filosófica del ensayo. Ésta conlleva, en primer lugar, un implacable ataque al clericalismo como algo ajeno al verdadero ejercicio de la fe en un orden sobrenatural; y, más significativamente, una actitud fideísta que de uno u otro modo aparece con frecuencia en otras partes de la obra humeana. A pesar de que difícilmente podría proclamarse a Hume campeón de la causa religiosa, es un hecho que, paradójicamente, sus declaraciones de fideísmo tuvieron serias repercusiones en pensadores de hondo temperamento religioso. El credo quia absurdum, la disolución racional y la invalidación del conocimiento metafísico son principios escépticos que subyacen bajo ciertas formas de cristianismo y que posibilitan una teoría fideísta cuyo ejemplo máximo habría de buscarse en Kierkegaard y cuyas ramificaciones posteriores en el pensamiento de Unamuno son sobradamente conocidas.
Las veintisiete piezas incluidas originalmente en los dos volúmenes de los Essays Moral and Political
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