Entrevista a Simón Bolívar - Javier Fernández Aguado - E-Book

Entrevista a Simón Bolívar E-Book

Javier Fernández Aguado

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Beschreibung

El pensador español Javier Fernández Aguado, referente contemporáneo en la ciencia del gobierno de personas y organizaciones (management), acomete con brillantez el desafío de entrevistar al poliédrico Simón Bolívar. Héroe, para algunos; traidor, para otros. Sus decisiones y contradicciones se abatieron sobre millones de individuos. Bolívar aprovechó el turbio entorno provocado por la invasión napoleónica de España y la decadencia de la monarquía, incapaz de gobernar América. Emprendió una aventura de independentismo y unificación territorial de los virreinatos cuyas piezas fue encajando sobre la marcha afectado por su narcisismo, reiteradamente explicitado en sus escritos. Se aupó en el título de Libertador, fruto de su pericia militar y de la propaganda por él desplegada, y lo explotó en sus arengas, correspondencia y proclamas. Todo culminó en un colosal fiasco al despertar de un sueño republicano que nunca pasó de ser una quimera.

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Seitenzahl: 298

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Título original:

Entrevista a Simón Bolívar.Héroe y traidor

Primera edición: Abril 2025

© 2025 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Javier Fernández Aguado

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: David Visea

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-10209-66-4

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

A Marta, Sofía y Enrique, a quienes he procurado transmitir mi amor por España y los países hermanos.

A mis innumerables amigos repartidos por América, de los que siempre aprendo y con los que me comunico en un español con fascinantes modulaciones.

ÍNDICE

Cubierta

Título

Créditos

Índice

Presentación

Prólogo

Introducción

La infancia de un libertador

La formación de un líder

El viaje sentimental a España

El segundo viaje a Europa

El latido de la independencia

Objetivo Londres

La independencia

Guerra contra España

La vuelta a la lucha

La campaña del Magdalena

La Campaña Admirable y el terror

El Libertador en Caracas

La Carta de Jamaica

De vuelta en Venezuela

El líder supremo

El Congreso de Angostura

La campaña libertadora de Nueva Granada

La Gran Colombia

Carabobo

Más allá de Los Andes

La campaña del Perú

Bolivia

El Congreso de Panamá

El tiempo de los caudillos

Presidente Libertador de Colombia

El final del laberinto

Epílogo

Glosario de personajes

Bibliografía

Anexo: Decreto de Guerra a Muerte

Guide

Cover

Índice

Start

PRESENTACIÓN

Como puntea Javier Fernández Aguado, parafraseando el bolero de Álvaro Carrillo, pasarán más de mil años y la figura de Simón Bolívar (1783-1830) seguirá inmersa en debates. Algunos se empecinarán en destacar al héroe; otros, al individuo sin escrúpulos que arrasó áreas del continente americano en lo ético, lo social y lo financiero.

Bolívar acumula en sí facetas más que dispares, enfrentadas. Se esforzó con brío, fruto de un resentimiento contra España por no haber respondido a sus ansias de grandeza nobiliaria en el país de sus ancestros. Justificó con otros motivos sus presuntas ganas de libertar a unos pueblos a los que –lo repitió con frecuencia– despreciaba.

Pese a su proclamado republicanismo, Bolívar diseñó los fundamentos de una aristocracia caudillista propietaria de naciones frágiles, en las que la corrupción y sus consecuencias se transformaron en una enfermedad crónica que aún hoy asola el continente. Embebido de su atribuida talla histórica, Bolívar desatendió a cualquier discrepante. Como detalla el autor, en el declinar de su existencia anheló una asociación más que interesada con la Iglesia, ambicionando recuperar el orden del Antiguo Régimen. No logró su propósito de ingeniería social ni su empeño de nacionalismo global hispanoamericano.

El conflicto racial nunca se diluyó. Las élites hispanoamericanas maltrataron implacablemente a los indígenas. La Corona española había brindado, con limitaciones, una proección legal, articulada por la Iglesia. A pesar de todo, todavía hoy España sigue siendo instrumentalizada como chivo expiatorio para endulzar los crímenes de los mandatarios americanos que contemplaron, y contemplan, a los indígenas como seres de segunda categoría.

De todo esto y de mucho más trata esta entrevista de Javier Fernández Aguado a Simón Bolívar. Es la tercera de una serie imprescindible para los interesados en profundizar en los razonamientos de personajes clave de la historia. Primero fue a Aristóteles, luego a Stalin y ahora al proclamado Libertador.

