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Fábula de fábulas recoge todo el tesoro de los cuentos populares que andan de boca en boca y que son el sustento de nuestra nacionalidad y nos remiten, desde muchos aspectos, a las bases de nuestra narrativa popular. Alfonso Chase escribe un libro sin edad. Es una obra que obtuvo el Premio Carmen Lyra de Literatura Infantil y Juvenil en 1977, con un jurado que integraron Emilia Prieto, Lara Ríos y Nora R. de Chacón.
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Veröffentlichungsjahr: 2020
Premio Carmen Lyra 1977
Así pues, el primer sustento literario del niño de Costa Rica, de nuestra América, habría que buscarlo en el subsuelo maternal indígena, español y americano de la colonia a esta fecha.
Hay dónde escoger. Sin olvidar, por supuesto, lo que atesoramos, y es mucho, del Oriente, en las raíces indígenas y españolas de la cultura.
La cosa no es darle a los niños barajitas literarias. Darles leche de leonas, enjoyarlos con lo mejor que en nuestra literatura indígena, española e hispanoamericana, antigua y nueva, se halle.
Joaquin García MongeEnero, 1948
Este trabajo se pudo llevar a cabo por la ayuda y el estímulo de los siguientes compañeros:
Licda. JULIETA PINTO
Directora de la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje, Universidad Nacional
Dr. JAIME ARELLANO
Director de la Unidad Coordinadora de Investigación de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional
También me estimularon en el trabajo de recopilación de los textos, con su ejemplo y su palabra: Lilia Ramos, Luisa González, Luisa Brenes de Chase. Los libros no se hacen solos: detrás del mío está la voz del pueblo, sus puntos de vista y sus contradicciones. Habib Succar Guzmán, compañero y amigo, me ayudó en la codificación y trabajo de pasarlo en limpio. Sin él no hubiera sido posible terminarlo tal como está en esta edición.
Los poetas cuando escriben cuentos, son solo el vehículo en el cual se traslada la Voz. Esa voz que viene de boca en boca desde cuando el hombre, bajo las estrellas, contaba cuentos para que los cazadores, o los guerreros, se mantuvieran despiertos. Es esa Voz que tenemos en la casa, guardada en los armarios, en las paredes cubiertas de tiempo, en las piedras musgosas del gran patio, entre los helechos húmedos del jardín, en el cofre de las abuelas de mirada melancólica.
Y cuando los poetas viven en el humillo del fogón, entre macizos de hortensias, cuando cazan insectos o buscan abejones de dorados colores por los potreros de Oreamuno, cuando en las tardes elevan papalotes, juegan a la gallina ciega o al matarile-rile-ron, o se pierden por las callejuelas bordeadas de rosas diminutas, entonces oyen allí la Voz. Ese murmullo que se desgrana en las noches, después del rosario, mientras en la lejanía suena la carreta, o cuando los niños, para dormirse, piden algún cuento. Y es entonces cuando la poesía de todos los tiempos se desgrana como un gran río en la voz de la madre, la abuela, las tías o en la de esa ancianita que todos hemos querido, llegada quien sabe de dónde, pero que es el alma de la casa. Esa Tía de Todos, amiga de los abejones y comemaíces, que corta las rosas y poda las azaleas, que hace el portal y sirve el atol, rosadito y humeante. Esa Tía de las Tías y camarada del aire, la que mantiene la velita ardiendo para quién sabe que oculta oscuridad, la que en las horas de tormenta quema la palma bendita y desgrana el trisagio, o nos cuenta las historias olvidadas de Tatica Dios, ese niño tan humano y pícaro. La que también se sabe las historias del Joven Rey, los cuentos de los indios que se fueron por la escalera dorada, la Mamá Luisita o la Tía Chabela, la Niña Tulita o la Mama Colomba. A esa viejecita oyó el poeta esta fábula de fábulas, historias de ese Cartago nuestro, que es el país de la fábula, el sueño del primer cuento, el aire que llevaba al papalote, el hilo invisible de nuestras primeras voces.
