Falsas ilusiones - Linda Varner - E-Book

Falsas ilusiones E-Book

Linda Varner

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Beschreibung

Julia 1024 Reo Sampson estaba demasiado ocupado ganando dinero como para pensar en una vida hogareña. Pero cuando su bonita y nueva ayudante, Rusty Hanson, lo acompañó un fin de semana en un viaje de negocios, Reo descubrió que le gustaba tener a la sexy pelirroja a su lado... quizá en exceso. Y para un millonario reacio al matrimonio como él, eso era muy desconcertante... Rusty no pudo evitar hacerse ilusiones cuando su atractivo jefe la abrazó. Aunque sabía que Reo no compartía sus deseos de formar una familia… tal vez pudiera convencerlo de que la llevara hasta el altar.

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Seitenzahl: 190

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Linda Varner

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Falsas ilusiones, JULIA 1024 - septiembre 2023

Título original: Corporate groom

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801331

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

AGUANTA las puertas!

Reo Sampson miró aturdido el vestido fino de la mujer pelirroja que apareció de repente ante el ascensor. Guardó la identificación que acababa de encontrar en el aparcamiento de su edificio y extendió la mano para frenar las puertas a punto de cerrarse.

No le importó llegar tarde. Ningún hombre podría resistir subir en ascensor con un ángel. El vaporoso vestido blanco hasta los tobillos le daba esa apariencia.

La mujer recompensó la reacción veloz de Reo con una sonrisa tan deslumbrante que deseó tener las gafas de sol. Notó que el color de su pelo largo y ondulado era de la misma tonalidad que un setter irlandés que había tenido, y durante un segundo volvió a ser un solitario niño de diez años con un perro como su mejor amigo.

—Un millón… de… gracias —jadeó ella al detenerse y darle la espalda, haciéndole una señal a alguien que estaba fuera de vista—. Deprisa, niños. Vamos.

¿Niños? Reo observó horrorizado cuando aparecieron dos… cuatro… seis, Dios, diez niños disfrazados para el carnaval. La mujer, que parecía rondar los treinta y pocos, los condujo al ascensor, mientras Reo instintivamente se pegaba a una pared del recinto demasiado pequeño.

De pronto hubo niños por todas partes, riendo, susurrando, mirándolo como si él fuera el que estaba disfrazado. Observó a la mujer de cara de ángel que los conducía. Ella le devolvió la mirada, y en sus ojos esmeralda había un destello que sólo podía ser de diversión. ¿Así que la situación le parecía divertida? Bueno, pues a él no; con gesto frío desvió la vista a las puertas, que se cerraron con un ruido sordo y ominoso. Como no había apretado ningún botón debía asumir que iban a la misma planta, la última, la veintitrés.

Interesante. En esa planta sólo estaban las oficinas de Reo y una gran sala de conferencias.

—¿Señorita Rusty? —un soldado diminuto, que lucía pintura de camuflaje y pertrechos de guerra, tiró del exótico atuendo del ángel.

—¿Sí, Preston? —bajó la vista para prestarle toda su atención.

—¿Podemos parar de camino y visitar a mi padre?

—Me temo que no —sacudió la cabeza—. Está trabajando, ya lo sabes.

—¿Y a mi mami? —intervino una minúscula princesa con enormes ojos azules y una tiara resplandeciente.

—Oh, también ella está trabajando —aseguró Rusty—. Eso le sucede a todos vuestros padres. Empresas Sampson es un lugar muy ocupado. Tenemos suerte de que el dueño nos preste su sala de conferencias por un rato para celebrar vuestra fiesta de carnaval.

«Eso es», pensó Reo. La señorita Rusty no era ningún ángel, sino una de las trabajadoras de la nueva guardería situada en la planta baja de su edificio. Sólo había oído comentarios excelentes del lugar desde que abrió cuatro meses atrás. Según Angie, su secretaria personal y madre de un precoz niño de tres años, los críos que pasaban el día allí disfrutaban de un amplio abanico de celebraciones, una de las cuales debía ser esa fiesta de carnaval.

