Entre el deseo y el deber - Un griego cruel - Hija de la tormenta - Janette Kenny - E-Book

Entre el deseo y el deber - Un griego cruel - Hija de la tormenta E-Book

Janette Kenny

0,0
6,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Ómnibus Bianca 458 Entre el deseo y el deber Janette Kenny Cuando el jefe de Gemma Cardone es hospitalizado y Stefano Marinetti, el hijo con el que Cesare se peleó cinco años atrás, se hace cargo de la empresa naviera, Gemma se siente atrapada entre el deber y el deseo. Su deber: la relación de Gemma con el padre de Stefano es totalmente inocente pero llena de secretos, razón por la que Stefano sospecha que es la amante de su padre. Y ella no puede contarle la verdad porque eso destrozaría a la familia Marinetti. Su deseo: Gemma nunca ha conocido a un hombre tan decidido, tan guapo o tan intenso como Stefano y se derrite cuando está con él. Aunque sabe que Stefano la desprecia, entre las sábanas las cosas cambian… Un griego cruel Kate Walker Sadie Carteret y Nikos Konstantos estuvieron locamente enamorados y habían planeado casarse y fundar una poderosa dinastía. Pero la combinación de placer y negocios terminó con sus sueños. Nikos fue acusado de haber pretendido casarse con Sadie por su dinero y su apellido, y la familia de ésta se dedicó en cuerpo y alma a acabar con él. La boda se canceló y Nikos y Sadie no volvieron a verse. Pero ahora Nikos ha recuperado su imperio y, convertido en un millonario sin escrúpulos, está decidido a limpiar su nombre y a exigir lo que le corresponde. Hija de la tormenta Lindsay Armstrong Rescatada durante una terrible tormenta, la sensata y discreta Bridget se dejó seducir por el guapísimo extraño que le había salvado la vida. Pero ella no supo que su salvador era multimillonario y famosísimo hasta que leyó los titulares de un periódico. El misterioso extraño no era otro que Adam Beaumont, heredero del imperio minero Beaumont. Ahora, Bridget tenía que encontrar las palabras, y el valor, para decirle que su relación había tenido consecuencias.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 517

Veröffentlichungsjahr: 2023

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 458 - septiembre 2023

© 2010 Janette Kenny Entre el deseo y el deber Título original: Innocent in the Italian’s Possession

© 2009 Kate Walker Un griego cruel Título original: The Konstantos Marriage Demand

© 2010 Lindsay Armstrong Hija de la tormenta Título original: One-Night Pregnancy Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1180-016-7

Sumário

 

Portada

Créditos

Entre el deseo y el deber

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Un griego cruel

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

 

Un griego cruel

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

 

Promoción

Capítulo 1

Gemma Cardone corría por las calles de Viareggio hacia la naviera Marinetti, con el corazón acelerado y los nervios de punta. Las campanas de la iglesia dieron las seis, el eco distante pero claro en el silencio de la mañana toscana.

Desde que empezó a trabajar en Viareggio nueve meses antes siempre había disfrutado del agradable paseo hasta la oficina y los grandes ventanales del edificio le recordaban el puente de Cinque Terre, desde el que se veía un cielo interminable, el mar de Liguria y los acantilados.

En el antiguo pueblo de Manarolo, donde ella había nacido, los viejos edificios subían por los acantilados como agarrándose a la pared; los mismos acantilados en los que crecían unas magníficas uvas que usaban para hacer un vino que no se podía encontrar en otro sitio.

Era un sitio pequeño, remoto y más viejo que el propio tiempo. Las calles eran estrechas y había escalones por todas partes, pero cuando no estaba allí lo echaba de menos porque en Manarolo había una paz que no encontraba en ningún otro sitio.

Allí, en Viareggio, un pueblo costero cerca de Cinque Terre por mar, era todo lo contrario. Tenía bonitas playas, pero también era una zona industrial llena de astilleros y con más turistas de los que ella había visto nunca en Manarolo, aunque fuese el mes de agosto.

Gemma suspiró, preocupada. Todos los días iba a la oficina deseando ponerse a trabajar, pero no aquel día.

Una semana antes, la mujer de Cesare había perdido la vida en un trágico accidente de tráfico que lo había llevado a él al hospital. La naviera Marinetti estaba cerrada desde entonces, de luto por la signora Marinetti y por respeto a la familia.

Gemma estaba nerviosísima desde el funeral, preocupada por el infarto que mantenía a Cesare hospitalizado. Era lógico que los empleados se preguntasen cuándo volvería a la oficina. ¿Quién se encargaría de llevar la naviera hasta entonces?

La respuesta había llegado a las cinco de la mañana, cuando Cesare la llamó por teléfono desde el hospital.

–No tengo mucho tiempo para hablar –la voz de su jefe era apenas un suspiro.

–¿Cómo estás?

–Los médicos dicen que necesito un bypass –Cesare dejó escapar un largo suspiro de resignación–. La naviera abrirá hoy, pero yo no volveré al trabajo en varias semanas.

–Sí, claro –dijo ella, entristecida–. ¿A quién vas a poner en la dirección?

–Mi hijo se hará cargo de la empresa.

¿Su hijo? ¿Cesare había llamado al hijo que le había dado la espalda cinco años antes? ¿El que no lo llamaba nunca ni iba a visitarlo porque estaba demasiado ocupado haciendo de playboy?

–Lo he confesado todo, Gemma, y ahora vivo para lamentarlo. Debes ir a la oficina ahora mismo para retirar los documentos en los que se habla de mi hija y de ti. Llévatelos a casa y escóndelos bien. No puedo dejar que se sepa la verdad... Stefano especialmente no debe saber nada.

Cesare tenía razón. Si el secreto se hacía público, aparte del dolor para la familia Marinetti, se crearía un problema para la naviera. Y no quería ni pensar en lo que sería de la hija de Cesare.

–No te preocupes –le dijo–. Yo me encargaré de todo.

–Grazie. Ten cuidado con Stefano y no le digas cuándo piensas ir a Milán.

Gemma recordaba esa advertencia mientras corría hacia la oficina. Los bares y los cafés aún estaban cerrados, pero no tardarían mucho en abrir. ¿Qué otras sorpresas le depararía aquel día?

Mientras subía al despacho de Cesare, los tacones de sus sandalias repiqueteaban en el suelo de madera al mismo ritmo que su corazón.

Sencillamente, no podía fracasar en aquel encargo. No podía fallarle a Cesare después de todo lo que habían pasado juntos.

El ruido de una puerta cuando estaba llegando al final del pasillo hizo que Gemma se detuviera, pálida, aguzando el oído.

No veía a nadie, pero estaba segura de haber oído algo. Ninguno de los empleados había llegado todavía. De hecho, no había ninguna razón para que fuesen tan temprano.

Debía de ser el guardia de seguridad haciendo su ronda, pensó. Sí, tenía que ser eso.

Aun así, Gemma recorrió los metros que le faltaban con el corazón en un puño. No podía dejar que la viese nadie porque le harían preguntas que no podía responder y jamás había sido capaz de contar una mentira de manera convincente.

Entró en el despacho de Cesare y pulsó el interruptor de la luz con dedos temblorosos antes de dirigirse a la caja fuerte.

A pesar del fresco de la mañana, tenía la frente cubierta de sudor. La blusa, de color coral, se pegaba a sus pechos y la falda azul marino se le había torcido con la carrera, pero no podía arreglarse la ropa. No había tiempo.

Los Marinetti habían sufrido suficiente, pero temía lo que pudiera pasar cuando el hijo de Cesare se hiciera cargo de la empresa.

Por lo que había oído, Stefano Marinetti era implacable en los negocios y un mujeriego fuera de la oficina. Y, después de verlo en el funeral, intuía que los rumores eran ciertos.

