Entrevista a Stalin - Javier Fernández Aguado - E-Book

Entrevista a Stalin E-Book

Javier Fernández Aguado

0,0

Beschreibung

En este interesantísimo libro, Javier Fernández Aguado ha dado voz al sátrapa Stalin. En una entrevista exhaustiva interpela al más paradigmático revolucionario comunista del siglo XX y segundo mayor asesino en serie de la historia. Con fino rigor intelectual, no exento de ironía en algunos pasajes, el autor pregunta a un rocoso Stalin, revelando su astucia y fanatismo, y desgranando el existir de su predecesor Lenin y las palancas que lo llevaron a justificar detenciones, torturas, asesinatos, hambrunas, traiciones, etc., siempre en función de los presuntos sublimes intereses del partido comunista. A través de un análisis detallado, el autor desmitifica la ima-gen del dictador comunista como un simple burócrata. Con un enfoque crítico pero objetivo, invita al lector a reflexionar sobre las lecciones aprendidas de la historia y a cuestionar las ideologías totalitarias.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 490

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


 

 

 

Título original: Entrevista a Stalin. La lógica de un dictador

Primera edición: Abril 2024

© 2024 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Javier Fernández Aguado

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: David Visea

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-10209-13-8

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

 

 

 

A Marta, Sofía y Enrique, con la esperanza de que nunca tengan que padecer a un leviatán semejante.

A los millones de víctimas de una ideología inicua.

ÍNDICE

Prólogo

Introducción

Los orígenes

La Revolución y la guerra civil

El ascenso al poder

Colectivización, industrialización y propaganda

El Terror

La Gran Guerra Patria

El final

Glosario de instituciones de la URSS y el Partido Comunista de la URSS

Glosario de políticos y militares de la URSS

Bibliografía

Anexo 1. Discurso secreto

Anexo 2. Algunas opiniones sobre el comunismo

Agradecimientos

PRÓLOGO

Stalin es uno de los personajes inevitables del siglo XX. Los versados en su vida y obra conocen que se trata del segundo mayor asesino en serie de la historia. En números absolutos, Mao Tse-Tung fue el responsable del mayor número de crímenes humanos. Tras Stalin se encuentra Hitler. Sorprendentemente, para bastantes personas, quiero creer que por desconocimiento, Stalin es un referente. Como si el nombre que le concedieron muchos durante su sanguinario Gobierno –el padrecito– fuese válido.

Desde hace aproximadamente una década, tras coincidir en un ciclo de conferencias que impartimos por diversas ciudades de España, mantengo un trato fluido, tanto profesional como de amistad, con Javier Fernández Aguado. En nuestros encuentros bimestrales tratamos de cuestiones de estrategia empresarial, de análisis de la situación actual, y nunca faltan aportaciones de lo que el pasado puede enseñarnos para gestionar mejor el presente. Le gusta repetir que la historia no sirve para nada, pero quien no sabe historia no sabe nada. Conocer cómo enfocaron nuestros ancestros los obstáculos y oportunidades de su época no es mera erudición; se trata más bien de un sano ejercicio intelectual que contribuye a acertar en las decisiones económicas y también en las estrictamente personales.

En uno de esos encuentros y tras el éxito alcanzado por Entrevista a Aristóteles (LID, 2023), Javier me habló de su propósito de conversar con Hegel, Erasmo de Rotterdam o Baltasar Gracián. Le comenté que, sin desfavorecer a los mencionados, quizá resultaría más interesante abordar el pensamiento de otros prójimos, tal vez menos profundos desde el punto de vista conceptual, pero hondamente influyentes. Le sugerí el nombre de Stalin.

A los pocos días Javier me confirmó que mi indicación le resultaba sumamente atractiva y retadora. Él ya había dedicado cientos de horas a la investigación, siempre desde el punto de vista del management, del partido bolchevique. El libro fruto de aquella brega llevó por título ¡Camaradas! de Lenin a hoy (LID, 2017). En esta ocasión, el reflector ha sido puesto directamente sobre Stalin.

El enfoque no ha sido el de un interrogatorio a un asesino confeso y no arrepentido, sino una profunda charla para tratar de entender cuál fue la motivación y la lógica argumentativa de quien, entre muchos otros descomedimientos, aseguraba que había que condenar no tanto a los culpables como a los inocentes, para que de ese modo nadie viviera tranquilo.

Con fino rigor intelectual, no exento de ironía en algunos pasajes, Javier pregunta y en ocasiones repregunta a un rocoso Stalin. Aunque no se trata en sentido estricto de una biografía, en las páginas que el lector tiene entre las manos se desgrana el existir de Stalin y se desmenuzan las palancas, notablemente peculiares, que le llevaron a justificar detenciones, torturas, asesinatos, hambrunas, traiciones, etc., siempre en función de los presuntos sublimes intereses del partido comunista.

El lector ha de aprestarse para sumergirse en un piélago de discernimiento que en ocasiones puede chirriar por la brutalidad en la que acabó configurándose. Stalin llevó a la práctica en plenitud la propuesta de Lenin. Frente a lo que luego se afirmó en el informe secreto publicado aquí como anexo, la feroz crueldad de Stalin no fue un paréntesis, sino la plasmación práctica de lo que propugnaban los creadores del comunismo y sus herederos intelectuales y políticos.

Uno de los grandes méritos de esta entrevista es dejar hablar a Stalin, para tratar de entenderle. A lo largo de estas páginas me he curtido en el hilo lógico de Stalin, tanto en el fondo como en la forma de exposición. El empleo de imprecaciones y groserías era habitual en Koba; Javier lo ha respetado, aunque restringiéndolo en la medida de lo posible.

Como CEO de CEINSA me resulta grato contribuir a la difusión de pensamiento riguroso en una sociedad donde en ocasiones impera la frivolidad o la soflama ayuna de cavilación.

Josep Capell

CEO de CEINSA

INTRODUCCIÓN

La simplificación es un riesgo a la hora de analizar la historia. Resulta más cómodo explicar procesos complejos de manera lineal, con respuestas de manual. Como el pasado ha transcurrido, resulta sencillo proponer patrones. Lo pretérito puede parecer ordenado, lógico e inapelable, mientras que la actualidad se escapa de las manos como granos de arena y se revela caótica. En ocasiones encontramos consuelo al mirar hacia atrás, para rememorar la propia vida, convencidos de que existe una presentación, un nudo y un desenlace. Sin embargo, esa comprensión retrospectiva –lo que los anglosajones denominan hindsight– inclina a avistar espejismos.

Lo acaecido es complejo, como un lejano país en el que se habla otra lengua y se guardan costumbres diversas. Tratar de desentrañarlo y reducirlo a lo que queremos que sea, proporcionando una significación sin atender a matices, es una tentación perniciosa.

La URSS fue un régimen nocivo, de una brutalidad feroz y sanguinaria. En aras de un experimento social y de algunos logros menores causó un imperecedero dolor, con millones de víctimas que fueron inmoladas sin contemplaciones en el altar de un futuro que pretendía instaurar el Paraíso en la Tierra. Todavía hoy resuenan sus nefandas vibraciones en la guerra de Ucrania.

Constituyó durante largo tiempo una fuente de esperanza para las clases proletarias, en especial tras la Primera Guerra Mundial, aquella incomprensible carnicería al servicio de un desalmado imperialismo. Se anhelaba superar el desfallecimiento prolongado durante la Gran Depresión. A lo largo de lustros el mundo entero estuvo a punto de volverse comunista y no solo por una locura colectiva fruto de la ignorancia.

Las promesas del comunismo resultan intensamente atractivas para esas capas de la población que eran y son explotadas inmisericordemente. También para intelectuales burgueses a los que les gusta jugar a ser aprendices de brujo desde un amplio ático con vistas al mejor parque de la ciudad o cefeando en un amplio chalé con piscina.