Lamentó al instante el capricho que lo había impulsado a ceder a la petición de Angie de prestar la sala de conferencias, e imaginó qué aspecto tendría en cuanto los pequeñajos acabaran con ella. La mullida alfombra clara jamás sería la misma, por no mencionar las paredes y cortinas. Cerro los ojos e imaginó manchas de refrescos y de chocolate… costaría una fortuna limpiar y fumigar la habitación.

—Has sido muy amable al esperarnos. Los ascensores han sido una pesadilla hoy. Creo que éste es el único que funciona.

—Hmm, espero que sólo se trate de una avería eléctrica —repuso con un sobresalto al darse cuenta de que le hablaba a él y sintió que se acaloraba. Tendría que mantener una breve charla con mantenimiento… si podía sacar tiempo entre ir a recoger el esmoquin nuevo que había comprado el día anterior y que olvidó llevar a casa y el partido de golf de la tarde, que esperaba condujera a otra buena inversión financiera.

La pelirroja asintió.

—¿Señorita Rusty? —en esa ocasión fue una hermana de Casper quien reclamó su atención.

Estaba claro que los niños la adoraban; parecía ser la personificación de la paciencia, con una fachada sexy como todos los infiernos.

—¿Sí, Holly? —le enderezó el disfraz para que pudiera ver a través de los agujeros de la capucha.

—¿Ya casi hemos llegado? Siento cosquillas en el estómago.

—Yo también, y, sí, casi hemos llegado —rió la señorita Rusty. Observó el indicador luminoso—. Sólo quedan diecisiete plantas más.

«Gracias al cielo», pensó Reo, aunque hubo de reconocer que tal como solían ser los niños, ese grupo parecía bastante educado. Sospechó que en gran parte la responsable debía ser la señorita Rusty.

—Sólo quedan doce…

Su voz era sorprendentemente profunda, un poco ronca. Seductora. Reo se maravilló de que semejante voz pudiera corresponder a una mujer con pecas en la nariz. Sexy o no, tenía un cierto aire masculino que indicaba que probablemente se sintiera más a gusto en una cancha de béisbol que en su cama.

Estuvo a punto de atragantarse al ver el rumbo que tomaban sus pensamientos. Muy desconcertado, se acomodó las gafas y se enderezó el cuello de su elegante camisa de golf.

—Ahora sólo quedan siete…

Reo notó que su voz también poseía un agradable deje que sugería risas. Descubrió que en realidad le gustaba esa promesa de no tener jamás un momento aburrido. Qué extraño. Por lo general prefería a una mujer predecible, independiente e inteligente.

—Cuatro… y ya casi hemos llegado —anunció la señorita Rusty en el momento en que el ascensor se detenía con brusquedad y los envolvía una completa oscuridad.

La sacudida desestabilizó a Reo, pero por suerte no cayó. Sospechó que algunos de los niños no fueron tan afortunados. Al instante la atmósfera se llenó de gritos de terror, y el ascensor osciló en respuesta a los movimientos frenéticos. Sospechó que la señorita Rusty debía estar rodeada de sus asustados pupilos.

—No tengáis miedo —prácticamente gritó—. Todo se va a solucionar.

Como por arte de magia, se activó el generador auxiliar, bañando el interior con una luz rojiza apagada que hizo poco para tranquilizar a Reo. Sin perder tiempo evaluó los daños y vio lo que esperaba: a la señorita Rusty rodeaba de diez angustiados críos. Alargó el brazo y apretó el botón de la alarma, que comenzó a sonar con estrépito en el interior de su edificio.

—¿Lo veis? —murmuró la señorita Rusty mientras palmeaba y abrazaba a cada uno de los niños y pedía que no la estrujaran—. Todo el mundo ya sabe que nos hemos quedado aquí encerrados. Apuesto que este viejo ascensor empezará a moverse en unos segundos, ¿no lo creéis? —cuando ninguno coincidió con ella, miró a Reo, que la observaba en silencio—. Diles que esto sucede siempre —ordenó.

—Oh, hmmm, claro. Siempre —farfulló él tras asimilar lo que le pedía. Aunque ésa era la primera vez que los ascensores tenían algún problema en su edificio.

