Explosión de vida - Sergio Expert - E-Book

Explosión de vida E-Book

Sergio Expert

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Beschreibung

Un día cualquiera. Reunión con amigos y sucede lo impensable, algo que cambia la vida para siempre. El libro de Sergio es una historia irresistible, que cubre con gran claridad y certeza cómo el cuerpo y la mente responden a una crisis terrible que nos modifica. A pesar de los obstáculos, Sergio transformó su vida y ahora, con una rebosante porción de optimismo, nos enseña e inspira a valorar cada minuto de vida. Un libro que hay que leer.

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Sergio Expert

Explosión de vida

Historia de mi re-nacimiento

Este libro está dedicado a mis padres, Jeannette y Michel, y a mis hijos, Sofía, Marina y Marcos.

Esto es para ustedes.

Agradecimientos

Este libro no se podría haber terminado si no fuera por la colaboración de muchas personas. Todas ellas aportaron para Explosión de Vida y ayudaron a recrear el lado B de esta historia.

Jean, Florencia e Inés, son lo más. Qué bendición los hermanos que tengo. Gracias, Flor, por la ayuda con toda la lectura y corrección final.

A Ana, por ser fuente de información constante y primer filtro de la lectura de los capítulos.

También un GRACIAS bien grande a Elena, Fil, Memo, Willy, Gabriela, Hernán y Juampi, que tan amablemente accedieron a destinar parte de su tiempo para recordar y recrear sus vivencias de hace más de treinta años.

Alejandra Herrera, gracias por la información recopilada, las entrevistas y volcar todo esto en papel. Sin vos todo hubiese sido muy cuesta arriba.

No quiero dejar de agradecer a los Bomberos Voluntarios de San Isidro y al personal del Hospital de San Isidro, que aquella noche hicieron todo lo necesario para salvarnos.

Nando Parrado, gracias por tu generosidad desde el momento en que nos conocimos.

Gracias, Felicitas, por estar. Por leer y corregir cada capítulo, para después volverlos a releer conmigo sin importar día ni hora.

Viejitos, mil gracias por todo lo que me dieron y enseñaron. Gracias eternas.

Prólogo

Martes 17 de marzo de 2020. Hace tres días que volví de México. A mediados de febrero fui contactado para participar en el Tercer Congreso Internacional de Valores por la Paz, que tendría lugar en la Universidad Autónoma de Sinaloa, ciudad de Culiacán. ¿Qué puedo decir? Me sentí tremendamente halagado y muy curioso frente a esta invitación, la cual acepté casi sin pensar y de inmediato. Sin embargo, el nombre del Estado, Sinaloa, me hacía ruido y me remití a Google para sacarme la duda. Entre otros artículos, allí encontré esto: “El hijo del Chapo Guzmán, fugitivo”, “El asesinato del jefe del Cártel de Sinaloa”, “El emporio del Chapo Guzmán”. Ahí entendí por qué me hacía tanto ruido esa palabra.

Si bien emprendí el viaje sin miedo y con muchas ganas, como en cada actividad que llevo a cabo, todo mi entorno repetía una y otra vez que fuese prudente y tuviese mucho cuidado con todo. Entendí su preocupación, así que les aseguré que me manejaría con mucha responsabilidad y que, ante la primera situación que me llamase la atención, tomaría todos los recaudos para estar seguro y a resguardo en el hotel.

Viví cuatro días muy intensos. El 10 de marzo a la mañana tomé el vuelo AM 031 de Aeroméxico con destino a México DF. Después de casi catorce horas de viaje, llegué a Culiacán. Cansado pero muy feliz de formar parte de un congreso internacional que trataría temas relacionados con la paz en una zona mundialmente reconocida como peligrosa.

Al no haber despachado ninguna valija, fue sumamente fácil atravesar controles migratorios y responder las nuevas preguntas de rutina. Puse alcohol en gel en mis manos y crucé las puertas corredizas del aeropuerto para encontrarme con Jorge y Karla, su prometida. A Jorge lo había conocido de forma virtual. Con él traté todo lo relacionado con mi charla en la universidad. Después de los saludos y palabras de cortesía, nos subimos a su camioneta Jeep rumbo al Hotel San Marcos, donde me hospedé las cuatro noches siguientes.