Sí, era alabado por su capacidad para tomar decisiones rápidas y ganar millones, pero también era un conocido mujeriego que no se había molestado en visitar a sus padres en cinco años. En su opinión, no había sitio allí para él.

Recordar el último titular que había leído sobre Stefano hizo que frunciese el ceño. El hijo de Cesare ganaba millones, mientras la naviera Marinetti tenía que esforzarse para poder pagar a los empleados.

Los rivales de Cesare decían que estaba acabado y, aunque ella sabía la verdad, no podía divulgar dónde había ido su fortuna.

Nerviosa, empezó a girar la rueda de la caja fuerte, el único sonido en el despacho los latidos de su corazón y el tictac del reloj de la pared.

Pero al oír voces en el pasillo se detuvo durante un segundo. Eran dos hombres...

A toda velocidad, y con el corazón en la garganta, Gemma sacó de la caja la carpeta que buscaba y la guardó en el bolso. Luego cerró la caja fuerte y salió del despacho de Cesare para entrar en el suyo. Podía oír pasos tras ella, pasos masculinos, impacientes.

No podía ser el guardia de seguridad y dudaba que fuese un empleado. No, casi con toda seguridad, el hombre que estaba a punto de entrar en el despacho era el hijo de Cesare Marinetti.

Gemma se dejó caer sobre el sillón, escondiendo el bolso bajo el escritorio a toda prisa. Lo había conseguido, ahora lo único que tenía que hacer era fingir que estaba muy ocupada...

La puerta se abrió entonces y un hombre alto con un traje de Armani entró en el despacho. Se detuvo de golpe y la miró con gesto de impaciencia, más o menos el mismo gesto que tenía durante el funeral de su madre.

Stefano Marinetti era una versión más joven y más leonina de su padre, con el pelo de color castaño, ondulado. Como había hecho en el funeral, la miró de arriba abajo con esos ojos de color café hasta hacer que Gemma sintiera un cosquilleo. Los hombres la habían mirado abiertamente muchas veces, pero nunca como lo hacía Stefano Marinetti, con aquel brillo carnal en los ojos.

Era un comportamiento totalmente inapropiado incluso para un italiano. No sólo la desnudaba con la mirada, sino que parecía estar haciéndole el amor.

Haciendo un esfuerzo, Gemma llevó aire a sus pulmones. Un error, porque al hacerlo respiró el aroma de su colonia masculina, una mezcla erótica de especias que la hizo tragar saliva.

Odiaba la atracción que sentía por él, pero no podía evitarlo. Era una locura humillante, pero adictiva.

No podía ni imaginar cómo iba a trabajar con aquel hombre hasta que Cesare saliera del hospital. No podría hacerlo... pero tampoco podía hacer otra cosa.

Entonces recordó la promesa que le había hecho a Cesare... y a Rachel. Y el recuerdo de la niña en el hospital le dio fuerzas para mirar a Stefano a los ojos.

Su presencia dominaba la habitación por completo, de modo que no habría podido apartar la mirada aunque quisiera. Las revistas tenían razón, sus rasgos clásicos podrían rivalizar con los de las estatuas romanas. Tenía una expresión intensa, sensual.

E impaciente.

Mirándolo podía imaginar a un gladiador romano venciendo a sus rivales. O a un dios rodeado de vestales.

Era un empresario famoso que exudaba carisma y atractivo y lo utilizaba cuando quería. Como estaba haciendo en aquel momento.

Stefano era un predador peligroso que estaba allí por una razón: para usurpar el puesto de Cesare. Y no debería olvidarlo.

–Buongiorno, signor Marinetti. No he tenido oportunidad de darle el pésame por la triste muerte de su madre.

Él asintió con la cabeza, mirando alrededor.

–¿Dónde está Donna?

–Donna se retiró el año pasado.

–¿Y cuándo la contrataron a usted?

–Hace un año.

–Ah, ya veo –murmuró él, mirándola de una forma que la hizo sentir vulnerable e inadecuada, lo cual no era una sorpresa ya que ella nunca podría ser el tipo de un arrogante millonario como él–. ¿Y su nombre es?

–Gemma Cardone, soy la secretaria personal de Cesare.

–¿Y suele venir a trabajar tan temprano?

–No –contestó ella, porque de haber dicho otra cosa Stefano sabría que estaba mintiendo.

Además de arrogante y autoritario, era un hombre muy observador. Durante el funeral de su madre lo había visto mirando a todo el mundo, como tomando nota.

Entonces no había mostrado ninguna emoción... no, eso no era cierto, parecía enfadado, como el Etna a punto de estallar.

Nunca se había sentido tan atraída por un hombre a primera vista, pero había pensado que era una tontería hasta que él entró en el despacho.

Stefano Marinetti era peligroso y Gemma tuvo que hacer uso de toda su fortaleza para seguir sonriendo.

–Sabía que habría correo atrasado y muchas llamadas que devolver. Mucha gente ha escrito o llamado para dar el pésame y preguntar por la salud de Cesare...

–Me alegro de que haya tomado la iniciativa en este momento tan delicado.

–En realidad, Cesare me ha pedido que lo hiciera.

–¿Cesare la ha llamado por teléfono?

–Sí, anoche.

–Los médicos le han dicho que debe descansar.

–Fue una llamada muy breve –le aclaró Gemma–. Sólo hablamos durante unos minutos.

–¿Mi padre le ha dicho que le informe de mis actividades?

–No –contestó ella, sorprendida–. ¿Debería hacerlo?

Stefano Marinetti esbozó una sonrisa.

–¿Mi padre la llama señorita Cardone o Gemma?

–Cesare prefiere un ambiente de trabajo informal, de modo que nos tuteamos.

Algo que él sabría si no le hubiera dado la espalda a su padre cinco años atrás.

Sus facciones parecían hechas de granito, de modo que no podía saber qué estaba pensando. Pero daba igual, ella estaba allí para ayudar a Cesare, no a su hijo.

Cesare Marinetti había necesitado ayuda durante los últimos nueves meses, pero aquel hombre no había aparecido por allí. ¿Sabría Stefano de los problemas económicos de su padre? Debía de haber oído los rumores al menos y él, con sus millones, debería haberse ofrecido a ayudarlo.

Pero no, había esperado hasta que Cesare estuvo en el hospital para hacer su aparición.

Se quedaría allí por su jefe, pensó Gemma. Pero sospechaba que iba a ser difícil contener su temperamento delante de aquel arrogante.

–Muy bien, Gemma –dijo él, pronunciando su nombre como una caricia–. Como mi padre y yo estamos de acuerdo en esto, lo mejor será que nos tuteemos. Dile al supervisor del astillero y a los jefes de departamento que los espero a todos en mi despacho a las dos en punto.

–¿Hoy?

–Hoy, sí. ¿Algún problema?

–No, en absoluto.

Stefano salió del despacho y Gemma dejó escapar un suspiro de alivio. ¿Pero cuánto duraría?

Era un hombre guapísimo, viril. Y un arrogante que se había hecho cargo de la empresa colocándola a ella en una posición muy precaria.

Eso era en lo que debía concentrarse, en el hecho de que Cesare le había confiado su secreto a ella, no a su hijo.

Oh, Cesare... haría cualquier cosa por él. Ya lo había hecho, en realidad. Y haría lo que fuera.

La inesperada atracción por Stefano la había cegado temporalmente, pero la próxima vez que lo viese estaría más preparada.

–Scusi, Gemma... –Stefano asomó la cabeza en el despacho y ella hizo un esfuerzo por sonreír.

–Dime.

–¿Te importa ayudarme a hacer café? Nunca me sale bien.

¿Y pensaba que a ella sí? Gemma tuvo que morderse la lengua.

–Ahora mismo.

–Grazie.

Hacerle café... increíble, pensó, irritada. Aunque a Cesare se lo hacía todos los días.

–¿Cómo lo tomas?

–Solo, sin azúcar.

