Figuras del cómic - Ivan Pintor Iranzo - E-Book

Figuras del cómic E-Book

Ivan Pintor Iranzo

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Beschreibung

Este libro se propone aproximarse a una perspectiva formal y estructural centrada en la historieta, en los recursos con los que cuenta, los sistemas retóricos desarrollados por el cómic y el modo de mimesis, es decir la manera en la que se crea la ilusión de la reproducción de los acontecimientos que integran el relato. La historieta puede contemplarse en función de tres inscripciones fundamentales: la que surge de su pertenencia a la configuración visual secuencial; la que afecta a su forma plástica y nace de su capacidad para hibridar palabra y escritura y, finalmente, aquella que atañe a su difusión, a su lugar en el consumo de masas. A través del cuerpo de este breve compendio de aspectos formales, se propone una aproximación centrada en la técnica que medie entre la viñeta y los dos despliegues que dan pie a la configuración secuencial: la página y el álbum.

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Sebastià Serrano (Universitat de Barcelona)

Jorge Pedro Sousa (Universidade Fernando Pessoa, Oporto, Portugal)

Maria Immacolata Vassallo (Universidade de São Paulo, Brasil)

Jordi Xifra (Universitat Pompeu Fabra)

Edición

Universitat Autònoma de Barcelona

Servei de Publicacions

08193 Bellaterra (Barcelona)

[email protected]

ISBN 978-84-490-7978-8

Publicacions de la Universitat Jaume I

Campus del Riu Sec

12071 Castelló de la Plana

[email protected]

ISBN 978-84-16546-73-2

Universitat Pompeu Fabra

Departament de Comunicació

Roc Boronat, 138

08018 Barcelona

[email protected]

Publicacions de la Universitat de València

Arts Gràfiques, 13

46010 València

[email protected]

ISBN 978-84-9134-197-0

Primera edición: noviembre 2017

Producción

Servei de Publicacions

de la Universitat Autònoma de Barcelona

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

FIGURAS DEL CÓMIC

1. EL ESTUDIO DE LA FORMA EN LA HISTORIETA: LA VIÑETA

1.1. El modo de imitación

1.2. Las normas: modos históricos y elementos constitutivos

1.3. Dentro de la viñeta

1.3.1. El dibujo y sus características

1.3.1.1. La línea

1.3.1.2. El relleno

1.3.2. El color

1.3.3. Convenciones iconográficas

1.4. La viñeta

1.4.1. El marco y el contorno

1.4.2. La profundidad y la perspectiva

1.4.3. El recorte temporal

2. CONFIGURACIÓN DE LA PÁGINa

2.1. Parámetros de composición espacial

2.1.1. Equilibrio plástico y compositivo

2.1.2. Profundidad de campo

2.1.3. La tira o el espacio intermedio

2.1.4. Equilibrio entre texto e imagen

2.1.5. Equilibrios del hipercuadro

2.1.6. El encaje

2.2. Parámetros de síntesis secuencial

2.2.1. El recorrido múltiple

2.2.2. El blanco intericónico

2.2.3. El subrayado espaciotemporal

2.2.4. Esquemas visuales sincrónicos

2.3. Parámetros de desarrollo temporal

2.3.1. Pregnancia de la viñeta en relación con la página

2.3.2. El pericampo y la discontinuidad

3. EL ORDEN IMPLICADO DE LA PÁGINA

3.1. La autosimilitud

3.2. El orden acausal

3.3. El equilibrio dinámico: Will Eisner y Guido Crepax

3.3.1. Will Eisner

3.3.2. Guido Crepax

4. LA ESCRITURA Y EL EFECTO VENTANA

4.1. Texturas de la escritura

4.2. La resistencia a la articulación entre texto e imagen

4.3. La opacidad del signo gráfico

5. EPÍLOGO

6. ANEXO. LOS MODOS HISTÓRICOS DE NARRACIÓN

6.1. El clasicismo estadounidense

6.2. La edad de oro de la historieta francobelga

6.3. El manga

6.3.1. El manga para todos los públicos y el shōnen manga

6.3.2. El shōjo manga

6.3.3. Los materiales de la historieta y la discontinuidad

BIBLIOGRAFÍA CITADA

A mis padres Claudio y Teresa, y a Cristóbal, mi hermano

A Irene, mi sobrina

A María

Agradecimientos

Este libro no hubiese podido llevarse a cabo sin la colaboración, de muy diversas maneras, de un buen número de personas a las que quiero expresar mi agradecimiento. En primer lugar, mis padres, Claudio y Teresa, y mi hermano Cristóbal. A ellos les debo que me facilitaran desde siempre historietas y que alentaran tanto mi pasión por su lectura como una afición en ocasiones obsesiva por el dibujo; durante la escritura han sido asimismo el apoyo fundamental de su desarrollo en todos los sentidos, su motivo y su razón última. A María Guasch, además, le debo el empujón definitivo para darle forma.

Desde el principio, el estímulo más importante para escribir este libro fue el de Xavier Pérez, amigo y maestro que me hizo percatarme de la importancia de abordar el análisis de la historieta. Las horas pasadas charlando acerca de las numerosas intersecciones entre el cine, la literatura y el tebeo no solo han sido el núcleo sobre el que se ha sostenido la labor realizada, sino también un intenso aprendizaje y el mayor de los placeres. Las páginas que vienen a continuación no hubiesen adquirido la forma definitiva sin los consejos, el estímulo y el caldo de cultivo del Departamento de Comunicación de la Universitat Pompeu Fabra, de amigos y maestros como Jordi Balló y Núria Bou, que contribuyeron con sus opiniones a darle forma, y de Domènec Font, quien, a pesar de no estar, sigue estando.

Asimismo, Alejandro Montiel y los consejos de Gino Frezza, amigo y estudioso capital de la historieta a escala mundial, resultaron un incentivo añadido al esfuerzo por hacer continuas todas mis ideas discontinuas en torno a la historieta. Y, sin duda, fueron sobre todo los alumnos de mis asignaturas quienes me dieron el motivo para dar un cierto orden a todas esas reflexiones.