—Y nos moveremos de nuevo en seguida, ¿verdad?

—Por supuesto —acordó él, sin estar muy seguro.

—¿Veis? —estudió el mar de rostros que la miraban y frunció el ceño—. Pero qué caras tan tristes. ¿Me dais alguna sonrisa? —aguardó un segundo, luego volvió a intentarlo—. Preston… quiero una amplia sonrisa. Vamos, puedes hacerlo… ¡eso es! ¿No te sientes mejor? Lauren, ahora te toca a ti. Una gran sonrisa… ¡sí! —uno a uno los convenció hasta que de pronto se dirigió a Reo—. Es tu turno.

—¿Yo?

—Tú. Quiero una amplia sonrisa también en tu cara, así —le hizo una demostración, mostrando unos hoyuelos que representaron una dulce sorpresa.

Reo sólo pudo mirarla, mudo.

Con gesto impaciente, la señorita Rusty alargó las manos y, colocando las yemas de los dedos en las comisuras de su boca, intentó hacerlo sonreír.

Con rodillas temblorosas, cooperó a regañadientes.

—Gracias —dijo la señorita Rusty, que por primera vez pensó que tal vez también él estaba un poco agitado por la situación. Pero únicamente reinó un segundo de silencio incómodo antes de volver a dirigirse a sus pupilos—. ¿Por qué no jugamos a algo mientras esperamos? ¿Os gustaría? —la mayoría de sus hipnotizados acompañantes asintió. Reo notó que una o dos sonrisas parecían auténticas—. ¿Qué os parece al veo, veo? ¿Os gusta ese juego? —más gestos afirmativos y sonrisas verdaderas—. De acuerdo, yo primero —miró en torno al ascensor y dijo—: Veo algo azul, púrpura y verde.

A pesar de sí mismo, él no pudo evitar buscar esos colores entre los disfraces de los niños. No los encontró, pero notó que aparte del soldado, la princesa y el fantasma, no tenía ni idea de lo que representaban los demás atuendos. La morena llamada Lauren parecía salida de un harén, algo raro para una niña que iba a un parvulario, mientras que un niño con casco semejaba una especie de astronauta.

Era evidente que Reo estaba desconectado de los niños, aunque eso ya lo sabía… de dedicar casi toda la tarde del día anterior a intentar convencer por teléfono a un importante diseñador de ropa infantil y a su fabricante de unirse a Empresas Sampson. Había mucho dinero a ganar en ese ramo. Y él quería una parte importante de ese pastel lucrativo.

—¿La falda de Danielle? —adivinó una niña con el pelo rizado y lentejuelas en su vestido y falsos diamantes en las orejas.

—No, no tiene verde —indicó la señorita Rusty con una sonrisa.

—¿El casco de Chris?

—No tiene púrpura ni azul.

—¿La falda de Katy?

—Ni azul ni verde —ella rió—. Mirad de nuevo. No podéis fallar.

Reo hizo una mueca ante un súbito grito de descubrimiento. En el acto la niña del harén se adelantó y asió un trozo de su camisa de golf.

—¡Lo encontré! ¡Lo encontré! —exclamó mientras tiraba.

En un abrir y cerrar de ojos la señorita Rusty se aproximó tanto que Reo pudo oler su perfume. Lo recorrió una oleada de intenso deseo mientras ella quitaba con suavidad los dedos pequeños de la tela.

—Tienes razón, Lauren. ¡Has ganado! —con una sonrisa de disculpa, ella le alisó la camisa desde el cuello hasta el cinturón—. Lo siento —murmuró antes de darle la espalda y guiar a Lauren junto al grupo, una cuestión de tres pasos.

Reo le dio gracias al cielo de que no hubiera podido sentir los latidos de su corazón a través de la tela. Miró el reloj. ¿Cuánto llevaban suspendidos en el tiempo? ¿Diez, quince minutos? Parecía una eternidad, y no por los inofensivos niños. No, era por la tensión de resistir a su sexy guía.

—¿Quién quiere ser el siguiente?