Eso no le sorprendió, pero no había esperado que la mirase de ese modo mientras se estiraba la falda. Era como si estuviera quitándosela con los ojos...

–Haces que parezca tan fácil –dijo Stefano cuando el rico aroma del café llenaba el despacho.

Gemma levantó la mirada y, de inmediato, tuvo que tragar saliva. ¿Estaba coqueteando con ella?

Sí, por supuesto que sí. Todos los hombres italianos coqueteaban y Stefano tenía fama de mujeriego.

–¿Necesitas algo más? –le preguntó, intentando mostrarse amable pero fría.

–No, por el momento no –respondió él, aunque el brillo de sus ojos contradecía esa respuesta.

Gemma salió del despacho con los hombros erguidos. ¿Cómo se atrevía a ser tan despreocupado un áticamente masculino un segundo después?

Seguramente encontraría alguna razón para interrumpirla cada cinco minutos. Estaba segura de ello.

De vuelta en su despacho, Gemma descolgó el teléfono para llamar a los jefes de departamento. Todos le preguntaron cuándo volvería Cesare y algunos expresaron su preocupación sobre lo que pasaría si se retiraba o moría.

Esto último hizo que se le encogiera el corazón. No había pasado mucho tiempo desde que perdió a su padre en un accidente de barco y no quería ni pensar en perder a Cesare. Pero estaba preocupada por él, una preocupación que no la dejaba dormir.

Meses antes, Cesare le había confiado que su hijo y él llevaban años sin hablarse. Y no había tenido que decirle cuánto lo disgustaba eso.

Cesare quería mucho a su hijo menor, pero las ideas de Stefano sobre la dirección que debía tomar la naviera Marinetti no coincidían con las de Cesare y su hijo mayor, de modo que se había marchado de la compañía para abrir una por su cuenta.

Qué curioso que hubiera vuelto para hacerse cargo de la empresa en aquel momento, cuando Cesare no podía defenderse. Gemma esperaba que no quisiera aprovecharse de la enfermedad de su padre para hacer las cosas a su manera. ¿No empezaría a hacer cambios drásticos...?

El intercomunicador sonó en ese momento, un sonido discordante que turbó la calma que tan desesperadamente intentaba encontrar.

–Sí, signor Marinetti.

–Stefano –le recordó él–. Necesito que vengas un momento.

–Enseguida.

Gemma se levantó del sillón y, de nuevo, intentó estirar su falda antes de entrar en la guarida del león cuaderno y bolígrafo en mano.

Stefano se había quitado la chaqueta y la había tirado sobre el sofá. Incluso se había remangado la camisa y aflojado la corbata, dejando los gemelos sobre el escritorio como si estuviera dispuesto a trabajar de verdad. Pero seguía pareciendo más un playboy que un ejecutivo.

Una mata de vello oscuro asomaba por el cuello de la camisa, el mismo vello oscuro de sus fuertes y fibrosos antebrazos, con un reloj Gucci en la muñeca.

Todo en él hablaba de dinero y sofisticación. Era el típico millonario extravagante, todo lo contrario a Cesare.

Hasta nueve meses antes, la naviera Marinetti había conseguido beneficios construyendo barcos y ferrys, pero algunos decían que estaba anticuada.

Últimamente, Gemma había oído rumores según los cuales estaban al borde de la bancarrota y eso dolía porque era verdad.

Ella sabía que Cesare se había visto obligado a recortar beneficios y, si pudiera, le devolvería el dinero que había insistido en que aceptara.

Pero el dinero había desaparecido y su única fuente de ingresos era ahora su salario. Y sin Cesare llevando el negocio, ¿cuánto tiempo aguantarían?

La semana anterior le había confesado que había tenido que vender parte de sus acciones a Canto di Mare para poder pagar a los empleados. Apenas tenía control sobre su propia empresa, era lógico que le hubiera fallado el corazón.

Sin decir una palabra, Gemma se sentó frente al escritorio, dispuesta a tomar notas. Aunque estaba contando los días hasta el regreso de Cesare.

–Voy a tener que dividir mi tiempo entre Marinetti y mi propia empresa –dijo Stefano, echándose hacia atrás en el sillón.

De modo que sólo estaría allí a tiempo parcial... estupendo, pensó Gemma. Seguramente ya estaba aburrido del negocio de su padre.

Cesare Marinetti era de la vieja escuela y sus horarios de trabajo eran más bien relajados. Todo allí se hacía con lenta precisión, como se había hecho durante generaciones.

Incluso muchos de los empleados eran hijos de antiguos empleados, ¿pero qué sabía Stefano de todo eso? Él le había dado la espalda a su familia porque no le interesaban las tradiciones ni la forma de llevar el negocio de su padre.

–Como mi secretaria está de vacaciones –siguió él–, tú me ayudarás también en mi oficina.

¿Qué? Lo diría de broma. Gemma no tenía intención de estar a sus órdenes, especialmente teniendo que hacer tantas cosas por Cesare en Milán. Eso era lo más importante.

–Lo siento, pero es imposible. Yo trabajo aquí.

Capítulo 2

La boca que Gemma había admirado antes, a su pesar, esbozó una sonrisa que le encogió el estómago. Sabía incluso antes de que él dijese una palabra que acababa de desafiar al león.

–Tu trabajo está donde yo decida –anunció Stefano–. Mi padre tendrá que guardar cama antes y después de la operación, de modo que no puede hacerse cargo de nada. Ni siquiera de los asuntos personales.

Esta última frase hizo que Gemma sintiese un escalofrío. Estaba diciéndole que no se acercase a Cesare. De hecho, era sorprendente que Cesare hubiera podido ponerse en contacto con ella.

Al menos había conseguido sacar los archivos de la caja fuerte a tiempo, pensó. Tenía que guardarlos hasta que saliera del hospital y los guardaría con su vida.

–¿Está prohibido ir a visitarlo? –le preguntó, angustiada al pensar en la niña que esperaba a Cesare en Milán.

No podían abandonarla. Si Cesare no podía cuidar de ella, Gemma tendría que hacerlo. Pero para eso tendría que alejarse de Stefano y, considerando que pensaba llevársela de una oficina a otra, ir a Milán podría ser difícil.

–Puedes visitar a mi padre –respondió Stefano, acariciando su fuerte mandíbula con el pulgar, como si se lo estuviera pensando– después de la operación.

El brillo de sus ojos le decía que sospechaba algo. ¿Podría saber algo sobre su relación especial con Cesare? ¿Habría descubierto el secreto de su padre?

No, imposible, habían sido muy discretos. Cesare se había gastado una fortuna para que nadie supiera nada en el hospital.

Stefano estaba haciéndose el duro con la esperanza de que cometiese un error. Pues muy bien, había llegado el momento de recordarle que ella trabajaba para la naviera Marinetti y no para él, de modo que su empresa sería algo secundario.

Gemma se levantó, sujetando su cuaderno como un escudo.

–Cesare quería que preparase una lista detallada de los contratos que tenemos para el próximo año. Si has terminado, me gustaría ponerme a trabajar.

–¿Esa lista será incluida en la carpeta para el nuevo accionista?

–Sí –contestó ella, incómoda bajo su penetrante mirada.

–Entonces puede esperar.

–No, no puede esperar. Cesare me dejó muy claro que ese informe debía estar terminado hoy mismo.

–Y yo te digo que puede esperar.

Gemma hizo una mueca de disgusto.

–Puede que a ti te importe un bledo la naviera Marinetti, pero hasta que alguien me diga lo contrario mi jefe es Cesare y no tú.

Después de decirlo se arrepintió. Podría haberse escondido bajo una mesa porque ella nunca, jamás, se dejaba llevar por las emociones en la oficina. Pero Stefano Marinetti parecía saber cómo sacarla de quicio.