Como bien señala el pensador español, Bolívar se benefició de los errores de los peninsulares. Las últimas imposiciones borbónicas fueron sus mejores aliados. Carlos IV y Fernando VII lo hicieron irremediablemente mal en América en los últimos compases del siglo XVIII y primeros del XIX. Bolívar catalizó un derrumbe anunciado, erigiendo una imagen de sí mismo de la que se serviría hasta el día en que rindió cuentas ante el Creador.

Resultan risibles las reivindicaciones de Bolívar desde ámbitos tan insospechados como las dictaduras locales contemporáneas, que plagian la pardocracia que tanto abominaba Bolívar. Es igualmente bufa la pretensión de sectores reaccionarios, como la deriva fascistoide del peronismo, de erigir a Bolívar en la encarnación del caudillo que trató de poner orden en el continente. Sus propios yerros inducen a esas estrambóticas reclamaciones.

Fernández Aguado no prejuzga a Bolívar, sino que profundiza en cómo pensaba y actuaba. El lector ha de obtener las conclusiones. El sabio español, además de manejar una crecida bibliografía sobre el libertador venezolano, ha conversado con numerosos colombianos y venezolanos, y recorrido reiteradamente Colombia, Bolivia, Argentina, Chile, Ecuador y Venezuela a lo largo de los últimos treinta y cinco años. Ha visitado las residencias de Bolívar, la iglesia madrileña en la que maridó, los enclaves donde se reunió o la ventana por la que escapó de ser asesinado tras su enésima escaramuza erótica con Manuela Sáenz.

El lector tiene en sus manos un texto para personas con anhelos por aprender. Para lograrlo ha de renunciar al fanatismo y al maniqueísmo, valga la redundancia, antes de abrir la puerta.

Josep CapellCEO de CEINSA

PRÓLOGO

Tras entrevistar al filósofo griego Aristóteles y al dictador soviético Stalin, el pensador español Fernández Aguado ha dedicado cientos de horas a charlar con Simón Bolívar, El Libertador. Considerado por la BBC Mundo como «Personaje del Milenio» fue sin duda el más importante estratega, militar y político venezolano de todos los tiempos.

Desde que lo conozco, hace más de 25 años, Fernández Aguado es un enamorado de América. Ha recorrido el continente en numerosas ocasiones desde Canadá a Chile, impartiendo conferencias o asesorando a directivos e instituciones públicas y privadas, incluyendo algunos Gobiernos. En más de una ocasión ha confesado que él tiene el corazón dividido a los dos lados del Atlántico, porque se siente tan en casa en España como en Colombia, Venezuela, Ecuador, México o Chile. Es capaz de contemplar todo lo bueno de nuestras naciones sin excluir por eso los aspectos mejorables.

Fernández Aguado entabla una conversación franca con un Simón Bolívar humano, de carne y hueso, abrumado de deseos, emociones y frustraciones. Hace una radiografía de un estadista con sus luces y sus sombras. No parte de prejuicios, sino que induce a que el propio Bolívar nos presente el porqué de sus decisiones. Basado en un estudio exhaustivo de biografías, cartas y tesis desarrolladas por grandes estudiosos de la vida y obra de Bolívar, el pensador español logra presentar la lógica del conocido como El Libertador.

Como venezolano y bolivariano que creció estudiando las hazañas militares y admirando la visión política de Simón Bolívar confieso que no coincido con muchas de las opiniones expresadas en la introducción de esta obra. No obstante, encuentro fascinante cómo en los siguientes capítulos Fernández Aguado logra dar vida al «padre de la patria», combinando una rigurosidad histórica con un profundo entendimiento de la idiosincrasia de los habitantes de la tierra del realismo mágico.

La grandeza de personajes como Bolívar no surge de una visión sesgada, sino de entender tanto su magnanimidad como sus desaciertos. Esta obra indudablemente generará polémica entre seguidores y detractores del Libertador, pero definitivamente deleitará a los buscadores de la verdad, esa verdad que nos hace libres. Rehuir el conocimiento es propio de caracteres débiles y acomodaticios. Profundizar en los hechos exige valentía y nos hace más sabios.

Además de las diferentes visiones de la vida de Bolívar y detalles de su liderazgo, este libro se presenta como una innovación de la narrativa histórica contando de forma amena y entretenida la historia de la independencia de Hispanoamérica, referida por su principal protagonista, tal como ya lo hizo Fernández Aguado en Entrevista a Aristóteles. Filosofía para lideres y emprendedores (Almuzara, 2023) y en Entrevista a Stalin. La lógica de un dictador (Kolima, 2024).

Termino agradeciendo al doctor Fernández Aguado por ayudarnos a entender mejor nuestras raíces, reconocer nuestras oportunidades y de este modo seguir creciendo como individuos, como sociedad y como continente. Y en especial en el mundo de hoy, donde los nacionalismos exacerbados en Norteamérica y parte de Europa cierran las puertas a naciones en desarrollo como las nuestras, haciendo más vigente que nunca la visión de Bolívar de una Hispanoamérica unida.