—Él —indicó la niña llamada Danielle, señalando a Reo.

—Sí —coincidió Preston, el soldado.

Todas las miradas se posaron en Reo. Notó que la frente se le llenaba de gotas de sudor y deseó tener un cigarrillo, algo sorprendente si se tenía en cuenta que no fumaba.

—¿Te gustaría jugar, hmm… —la señorita Rusty alargó la mano y sacó la cadena de la tarjeta de identificación perdida que sobresalía del bolsillo en el que él la había guardado antes—… Brad Turner, del departamento de cartas? —le pasó la tarjeta por el cuello con una sonrisa.

Desconcertado por su proximidad y sintiéndose insultado por el error, Reo no se molestó en corregirla. Sacudió la cabeza. De niño nunca había jugado al veo, veo. ¿Por qué iba a hacerlo en ese momento cuando al parecer la mente se le había quedado en blanco?

—¿Por favor?

—Muy bien. De acuerdo —la súplica susurrada le puso la piel de gallina. Qué demonios. Se tomó su tiempo en elegir lo que veía. Al final tomó una decisión—. Veo algo… rojo.

De inmediato se vio bombardeado por adivinanzas: la camisa de alguien, el chaleco de otro, los zapatos, un sombrero. En cada ocasión sacudió la cabeza en gesto negativo y pidió que volvieran a adivinar. Le consoló saber que nadie de sus empleados lo veía actuando como un tonto por esa mujer. Lo respetaban. No quería que eso cambiara.

—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! —exclamó la princesa Amy, saltando de un pie a otro con alegría—. ¡El pelo de la señorita Rusty!

—¡Correcto! —incapaz de resistirse, Reo se adelantó y por encima de las cabezas de los niños asió un mechón de su pelo, que era tan sedoso como había imaginado. Ella se ruborizó, respuesta que lo halagó y le desbocó las pulsaciones, luego le apartó la mano.

—Muy bien. ¿Quién quiere ser el próximo…? —en vez del coro de yo que ella había esperado, reinó un silencio que proclamaba la impaciencia por verse libres del ascensor—. ¿Nadie? ¿Eso significa que queréis jugar a otra cosa?

Reo se preguntó de dónde demonios sacaba su entusiasmo. Volvió a mirar la hora. Llevaban atrapados allí quince minutos, que para los niños debían parecer quince horas y para él eran como quince días. ¿Qué demonios pasaba con la electricidad?

En ese mismo instante el ascensor se sacudió y se movió… durante casi medio segundo. Luego volvió a detenerse, con tanta brusquedad que uno de los niños cayó al suelo. Reo y la señorita Rusty se movieron al mismo tiempo para ir a su rescate, y sus cabezas chocaron.

—¡Ay!

—Oh.

Los gritos de miedo se convirtieron en un coro de risas que aligeró el estado de ánimo de todos más que lo que hubiera podido conseguir cualquier juego. Reo puso al niño de pie y comprobó que no se hubiera lastimado. Matt, tal como lo había llamado ella, parecía ileso.

—Da la impresión de que vamos a estar aquí otros cinco minutos —la señorita Rusty aprovechó el momento y llamó la atención de todos—, así que, ¿por qué no cantamos para Brad? ¿Conocéis alguna canción graciosa?

Por supuesto que sí, y en unos segundos Reo tuvo que soportar el entusiasmo y la sonoridad de la juventud. Y aunque sus oídos suplicaron misericordia, fingió disfrutar con la serenata, un inusual gesto de generosidad que lo asombró. Estaba claro que la magia de la señorita Rusty era tan poderosa para los hombres de negocios de treinta y cinco años como para los menores de seis, aunque de un modo levemente distinto.

Cantaron una canción detrás de la otra hasta que pasó una hora. Reo evaluó la situación. No había problema de oxígeno. Tampoco de luz, aunque de vez en cuando amagaba con apagarse. No albergaba ninguna duda de que un equipo de mantenimiento estaba tratando de reparar la avería. Sólo esperaba que no tardara mucho más.

—¿Señorita Rusty… señorita Rusty…?

—¿Sí, Chad?