Si se marchaba, Cesare no tendría a nadie de su lado en la oficina. Tendría que revelar su secreto y enfrentarse con las consecuencias. Y una niña sería expuesta públicamente como hija ilegítima.

Este último pensamiento la dejó sin aire. Ella había sido objeto de escarnio durante su infancia y no le deseaba eso a una niña inocente. Además, le había dado a Cesare su palabra de que seguiría adelante con el trabajo.

–Disculpa, no quería hablarte en ese tono.

Stefano estaba jugando con un bolígrafo y Gemma tuvo la impresión de que le gustaba jugar con sus adversarios, especialmente con ella.

Era la ayudante personal de Cesare Marinetti y, además de gustarle su trabajo, adoraba a su jefe. Él había dejado de hablarse con Cesare años antes. Hasta aquel momento, cuando Cesare estaba incapacitado. ¿Estaba allí para ayudarlo o tendría una agenda oculta?

–Veo que defiendes a mi padre con uñas y dientes.

–Sencillamente intento hacer mi trabajo.

–Estás haciendo mucho más que eso.

Gemma no se engañó a sí misma pensado que era un cumplido porque sabía que no lo era. Sencillamente, se agarró a la esperanza de que contratase a una secretaria temporal y la dejase hacer su trabajo sin interrumpirla.

–Yo sé por qué no quieres trabajar para tu padre.

–¿Ah, sí? ¿Y cuál es la razón?

Gemma levantó la barbilla, negándose a acobardarse.

–Tu rivalidad con tu hermano y tu negativa a aceptar órdenes de Cesare.

Stefano la miró, en silencio, durante unos segundos.

–¿Mi padre te ha contado eso?

–Me contó algo... el resto me lo contaron otras personas cuando empecé a trabajar aquí.

–Cotilleos –dijo él, levantándose del sillón–. La mujer de mi hermano fue la culpable de que me marchase de aquí.

Aquello empezaba a ser demasiado personal, pensó Gemma.

–Mira, no tienes que contarme...

–Antes de casarse con mi hermano era mi amante –siguió Stefano, como si no la hubiera oído–. Creyéndome enamorado, la llevé a casa para presentarle a mis padres, pero ella decidió que mi hermano era mejor partido ya que iba a heredar la compañía. Y Davide no tuvo el menor reparo en acostarse con ella a mis espaldas.

Gemma lo miró, perpleja.

–Por eso te fuiste de aquí –murmuró, casi sin darse cuenta–. No podías soportar verla con tu hermano.

–Ésa fue la razón principal por la que me marché. Pero hubo otros desacuerdos sobre la dirección de la empresa y los proyectos de futuro. ¿Estás satisfecha?

–Siento mucho que tu hermano y tu novia te traicionasen.

–No quiero su compasión, señorita Cardone –replicó él, fulminándola con la mirada.

–Muy bien, de acuerdo. ¿Puedo marcharme ya?

–Encárgate de esa lista que estás tan dispuesta a terminar.

Gemma estaba a punto de escapar cuando él la detuvo:

–Tráeme esa lista cuando la hayas terminado. Quiero revisarla antes de entregarla a mi departamento de administración.

No eran tanto sus palabras como la certeza que había en su tono lo que la llenó de temor. Y cuando se volvió para replicar lo encontró mirándola como si pudiera devorarla entera y disfrutar en el proceso.

Gemma irguió los hombros, decidida a no dejarse asustar.

–¿Por qué va a revisar otra persona las cuentas de Cesare cuando aquí tenemos nuestro propio departamento de contabilidad? –le preguntó.

–Muy sencillo: porque yo soy el propietario de Canto di Mare.

Ella tardó un momento en procesar la noticia.

–¿Tú eres el nuevo socio de Marinetti?

Él asintió con la cabeza.

–Y ahora, si me perdonas, tengo trabajo que hacer. Espero esa lista antes de las tres.

Gemma volvió a su despacho con el corazón encogido. Stefano no le estaba haciendo un favor a su padre encargándose de la empresa mientras él estaba en el hospital... no, él tenía intereses en la naviera. Y eso la hizo temblar de rabia.

Estaba segura de que quería vengarse de su padre. ¿Era por eso por lo que Cesare le había pedido que guardara el secreto con su vida? ¿Temía lo que pudiera hacer su hijo si descubría la verdad?

Sólo había una manera de conseguir respuestas para esas preguntas y, sencillamente, no podía arriesgarse. El futuro de una niña estaba en juego. Si Cesare no había tenido tiempo de revisar su testamento... bueno, entonces ella misma tendría que hacerse cargo de Raquel.

Y también tendría que controlar su reacción ante aquel italiano arrogante e inflexible que la afectaba como no debería.

Stefano era accionista de la naviera, de modo que estaba a su merced. Y, costase lo que costase, debía llevarse bien con él porque había mucho en juego.

Stefano Marinetti observó a la tentadora secretaria saliendo del despacho y esbozó una sonrisa de admiración. Su padre tenía muy buen gusto, desde luego.

Gemma, con su ondulado pelo rubio y su piel blanca pero bronceada por el sol, era una chica muy atractiva. Sus ojos eran del mismo azul misterioso que el mar Egeo y su boca parecía suplicar que un hombre la besara.

Sí, su apellido era italiano pero sabía que tenía sangre inglesa. Su madre había ido a Italia tal vez en busca de un marido rico, pero se había casado con un simple pescador. Aunque su familia y sus orígenes le importaban un bledo.

Una pena que aquella rubia hubiera clavado sus garras en su padre cuando estaba más débil.

Stefano apartó a Gemma de sus pensamientos mientras llamaba al departamento de contabilidad. Para entonces, todo el mundo en la compañía sabría que él ocupaba el sillón de su padre.

Y había llegado el momento de ponerse a trabajar.

–Buongiorno, Umberto –dijo Stefano, cuando el hombre al que conocía desde niño contestó al teléfono.

–¿Stefano? Buongiorno –respondió Umberto, sorprendido–. Me alegro de que hayas vuelto a la compañía.

–Estoy echando un vistazo a los documentos de contabilidad y necesito tu ayuda. El mes pasado mi padre retiró una cantidad importante de la cuenta de la empresa...

Al otro lado de la línea oyó un ruido de papeles. ¡Papeles, cuando deberían usar ordenadores!

–Sí, Cesare pidió una cantidad de dinero... –Umberto le dijo la cantidad y la fecha.

Stefano apretó los dientes. Era el mismo día que su padre y Gemma habían ido juntos a Milán.

–¿Y sabes para qué quería ese dinero?

–Yo no acostumbro a preguntar, Stefano.

–Sí, claro. Gracias, Umberto.

Había empezado a investigar el viernes anterior, pero sólo había descubierto esa retirada de dinero. En los últimos nueve meses, su padre había hecho varios viajes a Milán y siempre con Gemma Cardone. Y en cada ocasión retiraba una cantidad importante de dinero.

Evidentemente, para pagar «los servicios» de Gemma como amante. Y, considerando que ganaba un ás que adecuado, debía de ser buenísima en la cama.

Ese pensamiento lo turbó más de lo que debería.

Pero Gemma era una mujer deseable y él era un italiano de sangre caliente a quien le encantaban las mujeres.

Eso era todo y no habría nada más. El no volvería a caer en las garras de una buscavidas.

Furioso, Stefano golpeó el escritorio con el puño. Gemma lamentaría haberle sacado dinero a su padre y haberle hecho tanto daño a su madre. Aún podía oír el dolor y la furia en su voz cuando lo llamó una semana antes del accidente en el que perdió la vida.

–He sido humillada públicamente –le había dicho–. ¡Estaba de compras con tu tía Althea y cuando iba a pagar en una de las tiendas me dijeron que mi cuenta estaba bloqueada!

Stefano podía imaginar cómo había ardido su sangre siciliana.

–¿Y qué ha dicho papá?

