Eres mi destino - Cathy Gillen Thacker - E-Book
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Eres mi destino E-Book

Cathy Gillen Thacker

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Beschreibung

Una historia de amor en Holly Springs Tiempo atrás, Janey Hart se fugó con el hombre equivocado. Doce años después la orgullosa y luchadora Janey había enviudado y regentaba una tahona al tiempo que trataba de controlar su vena temeraria y sacar adelante a su hijo. Sin embargo, un día se cruzó en su camino el guapísimo atleta Thad Lantz, que haría que Janey dejase a un lado la sensatez. No podía negar la fuerte atracción que había entre ellos cuando estaban juntos, pero Holly Springs no había olvidado los errores que Janey había cometido en el pasado y, por desgracia, ella tampoco, lo cual se convertiría en un problema cuando se sintiese tentada a arriesgarlo todo por amor.

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Seitenzahl: 245

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Cathy Gillen Thacker. Todos los derechos reservados.

ERES MI DESTINO, N.º 64 - febrero 2012

Título original: The Secret Wedding Wish

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-494-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

JUSTO cuando estaba colgando el cartel de Cerrado en el escaparate de su pastelería, Delectable Cakes, Janey Hart Campbell vio que sus hermanos, Dylan, Fletcher, Cal, Mac y Joe se acercaban en tropel desde el otro lado de la calle.

Era lo último que necesitaba después de haberse pasado todo el día preparando tartas de bodas para ese fin de semana, que sus cinco hermanos fueran a increparla por cómo educaba a Christopher, su hijo de doce años. Se apartó del escaparate, fue a la trastienda a por su bolso y sus llaves y salió por la puerta de atrás… para darse de bruces con un hombre que la dejó sin aliento cuando lo miró.

Aquel muro de testosterona debía de medir por lo menos un metro noventa y cinco. Por no mencionar que era todo músculo, desde los anchos hombros y el poderoso torso, pasando por la esbelta cintura y las caderas, hasta los mulsos, que parecían de piedra.

Iba vestido de un modo informal, con zapatillas deportivas, unos vaqueros viejos y un polo blanco de manga corta que hacía resaltar su piel bronceada. Y además olía de maravilla, como a pino.

Tenía el cabello castaño y aunque sus facciones no eran excepcionales en conjunto, sí lo eran sus ojos, de un azul increíble, la barbilla, que tenía mucho carácter y los sensuales labios esculpidos y coronados por un fino bigote que le daba un aire muy sexy, como de estrella de cine.

–Ya me advirtieron que haría esto –murmuró el hombre, dejando escapar un suspiro.

Janey dio un paso atrás para poner espacio entre ellos.

–¿Hacer qué? –preguntó ella, con el corazón latiéndole como un loco.

El hombre le plantó la mano en el hombro.

–Intentar huir –respondió, y detrás de él aparecieron todos los hermanos de Janey.

–¿Lo ves?, justo como decíamos –intervino Dylan, con el tono de sabelotodo que empleaba en los noticiarios.

–Te avisamos que ibas a perder la apuesta –apuntó Fletcher.

–Sí, nos debes una cerveza –le recordó Cal con un sonrisa victoriosa.

Del bolsillo de su camisa colgaba la tarjeta de identificación de médico del hospital en el que trabajaba.

Janey lo miró furibunda.

–¿No tendrías que estar en tu consulta? ¿No tienes pacientes que atender?

–No –respondió él con una sonrisa–. Estoy a tu entera disposición. A menos que me llamen al busca, claro.

–Genial –masculló Janey entre dientes.

Mac, que por una vez no llevaba su uniforme de sheriff de Holly Springs ni la placa, sacudió la cabeza y le dijo en tono de reproche:

–Janey, Janey… ¿cuándo te darás cuenta de que no puedes huir cada vez que tengas un problema? –preguntó.

Ella se cruzó de brazos irritada. Se había fugado de casa siendo una adolescente, pero a sus treinta y tres años ya sabía lo que quería de la vida, y su vida estaba allí, en Holly Springs, el pueblo de Carolina del Norte en el que había crecido.

–Huir no sé, aunque yo diría que hasta ahora he conseguido evitar vuestras llamadas con bastante éxito.

Vestido con unos pantalones cortos de deporte y una camiseta con el logotipo del equipo de hockey en el que jugaba, los Carolina Storm, su único hermano casado, Joe, la miró desaprobador.

