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Me llamo Lola, tengo diez años y no soporto vivir con mis tíos. Pero me encanta ir a la feria con mi mejor amiga, Ruth. Y, sobre todo, montar en el tren de la bruja, que es nuestra atracción preferida. O era, porque no sé si volveré a subir a ella ni si volveré a ver a Ruth. Desde que llegué a Feriópolis, es todo muy distinto, tan fabuloso que no parece real. Y tú, ¿confiarías en el tren de la bruja?
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Seitenzahl: 119
Veröffentlichungsjahr: 2025
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A Manuel Bragado, mi primer editor.
Mi nombre es Lola, tengo diez años y no soporto a mis tíos. Esto no sería demasiado grave en condiciones normales. Hay muchos niños a los que sus tíos les caen regular, y no pasa nada de nada. Los ves en Navidades, en los cumpleaños y en el resto de reuniones familiares. Lo único que tienes que hacer es disimular. Saludas de pasada y finges que tienes muchísima prisa por ir a tirarte al sofá, encender la tele o acariciar al gato, y así no hablas con ellos más que lo indispensable. No es difícil quitarte de encima a un adulto cuando eres una niña. Tenemos nuestros métodos y son eficaces.
Pero resulta que mis tíos se hicieron cargo de mí cuando era muy pequeña, así que vivo con ellos. No tengo padres, y mis abuelos viven en otra ciudad, que está a cinco horas y cuarenta y cinco minutos en coche.
Es una faena, porque mis tíos y yo lo hemos intentado (yo más que ellos), pero no nos caemos bien. Por eso me gustaría convertirme en pájaro, para poder volar y marcharme lejos de mi casa una noche sin que nadie se diese cuenta. Las alas son más silenciosas que los pies de los humanos y las plumas casi no pesan. Ahí arriba todo es ligero: las nubes, el aire, las hojas que se desprenden de los árboles y empiezan a bailar y a hacer volteretas aprovechando las ráfagas... En cambio, aquí abajo, el mundo pesa toneladas. La tristeza está hecha de piedras. Empuja hacia abajo las lágrimas, los párpados, la cabeza. Por esa razón, la gente que está triste mira siempre en dirección al suelo. Esa es mi teoría, pero no puedo contársela a nadie. Mis tíos me han dicho muchas veces que suelto muchas bobadas, así que hablo poco, pero pienso mucho.
Hoy no es un buen día, aunque tengo la esperanza de que cambie. Me he vuelto a enfadar muchísimo y ha vuelto esa rabia imposible de controlar. Me nace en los dedos de los pies y sube hasta mi cabeza. Es como una bola de fuego que crece dentro de mí y se infla. Es parecido a tragarse un globo. A veces siento que voy a explotar, pero luego nunca sucede. Me he marchado de casa dando un portazo. En mi clase hay un niño que todas las semanas mide lo que crecen las grietas que nacen alrededor del marco de la puerta de su cuarto. Dice que, si das muchos portazos, consigues que todas esas brechas sean como una tela de araña gigante. Él cree que existen unos señores que se dedican a medir el tamaño de las grietas, y que, cuando pasan de una cantidad y de una longitud que nosotros desconocemos, examinan a los padres para comprobar si están haciendo bien las cosas con sus hijos. Así que, cada vez que se enfada, da unos portazos que parecen truenos. Pues eso mismo he hecho yo hoy, después de gritar que ojalá pudiese marcharme de casa para siempre y no volver nunca. Lo dije muy fuerte, para que no hubiese dudas de que estaba furiosa. Así:
–¡OJALÁ PUDIESE MARCHARME DE ESTA APESTOSA CASA PARA SIEMPRE Y NO VOLVER NUNCA!
Nadie me contestó, pero me dio igual. Hay gritos que no necesitan respuesta.
En la calle me esperaba Ruth, que es mi mejor amiga, acompañada de su madre. Me tragué todas las lágrimas que pude, subí a su coche, me puse el cinturón y les dije:
–En mi casa hay truenos. Vayámonos volando de aquí.
Pero los coches no vuelan, y tampoco es posible tragarse todas las lágrimas. Siempre hay alguna que se escapa. Ruth atrapó una que resbalaba por mi mejilla con su dedo índice y me sonrió. Intenté devolverle la sonrisa, pero no me salió. En lugar de eso, le hice una pregunta en bajito, para que su madre no nos oyese:
–¿En la feria venden tíos de recambio?
–Creo que no. ¿Te imaginas que diesen unos de premio en la caseta de los patitos?
–Por cincuenta puntos, unos tíos nuevos. Nuevos y majos. No estaría nada mal.
La madre de Ruth llevaba un buen rato observándome a través del retrovisor, con cara de pescado congelado. Sé que a ella tampoco le caen bien mis tíos, como también sé que nunca lo confesaría.