A la mañana me desperté muy temprano, ni asomaba el sol. No dudé en seguir durmiendo hasta las siete sin ningún remordimiento. Después miré un rato de televisión, navegué en mi Instagram como de costumbre, me vestí y fui a tomar el desayuno. Una vez con el tanque lleno, estuve listo para ir a recorrer Culiacán. Salí del hotel hacia la avenida Obregón. El calor agobiante de la calle me resultó impactante. A pesar de esto, enfilé hacia la catedral, que quedaba a cinco cuadras del hotel. Comencé el city tour y me sorprendió que las personas usaran ropa de invierno a pesar de las altas temperaturas. Yo no entendía nada: a diferencia de ellos, solamente tenía puesta una bermuda y una remera liviana, y aun así no paraba de transpirar. La humedad y el sol radiante de esa mañana eran una combinación agobiante.

Una vez dentro de la pintoresca catedral, que data de 1842, lo primero que hice, además de refugiarme del sol, fue agradecer. Estaba a pocas horas de enfrentar el escenario, hablarle al público y dar lo mejor de mí. Fueron muchos años de mi vida laboral en grandes compañías y ahora seguía forjando mi nuevo camino en forma independiente. Cerré los ojos e hice un breve recorrido de todo lo que había hecho desde ese julio de 1986. Pensé en todas las personas que me acompañaron, aguantaron, rezaron por mí y me brindaron su amor incondicional para poder sanar. Fue inevitable recordar a los que ya no están, a los que ya no puedo llamar ni escribirles. Sonreí y les agradecí por todo lo que me habían enseñado. Les dije que estuvieran tranquilos, porque yo estaba bien.

Camino de regreso compré dos botellas de Coca Zero, necesitaba tomar algo fresco urgente. Mientras esperaba para pagar, sonó mi teléfono. Un número local, era Karla. Tenía buenas nuevas del Colegio Chapultepec. Había podido organizar una actividad para después del recreo del almuerzo. Mi charla estuvo dirigida a las chicas de sexto, séptimo y octavo grados. Jóvenes, en plena adolescencia. Busqué la mejor manera de atraer su atención durante media hora, más de ese tiempo sería aburrido para ellas. Fue una linda experiencia. Las alumnas estuvieron muy atentas y, mientras yo hablaba, un gran silencio se hizo en la sala y las miradas de ellas estaban concentradas en mi presentación. Me sorprendió la cantidad de preguntas que me hicieron, de lo más variadas y no me lo esperaba. Hubo aplausos, selfies y agradecimientos.

Al día siguiente iba a ser el gran día. Era la apertura del Congreso. Lo único que me había quedado pendiente era que no habíamos podido hacer una prueba de sonido e imagen. Sin embargo, cada vez que les preguntaba por esto, tanto Jorge como Karla me decían siempre lo mismo:

—No te preocupes, mañana a la mañana chequeamos todo.

Llegó el día tan esperado, jueves 12 de marzo. Nos buscaron temprano por el hotel. Éramos tres oradores argentinos, un costarricense, un español, un chileno, un colombiano y un mexicano. Algunos de ellos se conocían del mundo académico y, en virtud de sus profesiones, ya habían compartido algunos eventos. Ese no era mi caso, ni de cerca.

En la entrada del modernísimo edificio de la Universidad Autónoma de Sinaloa había una gran cantidad de gente que hacía fila para ingresar. Ni bien bajamos de la combi, la alta temperatura se hizo sentir. Mi vestimenta era un tanto más informal que la de los demás expositores, sin embargo mucho más formal que lo que acostumbro. Zapatos marrones con suela amarilla, jean oscuro, camisa blanca, cinturón que hacía juego con los zapatos y saco azul con un detalle rojo en los botones. No desentoné para nada. Para llegar al auditorio central tuvimos que pasar entre una gran multitud. La ubicación de todos los conferencistas era en la quinta fila cerca del escenario, pero con la distancia suficiente para poder tener perspectiva de todo.