Chad, que llevaba el disfraz de algún animal, quizá un oso, tiró de ella hasta conseguir que se situara a su altura y le susurró con estridencia al oído.

—¿Puedes aguantar? —respondió ella también en un susurro.

Reo gimió mentalmente. Ahí estaba… el principio del fin.

—Quizá —fue la respuesta dubitativa.

—Tengo hambre —intervino Dave, el astronauta.

—Y yo sed —añadió Sarah, la de las lentejuelas y los diamantes falsos.

—Cuando lleguemos a la fiesta habrá de todo para comer y beber —miró a Reo en el otro extremo del ascensor atestado. Esbozó una sonrisa que podía significar cualquier cosa y luego soltó un suspiro—. Mientras tanto, ¿alguien ha traído los caramelos que os dimos antes?

Si así era, nadie quiso decirlo.

—Yo tengo chicles —se oyó decir Reo… palabras que dieron como resultado diez nuevos amigos, quizá once, a juzgar por el alivio en el rostro de la señorita Rusty.

Con gran ceremonia, abrió el paquete de goma de mascar. Sacó cinco de los siete chicles y partió cada uno por la mitad. Después de distribuirlos, recogió los envoltorios y se los guardó en el bolsillo; luego compartió el sexto con ella. El último lo reservó para una emergencia… por si las cosas empeoraban.

La señorita Rusty aceptó el suyo con una sonrisa de gratitud y durante unos minutos el único sonido que se oyó fue el de un melodioso masticar. El aire se llenó de olor a menta.

—¿Qué os parece una historia de fantasmas? —aventuró Reo, sorprendiéndose tanto a sí mismo como a ella, que le lanzó una mirada dubitativa.

—¿No crees que ya, hmm, estamos bastante estimulados?

—Confía en mí —petición que ella respetó encogiéndose de hombros.

Hizo que todos, incluida la señorita Rusty, se sentaran en un semicírculo y comenzó a recitar una vieja historia acerca de un torpe ladrón de tumbas, unos huesos robados y un esqueleto ridículo que los quería recuperar. Rememorando la única vez que le permitieron dormir en casa de un amigo siendo niño, Reo representó el drama, que terminó con un «¡Boo!» por sorpresa que provocó gritos y risas.

Antes de que acabara el jolgorio, el ascensor se movió, y en esa ocasión llegó a la planta veintidós antes de volver a detenerse. La señorita Rusty y Reo se lanzaron sobre el botón de apertura al mismo tiempo y sin proponérselo se enredaron otra vez, provocando más hilaridad.

Un grupo jubiloso salió del ascensor para ser recibido por un hombre de mantenimiento y dos mujeres que Reo dedujo que eran otras trabajadoras de la guardería.

—Gracias al cielo —exclamó una de ellas, abrazando a tres niños a la vez.

—¿Llegamos a tiempo para la fiesta? —preguntó la señorita Rusty, tratando de cambiar de tema. Su insinuación de minimizar lo sucedido fue bien recibido.

—¡Por supuesto que sí! —corroboró la mujer.

El asombrado hombre de mantenimiento, que evidentemente reconoció a Reo, fue pasillo abajo como si lo persiguieran mil demonios salidos del infierno… sin duda para informarle del incidente a su jefe. Ello dejó a la señorita Rusty y a Reo al pie de las escaleras. Durante un segundo se miraron sin hablar. Él intentó mirar más allá de su irresistible encanto natural. ¿Era lo que aparentaba ser, una mujer cálida con un toque de picardía?

Al parecer sí. Y qué contraste con Colleen, una abogada especializada en divorcios que en un principio había contratado para solucionar un misterio familiar y con la que terminó saliendo de vez en cuando los últimos dos meses. Ésta, que era fría, a menos que considerara que ardiente servía mejor a sus fines, al principio le había parecido la mujer de sus sueños. Luego intentó pegarse a él y manejarlo.