Si bien algunas conversaciones con dibujantes me han hecho reflexionar sobre lo que sucede en el espacio en blanco entre las viñetas, recuerdo en particular las charlas mantenidas, muchos años antes de abordar el libro, con Moebius y, antes aún, con Hugo Pratt, mientras me contaba el mito de Mû, el continente perdido. Finalmente, una y otra vez he encontrado rostros que me han exhortado a dar forma definitiva a esta labor y que han tenido una influencia especial en ella, compañeros y amigos como Violeta Kovacsics, Fran Benavente, Glòria Salvadó, Gonzalo de Lucas, Manel Jiménez, Santiago Fillol, Carlos Losilla, Sergi Sánchez, Marga Carnicé, Sergi Moreno, Aitor Martos, Alan Salvadó, Manuel Garín, Kiko Sáez de Adana y todos aquellos en quienes he encontrado aliento e intereses compartidos.

Prólogo

El ámbito académico español no cuenta, hasta el momento, con una significativa tradición entorno al estudio de la historieta. Situada en una apasionante encrucijada entre las artes visuales y literarias, desarrollada en paralelo al cine (pero demasiado a menudo a su sombra), a lo sumo ha encontrado acogida en alguna facultad de comunicación o de bellas artes, siempre arropada por el voluntarismo de algún profesor personalmente interesado en la lectura de cómics. Esta flagrante ausencia de troncalidad en los planes de estudio tiene su lógica extensión en una escasísima bibliografía especializada.

Cuando la historieta cobró carta de naturaleza cultural (y, en cierta medida, contracultural), en la eclosión del pop de los años sesenta y setenta, un pequeño núcleo de escritores interesados en la reivindicación y el análisis de la cultura de masas, siguiendo la pauta pionera del estudioso Luis Gasca, incorporó los relatos y las imágenes del cómic a este recorrido cosmopolita que saltaba sin complejos del cine al jazz, de la novela negra a la publicidad, o de la canción ligera al universo de la moda. Algunos libros acabaron singularizando la apuesta por la historieta, y todavía son de referencia. De la aportación primera de Terenci Moix —Los cómics: arte para el consumo y formas pop (1968)— al libro clásico de Javier Coma —Del Gato Félix al Gato Fritz. Historia de los cómics (1979)—, hasta llegar al texto fundamental de Román Gubern (coescrito con Luis Gasca), El discurso de los cómics (1991), se gestó una mínima bibliografía de uso grato y cómplice entre los interesados en el arte de las viñetas. La traducción de algunos otros autores extranjeros (encabezados por Umberto Eco), que estimulaban la posibilidad de convertir el cómic en un campo de referencia para la semiótica y la sociología de masas, contribuyó a una cierta «cultura de la historieta» entre los lectores hispánicos. Pero con estas esporádicas reivindicaciones, y sin un marco académico institucional que les otorgase continuidad sistemática, no se llegó a crear un corpus metodológico suficiente (como sí se iría forjando en el campo del cine), desde el cual articular de manera poliédrica un pensamiento y unos modelos teóricos y analíticos en torno a la historieta.

Es ante esa necesidad perentoria de sistematización de su objeto de estudio que cabe entender el ambicioso planteamiento, y el titánico esfuerzo consiguiente, desplegado por Ivan Pintor Iranzo en Figuras del cómic. Su extraordinaria aportación tiene, entre otras motivaciones de origen, una asumida necesidad docente, pero ultrapasa de largo la función del mero manual divulgativo. Se trataba, para el autor, de fundamentar un programa teórico desde el cual elaborar tan pronto una categorización de los elementos formales del cómic (tal como ya reclamaba Gombrich en 1972, según el propio Pintor nos recuerda), como su inscripción histórica en diferentes escuelas creativas. La actitud, esencialmente aristotélica, se puede parangonar con la que animó a David Bordwell para la elaboración de su totémico libro de referencia, Narration in the Fiction Film, dado que es la clasificación de formas y procedimientos la que permite, mediante una metodología inductiva, afrontar la caracterización de los diferentes modelos narrativos y de su evolución.

Cuatro grandes decisiones del autor explican la fertilidad heurística del conjunto. En primer lugar, la división operativa en dos grandes bloques de transcendencia formal —viñeta y página—, permite dirimir dos diferentes estadios de la organización de un relato secuencial en imágenes, y facilitar el abordaje detallado de los elementos plásticos y narrativos que cada uno de ellos pone en circulación. A través de estas dos unidades de expresión se puede reseguir de forma óptima el arsenal de recursos del sistema del cómic, y la constante relación dialéctica que se establece entre los dos ámbitos.

En segundo lugar, la ejemplificación de cada componente formal no se ciñe a una función ilustrativa: el autor aprovecha para modelar una visión histórica de cómo los diferentes sistemas narrativos de la historieta han tratado cada mecanismo, y evidencia la labor transcendental de sus autores más significativos. Dicho en otras palabras, el estudio de los mecanismos formales de la historieta permite a Ivan Pintor articular un canon razonado de autores y de tendencias.