–¿Estás bien? –me preguntó por fin, en un semáforo en rojo.
–Mi tío ha vendido todos mis libros en una página de trastos y ropa de segunda mano.
Lo dije casi susurrando, como se dice todo lo que da vergüenza. Se hizo un silencio de cementerio.
–¿Qué dices? –Ruth no se lo podía creer.
–Incluso los que había cogido prestados de la biblioteca del cole para pasar el verano, y los que gané en el concurso de cuentos y que todavía no había leído.
–¿Pero por qué ha hecho eso? –quiso saber Ruth, horrorizada.
–No lo sé, ha soltado muchas tonterías: que ocupan demasiado espacio, que acumulan polvo y ácaros y que necesitamos ese dinero para otras cosas más importantes.
–¿Y tu tía?
–Le ha dado la razón. Entré en mi cuarto y las estanterías estaban vacías. A veces lo hacen. No es la primera vez –añadí, todavía más bajito–. Después de las pasadas Navidades, vendieron mi coche teledirigido, mi tamagotchi y mi colección de Baby Skaters. Incluidos los bebés poni.
Ruth se puso colorada y aguantó la respiración con los ojos muy abiertos. Su madre no dijo nada, pero su frente se arrugó como una bola de papel. Antes de bajarnos del coche, se dio la vuelta y me miró a los ojos:
–Quiero que hagas una lista con los títulos de los libros que habías ganado en el concurso, y también de los de la biblioteca del cole.
–Mis tíos los venderán de nuevo –le contesté, adelantándome a sus buenas intenciones.
–Yo misma me encargaré de hablar con ellos para que eso no suceda. Te lo prometo.
Me dieron ganas de preguntarle si quería adoptarme, pero me tragué esa idea, que debió de acabar ahogada entre las lágrimas de antes. Sería la segunda vez que me adoptarían. Pero seguro que esta saldría mejor que la anterior.
En la feria me puse de mejor humor. Es un buen lugar para que se te pase un disgusto. Nada más llegar, la madre de Ruth nos dio a escoger entre algodón de azúcar y helado. Escogimos algodón, y esa fue nuestra primera parada. Yo lo pedí azul y Ruth, rosa. Los adultos dicen que saben igual, que el color no importa, pero el color siempre importa. La señora que atendía el puesto era una gigante con la piel quemada por el sol. Torció la boca cuando la madre de Ruth le dio las buenas tardes y luego se secó el sudor de su tremendo bigote con el brazo. Echó el azúcar de color rosa en su máquina giratoria, agarró un palo y enseguida empezaron a brotar los jirones de algodón. Hacer algodón de azúcar es como hacer magia, y en ese momento pensé que era raro que una persona tan fea pudiese fabricar algo tan bonito. Cuando terminó, me miró a los ojos por primera vez y yo me asusté un poco; me sentí como un cervatillo delante de un tigre.
–Toma, niña.
Lo agarré y me temblaron las piernas, porque seguía observándome muy adentro, con sus ojos de botón, redondos y brillantes, y cara de hambre.
–Parece de otro mundo –me dijo Ruth al oído.
Y estoy segura de que la señora la oyó, porque me miró de nuevo y, por primera y única vez, sonrió. Le faltaban dos dientes y medio. Nos marchamos con nuestros algodones a toda velocidad. La madre de Ruth nos comentaba cosas sobre la tómbola, el bingo, el puesto de churros y patatas fritas, las hamburguesas, las rosquillas... Los olores se mezclaban unos con otros; estábamos dentro de un puchero gigante. Había muchísima gente y todo el mundo parecía contento. Sobre todo, los niños. A mí me gusta ver a los niños contentos, pero también me pone un poco triste, porque me recuerda que yo no soy como ellos.
Delante de la caseta de perritos calientes había una cola bastante larga.
–Tienen una pinta terrible, no sé cómo la gente puede comerse algo así –comentó la madre de Ruth, señalando un bote de cristal hasta los topes de salchichas.
–Mamá, ¿me compras otro? –preguntó en ese momento una niña con la cara embadurnada de kétchup, que estaba acabando de masticar el último bocado.
Ruth y yo nos echamos a reír y nos fuimos corriendo a la zona de las atracciones. Un hombre que iba protestando tropezó conmigo y casi me caigo de morros. En las ferias pasa esto todo el rato: los adultos te pisan y te empujan y ni siquiera se dan cuenta. Y, si se dan cuenta, hacen como si no hubiese sucedido. O como si no existieses.
