Error de Juicio - David Clark - E-Book

Error de Juicio E-Book

David Clark

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Beschreibung

Ha pasado un largo tiempo desde la última vez que el matrimonio N. recibe noticias de su hija. Un llamado de la policía les anuncia que ha sido hallada muerta junto a un hombre. La rapidez de los trámites para recuperar el cuerpo y sus pertenencias contrastan con el trato que recibieron años atrás cuando la hermana de la señora N., quien llevó a la joven a esa ciudad vecina para "un cambio de aire", se suicida. Las dudas y suspicacias desentrañan una red de mentiras, corrupción y lavado de dinero de la cual la víctima formó parte, en su esfuerzo de lograr un éxito económico que jamás fue suficiente. Esto lleva a que dos investigadores se involucren, quienes no logran dar con pistas ciertas pero sí poner sobre aviso a los responsables de las muertes. Un arrepentimiento resulta ser una condena para todos. Y, mientras tanto, surgen a la luz los manejos de dinero y cómo los involucrados, inadvertidamente, compartían vivencias y lugares en común. Una historia donde los errores de juicio de sus protagonistas los llevan al peor final, sin importar la motivación detrás de los mismos.

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DAVID CLARK

Error de Juicio

David ClarkError de juicio / David Clark. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3837-6

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 1

El matrimonio de Marcelo y Susana N. vivía, desde hacía varias décadas, en la misma casa que habían comprado tan pronto él ingresó a trabajar en la que fue una importante automotriz. Marcelo N. estaba estudiando ingeniería cuando la oportunidad se presentó y obtuvo un puesto en el área de diseño. Esto le permitió dar el paso siguiente y casarse con Susana, quien había sido su novia hasta entonces. La pareja estaba encantada con el Barrio. Cercano al centro, era el ámbito donde él había crecido, y a donde se solían ver durante el tiempo en que empezaron a salir.

Este Barrio, que era un típico lugar de clase media de la Capital, estaba muy próximo a una zona de elegantes y señoriales casas, la mayoría de las cuales habían sido construidas a principios del siglo XX. Ese sector se conocía como Los Parques, y debía su nombre a que casi todas las residencias allí existentes conservaban amplios jardines, y todas sus calles eran arboladas. Un saludable recuerdo de cuando todo ese espacio era un incipiente bosque artificial que se vendía a los nuevos y viejos ricos de la época con la promesa de constituir un selecto ambiente. En parte se había logrado ese cometido, ya que además de irse poblando de construcciones de calidad, también dio paso a un distinguido Club en el que se reunía lo mejor de la sociedad.

Los años, la planificación urbana, el surgimiento de una prolífica clase media y el desplome de una otrora clase acomodada, que sintió los efectos de la crisis de los años 30, determinó que este edén para una elite no pudiera expandirse, sino resignarse a ser rodeado por edificaciones más simples, las cuales ganaron paso y cantidad.

No podían quejarse, ya que en su mayoría eran casitas simples, pero bien construidas.

Marcelo N era un típico producto de esos cambios. Era el hijo de un empleado bancario que tenía un buen cargo, y de una ama de casa, los que habían podido levantar su casa gracias a un crédito que la entidad les brindó.

A Marcelo le gustaban mucho las residencias de Los Parques. Si bien para sus años de jovencito muchas de ellas habían perdido su brillo, y varias de las familias que las habitaban debieron mudarse a espacios todavía suntuosos, pero mucho menos amplios en materia de metros cubiertos, era sumamente agradable pasear por allí y apreciar los distintos estilos en que esos palacetes y pequeñas mansiones fueron erigidos. Él había convertido la rutina hogareña de sacar a pasear el perro en un tour diario para admirar estos edificios. Dos cosas se mantendrían casi toda su vida: tener una mascota, y salir con ella hacia la calle principal de Los Parques.

Sus paseos llegaron a ser tan frecuente y rutinarios que hasta alguno pocos vecinos de esa zona empezaron a responder su saludo (en rigor, un movimiento de su brazo) cuando pasaba frente a sus residencias y coincidía con la entrada o salida de alguna familia. Un saludo que muchas veces era devuelto por simple reflejo, ya que nadie lo conocía. Marcelo no pertenecía a ese mundo. No era socio del Club. No tenía verdadera amistad con ninguna de esas personas, ni la tendría nunca.