En tercer lugar, el libro concibe la historieta (denominación que Pintor usa en paralelo a la de «cómic», situando así una expresión genuinamente hispánica en la misma línea de flotación en la que los franceses defienden con naturalidad la bande dessinée o los italianos el fumetto), como un arte esencial del siglo XX. Por ello mismo, las dialécticas creativas que explora se ponen siempre en relación con los debates estéticos que el resto de las artes narrativas y visuales se plantearon simultáneamente. La historieta no aparece como subsidiaria de ninguna de ellas, pero exige ser contemplada a la luz de las grandes transformaciones culturales del siglo en el que desarrolló todo su potencial (exactamente como lo hicieron la fotografía y el cine). Por ello, la lectura del libro nos hace saltar con naturalidad de Seurat a Frank Miller, de Orson Welles a Will Eisner, de Proust a Chris Ware, de Fritz Lang a Jacques Tardi, o de Robert Capa a Vittorio Giardino. También por ello mismo, el cuerpo bibliográfico incorpora tan pronto las principales referencias internacionales en relación con el estudio contemporáneo de la historieta —Daniele Barbieri, Pierre Fresnault-Deruelle, Gino Frezza, Thierry Groonsteen, Benoît Peeters, Jean-Bruno Renard, Thierry Smolderen, Osamu Takeuchi, Jean-Louis Tilleuil…—, como a los grandes pensadores de la modernidad que se han dedicado a la estética en cualquiera de sus manifestaciones —de Benjamin a Agamben, de Arnheim a Balasz, de Warburg a Panofski, de Bergson a Deleuze.

Y en cuarto lugar, la sistemática voluntad del libro de cubrir todas las posibilidades formales del lenguaje del cómic gesta, en el interior de cada capítulo, pequeños ensayos que no pueden ser considerados digresiones, sino reveladoras inmersiones. Así, el epígrafe El recorte temporal incluye un formidable ensayo comparado sobre las respectivas temporalidades de la fotografía y la historieta; el epígrafe sobre la profundidad de campo nos regala una aguda reflexión sobre los límites de este procedimiento en la viñeta aislada y su significativa dependencia del orden secuencial de la página; y el fundamental capítulo La autosimilitud constituye una meditación clarividente sobre los usos de la simetría y la reciprocidad en la organización narrativa de los cómics, que establece un sutil puente conceptual con los principios estructurales (y también perceptivos) de la arquitectura. Son eventuales ejemplos de un insobornable rasgo de identidad del libro: su generosa tendencia a ampliar centrífugamente el pensamiento en todas direcciones, a partir de los componentes más básicos de la disección formal que efectúa.

Que la colección Aldea Global, organizada como plataforma para los estudiosos de la comunicación de un conjunto de universidades con raíces culturales comunes e intereses afines, incorpore a su lista de publicaciones este magnífico tratado sobre las formas del cómic no debería ser un hecho excepcional a partir de ahora. Si el libro ha nacido estimulado tan pronto por un imperativo metodológico como por una necesidad docente, cabría esperar que su aparición estimulase la creación de nuevas asignaturas, programas específicos y proyectos de investigación, así como el crecimiento progresivo de nueva bibliografía. Figuras del cómic podría acabar siendo, en este sentido, una contribución fundamental para que el estudio de la historieta como manifestación cultural contemporánea empiece a ser normalizado en el ámbito de nuestras universidades.

Xavier PérezUniversitat Pompeu Fabra

Introducción

Cualquier quiosco o librería especializada en la venta de historietas muestra una variedad de obras tan amplia que, con frecuencia, hace flaquear la tentativa de esbozar criterios de clasificación y orientación. Evidentemente, es posible discriminar géneros diversos, como puedan ser la historieta de superhéroes, la historieta negra o el tebeo de humor, entre muchas otras posibilidades. Con el curso del tiempo, también se ha hecho frecuente la distinción entre una historieta popular o de consumo y un tipo de obras de difusión más minoritaria. Más versátil, de cara a la distribución comercial, suele ser la filiación con las diferentes tendencias geográficas o nacionales de la producción historietística: historieta japonesa o manga, álbumes europeos o comic-books norteamericanos. Esta clasificación también está muy ligada a las fórmulas de edición y aglutina caracteres comunes de un modo más ordenado, pero si se ahonda en algunos ejemplares tomados al azar, será extraordinariamente difícil establecer algunas categorías que permitan definir y ubicar, más allá del origen, el género y la época, a cada autor y su poética particular.

Incluso en el caso de los nombres más conocidos dentro de la historieta, como puedan ser el pionero Winsor McCay, los maestros de la aventura y el trazo sintético Hergé y Hugo Pratt o el gran creador de fábulas oníricas, Moebius, es posible aventurar preguntas muy elementales que no obtienen fácil respuesta: ¿A qué escuela pertenecen? ¿De qué manera se integra en sus trabajos la narrativa con la plástica? ¿De dónde proceden los recursos que emplean los autores? ¿Qué tradiciones se mezclan en cada obra? ¿En qué proporción se alimenta de los recursos y la historia de la pintura? ¿Qué aspectos y categorías diferencian a unos autores de otros? ¿Con qué formas narrativas literarias pueden relacionarse? ¿Qué red de relaciones temáticas, genéricas, plásticas o intertextuales puede establecerse con otros autores y obras? Evidentemente, estas preguntas se ampliarían, y con ellas el margen de ambigüedad de las posibles respuestas, si se considerase la obra de autores de carácter más experimental, como Alberto Breccia, Martin Vaughn-James, Chris Ware, Art Spiegelman, Edmond Baudoin o Anders Nilsen, que rozan las formas poéticas o bien las fronteras de otras formas expresivas.

A la vista de estos interrogantes, que solo en los últimos años han retomado una vigencia imperiosa a causa de su distribución con el formato de novela gráfica y en grandes superficies, se hace evidente que existe una gran diversidad de formas, géneros y apariencias bajo los cuales puede presentarse un cómic. Los factores que sustentan esa variedad son mayores, incluso, que en el terreno de la pintura, pues a los diferentes rasgos que pueden caracterizar un lienzo se le añaden aquellos otros que atañen al desarrollo espacial de las imágenes, cuya función es, sobre todo, expresar el tiempo de la ficción. Esa posición intermedia en la tradicional pugna entre las artes del espacio y las artes del tiempo exige que la historieta sea definida con respecto a la pintura, por una parte, y la narrativa escrita, por otra. En apariencia, se nutre de ambas artes, aunque en realidad pertenece a una región más amplia de las formas visuales que cabe definir con la expresión configuración secuencial, en torno a la cual hay una marcada limitación de tradición bibliográfica.