El marxismo acierta en parte de lo que denuncia y yerra en casi todo lo que propone. Numerosas personas, algunas tan inteligentes como ingenuas, creyeron fehacientemente en él. Los propósitos parecían razonables e incluso éticamente necesarios. Sobre todo cuando las socialdemocracias liberales parecían haber sido definitivamente derrotadas y el fascismo, hermano bastardo del marxismo, era una alternativa cercana. El arsenal analítico del comunismo supo detectar y diagnosticar dificultades de las sociedades industriales, y en concreto de las capitalistas que surgieron de la Primera Guerra Mundial. Stalin brilló, bajo la efigie de Lenin, como la encarnación de ese nuevo mundo desbordante de expectación.

Se ha presentado a veces a Stalin como un burócrata gris, ignorante, de una suspicacia pueril y estúpida, chocarrero, al borde de la necedad, poco menos que un patán con suerte. Otro Adolf Eichmann. Fue más bien un dirigente astuto, taimado y tenaz. Lector incansable e inquieto, notabilísimo trabajador, por temporadas tan frugal como esforzado. No escatimó esfuerzos para servir al Partido, una organización que, para él, marxista-leninista, resultaba indistinguible de la URSS. Vivió, según su forma de justificarse, como un militante al servicio de la obra de Lenin, su admirado líder. Se trataba del subterfugio que empleaba como parapeto.

Jamás alcanzó la brillantez intelectual de Bujarin y tampoco poseyó el carisma de Trotsky, pero exploró con cruel sagacidad la naturaleza humana. Había pasado más tiempo haciendo la Revolución en los campos petroleros de Bakú o en las calles de Moscú que muchos de sus camaradas, encerrados en bibliotecas o en los refinados cafés de media Europa. Esto, a la hora de tratar con lo humano y valorar sus fragilidades y fortalezas, le dotaba de ventajas intangibles e innegables. Su agudeza natural, templada en las callejuelas de Gori o en los conflictos del movimiento obrero, la aprovechó tanto cuando era un revolucionario que atracaba bancos como al oficiar de estadista que se repartía el continente europeo en una servilleta de papel.

Stalin fue brutal y encantador. Podía mostrarse sentimental para, al rato, volverse despiadado. Desarrolló un retorcido sentido del humor, propio de un matón de arrabal. Sabía ser serio y solemne cuando era conveniente. Se guardaba sus opiniones para conocer cuáles eran las de los demás y detectar a posibles o imaginarios enemigos. Era capaz de aceptar puntualmente propuestas ajenas si creía que estaba equivocado, aunque la modestia no era su fuerte. Detestaba a los halagadores. Odiaba a quienes lo desafiaban. Podía llegar a exhibirse como víctima y culpable al mismo tiempo, dimitiendo de sus cargos cuando surgía cualquier escollo. Todos esos rasgos no eran contradictorios, sino que se complementaban. No todas las pasiones atacan a la misma edad. Al principio, predomina la imprudencia y la timidez; posteriormente, acomete el afán de placer y mando; por fin, la codicia. Stalin transitó por todas las etapas, aunque en buena medida quedó entrampado en el ansia de poder y la jactancia que suele acompañar.

Construyó una colosal capacidad para erigirse, durante las luchas internas tras la muerte de Lenin y los procesos de colectivización, en el centro del Partido. Se presentó como la figura que mediaba y arbitraba entre corrientes ideológicas. Desató el Terror y también lo frenó a su conveniencia. Desencadenaba la más inhumana violencia, para detenerla cuando no le era útil. No fue distinto su comportamiento durante la guerra y cuando se hizo dueño de medio mundo. Para él, sus fines justificaban cualquier medio.

Stalin, extraordinario camaleón, podía aparentar ser pragmático e incluso tolerante. Disminuía puntualmente las cuotas de requisa de grano durante la colectivización para no apretar más a los exhaustos campesinos o llegaba a acuerdos con la Iglesia ortodoxa en la Segunda Guerra Mundial. Sus valores siempre estuvieron mediatizados por sus propósitos. Fue, como tantos de sus predecesores y seguidores, un inmoral vertebrado o un invertebrado moral. Eso lo mantuvo en la cúspide.

El límite insalvable es que alguien considerase que él, Stalin, no era el único esencial. Ahí se acababan las contemplaciones, si no lo habían hecho antes. El culto a la personalidad no le molestaba, ávido de que los miembros del Partido fueran más estalinistas que Stalin. Al igual que los secuaces de Hitler, Mussolini o Mao, todos sus subordinados debían avanzar en la dirección del timonel, siempre él mismo. Por lo demás, Rusia admiraba a los líderes fuertes y recios, al vozhd que traza el camino, a veces con el palo y otras con la zanahoria. En el «padrecito» de los pueblos había algo de Jano, como en todos los tiranos. Un Jano desmesurado. Esas dos caras no deben llamar a engaño. Stalin era brutal y pavoroso.

Conocedor de la relevancia de los cargos y sus privilegios a la hora de asegurar la lealtad, Stalin reconfiguró durante los años veinte la organización del Partido, colocando a afines en puestos decisivos, que a su vez situaban a otra cabila de paniaguados en escalones inferiores. Todos los niveles le eran leales. ¡Ay de quien se atreviese a no serlo, aunque solo fuese de pensamiento! A la hora de enfrentarse a sus enemigos los dividía, gracias a su adaptabilidad, según fuera oportuno, en una u otra corriente. Supo jugar un papel aparentemente secundario a la sombra de Zinóviev y Kámenev o a la de Bujarin más tarde. El pánico serpenteaba. Bien lo explicitó: había que acabar sobre todo con los inocentes, para que nadie estuviera seguro de la tierra que pisaba.

Tuvo claro que su verdadero y único rival sólido era Trotsky. Instrumentalizó como comparsas a los demás. Una vez que aniquilara a su némesis, nadie podría hacerle sombra.

El mayor error que cometieron, en especial Trotsky, fue juzgar a Stalin como alguien anodino, sin talento, poco más que un montañés grosero no muy avispado. Stalin se benefició de ese equívoco, como el jugador de póker que simuladamente se muestra pasmado pero detecta cuál es el tic de su oponente al marcarse un farol.

Los eliminó a todos, con desprecio y saña. Cuando contraatacaron, era tarde. Lo pagaron con sangre ellos y sus linajes. Stalin había ganado la partida. Su control del Partido y de la URSS fue, gracias a unas estrategias tan toscas como sutiles, absoluto.

Ese dominio fue durante años relativamente inestable, al menos hasta el Terror. Los enormes sacrificios de la colectivización y el descontento en el Partido se convirtieron en amenazas que nunca desdeñó. Para Stalin no había enemigo pequeño. Fue implacable, convencido de que solo así aseguraría la pervivencia del partido de Lenin y, esencialmente, de él mismo.

Durante la década de los treinta se enfrentó a una población extenuada, destrozada por las fieras decisiones del Partido, y a revolucionarios y conspiradores profesionales que, aun habiendo sido expulsados la mayoría del Partido, no eran unos boy-scouts. En especial Trotsky, capaz de montar una insurrección armada en un salón de té. Algunos confabularon contra Stalin. Nunca de la manera que dictaminaron los bochornosos y repugnantes procesos de Moscú, paradigma a partir de entonces para los partidos comunistas. Stalin sabía que jamás debía ceder un solo paso. Nunca perdonó ni olvidó.