El Barrio de Marcelo, y Los Parques estaban separados en el mapa por tan solo una calle, pero eran mundos distintos. El de esa gente era un universo en contracción y retroceso, pero aún presente y amalgamado, a donde el único boleto de ingreso era una sólida posición económica o un distinguido abolengo. El suyo, era un amigable sector de familias de profesionales y comerciantes que lograron un crecimiento patrimonial, tanto como para tener su casa propia y aspirar a una vida de comodidades básicas sin carencias, pero sin lujos tampoco. Gente de trabajo muy afortunada, pero nada más.

A Marcelo N. le hubiera encantado que se le extendiera un puente para entrar a ese mundo que admiraba, pero eso nunca pasó. Se dio cuenta desde muy joven que aspiraría a seguir los pasos de su padre, a estudiar y a lograr un buen empleo que le permitiera continuar tan bien como su familia, o un poco mejor incluso, pero que el paso a un ecosistema como el de Los Parques era irrealizable en el corto plazo. Soñó muchas veces en inventar algo que le permitiera obtener ese boleto tan necesario para pertenecer, pero sólo quedó en un deseo. Sin embrago, nunca lamentó su suerte; sabía que lo que tenía era mucho. Después de todo, si ninguna de esas chicas que muy de vez en cuando veía en algún jardín de aquellas casas le prestaba atención a él o a su simpático perro, ellas se lo perdían.

Marcelo N. se concentró en sus asuntos y conoció a Susana en una de las actividades que el club de campo del banco donde trabajaba su padre organizaba. Ella también era hija de bancarios, aunque su sueño (que sí pudo cumplir) fue la literatura, ya que se dedicó a la enseñanza de esa asignatura toda su vida.

Susana N. tenía una hermana algunos años menor, Soledad, la cual no trabaja ni estudiaba, sino que pasaba casi todo el tiempo en casa de sus padres, excepto cuando salía y se ausentaba algunos días, volviendo siempre enojada y en crisis. Era casi tan bonita como su hermana mayor. Había dado muestras de padecer de algunos inconvenientes con su salud mental, ya que solía sufrir de episodios de depresión, los cuales se alternaban con una necesidad incontenible de escapar de casa y conocer gente y frecuentar lugares y personas que cualquier padre preferiría que su hija evitare. En su hogar ya habían perdido toda esperanza de que se encarrilare como la hermana mayor, y tan sólo rogaban que no les fuera a traer un gran dolor de cabeza. No se estilaban en esos años las terapias psicológicas.

Todo en Susana N. era hermoso: su cara, sus ojos verdes, su pelo castaño muy claro, su figura. Había heredado la belleza de su madre y, según decían quienes la conocieron, también de su abuela. Era la más anhelada en ese club de campo y la más buscada para las fiestas de fin de año. Ella pudo elegir a cualquiera, dentro de su mundo claro. Y eligió a Marcelo N. Influyó seguramente algo de presión familiar, y el genuino afecto que ambos jóvenes se despertaron. Marcelo N. siempre dijo no entender qué pudo una mujer tan bella ver en él, pero sea lo que haya sido bastó para que Susana nunca volviera a pensar en ningún otro hombre.

En poco tiempo ambos se casaron y gracias al puesto recientemente obtenido por él en la automotriz, y a que los padres de ambos esposos oficiaron de garantes, consiguieron un crédito para que la pareja pudiera comprar una casa en el Barrio. Allí vivieron el resto de sus vidas, y si bien la rutina y la consolidación de lo ya logrado fue desvaneciendo algunas aspiraciones de juventud, Marcelo N. se sintió feliz de que podría seguir con sus paseos por la zona. Porque en este nuevo hogar tampoco faltó una mascota a la cual darle largas caminatas.

De todas las casas que él observaba en sus recorridos (los cuales se habían alargado algunas cuadras, dada su nueva dirección) había una que era especialmente atractiva. Estaba al número 1040 de una ancha y arbolada calle, la principal de Los Parques. No era la más pintoresca ni la más grande, pero sí la que mejor combinaba sus dimensiones con un muy amplio espacio verde que la rodeaba por completo. Al parecer, había sido levantada a principios de 1900 sobre el lote más grande de todo el proyecto. No había adoptado un único estilo arquitectónico, por lo que era difícil catalogarla. La reja perimetral permitía ver la fachada y la parte frontal del jardín, pero nunca se observaba gente en su interior.