Además, algunos de los caracteres de la historieta solo afloran cuando se compara su morfología con la del cine, con el que comparte el carácter visual, el desarrollo en el tiempo y algunos elementos retóricos de la expresión narrativa. La primera y más evidente constatación que cualquier observador puede realizar ante una serie de viñetas es que son imágenes individuales pero forman parte de una totalidad. Por sí misma y aislada de las demás, una sola viñeta no puede revelar demasiado acerca de los mecanismos expresivos de la historieta. A lo sumo, puede exponer las dotes del dibujante para el trazo, el color o la anatomía, pero en ningún caso ofrece pauta alguna con la cual enjuiciar su habilidad para la narración visual. Solo el encuentro entre la visión conjunta de la página y la sucesión de viñetas, circunstancia que se da en el acto de recepción o lectura de cualquier historieta, revela aquello que es cifra e identidad de este modo expresivo: los ritmos, rimas y cadencias que arrastran la mirada del lector a través de las viñetas y, a la vez, le brindan nuevos significados surgidos de la adyacencia de las imágenes y la yuxtaposición de los diferentes elementos gráficos.

De modo objetivo y sin la implicación íntima que brinda la lectura, las viñetas se muestran discontinuas entre sí, ya que están separadas por espacios en blanco y reproducen acciones que no siempre tienen un vínculo causal evidente o directo. Sin embargo, en tanto que apelan a la mirada del lector para reconstruir un universo de ficción homogéneo, invocan una continuidad virtual. La base sobre la que se desarrollan todos los fenómenos de rimas y ritmos visuales que caracterizan a la historieta es, precisamente, esta dialéctica entre continuidad y discontinuidad. En ella reside el principal rasgo de identidad que define el estatuto del tebeo en el conjunto de las prácticas de representación visual. El lugar que le es propio corresponde a una forma de expresión histórica, la narrativa visual secuencial o narrativa gráfica, cuyo pasado es mucho más antiguo que el de la historieta, y se remonta a las cuevas prehistóricas, en primer lugar, y más tarde a las diferentes tradiciones de la pintura narrativa.

Este libro propone un acercamiento al cómic o historieta a partir del estudio de uno de los fenómenos fundamentales que late en su propia substancia expresiva: la pugna entre la discontinuidad visual de las viñetas y la reconstrucción de un continuum imaginario sobre el cual se desarrolla la lectura. La prospección formal, iconográfica y expresiva que se lleva a cabo comporta una aproximación a la dialéctica visual entre continuidad y discontinuidad, un acercamiento a los elementos constructivos y retóricos de la mímesis discontinua de la historieta. Si bien el punto de partida es el conjunto de los elementos que caracterizan el interior de la viñeta y que conectan el dibujo de historieta con la ilustración y la pintura, al abordar la página la especificidad del medio se complica y pone de relieve otros aspectos de la constitución íntima de la viñeta. Junto a los diferentes parámetros de composición espacial, síntesis secuencial y desarrollo temporal, la tendencia a un orden implicado de la página da la pauta de la lectura o aproximación a la narrativa visual que es propia de la configuración secuencial de la historieta y, por consiguiente, de esa lid interminable entre lo continuo, lo discontinuo y la suspensión dialéctica de ambas categorías.

La historieta constituye una parcela de los medios que utilizan la secuencia de imágenes estáticas para comunicar y narrar. Gracias al concepto «configuración secuencial», que constituye el punto de partida de este estudio, es posible incorporar el factor histórico en su definición como un lenguaje visual discontinuo. El tebeo se presenta, en consecuencia, como un medio de masas que, en el siglo XX, ha compartido su imaginario con el del cine, pero a la vez no ha rehusado ampararse en la vasta herencia de la historia de la secuencia narrativa. En un caso y en el otro, la pregunta ¿qué caracteriza a la expresión visual de la historieta? parece tener un mismo corolario: la dialéctica entre continuidad y discontinuidad, que requiere ser estudiada desde un punto de vista capaz de conciliar análisis de la forma, historia y supervivencia de lógicas y estructuras visuales.

En función de ese punto de vista, y del magisterio de autores como Thierry Groensteen y Daniele Barbieri, este libro se propone aproximarse a una perspectiva formal y estructural centrada, metafóricamente, en el historietista, en los recursos con los que cuenta, los sistemas retóricos desarrollados por el cómic y el modo de mimesis, es decir la manera en la que se crea la ilusión de la reproducción de los acontecimientos que integran el relato. La historieta puede contemplarse en función de tres inscripciones fundamentales: la que surge de su pertenencia a la configuración visual secuencial; la que afecta a su forma plástica y nace de su capacidad para hibridar palabra y escritura y, finalmente, aquella que atañe a su difusión, a su lugar en el consumo de masas y su relación con el imaginario temporal que rodea al lector y al autor. A través del cuerpo de este breve y por fuerza incompleto compendio de aspectos formales se intenta trazar una aproximación centrada en la técnica que medie entre la viñeta, esto es, la unidad primera de la tensión entre discontinuidad y continuidad visual, y los dos despliegues que dan pie a la figuración secuencial: la página y el álbum.

Figuras del cómic

Hay pocos autores de cómic que hayan destacado en el campo de la adaptación literaria con la fuerza del francés Jacques Tardi, cuyo sistema de aproximación a la lógica de la adaptación y la reconstrucción histórica ha llegado a constituir un modelo para otros dibujantes, desde la libertad que David B. insufla a su saga ambientada en los años del estado libre del Fiume (1920-1925) acaudillado por Gabrielle d’Annunzio, Por los caminos oscuros (Par les chemins noirs, 2008), hasta el academicismo de Emmanuel Moynot en Suite francesa (Suite française, 2015), una transcripción de la novela de Irène Némirovsky. Al confrontarse con la necesidad de establecer un criterio central sobre la los procedimientos de representación de la experiencia histórica, en particular en sus diferentes crónicas de la Primera Guerra Mundial, Tardi concede una importancia muy consciente al estatuto de la viñeta en relación con la corporeidad de los personajes, con los ritmos que atraviesan la relación de cada pequeño gesto, cada movimiento, y cada vivencia con la Historia.