Nelson Padua VillegasCEO de Master Retail

INTRODUCCIÓN

Parafraseando el bolero de Álvaro Carrillo, pasarán más de mil años y la figura de Simón Bolívar (1783-1830) seguirá inmersa en la polémica. Oscila junto al péndulo del tiempo y sin apenas transiciones entre la imagen del héroe y la del traidor, la del libertador que emancipó una zona de América y la del canalla que dejó una amplia extensión del continente devastada en lo moral, lo político y lo económico.

Los muertos tienen la virtud de no quejarse de lo que de ellos se narra, sea mentira o verdad. La realidad, alérgica al cliché, es más compleja que una foto fija. Hasta el punto de no quedar claro, ni en las sangrientas dictaduras más delirantes o en el neoliberalismo reaccionario, si el Bolívar al que se reivindica es el cosmopolita revolucionario de la Carta de Jamaica o el estadista cauto y conservador que pretendió gobernar Colombia durante los últimos años de su vida.

Bolívar es poliédrico, acopia facetas dictadas por una apresurada combinación entre la oportunidad y el convencimiento. La propia de quien afrontó el siglo XIX con herramientas del XVIII y que apenas mutó, incapaz de comprender que el mundo que estaba ayudando a alumbrar nada tenía que ver con el que había dejado atrás. Menos aún con el que columbró en su fantasía. Se esforzó con denuedo, fruto de un enervante resentimiento contra España por no haber atendido esta sus delirantes anhelos de grandeza nobiliaria en el país de sus ancestros y con conjeturales anhelos de libertar unos pueblos a los que en el fondo y la forma despreciaba. Él lo repitió con frecuencia.

Esa mixtura entre quien debería adaptarse a las circunstancias y quien sigue empecinado en que las circunstancias le den la razón ilustra lo que probablemente sea el peor de sus legados.

Pese a su presunto republicanismo, Bolívar, al repartir sus triunfos entre afines de dudosa condición, diseñó las bases para una nueva aristocracia apalancada en caudillismos. Una ávida oligarquía dueña de unas naciones frágiles, en las que la corrupción y sus consecuencias —entre otras el asesinato político, como el de Manuel Piar o el de Antonio José de Sucre– se convertirán en una enfermedad crónica que aún hoy asola, en su versión 3.0, el continente.

La imposibilidad de controlar unos territorios vastísimos, en una época donde las infraestructuras eran insuficientes y las comunicaciones lentas, obligó a Bolívar a delegar su poder, que siempre fue menor de lo que él conjeturaba. Apoyándose en una élite criolla, hija y heredera de las virtudes y los vicios de España, Bolívar fue incapaz, en un proceso democratizador con escaso alcance, de algo más que de sustituir una clase dominante por otra. Con la salvedad de que, cuando España se retiró, determinados estratos de la sociedad, en especial el indígena, perdieron lo poco que tenían, fuera por la ineficacia de las reformas para propiciar su participación en la vida civil o por el dominio, no exento de violencia, de una élite criolla que pergeñó con saña el que sus privilegios aumentasen a costa de los menos pudientes; menesterosos que, por cierto, habían sido en buena medida atendidos por el escudo social protector implementado por la Iglesia católica con el apoyo de los virreyes peninsulares.

Bolívar se confió a caciques que, al adueñarse de ciertas regiones, incrementaron su poder y riqueza mediante la violencia. Se repartieron perversamente el botín. Es, entre otros, el caso de José Antonio Páez, probablemente el más astuto de quienes acabarían por traicionar a Bolívar. Luego, su mala conciencia, además del oportunismo político, provocará el traslado de los restos de Bolívar a Venezuela, en 1842. El caudillismo impulsó un desaforado reparto de recursos entre las élites a cambio de protección. Esas malandanzas culminaron con el apuñalamiento del proyecto republicano y el anhelo de unificar América. Se generó, al cabo, una fragmentación social mayor de la que había existido durante el imperio.

¿Fue Bolívar el inventor del caudillismo americano? No solo él, pero sus decisiones lo propiciaron. Cabe preguntarse si, dado aquel contexto, pudo haberse comportado de otro modo. Embarcado en guerras y recorriendo decenas de miles de kilómetros para afrontar desafíos, Bolívar, acuciado por las imposiciones del día a día y por una inestabilidad que espoleaba sus arbitrajes, apenas tuvo tiempo para gobernar serenamente.

Delegó impropiamente en otros la gestión, porque no seleccionó con acierto a sus acompañantes. Además, su ejemplo no era precisamente el mejor.