Una particularidad que Marcelo N. solía tener presente cuando rememoraba estos episodios era la siguiente: sólo dos veces había visto a alguien entrando en el interior de esta casa; la primera, cuando todavía vivía con sus padres, en lo que parecía ser la visita de una pareja con un vendedor (en ese lugar las ventas siempre eran discretas; un cartel era impensado, y sólo se conocía la oferta por allegados o miembros del Club); la segunda, unos 20 años más tarde, cuando un hombre joven al que algunas veces cruzó en la entrada (pero siempre sobre la vereda) ingresó muy apurado y preocupado, haciéndole no obstante un ademán de saludo. Nunca supo quién era. Marcelo N. no lo sabía, pero transcurrido el tiempo volvería a ver a ese mismo hombre muerto en la vereda, aunque sin reconocerlo.

El matrimonio N. tuvo una vida simple pero relativamente feliz. Susana N. daba sus clases y asistía a numerosos congresos, llegando a convertirse en una referente del tema e invitada frecuente a seminarios. Marcelo N. progresó en su empleo, ascendiendo. Pero no tenían hijos. Y en la época en que ellos se casaron, la no llegada inmediata de un bebé sin que hubiere alguna explicación plausible y aceptable daba lugar a incómodas, aunque no malintencionadas preguntas. Sus amistades no podían comprender por qué esta pareja no había incursionado en la maternidad, si todo era aparente afecto entre ellos.

La realidad es que no había un impedimento para concebir, sino una decisión acordada de posponer ese momento. Algo que hoy parece lo más lógico y normal, en los años en que ambos se casaron hubiera sido sumamente mal visto. Y si bien el mundo de Marcelo y Susana no se regía bajo los mismos cánones que el de las familias de Los Parques, también tenía sus pautas aceptadas y otras que, además de incomprendidas, les hubieran ganado un inaceptable ostracismo. Porque si hay algo que ambos mundos tienen en común, eso es el que sin vínculos ni contactos no se puede llegar a ninguna parte.

Ya sea porque cedieron a las presiones, o porque en verdad se plantearon que era el momento, Marcelo y Susana tuvieron una hija a la que llamaron Martha N. Llegó tardíamente en comparación con sus amistades, lo que implicaba que no podía compartir juegos ni cumpleaños. Tenían una hija al fin, pero no la mayor vida social que los hubiera incluido si llegaba antes.

Suele decirse que un hijo trae felicidad a un hogar. No fue en caso de este. Hay un momento y un tiempo para todo, y definitivamente este nacimiento fue inoportuno.

Ninguno de los dos tenía ya ganas ni energías ni paciencia para lidiar con un bebé. No eran malas personas y no puede endilgárseles ser la causa, consciente o no, de nada de lo que haría su hija a futuro. Eran buenas personas, que nunca debieron ser padres.

El trabajo de Marcelo N. insumía largas horas, sumado a que en aquellos tiempos el cuidado de un recién nacido no era entendido como una ocupación del padre sino estrictamente de la madre. Y la madre en este caso no quería hacerlo. En los planes de ambos, un hijo era un obstáculo.

Susana N. debió suspender y cancelar clases. Su estado de salud se resintió con el parto, desde que su cuerpo ya estaba alejándose de su etapa ideal para procrear y el embarazo le acarreó todos los inconvenientes y dificultades imaginables. Marcelo N. sólo ansiaba llegar a su casa para sacar a pasear al perro y alejarse del pequeño infierno que representaba un hogar con un bebé que lloraba todo el tiempo y cuya madre, en raptos de desesperación al no poder atenderla y saberse despojada de su verdadera pasión, sólo atinaba a gritarle y hacerle saber cuánto lamentaba su presencia.

El matrimonio N estaba en problema. Su única hija había llegado a destiempo, encontrándolos a ambos sin preparación ni herramientas para darle la atención que hubiera requerido. Fue en uno de esos días en los que Susana N. estaba a punto de estallar cuando alguien tuvo la siguiente idea: pedirle a Soledad que la ayude. Después de todo, para eso eran las hermanas menores que no trabajaban ni estudiaban. Nadie reparó en que la menor de la casa no era apta para cuidar de sí, mucho menos de un bebé, pero era una opción cómoda. Marcelo N. le pasaría una pequeña mensualidad con la cual cubriría sus gastos, y le harían lugar en su casa, a donde tendría una habitación propia.

—“Quién sabe”, dijo Susana N., “A lo mejor sacarla de la casa de mis padres y darle alguna responsabilidad la ayude a encaminar su vida. Nos vamos a estar haciendo un gran favor mutuo. Yo ya no puedo más”. Esas palabras sellaron el trato, al cual los padres de ambas no se opusieron: estaban hartos de su hija menor.