La primera y más significativa de las adaptaciones literarias llevadas a cabo por Tardi fue Adiós Brindavoine (Adieu, Brindavoine, 1972), con la que convirtió en viñetas una novela propia e inédita. Cuenta la aventura iniciática de un joven reportero parisiense que, a principios de siglo, emprende un viaje hacia Afganistán, cuyas muchas vicisitudes le acaban transformando en un escéptico, capaz de fingirse amnésico para escapar a la Segunda Guerra Mundial. Desde ese primer álbum, Tardi consolidó su estilo, deudor de E. P. Jacobs, del art nouveau, de su interés por la arquitectura del vidrio y el hierro y por la ilustración del siglo XIX, y manifestó su fascinación por la época que va desde finales del siglo XIX hasta la guerra del 14. También desde ese momento compatibilizó dos líneas de trabajo: el desarrollo de series como El demonio de los hielos (Le démon des glaces, 1974) y Adèle Blanc-Sec (1976-1998), dos enrevesados folletines de inspiración decimonónica donde se entreveran innumerables peripecias y se cruzan personajes como el propio Brindavoine, y la adaptación de la obra de novelistas como Jean-Patrick Manchette, Benjamin Legrand, Pennac, Charles Veran o, sobre todo, Léo Malet.

Si bien es lícito, desde la perspectiva de su estudio, atribuir a la historieta un carácter híbrido, para el historietista la cuestión se resuelve en otros términos. La obra de Tardi es uno de los más vivos ejemplos del encuentro y la interpenetración entre literatura e imagen. Emplea, asimismo, el apoyo de la fotografía para ayudarse a perfilar todos y cada uno de los meticulosos decorados de los arrabales urbanos que contemplan las aventuras de sus personajes. Y se acomoda, con rigor e indistintamente, a los patrones de la aventura clásica de la historieta o a los mecanismos de la peripecia impuestos por el folletín clásico, desde Balzac hasta Montepin. Esa atención hacia fuentes tan diversas y el uso de registros fotográficos podría hacer pensar que los dos términos de la hibridación, la palabra y la imagen, resultan perfectamente discernibles en la obra de Tardi. Sin embargo, no es así. La hibridación deviene intimación, y tanto las líneas como los detallados escenarios y todos los aspectos de la puesta en página se convierten en el desarrollo natural de la palabra.

La novela Niebla sobre el puente de Tolbiac (Brouillard au pont de Tolbiac, 1956), de Malet, se abre con la frase «De noche, en el Puente de Tolbiac, un hombre deambula. En su mirada, la locura». En la adaptación de Tardi, publicada en 1981, esas pocas palabras se convierten en una escena hipnótica, donde un homúnculo inspirado en las formas de Munch se recorta sobre el lento ritmo que en la sucesión de viñetas imponen los barrotes de la verja del puente, los arcos metálicos, los casi invisibles travesaños de la vía férrea, metáfora interna de la propia consciencia de la historieta sobre la naturaleza discontinua de sus imágenes. No hay dependencias ni restituciones, a pesar de que el modo de trabajar de Tardi es el de un documentado amanuense acostumbrado a combinar fuentes fotográficas diversas para recrear, con la mayor exactitud, épocas y ambientes, en este caso del distrito XIII de París en plenos años cincuenta.1 En el presente libro, interesa recomponer los elementos de los que Tardi o cualquier otro historietista dispone en su gestión de las convenciones y lenguajes que se adhieren y organizan en torno al mecanismo de la secuencia y su construcción rítmica, en una labor que concilia las necesidades expresivas de la viñeta con la continuidad del relato verbal y el equilibrio a lo largo de la secuenciación.

Para provocar la reconstitución del movimiento y de la dialéctica de la continuidad a partir de la mirada del lector y las imágenes discontinuas, el dibujante parte de un guion, ya sea original o adaptado. Ese guion se complementa, habitualmente, con una imagen clave que define el estilo o los criterios gráficos esenciales que se dispone a emplear. Se acoge, entonces, a un modo de narrar que, en el caso de Tardi, se nutre tanto del clasicismo norteamericano de los años veinte y treinta como de la herencia, también clásica, de la historieta francobelga. Y sopesa, finalmente, aspectos como la modulación de la línea, el sombreado, el dibujo, el color, la viñeta o la composición gráfica de la página. Esos y otros recursos son lo que una perspectiva formalista como la de Boris Eikhenbaum definiría como materiales. De su utilización y desarrollo surgen cuestiones que, bajo esa óptica formal, poseen una naturaleza secundaria: la utilización de la profundidad, el encuadre, la inclusión del texto o la elección del momento representado.

Para el historietista o el dibujante, sin embargo, el carácter secundario de esas cuestiones no significa que surjan en un segundo momento. Como para cualquier artista, para él siempre está vivo el diálogo entre la parte y el todo: entre el trazo y la anatomía del personaje dibujado, entre el equilibrio de la viñeta y el del relato en el que se integra o el del uso de las perspectivas y la cantidad de tiempo que prevé para la lectura de cada imagen. El dibujante, en suma, propone un constante diálogo entre el relato y la imagen fija, entre aquello que se revela continuo y lo que se cierra sobre sí mismo. Por esa razón se ha juzgado necesario abrir este estudio con una descripción de los elementos más relevantes que facilite su ulterior interpretación y su incorporación a la página. Con eso, no obstante, no se persigue pergeñar una morfología, sino realizar una sucinta descripción morfológica y, a la vez, explorar en clave transversal la propia forma de la historieta.