¿Originalidad en las historias? ¡Alguna! La originalidad reside en la manera de contarlas, en el amor por recogerlas, en la alegría de divulgarlas, conservando parte del lenguaje en el cual los trasmite nuestro pueblo, al través de las generaciones. Son solo esa voz de la historia de nuestros pueblos, que todos los hombres del mundo guardan en su corazón como testimonio de la vida de todos los días.
La originalidad es un papel en blanco para que los niños, los jóvenes y los hombres-niños cuenten de nuevo estas historias, que amenazan perderse en el tráfago de una vida sin mucho tiempo, o deseo, de que estas historias perduren en la memoria de todos.
Para que nos descubramos hermanos de todos, para que la tierra sea una sola tierra y la Voz una sola voz. A esos niños del futuro sin fronteras, sin límites impuestos, para las manos extendidas de todos los seres del planeta, dedico estas historias oídas, en un sitio determinado de la tierra, donde el aire es solo el pretexto para que corran los cuentos y las hojas de los árboles, cofres en donde viven, para siempre, las voces de todos los cuentos de la infancia.
Para todos ellos estas historias oídas en los anocheceres y conservadas en el corazón más que en la memoria. Y como mis abuelos vinieron del Este y del Oeste, del Norte y del Sur, estos cuentos recogen el aire de los cuatro puntos cardinales: las voces del crepúsculo y del amanecer, de las estrellas y las piedras, llegadas desde la noche de los tiempos.
Eran humildes llaves de hierro que abrían arcas cuyo contenido era un tesoro de ensueños.
Carmen Lyra
Cuando murió el Rey Viejo, su hijo fue proclamado rey del país que nunca tuvo nombre.
El Rey Joven convocó entonces a todos sus servidores y a uno tras otro, les fue preguntando para qué servían:
Yo he de ser tu consejero, dijo el anciano de barbas blancas.
Yo seré el conductor de tus ejércitos, dijo el hermoso guerrero de amplias espaldas y manos inmensas, callosas de tanto empuñar la espada.
Yo seré tu tesorero mayor, dijo el comerciante honrado.
Yo he de ser tu camarera, dijo la mujer de extraños ojos, de pestañas rizadas y de modales sobrios.
Yo seré el encargado de traerte la caza, dijo el hombre de mediana edad, de muslos fuertes, ojos certeros y voz reposada.
Yo he de ser tu paje, dijo un jovencito rubio, enhiesto como una palmera enana, modesto y prudente como un caracol.
Yo seré tu músico, dijo el distraído tañedor de laúd, de manos delgadas y finas, y con dedos que se movían solos.
¿Y vos qué harás? Olió el Joven Rey al anciano que se encontraba sentado al final del salón, que murmuraba palabras que apenas alcanzaban a llegar hasta el oído del Joven Rey.
Yo seré tu narrador de cuentos, dijo el anciano.
Y el Joven Rey, molesto por la respuesta, le dijo: ¿Acaso creés que soy todavía un niño para que me podás seguir diciendo tonterías? Yo no necesito en mi reino narradores de cuentos.
Y el anciano, riéndose, le respondió: Eso fue precisamente lo que le dijo el Rey Sabelotodo al sabio Lengua de Otros, y por eso hasta lo mandó a la cárcel. Sin embargo, no tardó en volver a llamarlo, pues rápidamente se dio cuenta de que había procedido como aquel ciego de la fábula...
¿Cuál fábula?, dijo entonces el Joven Rey. A mí no me vengás con cuentos...
Y entonces el viejo empezó a hablar en voz alta para que el Joven Rey, el guerrero, el consejero, el paje, la camarera, el mayordomo, el músico y el tesorero pudieran escuchar la fábula del ciego quisquilloso...