La ceremonia empezó con la entrada de la bandera de México, llevada y escoltada por cuatro jóvenes mujeres vestidas con uniforme, que marchaban y marcaban con mucha fuerza cada paso. Luego se entonó el Himno Nacional, se presentaron las autoridades y a continuación, los discursos correspondientes. Nuestra tarea como oradores era inspirar a las personas a ser agentes de cambio. Menudo desafío.

Luego de la firma de acuerdos entre distintos organismos representados por los presentes, se dio por inaugurado el Tercer Congreso Internacional de Valores por la Paz. Tuvimos que retirarnos del auditorio central para ir a un sitio especialmente preparado para la foto oficial. Hubo corte de cinta y más de treinta y cinco grados al sol.

Había tres lugares destinados especialmente a las conferencias, además de varias pantallas gigantes ubicadas afuera para que las más de dos mil personas presentes pudiesen disfrutar de la jornada. El auditorio central albergaba a setecientas personas aproximadamente; el SUM, unas doscientas, y la sala audiovisual, un poco menos, ciento cincuenta. Un tremendo evento y un espacio armado para ello. Mi charla estaba prevista para el mediodía en el auditorio central, así que mientras se desarrollaba la conferencia anterior, pude probar el video que proyectaría. Después de varios intentos, finalmente se pudo descargar. A pesar del susto, todo estaba quedando en orden.

Antes de iniciar mi exposición vinieron periodistas de un medio televisivo de Culiacán para hacerme un breve reportaje. Luego, me presentaron a Dalia, con quien conversamos un poco para distenderme y arreglar los últimos detalles. Era casi la hora, pude espiar y notar que el auditorio estaba con muy poco espacio vacío. Sentí nervios. Dalia me presentó: “Con ustedes, Sergio Expert, licenciado en Administración de Empresas de la Universidad de Buenos Aires. Orador, conferencista y consultor independiente, actualmente lidera Explosión de Vida, dicta talleres y capacitaciones a partir de su historia de vida”.

Y aquí vamos…

Introducción

Viernes 11 de julio de 1986, nueve de la noche. Invierno. Frío tremendo.

“¡Feliz cumpleaños!”, le digo a mi amigo de la infancia Enrique “Cachua” Casares y lo abrazo fuerte.

Entro y veo que ya somos seis los que dimos el “presente”. Es que nadie se quiere perder un asado de Cachua…

Por lo visto, tuvo que mudar el asado a la chimenea de piedra del living. Es que el frío está bravísimo. Enrique tiene una parrilla portátil que usa como back up. El tipo está en todo. Como a esa parrilla le falta una pata, Cachua suele usar un adorno de metal para estabilizarla.

El asado está a pleno. Charlamos, nos reímos, la estamos pasando genial.

Aproximadamente a las nueve y media un tremendo estallido se apodera de todo. El living se llena de humo y de destellos. Estoy aturdido, no entiendo qué está pasando. El humo no me deja respirar. Quiero salir corriendo pero no me responden las piernas. Siento la garganta cerrada. Escucho gritos… no sé de dónde provienen. Un zumbido muy intenso presiona mi cabeza. Un calor insoportable me envuelve.

Nuevamente intento levantarme, quiero ver si todos están bien, pero no logro mover las piernas, ¡no las siento!

Con los codos avanzo arrastrando el cuerpo entre escombros, vidrios y pedazos de madera. Afuera el humo no es tan denso. Creo ver movimiento a mi alrededor. Los gritos no cesan.

Recuerdo que éramos siete en el asado, éramos siete. Empiezo a decirlo en voz alta, una vez, otra vez. Necesito saber si están bien. Tengo que hacer algo. No puedo dejarme vencer. No quiero morirme. No quiero morirme, Dios…

Estoy terriblemente agotado, no doy más, pero tengo que mantenerme alerta, tengo que estar despierto. Alguien se me acerca, me habla. Le digo mi nombre, le pregunto por mis amigos. “¡Éramos siete adentro!”, le digo. Escucho las sirenas a los lejos. Vienen para acá. Sin tener noción del tiempo, sólo sé que me suben a una camioneta y escucho que vamos al hospital.