Una descripción de los materiales constructivos de la historieta debe comenzar por los rasgos elementales que cualquier observador puede identificar y que están relacionados con una distinción casi intuitiva entre trazo, texto, viñeta o página. En el caso de Tardi, es posible señalar la estrecha relación entre cada uno de esos rasgos, la puesta en página y la organización temporal de la lectura. En obras como El demonio de los hielos o Adèle Blanc-Sec, lo que importa es la demora que imponen las subtramas, y la página se divide entonces en una cantidad de viñetas notable, que iguala a las que empleaban Hergé (Georges Rémi), Hubinon o E. P. Jacobs. En trabajos como Griffu (1982) o El exterminador de cucarachas (Tueur de cafards, 1984), importa más la cohesión del relato y la clausura entre la primera y la última viñeta, y las subtramas se minimizan. El álbum Yo, René Tardi: prisionero de guerra en Stalag IIB (2012-2014), en el que Tardi relata la historia de su padre durante la Segunda Guerra Mundial en el campo de concentración de Stalag IIB, deja entrar puntuales efectos de suspensión del tiempo. Pero son obras como La guerra de las trincheras (C’était la guerre des tranchées, 1993), Le cri du peuple (2003) — sobre la insurrección de la Comuna de París en 1871— y Puta guerra (Putain de guerre!, 2009), las que ponen al descubierto la sustancia misma de la historieta: el tiempo detenido.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: Niebla sobre el puente de Tolbiac (Brouillard au pont de Tolbiac, 1981), Adèle y la bestia(Adèle et la bête, 1976) y dos páginas de La guerra de las trincheras (C’était la guerre des tranchées, 1993).

De arriba abajo: Le Cri du peuple (2003), Puta guerra (Putain de guerre!, 2009), Yo, René Tardi: prisionero de guerra en Stalag IIB (Moi, René Tardi, prisonnier de guerre au Stalag IIB, 2012-2014).

En esta viñeta de Momias enloquecidas (Momies en folie, 1979) se advierte la tendencia de Tardi a documentar todas y cada una de las acciones en fotografías. El desastre, que en la ficción tiene lugar el 12 de marzo de 1912 a las 21.30 h, toma como modelo un accidente real en el Express Granville-Paris al llegar a la estación Montparnasse el 22 de octubre de 1895. Fotografía del Studio Lévy & Fils, 1895. Abajo, dos páginas de Puta guerra basadas en archivos quirúrgicos de heridas de guerra.

En las imágenes de estas historietas, abismadas en su propia contemplación y suspendidas en el tiempo, puede identificarse el germen de la cuestión de fondo que irá abriéndose paso a lo largo de la aproximación formal de este libro: el modo de aprehensión temporal. Si, en efecto, las enormes viñetas que aparecen en estas obras son comparables, en su calidad de frescos estáticos, con las de Katsuhiro Otomo, Ryochi Ikegami, Andreas (Andreas Martens) en Révélations posthumes (1980) o algunas obras de François Schuiten, Luis García, Alberto Breccia y Joe Sacco —sobre todo en La Gran Guerra (2014)—, que abundan en un criterio fotográfico de la detención, introducen además otra dimensión: la irrupción de la brecha trágica de la realidad y, por consiguiente, de una temporalidad compleja y que solo la plástica y la narración secuencial ofrecen. Formalmente, en La guerra de las trincheras, esta circunstancia se abre camino a través de una exposición muda del horror de la crudísima batalla del Somme de la Primera Guerra Mundial, en la que cada trazo, cada página, renuncia a seducir al lector con la peripecia o el acontecimiento circunstancial y se obliga, por el contrario, a crear una secuenciación escenográfica de orden casi religioso.

En efecto, la semejanza que algunas imágenes de esta obra guardan con las ilustraciones religiosas de Doré o con algunos ejemplos de la plástica bizantina o la imaginería del trecento italiano, muestra a la vez la determinación de renunciar a las estrategias retóricas que consiguen crear continuidad —que Tardi ha demostrado dominar con maestría en la serie Adèle Blanc-Sec— y un consciente y deliberado replanteamiento de la página y la viñeta. La dimensión épica que Tardi insufla en este retrato de la guerra, solo comparable a la del filme Senderos de gloria (Paths of Glory, 1958) de Stanley Kubrick y al estilo fragmentario y turbulento de las novelas Viaje al fin de la noche y De un castillo a otro, de Céline, uno de los autores más adaptados por el dibujante, quiebra deliberadamente los límites que existen entre las nociones de viñeta y página, de modo que se sitúa en el eje de la descripción que se realiza a lo largo del libro y establece una mixtión casi indiscernible entre la composición espacial, la síntesis secuencial y el desarrollo temporal, que, como se verá, son los tres parámetros fundamentales sobre los que se apoya la composición de la página.

Partiendo de la idea de viñeta y hasta llegar a la articulación de la página y la doble página, se invoca, pues, la necesidad de acudir a un bagaje disciplinar que parte del formalismo pero se encamina, a la vez, a definir un paradigma de estudio de imágenes secuenciales tan complejas como las de Tardi. Se hace necesario subrayar, con Walter Benjamin (1926), el sustrato épico de la narrativa secuencial y la propensión de sus imágenes a ser reelaboradas, a mirar tanto como a ser miradas. Cuando se enfrenta a la exploración del recuerdo histórico, el narrador, como afirma Benjamin acerca de Proust, se guía por la capacidad de la imagen para metamorfosearse y esfumarse, y, en el caso de la historieta, eso redunda en un subrayado de la discontinuidad y de la pregnancia de la viñeta en su relación con la página.2 Si «la verdadera imagen del pasado transcurre rápidamente» y «sólo puede retenérsele en cuanto imagen que relampaguea, para nunca más ser vista, en el instante de su cognoscibilidad», de acuerdo con la tesis número cinco de las Tesis de filosofía de la historia, de Benjamin (1992: 180), entonces es en imágenes como las de Tardi donde se dirime la convergencia de todos los recursos formales de la historieta en aras de un análisis minucioso de la dialéctica de la duración, de acuerdo con la expresión de Gaston Bachelard al contravenir las tesis de Henri Bergson sobre la temporalidad.