Debe decirse que la idea, en sus primeros años, pareció dar frutos. Soledad había experimentado una mejora en su carácter. Asumía la tarea de madre mucho mejor que Susana N. Se ocupaba de todas las necesidades de la pequeña y hasta de algunas tareas del hogar. Susana N. pudo retomar sus amadas clases, y Marcelo N. ya podía salir a dar sus paseos por la tarde al regresar del trabajo sin sentir culpa alguna. Ahora tenían “niñera y ama de llaves”, todo al mismo precio. Las noches habían vuelto a ser tranquilas, ya que la pareja podía conversar en calma mientras su hija era atendida. Los fines de semana se ensayaba una cierta rutina familiar, y al menor problema, Soledad tomaba a Martha N. y la sosegaba. Un rápido y muy poco interesado cuestionario sobre el estado de esta última era todo lo que hacía falta para cumplir con los deberes de padre y madre. Papá pagaba, mamá preguntaba cada tanto. Eso era todo.

Soledad ya no sentía necesidad de dejar la casa. Su única fijación era la pequeña Martha N. Sólo iba con ella a pasear por el Barrio, o a visitar a los abuelos. No necesitaban más.

Los años comenzaron a pasar y la bebé se transformó en una niña: fue indubitablemente un error confiar por completo la crianza a la tía, puesto que los padres no estaban al tanto de algunas particularidades del carácter de Martha N. que sí eran notadas por Soledad, pero a la cual no le disparó alerta alguna.

Martha N. no tenía amigas. Era una niña inteligente, pero que a duras penas aprobaba alguna asignatura. A sus trece años ingresó a la escuela secundaria y repitió su patrón: de la casa a la escuela, casi sin contacto con otras jovencitas de su edad, y ningún interés por jovencitos, los cuales ya advertían que Martha N. era muy atractiva. Tenía los mismos ojos verdes que su madre, aunque pelirroja, y era sumamente bonita. Como la ahora adolescente hija de Susana N. ya no necesitaba de atención todo el tiempo, Soledad había retomado algunas prácticas que se creían desterradas. Ocasionalmente salía, sin decir a dónde ni con quién se veía. El dinero ya no le alcanzaba y solía reclamar “préstamos” a Marcelo N., quien los daba gustoso en tanto no tuviera que lidiar con asuntos del hogar. Susana N. estaba muy ocupada con la organización de un próximo congreso internacional de literatura; no podía prestar atención a cuestiones de su hija y menos de su hermana.

A los 17 años las compañeras de escuela detestaban a Martha N., por cuanto su aspecto único acaparaba miradas y suspiros de todos, pero su absoluta apatía la convertía en alguien a quien rechazar. Sus compañeros no sabían cómo invitarla a salir o siquiera llamar su atención. Ella no tenía interés en amistades ni en noviazgos.

Tampoco tenía interés en el estudio: era la peor alumna. Sus profesores veían en ella a una persona muy inteligente que resolvía mentalmente todo tipo de planteos, es especial matemáticos, pero no respondía ninguna pregunta en los exámenes.

Es que Martha N. ya se había dado cuenta de que en su futuro, el estudio no tenía lugar ni necesidad. Ella quería hacer dinero. Ya sabía que eso era lo que movía al mundo. Veía en su escuela cómo los que tenían una mejor posición económica estaba dotados de ventajas, y ella quería eso. Ya había descubierto que su padre visitaba casas que no podía comprar, y que anhelaba ser socio de un club que no podía pagar. Ella lograría estar a esa altura, pero no luego de años de esfuerzo y sacrificio. Lo necesitaba antes.

Tampoco le llegaría el tan ansiado ascenso económico por herencia ni por relaciones: no era una persona sociable, y no tardó en percibir que quienes le podían proporcionar lo que buscaba no estaban en su escuela, y que no contaba con la llave para entrar a ese otro mundo que se hallaba cruzando una calle, a algunas cuadras de su casa.

Martha N. era una ávida lectora de periódicos. Estaba al tanto de todo. No importaba de qué suceso se hablare, ella podía dar una extensa opinión sobre el asunto, siempre que el mismo fuera de su interés y ella quisiera tratarlo. Esto confundía aún más a sus profesores, quienes jamás conocieron a alguien tan capaz desprovista en absoluto de voluntad para cumplir con sus deberes escolares. En su hogar, durante los fines de semana o en las vacaciones (esto es, cuando toda la familia estaba forzada a convivir) Martha N. no dejaba de sorprender a sus padres por su conocimiento sobre las noticias del momento, e incluso por sus preguntas sobre asuntos financieros. Ahorraba cada centavo que recibía como mesada y hasta hacía planes de invertirlos. Marcelo y Susana N. entendieron que eso era un indudable signo de que su educación marchaba bien, y de que los ocasionales desvaríos de su tía no eran un problema. No conocían la realidad.