Le faltaron templanza, justicia, prudencia y, en el declinar de su existencia, fortaleza. Gobernó a impulsos y de forma incoherente. Sus subalternos difícilmente podían optimizar el mejorable –¡penoso e incongruente!– paradigma en el que se inspiraban.

Desatinadamente convencido de su talla histórica, Bolívar despreció tanto el legalismo constitucional de Francisco de Paula Santander, en Colombia, como el caudillismo clientelar de Páez, en Venezuela. Al ejercer el gobierno durante sus últimos años buscó armonizar sin brillantes resultados la espada y la ley, sujetándose a un despotismo que, erigido sobre el prestigio de una legitimidad ganada en el campo de batalla, resultó insuficiente para muñir un continente al que arrasó en lo financiero y lo ético. Al final y tardíamente anheló una asociación, más interesada que sincera, con la Iglesia, ambicionando recuperar el orden del Antiguo Régimen. ¡Una recóndita paradoja!

Colombia no podía mirar hacia el pasado que simbolizaba Bolívar, como tampoco lo iban a hacer Perú, Ecuador o Venezuela. El despotismo, que solo él y nadie más podía encarnar, fue una de sus innúmeras contradicciones.

Bolívar fue en esencia un soldado que, por la tentación de seguir hacia adelante para alcanzar su gloria, no supo regir.

Careció de visión estratégica y de integridad personal y corporativa. Ni siquiera logró culminar su propósito de ingeniería social, como tampoco un empeño de nacionalismo hispanoamericano. Una tentativa de republicanismo, lastrado por sus mesiánicas pretensiones —su intento de presidencia vitalicia, por ejemplo—, que se estrelló contra la realidad.

El conflicto racial que le preocupó, y que en buena medida alentó y cristalizó, nunca se diluyó. Repasaremos en la entrevista la diferencia de trato entre el ajusticiado pardo Manuel Piar y el mil veces perdonado traidor criollo Santiago Mariño. Si alguien ha maltratado implacablemente a los indígenas han sido las élites hispanoamericanas. La Corona española había brindado, aun con limitaciones, una protección legal y práctica, a menudo articulada por la Iglesia. Por crudo que suene, todavía hoy España sigue funcionando como chivo expiatorio, desde la política a la educación, para edulcorar los crímenes de los mandatarios americanos, que contemplaron, y contemplan, a los indígenas como seres de segunda categoría. En los numerosísimos viajes que he realizado por esas tierras desde 1991 he tenido ocasión de charlar con innumerables personas. Muchas son ejemplares, pero se multiplican quienes menosprecian en forma y fondo a sus compatriotas menos favorecidos. He escuchado en prácticamente todos los maravillosos acentos hispanoamericanos contemporáneos frases de descrédito sobre sus propios coterráneos que aún hoy me apenan.

El compromiso de Bolívar con la abolición de la esclavitud se plasmó en decretos con los que ensayó que otras razas descalabradas participaran activamente de la vida civil y asumieran responsabilidades. La menguada colaboración de unos criollos que solo velaban por sus intereses egoístas nunca alcanzó plenamente el hipotético ideal bolivariano; una muestra más de la abismal disociación entre el ideal y la realidad que bien pudiera ser un resumen, tosco pero preciso, de su trayectoria existencial.

Bolívar se benefició de los errores de España, ignorante de que América estaba mutando. Las imposiciones borbónicas, en su mayoría dictadas por la pésima situación económica de España y la complejidad política que se dio entre los dos siglos, fueron sus mejores aliados. Se limitó a aprovecharlas, como quien recoge una fruta que se desprende de una rama. Si no hubiera sido él, habría sido otro. España, atrapada en un declive que marcaría su siglo XIX, lo hizo irremediablemente mal en América. También en el campo de batalla, donde la incompetencia contribuyó a una derrota que, dada la sangrienta y perjura invasión napoleónica, era inevitable.

Bolívar catalizó un derrumbe anunciado.

Con sus proclamas, en una extraordinaria actividad propagandística que sigue asombrando por su vigor —era buen lector y mejor escritor–, instauró una imagen de sí mismo de la que se serviría hasta el último día.

Nada hubo parecido a esa apelación emocional en el bando peninsular. Peninsular y no español, porque españoles eran los líderes de ambos bandos. Los realistas, tras unas reformas tímidas e insuficientes, despacharon aquel enfrentamiento de forma prepotente, sin tratar de ganarse los corazones de los americanos y confiándose a una legitimidad no reconocida. España desplegó una intimidación antesala del fracaso. Su ferocidad sería un juego de niños frente a la impuesta por Bolívar. Como muestra, entre otras barbaries ordenadas por él, la ejecución en 1814 de ochocientos prisioneros y enfermos españoles en el hospital de La Guaira. Fueron, en fin, guerras de secesión, de españoles contra españoles, unos peninsulares y otros americanos. O si se prefiere, de americanos contra americanos, unos criollos y otros pardos. Todos eran españoles por sus ancestros y algunos americanos por el lugar de su cuna. Los verdaderos nativos, reitero, tuvieron un papel secundario. Al final, conviene recordarlo, fueron los verdaderos derrotados.

