Falsa proposición - Acercamiento peligroso - Heidi Rice - E-Book

Falsa proposición - Acercamiento peligroso E-Book

Heidi Rice

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Beschreibung

Falsa proposición El millonario aristócrata Luke Devereaux apareció en la oficina de Louisa di Marco, la llevó al ginecólogo y exigió que se hiciera una prueba de embarazo. Atónita, Louisa descubrió que el resultado era positivo. Tres meses antes, Luke le había dado una noche de placer que no podría haber imaginado ni en sus mejores sueños y que no se repetiría nunca. Pero tras descubrir el embarazo, él le exigió que contrajesen matrimonio y esa proposición contenía una extraordinaria promesa: más noches juntos. Acercamiento peligroso Entrar en la habitación de un motel con una llave maestra no era propio de Iona MacCabe, pero debía recuperar su pasaporte de manos de su ex. El detective privado Zane Montoya estaba apostado ante la habitación de un delincuente cuando una preciosa escocesa puso en peligro la misión. Y, por su propia seguridad, decidió mantenerla bajo su protección. Sin embargo, la temperamental Iona no quería ser rescatada y, cuando Zane descubrió hasta qué punto ella era inocente, la intensa pasión que sentían el uno por el otro adquirió proporciones peligrosas.

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Seitenzahl: 327

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 452 - agsoto 2020

 

© 2008 Heidi Rice

Falsa proposición

Título original: Pleasure, Pregnancy and a Proposition

 

© 2013 Heidi Rice

Acercamiento peligroso

Título original: Too Close for Comfort

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todoslos derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-621-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Falsa proposición

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Acercamiento peligroso

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Rápido, Lou, bombonazo a tu derecha.

Louisa di Marco dejó de teclear al escuchar el urgente susurro de la ayudante de redacción, Tracy.

–Tengo que terminar esto, Trace –murmuró–. Y yo me tomo mi trabajo muy en serio.

Ella era una profesional, una de las redactoras de la revista Bush más populares y respetadas entre sus colegas. Pero el artículo sobre los pros y los contras de las operaciones de aumento de pecho estaba dándole quebraderos de cabeza. ¿Cuáles eran los pros? Así que no iba a distraerse porque un tipo guapo hubiese entrado en la oficina.

–Estoy hablando de un ejemplar fabuloso –insistió Tracy–. No te lo pierdas, de verdad.

Louisa siguió tecleando sin hacerle caso hasta que, por fin, se decidió a mirar.

–Espero que sea algo bueno de verdad.

Louisa giró la cabeza sin esperar demasiado porque los gustos de Tracy no solían coincidir con los suyos. Pero el tipo, por feo que fuera, no podría provocarle tantas náuseas como las fotos que llevaba toda el día mirando.

–¿Dónde está ese adonis?

–Ahí –Tracy señaló hacia el fondo de la oficina–. El tipo que está hablando con Piers –añadió, con tono reverente–. ¿No es para morirse?

Louisa esbozó una sonrisa. Le gustaba saber que no era la única demente en la oficina.

Detrás de las demás redactoras, todas tecleando como locas el último viernes antes de galeradas, vio a dos hombres de espaldas, frente al mostrador de recepción… y tuvo que contenerse para no lanzar un silbido.

Tracy no solo la había sorprendido, la había dejado atónita. Ni siquiera podía ponerle una pega, al menos desde aquel ángulo. Alto, de hombros anchos, con un traje de chaqueta azul marino que parecía hecho a medida, Adonis hacía que el editor, Piers Parker, que medía al menos metro ochenta, pareciese un enano.

–¿Qué te parece? –preguntó Tracy, impaciente.

Louisa inclinó a un lado la cabeza. Incluso a veinte metros de distancia, el hombre merecía un suspiro de admiración.

–Desde luego, tiene un trasero estupendo, pero debo verle la cara antes de emitir un juicio. Como sabes, nadie entra en la categoría de bombón a menos que haya pasado el test de la cara.

Erguido, con las piernas separadas, Adonis eligió ese momento para meter las manos en los bolsillos del pantalón. Su expresión corporal denotaba enfado, pero a Louisa le daba igual porque, al hacerlo, había levantado la chaqueta, dejando claro que no estaba equivocada: tenía un trasero de escándalo. Si se diera la vuelta…

Louisa se llevó el bolígrafo a los labios, esperando. Aquello era mucho mejor que los implantes de silicona.

El ruido de la oficina y las conversaciones empezaron a disminuir a medida que las mujeres se fijaban en el recién llegado. Louisa casi pudo escuchar un suspiro colectivo.

–A lo mejor es el nuevo ayudante de redacción –dijo Tracy, esperanzada.

–Lo dudo. Lleva un traje de Armani y Piers prácticamente está haciendo genuflexiones. Y eso significa que, o Adonis es del consejo de administración, o es un jugador del Arsenal.

Aunque con ese cuerpo tan atlético no le sorprendería que fuese deportista, Louisa estaba segura de que un futbolista no tendría ese aire tan sofisticado.