En ningún momento supe qué había sucedido. Cómo habíamos pasado de estar compartiendo un asado a salir volando por los aires, aturdidos por ese ruido ensordecedor y luego, el silencio desolador de la tragedia.

Tiempo después y tras las pericias respectivas, se determinó que había detonado un proyectil. Ese “adorno” metálico era una bala de cañón de la Segunda Guerra Mundial comprada en un chatarrero. En su coraza aún contenía trotyl (trinitrotolueno, TNT), un compuesto químico explosivo. Ese artefacto decorativo que en incontables ocasiones había sostenido la parrilla fue lo que tiñó de fatalidad aquella jornada.

La explosión dejó un boquete de casi un metro de diámetro en la pared del living y uno aún más grande en nuestros corazones.

Capítulo I

I feel lucky today / Hey look at that, man / Do you want to get rocked?

[Me siento afortunado hoy. / Ey, mirá eso, loco. / ¿Querés rockear?].

DEF LEPPARD, «Let’s get rocked».

Nací el 10 de agosto de 1966 de la unión de dos grandes. Mi padre Michel y mi madre Juana Molina Salas, que lograron un increíble matrimonio criollo-belga. Soy de Leo, un gran remador que no se rinde fácil y muy entusiasta de la vida. Mi madre siempre dijo que fui el hijo de la vejez. Esto, porque nací siete años después de mi hermana Inés, nueve después de Florencia y diez después de mi hermano Jean. De manera que siempre fui “el gordo”, “borrego” o “Sergín” (odiaba y odio ese último apodo). Bastante mimado dicen todos, aunque no lo recuerdo particularmente. Más bien creo que, al haber tenido tres hermanos mayores, tuve bastante más libertad que la que habían tenido ellos. Sí me acuerdo de haber sido muy malcriado por mi hermana Florencia, “Flopi”.

Mis abuelos paternos, Louis Expert y Jeanne Pollet, vinieron en barco desde Bélgica en 1951 junto con mi padre, su único hijo. Ninguno de los tres sabía castellano y mi padre era muy joven. Llegaron al país porque mi abuelo había sido trasladado a la sucursal del Banco Ítalo-Belga en Buenos Aires. Se instalaron en Acassuso, en plena zona norte, después de deambular un poco por varios lugares y elegir dónde empezar su aventura en tierra argentina.

En honor a mi abuelo materno, Sergio Molina Salas o “Tatita”, me llamo Sergio. Era muy machista, no podría sobrevivir a la sociedad actual, un hombre patriarcal. Divertido a su manera, sarcástico y muy inteligente. Arquitecto, gran lector, trabajaba también como profesor de francés nada más ni nada menos que en el Colegio Nacional Buenos Aires. Entre otras cosas, no sabía manejar y su mujer, mi abuela, era quien debía conducir el Buick negro que tenían. Se llamaba Esther Etchart y le decían “la Rusa”. Timbera como pocas. A partir de las cinco, casi todas las tardes se jugaban partidos de generala en su casa, y que nadie se atreviera a interrumpir. ¡Cada participante debía llevar su cubilete y sus dados! Ella me enseñó que la doble generala se hace únicamente con seis o ases. Mis hermanos y yo somos muy timberos también. Nos gusta divertirnos, compartir y competir. De algún lado tuvo que haber salido nuestro gusto por las cartas, los dados y la timba en cualquiera de sus formas. De ahí que cada vez que juego a algo quiero ganar, soy competitivo, nunca juego a menos, aunque después, si pierdo, no me importa tanto. Tengo un tatuaje de los cuatro palos de cartas francesas, cada uno representa a un personaje familiar. Mamama —así le decíamos nosotros— murió jugando a las cartas, y para ella debe haber sido un honor haberse ido de este mundo de esa manera.