«La guerra de las trincheras no es un trabajo de historiador […] No se trata de plasmar la historia de la Primera Guerra Mundial en el cómic, sino de una sucesión de situaciones no cronológicas vividas por hombres manipulados e involucrados, visiblemente descontentos de encontrarse donde estaban y con la única esperanza de vivir una hora más, deseosos sobre todo de volver a sus casas […] ¡En una palabra, que la guerra terminara! No hay héroes ni personaje principal en esta lamentable aventura colectiva que es la guerra. Solamente hay un enorme y anónimo grito de agonía», anota Tardi en el prólogo de La guerra de las trincheras,3 y desde ese momento y a lo largo de los cinco bloques discontinuos que la integran se va consagrando a una erosión paulatina del tiempo contenido en el espacio blanco entre las viñetas, con un propósito benjaminiano de rescate de la Historia experimentada en el curso de su duración. Memoria íntima, imágenes suspendidas, declaraciones a cámara de los personajes y una voz en off que ritma todos esos elementos con motivos de la prosa de Céline y Gabriel Chevalier se alían en un continuum visivo donde resulta difícil aislar elementos discretos.

Desde el punteo hipnótico de Niebla sobre el puente de Tolbiac hasta la temporalidad plena y discontinua de las imágenes de La guerra de las trincheras y Le cri du peuple, se perfila un arco de escenas que evolucionan hacia una presentación de la Historia como «objeto de una construcción cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo pleno, ‘tiempo-ahora’».4 A modo de simas en la Historia, esas representaciones en su frecuente brutalidad parecen surgir de ese momento en el que Céline, al sur del castillo de Sigmaringen, donde había llegado siguiendo al régimen de Vichy, sintió un «hilo de la Historia que me traspasa de parte a parte, de arriba abajo, de las nubes de mi cabeza al agujero del culo». Para confrontar y analizar esas imágenes impuras se requiere perfilar algunos rasgos de «esa disciplina que no tiene nombre» (Agamben, 2008) y bajo la que cabe contemplar diversos contextos teóricos y mecanismos de análisis de la imagen, a partir de una mezcla de tradiciones: el análisis formal, la iconología y la hermenéutica simbólica.

Tan amplio y tan diverso es ese marco, que a finales del siglo pasado, Aby Warburg, que fue pionero en la definición del marco de estudios de la iconología, se atrevió asimismo a utilizar el término ciencia de la cultura para denominar dicha confluencia y para bautizar la metodología de sus estudios sobre el Renacimiento.5 Concebir la imagen como vehículo de narración es más que hablar de una forma de expresión híbrida. Es hablar de ella de un modo también híbrido, y esa es la dirección que ha tomado ese territorio lábil del estudio de la imagen, que a lo largo del siglo XX ha ido enriqueciéndose con un bagaje interpretativo procedente de los estudios de la ficción o de las diferentes líneas de avance de la hermenéutica: la que atraviesa la Verdad y el método de Gadamer (1991), la obra de Heidegger y los amplios estudios sobre la narratividad de Ricoeur; o la línea de los estudios del Círculo Eranos, que constituye un verdadero análisis de la dimensión religiosa del ser humano después de la religión y en su relación con las imágenes y la narración.

Tal y como se desprende del ejemplo de las historietas de Jacques Tardi, el elemento último con el que se encuentra la hermenéutica y todos los discursos que acometen el estudio de la narrativa y las imágenes —el eikōn— es el tiempo, en su irreductibilidad significante y en su naturaleza constitutiva del propio pensamiento. Los modos de enfrentarse a la temporalidad constituyen, asimismo, el eje sobre el que puede hacerse descansar la evaluación de las poéticas y corrientes que, en la historieta, han desarrollado recursos diversos para favorecer la continuidad de la narración a partir de los indicios discontinuos que la sustentan o bien para subrayar estos últimos. Ese trayecto, en cualquier caso, comienza por la aproximación a los elementos básicos de la historieta, que es lo que se acomete en las páginas siguientes, partiendo de la constatación y distinción de una serie de modos históricos de narración que deben acompañar a cualquier consideración de orden formal.

1. La novela pertenece a la serie que Malet ha bautizado como «Los nuevos misterios de París». Cada una de las novelas que la integran se desarrolla en uno de los barrios de la ciudad, protagonizada por el detective Néstor Burma, una especie de versión europea de Philip Marlowe.

2. Benjamin, W.,«Una imagen de Proust». En: Imaginación y sociedad. Iluminaciones I. Madrid: Taurus, 1980. P. 16-37. [«Zum Bilde Prousts» (1929).]

3. Prólogo a la edición española (Barcelona: Norma, 2000), p. 7.

4. Según la tesis nº 14 de las Tesis de filosofía de la historia, de Walter Benjamín (1992: 188).

5. La expresión «ciencias de la cultura» en realidad procedía de la obra pionera de Edward Burnett Taylor La cultura primitiva (1871). Sin embargo, fue Warburg quien, como buen discípulo de Burckhardt, se atrevió a aplicarla al estudio concreto del Renacimiento italiano.