América nunca fue para los americanos, como proclamaban los embaucadores eslóganes.

Bolívar, como tantos en su época, desarrolló un vínculo personal con Gran Bretaña. Residió en Londres y su formación intelectual incluía autores anglosajones como Jeremy Bentham o John Locke. Más allá de esas aproximaciones intelectuales y sentimentales, en las que persistía la admiración hacia un sistema político, Bolívar comprendió que una asociación con Gran Bretaña era esencial para asentar a unas naciones incipientes, aunque implicara renuncias y dejaciones. Para él, aquellas naciones iban a ganar más aliándose con la potencia de la época –la vencedora de Napoleón y dueña de los océanos— que manteniéndose ajenas.

Gran Bretaña se aprovechó, incluyendo enormes préstamos financieros que dejaron a aquellas naciones empobrecidas por décadas y el envío de voluntarios ingleses. Aunque no acababa de fiarse de las veleidades. Tampoco necesitaba ir más allá, sabedora de que la debilidad de América le permitía no verse obligada a emplear excesivos esfuerzos para ejercer su control. La opción de Bolívar, insisto, endeudaría América por generaciones, condenando a la penuria a millones de ciudadanos de los países presuntamente liberados. La congoja de la antigua América española fue tan rauda como pronunciada y duradera. Aún hoy paga las consecuencias.

Resultan grotescas las reivindicaciones de Bolívar desde los ámbitos más insospechados. Para arrancar, la que ha promovido algún autócrata contemporáneo, cuyo sistema refleja la pardocracia que tanto abominaba Bolívar. Es ridícula, por cuanto aquel, en su republicanismo, trató de crear sociedades civiles parecidas a la inglesa, en las que la ley, sin entrar en derivas despóticas, fuera la base de la sociedad. Es también bufa la pretensión de sectores reaccionarios, como la inclinación fascistoide del peronismo, de ver en Bolívar la encarnación del verdadero líder americano, del caudillo que trató, gracias a su espada, de poner orden en el continente. Si algo pretendió su fallido proyecto republicano fue situarse, aun sin lograrlo, entre la tiranía y la revolución, ansiando que fuera la sociedad civil, y no las masas o los dictadores, quien tomara las riendas. Sus errores, fruto agraz de sus contradicciones, son los que aún hoy permiten esas estrambóticas reclamaciones.

Bolívar sigue siendo una figura inabarcable, difícil de comprender. Le produciría vómito conocer que se le emplea como un fantoche para camuflar ínfulas tiránicas y populistas de específicios déspotas locales.

Más allá de estos breves apuntes, que tratan de clarificar al incongruente personaje, con esta entrevista no prejuzgo a Bolívar, sino que propongo conocer cómo pensaba y actuaba. Ha de ser el lector quien saque sus conclusiones, que no tienen por qué ser las mías. Aquí presento a un individuo veleidoso, rijoso, caprichoso e impaciente, pero también al militar eficaz y contundente, el amante tierno, apasionado, disoluto y patrañero, al igual que al gobernante preocupado y oportunista.

Su historia tiene mucho de novelesca. Su jactancia herida, de la que brotó su afán independentista, se camufló en la altísima estima que sentía de sí mismo, del tamaño del continente. Supo trasladar su pasión desmedida y tornadiza en sus arengas a las tropas a su correspondencia y sus proclamas.

Sus fortalezas son debilidades y viceversa. El anhelo de gloria y la abrumadora confianza en sí mismo fueron su perdición.

La abundante documentación que he manejado ofrece una imagen fiel del personaje. Fuera de los debates enconados o las manipulaciones partidistas propongo entenderlo más que condenarlo o alabarlo. Mi esfuerzo será baldío para los fanatizados y los nescientes, y sugestivo para los lectores reflexivos, que acaso sean minoría. Pasarán más de mil años, pero el héroe seguirá siendo un traidor y el traidor continuará siendo un héroe. Parejero para algunos, bolichico para otros. Baste como ejemplo de su desmesura el recuerdo de aquel banquete en el que pateó sobre los manteles asegurando que así se trasladaría del Atlántico al Pacífico.