Con una deformación maniquea, algunos desinformados han contemplado a Trotsky como el revolucionario puro, desbordante de buenas intenciones, con quien la URSS hubiera sido un edén. El ingenuo Karl Kraus lo recordaba en Viena como un fascinante y simpático jugador de ajedrez. Basta con repasar su barbarie a lo largo de la guerra civil, masacrando batallones o secuestrando familias completas de sus enemigos, para echar por tierra esa idílica imagen. Sería suficiente leer Terrorismo y comunismo, publicado después de la revolución de octubre, casi un manual avant la lettre de lo que sería el estalinismo. Si Trotsky, tras reprimir su desproporcionada arrogancia, hubiera salido victorioso, el proceso de construcción de la URSS hubiera sido paredaño al del estalinismo, pero a la inversa. Otros hubieran sido los fusilados. Las cifras no habrían sido disímiles, como tampoco la desolación generada. Stalin y Trotsky eran testuces de la misma hidra venenosa; ambos profesaban lo mismo.

El papel de Lenin como garante de la Revolución, como el individuo que podía haber cambiado las cosas de haber vivido más, es incierta. Stalin fue su discípulo más aplicado, quien mejor comprendió la maquinaria despiadada que era el Partido perfilado por Lenin. Con obsesión por el orden y la disciplina, bien plasmada en una estructura piramidal y en una Cheka que, al modo de espada y escudo del Partido, era sanguinariamente impía. Como detallo en ¡Camaradas! De Lenin a hoy (LID, 2017), Lenin ordenó más asesinatos en 6 meses que los zares en 80 años.

El recuerdo del fracaso y la represión de la Comuna, así como un delirante programa económico y social en el que lo supuestamente común estaba por encima de la libertad, motivó a Lenin. Para muchos, el sujeto más mefítico y tóxico del siglo XX desde que en abril de 1917 pusiera pie en el andén de la estación de Finlandia. Gracias a su determinación, a la incompetencia de sus rivales y también a unos cuantos golpes de suerte, Lenin cambió la historia. Si hubiera fracasado, si no hubiese sido financiado por los alemanes, si hubiera sido atrapado y fusilado por el Gobierno provisional de Aleksandr Fiódorovich Kerensky, difícilmente alguien habría generado ese legado de violencia y caos. Tuvo tiempo para perfilar a Stalin, aunque en los últimos meses tanteara aniquilarlo al verificar el monstruo que había forjado.

El piloto es indispensable. El comunismo es una conspiración. Inevitablemente deviene en una paranoia donde todo el mundo, con más motivo el presunto camarada, es un refractario en acto o en potencia. Solo el adalid, depositario de la pureza de la idea original gracias al buen hacer del Partido, es una hipotética garantía. No hay mejor adarga. Valga la ironía: si el Partido ha decidido que sea él quien lo dirija, no puede equivocarse.

Stalin aprendió esa lección. Podía y debía aplastar al disidente.

El sanguinario Terror Rojo que introdujo la Revolución para subyugar a la población soviética fue meticulosamente planeado por Lenin. Su muerte puso en manos de sus sucesores una segadora de vidas en forma de Cheka, además de un partido que podía manejar o sustituir si era necesario los engranajes de la sociedad, es decir, a los ciudadanos. Stalin empleó todos los resortes del Partido y la Cheka, a imagen y semejanza de su mentor. El objetivo era llevar a cabo sin cortapisas, al coste humano que fuera, el experimento que Lenin había diseñado tras leer a Marx. Convencido de que la NEP-Nueva Política Económica no podía dar más de sí y optando por la colectivización y la industrialización, calibradas ambas mediante el salvajismo del Terror, Stalin erigió lo que hasta 1991 conocimos como la URSS. Nada habría sido posible sin Lenin, el proyectista. Cada muerto del Terror de los años treinta o de la represión de la posguerra en los países de Europa del Este también es suyo. El estalinismo fue la mejor y más perfecta, quizá la única factible, encarnación del leninismo.

Como miembro del Partido, Stalin jamás trabajó solo. El recurso de personificar en él lo que fue el estalinismo es una excusa trapacera para absolver al comunismo. Lo importante nunca fue el quién, sino el qué y el cómo. La imagen del psicópata solitario del Kremlin, visando en su despacho lista tras lista de ajusticiables, es quimérica. Contó con colaboradores dispuestos y eficaces, como Molotov, Beria o Kagánovich. Ellos estaban convencidos de las bondades del marxismo-leninismo y conjeturaban que Stalin era quien mejor las defendía. Salvo Mikoyán, y tal vez Malenkov, nadie levantó la voz para tratar de evitar las innúmeras matanzas que planificó Stalin. Las memorias interesadas tras su muerte hablan más en contra de ellos que del que fuera su jefe. Todos, de una forma u otra, lo admiraban, como parte de un pueblo que, sobre todo tras la Gran Guerra Patria, creía en su figura paternal y acudió masivamente a su funeral. El fanatismo ciega hasta niveles insospechados. Muchos olvidaron, o desconocían, su profunda afinidad a la apodíctica reflexión de Lenin: «Usaremos a los idiotas útiles en el frente de batalla. Incitaremos el odio de clases, destruiremos su base moral, la familia y la espiritualidad. Comerán las migajas que caerán de nuestras mesas. El Estado será Dios».

El Ché Guevara lo explicaría con mayor claridad años más adelante, muerto ya Stalin: «El odio es un factor de lucha, ese odio intransigente al enemigo que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una máquina de matar efectiva, violenta, selectiva y fría. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar». Y también: «Para enviar a los hombres al pelotón de fusilamiento, la prueba judicial es innecesaria. Estos procedimientos son un detalle burgués arcaico. Un revolucionario debe convertirse en una fría máquina de matar motivada por el odio puro».

Jrushchov cometió un error irreparable para la URSS al redactar y leer su informe secreto. Más allá de la intención de cargar al muerto con los crímenes que su camarilla había promovido o tolerado –el propio Jruschov fue un espeluznante represor, en Moscú y en Ucrania–, el informe secreto desautorizó a quien había construido el Estado soviético. A partir de ese momento nadie con dos dedos de frente podía creer. Aquella confesión supuso el verdadero final intelectual de la URSS. Deslegitimó sus cimientos.

Los intentos de Jruschov por mutar la realidad de la URSS y hacerla más amable se estrellaron contra la pétrea realidad del estalinismo. Como un fantasma diabólico que alzara la voz para reivindicarse, acabó reviviendo en el período de Breznev. El lema jamás declarado era el de ir tirando, sin complicarse la vida y manteniéndose alejado de los problemas, en una realidad estancada. La estabilización de cuadros fue un eufemismo para definir la burocratización de la corrupción. Fue el hijo perfecto del marxismo-leninismo. Un zombi que no podía matar como su padre, pero que tenía sus rasgos. No se podía escapar del estalinismo, porque era la máxima y más perfecta expresión de la ideología comunista.

El problema del comunismo jamás es un mero individuo, sino la ideología que lo sustenta, que puede asumir diversos nombres, desde Lenin a Mao, Castro, Maduro o Pol-Pot.

Siempre será, con independencia del apellido, una doctrina malograda y criminal, incapaz de comprender la naturaleza humana y el anhelo de libertad. Antes o después tratarán de arreglar con radical arbitrariedad lo que falla para sus creyentes, dada la presunta infalibilidad de la teoría: lo humano. Incapaces de asumir su frustración y rectificar, se impondrán bestialmente, destruyendo a la sociedad mediante la represión, el desasosiego y el asesinato. Todo ello bajo la escrutadora contemplación de la nueva clase dominante, la nomenklatura.

El comunismo es altanero y petulante. Asegura disponer de la receta infalible para solucionar todos los problemas de la humanidad. En su reivindicación mesiánica ofrece el Olimpo, la felicidad eterna. Dios es juzgado como un escueto pelele a su lado.