–Y encima lo reconoce… –gruñó.

El misterioso hombre con el que Janey se había chocado enarcó una ceja y sugirió:

–¿No sería mejor que lo habláramos dentro?

–Sí, buena idea –asintieron los hermanos de Janey.

Y la empujaron de nuevo dentro de la tienda antes de que pudiera protestar.

–Perdone, pero… ¿nos conocemos de algo? –le preguntó al extraño.

Lo cierto era que le resultaba familiar, como si lo hubiese visto en la televisión, o en el periódico, o en una revista quizá.

Joe puso los ojos en blanco.

–¡Por favor, Janey, es Thaddeus Lantz! –exclamó exasperado–. ¡El entrenador del equipo para el que juego! –le recordó.

–Ah, sí –murmuró Janey con desdén.

Ya recordaba por qué le sonaba su cara. Y también la razón por la que su subconsciente no había querido reconocerlo.

Como entrenador, Thad Lantz estaba muy acostumbrado a provocar reacciones diversas en la gente, según perdieran o ganaran los partidos, pero nunca le había ocurrido con una mujer el pasar tan deprisa de un chispazo de atracción mutua e imposible de ignorar a una mirada de desprecio total y suspicacia como la que le estaba echando Janey Hart en aquel momento.

Y era una lástima, porque nunca se había sentido tan atraído por una mujer a primera vista. Claro que eso tampoco era nada sorprendente. Janey Hart era una mujer increíblemente hermosa y muy sexy. Debía de tener unos treinta y algo, probablemente fuera un par de años más joven que él. Su cabello castaño era abundante, liso y sedoso, aunque no sabría decir cómo era de largo porque lo llevaba recogido con una pinza, pero debía de llegarle a los hombros por lo menos.

Sus ojos ambarinos estaban bordeados por largas pestañas y enmarcados por finas cejas. Sus labios eran carnosos, hechos para ser besados, y la barbilla le daba un aire obstinado. Su piel parecía de melocotón y la nariz estaba salpicada ligeramente por pequeñas pecas. Y su cuerpo… ¡menudo cuerpo! Tenía unas curvas de lo más tentadoras y una figura que era tan femenina y elegante como su rostro ovalado.

Janey se volvió hacia su hermano Joe.

–Lo habéis liado para que venga, ¿no? –los acusó a él y a los otros.

Por lo general Thad trataba de mantenerse al margen en los asuntos de familia, pero esa vez le pareció que debía intervenir, así que dio un paso adelante, interponiéndose entre Janey y Joe.

–En realidad fui yo quien habló con Joe sobre esto –le confesó.

–Y yo llamé al resto de nuestros hermanos para que vinieran con nosotros –añadió Joe.

Mac, el mayor de los hermanos, miró a Janey con compasión.

–Comprendemos que te sientas como te sientes, Janey, pero tienes que dejar de sobreproteger al chico –le dijo con firmeza.

Dylan asintió con la cabeza.

–Christopher tiene derecho a escoger su camino.

–¡Por el amor de Dios, si sólo tiene doce años! –protestó Janey exasperada.

–Sí, pero ya está pensando en su futuro –replicó Cal orgulloso–. Eso es algo encomiable.

Janey puso los brazos en jarras.

–No cuando sus pensamientos amenazan con llevarlo en la dirección equivocada –dijo.

Fletcher, que no solía mojarse, frunció el ceño y le espetó:

–¿Y quién dice que es la dirección equivocada? Janey, hasta aquí hemos llegado: ¡no vamos a dejar que conviertas al chico en un blandengue!

Indignada, Janey lo miró con los ojos muy abiertos.

–¿Acaso es malo que quiera que Christopher se concentre en lo que es importante de verdad para él? Me parece que os estáis metiendo donde no os llaman.

Thad cruzó una mirada con los hermanos. Era evidente que Janey no iba a escucharlos.

–Chicos, quizá deberíais dejar que me ocupe yo –les dijo.

–Ah, no –Janey se colocó delante de la puerta, bloqueándoles la salida–. ¿Tenéis algo que decirme? –les espetó con las mejillas teñidas por el enfado–. Si tenéis algo que decirme quiero que me lo digáis ahora.

Joe la miró a los ojos.

–¿Por qué le has dicho a Christopher que este verano no podrá ir al campamento de hockey? –le preguntó sin rodeos.

Los ojos de Janey relampaguearon.