En 1946, el poeta Andrés Eloy Blanco escribió: «Bolívar es oceánico. Es el árbol: el que quiera una fruta para dar de comer a alguien, ahí está Bolívar fruta; el que quiera una estaca para dar golpes a un yangüés, allí está Bolívar con armazones; el que quiera una cruz para clavar a alguien, allí tiene a Bolívar con sus ramas cruzadas; el que quiera una flor para adornar la frente de la patria, allí está Bolívar florecido, y el que quiera una sombra para esconderse y ocultar una trampa o disparar un perdigón sobre algún incauto pájaro electoral, allí está Bolívar frondoso». Nadie presenta una existencia lineal. Mucho menos quien ejecutó incesantes virajes curriculares e intelectuales, posibilitados, entre otras causas, por la herencia mobiliaria e inmobiliaria que le dejaron sus ancestros peninsulares.

Tras él, y solo en el siglo XIX, se desarrollaron casi cincuenta guerras civiles en Colombia.

En mis incontables viajes a lo largo de los últimos treinta y cinco años he seguido los pasos de Bolívar. He visitado la iglesia en la que se casó en Madrid, sus residencias, los jardines en los que se solazaba, enclaves donde se reunió con otros conmilitones o la ventana por la que escapó por los pelos de ser finiquitado tras su enésimo relajo amatorio con Manuela Sáenz.

Me gusta recordar que aterricé por primera vez en América en 1991. Desde entonces he viajado docenas de veces a ese continente y he trabajado, casi siempre más de una vez y en algunos lugares decenas, en la mayoría de sus países, desde Canadá a Chile, pasando por Estados Unidos, Puerto Rico, México, Guatemala, Panamá, Ecuador, Colombia, Bolivia, Perú, Costa Rica, Venezuela, Argentina, Brasil o Paraguay. En cada una de esas naciones acopio amigos. He aprendido en cada ocasión en profundas conversaciones, con visitas a lugares emblemáticos y en los numerosos libros que he comprado. Me he empapado de los hábitos culturales, sociales, pictóricos, gastronómicos o arquitectónicos. Me he sentido tan a gusto en Toluca como en Santa Cruz de la Sierra, en Buenos Aires como en San Pedro de Atacama, en Cartagena de Indias como en Veracruz, Ciudad del Este o en Lima, en Caracas, Ponce, Caguas, Puerto Vallarta o Quito como en Antigua o en Tikal.

Me siento un afortunado por formar parte de una comunidad que habla el español con innumerables acentos. Sufro cuando contemplo a quienes siembran discordias y gozo con quienes crean lazos de afecto mutuo.

Todos debemos aprender de los demás, sembrar concordia y no hostilidad. Conocer la verdad nos hace libres.

Agradezco a Josep Capell, CEO de Ceinsa, y a José María López Rodríguez, CEO de CEREDED, su apoyo incondicional a mis investigaciones. En otras obras menciono de forma detallada a las muchas personas de las que soy deudor. En esta lo hago de forma genérica. No puedo omitir, sin embargo, a mis padres, ya en el Cielo, y a mis hermanos y a los cientos de amigos sembrados por el planeta. Hoy, muy en concreto, a Marta Prieto Asirón, mi editora y buena amiga, con quien trabajar es siempre un lujo. Rocío Aguilar y Carolina Hernández, de Kolima, son dos profesionales ejemplares. Diviany Ávila, administradora de Protagonistas.org, el extraordinario club de grandes expertos al que con orgullo pertenezco, es una persona destacada. José Aguilar es el mejor socio que hubiera podido encontrar.

Mi esposa, Marta de la Torre, y mis hijos Sofía y Enrique, ocupan un sector singular en mi corazón.

Gracias, en fin, a Nelson Padua por el prólogo y a Víctor Hugo Malagón Basto por el epílogo.

Sergio Casquet, Enrique Sueiro y Marta de la Torre han leído el borrador y realizado interesantes sugerencias. ¡Gracias!

LA INFANCIA DE UN LIBERTADOR

Fachada de la casa natal de Simón Bolívar en Caracas.Autor: Fhaidel Domínguez. Fuente: Wikipedia.

Usted nace en Caracas, el 24 de julio de 1783

¡Veo que ha hecho sus deberes! Me contaron años después que aquel día Caracas amaneció bajo un cielo grisáceo, de nubes pesadas, cargadas de esa agua que en el Caribe puede ser violenta, de una ferocidad implacable. Como era de esperar, a mediodía empezó a caer sobre la ciudad una lluvia intensa, de grandes goterones. Uno de esos chaparrones que invitan al recogimiento en cualquier estancia. Yo nací en ese momento, mientras el agua repiqueteaba en los charcos que iban formándose paulatinamente en las calles o en las pequeñas balsas que ponían a prueba los aleros de los edificios. Sin embargo, como sucede en estas tierras, no tardó en alzarse un sol espléndido. Hay quienes han visto en ese fenómeno un augurio, tal vez exagerando, de mi valor. No le doy demasiada relevancia.