–Que no son buenos tiempos y que no me lo había dicho antes porque no quería preocuparme, pero yo sé que es mentira. El viejo tonto tiene una amante. Después de treinta y tres años de fidelidad, de repente decide tener una amante.

–¿Estás segura de eso?

–Totalmente –había contestado su madre–. Desde que contrató a esa mujer hace nueve meses, apenas me presta atención.

Esa mujer era Gemma Cardone, con su inocente sonrisa y su cuerpo seductor.

–¿Sospechas de una secretaria?

–Trabajan juntos todo el día, van juntos de viaje todos los meses. Cesare dice que no tiene intención de ampliar el negocio, ¿entonces qué significan esos viajes a Milán?

Stefano no tenía ni idea, pero las sospechas de su madre lo habían convencido para que echase un vistazo en los asuntos de Cesare. Y había sido muy fácil encontrar los viajes a Milán. Cada mes, Gemma y él iban al mismo hotel y se alojaban en una suite durante tres o cuatro días. Tenían una aventura, estaba seguro.

Tal vez su padre necesitaba una mujer joven para sentirse viril de nuevo. Esas cosas pasaban, pero Stefano no pensaba tolerar que engañase a su madre.

Si Cesare Marinetti necesitaba una amante, tendría que hacer concesiones a su esposa para calmar su orgullo herido.

En cuanto a él, no pensaba dejar que una buscavidas arruinase la empresa familiar. Pero un accidente de coche una semana antes había terminado con la vida de su madre y había estado a punto de matar a su padre también.

Stefano apoyó las manos sobre el escritorio, furioso. Había dos cosas fundamentales en su agenda: conseguir que la naviera Marinetti volviese a tener beneficios y despedir a Gemma Cardone.

Su padre debía de estar loco por ella. Y era lógico porque Gemma era más tentadora de lo que había imaginado. A pesar de saber lo que era, ni él mismo era capaz de controlar el deseo que sentía por ella. Un deseo más explosivo que la lava del Etna, más ardiente que la sangre siciliana que había heredado de su madre y que exigía venganza. Podía controlar su rabia, pero no podía controlar el deseo que sentía por Gemma y esa admisión lo enfurecía.

Ninguna mujer había tenido tanto poder sobre él. Ni siquiera la preciosa chica a la que había llevado a casa de sus padres. Entonces se sentía inseguro de su amor por ella y del amor de ella por él...

Pero no sabía que era una buscavidas hasta que sedujo a su hermano. Qué ironía que hubiera conseguido más de haberse quedado con él.

Pero había aprendido la lección y no volverían a engañarlo, especialmente la amante de su padre.

Gemma Cardone había roto el corazón de su madre y había hecho quedar a su padre como un tonto. Pero a él no le haría lo mismo.

Sin embargo, aunque deseaba vengarse, sabía que un rápido castigo no sería suficiente. No, Gemma Cardone sufriría como había sufrido su madre durante las últimas semanas de su vida.

Stefano se acercó a la ventana para mirar los astilleros de la naviera Marinetti, una empresa que había pertenecido a su familia durante varias generaciones. Los Marinetti construían barcos de calidad. Como su padre y su abuelo antes que él, Cesare había seguido una sencilla receta para conseguir el éxito: los pescadores necesitaban barcos y los puertos necesitaban ferrys. Y no veía razón alguna para desviarse de ese plan o ampliar el negocio.

Stefano sí. Él soñaba con tener un gran imperio.

Quería construir naves ecológicas. Ferrys, yates, barcos que surcasen los mares sin destruir el frágil medio ambiente.

Y el superyate sería la estrella de su compañía. Palacios flotantes para los más ricos, hechos a medida del cliente.

Su padre pensaba que esa idea era una adulteración de los principios en los que se basaba la empresa y se habían peleado por ello.

Cesare era millonario y se contentaba con moverse en cierto círculo, negándose a obedecer los caprichos de los más ricos. Y esperaba que Stefano siguiera sus pasos como los había seguido Davide.

De hecho, eran su hermano y él quienes más amargamente discutían. Por los negocios y por la mujer que se había interpuesto entre ellos.

Stefano no quiso ser el segundo en la cadena de mando cuando su padre se negó a considerar sus ideas... y menos teniendo que ver a su antigua novia embarazada de su hermano.

No le había roto el corazón, pero su orgullo se había llevado un buen golpe.

Y no lamentaba haber dejado el negocio familiar. Había hecho una fortuna por su cuenta y seguía haciéndola, pero le dolía que su padre no hubiera admitido su error y que no le hubiera felicitado en los últimos cinco años.

Suspirando, apoyó la cabeza en el cristal de la ventana. El orgullo le había impedido volver incluso tras la trágica muerte de su hermano y su familia.

Pero ahora estaba allí.

Stefano miró la puerta del despacho de Gemma con expresión impaciente. La naviera Marinetti había conseguido seguir haciendo negocio durante esos años, pero todo había cambiado.

Y había cambiado cuando su padre contrató a Gemma Cardone. Fue entonces cuando empezó a gastarse más dinero en ella que en la compañía, cuando miles y miles de euros se habían esfumado.

Stefano volvió al escritorio y se dejó caer sobre el sillón que había ocupado su padre durante tanto tiempo, abriendo el informe que le había pasado su contable. Él odiaba la mentira y Gemma había engañado a su padre.

Y debía ser tratada como merecía.

Sin esperar más, pulsó el botón del intercomunicador.

–Ven un momento, Gemma.

–Sí, ahora mismo.

¿Había detectado una nota de irritación en su voz?

Le alegraba que estuviera molesta por tener que obedecer sus órdenes. Quería que se ganara su sueldo trabajando.

–¿Necesitas algo? –le preguntó ella desde la puerta, con el cuaderno en la mano.

«Una compensación». La sangre de Stefano se calentó mientras admiraba esas curvas.

«A ti, bella, te necesito a ti».

Aquella atracción lo irritaba sobremanera. A él le gustaban las mujeres sofisticadas que sólo querían una relación física. No tenía ni tiempo ni paciencia para soportar a mujeres manipuladoras.

Aunque Gemma Cardone lo miraba con una expresión de inocencia que resultaba sorprendente cuando él tenía pruebas de que era una buscavidas dispuesta a llevarse todo lo que pudiera.

No le sorprendería nada que quisiera enredarlo en su telaraña, pero eso no iba a pasar.

No lo seduciría como había seducido a Cesare Marinetti. Sería una pérdida de tiempo que intentase cazarlo porque él era inmune a las artimañas femeninas.

Había querido mirarla con gesto de desprecio, pero se encontró admirando cómo la blusa caía sobre sus pechos, cómo la falda se ajustaba a sus caderas...

La sangre se arremolinó entre sus piernas al imaginarse haciendo el amor con ella sobre el escritorio y tuvo que apretar los puños, humillado, porque su cuerpo no parecía responder a las órdenes de su cerebro.

Tal vez lo mejor sería cortar toda relación con ella. Así estaría libre de tentaciones y podría dedicar toda su atención a la empresa.

Pero despedirla sería como dejar que se fuera de rositas para practicar sus artimañas en alguna otra víctima. Además, si lo hacía pronto correrían rumores de que Cesare y Stefano Marinetti eran presas fáciles.

No, tenía que dar ejemplo con ella. Quería vengarse en nombre de su madre. No podía dejar que Gemma Cardone se saliera con la suya.

Su honor y su orgullo estaban en juego y no podía olvidarse del asunto. Tenía que humillarla públicamente, cuanto antes mejor.

Stefano señaló el sillón frente al escritorio, impaciente por terminar con aquello, pero su pulso se aceleró al ver unas largas y elegantes piernas que podrían agarrarse a los flancos de un hombre en un momento de pasión...

Maledizione! Él no quería pensar esas cosas.