Esa mirada totalizadora y exterminadora, articulada a través del Partido –la gran creación de Lenin–, fue la que llevó a Stalin a convertir la URSS en una potencia que tenía casi todo de cartón piedra. Para mostrar al mundo que el experimento había sido un éxito, el coste humano se reveló descomunalmente impío. Después de la guerra, con sus facultades físicas y mentales seriamente mermadas, Stalin no alteró su programa político en lo fundamental, salvo para asumir, no sin cierta actitud marrullera y más repugnante de lo habitual, una postura antisemita y rusófila. No dejó de reivindicar a Lenin –y el Partido, siempre el Partido– hasta su muerte. En sus dobleces y abusos, en sus caprichos y excesos, Stalin custodió lo incongruente con repulsiva coherencia.

Siempre rodeado de una escolta de lacayos, parásitos y aduladores, pávidos por las sucesivas mutaciones de opinión de su jefe, pérfido de profesión. Irascible y furibundo, a la vez que se presentaba en ocasiones pacato, bien se le podrían haber aplicado las expresiones del patriarca Juan Crisóstomo, uno de los grandes del siglo IV: «Ni un león ni una víbora pueden despedazar las entrañas como la ira, que descuartiza a cada momento con sus dientes de hierro. La ira no daña solo al cuerpo, sino que destruye también la salud del alma, devorando, destrozando, disipando su fuerza y dejándola inhábil para cualquier cosa. Cuando alguien tiene gusanos en las extrañas llega a no poder ni respirar, pues tiene su interior consumido. ¿Qué puede generar alguien de noble, teniendo dentro tan enorme sierpe, como es la ira?». El audaz coach que se lo hubiera formulado no lo habría contado.

Si nos alimentamos en los prados del espíritu y el intelecto, los ojos se mantienen limpios, diáfanos, penetrantes. Si, por el contrario, nos adentramos en la humareda de corrientes que desprecian a la persona, el hollín de la ignorancia antropológica nos cegará. Nada perturba tanto el fanal del alma como la muchedumbre de intereses ideológicos, la negativa a investigar o el filtro del prejuicio. Todo eso compone la leña que, encendida, acaba tiznando. Cuando el fuego prende en materia húmeda y mojada, levanta más humareda. De esa manera actúa la nesciencia, el prejuicio, la bobería. Es preciso el rocío del estudio, de la buena voluntad, de la generosidad, para disipar la nebulosa ceniza y proporcionar luz a los juicios.

Stalin fue un fanático, presumiblemente convencido de que el marxismo-leninismo ofrecía una respuesta a todos los problemas políticos, científicos, económicos, sociales o artísticos. Bajo el cinismo y los trampantojos que explotó para sobrevivir en la cúspide, fue hipócritamente sincero. Nunca se enriqueció. ¡No lo necesitaba! ¡Toda la URSS le pertenecía! Su vida era frugal cara a la galería. ¿Qué decir, entre innumerables manifestaciones de fingimiento, de las fiestas y orgías con sus camaradas, propias de una sociedad visceralmente machista como la rusa?

Stalin pretendía algo más terrible que el poder por el poder de los sátrapas. Él anhelaba transformar de raíz la realidad y disciplinarla según lo que creía que era conveniente, sin salirse de las pautas que había transmitido Lenin. Ese convencimiento es lo que le hacía aterrador e inclemente. Stalin hozaba ciegamente en un credo donde el asesinato, la tortura y cualquier otro crimen están plenamente acordados.

En este libro he dado voz a Stalin. No se trata de una biografía, aunque puede ser leída como tal. Representa un intento de comprender cómo argumentaba y obraba el más paradigmático revolucionario comunista del siglo XX.

El lector que pretenda encontrar una caricatura en la forma de un payaso repleto de vicios o de un inconsciente con pocas luces convencido de su propia genialidad psicópata quedará decepcionado. Tampoco he pretendido un juicio de Stalin, actuando como fiscal acusador. La historia tiene suficientes cargos contra él y son de sobra conocidos sus infames delitos.

Este libro es una entrevista, no un interrogatorio. Se permite que Stalin explicite sus argumentos. He expurgado su producción escrita, además de numerosos testimonios de quienes lo conocieron y frecuentaron. Muestro su contumelia, su procacidad, sus coartadas, su lógica y su depredación inhumana. Como reconoció en más de una ocasión, mentir, traicionar y asesinar formaban parte de su ideología. Rasgos compartidos por líderes de organizaciones inspiradas a modo de franquicia en la suya, algunas de ellas contemporáneas y cercanas.

He articulado los razonamientos terribles que en ese tiempo parecieron sólidos a muchos, incluidos conjeturables intelectuales e incluso religiosos. Aunque cueste creerlo, también hoy. Son una advertencia para quienes consideran que la historia no puede repetirse.

He evitado lugares comunes para mostrar que Stalin fue una herramienta al servicio de una ideología nefasta, cuyas mutaciones aún seguimos sufriendo. Han estado siempre presentes en la historia, en ese hilo tintado de color sangre. A partir de ahí es labor del lector formular sus propias preguntas para hallar sus respuestas. Después de todo, no somos comunistas. Podemos, por eso, contemplar la realidad sin filtros y opresores corsés ideológicos.

En torno a 1973, hace más de medio siglo, comencé a disfrutar de la literatura rusa. Leí con fruición a Tolstoy, Dostoyevski, Goncharov, Pushkin, Chéjov y muchos más. Me embriagó la complejidad del alma rusa. Pronto di el salto a Orwell, Koestler, Solzhenitsyn, Ginzburg, Bukovsky, Kourdakov, Voslensky, Bukovsky, Berkman, etc.

Por otro lado, en 1991, aterricé por primera vez en Praga. Acudí a pronunciar una conferencia en uno de los primeros congresos libres tras la caída del muro de Berlín. A raíz de aquel viaje, puse en marcha el proyecto de una escuela de negocios en la capital de la entonces Checoslovaquia. Apoyado, entre otros, por Václav Havel, culminó con éxito aquel proyecto que dejé en manos de un grupo suizo.

Durante años viajé al menos mensualmente a lo que luego fue la República Checa, y a Eslovaquia, Polonia, Hungría, etc. Otros avatares profesionales y personales me han permitido visitar Eslovenia, Letonia, Estonia, Vietnam, Rusia...

He procurado informarme de la percepción que sobre el comunismo tenían quienes habían vivido bajo ese déspota sistema político. Más allá de quienes habitaron estancias gubernamentales o subvencionadas, percibí un hondo temor que calaba los huesos. Muy especialmente en los primeros años tras la caída de la cortina de acero, pocos se atrevían a hablar con claridad. Una desconfiada ansiedad borboteaba instalada en esas sociedades. Más de uno se avino a charlar únicamente en las frías calles por recelo a que sus despachos u hogares tuvieran aún micrófonos.

Sorprende que, más allá de los beneficiados por esos regímenes dictatoriales, haya hoy quienes añoren aquella época. Solo pueden explicarlo la ignorancia, la ciega creencia en verdades fútiles o la maldad. Sensación semejante he obtenido de mis charlas con ciudadanos de Venezuela o Cuba, países sometidos a tiranías cobijadas tras el mismo cartel doctrinal.

Ojalá se encuentren eficaces soluciones a la pobreza y la diferencia social. Una sanguinaria dictadura nunca lo es. La libertad forma parte indisoluble de la naturaleza humana y quien intenta ofrecer recetas sin contar con ella daña gravemente a las personas.

Como he mencionado, acaban sustituyendo a los capitalistas por una nomenklatura más egoísta y desalmada, si cabe, que aborrece la democracia, porque anhelan mantener los privilegios arrebatados. Quien al final sufre es el pueblo al que habían prometido ayudar.

Por mi afán de entender por qué hay personas que siguen creyendo en un sistema que se ha manifestado perverso en cualquiera de sus expresiones en todos los continentes, escribí el aludido ¡Camaradas! de Lenin a hoy (LID, 2017).