Tamaña fue la sorpresa cuando el matrimonio N. fue notificado que su hija no sería recibida nuevamente en la escuela por sus terribles calificaciones.

—“No entendemos qué es lo que ocurre”, dijo el Director en la reunión que tuvo con el matrimonio, “Su hija es una jovencita muy capaz, pero no posee ninguna voluntad de avanzar y estudiar. No tiene amistades. Nos resulta imposible darle la ayuda que requiere y recomendamos que piense en una institución diferenciada”, dijo.

Ningún pedido de reconsiderar esa decisión fue atendido, y a sus 17 recién cumplidos, Martha N. se había quedado sin colegio. Los reproches, naturalmente, se dirigieron a Soledad. Ninguno de los padres sintió que había fallado al no interesarse, sino que se sentían acreedores de una explicación por parte de quien convivió con ellos estos años y cobró por una tarea.

Capítulo 2

Martha N. era reprendida por sus padres, mientras Soledad estaba en la misma habitación y debía escuchar lo velados y explícitos reproches que ambos le hacían por el desastroso desempeño escolar de la jovencita. Escuchó sentencias tales como que “su vida estaba arruinada”, que “se había quedado sin futuro”, que “había desperdiciado el esfuerzo y dinero invertido en esa escuela”, que “sería una donnadie”.

—“¿Acaso has pensado qué harás de aquí en más?”, preguntó Susana N. a los gritos, “Porque déjame decirte una cosa: no tenés estudios, no tenés amistades, ninguna de nuestras relaciones te conoce, ni te consideraría un partido serio para sus hijos. A este paso tus opciones son muy escasas: o mantenida por algún idiota que se conforme con vos, o venderte por poco. ¿Cuál será?”, finalizó exasperada.

Susana N. se sentía genuinamente preocupada por su hija, pero había elegido el peor modo de hacérselo saber, y planteado el panorama con las más inconvenientes expresiones. Como si el calor de la situación nublara sus décadas de lectura.

Martha N. no atinó a decir muchas cosas en su defensa. Señalaba una y otra vez que no aprendería nada en esa escuela, que ella tenía planes, que en esos proyectos (de los cuales no pudo puntualizar ninguno) una educación formal no aportaría mucho, y que las personas que había conocido hasta ese momento eran inútiles que no le servían para nada. Para ella, la idea de ser mantenida era inaceptable, tanto como la de “regalarse” que en ese arranque de ira sugirió Susana N. Martha N. era demasiado ambiciosa e inteligente como para caer en algo así, ya que esas dos alternativas la limitaban o le proporcionaban una corta vida útil, respectivamente. Martha N. quería hacer dinero, sostenidamente.

Ya movido por la preocupación y hasta por cierta piedad, así como por la culpa de darse cuenta de que su hija adolescente era una completa extraña de la que apenas sabía algo, Marcelo N. indagó sobre cómo se obtendría esos medios:

—“Decime hija, ¿Qué has pensado realmente? Algo tenés que hacer y de nosotros no vas a poder vivir siempre en caso de que tu idea sea no trabajar nunca”

Martha N. enmudecía, porque si bien tenía una meta, no contaba realmente con un plan para lograrla.

El día pasó sin mayor avance. A la mañana siguiente Soledad salió muy temprano y anunció que regresaba al mediodía, pero nadie le prestó atención ni esperaba que cumpliera con su cronograma. Era sábado y en los últimos meses salía a esa hora y regresaba el lunes. Para sorpresa de todos, a las 13 estaba de vuelta y pidió que se reunieran en la cocina. Susana N. hizo un gesto de fastidio por tener que interrumpir una lectura; Marcelo N. se dirigió rogando que no se tratara de algo serio, y Martha N., quien todavía dormía, llegó frotándose los ojos.

—“Hemos tenido unos momentos muy complicados últimamente”, dijo Soledad, “Y en parte me siento responsable”, comentó

—“Por supuesto que lo sos”, respondió rigurosamente Susana N. Soledad continuó:

—“Como les decía, me parece que parte de esta situación se da porque Martha N. no está encontrando su ser ni su vocación. Es una edad de cambios y eso es siempre difícil”, dijo casi como si recitara el guion de una obra. “Por eso tengo una propuesta: Martha N. y yo nos vamos un año a la ciudad vecina. Allí mis padres tienen un pequeño departamento en un complejo. Vamos a estar en un ambiente más tranquilo donde las dos podremos encontrarnos y decidir nuestro futuro”.

