Eugenia Grandet - Honoré de Balzac - E-Book

Eugenia Grandet E-Book

Honore de Balzac

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Beschreibung

Este ebook presenta "Eugenia Grandet", con un índice dinámico y detallado. La historia se desarrolla en la ciudad francesa de Saumur, en el interior de la casa de Eugenia, una gran casa, pero solitaria y fría, que corrobora la personalidad de la mayoría de los personajes. 31El autor cuenta la historia de Eugenia desde su cumpleaños hasta su casamiento. La época se sitúa en plena caída de Napoleón, cuando empezaba a tomar auge la monarquía. Se puede ver que el autor, hace alusión a la trata de negros, o venta de hombres, que en ese tiempo, era una actividad muy lucrativa, puesto que el esclavismo era parte de la vida diaria, sobretodo en las colonias africanas, otra de las costumbres destacadas es la del vino, Saumur, se conoce, por ser un productor de los mejores vinos, en Francia, el vino es una bebida tradicional, que no puede faltar en la mesa de los países europeos. Honoré de Balzac (1799-1850, nombre original Honoré Balssa), escritor francés de novelas clásicas que figura entre las grandes figuras de la literatura universal. Fue el iniciador del realismo en su país.

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Honoré de Balzac

Eugenia Grandet

(texto completo, con índice activo)
Título original: Eugénie Grandet (1833)
e-artnow, 2013
ISBN 978-80-268-0298-3

Índice

Cover
Eugenia Grandet
Text

A MARÍA

Siendo el retrato de usted el mejor adorno de ésta obra, yo deseo que su nombre sea aquí como la rama de boj bendita que, cogida de cualquier árbol, pero santificada por la religión y conservada siempre verde por manos piadosas, sirve para proteger la casa.

DE BALZAC.

En ciertas ciudades de provincia se encuentran casas cuya vista inspira una melancolía igual a la que producen los claustros más sombríos, las landas más desoladas o las ruinas más tristes. Y es que tal vez en eses casas se unen el silencio de los claustros, la aridez de las landas y la osamenta de las ruinas. La vida y el movimiento permanecen en ellas en un estado tal de tranquilidad que se las creería inhabitadas si no fuese porque, de pronto se da con la mirada inexpresiva, fría, de una persona inmóvil cuyo rostro poco menos que monástico se alza sobre el alféizar de la ventana, al ruido de un paso desconocido. Estos signos de melancolía concurren en la fisonomía de una mansión situada en Saumur, al extremo de la calle empinada que conduce al castillo, por la parte alta de la ciudad. Dicha calle, actualmente poco frecuentada, calurosa en verano, fría en invierno, a trechos oscura, llama la atención por la sonoridad de su tosco empedrado de guijarros, siempre limpio y seco; por su trazado tortuoso y por la paz de sus casas que forman parte del casco antiguo de la población y dominan las murallas.

Algunos edificios, a pesar de sus tres siglos de existencia, se aguantan aún sólidamente y contribuyen, con su aspecto vario y pintoresco, a granjear a esta parte de Saumur el interés de los anticuarios y de los artistas. No se puede pasar por delante de aquellas casas sin admirar las enormes vigas que aparecen talladas en formas caprichosas y que adornan la planta baja de la mayoría de ellas con una especie de bajo relieve. Aquí unos travesaños aparecen cubiertos de pizarra y dibujan líneas azules sobre las delgadas paredes de una vivienda cubierta por un tejado que ha cedido al peso de los años, cuyas alfajías podridas se han torcido bajo la acción alternada del sol y de la lluvia. Allá aparecen unos bastidores de ventana gastados, ennegrecidos, cuyas delicadas esculturas, apenas visibles, se nos antojan demasiado ligeras para el tiesto de arcilla parda de que surgen los claveles y los rosales de una infeliz obrera. Acullá descubrimos unas puertas adornadas con enormes clavos en que el genio de nuestros antepasados ha trazado ciertos jeroglíficos caseros cuyo significado no se descubrirá jamás. Ora fue un protestante que le confió su fe, ora un partidario de la Lija que maldijo el nombre de Enrique IV. Algún burgués se ha entretenido en grabar sobre el clavo las insignias de su nobleza de campanas, la gloria de su mandato edilicio olvidado para siempre.

En tales huellas está toda la historia de Francia. Junto a la trémula casita de paredes endebles en que el albañil ha edificado su batidera, se levanta la mansión de un hidalgo de cuyo blasón se ven, sobre el arco de la puerta, algunos vestigios que han sobrevivido a las diversas revoluciones que desde 1789 han agitado el país.