Entrevista a Stalin es un paso más en mi intento de comprensión. Reitero que he procurado que las respuestas de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, su nombre completo, sean absolutamente fidedignas a su pensamiento, tanto en forma como en fondo. Corresponde al lector sacar las conclusiones. Stalin y Eichmann compartían buena parte de su modo de ver el mundo. Ambos carecían de empatía y consideraban que las circunstancias eran la excusa ineludible para sus patibularias actuaciones.

LOS ORÍGENES

La madre de Stalin, Yekaterina Gueladze (izquierda), y el padre, Vissarión Dzhugashvili (derecha). Fuente: Mirwagrad.ru. Autor: Isaac Brodskiy (1883-1939) y fotografía de Gori que aparece en la tumba del padre de Stalin.

Si no me equivoco, usted nació el 18 de septiembre de 1878, en Gori, Georgia. Es hijo de un zapatero, Vissarión Dzhugashvili, apodado Beso, y de una ama de casa y luego limpiadora doméstica, Yekaterina Gueladze, conocida como Keke…

Ambos eran hijos de antiguos siervos, liberados por Alejandro II. A pesar de esa decisión zarista, sus vidas no cambiaron demasiado en lo esencial, en lo que son los derechos que se merece cualquier ser humano. De mi madre aseguraban quienes la conocieron durante aquellos años que era una muchacha hermosa, tan esbelta como un lápiz. Y de Beso algo parecido: un hombre apuesto, con largos y frondosos bigotes. Se casaron en una boda típicamente georgiana, apadrinados por Yakov Egnatashvili, un comerciante de vinos al que apodaban Koba, y que más adelante ayudaría a mi padre a abrir su propio taller de zapatos.

Ignoro si la suya fue una verdadera historia de amor, y tampoco me importa. No quiero caer en la basura sensacionalista y filistea, preñada siempre del peor de los sentimentalismos. Así que iremos a lo esencial, si no le importa.

Adelante...

Para mi madre, Gori se convirtió en algo así como la Nueva York que recibía a los inmigrantes en el siglo XIX. Con evidente pomposidad, propia tanto de su juventud como de su carácter fantasioso, escribió sobre su llegada: «¡Qué viaje tan alegre! Gori estaba decorada como para una fiesta y el número de gente se hinchaba como el mar. Nuestros ojos quedaron deslumbrados con el desfile militar. La música resonaba en nuestros oídos... Se oían sazandari [bandas de cuatro instrumentos de percusión y viento] y dulces duduki [instrumentos de viento de madera de lengüeta doble], y todo el mundo cantaba».

¿Fueron felices?

Más allá de imágenes inocentemente idílicas, aquel matrimonio no fue afable. Gori era una localidad pobre y las condiciones materiales definen nuestras vidas, lo queramos o no. Corrían tiempos enmarañados. ¡Todos lo son! Georgia había sido recientemente anexionada, tras varias fórmulas de protectorado que habían sido un eufemismo, al despreciable imperio de los Romanov. Contra aquello, y me gusta recordarlo, combatió mi bisabuelo paterno Zaza, que en 1804 había formado parte de la sublevación del príncipe Elizbar Eristavi contra esa Rusia.

La economía de Gori se desenvolvía en un contexto medieval, sustentada en la agricultura, la ganadería y la artesanía. En las calles saltaba a la vista la miseria, con olores hediondos de las casas y las tabernas.

Dejando a un lado el carácter dickensiano, mi familia vivía relativamente bien, pues a mi padre, como zapatero, jamás le faltaba el trabajo. Las condiciones vitales eran modestas: una casa en la que apenas había un samovar [un calentador de carbón] y una cama, con una dieta diaria de hortalizas y lavashi [el pan típico georgiano]. Incluso a veces había hasta mantequilla, todo un lujo.

Se ha afirmado que usted era el hijo de un obrero

Es un equívoco que me gustaría aclarar: ¡no soy hijo de un obrero! Mi padre tenía un taller de zapatero, donde trabajaban aprendices por un sueldo miserable. Llegó a sumar diez empleados. Era un explotador. No era un potentado, pero tampoco un proletario. Eso nunca lo he ocultado, aunque algunos hayan querido adularme estúpidamente y adjudicarme un origen que no es cierto. La verdad, como nos enseñó el camarada Lenin, es revolucionaria. Hay que ajustarse a ella.

Mis dos primeros hermanos, Mijail y Guiorgui, fallecieron al poco de nacer, pues la higiene y la sanidad eran deplorables. Tras esas muertes, Keke, supersticiosa, consultó a brujas y adivinas, además de rezar a un buen número de santos. Beso, a la vez que seguía trabajando, se consumía de pena en las tabernas de Gori por la desaparición de sus hijos. Por entonces aún no se había convertido en uno de esos lumpen que pierden la vida al fondo de una botella, exhaustos siempre en su autocompasión, como desgraciadamente le pasaría más tarde.

Esas dos defunciones enturbiaron el ambiente, aunque es algo que, insisto, carece de relevancia. En resumen, para no extendernos, Keke y Beso perseveraron en su empeño por ser padres y finalmente llegó otro retoño, que nació el 6 de diciembre de 1878.

El niño fue bautizado con el nombre de Iosiv

Ese niño era yo, aunque a veces, como bien sabrá, he jugado con mi fecha de nacimiento por razones políticas. Según Keke, yo era un niño «débil, frágil, delgado», incluso enfermizo. Todos me llamaban Soso. Mi madre, fiel a sus necias creencias, quiso peregrinar para agradecer el milagro de mi nacimiento. Cuando llegaron a la iglesia me puse a llorar y gritar desaforadamente ante los curas, que estaban realizando uno de esos rituales oscuros, esencialmente estúpidos. Salieron corriendo ante mis chillidos. Puede que aquella fuera la primera muestra de mi posterior ateísmo.

Sufrí un buen número de enfermedades, que superé. A los seis, por ejemplo, padecí una viruela que me dejó la cara marcada y que se ha convertido en uno de mis rasgos distintivos.

La mortandad infantil era altísima. No era fácil subsistir. Como era propio de aquellos tiempos, tuve hermanos de leche, pues Keke no producía la suficiente. Empecé a hablar enseguida. Tampoco tardé demasiado en caminar. Me han contado que Keke sostenía entre sus dedos una margarita y el pequeño Soso –o Soselo, como me llamaba– corría para cogerla. Supongo que, más allá de la superficialidad de las anécdotas que corren por ahí, fui normal, como cualquier otro. Me gustaba jugar con los demás críos y hacer trastadas. Nada fuera de lo común.

¿Qué rasgos de su infancia permanecen en Stalin?

Si algo he conservado de entonces es el gusto por tatarear las canciones que escuchaba de los campesinos cuando recorrían las calles, al regresar de su trabajo. Me han contado que no lo hacía mal. Nunca he dejado de cantar, incluso en momentos duros, cuando por ejemplo me reunía por las noches con los miembros del Partido en mi dacha, durante los peores días de la Gran Guerra Patria. Para aliviar tensiones, coreábamos y bailábamos, siempre con botellas cerca. También de aquellos años me viene el interés por la jardinería y en especial por las flores. Adoro disfrutar de un buen huerto y lamento que mi actividad política no me haya dejado más tiempo para dedicarme a cultivar uno como es debido. Aunque he tenido que cortar innumerables malas hierbas…

¿Qué recuerdos tiene de su madre?

Lo habitual. Se ha hablado de que yo podría ser hijo de otro hombre, del jefe de la Policía de Gori o de un buen amigo de la familia. Son infundios pequeño burgueses propagados con objeto de dejar a mi madre como una vulgar ramera, de la que aseguran que vendía su cuerpo cuando no entraba dinero en casa. Todo eso es porquería, chismorreos de borrachos y rencorosos, dictados por una moral podrida. No hay que hacer caso de esa bazofia. Incluso yo mismo he llegado a bromear con que mi padre fue en realidad un cura.