Al fondo, en un lateral, estaba el castillo hinchable. Es de las atracciones favoritas de los más pequeños. Saltan, gritan como locos y salen de ahí empapados en sudor y felices. A veces pierden algún calcetín, y siempre piensas que, en una de esas caídas, con los cuellos y brazos retorciéndose en posturas que dan bastante susto, alguno se va a romper un hueso, pero luego nunca pasa. De vez en cuando se los traga el hinchable, y tú crees que alguien los ha secuestrado o se han caído a un agujero que conecta con otra dimensión, pero siempre vuelven a aparecer, y entonces puedes oír suspiros de alivio a tu alrededor. Hay padres que hacen guardia controlando sus relojes, preparados para protestar si les roban a sus hijos algún minuto de diversión. El tiempo de las personas que manejan los puestos siempre avanza más despacio que el tiempo de los que compran las fichas. Me fijé en la señora que estaba detrás del mostrador. Era una mezcla entre una morsa y un ogro. Parecía hermana de la del puesto de algodón de azúcar. También a esta le faltaban dos dientes y medio.
–¿Queréis saltar? –nos preguntó la madre de Ruth, como si tuviésemos seis años.
–Ni de broma –le contestó mi amiga.
Nos quedamos hipnotizadas viendo a la gente que viajaba en el SuperRatón, una montaña rusa con los vagones giratorios. Cada vez que los vagones atravesaban la boca del bicho gigante, se oía una voz metálica que repetía: «Que te como, que te como», y después una risa diabólica que me puso los pelos de punta.
–No me monto ahí ni loca. Qué miedo –susurró Ruth.
–Muchísimo miedo –le di la razón, porque la tenía.
Acabamos subiéndonos a la noria. La madre de Ruth se montó con nosotras y me pareció increíble estar tan cerca de las nubes, viendo la feria desde tan arriba y a la gente pequeñita como hormigas. Por un segundo me entraron ganas de agarrarle la mano a la madre de mi amiga y darle las gracias, pero me dio vergüenza y me quedé como estaba.
–Desde aquí todos parecen enanitos. Hasta la giganta hambrienta del puesto de algodón.
Lo dije mientras pensaba en que, desde que habíamos llegado a la feria, se me habían olvidado los truenos de mi casa, lo que habían hecho mis tíos con mis libros, lo mal que me caían esas dos personas casi todo el tiempo. Es como si no me conociesen por dentro, o como si les importase un pimiento. Hay cosas que los niños sabemos porque se notan. Yo sabía que no les gustaba. No les gustaba nada.
Ruth y yo corrimos alrededor de la pista de los coches de choque y aplaudimos viendo cómo dos que eran pilotados por niños se coordinaban para embestir a unos adultos abusones. La música estaba altísima y, para hablar entre nosotras, casi teníamos que gritar. Los altavoces de la Olla Loca competían con los del Saltamontes. No sé cuál estaba más alta y tampoco sé cómo no nos explotaron los tímpanos con semejante volumen. Nos reímos mucho viendo una carrera de camellos porque la locutora era simpatiquísima, y probamos suerte en la caseta de los patitos. Había un montón de premios increíbles, pero nunca te los llevas, aunque saques un lote de puntos. Aun así, es lo segundo que más me gusta de las ferias, empatado con el algodón de azúcar y justo por debajo de la atracción a la que todavía no nos habíamos acercado. Nos estábamos reservando, pero sabíamos que estaba allí, esperando por nosotras como cada año. ¿Cuántos viajes serían esta vez? Sentí nervios, un poco de miedo y, sobre todo, unas ganas incontrolables. Miré a Ruth y supe que había llegado el momento de montarnos en el tren de la bruja.
En el tren de la bruja hay dos payasos que llevan un maquillaje que se va estropeando con el sol a medida que pasan las horas, pero nunca se derrite del todo. También está la vendedora de fichas y, por supuesto, la bruja. Los payasos te lanzan espuma, gastan bromas y se meten todo el rato con el público. No dan miedo exactamente, pero sí algo parecido al miedo. Cuando termina el viaje, hacen formas de animales con globos de colores y te los regalan, pero explotan antes de llegar a casa. La bruja aparece siempre por sorpresa. Sale de una trampilla que hay en lo alto y mueve los brazos como si estuviese creando un conjuro. Cuando se presenta, gritamos muy fuerte. Ella responde chillando todavía más alto y nosotros decimos «¡buaaaaah!» o «¡buuuuuh!» o «¡brujaaaaa!» con todas nuestras fuerzas, que son muchas. Entonces se mete dentro de un hueco cuadrado que hay en la entrada del túnel, empieza a atizarnos en la cabeza con su miniescoba y se nos vuelve loco el corazón. Si consigues quitársela, tienes otro viaje gratis. Hay niños que acaban llorando y no quieren repetir, y otros que se bajan antes de que se termine, porque cuando entras en el túnel pasan cosas: se oyen voces terroríficas que no sabes de dónde salen, hay murciélagos y fantasmas que te dan sustos,