La planta baja de tales casas, aunque esté dedicada al comercio, no aloja tiendas ni almacenes; los amigos de la Edad Media hallarían en ellos el obrador de nuestros padres en toda su ingenua sencillez. Sus salas bajas, que no tienen escaparate, ni mostrador, ni cristales, son hondas y oscuras y tan desprovistas de adornos por fuera como por dentro. Su puerta, dividida horizontalmente en dos, aparece groseramente guarnecida de hierro; por su parte superior se abre hacia adentro; la interior; provista de una campanilla con muelle, va y viene constantemente. El aire y la luz entran en aquella especie de húmeda zahúrda ya por lo alto de la puerta, ya por el espacio que queda entre la bóveda, el techo y el murete de escasa altura en que se empotran unos sólidos postigos retirados por la mañana, repuestos y mantenidos por la noche con barras de hierro empernadas. El mencionado murete sirve para presentarlas mercancías del negociante. No hay en su estilo ni asomo de charlatanismo. Según la índole del comercio, las muestras consisten en dos o tres cubetas llenas de sal y de bacalao, en unos cuantos paquetes de tela para velamen, cuerdas, latón colgado de las vigas, algunos aros en las paredes o algunas piezas de paño en los anaqueles. Entrad. Una muchacha limpia, resplandeciente de juventud, con su manteleta blanca, sus brazos colorados, suelta la calceta que estaba haciendo y llama a su padre o a su madre que os vende lo que deseáis, flemáticamente, con agrado o con arrogancia, según su carácter, así valga la cosa dos sueldos como veinte mil francos.

Un negociante en maderas, sentado a su puerta, cuenta las musarañas mientras conversa con su vecino; aparentemente no tiene más que cuatro míseras tablas para botellas y unos cuantos fajos de duelas; pero en el puerto, su repleto almacén surte a todos los toneleros de Anjou, prevé al céntimo la cantidad de mercancía que colocará si las viñas dan buena cosecha; un día de sol le enriquece, una racha de lluvia le arruina; en una sola mañana las barricas suben once francos o bajan a seis libras.

En aquel país, como en Turena, la. vida comercial está supeditada a los cambios atmosféricos. Viñadores, propietarios madereros, toneleros, posaderos, marineros, todos andan al acecho de un rayo de sol; al acostarse por la noche tiemblan de miedo imaginándose que al día siguiente se levantarán para ser testigos de una gran helada; temen la lluvia, el viento, la sequía, y pretenden que agua, calor, les sean servidos a medida de su deseo. Hay un duelo constante entre el cielo y los intereses terrestres. Por obra del barómetro las fisonomías pasan de la alegría a la pena, de la preocupación a la confianza. De cabo a cabo de aquella vía, la calle Mayor de Saumur, circula la frase: “¡Vaya un tiempo de oro!”, repetida de puerta en puerta. También se oye decir: “Está lloviendo luises” y con ello no se hace más –– que expresar lo que representa un chubasco o un rayo de sol oportunos. Los sábados al mediodía, cuando llega el buen tiempo, es inútil que vayáis a comprar nada a aquellos honrados industriales. El que más y el que menos tiene su viña, su cercado y pasa dos días en el campo. Allí, previsto cuanto se puede prever la compra, la venta y el beneficio, los comerciantes pueden dedicar casi todo el santo día a jiras y merendonas, a observaciones y comentarios, a un espionaje continuo. No es posible que un ama de casa compre una perdiz sin que los vecinos pregunten al marido si la vinagreta estaba en su punto. Muchacha que asoma la cabeza a la ventana, muchacha que ven todos los grupos de desocupados. Allí las conciencias se destapan y, como aquellas casas impenetrables, negras y misteriosas, dejan de tener misterios. La vida transcurre casi por entero al aire libre; las familias se sientan a la puerta de sus viviendas y comen y cenan y discuten. No pasa nadie por la calle sin que sea examinado de pies a cabeza. Se conserva el estilo de las capitales de provincia en que no asoma forastero que no se concierte comidilla de los vecinos apostados junto a las puertas.

De ahí nacieron las historias sabrosas, de ahí vino el calificativo de copiosos aplicado a los habitantes de Angers, que eran maestros en esta clase de bromas urbanas. Los antiguos palacetes de la ciudad vieja están encaramados en lo alto de la calle en otro tiempo habitada por los hidalgos de la región. La casa, llena de melancolía, en que sucedieron los hechos de esta historia era precisamente una de aquellas mansiones, restos venerables de un siglo en que personas y cosas tenían ese carácter de sencillez que las costumbres francesas van perdiendo de día en día. Después de haber seguido las revueltas de aquel camino pintoresco, cuyos menores accidentes despiertan recuerdos y cuyo conjunto tiende a sumir al transeúnte en una especie de ensueño maquinal, se descubre un entrante asaz sombrío, en medio del cual se esconde la puerta de la casa del señor Grandet, ¡El señor Grandet! No hay manera de comprender todo el valor de esta expresión provincial sin conocer la biografía del personaje.