Mi madre, como le he contado, era supersticiosa y albergaba la esperanza de que yo siguiera una carrera religiosa. Por sus tradiciones, Keke podía ser cariñosa y a la vez estricta. Me imagino que en cierta forma todas las madres son así. Para ella, después de la desaparición de mis hermanos yo era el centro del mundo, así que el cariño y la disciplina en ocasiones se confundían. No guardo mal recuerdo de Keke. Entiendo que sus fragilidades estaban determinadas por las circunstancias.

¿Y Beso?

Beso era distante, incluso frío. Se pasaba todo el tiempo en la zapatería. Bebía en exceso. Sus clientes a menudo le pagaban en vino, a lo que hay que sumar el que muchos de sus negocios los remataba en la taberna. En un antro conoció a alguien que tal vez le interese, pues seguro que le servirá para hacer alguna interpretación absurda: un tal Poka, un hombre de ojos enfebrecidos y fumador empedernido que había sido desterrado por narodnik, es decir, por ser un terrorista nihilista, seguramente miembro de la Voluntad del Pueblo. Fue el primer revolucionario al que conocí y traté, aunque sus métodos ahora me parezcan estériles y contraproducentes, como no tardaría en dejar claro el camarada Lenin, siempre tan perspicaz. Aquel individuo me regaló un canario. Falleció en la calle, completamente beodo, mientras caía la nieve sobre él. En este mundo siempre ha resultado doloroso ser un revolucionario.

Su padre también acabó siendo alcohólico

No podía dejar de consumir. Lo hacía con quien fuera, incluso con los sacerdotes de Gori, que siempre fueron unos notables borrachines. Uno era el padre Charkviani. Cuando terminaba de oficiar llegaba a casa para recoger a Beso e irse juntos a la cantina. Volvían tarde, tarareando. Era un espectáculo lamentable.

La degeneración de Beso, como pasa siempre con la embriaguez, fue tan veloz como radical. No tardó en volverse un hombre descuidado, incluso en su aspecto, metido en peleas con otros achispados, de las cuales no salía bien parado.

Según Keke, empezaron a temblarle las manos y dejó de coser los zapatos, así que el negocio seguía adelante solo gracias a los aprendices. Era también celoso, especialmente con el comerciante de licores Egnatashvili, que ayudaba a nuestra familia y en especial a Keke. Se trata de ese amigo al que me he referido del que aseguran que podría ser mi padre. Puede que incluso mi madre, cuando mi progenitor se largó y se quedó sola, en efecto algo tuviera con él. ¿Quién sabe y a quién le importa? A mí, nada.

Esos rumores siempre han estado presentes...

Lo cual, le repito, me resulta irrelevante. Estoy curado de espanto. Cuando cataba mucho, Beso me llamaba bastardo. Yo no le hacía caso.

«Los embriagados no suelen decir la verdad, a diferencia de lo que se cree».

Son charlatanes, siempre con fanfarronadas, dispuestos a hacer daño sea como sea, para hundirse aún más en su autocompasión. Beso el Loco, le apodaban en las tascas.

Mi madre, dado que no había dinero, empezó a limpiar casas para sacar adelante a la familia, es decir, a mí. Ahí empezaron a circular esos rumores sobre su presunta prostitución que, en el fondo y en la superficie, y más si cabe desde el punto de vista de una moral materialista, solo puede ser fruto de mentes inmundas. Nunca los he tenido en consideración. Sí recuerdo que, al igual que mi padre, me sacudía con frecuencia.

Mucho después, una vez que la visité, me preguntó a qué me dedicaba. Al responderle que era como un nuevo zar, me replicó lacónica: «Te hubiera ido mejor como sacerdote».

No parece que acopie rencor hacia su padre

¿Por qué habría de guardarlo? Beso era un hombre de su tiempo. No espere de mí que tire de la fraudulenta moral burguesa, como ya le he avisado. Podía ser un borracho y un hombre agresivo, pero al mismo tiempo recuerdo las historias que muchas noches me contaba de los héroes georgianos, casi todos bandidos, que se rebelaban contra la injusticia del sistema. Aquello me influyó muchísimo.

A veces demostraba ternura sentimental, la propia de los achispados, surgida de la mala conciencia. Es probable que mi afamado aguante con el alcohol se deba precisamente a él. Beso fue quien me dio a beber por primera vez.

«Puedo estar horas brindando entre camaradas sin caer jamás en la ebriedad, lo cual ofrece ventajas a la hora de ejercer el poder en esos momentos que pueden ser decisivos. Un borracho no cuenta la verdad, pero a veces la desvela sin querer».

Eso debo agradecérselo a Beso. En ocasiones, por ejemplo a la hora de firmar mis poesías, he empleado el apodo Besoshvili, es decir, hijo de Beso.

La vida de Beso fue dura

Fue una víctima del incipiente capitalismo de Gori. Era un remendón hábil, que podía elaborar dos pares en un solo día. Le cortaron las alas de sus sueños, aunque él contribuyó notablemente a su caída.

Hacia 1884, cerrado el taller y arruinado, marchó a Tiflis, donde se afanó en una gran fábrica de calzado, plenamente industrial. Fue su perdición. Volvía a casa de vez en cuando, pero no solía traer mucho dinero, pues lo había deglutido, en Tiflis o en otras tabernas a lo largo del camino. Se fue tornando más violento y era frecuente que durante aquellas visitas se le fuera la mano. Una vez incluso le lancé un cuchillo para que no me golpeara. No fue a mayores: fallé y él no logró atraparme.

Como le he dicho, Keke también solía emplear la fuerza física. Antes de realizar juicios de valor teñidos de hipocresía, debe entenderse en aquel entorno brutal, miserable y terrible, lleno de dificultades, sin apenas educación. Beso era un hombre frustrado y Keke una mujer sencilla. No hay otro misterio.

Un contexto que aprendió pronto usted mismo, en las calles

¡Qué remedio! Soso era un niño en el fondo consentido, cuya madre sentía veneración por él. Cuando empecé a salir de casa mantuve incontables peleas, entre otras razones porque no entendía que nadie se resistiera a cumplir mis caprichos.

El Cáucaso siempre ha sido un lugar impetuoso, donde las disputas se dirimen no pocas veces con el filo de un cuchillo. Se arrastra una historia de nacionalidades enfrentadas, de viejos pleitos, reales o no, cuya memoria se pierde en el tiempo, pero que se trasladan como una enfermedad hereditaria. Me costó tiempo dejar de ser un blando y aprender a contender, a calibrar cuándo hay que golpear o cuándo hay que manipular a otros para que lo hagan por ti. También hasta dónde puede llegarse con una amenaza. Mientras tanto me llevé unas cuantas palizas de las que, al cabo, obtuve buenas lecciones.

«La calle enseña a ser cuco y avisado, a medir a tus oponentes según sus fragilidades y tus propias fuerzas. Y algo importante: callar y esperar pacientemente, para así, en el momento adecuado, infligir el último golpe, cuando tu enemigo se ha confiado y no se lo espera».

Debe ser definitivo, del que jamás se recupere. Si no, volverá a por ti. Da igual el tiempo que se tarde. La venganza, si se ejecuta bien, es la mejor de las victorias, por incontestable. La calle es una escuela cruel, dura y eficaz.

¿Esas enseñanzas le han sido útiles?

Me han resultado indispensables en las tareas políticas, tanto fuera como dentro del Partido. Cuando, por ejemplo, he tenido que tomar decisiones que no han sido agradables y he tenido que dilucidar cuándo era el mejor momento de asestar el porrazo a un traidor, real o potencial, o qué alianzas podía tejer para que ese leñazo fuera aún más duro y desarticulara a una banda de conspiradores. Todo eso lo aprendí de manera incipiente en las calles de Gori. No era una existencia edulcorada, no fue la infancia de un aristócrata zarista entre institutrices y caballos poni.