Casi tenía que contener el aliento. Había pasado tanto tiempo desde que sintió el deseo de flirtear con un hombre que casi no reconocía la sensación. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se emocionó al ver a un hombre guapo? En su mente se formó una imagen que descartó de inmediato.

«No vayas por ahí».

Pero ella sabía que había sido tres meses antes. Doce semanas, cuatro días y… dieciséis horas para ser exactos.

Luke Devereaux, el guapísimo, encantador lord Berwick, que en realidad era una cobra venenosa, ya no le afectaba en absoluto.

Piers se volvió para señalarla a ella. Qué raro, pensó. Adonis se volvió también y cuando un par de penetrantes ojos grises se clavaron en su rostro, Louisa se quedó sin respiración.

El corazón le latía como una apisonadora, la sangre se le subió a la cara y el vello de la nuca se le erizó. Y entonces, el recuerdo que había intentado suprimir los últimos tres meses la golpeó como una bofetada: unos dedos acariciándola, unos labios insistentes sobre el pulso que le latía en el cuello, ola tras ola de un orgasmo eterno sacudiéndola hasta lo más profundo…

Louisa experimentó una mezcla de nervios, furia y náuseas.

¿Qué estaba haciendo allí?

No era Adonis. El hombre que se acercaba a ella era el demonio reencarnado.

–Viene hacia aquí –anunció Tracy–. Ay, Dios mío, ¿no es el aristócrata ese… como se llame? Ya sabes, el que salió en la lista de los británicos más deseados. Tal vez haya venido a darte las gracias.

Para nada, pensó Louisa amargamente. Ya se había vengado de eso tres meses antes.

Nerviosa, irguió los hombros y cruzó las piernas, el tacón de su bota golpeó la silla como la ráfaga de una ametralladora.

Si había ido para volver a intentar algo con ella lo tenía claro.

Se había aprovechado de su confiada naturaleza, de su innato deseo de flirtear y de la incendiaria atracción que había entre ellos, pero no volvería a pillarla desprevenida.

 

* * *

 

Luke Devereaux recorrió en un par de zancadas el espacio que lo separaba de ella. Apenas se fijó en el editor que le pisaba los talones o en el mar de ojos femeninos clavados en él. Toda su atención, toda su irritación, concentrada en una mujer en particular. Que estuviese tan guapa como la recordaba, el brillante pelo rubio enmarcando un rostro angelical, el fabuloso escote acentuado por un vestido ajustado de estampado llamativo y unas piernas interminables, lo obligó a hacer un esfuerzo para mantener la calma.

Las apariencias podían ser engañosas.

Aquella mujer no era ningún ángel y lo que planeaba hacerle era lo peor que una mujer podía hacerle a un hombre.

Debía reconocer que las cosas se les habían ido de las manos tres meses antes y la culpa, en parte, había sido suya. El plan había sido darle una lección sobre la obligación de respetar la privacidad de la gente, no aprovecharse de ella como había hecho.

Pero ella también tenía parte de culpa. Nunca había conocido a nadie tan impulsivo en toda su vida. Y él no era un santo. Cuando una mujer tenía ese aspecto, sabía como ella y olía como ella, ¿qué podía hacer un hombre?

No podía imaginar a ninguno pensando con claridad en esas circunstancias. ¿Cómo iba a saber que no tenía tanta experiencia como había pensado?

Una cosa era segura: estaba harto de sentirse culpable.

Después de hablar con un amigo mutuo, Jack Devlin, el día anterior, el sentimiento de culpa y los remordimientos habían dado paso a una tremenda furia.

Ya no se trataba solo de los dos; una vida inocente estaba involucrada y él haría lo tuviese que hacer para protegerla. Y cuanto antes se diese cuenta ella, mejor.

Louisa di Marco estaba a punto de descubrir que nadie podía reírse de Luke Devereaux.

¿Qué le había dicho el difunto lord Berwick en su primer y único encuentro años antes?

«Lo que no te mata te hace más fuerte».

Él había aprendido esa lección cuando tenía siete años. Asustado y solo, en un mundo que no conocía ni entendía, había tenido que volverse duro. Y era hora de que la señorita Di Marco aprendiese la misma lección.

Cuando llegó frente al escritorio de Louisa vio un brillo de furia en sus preciosos ojos castaños, las mejillas ardiendo de rabia y la elegante barbilla levantada en gesto de desafío. Y, de repente, se imaginó a sí mismo enredando los dedos en ese pelo y besándola hasta que la tuviese rendida…

Para contener el deseo de hacerlo tuvo que meter las manos en los bolsillos del pantalón, mirándola con la expresión que solía usar para asustar a sus rivales en los negocios.

Louisa, sin embargo, ni parpadeó siquiera.

Mirándola, experimentaba la misma descarga de adrenalina que solía asociar con algún reto profesional, pero enseñarle a aquella mujer a hacer frente a sus responsabilidades sería más placentero que problemático. Y ya estaba anticipando la primera lección: obligarla a contarle lo que debería haberle contado meses antes.

–Señorita Di Marco, quiero hablar con usted.

 

 

Louisa pasó por alto el suspiro de Tracy para mirar a aquel demonio a los ojos.