Y, desde luego, no quería imaginarla haciendo eso mismo con su padre. La imagen lo enfureció.

Maldita fuera aquella buscavidas.

Maldita fuera aquella bella buscavidas.

–Quiero saber para qué has ido con mi padre a Milán una vez al mes durante los últimos nueve meses.

Ella se puso pálida, sus expresivos ojos azules clavados en él. Pero enseguida irguió los hombros, como dispuesta a defenderse.

–Eso es algo entre tu padre y yo.

–No, ya no –dijo Stefano, sorprendido al ver que lo miraba como si él fuera el culpable–. Soy uno de los principales accionistas de Marinetti y mi obligación es controlar beneficios y deudas.

Gemma parpadeó, nerviosa.

–¿Entonces vas a hacerte cargo de la empresa?

–No voy a discutir mis planes contigo. Estábamos hablando de tu papel en la vida de mi padre.

–Soy su ayudante personal, ya lo sabes.

Stefano hizo una mueca. Debía de pensar que era tan ingenuo como Cesare.

–¿Tú sabías que mi padre está prácticamente en la ruina?

–Sé que ha tenido dificultades económicas últimamente...

–Pero has seguido aceptando miles de euros cada mes, aunque ya no podía permitirse esos regalos.

Gemma tragó saliva.

–No eran regalos –dijo por fin.

–¿Entonces qué eran, señorita Cardone? ¿Un pago por servicios prestados?

Ella levantó la cabeza y lo fulminó con la mirada.

–¿Cómo te atreves a pensar que Cesare y yo somos algo más que amigos?

–No mientas.

–Estoy diciendo la verdad. Cesare es mi jefe y un buen amigo, nada más.

Stefano apoyó las manos en la mesa, irritado.

–¿Y dónde ha ido el dinero? Sé que no te lo has gastado en ropa o en un apartamento de lujo.

–¿Y cómo lo sabes?

–He visto el apartamento en el que vives y sé que ni siquiera tienes coche. Quiero que me diga la verdad, señorita Cardone. ¿Por qué mi padre te ha estado dando miles de euros al mes, aparte de tu sueldo?

Ella no pudo disimular que estaba temblando, como un ciervo acorralado por lobos.

–Es... un préstamo.

–Un préstamo –repitió él. Era mentira, estaba seguro. Pero no tenía la menor esperanza de que le contara sus secretos. Aún no, al menos–. ¿Y en qué términos te hizo ese préstamo?

Gemma parpadeó varias veces, evidentemente angustiada. Tal vez no se le había ocurrido que un préstamo había que pagarlo.

–Quedamos en que sería libre de intereses durante los primeros nueve meses, así que aún no he empezado a pagar. Cesare estaba de acuerdo en que podía esperar hasta que el hotel empezase a obtener beneficios.

Stefano arrugó el ceño porque su investigación había dado como resultado que Gemma era hija de un pescador de Cinque Terre. Su única familia era una abuela que vivía en Manarolo y un hermano que tenía un problema con el juego.

No sabía que fuera propietaria de un negocio.

–¿Qué hotel?

–Un pequeño hotel en Manarolo. Lleva muchos años en mi familia, pasando de madre a hija. Como mi madre murió hace tiempo, las propietarias somos mi abuela y yo. He hecho reformas con el dinero que Cesare me prestó y está empezando a dar beneficios.

Como era lógico, ya que había puesto una pequeña fortuna en esas reformas, pensó Stefano. Un dinero que le había robado a su padre.

–Los nueve meses han terminado. ¿Dónde está el contrato para que pueda revisarlo?

–Cesare y yo tenemos un acuerdo verbal –contestó ella.

–Eso habrá que remediarlo –Stefano tuvo la satisfacción de ver que se ponía colorada–. Le pediré a Umberto que redacte los documentos necesarios. ¿Te parece bien devolver la cantidad total en un plazo de tres meses, empezando el primer día del mes?

Entonces vio un brillo de inseguridad en sus ojos.

–Sí, claro.

Había aceptado demasiado rápido, pensó. Tal vez porque había guardado parte del dinero. Pero existía una posibilidad de que desapareciera sin dejar rastro...

Y no podía dejar que eso pasara. Gemma Cardone pagaría ese préstamo y había algo que parecía valorar por encima de todo.

–Como aval, yo me quedaré con el cincuenta por ciento del hotel hasta que hayas pagado el total del préstamo.

–¡No! –exclamó ella–. No puedes hacer eso.

–¿Tienes algo más que pueda servir como aval, alguna otra propiedad?

–No, no tengo nada.

–Entonces está decidido. ¿Trato hecho? –Stefano le ofreció su mano.

Gemma lo pensó durante unos segundos.

–Sí, de acuerdo.

Aunque Stefano Marinetti se enorgullecía de ser un amante apasionado, era aún mejor en los negocios.

Y aquello era un negocio.

Al estrechar su mano se maravilló de la suavidad de su piel y la delicadeza de sus huesos. Y cuando se la llevó a los labios Gemma dejó escapar un gemido, tan sorprendida como lo estaba él mismo.

–Me sorprende, señorita Cardone. Yo esperaba algo más –Stefano la miró de arriba abajo– personal.

–¿Qué podría ser más personal que darle el cincuenta por ciento del negocio de mi familia?

–Tú –dijo él, con una sonrisa en los labios–. Pero agradezco que no hayas hecho la oferta porque habría rechazado tus favores.

De hecho, había querido hacerlo para que Gemma supiera que no podía engatusarlo, para que supiera que él estaba al mando.

–Yo no hago ese tipo de ofertas –replicó ella, levantándose–. Eres un canalla.

–No, sencillamente juego para ganar. Si no puedes hacer el primer pago, me quedaré con el hotel de tu familia.

Entonces lamentaría el día que había decidido engañar a su padre y él tendría la satisfacción de hacerle el mismo daño que ella le había hecho a su familia.

–Tendrás el primer pago en la fecha que hemos acordado –afirmó Gemma.

–Eso espero, bella, ya que hoy es día uno –Stefano vio un brillo de auténtica perplejidad en sus ojos–. Eso es, Gemma, hoy debes hacer el primer pago.

–Pero eso no puede ser...

–Te aseguro que sí. Tienes hasta medianoche para cumplir con los términos del contrato. No te molestes en pedir una extensión o un cambio en las condiciones porque la respuesta será una negativa. Recuerde eso, señorita Cardone.

Capítulo 3

No había muchas posibilidades de olvidar que aquel arrogante estaba a cargo de la empresa, desde luego.

–Pero faltan menos de doce horas –protestó Gemma. Stefano se encogió de hombros.

–Llevas meses debiendo ese dinero. ¿Admites que no puedes pagarlo?

–No, en absoluto. Tendré el dinero esta noche.

Gemma desearía estar tan segura como quería darle a entender, pero no era así.

Tenía algo de dinero en el banco y esperaba que su hermano pudiera prestarle el resto. No debería ser un problema porque le había dicho recientemente que su negocio de pesca iba bien.

Pero, aunque pudiese pagarle esa noche, tendría que hacer otro pago en treinta días y otro después. Aquello era una pesadilla.

No podía seguir pidiéndole dinero prestado a su familia. No, su único recurso sería pedir un préstamo al banco. Al menos allí le darían más facilidades y no tendría que soportar las insinuaciones de Stefano Marinetti.

Estar en deuda con Stefano era demasiado para ella. Incluso estar en la misma habitación le resultaba insoportable.

Desde el funeral de la signora Marinetti, cuando lo vio entre la gente, le había resultado difícil apartar la mirada. Había sabido desde el principio que su presencia allí sería un problema, pero jamás se le hubiera ocurrido imaginar que iba a tocarla personalmente.

–Si puedes hacer el pago, habrá que celebrarlo –dijo Stefano entonces, su voz tan sensual como una caricia de seda sobre su piel.

–No creo que sea necesario.