–Porque después de que suspendiera Matemáticas lo he apuntado a clases de recuperación este verano, y no puede hacer las dos cosas al mismo tiempo.

–¿Y no crees que a lo mejor podría arreglarse de otra manera? –inquirió Cal.

–Le estás partiendo el corazón –intervino Fletcher de nuevo.

–Además, si de verdad sólo se trata de un problema de dinero, podrías haber acudido a cualquiera de nosotros; te habríamos ayudado encantados –le dijo Mac.

La incomodidad de Janey se tornó en espanto y se hizo un repentino silencio antes de que les preguntara muy despacio:

–¿De dónde habéis sacado esa idea?

Los hermanos miraron a Thad y éste, que no quería incomodarla todavía más, sacó vacilante del bolsillo de los vaqueros la carta que había recibido y se la tendió. Janey enarcó una ceja.

–¿Qué es?

–Léalo –le dijo Thad.

Estaba seguro de que, en cuanto leyese la carta, comprendería por qué sus hermanos estaban tan preocupados por su hijo.

Janey se cruzó de brazos, negándose a tomarla.

–Léala usted.

–Eh… como quiera –murmuró Thad–, aunque creo que debería leerla usted puesto que es su madre.

–¡Oh, por el amor de Dios! Démela –exclamó Janey exasperada. Se la arrancó de la mano y comenzó a leer en voz alta–: «Querido entrenador Lantz: Creo que es el mejor entrenador de la liga nacional de hockey y me muero por ir al campamento, sobre todo ahora que mi tío Joe va a jugar con los Storm, pero mi madre dice que este año no tenemos dinero. Supongo que es porque mi padre se murió y nos vinimos a vivir aquí, cerca de nuestros parientes. Mi madre ya trabaja muchísimo, con todas las tartas que hace, y no puede hacer más de lo que hace, así que se me ha ocurrido una cosa. A lo mejor yo podría hacer algún trabajo para usted, como limpiar los vestuarios, cortar el césped de su jardín o algo así. Haré lo que sea. Posdata: Puede ponerse en contacto conmigo en la dirección que aparece en el sobre, o en el teléfono…»

Janey palideció antes de dejar caer el brazo con la nota aún en la mano, y Thad miró a los hermanos.

–Ya me hago cargo yo –les dijo.

Los cinco hermanos de Janey desfilaron uno tras otro fuera de la pastelería. Janey parecía sentirse absolutamente humillada, y Thad comprendía por qué: su hijo, en vez de hablarlo con ella, había acudido a otra persona. Él lo veía como un signo de que el chico estaba creciendo, pero seguramente su madre pensaba que le había fallado. Se volvió hacia él con el rostro pálido.

–No sé qué decir, excepto que siento mucho que mi hijo lo haya puesto en una posición tan incómoda.

–No tiene que disculparse por nada –replicó él.

–Nuestra situación es más complicada de lo que parece –murmuró Janey.

–No lo dudo –respondió Thad.

Janey lo miró suspicaz.

–¿Ya está? ¿No va a intentar convencerme de que deje que Christopher vaya a ese campamento de hockey?

Thad se encogió de hombros y optó por la táctica opuesta a la que ella esperaba que emplease.

–Bueno, si quiere negarle la oportunidad de perseguir sus sueños es asunto suyo.

Janey se sonrojó.

–Usted no comprende nuestras circunstancias –insistió.

Thad sacó una silla de debajo de la mesa blanca que había en el rincón, junto a la puerta, y se sentó.

–Sé que su difunto marido era Ty Campbell, y que casi entró en el equipo olímpico de esquí.

Janey sacudió la cabeza con amargura.

–Sí, casi.

–Eso es algo de lo que enorgullecerse –replicó Thad estirando las piernas.

Había una tristeza inmensa en los ojos de Janey cuando se sentó.

–Ser sólo un suplente hacía que mi marido se sintiese desgraciado.

–E imagino que eso los hacía sentirse mal también a Chris y a usted –adivinó Thad.

–Así es.

–Bueno, por suerte no he venido para hablarle de su marido, que en paz descanse, sino de su hijo –Thad la miró con sinceridad–. Mire, llevo quince años entrenando a jugadores de hockey y dirigiendo campamentos y nunca había recibido una carta como ésta.

Janey se encogió de hombros.

–Es un chico que no se da por vencido fácilmente.