Un ciego y su amigo viajaban por el desierto. Cierta mañana el ciego, al despertarse, estiró la mano para tomar su bastón, pero en lugar de eso lo que cogió fue una serpiente que estaba a su lado, congelada por el frío de la noche.
Lleno de alegría se dijo: Mi bastón se perdió, pero el Cielo me ha mandado uno nuevo, más fino y largo.
Cuando el amigo se despertó le dijo: ¿Qué es lo que tenés en la mano, amigo mío?
Y el ciego le respondió: Un bastón nuevo y largo, amigo, que me mandó el Cielo mientras dormía.
Y el amigo exclamó: Eso no es un bastón, sino una serpiente dormida. Arrójala rápidamente, porque si no te pica.
Pero el ciego no le creyó y se dijo: Es la envidia la que lo hace decirme eso. Quiere robármelo y por eso me dice que es una serpiente.
Y el ciego, molesto, siguió su camino por entre pedregales y ortigas, siempre con la serpiente apretada, como si fuera un bastón.
Y poco a poco, el sol fue ascendiendo por el horizonte y sus rayos potentes ahuyentaron el frío de la madrugada. Y fue entonces que la serpiente, volviendo lentamente a la vida, mordió al ciego en la garganta, dejándolo muerto a la vera del camino.
En el bosque de Santa María vivía una lora que tenía dos loritos. Una vez que se fue a buscar comida, vino un cazador, que siempre andaba atisbando en el bosque, y le robó los dos loritos, vendiéndolos luego en el mercado.
Al primero lo compró un bandido que asolaba la región. Al otro lo adquirió un hombre que se había retirado del mundo y que también vivía por esos lados. Ambos daban de comer abundantemente a los loros, que fueron creciendo hasta que aprendieron a hablar.
Y sucedió que, años después, el Rey Sabelotodo que andaba de cacería por el bosque, se alejó de sus servidores y se extravió, ya que era un rey que le gustaba mucho investigar el ruido de las ramas, el sonido de las aguas y captar, en soledad, el verdadero trino de las aves.
De pronto, detrás de unos arbolillos oyó una voz que le decía: Señor, señor, vení rápido. Ahí viene un hombre solo y está vestido con un manto rojo y tiene joyas en el cuello. Agarrálo que se nos escapa.
Y el rey, que no tenía nada de tonto, espoleó su caballo y se perdió por el claro del bosque. Más adelante, oyó otra voz que decía: Señor, señor, vení rápido. Ahí viene un hombre solo y está vestido con un manto rojo y tiene joyas en el cuello. Dale la bienvenida porque ha de ser hombre importante.
El rey, extrañado, detuvo su caballo. El hombre que se había retirado al bosque salió de su casa y le dio la bienvenida al rey. Le ofreció fresco de moras y pastel de ayote y luego que lo hubo atendido le señaló el camino para que saliera del bosque.
Mientras se despedía del hombre amable el rey le habló de las dos voces y le preguntó: Decíme buen hombre: ¿Cómo es posible que dos loros, tan idénticos en todos sus aspectos, puedan decir cosas tan diferentes?
Y el hombre amable le respondió: Si supieras tú quién enseñó a cada uno de estos dos loros a hablar, no tendrías necesidad de preguntar las razones de sus gritos.
Érase un canario de lujo. Amarillo como el sol y vanidoso como la luna. Desde lo alto de una jaula veía todos los días el mundo y cuando algo le gustaba empezaba a desgranar sus trinos. El dueño y su familia lo mimaban y le daban de comer los más ricos granos, comprados especialmente para él.
Érase también una gallina. Sin mucha belleza en el plumaje, sin cantos que entonar, sin jaula de oro, y cuya comida consistía en los gusanillos que tenía que irse buscando por todo el patio, porque el amo apenas le tiraba algunos granos de maíz cuando le daba la gana. Además, siempre tenía que andar en carrera porque los vecinos, o su propio dueño, le perseguían por patios y cercados, tratando de agarrarla.