El señor Grandet gozaba en Saumur de una reputación cuyas causas y efectos no serán comprendidas poco ni mucho por las personas que no hayan vivido en, provincias. El señor Grandet, que para algunas gentes de su generación cada día más escasas, seguía siendo el tío Grandet, un maestro tonelero muy acomodado que en 1789 sabía leer, escribir y las cuatro reglas. Cuando la República Francesa puso en venta en el distrito de Saumur los bienes del clero, el tonelero que tenía entonces unos cuarenta años, acababa de casarse con la hija de un rico negociante en maderas. Grandet, provisto de su fortuna reducida a metálico y de la dote de su mujer, en total dos mil luises de oro, fuese a un distrito, donde; gracias a doscientos dobles luises ofrecidos por su padre al feroz republicano encargado de vigilar la venta de los bienes nacionales, obtuvo por un mal pedazo de pan, legalmente ya que no legítimamente, los viñedos más hermosos de la comarca, una antigua abadía y unas cuantas alquerías. Los habitantes de Saumur eran poco revolucionarios, de modo que, con un gesto, el tío Grandet sentó plaza de hombre atrevido, de republicano, de patriota, de espíritu abierto a las ideas nuevas, pero en el fondo no era más que un tonelero que tenía afición a las viñas. Fue nombrado miembro de la administración del distrito de Saumur, y su influencia pacífica se dejó sentir así en la política como en el comercio. Políticamente protegió a los ex nobles y se opuso con todas sus fuerzas a la venta de los bienes de los emigrados; comercialmente, procuró a los republicanos mil o dos mil pipas de vino blanco que se hizo pagar con unos magníficos prados que habían sido patrimonio de una comunidad de religiosas y que reservaba para formar un postrer lote. Bajo el Consulado, el bueno de Grandet fue nombrado alcalde, administró cuerdamente, vendimió más cuerdamente todavía; bajo el Imperio, se convirtió en el señor Grandet.

Napoleón no quería a los republicanos; sustituyó al señor Grandet, que aparentemente al menos había lucido el gorro frigio, por un gran terrateniente, un hombre con el de, un futuro barón del Imperio. El señor Grandet se despidió sin la menor amargura de los honores municipales. En interés de la ciudad, había mandado construir excelentes caminos que conducían hasta sus fincas. Su casa y sus campos, favorablemente valorados en el catastro, pagaban impuestos muy módicos. Una vez valorados sus viñedos y sus parras a fuerza de constantes desvelos, se habían puesto a la cabeza de la agricultura, es decir, que producían vino de la mejor calidad. Hubiera podido pedir la cruz de la Legión de Honor. El acontecimiento ocurrió en 1806. El señor Grandet, a quien la Providencia quiso sin duda consolar de su desgracia administrativa, heredó sucesivamente de la señora de la Gaudiniére, de la familia Bertellière, madre de la señora Grandet, del viejo señor de la Bertellière, padre ., de la difunta y, por fin, de la señora Gentillet, abuela materna; tres sucesiones cuya importancia no supo nadie. La avaricia de aquellos tres viejos era tan vehemente hacía muchísimo tiempo que almacenaban el dinero por el solo gusto de contemplarlo en secreto. Para el señor de la Bertellière una inversión de capital no era ni más ni menos que un derroche, pues se le antojaba que las rentas de la contemplación del oro eran más interesantes que las de la usura. De modo que los vecinos de Saumur. calcularon el valor de las economías tomando por la renta de los bienes visibles. Entonces obtuvo el señor Grandet el nuevo título de nobleza que nuestra manía igualitaria no conseguirá borrar nunca: el título de mayor contribuyente de la comarca. Cultivaba cien fanegas de viña que en los años buenos le producían cien pipas de vino. Poseía trece alquerías, una antigua abadía en la que, por ahorrar, había mandado tapiar los ventanajes, las vidrieras, lo que contribuyó a conservarlo; y ciento veintisiete fanegas de prado donde crecían y engrosaban tres mil álamos plantados en 1793. En fin, suya era también la casa en que vivía. Esto era la parte aparente de su fortuna. Por lo que toca a sus capitales, únicamente dos personas podían presumir vagamente su importancia; una era el notario señor Cruchot, encargado de las inversiones usurarias. del señor Grandet, y otra el señor de Grassins, el banquero más rico en Saumur, en cuyos beneficios participaba a su conveniencia y secretamente el acomodado viticultor. Y aunque el viejo Cruchot y el señor de Grassins no carecían de esa profunda discreción que engendra en provincias la confianza y la fortuna, daban en público tales muestras de respeto al señor Grandet que los observadores llegaron pronto a tomarlas como indicio de la importancia alcanzada por los capitales del ex alcalde. Todos en Saumur estaban convencidos de que el señor Grandet tenia un tesoro particular, un escondrijo repleto de luises y de que se entregaba nocturnamente a los inefables goces que procura la contemplación de un buen montón de oro. Los avaros tenían la certidumbre de que se dedicaba a este ejercicio al ver sus ojos en que el metal amarillo parecía haber dejado alguno de sus reflejos. La mirada del hombre que se habitúa a sacar de sus capitales un interés desmesurado adquiere inevitablemente, como la del voluptuoso, del jugador o del cortesano, ciertos dejos indefinibles, ciertos movimientos furtivos, ávidos, misteriosos que no escapan a sus correligionarios.