–Sí, eso salta a la vista.

Thad se movió en su asiento, intentando ponerse un poco más cómodo, y su rodilla chocó contra la de ella, que apartó de inmediato la pierna, y se hizo un silencio incómodo.

Janey se puso a dibujar arabescos con el dedo sobre la mesa.

–Pero no le hace falta jugar al hockey para pasarlo bien este verano –murmuró sin levantar la vista.

Thad se fijó en lo tensa que estaba su espalda. Esa rigidez le indicaba que estaba claramente a la defensiva.

–No creo que pueda usted decidir eso por él.

–¡No me diga lo que puedo o no puedo hacer! –Janey se puso en pie como un resorte y comenzó a andar arriba y abajo por la tienda.

El contoneo de sus caderas resultaba casi provocativo bajo los pantalones blancos de su uniforme de panadera.

–Chris es mi hijo y soy yo quien dice si juega al hockey o no.

Thad intentó no pensar en cómo serían sus piernas y se esforzó por concentrarse en la conversación.

–¿Y? –preguntó impaciente, molesto consigo mismo por distraerse de esa manera.

–Y hasta ahora se lo he permitido.

–¿Por qué? –inquirió él.

Janey se cruzó de brazos.

–Pues porque el hockey no es como el esquí, porque no puede morir bajo una avalancha, como su padre. No sé, me pareció que era más seguro, pero está convirtiéndose en una obsesión para él –dijo preocupada.

Thad se levantó y se acercó a ella.

–Quizá acabe dedicándose a ello de manera profesional, como su tío Joe.

–O tal vez no. Tal vez el éxito de Joe le haya dado falsas esperanzas a Chris y no haría sino darse un batacazo.

–¿Y qué va a hacer? ¿Negarle la oportunidad de intentarlo? –inquirió Thad con aspereza. Quería que se diese cuenta de que estaba comportándose de un modo absurdo.

Janey enarcó una ceja.

–Joe se fue de casa a los dieciséis años. ¿Lo sabía?

Thad estaba lo bastante cerca de ella como para oler el delicioso aroma a vainilla y azúcar que desprendían su piel y su cabello.

–Para jugar en la liga junior en Canadá, si no me equivoco –respondió él.

–Así es. Nuestra madre quería que fuera a la universidad y que jugara allí, si era lo que quería, pero Joe no podía esperar, así que no estudió nada, sacó las peores notas que pudo y le suplicó y le suplicó a nuestra madre hasta que al final ella cedió.

–Su historia no se diferencia mucho de la de otros jugadores de hockey –contestó Thad–. Lo llevan en la sangre, en el corazón.

–Eso está muy bien… cuando se consigue llegar a lo más alto –respondió ella, con una mirada desesperada–. ¿Pero qué pasa con los que no lo consiguen, con los que se pasan años persiguiendo un sueño que jamás se convertirá en realidad? Se desilusionan y acaban amargados.

–No siempre –repuso Thad–. A veces se convierten en entrenadores.

Ella lo miró boquiabierta.

–¿Usted…?

–Intenté hacerme profesional, pero no era lo bastante rápido en el terreno de juego, así que tomé otro camino.

Janey se apoyó en el mostrador.

–De acuerdo, pero usted es la excepción, no la norma –dijo mirando hacia el escaparate.

Thad se encogió de hombros.

–Bueno, a mí me parece que Chris tiene posibilidades.

Janey giró la cabeza para mirarlo.

–No voy a dejarle jugar al hockey este verano.

–Su hijo ya ha perdido a un padre –le recordó Thad.

Janey se puso tensa y se apartó del mostrador, girándose por completo hacia él.

–¿Y qué? –le espetó.

–Pues que si no tiene un referente masculino, ¿no cree que le iría bien pasar algo de tiempo con hombres que puedan ser un buen ejemplo para él?

Ella se encogió de hombros y lo miró como si de pronto aquella conversación la aburriera soberanamente.

–Ya, hombres que se ganan la vida con el hockey, ¿no? –murmuró.

Lo había dicho casi con desdén, pero Thad se negó a morder el anzuelo.

–Son buenos tipos, y Chris tiene un interés en común con ellos. Además, a su edad lo que le hace falta es salir de casa y quemar parte del exceso de energía que tienen los chicos de un modo sano que sea positivo para él.

Janey lo miró furibunda.

–Mi hijo no necesita ningún referente masculino; ya hace cosas de chicos conmigo.