A veces me vienen a la memoria aquellos chavales tan duros con quienes me crié, enemigos que pasaron a ser amigos y viceversa, como luego me ha sucedido en el Partido. Algunos de aquellos chicos fueron incluso importantes posteriormente en mi vida, como Simón Arshaki Ter-Petrosián, que, bajo el apodo de Kamo, resultaría decisivo para el atraco al banco de Tiflis, en 1907. Aprovecho para puntualizar que, pese a que se ha asegurado que yo fui el responsable de ordenar su muerte en accidente, en los años veinte, jamás se ha encontrado una sola prueba que justifique esa aseveración.

Por volver a lo que nos ocupa, aquella violencia de las calles de Gori, materializada en terribles rifirrafes por razones irrelevantes, que podían ir desde una rivalidad por la nacionalidad a la necesidad de ser el jefe de la pandilla, no me traumatizó, del mismo modo que tampoco deseo idealizarla. Esos ritos de ascenso son lo que son. La violencia es el único medio de lucha y la sangre el carburante de la historia.

Ingresó entonces en la escuela religiosa de Gori, en 1888...

Lo hice por dos razones. La primera, porque yo había llamado la atención de algunos religiosos, que veían en mí a un muchacho temeroso de Dios, convencido de las bondades de la religión. Obviamente era un pobre crío, un mocoso ignorante. La segunda fue por atender al deseo de Keke. Supongo que pensó que aquello me forjaría un futuro.

Ella se encargó, pese a las estrecheces económicas, de que entrase bien vestido, sin los harapos que gastaban muchos compañeros, lo cual despertó suspicacias y envidias.

Yo era un buen estudiante. No tardé en hablar y escribir fluidamente el ruso, al tiempo que mis compañeros empezaron poco a poco a respetarme. A veces más allá de lo académico, porque supuso alguna que otra nariz rota. Los profesores me consideraban un joven brillante y prometedor.

Sin embargo, su padre lo sacó de la escuela

Cuando iba a subir de curso. Beso me llevó con él a Tiflis, a la fábrica Aldejánov de zapatos. Completamente embrutecido por el alcohol, pensaba que así me iba a dar la posibilidad de labrarme un futuro. No se lo reprocho. El disgusto de mi madre fue enorme, pero él era violento y tenía que salirse con la suya de una u otra forma, así que me sacó a la fuerza del seminario y me inscribió en la industria. Yo era apenas un niño, algo que no le importaba lo más mínimo al potentado Aldejánov, un sucio explotador capaz de cualquier vileza por aumentar su capital.

Los sueldos eran bajísimos y las condiciones nauseabundas. El parásito Aldejánov era sobradamente conocido por oponerse a cualquier mejora laboral, por mínima o razonable que fuera. Contó siempre con el apoyo de las fuerzas más reaccionarias del zarismo a la hora de reprimir las huelgas. Lo hacían con inusitada ferocidad, a golpe de látigo. En aquel Tiflis paupérrimo pude conocer por primera vez el capitalismo y sobre todo al enemigo de clase, al adversario de la humanidad. E instintivamente quién sabe si comprendí que la única forma de relacionarse con esos individuos, con esa escoria, con los Aldejánov de la Tierra, era como se trata a un insecto venenoso: aplastándolo con la suela hasta aniquilarlo. Si no, será él quien acabe contigo.

¿Esa experiencia le marcó definitivamente?

Sin ella, mi conciencia política nunca se hubiera despertado como lo hizo años más tarde. Vivía con cierta independencia, en las afueras, en un cuarto cochambroso. Mi sueldo no daba para alegrías, menos si cabe con Beso cerca. Era una vida áspera, dura, de las que hacen crecer a estacazos. Como acabo de mencionar, aquello me ayudó, de una forma tal vez inconsciente, a formarme como militante comunista. Fue una experiencia necesaria. Sin embargo, mi madre, una beata bien conocida en las iglesias, convenció a los sacerdotes de Gori para que mediasen con mi padre. Beso aceptó y abandoné ese entorno fabril, deshumanizado y destructivo para regresar a mis estudios en el seminario. Aquello probablemente desatara en mi progenitor un sentimiento irrevocable de fracaso.

Desde entonces lo vimos poco. Algunos conocidos nos contaban que seguía bebiendo desaforadamente y metiéndose en líos, sin dejar de hundirse más, hasta convertirse en un ser al que el calificativo de humano le quedaba grande. Murió por una cirrosis hepática antes de la Gran Guerra, parece ser. O de unos navajazos, aseguran otros. Me da lo mismo. No lo he llorado jamás. Tampoco he sentido por él rencor, pese a las palizas y a su desastroso ejemplo. Quizá por entonces, como joven irreflexivo, sí que lo odiase. Hoy sé que fue, a su modo y por su poca cabeza, otra víctima más de un entorno criminal, ese mismo a cuya destrucción he dedicado mi existencia. Quizá, si usted quiere creer en esas paparruchas de la psicología contemporánea, mi labor política sea en cierto modo un homenaje indirecto al malogrado Beso.

De lo que no hay duda es de que su estancia en esa escuela le imprimió carácter

¡Cómo no iba a marcarme!

«Los años de formación son esenciales para el resto de tu vida».

Incluso físicamente: fui atropellado por un faetón a la puerta de la escuela y me dejó el brazo maltrecho. Con todo, seguí peleando para hacerme un hueco en aquel pequeño mundo, para mí inmenso. Sobre todo lo hacía con los más fuertes. Me podían tumbar, pero yo me levantaba una y otra vez, mientras tramaba mi resarcimiento.

Yo era un mal bailarín, algo que entonces se tenía en cuenta entre la juventud georgiana. Hacía travesuras, cosas en realidad sin importancia, como robar o maltratar animales. En el seminario fui distinto: era aplicado, además de buen lector, costumbre que he mantenido. Me gustaban particularmente los autores georgianos, como Alexander Qazbegi, autor de El parricida. Su protagonista, un bandido de las montañas que tiene sus particulares códigos de honor y que es un héroe, se llamaba Koba. Yo quería ser como él, en una visión infantil y sin duda tontamente romántica, puesto que aún no conocía el marxismo. También disfrutaba de la poesía. Gracias a esas lecturas y las de clásicos griegos o de la Biblia aprendí a desenvolverme a la hora de escribir, también a adquirir rudimentos de oratoria, aunque ese, la verdad, nunca haya sido mi fuerte, a diferencia de la brillantez del camarada Lenin, cuyas palabras, fuera en un discurso ante obreros o ante el Buró político del Partido, podían cambiar el rumbo del mundo.

Yo me hice socialista en el seminario porque el género de disciplina que allí reinaba me ponía fuera de mí. Esa institución era un nido de espionaje y embrollos. A las nueve de la noche se nos reunía para el té y, cuando volvíamos a nuestros dormitorios, nos encontrábamos con que los armarios y nuestros objetos habían sido visitados. Y lo mismo que todos los días registraban nuestros papeles, diariamente escrutaban nuestros espíritus. No podía soportar más aquello. Todo eso me irritaba.

¿Hubo algo que le impactara particularmente?

Sí, fue un suceso que nada tuvo que ver con el colegio. Me refiero al ahorcamiento público en Gori de dos bandidos que, como Koba, tenían sus propias reglas y despreciaban la opresión imperial y el chovinismo ruso. Fue una provocación de las autoridades. La sentencia se leyó en ruso para demostrar quién mandaba. Conseguí contemplar la ejecución, que derivó en disturbios. La soga tardó en hacer su trabajo, así que aquello fue cruel, agónico. Allí entendí que el zarismo no iba a dar tregua y que el único lenguaje que iba a entender era el de la violencia despiadada. Cualquier tipo de miramiento significaría una derrota.

Es decir, que comprendió que era un soldado comprometido

«En una guerra de clases hay que ser implacable».