–Perdone, ¿con quién estoy hablando? –le preguntó, como si no lo supiera.

–Es Luke Devereaux, el nuevo lord Berwick –anunció Piers, como si estuviera presentando al rey del universo–. ¿No te acuerdas? Apareció en el artículo de los solteros más cotizados del país. Es el nuevo propietario de…

Luke Devereaux lo interrumpió con un gesto.

–Con Devereaux es suficiente. No uso el título –anunció, sin dejar de mirar a Louisa. Su voz era tan ronca y grave como ella la recordaba.

Pensar que una vez esa mirada de acero le había parecido sexy…

Esa noche, alguien debía haberle echado Viagra en la copa. Su voz no era atractiva sino helada; y los ojos azul grisáceo eran fríos, no enigmáticos.

Y todo eso explicaba por qué tenía que contener un escalofrío a mediados del mes de agosto.

–Seguro que su vida es fascinante, pero me temo que estoy muy ocupada ahora mismo. Y solo publicamos el artículo de los solteros más deseados una vez al año. Vuelva el año que viene y lo entrevistaré para ver si pasa el corte.

Louisa se felicitó a sí misma por el insulto, totalmente deliberado.

Ella sabía que Luke detestaba haber aparecido en esa lista, pero no obtuvo la satisfacción que había esperado porque, en lugar de parecer molesto, siguió mirándola sin decir nada. No reconoció el golpe ni con un parpadeo.

De repente, apoyó las manos en el escritorio y se inclinó hacia ella, el aroma de su colonia, algo masculino y exclusivo, haciendo que golpease la silla con el tacón a toda velocidad.

–¿Quiere que hablemos en público? Me parece bien –le dijo, en voz tan baja que tuvo que aguzar el oído–. Pero yo no soy quien trabaja aquí.

Louisa no sabía de qué quería hablar o por qué estaba allí, pero sospechaba que la discusión era de índole personal. Y aunque no quería verlo ni en pintura, tampoco quería que la humillase públicamente.

–Muy bien, señor Devereaux –murmuró, apagando el ordenador–, tengo diez minutos para entrevistarlo. Podría hablar con la jefa de redacción, tal vez ella esté dispuesta a incluirlo en el número del mes que viene. Evidentemente, está deseando que su rostro aparezca en la revista.

Él se apartó de la mesa, apretando los dientes. Ah, en aquella ocasión había dado en la diana.

–Muy amable por su parte, señorita Di Marco. Créame, no va a perder su tiempo.

Louisa se volvió hacia Tracy, que parecía estar imitando a un pez.

–Terminaré el artículo más tarde. Dile a Pam que lo tendré a las cinco.

–No volverá aquí por la tarde –anunció Devereaux entonces.

Louisa iba a corregirlo cuando Piers la interrumpió:

–El señor Devereaux ha pedido que te demos el resto del día libre y yo lo he aprobado.

–Pero tengo que terminar el artículo –protestó ella, atónita.

Piers, que solía ser un nazi con las fechas de entrega, se encogió de hombros.

–Pam va a incluir un par de páginas más de publicidad, así que tu artículo puede esperar hasta el mes que viene. Si el señor Devereaux te necesita hoy, tendremos que acomodarnos.

¿Qué? ¿Desde cuándo la editora de la revista Blush aceptaba órdenes de un matón, por muy aristócrata que fuese?

Devereaux, que había estado escuchando la conversación con aparente indiferencia, tomó su bolso del escritorio.

–¿Es suyo? –le preguntó, impaciente.

–Sí –respondió Louisa, desorientada.

¿Qué estaba pasando allí?

–Vamos –dijo él, tomándola del brazo.

Aquello no podía estar pasando. Louisa quería decirle que dejase de actuar como Atila, pero todo el mundo estaba mirando y preferiría morir antes que hacer una escena delante de sus colegas. De modo que se vio obligada a salir con él y bajar la escalera como una niña obediente, pero cuando llegaron a la calle se soltó de un tirón, a punto de estallar.

–¿Cómo te atreves? ¿Quién crees que eres?

Devereaux abrió la puerta de un deportivo oscuro aparcado frente a la oficina y tiró su bolso sobre el asiento.

–Sube al coche.

–De eso nada.

¡Qué descaro! La trataba como si fuera una de sus empleadas. Pues de eso nada. Piers podía obedecer sus órdenes, pero ella no pensaba hacerlo.

Cuando cruzó los brazos sobre el pecho, decidida a no dar un paso, él enarcó una ceja.

–Sube al coche –repitió, con voz helada–. Si no lo haces, te meteré a la fuerza.

–No te atreverías.

Apenas había terminado la frase cuando Luke la tomó en brazos y la tiró sobre el asiento como si fuera un saco de patatas.

Louisa se quedó tan sorprendida que tardó un segundo en reaccionar; segundo que él aprovechó para subir al coche y arrancar a toda velocidad.

–Ponte el cinturón de seguridad.

–Déjame salir. ¡Esto es un secuestro! –exclamó ella, furiosa.

Sujetando el volante con una mano, Luke abrió la guantera para sacar unas gafas de sol.

–No te pongas tan melodramática.