–¿Cómo qué?

–Pues… como acampar.

–¿Lo lleva usted de camping? –Thad enarcó una ceja, seguro de que no era verdad.

–Sí, y de hecho vamos a irnos los dos de acampada este mismo fin de semana –se jactó Janey, decidida a demostrarle a Thad y a sus hermanos que estaban muy equivocados.

–Venga ya… No se lo va a llevar de camping –dijo Joe resoplando, mientras la camarera les servía las cervezas que habían pedido.

Thad les había contado la conversación que había mantenido con su obstinada hermana a los otros y a él.

–A Janey no le van esas cosas; nunca le han ido –concluyó Joe.

Thad tomó un sorbo de su cerveza.

–Pues ella asegura que va a llevarlo.

Dylan, que parecía tan cómodo en aquel bar como en el plató de televisión donde comentaba los deportes, se echó hacia atrás en su asiento.

–¿Y dijo adónde iban a ir?

Thad asintió.

–A Lake Pine.

Lake Pine era un parque natural a una hora o así de allí.

Mac frunció el ceño y se rascó el pecho.

–Es un sitio bonito, pero en esta época del año acampar a orillas del lago no es lo que se dice muy cómodo, con el calor y esa humedad…

Fletcher asintió.

–Por no mencionar los mosquitos y las pulgas –sacudió la cabeza–. Espero que no se le olvide llevarse un buen repelente de insectos o se los comerán vivos.

Cal tomó un trago de cerveza.

–¿No habían dicho en la tele que iba a llover mañana? –inquirió antes de alcanzar un puñado de cacahuetes del cuenco que había en el centro de la mesa–. Y el domingo también, ¿no?

Joe frunció el ceño. Estaba tan irritado como Thad por que Janey se negase a apoyar las metas de su hijo.

–Quizá sea eso lo que necesita, una mala experiencia en Lake Pine para darse cuenta de que quizá después de todo dejar que el chico vaya al campamento de hockey no sea algo tan malo.

–No creeréis de verdad que va a armarse con una mochila y una tienda de campaña y se va a echar al monte con el chico si hace mal tiempo –dijo Thad.

Los hermanos Hart intercambiaron miradas y se encogieron de hombros. Finalmente, Cal habló en nombre de todos.

–Si tan empeñada está en demostrar que nos equivocamos, puede que sí. Aunque tampoco importa demasiado. Me apuesto diez a uno a que si llueve estarán en el albergue del parque antes de que anochezca.

No era asunto suyo, se dijo Thad más tarde, cuando salía del bar. Si a los hermanos de Janey no les importaba dejar que pasara un mal rato para que aprendiera de sus errores, no iba a preocuparse él. Sobre todo si después de aquello Janey dejaba que Chris persiguiera sus sueños. Sin embargo, por más que intentaba apartar aquello de su mente, la imagen de aquella mujer esbelta de cabello castaño y ojos ambarinos no hacía más que regresar a sus pensamientos una y otra vez.

CAPÍTULO 2

–¿ESTÁS segura de que quieres hacer esto, mamá? –le preguntó Chris a Janey mientras ésta arrastraba al salón sus sacos de dormir y sus mochilas.

Luego, por undécima vez en lo que iba de mañana, fue hasta el contestador y comprobó que no hubiera mensajes nuevos.

–En fin, es que lo de ir de acampada nunca ha sido lo tuyo. Era siempre papá quien me llevaba de camping.

Chris se puso triste, como cada vez que hablaban de su padre, y aquello aumentó la sensación de culpa que Janey había estado sintiendo desde el momento en que le había pedido que le dejara ir al campamento de hockey.

Su hijo sólo tenía doce años, pero estaba creciendo tan deprisa… Y no sólo por el estirón que había pegado, porque medía ya un metro cincuenta y cinco, sino también porque sus facciones ya no eran las de un chiquillo.

–Siento no haberte llevado yo en todo este tiempo –le dijo.

–No pasa nada –se apresuró a tranquilizarla Chris, colocándose bien la gorra que cubría su corto cabello castaño–. Sé que has estado muy ocupada, y que ahora mismo andamos justos de dinero.

–No tan justos –dijo Janey, intentando ignorar una nueva punzada de culpabilidad.