O deseado.

Cuanto menos tiempo estuviera en su compañía, mejor para todos.

–Insisto en hacerlo.

–Muy bien –murmuró Gemma, irritada–. ¿Necesitas alguna cosa más?

–No, bella, eso es todo.

El cariñoso apelativo debía de ser una broma. Pero sólo era una palabra para él, seguramente la usaba para seducir a las mujeres todo el tiempo.

Y Stefano Marinetti sabía cómo seducir a una mujer, estaba segura.

Gemma salió del despacho con las piernas temblorosas. Y, aunque habría querido salir corriendo, se contuvo. Se negaba a darle esa satisfacción.

Era imperativo que siguiera trabajando como si no pasara nada. Como si su futuro no dependiera de poder hacer el pago esa noche.

–Una cosa más –dijo Stefano cuando había llegado a la puerta–. Reserva mesa en Gervasio.

–Ya tengo planes para cenar.

–Cancélalos –dijo él, con tono autoritario.

Todo estaba ocurriendo a tal velocidad que Gemma sentía estar perdiendo el control y cerró la puerta a toda prisa. Que aquel hombre creyera que se iba a prostituir la enfurecía... pero él la creía algo más que la secretaria de su padre.

Y no podía defenderse sin revelar el secreto de Cesare. Aquella situación no podía empeorar más.

Cuando miró el reloj tuvo que suspirar. No era mediodía siquiera y ya tenía la impresión de haber estado trabajando una jornada completa, pero intentó calmarse. En cualquier otra ocasión le habría encantado cenar en un restaurante tan famoso como Gervasio. Ahora, sin embargo, le parecía el sitio donde podría perderlo todo.

¿Pero qué otra cosa podía hacer más que seguir adelante?

El dinero que Cesare sacaba de la cuenta cada mes era para cuidar de Rachel, pero no podía contárselo a Stefano. No confiaba en que cuidase de la niña.

Por eso le dijo que había sido un préstamo para el hotel... pero ahora Stefano era propietario del cincuenta por ciento.

Si pudiera decirle la verdad... pero aquel hombre había abandonado a su familia y no parecía entender el concepto. Nada parecía importarle más que el dinero y el poder.

Se había hecho cargo de la empresa de su padre y, sin la menor duda, cambiaría la naviera Marinetti para siempre. Y en lo que se refería a Rachel, Cesare no contaba con nadie que pudiese ayudarla. Sólo con ella.

Gemma haría cualquier cosa por Cesare y Rachel y, por eso, tenía que aceptar las condiciones de Stefano. Si Cesare no confiaba en que su hijo cuidase de Rachel, tampoco podía hacerlo ella.

«Cuida de Rachel hasta que yo pueda volver a hacerlo», le había pedido su jefe.

¿Pero cuándo volvería? ¿Cómo iba a pagar esa deuda todos los meses? Y lo más importante de todo: ¿cómo iba Cesare a seguir pagando el caro tratamiento de Rachel si estaba al borde de la ruina?

Angustiada, tomó el teléfono para llamar a su hermano. Desde que empezó a trabajar para Cesare y se mudó a Viareggio apenas había visto a Emilio. Y hablar por teléfono no era fácil porque su hermano pasaba mucho tiempo en el mar, a menudo fuera de cobertura. Y debía de estar trabajando en aquel momento porque no lograba localizarlo.

Mientras colgaba el teléfono pensó que era una ironía que lo llamase para pedirle un préstamo. Cuánto habían cambiado las cosas.

Dos años antes era Emilio quien la llamaba para pedir dinero. Su adicción al juego le había causado a su padre un gran dolor, pero después de pasar una temporada en una clínica de rehabilitación por fin había sentado la cabeza. Y, además de dejar el juego, se había casado.

Tras la muerte de su padre, Emilio se había hecho cargo del negocio y su mujer ayudaba a la abuela con el hotel. Su hermano le había dicho que el dinero que enviaba para las reformas había cambiado su vida y Gemma estaba deseando ver los cambios que habían hecho, pero sus obligaciones con Cesare habían impedido que fuese a visitarlos.

Y ahora, debido a la promesa que le había hecho a su jefe, podía perder la mitad del hotel que tanto había luchado para salvar. Sin pararse a pensar, Gemma llamó al director del banco que llevaba los asuntos de la naviera.

Como esperaba, el hombre estaba más interesado en la salud de Cesare que en otra cosa, pero Gemma consiguió arrancarle la promesa de que estudiaría el préstamo. Al menos era un buen principio y tendría treinta días para encontrar una solución.

Pero pensar en la suma la mareaba. Suspirando, enterró la cara entre las manos. Nunca terminaría de pagar esa deuda.

Pero recordar la carita de Rachel fue todo lo que necesitaba para convencerse de que hacía bien. Además, era lo único que podía hacer.

En ese momento sonó el intercomunicador y Gemma se mordió los labios.

–Sí –contestó, intentando disimular su enfado.

–Tengo reuniones con el supervisor del astillero y otros jefes de departamento durante todo el día. Avísame cuando llegue el primero.

–Sí, claro –dijo ella, aliviada al saber que no tendría que soportar su compañía.

–He pedido que traigan unos aperitivos. Por favor, avísame cuando llegue la empresa de catering.

–Lo haré –dijo Gemma, con los dientes apretados.

El encargado del catering acababa de marcharse cuando llegó el supervisor del astillero. Invitar a los empleados a tomar algo era un gesto amable, debía reconocer, pero ella no quería pensar que Stefano fuera amable cuando estaba siendo todo lo contrario con ella.

Gemma intentó olvidar el rostro de Stefano Marinetti, su sonrisa y su autoritaria actitud. ¿No lo haría a propósito para ponerla nerviosa?

Aprovechó para llamar a su hermano de nuevo pero, como antes, Emilio no contestaba al móvil. Y si no podía localizarlo y tener el dinero para esa noche perdería el hotel...

Afortunadamente, su hermano contestó por fin.

–Llevo todo el día intentando hablar contigo. ¿Estabas en el mar?

Al otro lado de la línea hubo una pausa.

–Sí, estaba fuera. ¿Ocurre algo?

Gemma estuvo a punto de soltar una carcajada porque la lista de problemas era interminable.

–¿Cómo va el negocio?

–He tenido mala suerte, ya sabes cómo son estas cosas.

Lo sabía porque su padre no siempre había logrado poner comida en la mesa. Y fue mucho peor cuando su madre murió porque entonces se sentía solo, perdido.

–Sí, no lo he olvidado –murmuró, armándose de valor para decir lo que tenía que decir–. Emilio, tengo que pagar un préstamo y ahora mismo carezco de medios para hacerlo. Necesito que me ayudes, pero te lo devolveré el mes que viene.

Aunque ella lo había ayudado a reflotar el negocio de la pesca, nunca le había pedido que le devolviese el dinero, de modo que estaba segura de que su hermano iba a ayudarla.

–¿Cuándo tienes que pagarlo?

–Esta noche. ¿Puedes dejarme dinero?

Al otro lado de la línea hubo una pausa que la angustió aún más.

–Te llevaré el dinero, pero tendrá que ser tarde. ¿De acuerdo?

–Sí, claro. Tengo hasta medianoche –dijo ella–. Voy a cenar con Stefano Marinetti en Gervasio a las diez. Si a las once no has podido llegar, por favor llámame.

–Te veré allí alrededor de las diez.

Gemma oyó un ruido de campanitas... unas campanitas que siempre asociaba con máquinas tragaperras y casinos.

–Emilio, ¿has vuelto a jugar? –exclamó, agarrándose al teléfono como a un salvavidas. Pero su hermano ya había colgado.

¿Eran campanitas de máquinas tragaperras? ¿Habría vuelto Emilio al vicio que había estado a punto de destruir a su familia?