–Melo… ¡pero bueno! –exclamó Louisa. Solo su padre la había tratado de ese modo, pero le había parado los pies cuando era adolescente–. ¿Cómo te atreves?

Luke detuvo el coche en un semáforo y se volvió hacia ella con una sonrisa en los labios.

–Creo haber dejado claro que sí me atrevo. Podemos seguir peleándonos, aunque no vas a conseguir nada –afirmó, con total seguridad–, o puedes hacer lo que te digo y salvar tu preciosa dignidad.

Antes de que se le ocurriera una réplica adecuada, él volvió a arrancar.

Demonios, había perdido la oportunidad de saltar del coche.

–Ponte el cinturón de seguridad –repitió Luke.

A regañadientes, Louisa se lo puso. No estaba tan loca como para tirarse del coche en marcha, pero tendría que parar tarde o temprano, y entonces le diría lo que pensaba. Hasta ese momento, lo mejor sería no decir una palabra.

Ese plan funcionó durante cinco minutos, porque cuando cruzaron Euston Road la curiosidad pudo más que ella.

–¿Se puede saber dónde vamos? Si yo, pobrecita de mí, puedo preguntar.

Luke esbozó una sonrisa burlona.

–¿Pobrecita? ¿Tú?

Louisa no dignificó la pregunta con una respuesta.

–Tengo derecho a saber dónde me llevas.

Él giró en una calle estrecha y aparcó frente a un edificio de seis plantas. Quitó la llave del contacto y, apoyando el brazo en el volante, se volvió para mirarla. Sus hombros parecían anchísimos bajo la chaqueta de lino, e intimidada a pesar de todo, Louisa tuvo que hacer un esfuerzo para no encogerse.

–Ya hemos llegado. La cita es en… –Luke miró su reloj– diez minutos –anunció, como si eso lo explicase todo.

Ella miró por la ventanilla.

–¿Qué hacemos en la calle Harley?

En el portal del edificio frente al que había parado había una placa con el nombre de una clínica. ¿Por qué la había llevado allí?

Luke se quitó las gafas de sol y las tiró sobre el asiento trasero.

–Respóndeme a una pregunta –le dijo, con voz tensa–: ¿Pensabas contármelo?

–¿Contarte qué?

¿Por qué la miraba como si la hubiese pillado intentando robar las joyas de la corona?

Luke Devereaux clavó en ella sus ojos grises, más fríos que nunca.

–Lo de mi hijo.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

–¿Tu qué? ¿Qué hijo? –exclamó Louisa–. ¿Te has vuelto loco?

Intentó abrir la puerta, decidida a salir del coche, pero él la sujetó por la muñeca.

–No te hagas la inocente, sé lo del embarazo. Sé lo de tus cambios de humor, el supuesto virus estomacal que tuviste hace poco y que no has tenido la regla en varios meses –Luke miró sus pechos–. Y hay otras señales que puedo ver por mí mismo.

Louisa tiró de su mano.

–¿Qué has estado haciendo, espiándome?

–Me lo ha dicho Jack.

–¿Jack Devlin te ha dicho que estoy embarazada? –gritó Louisa. Le daba igual que la oyese toda la calle.

Que mencionase al marido de su mejor amiga, Mel, era la gota que colmaba el vaso. Había olvidado que Jack y Luke eran colegas de squash. Así era como se habían conocido, en una cena en casa de Mel. Y Jack le había dicho que estaba embarazada… la próxima vez que le viera tendría que matarlo.

–No directamente –dijo Luke entonces–. Estábamos hablando del embarazo de Mel y te mencionó a ti. Por lo visto, Mel cree que estás embarazada, pero lo guardas en secreto por alguna razón.

Muy bien, entonces tendría que matar también a Mel.

–Por favor, dime que no le has hablado a Jack de nosotros.

El encuentro con Luke Devereaux fue tan humillante que no se lo había contado a nadie. Ni siquiera a Mel, a quien normalmente se lo contaba todo.

¿Pero cómo iba a contarle a su mejor amiga que se había acostado con un hombre en la primera cita, que había descubierto lo asombroso que podía ser el sexo, que durante diez minutos se había engañado a sí misma pensando que había encontrado el amor… para luego llevarse la mayor desilusión de su vida?

¿Cómo iba a decirle que ese hombre era un canalla, que no era el tipo sexy, divertido y encantador que fingía ser sino un frío y manipulador miembro de la aristocracia que la había seducido como venganza por escribir un artículo sobre él que no le había gustado?

La palabra «humillación» no explicaba lo que Louisa había sentido.

–No le ha hablado a Jack de nosotros. Estaba más interesado en saber lo que él tenía que decir de ti.

De repente, harta de él y de su actitud, Louisa supo que tenía que irse de allí lo antes posible.

–No estoy embarazada. Y ahora, después de haber mantenido esta estúpida conversación, vuelvo a mi trabajo.

Pero cuando iba a abrir la puerta del coche, de nuevo Luke le sujetó la muñeca.

–Suéltame.

–¿Cuánto tuviste la última regla?

–No voy a responder a eso.

–No vas a ir a ningún sitio hasta que lo hagas –dijo él, con firmeza.