Quizá la obsesión de su hijo con el hockey no fuese más que una manera de intentar llamar su atención, de llenar el vacío que había dejado en su vida la muerte de su padre dos años atrás. Había dado por hecho que Chris había logrado superar el dolor, como ella, y que había aceptado el hecho de que estaban ellos dos solos. Sin embargo, el hecho de que hubiera recurrido a aquel hombre, Thad Lantz, en vez a ella, le daba a entender que no era así.

Su hijo quería tener un referente masculino al que poder idolatrar como había hecho con su padre y, por razones que Janey desconocía, había desechado a sus cinco tíos y había elegido a Thad Lantz.

–¿Y qué pasa con el correo? –inquirió Chris, mirando el buzón junto a la acera a través de la ventana.

–Ya lo recogeremos mañana por la tarde, cuando volvamos a casa –respondió Janey.

Chris la miró angustiado.

–Saldré a mirar por si hubiera algo –dijo, y corrió fuera.

Janey lo siguió con la mirada y suspiró. Sabía por qué le preocupaba tanto el correo: estaba esperando una respuesta de Thad Lantz a la carta que le había enviado.

Otra razón más para llevárselo de allí. Quería que Chris estuviese más animado y positivo cuando le explicase por qué no iba a poder ir a ese campamento de hockey. Y siempre iría mejor si ninguno de sus hermanos andaba cerca cuando tuviesen esa charla.

Un rato después, mientras metían sus bultos en el coche, Chris alzó la vista hacia el cielo, que se había puesto bastante nublado.

–Parece que va a llover.

–No te preocupes; esta mañana he mirado el pronóstico del tiempo en Internet y las tormentas caerán bastante al este de Lake Pine.

Como no tenía planes para el fin de semana, Thad había reservado una habitación en el albergue de Lake Pine. Si no llovía alquilaría una barca y se iría al lago a pescar. Y si no, bueno, la comida que ponían en el restaurante del albergue estaba bastante bien y había buenas vistas.

Y si se requería de él que hiciese de caballero andante y salvase a la damisela en apuros y a su hijo, lo haría.

Cuando iba de camino empezó a diluviar, y aún llovía con fuerza cuando entró con su todoterreno en el aparcamiento desierto del centro de visitantes del parque el sábado por la tarde.

A Thad no le sorprendió ver, cuando entró en el edificio de hormigón, que no había nadie salvo un guarda uniformado del parque sentado tras su mesa en el área de recepción. Si no fuera porque le remordía la conciencia él tampoco estaría allí. Se sentía culpable de que Janey Hart hubiese llevado a su hijo allí ese fin de semana sólo para demostrarles a sus hermanos y a él que se equivocaban.

–Hola, soy Thad Lantz –saludó al guarda, tendiéndole la mano.

–Ah, sí, el entrenador de los Storm de Carolina; le he reconocido nada más verlo –dijo el hombre poniéndose de pie y estrechándole la mano–. El año pasado su equipo hizo una buena temporada. ¿Cree que llegarán a la Copa Stanley este año?

Thad sonrió.

–Bueno, eso espero. Y en cierto modo es lo que me ha traído aquí. Dos familiares de uno de mis jugadores iban a venir de acampada este fin de semana: Janey Hart y su hijo Christopher. El hermano de Janey estaba preocupado porque iba a hacer mal tiempo y, como yo iba a venir también, me he ofrecido a asegurarme de que están bien.

–Pasaron por aquí hará unas tres horas –le dijo el guarda.

–¿Y les habrá dado tiempo a llegar al sitio que les han asignado para acampar antes de que empezara a llover? –le preguntó Thad esperanzado.

El guarda sacudió la cabeza.

–A pie se tardan al menos cuatro horas, y lleva lloviendo ya una hora y media por lo menos.

–¿Hay modo de comprobar, sin tener que ir yo hasta allí, si están bien?

–No solemos meter los jeeps por esos senderos a menos que sea un emergencia y…

En ese momento se abrió la puerta y Thad y el guarda se volvieron.

–Ah, hablando del rey de Roma… –dijo el guarda con una sonrisa.

Janey y su hijo Christopher, que estaban hechos una sopa, acababan de entrar por la puerta y estaban dejando sus mochilas en el suelo. No podrían haber estado más mojados si se hubiesen tirado de cabeza al lago. Pero aun con el pelo y la ropa empapados Janey estaba preciosa, pensó Thad.

–Precisamente ahora mismo me estaba preguntando por los dos el entrenador Lantz, señora Hart –le dijo a Janey el guarda.