Este lenguaje secreto forma en cierto modo la francmasonería de las pasiones. Así es como el señor Grandet inspiraba la estima respetuosa que merece quien no debe nada a nadie y, que a fuerza de buen tonelero y no menos buen viticultor, determina, con la precisión de un astrónomo, cuándo hay que fabricar mil toneles o cuándo bastará con quinientos; quien no falla una sola especulación y tiene toneles para vender cuando van más caros que el zumo a que se destinan, y puede entrar la vendimia en su bodega y aguardar el momento de dar sus barricas por doscientos francos cuando los pequeños propietarios ceden las suyas por cinco luises. Su famosa cosecha de 1811, cuidadosamente reservada, lentamente vendida, le había valido más de cuarenta mil libras. Financieramente hablando, el señor Grandet tenía algo del tigre y ––de la boa; sabía tenderse en el suelo, encogerse, observar largo rato su presa, arrojándosele encima, después abría las fauces de su bolsa, engullía una carga de escudos y se acostaba tranquilamente, como la serpiente para digerir, impasible, frío, metódico. Se le veía pasar con un sentimiento de respeto y de terror. ¿Por ventura había alguien en Saumur que no hubiese oído el cauteloso arañazo de sus garras de acero? A Fulano, el notario Cruchot le había procurado el dinero necesario para la compra de una hacienda, pero, ¡ay!, al once por ciento; a Zutano, el señor de Grassins le había descontado unas letras, pero con un espantoso mordisco en concepto de intereses. Raros eran los días en que el nombre del señor Grandet no se pronunciase ya sea en el mercado, ya en las veladas y tertulias de la ciudad. Para ciertas personas la fortuna del venerable viticultor era un motivo de orgullo patriótico. Por eso, más de un comerciante y de un fondista decía a los forasteros no sin cierta satisfacción:

––Caballero, en nuestra ciudad contamos con dos o tres casas millonarias; pero lo que es al señor Grandet es tan rico que él mismo no sabe lo que tiene.

En 1816, los más duchos calculadores de Saumur estimaban sus fincas en cuatro millones; pero como, a partir de 1793, se suponía que había sacado de sus propiedades una renta anual de cien mil francos, era de presumir que poseía otro tanto en dinero contante y sonante. De modo que cuando, después de una partida de Boston o de una charla sobre las viñas, se venía a hablar del señor Grandet, las personas informadas se decían:

––¿El tío Grandet?… El tío Grandet es hombre de cinco o de seis millones de francos.

––Sabe usted más que yo; yo jamás he llegado a averiguar el total ––contestaban el señor Cruchot o el señor Grassins si, por azar, oían semejante estimación.

En cuanto un parisiense hablaba de los Rothschild o del señor Lafitte, los vecinos de Saumur preguntaban si eran tan ricos como el señor Grandet. Y si el Parisiense, con sonrisa desdeñosa, les contestaba que sí; meneaban la cabeza con incredulidad y se miraban de reojo. Tamaña fortuna cubría con manto de oro todas las acciones de aquel hombre.

Si, al principio algunos detalles de su vida dieron pábulo a la burla y a la maledicencia, una y otra se habían achicado. En sus acciones mas insignificantes el señor Grandet tenía en su favor la autoridad de la cosa juzgada. Su palabra, sus ademanes, su traje, el guiño de sus ojos tenían fuerza de ley en toda la comarca, donde el que más y el que menos, después de haberlos estudiado como el naturalista estudia los efectos del instinto de los animales, se había dado cuenta de la profunda y silenciosa cordura del más leve de sus movimientos.

“El invierno va a ser crudo ––decían––; el tío Grandet se ha puesto los guantes forrados de lana: hay que vendimiar.” “El tío Grandet compra mucha madera; señal que hogaño tendremos mucho vino.”

El señor Grandet no compraba nunca pan ni carne porque sus colonos le traían cada semana una buena provisión de capones, pollos, huevos, manteca y trigo. Poseía un molino cuyo arrendatario, además de pagarle el alquiler, tenía la obligación de ir a recoger cierta cantidad de grano y devolvérsela hecha harina y salvado. Nanón, su única sirvienta, a pesar de sus años, amasaba todos los sábados el pan de la casa. El señor Grandet tenía arreglos con sus hortelanos para que le surtiesen de legumbres. Por lo que toca a la fruta, era tal la cantidad de su cosecha que en buena parte la mandaba vender en el mercado. La leña que le hacía falta para calentarse, la retiraba de sus setos o de las vallas, medio podridas, que cercaban sus campos, y sus colonos cuidaban de traérsela a casa, ya partida, la colocaban en su leñera y se consideraban pagados con sus gracias. No tenía más dispendios conocidos que el pan bendito, los vestidos de su mujer y de su hija y la limosna que daba por las sillas en la iglesia; la luz, el sueldo de la vieja Nanón, el remiendo de sus cacerolas; el pago de los impuestos, las reparaciones de sus edificios, y los gastos de explotación. Tenía seiscientas fanegas de bosque, recién comprado, y lo hacía custodiar por un guardián vecino al que prometía una propina. Desde el día que hizo esta compra sólo comía caza. Llanísimos eran sus modales. Hablaba poco. En general, expresaba sus ideas mediante frases breves y sentenciosas, dichas a media voz. Desde la Revolución, que fue la época en que empezó a ser un personaje, tartamudeaba fatigosamente en cuanto le tocaba perorar o sostener una discusión. Aquel balbuceo, la incoherencia de sus palabras, el flujo de frases en que quedaba ahogado su pensamiento, su aparente falta de lógica, que solían atribuirse a su rudimentaria educación, en realidad’ no eran más que ardides de su malicia, como se verá en ciertos acontecimientos de esta historia. Por lo demás, le bastaba con cuatro fórmulas algebraicas para resolver todas las dificultades de la vida y de los negocios: “No se”, “No puedo”, “No quiero”, “Allá veremos”. Jamás decía, sí ni no; jamás escribía una sola línea. Si le dirigían la palabra, escuchaba fríamente, se .aguantaba la barbilla con la mano derecha, apoyando el codo derecho en el revés de la mano izquierda y las opiniones que formaba sobre cada asunto eran definitivas. Meditaba largo rato sobre cada operación. Cuando al cabo de una charla de tanteo, el contrincante descubría sus baterías suponiéndolo rendido, Grandet contestaba:

––No puedo cerrar tratos sin consultar antes a mi mujer.

Su mujer, reducida a un ilotismo completo, era en materia de negocios su comodín y su escudo. Jamás hacía visitas; no quería tampoco recibirlas, ni dar de comer a nadie. No metía nunca ruido y parecía qué lo ahorrase todo, hasta el movimiento. En casa ajena, no la veríais causar él menor desarreglo, porque la propiedad le inspiraba un profundo respeto. Con todo, a pesar de la suavidad de su voz, a pesar de su porte reservado, el lenguaje y los hábitos del tonelero, asomaban en cuanto estaba en su casa, donde se vigilaba menos que en parte alguna. Tocante a su físico, Grandet tenía cinco pies de estatura, recio, trabado, con pantorrillas de doce pulgadas de circunferencia, rótulas nudosas y hombros robustos; su rostro orondo, curtido y picado de viruelas; barbilla recta, labios sin sinuosidad alguna, dientes blancos; sus ojos tenían la expresión sosegada y devoradora que el pueblo suele atribuir a los ojos del basilisco; su frente, surcada por rayas transversales, no carecía de protuberancias significativas; sus cabellos amarillentosy grisáceos, eran oro y plata, según ciertas personas que ignoraban lo grave que era hacer bromas a costa del señor Grandet. Su nariz, de punta abultada, soportaba un lobanillo veteado de azul que el vulgo imaginaba, no sin razón, henchido de malicia. Semejante facha anunciaba una sagacidad temible, una probidad sin calor, el egoísmo de un hombre acostumbrado a concentrar sus sentimientos en el goce cíe la avaricia y sobre el único ser que significaba algo para su corazón, su hija Eugenia, su sola heredera. Su actitud, sus modales, sus andares, todo atestiguaba la confianza en sí mismo, propia del hombre que ha salido con bien de todas sus empresas. Aunque de costumbres en apariencia fáciles y suaves, el señor Grandet tenía un carácter de bronce. Vestido siempre del mismo modo, verlo hoy era como verlo en 1791. Se ataba los zapatos con cordones de cuero; llevaba invierno y verano medias de lana arrebujadas, calzón corto de paño marrón con hebillas de plata, un chaleco de terciopelo rayado de amarillo y de color pulga, abrochado de arriba abajo, un ancho levitón pardo con abundantes faldones, una corbata negra y un sombrero de cuáquero. Sus guantes no menos recios que los de los gendarmes, le duraban veinte meses, y, para conservarlos limpios, los colocaba sobre el ala del sombrero, siempre en el sitio, obedeciendo a un gesto maquinal. Esto es todo lo que sabía Saumur sobre tal personaje.

Sólo seis habitantes tenían derecho a entrar en su casa. El más importante de los tres primeros era el sobrino del señor Cruchot: Desde que le nombraron presidente del Tribunal de primera instancia de Saumur, había agregado a su nombre de Cruchot el de Bonfons y se esforzaba en conseguir que el Bonfons oscureciese el Cruchot. Por de pronto el distinguido joven firmaba ya C. de Bonfons. El litigante incauto que seguía llamándole “señor Cruchot” durante el curso del juicio, no tardaba en darse cuenta de su torpeza. El magistrado daba señales de benevolencia a los que le llamaban “señor presidente”, pero sus sonrisas más halagüeñas eran para los que le adulaban dándole el nombre de “señor de Bonfons”. El señor presidente contaba a la sazón treinta y tres años, poseía la finca de Bonfons (BoniFontis), que daba siete mil libras de renta; ––esperaba la herencia de su tío el notario y la de su otro tío el cura, dignatario del cabildo de Tours; los dos tenían fama de ricos. Los tres Cruchot que acabamos de nombrar, sostenidos por gran cantidad de primos, emparentados con veinte casas de la ciudad, formaban una partido como el de los Médicis en Florencia; y, como los Médicis, los Cruchot tenían sus Pazzi. La señora de Grassins, madre de un muchacho de veintitrés años, iba muy a menudo a dar conversación a la señora Grandet con la esperanza de casar a su querido Adolfo con la señorita Eugenia. El señor de Grassins, el banquero, cooperaba vigorosamente a las maniobras de su mujer mediante los servicios constantes y secretos que prestaba al viejo avaro y llegaba siempre a tiempo al campo de batalla. También estos tres Grassins contaban con su cohorte