“Tatín” o Inés, la hermana menor de mamá, fue una persona extraordinaria. Muy esotérica, espiritual, leía muchos libros de magia blanca, creía en la reencarnación, en Buda y en una infinidad de cosas. De hecho, fue la primera persona en regalarme un libro que me inició en las cuestiones espirituales, uno de Alice Bailey. Siempre tratando de abrir mi mente, jamás desde la obligación. Recalcaba mucho la importancia de ser buena persona, de ser correcto. Su relación conmigo y con mis hermanos siempre fue muy fluida. A Ester, hermana mayor de mamá, solo la conocí por cuentos, ya que falleció en un accidente cuando manejaba su MG convertible, en 1972. Era excéntrica y toda una playwoman para la época.

Mi abuela Jeanne Pollet era muy sociable. Una vez instalados, empezó a averiguar dónde podrían conocer gente. Le sugirieron que fueran al Club Náutico San Isidro, ya que al vivir en Acassuso era un lugar cercano. Una vez admitidos, a mi abuela se le ocurrió investigar quién hablaba francés, porque el castellano era un idioma muy difícil para ellos. Y adivinen qué: mi abuelo, el famoso Tatita, su mujer y sus hijas lo hablaban a la perfección. El particular matrimonio belga había encontrado entonces con quién hablar fluidamente su lengua materna. Allí empezaron los primeros encuentros entre mi madre y mi padre. Contaba mamá que al principio el gringo le parecía un plomo. Menos mal que mi viejo era de remar duro, una característica que sin lugar a dudas heredé. Poco a poco, y después de un trabajo arduo, el belga se ganó el corazón de mi vieja. Una vez que se pusieron de novios y la relación se fortalecía día a día, mi padre tuvo que irse a prestar el servicio militar obligatorio en la Alemania de la posguerra, en 1952. Mamá lo esperó por dos años y, cuando finalmente papá volvió, decidieron casarse el 20 de mayo de 1955 en la Catedral de San Isidro.

Como dije, de mis hermanos el primero en nacer fue Jean. Al año siguiente vino Florencia y por último Inés, dos años más tarde. Parecía que la familia estaba completa, pero no: después de siete años, el 10 de agosto de 1966 aparecí yo. Al mejor estilo de “unas de cal y unas de arena”, cuando le dijeron a Jean de mi llegada también lo nombraron padrino para que no se sintiera desplazado. Se emocionó un poco y con apenas diez años juntó sus ahorros y me compró una cruz para el bautismo. Mis otras dos hermanas lo tomaron como lo más natural del mundo.

Cuando nací, mi familia vivía en San Isidro, puntualmente en Avenida del Libertador, pleno barrio histórico con adoquines y frondosas tipas, muy cerca de la catedral. Vivíamos en un PH al fondo del que no tengo muchos recuerdos. Dicen que Jean me llevaba al jardín de infantes de la mano, no sin antes pasearse por el colegio donde estudiaba mi cuñada Ana. En realidad me usaba para chapear. Después nos mudamos a nuestra casa en La Lucila, donde viví hasta que me casé, en 1993. Allí es donde están mis más gratos recuerdos de infancia y adolescencia. Quedaba en Moreno 419. En la planta alta había un cuarto principal para mis padres, un segundo que compartíamos con mi hermano Jean y un tercero donde dormían las chicas. En la planta baja había un living, comedor, cocina, patio y un pequeño estar. Este último espacio sería testigo de infinidad de historias fuertes y momentos de felicidad. Si bien mis hermanos eran bastante más grandes y no teníamos muchos juegos y actividades en común, fueron ellos quienes me iniciaron en la música. Jean era fanático de los Beatles, a las chicas también les gustaba el rock. Gracias a ellos empecé a conocer a Genesis, Yes, América, Rod Stewart, Elton John y Supertramp. Mi amor por la música empezó desde muy chico.