Como escribió Robespierre, «castigar a los opresores es clemencia. Perdonarlos es barbarie». Esa es una lección que el camarada Lenin también asumió, en su caso por la ejecución de su hermano Alexander.

Los comunistas jamás hemos temblado cuando se ha tratado de aniquilar al contrario, haya sido un explotador capitalista, un traidor del Partido o un militante nazi. Nuestra ética no es la burguesa, de modo que no albergamos prejuicios hipócritas, una quimérica moral que confunde la caridad con la solidaridad. Aspiramos a la destrucción de las mutaciones del capitalismo, sea el imperialismo o el nazismo, esto es, al final definitivo de la opresión de clase. Esas son las reglas y las aceptamos: o ellos o nosotros. O una humanidad libre o sojuzgada.

Esa constante guerra a muerte contra la clase opresora, el odio de clase para crear una maquinaria implacable cuya vanguardia es el Partido no admite contemplaciones, por terribles que sean. Lo intuí siendo joven al asistir a la ejecución de aquellos dos bandidos que tan solo querían ser, a su manera, libres del yugo imperial ruso.

¿Esa ejecución despertó definitivamente su conciencia política?

No exactamente. Yo no podía articularlo como acabo de hacerlo, más allá de lo que podríamos definir como un cándido sentimentalismo georgiano. No disponía de una preparación ideológica sólida, algo que para los comunistas se antoja indispensable. De ahí que demos tanta importancia a concienciar a otros, a despertarlos de su letargo.

Como he comentado, era estudioso, devoto, aunque en la calle fuera un pequeño demonio. Me gustaban casi todas las materias, se tratase de Caligrafía o Catecismo. Pese a mi parón para ir Tiflis, mis notas siguieron siendo excelentes, salvo en alguna asignatura como la Aritmética. He admirado siempre a quienes se manejan con los números. Yo he sido escrupulosamente cauto cuando, por ejemplo, se trata de deducir y explicar una estadística.

En 1894, la junta de la escuela, admirada ante mi buen rendimiento, me entregó un certificado y me recomendó para ingresar en el seminario de Tiflis. No lo dudé.

¿Un futuro revolucionario aspirando a religioso en el seminario de Tiflis?

Suena paradójico. Antes de que se lo tome como broma, recuerde cómo el camarada Lenin admiraba sin ambages a los jesuitas. A nuestra manera somos verdaderos creyentes. Para un comunista no hay lección desdeñable, sea en el pasado o el presente. Nuestro deber es ser humildes y observar, para aprender y aprovecharnos en nuestro combate de aquello que pueda ser útil para los fines que nos hemos propuesto. Los años de seminario fueron provechosos.

La disciplina era estricta. Debíamos dar cuenta de los gastos, solo se podían leer los libros permitidos, cualquier falta se castigaba con el aislamiento... Para mantener ese régimen, dirigido ferozmente por el rector Guermoguén, primaba el típico y asqueroso chovinismo ruso. Había informantes entre los alumnos. Yo era de los mayores. Había llegado desde un Gori primitivo, por lo que, aunque tuviera al principio algunos roces con las autoridades, me afectaba menos que a otros. Sabía sobrevivir.

¿Cómo era la educación del seminario?

Era exquisita, la mejor a la que se podía acceder. Debíamos leer a clásicos como Jenofonte o Aristóteles para profundizar en lo más selecto de la cultura occidental. Al principio mis notas fueron excepcionales, salvo en Griego y Latín.

Poco a poco, las asignaturas se deslizaban hacia cuestiones religiosas, casi siempre de fe. Me interesaban menos, pues estaba dejando de creer. Mis intereses se habían trasladado hacia la literatura georgiana, nuestra tradición, que estaba terminantemente prohibida en el seminario. Trapicheábamos con los textos en secreto, con ese placer que implica cualquier transgresión. Aquello forjó una cantera, no exenta de complicidad, de rebeldes, algunos de los cuales fueron expulsados. Había una larga tradición de subversivos en el seminario. Incluso uno de ellos, un tal Largiashvili, al que yo conocía de oídas en Gori, había apuñalado al rector en 1886.

O sea, que el seminario era un nido de potenciales revolucionarios

Muchos de aquellos que habían organizado huelgas por la pésima calidad de la dieta serían luego camaradas del bolchevismo georgiano. Por ejemplo, Philippe Majarazde.

Cuando estuve, pese a que me sumaba a veces a esos actos de insubordinación, la cosa estaba más tranquila. Tenía otros intereses más acuciantes, como el de la escritura. Tiflis estaba lleno de revistas donde era fácil conseguir libros, así como en algunas librerías, como la que llevaba un tal Chelidze. Era una ciudad cosmopolita, al menos comparada con la provinciana Gori.

En una de esas revistas, Iveria, publiqué mis primeros poemas, entre 1895 y 1896. Se trataba de versos inocentes, de aspiración romántica y técnicamente pulidos, escritos en un georgiano puro y firmados bajo pseudónimo. Este fue uno de los más celebrados, «Mañana», de Soselo:

El capullo rosado se abre

rápido se tiñe de pálido azul violáceo.

Y, agitada por una brisa ligera,

la lila del valle se inclina sobre la hierba.

La alondra ha cantado en el oscuro azul,

volando más alto que las nubes,

y el ruiseñor de dulce sonido

canta desde los arbustos una canción a los niños.

¡Flor, oh, mi Georgia!

¡Deja que reine la paz en mi tierra natal!

¡Y que vosotros, amigos, deis renombre

a nuestra patria con vuestros afanes!

¿No pensó en dedicarse a la literatura?

¡No! Aquellos poemas fueron avatares de juventud.

Paulatinamente, aunque pudiera haberme abierto camino en el mundo de las letras por el patronazgo de algunos burgueses que me consideraban una esperanza para la literatura georgiana, fui abandonando esas pretensiones poéticas para sustituirlas por la lectura de textos más enjundiosos.

En el seminario me pillaron con un ejemplar de El noventa y tres, de Víctor Hugo, por lo que fui castigado. Cuando me atraparon con Los trabajadores del mar, también de Hugo, me metieron en la celda de aislamiento. No me importaba. No reconocía a esa autoridad y las materias que debía estudiar las ignoraba ampliamente. Primero las memorizaba y las olvidaba una vez que me habían examinado. Por entonces leí por primera vez a Marx. Conseguí prestado, compartido quincenalmente con unos amigos, el primer tomo de El capital, que devoramos y produjo en mí un cambio radical, absoluto. Me deslumbró.

Mientras trataba de ocultarme de las autoridades del seminario y de los confidentes, empecé a recrearme con cualquier texto relacionado con la economía o la historia. Disfrutaba de lo que supusiera profundizar en la consideración marxista y materialista de la realidad. El pensamiento marxista, su afilada capacidad de análisis, es un arma formidable.

¿Por qué abandonó el seminario?

Porque comprendí que se había vuelto una pérdida de tiempo. Me fugué en 1899, antes de los exámenes finales, sin dar explicaciones. A veces he jugado a contar, tal vez por epatar y ganar cierta credibilidad, que me expulsaron por ser un marxista. Lo cierto es que había perdido cualquier tipo de fe, y mi estudio constante, durante el día y durante la noche, se centraba en cuestiones que nada tenían que ver con aquel ambiente. No guardo mal recuerdo.

¿Salió de allí sin oficio ni beneficio?

Partí iniciado en el arsenal analítico del marxismo, algo valiosísimo. Conocía cuál iba a ser mi misión, la Revolución.

«Le daré un consejo: nunca desdeñe a alguien tenaz y ambicioso que sabe claramente cuáles son sus metas».

Gracias a unos amigos de inquietudes revolucionarias empecé a trabajar en el Observatorio de Física, donde me encargaba de medir la temperatura y la presión. Conseguí una habitación y después un pequeño apartamento, también con esos camaradas.