de adeptos, de primos, de aliados. Por el lado de los Cruchot el sacerdote, el Talleyrand de la familia, sólidamente secundado por su hermano el notario, disputaba activamente el terreno a la financiera, y procuraba canalizar hacia su sobrino el presidente, la pingüe fortuna. Esta guerra que a la chita callando se desarrollaba entre los Cruchot y los Grassins y cuyo botín no era otro que la mano de Eugenia Grandet, apasionaba a los diversos núcleos de Saumur. ¿Con quién se casaría la señorita Grandet?, ¿con el señor presidente o con Adolfo de Grassins? Algunos resolvían el acertijo diciendo que el señor Grandet no daría su hija a ninguno de los dos, y aseguraban que el viejo tonelero, devorado por la ambición, buscaba un yerno que fuese par de Francia y que, a fuerza de millones, no dejaría de tragarse todos los toneles pasados, presentes y futuros de los Grandet. Otros replicaban que los señores de Grassins eran nobles y muy ricos, que Adolfo era un apuesto galán y que a menos de contar con un sobrino del papa, una boda de tal categoría debía colmar las esperanzas de una gentecilla de tres al cuarto, de un hombre que todo Saumur había visto con la doladera en la mano y que, además, había llevado gorro frigio. Los más sensatos hacían notar que el señor Cruchot de Bonfons entraba y salía a todas horas de casa Grandet, mientras que á su rival sólo se le recibía los domingos. Estos sostenían que la señora de Grassins, que trataba con más intimidad a las mujeres de la familia Grandet que los Cruchot, podía inculcarles ciertas ideas que,_tarde o temprano, le darían la victoria. Aquéllos replicaban que el padre Cruchot era el hombre más insinuante del mundo y que, falda contra sotana, la partida estaba igualadísima.

Los viejos, por su parte, creyéndose más enterados, afirmaban que los Grandet, demasiado tunos para permitir que los bienes saliesen de

la familia, casarían a la señorita Eugenia Grandet, de Saumur, con el hijo del señor Grandet de París, rico negociante en vinos al por mayor. Pero los cruchotistas y los grassinistas, no se mordían la lengua y contestaban:

––En primer lugar, los dos hermanos no se han visto ni dos veces en treinta años. En segundo lugar, el Grandet de París tiene mayores pretensiones para su hijo, pica más alto. Es alcalde de distrito, diputado, coronel de la guardia nacional, juez del Tribunal de comercio; reniega de los Grandet de Saumur y aspira a emparentar con alguna familia ducal de nuevo cuño.

¡Qué es lo que no se diría sobre una herencia de que se hablaba en veinte leguas a la redonda y hasta en las diligencias que iban de Angers a Blois! A principios de 1811, los cruchotistas obtuvieron una señalada ventaja sobre los grassinistas. La tierra de Froidfond, notable por su parque, su admirable castillo, sus cortijos, ríos, estanques, bosques, estimada en tres millones, fue puesta en venta por el joven marqués de Froidfond, obligado a realizar sus bienes. Maese Cruchot, el presidente Cruchot, el padre Cruchot, ayudados por sus allegados, lograron impedir la venta por parcelas. El notario logró persuadir al muchacho de que si no firmaba un convenio con él para vender la finca en bloque, se vería enzarzado en innumerables pleitos contra los adjudicatarios que no acabarían nunca de pagar el precio de las respectivas parcelas; ¡cuánto mejor no era vender al señor Grandet, hombre solvente, y’ perfectamente capaz de pagar la tierra al contado! De este modo encaminaron hacia el esófago del señor Grandet el bello marquesado de Froidfond y el viejo avaro, dejando boquiabiertos a los saumurenses, pagó su precio en buena moneda, con el descuento pertinente, claro está. Esta operación se comentó en Nantes y en Orleáns.

El señor Grandet fue a visitar su castillo aprovechando el viaje de vuelta de una carreta. Una vez echó el vistazo del dueño, regresó a Saumur, convencido de que había colocado su dinero al cinco, y acariciando la ilusión de redondear el marquesado agregándole sus propios bienes. Luego, para rellenar su tesoro poco menos que exhausto, resolvió talar sus bosques y explotar a fondo las arboledas de sus prados.

Ahora podemos comenzar a comprender el valor de estas palabras: la casa del señor Grandet y lo que representaba aquel inmueble descolorido, frío, silencioso, situado en lo alto de la ciudad y abrigado por las ruinas de las murallas. Los dos pilares y el arco que formaban el hueco de la puerta habían sido construidos, como la propia casa, en toba, piedra caliza que abunda en las riberas del Loire, tan blanda que su duración media es de unos doscientos años. Las grietas numerosas y desiguales que habían abierto en ella las lluvias y los vientos daban al arco y a los jambajes de la puerta la apariencia de las piedras vermiculadas de la arquitectura francesa y un parecido con el pórtico de una prisión. Sobre la cimbra aparecía un largo bajo relieve esculpido en piedra dura que representaba las cuatro estaciones y cuyas figuras estaban gastadas y ennegrecidas. El bajo relieve estaba coronado por un plinto saliente, sobre el que crecía una vegetación sembrada por la casualidad: ortigas amarillas, corregüelas, convólvulos, llantén, y un pequeño cerezo ya bastante espigado. La puerta, de roble macizo, parda, reseca, resquebrajada por todas partes, estaba sólidamente sostenida por sus pernos que formaban dibujos simétricos. Ocupaba el centro de la puerta falsa una reja cuadrada, reducida, de barrotes espesos y rojos de herrumbré que servía, por decirlo así, de motivo a un picaporte que pendía de ella mediante un anillo, y golpeaba sobre la cabeza gesticulante de un gran