No, tenía que ser un error. Había estado pescando, él mismo se lo había dicho. Tal vez lo que había oído eran las campanas de alguna barcaza... sí, tenía que ser eso.

Todo iría bien, intentó convencerse a sí misma. Emilio le prestaría el dinero y el director del banco le daría el resto. Y tal vez Cesare podría ayudarla también. ¿Pero y si no se recuperaba?

Esa pregunta la hizo temblar. Le había prometido a Cesare guardar el secreto y cuidar de Rachel mientras él estaba en el hospital, pero no había pensado que ella misma tendría que pagar los gastos. Y era una cantidad enorme porque Cesare insistía en que Rachel tuviera los mejores cuidados. Pero Gemma no podía negárselo; la niña había sufrido demasiado en su corta vida.

Si Stefano pusiera a la familia por delante de todo como hacía su padre... pero llevaba allí menos de un día y ya había cambiado tantas cosas. Había oído a los jefes de departamento protestar por el pasillo cuando salían de su despacho.

No, no tenía más remedio que hacer aquello sola.

–¿Has comido? –Stefano asomó la cabeza en su despacho y Gemma se sobresaltó al verlo.

–No, aún no –contestó, ordenando el escritorio para hacer algo con las manos–. Se me ha pasado el tiempo volando.

Él se acercó al escritorio. Estaba tan cerca que podía respirar el aroma de su colonia, casi sentir su aliento en el cuello.

–Ven a mi despacho, quiero dictarte una carta –le dijo, poniendo una mano en el respaldo del sillón y rozándola al hacerlo.

Gemma se levantó a toda prisa, sin importarle que su aversión hacia él fuese tan evidente.

Pero no parecía ofendido, al contrario. Le pareció ver un brillo de burla en sus ojos.

Stefano se había quitado la chaqueta y subido las mangas de la camisa y, aunque Gemma no quería fijarse en sus masculinos antebrazos cubiertos de vello oscuro, le resultaba imposible no hacerlo.

Podía ver una mata de vello asomando por el cuello abierto de la camisa y no pudo dejar de preguntarse si sería suave al tacto, si tendría los músculos firmes.

Stefano podría haber sido modelo para una estatua clásica y cuando decidía mostrarse encantador, sencillamente la dejaba sin aliento.

¿Cómo iba a trabajar con un hombre que la dejaba sin respiración? No podía hacerlo, pero tampoco podía permitirse el lujo de renunciar y buscar otro trabajo cuando tenía aquella deuda sobre su cabeza.

Era una situación insostenible.

Stefano era un hombre increíblemente atractivo y sexy, pero también dominante y autoritario. Y un hombre al que ni su propio padre se había atrevido a confiarle un secreto.

Sobre su escritorio había un montón de carpetas de archivo. Evidentemente, estaba revisando los asuntos de Marinetti con lupa, pensó.

¿Qué le habría dicho al supervisor y a los jefes de departamento? Imaginaba que los que se habían ido con una sonrisa en los labios consideraban que sus puestos estaban asegurados, ¿pero y los otros, los que habían salido maldiciendo y protestando?

No quería ni imaginar qué les habría dicho Stefano sobre su futuro en la empresa Marinetti.

–Lamento mucho que apenas queden aperitivos –dijo él, atrapándola entre la silla y el escritorio.

–No importa, tomaré unas uvas. La verdad es que no tengo hambre.

Gemma alargó una mano para tomar una uva, pero él fue más rápido.

«Apártate», le decía una vocecita. Pero sus piernas se negaban a obedecerla. Frustrada, se volvió para mirarlo, pero fue un error porque se le quedó la boca seca al ver el brillo de deseo en sus ojos. Ningún hombre la había mirado así, nunca.

Era sorprendente, emocionante. Y tan tentador.

Su cuerpo irradiaba calor y el aroma de su colonia parecía envolverla...

Nunca había sentido algo así y no quería sentirlo precisamente por el hijo de Cesare.

–Permíteme, bella.

–No, yo no...

Stefano pasó la uva por sus labios, lenta, sensualmente, y la protesta murió en su garganta.

Sentía un deseo tan poderoso que temió que le fallasen las piernas. Le gustaría apoyarse en él, dejarse llevar por la promesa que veía en sus ojos y olvidarse de todo.

Pero la parte de su cerebro que no estaba drogada de deseo le advirtió que aquél era terreno peligroso. Y, sin embargo, abrió los labios para tomar la uva de sus dedos, incapaz de evitarlo.

–Rica, ¿eh? –murmuró él, rozando su labio inferior con el dedo.

Gemma asintió con la cabeza mientras el deseo estallaba entre sus piernas. Aquélla era una faceta de Stefano que no había visto hasta entonces. Daba igual que se mostrase tan arrogantemente seguro de sí mismo, daba igual que estuviera en posición de hacerle la vida imposible o que fuera a hacerse cargo de Marinetti... y de ella.

–Debes probar la ensalada de fruta –le dijo, tomando una fresa de la bandeja para llevarla a sus labios.

Gemma la mordió porque no podía hacer otra cosa, pero cuando el dulce néctar de la fruta bajó por su garganta, Stefano volvió a acariciar su labio inferior con el dedo y un incendio se declaró en sus entrañas, extraño y emocionante.

Intentaba controlar ese absurdo e inadecuado deseo, pero cuando lo miró a los ojos sintió que estaba perdida.

Aquello era pasión, cruda, desnuda pasión.

Apretó el cuaderno contra su pecho como un escudo, pero su corazón latía con tal fuerza que temía que él pudiese oírlo.

–¿Querías dictarme una carta?

–He cambiado de opinión –dijo Stefano, con los ojos oscurecidos–. Es casi la hora de marcharse.

Algo que Gemma deseaba hacer en aquel momento más que nada en el mundo. Sí, podría escapar de la dominante presencia masculina durante un rato, pero sería un breve respiro porque debía cenar con él esa noche.

–¿Necesitas algo antes de que me marche? –le preguntó.

–¿Marcharte? Pero si tu trabajo no ha terminado.

–Pero acabas de decir...

–Como te he explicado antes, tendrás que dividir tu tiempo entre Marinetti y Canto di Mare.

Gemma se mordió los labios, deseando negarse. ¿Pero cómo iba a hacerlo? La secretaria de Stefano estaba de vacaciones y Cesare no la necesitaba. Combinar ambos puestos era lo más lógico.

Pero eso la obligaba a estar en su compañía más horas de las que podría soportar.

–¿Hasta qué hora tendría que trabajar? –le preguntó.

–Dos o tres horas a lo sumo –respondió él, mientras se ponía la chaqueta–. ¿Algún problema?

¿Algún problema? Había demasiados como para poder contarlos.

Gemma miró la falda y la blusa que había llevado aquel día a la oficina.

–Tengo que volver a casa para cambiarme de ropa. No puedo ir a cenar así.

–No hay tiempo.

–¿Esperas que vaya con esto?

En lugar de contestar, Stefano la miró de arriba abajo. Su expresión era una mezcla de indignación y deseo que Gemma no entendía y no le gustaba nada.

Pero luego miró su reloj, con ese gesto impaciente suyo.

–Es hora de irnos a Livorno.

Ella no se molestó en esconder su irritación mientras entraba en su despacho para tomar el bolso. ¿Iba a tener que soportar que le dijera lo que debía ponerse y dónde iba a cenar?

Entonces vio la carpeta guardada en su escritorio. No podía dejar allí los documentos secretos de Cesare...

No se atrevía a llevarla con ella si iba a estar con Stefano, de modo que la guardó al fondo del archivo y cerró la puerta. Nadie más que ella tenía la llave.

Los secretos de Cesare y sus propios secretos estarían a salvo esa noche y al día siguiente llevaría la carpeta a su apartamento.

E intentaría empezar con mejor pie. Al día siguiente, Stefano no tendría tanto poder sobre ella.