Aquello era más que ridículo. ¿Por qué estaban discutiendo?

Apoyando la cabeza en el respaldo del asiento, Louisa cerró los ojos. Debía convencerlo de que no estaba embarazada para no volver a verlo nunca más.

Intentó recordar cuándo había tenido la última regla… pero no lo recordaba. En fin, sus reglas siempre habían sido irregulares, no tenía la menor importancia.

Además, había tenido una desde que estuvieron juntos y se había hecho una prueba de embarazo. No era tan tonta.

–Me hice una prueba de embarazo y dio negativa.

Para su sorpresa, en lugar de parecer arrepentido, Devereaux enarcó una ceja.

–¿Cuándo te la hiciste?

–No lo sé, unos días después.

–¿Te molestaste en leer las instrucciones correctamente?

Louisa torció el gesto.

–Lo suficiente como para saber que el resultado era negativo –respondió, irritada.

–Ya me lo imaginaba.

–No me hables como si fuera tonta. Me hice la prueba y dio negativo. Además, después de esa noche tuve la regla –Louisa se puso colorada. ¿Por qué le estaba hablando de su ciclo menstrual a aquel bárbaro?–. A ver si te enteras: no hay ningún hijo.

Él le soltó la muñeca para mirar el reloj.

–Tenemos cita con una de los mejores ginecólogas del país. Ella te hará una prueba de embarazo.

–¿Pero quién crees que eres?

–Posiblemente, el padre de tu hijo –respondió Luke, sin parpadear–. El preservativo se rompió, Louisa, tú lo sabes.

–¿Y qué?

–No has tenido la regla en los últimos meses, has sufrido mareos por las mañanas y tus pechos parecen más grandes, así que vas a hacerte una prueba de embarazo. Una prueba de verdad.

Louisa miró sus pechos, sorprendida. ¿Desde cuándo eran más grandes?

–No estoy embarazada y aunque lo estuviera… ¿por qué crees que tú serías el padre? Podría haberme acostado con otro hombre después de ti. O con cuarenta.

–Sí, pero no lo has hecho –respondió él, tan arrogante que Louisa tuvo que contenerse para no darle una bofetada.

El ego de aquel hombre no tenía límites.

–Ah, ya veo. Crees que eres tan memorable que ya no puede gustarme ningún otro hombre, ¿no? Pues te equivocas.

–Deja de fingir algo que no eres. Supe que el flirteo era falso en cuanto estuve dentro de ti.

Louisa, avergonzada, hizo un esfuerzo para mirarle la entrepierna con gesto de desprecio.

–Ah, ya, entonces es que tienes un radar ahí, ¿no?

Él sacudió la cabeza, riendo.

–Ojalá fuera así. De haber sabido que eras tan inocente no me habría acostado contigo.

–Ah, qué noble por tu parte. Pues no te sientas culpable, no era virgen.

–No, pero prácticamente –Luke exhaló un suspiro–. Siento lo que pasó esa noche, pensé que tenías más experiencia. No quería hacerte daño, de verdad.

Sí querías, pensó ella. Pero no lo dijo en voz alta. Que supiese lo vulnerable que era sería aún más humillante.

–Sí, bueno, esta conversación es muy interesante, pero la realidad es que no hay nada que discutir.

–Decidiremos eso cuando te hayas hecho la prueba de embarazo.

Louisa podría haber protestado, y seguramente debería haberlo hecho, pero de repente estaba agotada. Solo quería terminar con aquello lo antes posible para no volver a verlo.

Y si para eso tenía que hacerse una prueba de embarazo, se la haría.

Pero ya estaba ensayando lo que iba a decirle cuando el resultado de la prueba fuese negativo.

 

 

–Enhorabuena, señorita Di Marco, está usted embarazada.

El corazón de Louisa empezó a latir con tal violencia que pensó que estaba sufriendo un infarto.

No podía haber oído bien.

–Perdone, ¿qué ha dicho? –su voz sonaba débil y lejana.

–Está esperando un hijo, querida –la doctora Lester volvió a mirar el resultado de la prueba, que había recibido del laboratorio hacía diez minutos–. De hecho, es un resultado muy fiable. Por el nivel de hormonas, yo diría que está embarazada de tres meses. O eso, o está esperando mellizos.

Louisa tuvo que agarrarse a los brazos de la silla para no caer al suelo.

–¿Podría decirnos la fecha aproximada del parto? –preguntó Devereaux, a su lado.

Louisa lo miró, perpleja. Había olvidado que estaba allí. No había puesto pegas cuando quiso entrar con ella para saber el resultado porque creía que el resultado iba a ser otro.

Aquel debería ser el momento en el que le mandaba al infierno, pero él no parecía satisfecho o particularmente contento por su victoria sino tranquilo, sereno.

–¿Qué tal si hacemos una ecografía? –sugirió la doctora–. Así podremos comprobar cómo va el desarrollo del feto y dar una fecha más exacta.