La relación que tenían mis viejitos entre ellos es, para mí, lo mejor que a uno le puede pasar. Papá era quien proveía y mamá quien se encargaba de que todo funcionase bien en la casa, algo corriente en aquella época. El engranaje que tenían como pareja funcionaba súper bien. Se entendían, siempre atentos a lo que necesitaba el otro, y eran muy buenos compañeros. Les gustaba hacer programas con amigos y tengo el claro recuerdo de que cada vez que salían, lucían impecables. Lo suyo fue realmente un gran amor. Y hablando de esto, el amor que me dio mi viejita linda fue una de las cosas que me sostuvieron, me sostienen y me sostendrán. Asimismo, los consejos de mi padre fueron los que me moldearon, los que me forjaron. Consejos desde un amor profundo, pero no de contacto físico. Hoy en día hay más besos y abrazos entre padres e hijos. El nuestro era de poco contacto pero no dejaba de ser muy profundo. Simplemente era distinto.

De muy chiquito, cuando íbamos al Náutico, yo nadaba en la pileta, jugaba en el arenero o me iba a hablar con los capataces mientras descansaban, así era como me divertía. Mis padres intentaron que aprendiera a navegar en Optimist, un velero pequeño, pero nunca pude hacerlo bien. Creo que el respeto y el cagazo que le tengo al agua vienen de esa experiencia fallida. Otro de los planes clásicos de fin de semana era ir a almorzar a la casa de mis abuelos maternos, en Martín y Omar 734, pleno San Isidro. La comida que más recuerdo y la que más me gustaba eran los ravioles de verdura con salsa de tomate. El postre, ciruelas secas con crema. Yo era el más chico, así que tuvo que pasar un tiempo considerable antes de que pudiese sentarme en la mesa de los grandes. Así y todo, lo disfrutaba.

Navidad era una fecha muy importante para nosotros. Aunque nuestra forma de festejarla era un poco distinta, o más bien bastante europea. Comíamos temprano y entonábamos una canción en francés llamada “Gloria”, seguida de una pequeña plegaria de agradecimiento entonada por papá. Recién ahí, y mucho antes de las doce de la noche, se abrían los regalos. Era una fecha muy especial. A mí por lo menos me trae recuerdos de una infancia y una juventud gratísimas. Actualmente, después de tantos años, seguimos con la misma tradición, cantando y rezando en familia. El año nuevo era diferente. Tenía mucha menos relevancia que la Navidad, comíamos y se abría un champán, después no había mucho más. Cada uno era libre de hacer el programa que quisiera.

Jean se fue de casa en 1978, muy joven. Se casó con Ana, su novia de toda la vida. Para mí, Jean siempre fue con Ana. Ella es una persona entusiasta, luchadora, incondicional y con buen humor. Inés se casó en 1984 con Martín, un petiso muy divertido y ocurrente, con el que siempre tuvimos muy buena relación. Florencia se casó con Enrique en 1985. Un tipo buenísimo, con un corazón muy grande y con un carácter tremendo.

Banda de La Lucila

Estudié en el Colegio San Juan El Precursor desde el jardín de infantes hasta quinto año. Delantal gris en primaria, amigos y pasarla bien. No tuve sobresaltos en esta época. De bien chico jugaba mucho a los soldaditos, a la guerra, a los indios y cowboys y mis compañeros de aventuras eran Santi Cordeyro y Juan Racedo. No era habilidoso para jugar a la pelota, por eso no me invitaban a participar de programas que incluyeran actividad física, pero no me importaba mucho porque tenía cómo divertirme. El juego de los soldaditos era muy importante. Papá me contaba historias de cuando él vivía en Bélgica con sus diez años y los nazis habían invadido y ocupado Amberes. Fueron cinco años muy duros hasta que finalizó la guerra. Sus relatos narraban cómo tuvieron que racionar las comidas, vivir en una casa con todos los vidrios de las ventanas rotos por los bombardeos. Y sentía un puñal clavándose en el corazón cada vez que veía a las tropas nazis desfilar por su pueblo. Tuvieron que emigrar por un tiempo al sur de Francia, hasta que finalmente pudieron volver en 1944. De ahí mi gran interés en el tema bélico. Estos juegos me nutrieron y me enseñaron mucho. Hay muchas cosas de la Segunda Guerra Mundial que sé precisamente porque jugué a los soldaditos. Tenés que saber para jugar, y cuando jugás, siempre tenés que hacerlo en serio. Tuve una muy linda infancia.