Ignoro si la suya fue una verdadera historia de amor, y tampoco me importa. No quiero caer en la basura sensacionalista y filistea, preñada siempre del peor de los sentimentalismos. Así que iremos a lo esencial, si no le importa.

¿Fue un hijo deseado?

Lo único que puedo confirmarle es que –según me han contado– mis padres se hallaban maravillosamente felices. Fui el quinto, después del alumbramiento de dos hermanos y dos hermanas. Una fallecida al nacer. Siempre he dicho que un médico es más peligroso que cien mujeres.

La pareja estaba conformada por Juan Vicente Bolívar y María de la Concepción Palacios Blanco. Podría decirse que aquel fue un matrimonio de la época, casi un tópico dentro de la élite criolla de Caracas, con una diferencia de treinta años entre el marido y la mujer.

Fui cristianado como Simón José Antonio de la Santísima Trinidad. La ceremonia se llevó a cabo no más de seis días después de mi nacimiento en la catedral, en la capilla de la Santísima Trinidad, propiedad de nuestra familia. Me bautizó el padre Juan Félix Jerez de Aristeguieta y Bolívar, un primo sacerdote, cuyo legado, un más que interesante mayorazgo, me entregó casi por completo en herencia. Con la condición, eso sí, de que, además de contraer un buen matrimonio, siempre fuera leal al rey y a Dios. Le diré a usted que albergo dudas de haber cumplido con aquellos deseos suyos tan nobles. Demasiadas gollerías para mi vida real.

¿Cuáles son los orígenes su familia?

Mi familia se halla estrechamente unida a la historia de Venezuela desde la llegada de los españoles en el siglo XVI, con varones que ocuparon cargos en la Administración, siempre al servicio de España y su Corona. En la genealogía paterna se encuentra un origen vizcaíno, además de uno gallego, por parte de mi abuela María Petronila.

En 1589 llegó a tierras americanas el primer Simón Bolívar y empezó a gestionar una encomienda en la hacienda de San Mateo. Allí, por cierto, yo he transcurrido a lo largo de los años amplios periodos felices. Mi abuelo paterno, Juan de Bolívar y Martínez de Villegas, ocupó el cargo de corregidor y justicia mayor de los valles de Aragua y Turmero, así como el de San Mateo. Además fundó la villa de San Luis de Cura y ofició con cargo de procurador de Caracas.

En cuanto a mi madre, sus antepasados también habían atracado en Venezuela en fechas muy tempranas de la Conquista. Mi madre era descendiente de Francisco de Infante, uno de los hombres que acompañaron a Diego de Losada en la fundación de Caracas, allá por el siglo XVI, poco después de que Venezuela fuera bautizada así por Venecia. El motivo fue el siguiente: Alonso de Ojeda, acompañado por Américo Vespucio, al llegar al lago de Maracaibo se encontró con los palafitos de los indígenas, que le recordaron a la fascinante ciudad italiana.

Mi abuelo materno, Feliciano Palacios de Aguirre y Ariztía-Sojo y Gil de Arrati, se preció, entre otros títulos, de ser, además de alcalde, capitán de la Primera Compañía de Criollos y alférez real de Caracas, así como de gestionar sus numerosas propiedades en todo el país, incluyendo minas de cobre o haciendas de cacao y azúcar.

La historia de Venezuela y la de mi familia están hermanadas, lo que quizá también explique, si queremos atender a esos vericuetos trascendentes que tan gratos les son a algunos novelistas, mi propio y duro destino.

No hay duda de que desde nuestro nacimiento quedamos marcados en sentidos insondables.

Algunos me acusan de jactancioso y prepotente. ¿Por qué habría yo de negar que soy un ser superior?

¿Cómo era aquella Venezuela?

Era un país rico en recursos, que inevitablemente se había envilecido por culpa de los desenfrenos y las vilezas de la Corona española, cuya codicia y maldad parecían inagotables. Era por entonces poco más que una región alejada del centro del virreinato de Nueva Granada. Sus recursos, como usted imaginará, se habían vuelto suculentos para una nobleza empobrecida. Fue reorganizada a mitad del siglo XVIII desde Madrid, para lo que se nombraron intendentes y capitanes generales. Poco a poco las instituciones se hicieron más autónomas. Se crearon un consulado y un tribunal de justicia propios, al servicio de los oscuros intereses de la Corona. Asimismo se creó la Compañía de Caracas, de origen guipuzcoano, que se apropió del monopolio del comercio de Venezuela. En otras palabras, pese a esa apariencia de libre albedrío seguíamos dependiendo de la metrópoli, que había endurecido su opresión con la llegada de los borbones al trono.