–No diga tonterías, no hay ningún feto. Tiene que ser un error, no estoy embarazada. Me hice la prueba yo misma en casa y tuve la regla después. Además, no… –Louisa no terminó la frase, avergonzada. Pero daba igual lo que Devereaux supiera sobre su vida sexual o falta de ella– no he estado con nadie desde entonces.

La doctora Lester juntó los dedos.

–¿Qué clase de prueba se hizo?

–No recuerdo la marca, pero la compré en una farmacia.

–¿Y cuándo se la hizo?

–Una semana después… de nuestro encuentro –Louisa se aclaró la garganta.

–Algunas pruebas de embarazo son fiables, otras no tanto, depende de la marca. Y pueden dar un falso negativo si se hacen demasiado pronto. ¿Tuvo la regla después de eso?

–Sí.

–¿Una regla normal o más ligera?

–Más ligera.

–¿Cuántos días después del coito?

–Una semana o así.

–Entonces no era una regla, señorita Di Marco. Estaba manchando, es algo habitual mientras el feto se implanta en el útero.

–Pero yo pensé que solo podías quedar embarazada durante el período de ovulación.

Otra de las razones por las que había estado convencida de que no habría ningún problema.

–El embarazo puede ocurrir en cualquier momento, especialmente cuando se trata de parejas jóvenes o excepcionalmente fértiles.

–¿Ese manchado podría afectar al bebé? –preguntó Devereaux.

Louisa miraba a la doctora, decidida a ignorarlo. La situación era surrealista, como si hubiera salido de su cuerpo y estuviera viéndolo todo desde fuera. ¿Cómo podía estar embarazada de aquel hombre? Ella, que no había querido pensar en la posibilidad de tener hijos por el momento. Solo tenía veintiséis años y había trabajado mucho para llegar donde estaba. Se había matado a estudiar en la universidad, había hecho de todo para pagar sus estudios, incluso turnos de noche y dobles turnos en London Nights para hacerse un hueco en el mundo del periodismo local, hasta que por fin se había establecido como redactora en Blush.

Estaba orgullosa de lo que había conseguido. Blush era una buena revista que no solo publicaba artículos superficiales sino también sobre todo lo que significaba la experiencia femenina.

Y, de repente, todo eso estaba en peligro porque había cometido un error. Se había acostado con un hombre al que no le importaba un bledo y quien, además, parecía tener el esperma de un semental.

–No se preocupe por el manchado, lord Berwick –dijo la doctora, con tono indulgente–. Estoy segura de que el feto está bien. Como he dicho, la prueba demuestra que está firmemente establecido en el útero, pero una ecografía haría que se sintieran más tranquilos –luego sonrió a Louisa, que aún estaba intentando procesar toda aquella información–. ¿Por qué no viene conmigo a la sala de ecografías, señorita Di Marco?

Louisa miró de soslayo a Devereaux, que estaba observándola con gesto serio.

No solo el esperma de un semental sino la cabezonería de un mulo.

Suspirando, Louisa soltó los brazos de la silla.

–Muy bien.

Entró en la sala con las piernas temblorosas. Tal vez aún había alguna posibilidad de que todo fuese un error y, cuando la doctora hiciese la ecografía, vería que no había bebé alguno.

 

 

–Ahí está la cabeza y la espina dorsal –empezó a decir la doctora Lester, señalando la pantalla.

–Es increíble –murmuró Devereaux–. Se ve tan claro.

–Tenemos el mejor equipo de ultrasonido, estamos muy orgullosos.

Louisa estaba transfigurada. El frío gel sobre su abdomen, la presión de la sonda, incluso los rápidos latidos del corazón del bebé, todo eso desapareció mientras miraba la cabecita, los brazos… el cuerpo ya formado de un ser diminuto.

De repente, se le hizo un nudo en la garganta.

La doctora pulsó unos botones y, como por arte de magia, el rostro del bebé apareció en la pantalla. Tenía los ojos cerrados, un puñito le cubría la nariz y la boca…

–¿Qué está haciendo? –Louisa escuchó su propia voz como si llegase de muy lejos.

–Creo que se está chupando el dedo –respondió la doctora.

Los ojos se le llenaron de lágrimas e intentó parpadear para contenerlas. Desde que supo que estaba embarazada solo había pensado en sí misma, en cómo iba a afectarle la situación, cuando había algo más importante en juego: su hijo.

El bebé no le había parecido real hasta ese momento, pero lo era. Fueran cuales fueran sus problemas con Devereaux, por mucho que aquel embarazo fuese a cambiar su vida, jamás lamentaría el milagro que crecía dentro de ella.

Pero iba a traer al mundo a un bebé sin ninguna de las cosas que había dado por sentado: una familia, un hogar estable…

Louisa dejó escapar un suspiro. Si pudiese hablar con su madre un momento, solo una vez más. El eco de un dolor que no olvidaría nunca hizo que las lágrimas le rodasen por el rostro, pero cuando levantó la mano para apartarlas, otra mano, más grande, le sujetó la muñeca.

Devereaux, mirándola con una expresión indescifrable, se sacó un pañuelo del bolsillo y, después de secar sus lágrimas, se lo puso en la mano.

–¿Estás bien?