Ambos padres quedaron en silencio por un instante, el cual sólo se cortó cuando Susana N. dijo de un grito:

—“¡De ninguna manera! ¿Acaso te pensás que te vas a llevar a una adolescente a vivir con vos en otra ciudad a hacer nada? ¡Qué locura!”, exclamó, teniendo muy presente en su mente que ahora no se trataba sólo de su hija, sino que este “viaje de descubrimiento” involucraba a su hermana también.

Martha N. miraba a todos sin recordar en qué momento alguien le habían preguntado si quería hacer esto. Soledad, con una inusitada calma, continuó:

—“Susana, entiendo tus palabras y tu temor, pero te pido a vos y a Marcelo que confíen en mí. Obviamente estamos ante ya casi una mujer adulta que aquí está teniendo dificultades. Yo le ofrezco que vayamos a un lugar con menos distracciones y más oportunidades. Esta mañana salí temprano porque quería plantearle esto a nuestros padres, y me dieron su conformidad para usar el departamento. Además, tengo que decirles algo: he conseguido una oferta de trabajo allí y la voy a tomar. Puedo llevar a Martha N. y lograr algo, o les aviso que tendré que irme sola”

Fue sin dudas esa última frase la que convenció a Marcelo y Susana N. de dar su conformidad a lo que a todas luces era una mala idea. Dejar ir a una adolescente de 17 años recién cumplidos a vivir a otra ciudad con una pariente que tenía antecedentes de depresión y comportamiento errático era un pésimo plan, pero, ¿Qué harían si Soledad se iba sola y Martha N. seguía con ellos? Susana N. no estaba en condiciones emocionales de hacer nada más que gritar y pronosticar futuros terribles. Marcelo N. parecía acabar de descubrir que tenía una hija y que era su responsabilidad. La versión del préstamo del departamento fue confirmada. Y en rigor, la ciudad vecina no parecía un lugar tan malo. Estaba situada a unas cinco horas de la Capital, por la ruta. Pese a ser mucho más pequeña, tenía una afamada vida artística, comercial y educativa, ya que varias escuelas y universidades tenían allí sus campus. ¿Y si en verdad era una buena alternativa? ¿Y si ese cambio de aire le mostraba opciones a su hija que la encaminarían en la vida?

Para el domingo a la mañana, el permiso estaba dado. Soledad y Martha N vivirían juntas. La tía trabajaría y se ocuparía de que la sobrina explorare opciones educativas y a su tiempo algún trabajo de medio día. Martha N. no necesitó pensarlo mucho, en segundos asoció el nuevo destino con sus metas. Aceptó gustosa, y como muy pocas veces antes, pasó el resto del día con una sonrisa.

Marcelo N. giraría una suma mensual para gastos de su hija.

La partida sería el lunes a las 8. Ninguno de los padres fue a despedirlas a la estación porque tenían que atender sus obligaciones. Los saludos se dieron el domingo a la noche, junto con las últimas recomendaciones a su hija: nada de fiestas, nada de noviecitos. A definir qué hacer con su vida, y a estar siempre pendiente de cómo ayudar a su tía con las cosas del hogar. Según el plan que jamás se cumplió, se verían de nuevo en un año, salvo alguna esporádica visita.

El primer mes los llamados telefónicos fueron habituales y cordiales. La vida descripta en la ciudad vecina sonaba a pura organización y provecho: Soledad trabajaba por la mañana, pero tenía las tardes libres. Su empleo era en “un negocio”, del cual jamás se daban precisiones. Como no pedía dinero para sí, asumieron que ese puesto sí existía. Martha N. recorría las escuelas y las universidades y hasta visitaba museos. Estaba explorando alternativas, como dijeron.

Naturalmente, todo era una mentira.

Soledad había encontrado una ocupación con unos antiguos conocidos, en un bar. Allí trabajaba por las noches y dormía gran parte del día. Gastaba mucho de su dinero en pastillas que según ella la ayudaban con sus ataques de depresión. Rara vez veía a Martha N., a quien llevó algunas veces al bar para que le consiguieran un empleo, pero a donde la sobrina nunca volvió, ya que ese ambiente le parecía repugnante e improductivo, lleno de pobres infelices que no le permitirían lograr sus metas.