Un día, no pudiendo aguantarse más, el canario le dijo: Qué criatura más rara sos. Siempre picoteando la tierra. Cuando te buscan salís de un lado para otro, haciendo grandes bullas y tirando plumas por todo el patio. No le agradecés al amo que te dé albergue y que de vez en cuando te tire grandes granos de maíz, o que te deje poner los huevos en el gallinero. No aprendés de mí: Vivo aquí en lo alto, encerrado en una jaula, trino solo cuando me gustan las cosas y no puedo andar como vos de lado en lado. Creo que deberías ser más amable con nuestro amo y más cariñosa con tus vecinos.
La gallina se quedó viéndolo, allá en lo alto, amarillo como el sol, vanidoso como la luna, brillando desde la alta ventana y entonces le dijo:
¡Y diay, hermano! Tal vez tengás razón. ¿Pero has visto alguna vez que sirvan canario asado?
Este era un lobo que habitaba el bosque de Santa María. Caminando y caminando se encontró con dos cabras salvajes trabadas en dura pelea. Se daban de cornadas y se mordían con furia, se golpeaban con el lomo y cerca de ellas, como un río, corría la sangre que les brotaba de las heridas.
Lleno de alegría el lobo pensó: Cuanto más dure la pelea mejor para mí. Más sangre saldrá y podré entonces bebérmela como anticipo de la carne.
Y así se puso a gritarles: ¡Más duro! ¡Con más fuerzas! ¡Rompele el lomo! ¡Matalo, matalo! Y las dos cabras se hacían pedazos luchando con violencia, dejando el suelo cubierto no ya por ríos, sino por un mar de sangre, roja y espesa, que empezó a excitar el olfato del lobo.
Este, con más fuerzas, entusiasmado por el futuro festín les seguía gritando: ¡Más fuerte! ¡Más rápido! ¡Destrozálo!
Y poco a poco avanzó y se puso a lamer la sangre caliente que seguía corriendo a mares por todo el campo.
Y las dos cabras, exhaustas, casi deshechas, utilizando sus últimas fuerzas, se embistieron con toda la fuerza de la vida concentrada en el golpe.
Y el lobo que, sin mirar ya las consecuencias de la lucha sorbía la sangre caliente, recibió la última cornada, quedando destrozado en medio del crujir de huesos de los dos animales.
Estos eran dos comemaíces, hembra y macho, que durante muchos meses se dedicaron a recoger granos para cuando tuvieran cría. De viaje por todos los rincones del poblado recolectaron lo suficiente llenando el nido hasta los bordes. Dijo entonces el pajarito a su compañera: No gastemos los granos que hemos guardado en el nido. Lo que hemos recogido nos será muy útil para cuando tengamos cría.
La pajarita le dijo que así lo haría porque era muy previsora también. Pocos días después, el come maíz se fue a visitar a unos amigos que vivían en un bosque cercano. Era el mes de abril y el sol calcinaba, cayendo como si fuera lluvia de oro por todo el campo. En su ausencia, el grano recogido, que estaba húmedo, se fue secando poquito a poco hasta que se asentó bajo el peso de la pajarita, que no acertaba a comprender qué cosa estaba sucediendo. Al regresar el come maíz y al observar que el grano había bajado tanto, le dijo: ¿No te advertí que no te comieras el grano guardado para nuestros hijos?
La pajarita le respondió: No lo he tocado, he comido solo hierbas y algunos gusanitos que de vez en cuanto he podido recolectar.
El comemaíz se puso furioso y le dijo: ¿Por qué me mentís?
La pajarita se puso a llorar y le contestó: ¿Es que ya no me creés?
Y así siguió la discusión, alegando cada uno a su favor, rechazando siempre la pajarita el que ella se hubiera comido el grano guardado, hasta que el comemaíz se puso furioso y le clavó el pico, matándola al instante.