No, pensó ella, pero se sonó la nariz, enterrando la cara en el pañuelo al mismo tiempo. Lo último que necesitaba era que se mostrase amable.

–Sí, claro –respondió en cuanto pudo hablar, intentando parecer serena cuando tenía el corazón encogido.

Él se quedó mirándola un momento con esos ojos de acero y luego se volvió hacia la doctora.

–¿Está todo bien?

–Muy bien. Yo diría que el feto es un poco largo para la fecha que me han dado. ¿Puedo preguntarle cuánto mide, lord Berwick?

–Llámeme Luke –dijo él–. Mido un metro noventa.

–Ah, bueno, eso lo explica –la doctora tomó un pañuelo de papel para limpiarle el gel del abdomen–. Mientras la señorita Di Marco esté segura de que no puede haber concebido una semana antes…

Tendría que ser tres años antes, pensó Louisa.

–No, fue entonces –dijo Devereaux, antes de que ella pudiese responder–. Fue concebido el día vienticinco de mayo.

Louisa apretó los labios, airada. Le gustaría decirle dónde podía meterse sus conclusiones, pero no podía hacerlo porque, desgraciadamente, tenía razón. El precioso ser humano que habían visto en la pantalla era su hijo.

Mientras la doctora empezaba a hablar de fechas, escalas de crecimiento y vitaminas prenatales, Louisa vio que las atractivas facciones de Devereaux se iluminaban cada vez que miraba a su hijo en la pantalla.

Louisa suspiró. El bebé que crecía dentro de ella significaba que, hiciera lo que hiciera, siempre tendría una conexión con aquel hombre dominante, implacable, que tanto daño le había hecho. Un hombre que la había engañado, haciéndole creer que era el hombre de sus sueños, para luego reírse de ella.

¿Qué clase de padre iba a darle a su hijo?

De nuevo, se le hizo un nudo en la garganta. No podía pensar en eso en aquel momento. Era demasiado pronto para preocuparse por ello, de modo que hizo un esfuerzo para tranquilizarse.

Qué ironía, pensó, que el momento más increíble y asombroso de su vida hubiera resultado ser el más devastador. Entendía lo que David debió sentir mientras apuntaba a Goliat con su pequeña honda.

 

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Luke giró en Regent’s Park y miró a la mujer que iba sentada a su lado, en silencio, mirando por la ventanilla. Solo un pómulo era visible bajo la cortina de pelo dorado, como un halo alrededor de su cabeza. Apenas había dicho dos palabras desde que salieron de la clínica.

Y empezaba a preocuparlo.

Por su corta relación con Louisa di Marco, sabía que no era una persona silenciosa. En su única cita se había sentido cautivado por su personalidad, su sentido del humor y su incesante charla.

Por supuesto, también había visto otra faceta de su personalidad… su lengua afilada cuando le dijo quién era, por ejemplo. Pero prefería esa lengua afilada a aquel opresivo silencio.

Mientras atravesaban la majestuosa avenida flanqueada por robles y arces, Luke pensó que tal vez el silencio era una bendición. Necesitaba ordenar sus pensamientos, analizar la situación, pensar bien en lo que iba a hacer.

No se le había ocurrido que Louisa no supiera que estaba esperando un hijo. ¿No se suponía que las mujeres tenían un sexto sentido para esas cosas?

Pero era evidente que ella no tenía ni idea. Tumbada en la camilla de la clínica, tan vulnerable bajo la bata, la sorpresa en su rostro había sido genuina.

–¿Adónde vamos? –preguntó Louisa entonces, interrumpiendo sus pensamientos.

–A tu casa.

Ella se volvió, con gesto de sorpresa.

–¿Recuerdas dónde está?

Luke asintió con la cabeza, incapaz de hablar mientras miraba ese rostro que había estado grabado en su cerebro doce semanas: los ojos de color caramelo, los labios gruesos y sensuales, los altos pómulos, la piel de color miel.

Recordaba cada detalle de esa noche, no solo su dirección. El fresco aire de la noche mientras paseaban por Regent’s Park, el calor de su cuerpo, el aroma de las flores, su cautivadora sonrisa, el rico sabor del capuchino que habían tomado en Camden High Street, las caricias robadas.

Y después, los brazos de Louisa alrededor de su cuello mientras la llevaba por el pequeño apartamento, el sabor de sus labios, su sensual inocencia mientras la desnudaba en el pasillo, sus sollozos cuando la llevó al primer orgasmo y lo que había sentido él cuando los dos llegaron a un devastador final.

Sí, recordaba mucho más que su dirección. Ella volvió a mirar por la ventanilla.

–Tengo que volver a la oficina. Te agradecería que me llevaras allí.

–Voy a llevarte a Havensmere –dijo Luke. Tal vez tenía que pensar un par de cosas, pero su plan seguía siendo el mismo–. Solo vamos a pasar por tu casa para que hagas la maleta.

Ella giró la cabeza bruscamente, sus ojos tan oscuros que parecían negros, y Luke se preparó.

–¿Sabes una cosa, Devereaux? No tengo que hacer lo que tú ordenes. Será mejor que dejes de hacerte ilusiones.

–Yo creo que, en estas circunstancias, deberías llamarme Luke.