¿No había sido siempre así?

Durante la época de los Austrias, el imperio buscó consensos con las élites locales, que sin duda resultaron fructíferos. Eran inteligentes, o por lo menos pragmáticos. Con los borbones, por el contrario, se produjo una reacción consistente en una política de ordeno y mando. Se nombraban cargos que tan solo podían ocupar españoles, cuyo propósito último era esquilmarnos, gracias a la exclusión permanente de quienes de verdad conocían el país y sabían cómo manejarlo, es decir, los mantuanos, la élite criolla.

Nuestro destino como pueblo oprimido por la ansiosa avidez metropolitana pasaba por los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón, las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro… Éramos poco más que una enorme hacienda, pésimamente gestionada por lejanos dueños. Tenga usted en cuenta que el tabaco de Barinas, el algodón de Aragua, el añil del Tuy o el café de las provincias de los Andes representaban el 30 % de las exportaciones. El 60 % se destinaba al cacao, nuestra mayor fuente de riqueza a finales del XVIII. Nada podía saciar a esa nación avarienta que era España, dispuesta a cualquier maldad para seguir explotándonos. Desde mi punto de vista, nos consideraba siervos. Ellos proclamarán que no era así, pero yo sé lo que me digo.

¿Qué puede decirnos del levantamiento contra España en 1749?

Sus causas deben hallarse en los choques entre la Compañía de Caracas y los productores de cacao en el valle del Tuy. La Compañía fijaba unos precios que hacían materialmente inviable una exportación beneficiosa, salvo para los intereses de la Compañía. Por cierto, no bien gestionada, como era habitual en los peninsulares, siempre prestos al saqueo y la corrupción.

Poco a poco, además, surgió, como una forma de supervivencia, una actividad de contrabando que fue de inmediato reprimida. Juan Francisco de León encabezó una marcha de esos cultivadores de cacao, pardos a tutiplén, de origen canario y esencialmente humildes –a ellos se unieron no pocos negros y zambos—, hacia Caracas, pertrechados con armas que habían comprado a los holandeses de Curazao.

Pese a las negociaciones con las autoridades, una vez que el gobernador de Caracas, Luis Francisco de Castellanos, huyó despavorido, aquello derivó en una insurrección. Aunque al principio ese levantamiento se contempló con simpatía por parte de cuantiosos mantuanos, enseguida, dados los cargos de los que fue acusado León desde España, y sobre todo por el rumor de que se estaba organizando una revuelta de los negros, se le retiró cualquier apoyo, así que fracasó.

Aquella asonada fue un sinsentido, pero sirvió. No pretendía dotarnos de independencia, pero fue significativa, porque la historia funciona por acumulación.

La rebelión fue aplastada con tropas llegadas desde España, que impusieron un incremento de los impuestos. Algunos mantuanos, como gesto condescendiente por parte de España, se incorporaron a la Compañía de Caracas.

La semilla estaba plantada. La historia dejaba sus particulares advertencias. Juan Francisco de León, como el traidorzuelo Francisco de Miranda, acabaría sus días en el penal de La Carraca, en Cádiz. Lo merecía el muy culebrero.

¿Qué recuerda de su padre?

Falleció cuando yo tenía dos años. Eso me privó de la posibilidad de conocerlo a fondo. Una lástima. Siempre he perdido pronto a quienes he querido. Mi vida ha sido un pabellón de ausencias. Mi padre era un mantuano, un criollo blanco no exento de encantos. En sus años mozos fue apodado El lobo, por ser un donjuán, temido de blancas y de indias, de doncellas y esposas. Yo he heredado sus incontroladas pulsiones sexuales. Siempre me ha gustado la parranda. A quien no le parezca bien, ¡que se vaya al garete!

Más allá de esas anécdotas, que solo escandalizan a los pudibundos, mi progenitor administraba con conocimiento de causa sus propiedades, que, por herencia, eran múltiples. Entre otras, haciendas de cacao y azúcar en los valles del Tuy o Morón y en San Mateo o Tizados. También rentaba inmuebles en Caracas o La Guaira. Disponía de almacenes desde los que comerciaba. Era rico, ¿por qué algunos tienen interés en defender otra cosa? ¡Como si disponer de patrimonio fuera algo negativo!

Su posición en la sociedad venezolana se mostraba de una intachable solidez. No en vano ocupó el cargo de administrador de la Real Hacienda. Tras pasar un par de años en España se distinguió como teniente general, particularmente en la defensa del puerto de La Guaira ante el ataque de la flota inglesa del almirante Knowles. Hacia finales de la década de los sesenta fue nombrado coronel del batallón de Milicias Regladas de los Valles de Aragua.

¿Fue siempre fiel a España?