clavo. Tal picaporte, de forma oblonga y del género que nuestros antepasados llamaban jaquemart, asemejaba un gran punto de admiración; examinándolo despacio, un anticuario habría llegado a descubrir vestigios de la figura esencialmente grotesca que representó en otro tiempo y que el uso prolongado había llegado a borrar. Por la rejilla destinada a reconocer a los amigos en tiempos de las guerras civiles, podían divisar los curiosos, en el fondo de un paisaje, abovedado, oscuro y verdoso, algunos escalones gastados por los que se llega a un jardín, cercado por muros recios, húmedos, llenos de rezumos y de matas de arbustos enfermizos. Eran éstos los muros de las fortificaciones, sobre las que se levantaban los jardines de algunas casas vecinas. En la planta baja de la casa, la pieza más importante era una sala cuya entrada se hallaba bajo la bóveda de la puerta cochera. Pocas personas conocen la importancia que tiene una sala en las pequeñas ciudades de Anjou, de Turena y de Beeri. La sala es a un tiempo, salón, gabinete, tocador, comedor; es el escenario de la vida doméstica, el hogar común; era allí donde, dos veces al año, iba el peluquero del barrio a cortarle el pelo al señor Grandet; allí donde eran recibidos los colonos, el cura, el subprefecto, el mozo del molino., Aquella sala, cuyas dos ventanas daban a la calle, estaba entarimada; cubierta de arriba abajo por paneles grises, con molduras antiguas; el techo estaba compuesto por vigas aparentes, también pintadas de gris, cuyos huecos estaban llenos de borra que se había tornado amarilla. Un viejo reloj de cobre, con incrustaciones de concha, adornaba el dintel de la chimenea construida en piedra blanca toscamente esculpida, sobre el cual había un espejo verdoso, cuyos lados cortados en bisel para mostrar su reciedumbre, reflejaban un hilillo de luz

a lo largo de un tremó gótico de acero damasquinado. Las dos girandelas de cobre dorado que decoraban ambos extremos de la chimenea tenían dos fines; cuando se le quitaban las rosas que le servían de arandelas y cuya rama principal se adaptaba al pedestal de mármol azul adornado de cobre viejo, se obtenía un candelabro para los días ordinarios. Los sillones, de forma antigua, estaban cubiertos con tapices que representaban las fábulas de La Fontaine; pero había que saberlo para reconocer los temas, hasta tal punto los colores se habían desvanecido y las figuras acribilladas de zurcidos resultaban enigmáticas. Había en las cuatro esquinas de la sala, una especie de aparadores angulares, rematados por una repisa mugrienta. En la entreventana había una vieja mesa de juego toda en marquetería, con tablero de ajedrez. Encima de esta mesa había un barómetro ovalado, con orla negra, adornado con cintas de madera dorada, en que las moscas habían retozado con tal desenvoltura que el dorado no era más que un recuerdo. En la pared opuesta a la chimenea, aparecían dos retratos al pastel que pretendían representar al abuelo de la señora, Grandet, el viejo señor de la Bertellière, con uniforme de teniente de guardias francesas, y la difunta señora Gentillet, vestida de pastora. Las dos ventanas estaban adornadas con cortinas de seda de Toars roja, recogidas con cordones de seda rematados por borlas. Aquel lujoso decorado, tan poco en armonía con la manera de ser de Grandet, fue comprendido en la venta de la casa, así como el tremó, el reloj, el mueble tapizado y los aparadores en palo de rosa. Junto a la ventana más cercana a la puerta había una silla de enea cuyas patas estaban montadas sobre patines, a fin de que la señora Grandet alcanzase a ver la calle y los transeúntes. Un costurero de la ladera de cerezo descolorido ocupaba el alféizar de la ventana y a su lado estaba el silloncito de Eugenia Grandet. En aquel sitio, transcurrían de quince años a esta parte los días de la madre y de la hija, de abril a noviembre. El primero de este mes, se trasladaban junto a la chimenea. Aquel día y no antes, permitía Grandet que se encendiese el fuego en la sala y lo mandaba apagar el 31 de marzo, sin preocuparse de los fríos de la primavera ni de los del otoño. Un braserillo alimentado con brasas procedentes de la cocina que la vieja Nanón, haciendo filigranas, sustraía a sus fogones, ayudaba a la señora y a la señorita Grandet a soportar las mañanas o las tardes excesivamente frescas de los meses de abril y de octubre. Madre e hija remendaban toda la ropa de la casa y se consagraban con tanta conciencia a aquella modesta labor que si Eugenia tenía ganas de bordar una gorguera para su madre, no tenía más remedio que quitar horas al sueño y engañar a su padre para tener luz. Hacía tiempo ya que el avaro distribuía las velas a su hija y a Nanón y lo mismo hacía con el pan y los artículos necesarios para el consumo diario.