A los diez años Jean me llevó al San Isidro Club (SIC) a jugar al rugby. Este fue un suceso maravilloso que me cambió la vida. De ahí en más mis sábados pasaron a ser días de rugby. Ese año mi división fue la novena y mi entrenador, Pedro Lawson. En ese momento empezó mi larga y estrecha relación que mantengo hasta hoy con el club de mis amores. Esos colores que me identificaron para siempre: celeste, negro y blanco. Crecí dentro de esos valores que nos inculcaron y que nos moldearon como personas: trabajo en equipo, respeto al otro, disciplina, compromiso, dar siempre lo máximo en cada actividad y no bajar los brazos. Cuando empecé a jugar mi físico no era propiamente el de un gran atleta. Era gordito y no tenía buena estatura. Entrené por primera vez en la cancha número dos del SIC, con una camiseta blanca, pantalón del colegio y medias del Ajax de Ámsterdam. Al verme, los entrenadores me indicaron que fuera junto a las forwards. Ahí comenzó mi recorrido por el deporte más lindo y noble que tuve la suerte de jugar por casi diez años, y que me sigue acompañando.

Ese mismo año mi padre compró un departamento en Punta del Este, Uruguay. Estaba muy bien ubicado, no era lujoso pero tenía lo justo. Era chiquito, pero muy piola y acogedor. Su gran virtud era la vista al mar. De ahí en más, todos los veranos fueron en Punta del Este. Este lugar, además de darme momentos únicos con mi familia, me permitió conocer a mucha gente y vivir experiencias increíbles. Andar a caballo por la playa y los bosques, comer churros en Manolo, pescar en altamar, las primeras salidas con chicas en la calle Gorlero y jugar a los flippers esperando poder sacarles créditos o extra ball para jugar hasta la medianoche.

Durante un viaje a Europa con mis padres y mis hermanas, estando en Londres fuimos a ver La Guerra de las Galaxias. Era la primera película de la saga de Star Wars, ícono que hoy por hoy sigue siendo de culto. Fue un evento que me marcó profundamente, de esos que quedan grabados a fuego. Fuimos a verla solamente papá y yo. Podría decir que lo que pasó esa tarde fue mágico, me llevó a amar las películas de ciencia ficción para siempre. Tenía once años.

Nunca tuve mucha pasión por el estudio. La primaria fue muy tranquila y relajada, y en la secundaria tuve que ajustarlo un poco. Como jugaba en el SIC, pude formar parte de los equipos de rugby del colegio durante mis últimos cuatro años. En 1981 salimos campeones en la categoría Cadetes jugando de preliminar de Los Pumas versus Canadá en la cancha de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires (GEBA). Incluso en quinto año fui capitán; en más de una ocasión le avisaba a mamá que tenía partido y en realidad me iba a cualquier lado. Otras veces directamente me rateaba del colegio para vagar por ahí. Por suerte el control de los viejos respecto del estudio no era muy estricto y me las arreglaba para no llevarme ninguna materia. Hice lo que quise. Solía ir a almorzar con mis abuelos maternos. No sé si me divertía mucho pero lo hacía igual. Salía del colegio e iba a comer algo para después volver caminando. Poco a poco pude desarrollar una relación más estrecha con Tatita, y ni hablar con Tatín. Hubo un maravilloso día que le descubrí a mi abuelo una buena colección de revistas Playboy de los años setenta escondidas, eso sí, en francés. De ahí en más, las visitas dejaron de ser aburridas y rutinarias a merced del descubrimiento de semejante tesoro.

Mi barrio de chico fue La Lucila. Ahí surgió mi gran amistad con Guillermo “Willy” Méndez Córdova, Ignacio “Nacho” Aldazábal y Diego “Gaita” González Alayes. Éramos inseparables. Los primeros dos eran del colegio y estaban un año adelante. Nos hicimos muy amigos gracias a que éramos parte del mismo pool de madres que nos llevaba al colegio. Por ellos empecé a andar en skate y lo disfruté realmente mucho. También salíamos a andar en bicicleta, hacer fulbito en la calle, tirar petardos en diciembre y jugar al carnaval en verano. Me acuerdo de que había muchos naranjos en las calles del barrio y nos trenzábamos en duras guerras de naranjas. Nos gustaba el quilombo, el desorden.