Janey le lanzó una breve mirada a Thad, mientras que su hijo se quedó mirándolo como si se le hubiese aparecido un gran mago.

–Ha venido porque quiere hablar conmigo, ¿verdad que sí? –exclamó Chris emocionado.

Janey contrajo el rostro. Thad se había preguntado hacía unos días cómo serían las piernas de Janey, y la respuesta estaba en ese momento ante sus ojos porque llevaba unos pantalones cortos. Eran unas piernas femeninas y torneadas, de piel suave y ligeramente bronceada, cuyos finos tobillos desaparecían dentro de las botas de montaña, que se le habían llenado de barro.

Y tenía un bonito trasero, añadió para sus adentros cuando Janey se volvió hacia el guarda para preguntarle:

–¿Podría llevarnos hasta donde dejé el coche? Está un poco lejos de aquí, y con la que está cayendo…

–Lo siento, pero no puedo moverme de aquí –respondió el guarda. Miró su reloj–. Pero dentro de cuarenta minutos pasará el autobús que va al albergue. Como les ha llovido el importe que pagaron para acampar les da derecho a una noche gratis en el albergue. Si quiere puedo reservarles la habitación por Internet.

–¿Podemos quedarnos, mamá? –le preguntó Chris, ansioso.

Ésta parecía estar debatiéndose entre lo que sin duda quería hacer en ese momento, volver a casa, y mantener la promesa que le había hecho a su hijo de que iban a pasar allí el fin de semana.

–Tendrán que decidirse pronto –le advirtió el guarda–. Cuando el tiempo se pone así de malo el albergue se llena enseguida.

Janey miró a su hijo. Era evidente que Christopher quería quedarse. Finalmente se volvió hacia el guarda.

–De acuerdo, se lo agradezco –le dijo, pero Thad se fijó en que su sonrisa parecía forzada.

–No hay de qué –respondió el hombre mientras tecleaba en su ordenador. Imprimió un comprobante y se lo tendió a Janey–. Entregue esto en recepción cuando lleguen.

–Si quiere puedo llevarlos –se ofreció Thad. Janey pareció asombrada por aquella muestra de caballerosidad.

–¿Hasta donde dejé el coche?

–O si quiere puedo llevarlos al albergue primero; como prefiera –le dijo él.

No podía alejarse sin más y dejarlos allí tirados a su hijo y a ella, calados hasta los huesos. Cuando fue hasta la puerta y la abrió, Janey sólo vaciló un instante. Le dijo a su hijo que tomara su mochila, le dio las gracias de nuevo al guarda y lo siguieron fuera del edificio.

Janey no podía creerse que hubiese tenido que encontrarse con Thad Lantz precisamente en aquella situación; debía de parecer un espantajo, toda empapada.

Claro que no había sido algo fortuito; era evidente que había ido allí en busca de Chris y de ella. ¿Otra vez enviado por sus hermanos? Probablemente.

–Lástima que el mal tiempo os haya estropeado la acampada –le dijo Thad a Chris mientras abría con su llave el todoterreno.

–No pasa nada, ¿verdad, mamá? –dijo Chris girando la cabeza hacia Janey.

Luego le lanzó a Thad otra mirada de adoración y se subió al asiento trasero.

Janey iba a sentarse detrás también, pero Thad le abrió la puerta del copiloto y le quitó la mochila.

–Traiga, yo me ocuparé de eso.

Janey subió al todoterreno mientras Thad ponía su mochila y la de Chris en el maletero.

–Esto es genial –dijo Chris en cuanto Thad se hubo sentado al volante–. Estaba deseando hablar con usted, señor Lantz –dijo entusiasmado, inclinándose hacia delante en su asiento–. A lo mejor estoy equivocado y no la ha recibido, pero le escribí una carta diciéndole que quería apuntarme a su campamento de hockey, y le preguntaba si no podría hacer algún trabajo para usted, para poder…

Thad miró a Janey, que se sentía cada vez más incómoda y culpable.

–En realidad, sí la he recibido –cortó al chico girándose hacia él–, y ése es el motivo por el que he venido aquí, porque me pareció que era algo que debía hablar con tu madre y contigo.

El rostro de Chris se iluminó.

–¿Lo has oído, mamá? Seguro que el señor Lantz me va a dejar ir al campamento aunque no podamos pagarlo. ¿A qué es genial?