La gran Nanón era “quizá la única criatura humana capaz de soportar el despotismo de su amo. Toda la ciudad envidiaba a la señora y a la señorita Grandet. La gran Nanón, así llamada a causa de su gran estatura de cinco pies y ocho pulgadas, servía a Grandet desde hacía treinta y cinco años. Aunque no tenía más que sesenta y cinco libras de sueldo, se la consideraba como una de las criadas más ricas de Saumur. Dichas sesenta y cinco libras acumuladas a lo largo de treinta y cinco años, le habían permitido contratar en la notaría de Cruchot un vitalicio de cuatro mil libras. Tamaño resultado, fruto de las persistentes economías de la gran Nanón, se juzgó gigantesco. Las demás criadas, al ver como Nanón se había asegurado el lían para su vejez, la envidiaban de

firme sin reparar en la dura servidumbre a que tuvo que someterse para lograrlo. A los veintidós años, la infeliz no se había podido colocar en parte alguna por culpa de su cara, tenida por repugnante; y a fe que en esta apreciación había injusticia; su cara, puesta sobre los hombros de un granadero, hubiera parecido de perlas; es evidente que en este mundo todo es cuestión de oportunidad. Obligada a dejar un cortijo incendiado en que guardaba vacas, fuese a Saumur para buscar casa donde ponerse a servir, sostenida por un ánimo robusto y a prueba de desaires. En aquel entonces, el señor Grandet pensaba ya en casarse y quería organizar su casa. Echó pronto el ojo a aquella muchacha ante la que se cerraban una tras otra todas las puertas. En, su calidad de tonelero, Grandet sabía apreciar la fuerza física y adivinó en seguida todo el partido que podría sacar de un Hércules femenino, montada sobre sus extremidades como un roble de sesenta años sobre sus raíces, de caderas robustas, de espalda cuadrada, con manos de carretero, una probidad a toda prueba y una virtud intacta. Ni las verrugas que adornaban aquel rostro marcial, ni su color de ladrillo, ni sus brazos nervudos, ni sus harapos espantaron al tonelero que se encontraba aún en la edad en que el corazón puede estremecerse. Vistió a la muchacha, la calzó, la alimentó le señaló un sueldo y la tomó a su servicio sin atropellarla en demasía. Al verse acogida de aquel modo, la pobre Nanón lloró de alegría, tomó de veras ley al tonelero que no dejó, por ello de explotarla feudalmente. Todo lo hacía Nanón; la cocina y las coladas; iba a lavar la ropa al Loira y la cargaba sobre sus hombros; se levantaba con el día, se acostaba tarde; hacía comida para todos los trabajadores durante la vendimia; vigilaba el ir y venir de las portadoras; defendía, como perro fiel, los intereses de su dueño al que, llena de una confianza

sin límites, obedecía en sus fantasías más extravagantes. En el famoso año de 1811, cuya cosecha costó desvelos sin cuento, Grandet resolvió regalar a Nanón su viejo reloj y éste fue el único obsequio que le hizo en veinte años de servicios. Digamos para ser exactos que también le transfería sus zapatos viejos, que le iban bien; se los transfería en tal estado que no hay manera de incluirlos en el capítulo de la munificencia. La necesidad tornó tan avara a la pobre muchacha que Grandet acabó por quererla como a un perro, y Nanón se dejó poner un collar erizado de puntas, cuyos pinchazos ya no la molestaban. No se quejaba de que Grandet le cortase el pan con un exceso de parsimonia; beneficiábase alegremente de los saludables efectos del severo régimen de aquella casa, en que jamás había enfermos.

Por lo demás, Nanón formaba parte de la familia; reía cuando reía Grandet; con él se entristecía, con él trabajaba, con él sentía el frío y el calor. ¡Qué agradables compensaciones hallaba en esta igualdad! El dueño no había echado jamás en cara a la sirvienta los albérchigos, ni los melocotones de viña, ni las ciruelas, ni los griñones que comía al pie del árbol.

––Hártate, Nanón ––le decía en los años que las ramas se doblaban bajo el peso de la fruta y que los colonos no tenían más remedio que dársela a los cerdos.

Para una muchacha del campo que en su juventud no había recogido más que insultos y desprecios, para una infeliz aceptada por caridad, la risa equívoca del tío Grandet era un verdadero rayó de sol. Por otra parte, el corazón sencillo y la cabeza angosta de Nanón sólo pondrían contener un sentimiento y una idea. Había cumplido treinta y cinco años y aún se veía llegando al obrador del señor Grandet, descalza, harapienta y seguía oyendo al tonelero que le decía: “¿Qué se te ofrece, chiquilla?”, y su agradecimiento se conservaba fresco y joven como el primer día. Alguna vez pasaba por la cabeza de Grandet la idea de que aquella pobre muchacha no había oído nunca una palabra halagüeña, que ignoraba los sentimientos tiernos que puede inspirar una mujer, y que podía comparecer ante Dios más casta que la misma Virgen María; entonces, movido a piedad, la miraba y decía:

-¡La pobre Nanón!