En un análisis retrospectivo, dudaba de que alguna vez le hubiera importado de verdad; seguro que lo consideraba algo positivo para su imagen, un objetivo que alcanzar. En cuanto a la vena pícara tan atractiva en la señorita Rusty… no pudo recordar la última vez que Colleen había sonreído. Sin duda no esa mañana, cuando se negó a que asistieran juntos al baile de caridad que se iba a celebrar esa noche.

Hizo una mueca al recordar la fea escena pública en la recepción de su bufete. Al menos se alegraba de haber roto con Colleen. Le gustaba sentirse libre otra vez y pensaba mantener esa preciada libertad mucho tiempo.

—Estuviste fantástico —dijo ella, interrumpiendo sus recuerdos. Sacó un pañuelo de los pliegues de su vestido e intentó secarle el sudor que aún perlaba su frente.

—Yo, hmm —instintivamente evitó su contacto—, sólo seguí tus pautas —ella se mostró sorprendida y un poco confusa por su reacción—. Es evidente que los niños se te dan bien de forma natural —añadió con suavidad, reacio a herirla. No era culpa de ella ser tan sexy. De hecho, ni siquiera creía que estuviera al tanto de ello… lo cual, desde luego, era parte de su atractivo.

—Gracias —estudió su reacción como si también deseara realizar un estudio personal de él. Luego esbozó una sonrisa que sólo cabía llamar esperanzada, lo que hizo que Reo se preguntara si había penetrado su fachada de indiferencia hasta llegar al niño perdido que llevaba dentro—. ¿A qué hora terminas hoy? —preguntó—. Tengo una reunión justo después de la fiesta, pero al terminar me gustaría invitarte a tomar una cerveza por ser tan gran compañero en el ascensor.

Reo se puso tenso. La mayoría de las veces cuando una mujer a la que acababa de conocer se mostraba amigable era por una cuestión de dinero, y no del corazón. ¿Había descubierto la atracción que despertaba en él? ¿Estaba lista para aprovecharla?

—¿Brad…?

Claro. Ella pensaba que era Brad Turner, un compañero de trabajo, lo que significaba que no iba detrás de su dinero. Qué refrescante… tanto que se sintió muy tentado de aceptar la invitación, y al demonio la vulnerabilidad. Luego recordó que no podía.

—Tengo otras obligaciones.

—Oh.

No perdió la sonrisa, pero él percibió la decepción. Sintió una punzada de remordimiento y, sí, también decepción. Comprendió que en ese momento no había nada que prefiriera más que estar con la señorita Rusty. Irían a un pub donde beberían unas copas, bailarían y llegarían a conocerse íntimamente.

¿Íntimamente? ¡Era un desastre hormonal! Y también parecía un idiota. Aturdido, cambió de tema.

—¿Se supone que eres, hmm, Campanilla?

—Inténtalo otra vez —meneó la cabeza.

—¿Un ángel?

—Ni de lejos —estalló en una carcajada incrédula.

—Me… me rindo. ¿Qué eres?

—Una bruja —susurró, con la boca muy cerca de su oído, como si temiera que alguien más pudiera captarlo, aunque ya se hallaban a solas.

—Pero las brujas iban de negro —metió las manos en los bolsillos, para evitar acariciarle el pelo, las mejillas…

—Sólo las malas. Yo soy buena.

—¿Y qué hacen exactamente las brujas buenas? —experimentó un temblor, como si alguien le hubiera pasado un dedo por la columna vertebral.

—Cosas buenas, por supuesto.

—¿Podrías ser un poco más específica? —los ojos de ella resplandecieron con picardía. Esbozó una sonrisa plena. Supo que disfrutaba de ese intercambio infantil tanto como él… y que Dios lo ayudara.

—Más específica… hmmm. Bueno, las brujas buenas proyectan hechizos buenos.

—¿Sí? ¿Qué más?

—Anulan los malos.

—¿Y?

—Preparan pociones de amor.

«Algo que jamás necesitaría», comprendió él, «ya que esa sonrisa tuya es lo único que hace falta para convertir al más frío de los hombres de negocios, yo, en un lunático libidinoso». Era hora de largarse del Edificio Sampson.

—¿Rusty? ¿Vienes? —las palabras sonaron escaleras arriba y los sobresaltaron a los dos.