–Te llamaré como quiera, Devereaux –replicó ella, indignada.

Luke no se molestó en replicar hasta que aparcó a unos metros de su casa.

–Estás cansada y asustada –empezó a decir, con un tono paternalista que la sacó de sus casillas–. Te has llevado una sorpresa, lo entiendo.

Tenía mucho que aprender sobre ella, pensó Louisa, si pensaba que acusarla de estar histérica iba a servir para calmarla.

Irritada, cruzó los brazos sobre el pecho y permaneció en silencio.

–Mira, no quiero que nos enfademos –siguió él–. Tenemos muchas cosas que discutir y vamos a hacerlo en Havensmere.

–¿Pero es que no lo entiendes? No quiero ir a ningún sitio contigo.

Luke exhaló un suspiro mientras quitaba la llave del contacto.

–Lo sé.

Por primera vez, Louisa notó las líneas de fatiga alrededor de sus ojos. Y también algo más, algo que la sorprendió. ¿Era preocupación? ¿Estaba tan profundamente afectado por la noticia como ella?

–Te guste o no –siguió Luke– vamos a tener un hijo y tendremos que lidiar con las consecuencias. Deja de mostrarte tan hostil, no sirve de nada.

Louisa puso los ojos en blanco. Había vuelto a hacerlo. Cuando empezaba a sentir cierta simpatía por él, la exasperaba de nuevo. Tenía un talento innato para sacarla de quicio.

¿Y qué había querido decir con «lidiar con las consecuencias»? Él era un hombre rico e influyente que había tomado la iniciativa con el tratamiento médico y ella estaba como en trance desde que supo que esperaba un hijo, pero lo había oído concertar otra cita con la recepcionista…

¿Pensaba presionarla para que abortase?

Que pudiese no querer a su hijo debería haberla enfurecido, pero en lugar de eso la entristeció profundamente.

Aunque odiaba admitirlo, Devereaux tenía razón sobre algunas cosas: estaba cansada, emocionada y francamente sorprendida. Necesitaba reunir fuerzas y en su mansión de Wiltshire podría hacerlo, pero antes de nada debía aclarar un asunto.

–Francamente, te encuentro paternalista, mandón e insoportable. Tal vez si dejases de tratarme como si fuera de tu propiedad, yo dejaría de mostrarme hostil.

Un poco, al menos.

Cuando lo vio apretar la mandíbula pensó que tenía el mismo aspecto que cuando estaba enterrado en ella, llenándola, conteniéndose mientras su cuerpo estallaba en llamas…

La reacción física que siguió a ese recuerdo dejó a Louisa en silencio. Nerviosa, apretó las piernas, pero aquel río de lava solo podía significar una cosa: estaba excitada.

¿Qué le pasaba? Devereaux la había utilizado, se había aprovechado de ella y estaba a punto de pedirle que abortase. Y, sin embargo, seguía excitándola.

–¿Qué ocurre? ¿Te encuentras mal?

–No, no pasa nada –murmuró ella, sin mirarlo.

Luke rozó su mejilla con un dedo.

–Estás pálida. ¿Sigues teniendo náuseas matinales?

Louisa se apartó.

–No.

No se encontraba enferma, al contrario. Entonces notó el aroma de su colonia… por supuesto, eso era. La repentina punzada de deseo era debida a las hormonas, mezcladas con la libido. ¿No había leído en alguna parte que las mujeres embarazadas respondían de manera instintiva al olor del padre de su hijo? Tenía algo que ver con las feromonas.

Nerviosa, tragó saliva. No se sentía atraída por él, solo era una reacción química.

–Hay gente en la casa –dijo él, mirándola intensamente–. Es una mansión con sesenta habitaciones y más de cien acres de terreno. Tendremos tiempo, espacio y privacidad para hablar tranquilamente y hacer lo que tengamos que hacer.

–Esta noche no estoy de humor para hablar –dijo Louisa.

Luke esbozó una sonrisa y ella se dio cuenta de lo que acababa de decir.

–No importa, tampoco yo. Pero quiero ir esta noche y me gustaría que fueras conmigo… por favor.

Después de su ridícula reacción, Louisa no estaba segura de que pasar el fin de semana con él fuese la mejor idea, pero su expresión cuando dijo «por favor» inclinó la balanza a su favor. Tenía la impresión de que no era una frase con la que estuviese muy familiarizado.

Además, empezaba a estar cansada de verdad y no tenía fuerzas para seguir discutiendo.

–Muy bien, de acuerdo, pero solo una noche.

Él asintió con la cabeza antes de salir del coche y le abrió la puerta en un gesto de galantería. Pero Louisa se había dejado engañar por sus buenas maneras una vez y no pensaba volver a hacerlo.

Luke caminaba a su lado mientras iban hacia el portal, pero una vez allí, Louisa se aclaró la garganta.

–Deberías esperar aquí –le dijo. Lo último que quería era que subiese con ella al apartamento porque los recuerdos de esa noche aún estaban frescos en su memoria–. Si no tienes permiso para aparcar aquí te pondrán una multa, por cierto.

–Me arriesgaré.