Alrededor de los trece o catorce años empezamos a interactuar más con las chicas del barrio. Teníamos lindas vecinas, como Irene y sus amigas del St. Andrews. También vivían cerca unas hermanas canadienses de las que no recuerdo los nombres, con quienes compartimos muchos momentos y, al ser “de avanzada”, podíamos, sin los prejuicios de la época, reconocer y festejar nuestro despertar hormonal. Boludeábamos mucho en la calle con nuestras viejas bicicletas inglesas y disfrutábamos todos juntos.

Una noche de verano, a eso de la medianoche, mientras deambulábamos por ahí, nos encontramos un muñeco de Tribilín grande en la basura. Decidimos ponerlo en medio de la calle, como si fuese una persona parada. Rápidamente nos escondimos detrás de los autos estacionados porque veíamos un haz de luz que se acercaba. Era un auto que venía muy rápido. Tres metros antes de nuestro Tribilín, intentó frenar y provocó un gran chillido pero no pudo evitar chocarlo. La mujer que iba como acompañante empezó a gritar:

—¡Atropellaste a una criatura! ¡Atropellaste a una criatura!

Nosotros casi no podíamos contener la risa. El conductor bajó a toda velocidad y, cuando se dio cuenta de que era un muñeco, gritó furioso:

—¡Pendejos de mierda! ¡¿Dónde están?!

Caminó unos pasos hacia los autos estacionados y se detuvo. Miraba para todos lados.

—¡Dale, gordo, subite al auto! Es tarde.

—Pará que aprovecho y voy a mear.

A los pocos segundos escuchamos el ruido del pis caer sobre el cemento. Se nos heló el corazón. Pensamos que después iba a intentar encontrar a los responsables de la joda. Sin movernos, apenas levantamos las cabezas para entrecruzar miradas. Estábamos conteniendo el aire para no hacer ruido y deschavarnos. Teníamos un cagazo bárbaro de que nos encontrara.

—¡Pendejos de mierda! —volvió a murmurar mientras se levantaba el cierre—. Escuchá cómo se ríen esos hijos de puta. ¡La puta madre! —balbuceó.

Puso primera y se fue.

La preadolescencia me unió mucho con mis amigos del barrio. Posterior a eso, el deporte me llevó a compartir más tiempo con mis compañeros de rugby. Para ese entonces los veía cuatro veces por semana. Entrenábamos martes y jueves, veíamos a la primera el sábado y jugábamos el domingo. Dentro de la cosecha de amigos que me dio el rugby, la lista es inmensa y confieso que temo dejar a alguno afuera, razón por la cual no la detallo.

A medida que fui creciendo, mi cuerpo se fue modificando. Si bien nunca fui de contextura física grande, el rugby acompañó mi desarrollo y terminé siendo un pilar derecho que formaba bastante bien. No era un jugador sobresaliente, sin embargo, tenía buen juego de manos, corría rápido y tacleaba sin problema. Con los muchachos la pasábamos muy bien. Salíamos mucho, pero como no éramos de los más populares, nunca estábamos invitados a las mejores fiestas. Al no salir con las chicas de los colegios San Andrés, Northlands o Sworn, pocas chances teníamos de ser invitados a esos fiestones. Sin embargo, hicimos muchos intentos de colarnos, algunas veces con éxito y buena cosecha, y otros no tanto. Hubo muchos intentos fallidos. Una noche, me subí a un paredón para poder llegar al techo de una casa. Nuestro destino final era una fiesta que iba a estar muy buena. Tuve que pasarme de techo en techo para llegar al lugar indicado. Cuando faltaba poco para concluir la misión, pisé fuerte una teja y casi me fui para abajo, ¿se imaginan caer en el living de una casa? Retrocedí rápidamente todo el camino avanzado. Cuando volví a tocar el suelo, estaba muy asustado y nervioso. Todavía temblando decidí volverme directo a La Lucila. No hubo fiesta esa noche.