1. El estudio de la forma en la historieta: la viñeta

El auge de la historieta en determinadas épocas del siglo XX y su conversión en un arma contracultural en los años sesenta y setenta en el contexto europeo fomentó el deseo de debate en torno al medio. Primero fueron algunos historiadores los que intentaron desentrañar el desarrollo y las tendencias del medio. Más tarde, las escuelas de dibujo empezaron a asumir la tarea docente y establecieron algunos de los elementos constitutivos tomando como modelo la labor de grandes autores y fomentando, asimismo, una norma narrativa implícita y dominante. Finalmente, aparecieron algunas aproximaciones disciplinares y la historieta fue sometida a un progresivo despiece para buscar sus unidades y su naturaleza. Sin embargo, el grueso del análisis de las viñetas se orientó hacia el territorio de la semiótica y hacia la reflexión en torno a la adscripción cultural del tebeo, pero raramente se integró el debate dentro de la tradición de los estudios sobre la narración por una parte y en la historia del arte, por otra.1

Quizá por esta suma de circunstancias, cuando en La imagen visual: su lugar en la comunicación (1972) E. H. Gombrich se lamenta por la ausencia de una tradición de estudio de las complejas convenciones iconográficas de la historieta, lo hace, a la par, de la ausencia de una atención primera hacia su forma, hacia los elementos que, de un modo objetivo, integran el medio y sostienen sus códigos. Si la ficción constituye un discurso representativo que evoca un universo de experiencia, entonces sus mecanismos íntimos se organizan en torno a la actorialización, la espacialización y la temporalización, y en su centro aparece la veladura que muestra un universo coherente y, por consiguiente, capaz de cobijar el misterio. Pero para sostener ese misterio, se necesitan en primer lugar una serie de mecanismos formales, en segundo lugar una agrupación de técnicas narrativas y en tercer lugar los procedimientos relacionados con el modo de mostrar, es decir, aquellos que estudia la iconografía.

Siguiendo la recomendación de Gombrich, convendrá estimar en primer lugar los elementos formales que constituyen la historieta para iniciar un viaje al principio del cual cabe situar la idea de morfología, que, según Goethe, posee la propensión de constituir una ciencia particular y que, en su afán por la disección de las partes, constituye el punto de partida de las tentativas formalistas. Es un formalista, Boris Eikhenbaum, quien señala de un modo más sintético la necesidad de delimitar la noción de forma para poder definir el objeto analizado: «Con la evolución de la técnica y la concienciación de las múltiples posibilidades del montaje, se estableció la distinción —necesaria y específica de cada arte— entre material y construcción. En pocas palabras, surgió el problema de la forma».2 La forma es el motivo de investigación que resurge con mayor insistencia a lo largo del conjunto de los trabajos formalistas, desde Yury Tynianov hasta Adrian Piotrovski o Víctor Sklovski.

El punto de partida que toma Sklovski cuando decide evaluar la noción misma de forma es la definición que Kant ofrece de la música como forma pura, «constituida por una serie de sonidos diversos por intensidad y por timbre, es decir, de sonidos altos y bajos que se suceden alternadamente. Estos sonidos están reunidos en grupos, y entre cada uno de esos grupos se establece una determinada relación. En la obra musical no hay nada más» (Sklovski, 1971: 28). Conforme a esta referencia, Sklovski decide comparar literatura y cine, del mismo modo que un siglo y medio antes y en otros términos Lessing había comparado poesía y pintura. La singularidad de la propuesta de Sklovski es que, bajo su punto de vista, la especificidad de cada forma de expresión no estriba tanto en elementos estructurales como materiales, cuestión en la cual coincide con muchos literatos, como por ejemplo Victor Hugo, para quien lo difícil no es dominar el arte de la rima, sino «rellenar de poesía la distancia entre las rimas», es decir, dominar el material específico de la forma expresiva.3

Pero ante la imagen, la secuencia de imágenes y la secuencia cinematográfica, Sklovski se encuentra con un problema fundamental: por lo general, la expresión precede al signo. Esta circunstancia, que se acusa todavía más en el caso del cine a causa del vínculo ontológico que este guarda con la realidad, constituyó un escollo productivo para la teoría formalista, ya que animó a teóricos como Tynianov a investigar el salto que media entre el material y la sintaxis. Para comprender el salto entre el material y los mecanismos de la expresión, acuñó las nociones de construcción y principio constructivo, y afirmó que aquello que caracteriza a cualquier representación es la desvinculación del objeto representado de su base de reproducción material en la realidad: «En una narración, Chejov muestra a un niño que dibuja un gran tipo y una casita. Tal vez es así cómo procede el arte: la dimensión es desvinculada de su base de reproducción material para transformarse en uno de los signos semánticos del arte».4 El interrogante que surge de inmediato tras esa afirmación es cómo se produce la ruptura en cada medio y, por lo que respecta al presente estudio, en aquellos que parten de la secuencia como modelo de configuración.

La historieta, como la pintura y a diferencia del cine, no reproduce la realidad mediante un artificio técnico. Tiende, en consecuencia, hacia una codicidad más fuerte, que Gombrich, tomando como referencia la búsqueda formalista de la especificidad de cada medio, ha intentado delimitar en Expresión y comunicación (1962: 57): «La expresión de la emoción se produce mediante síntomas (tales como el rubor o la risa) que son naturales y no aprendidos; la comunicación de la información, mediante signos o códigos (tales como el lenguaje o la escritura) que se basan en convenciones […] Nuestra habla hace uso de símbolos convencionales que han de aprenderse, pero el tono de voz y la velocidad de pronunciación sirven como salida para algunos síntomas de emoción que pueden ser captados incluso por niños pequeños o animales […] Si queremos mirar el arte desde el punto de vista de la comunicación y la expresión, debemos empezar, pues, por colocarlo en algún punto entre esos extremos. Los símbolos y emblemas tradicionales que hallamos en la pintura religiosa pertenecerían a uno de los aspectos; los síntomas de emoción que creemos detectar en las pinceladas del pintor, al otro aspecto».

Tynianov y Sklovski coinciden en señalar que el material que sustenta la secuencia cinematográfica es el movimiento-acción, una definición que prefigura la noción de imagen-movimiento merced a la cual el filósofo Gilles Deleuze (1984, 1987) trabara un complejo sistema de aproximación filosófica a la secuencia de imágenes eligiendo el tiempo como núcleo central de toda su meditación. El movimiento-acción constituye, pues, el material sobre el que se establece la forma, y esta genera su propio contenido. Los caracteres ideológicos o simbólicos, no excluidos del formalismo, son puros fenómenos de la forma. De acuerdo con teóricos neoformalistas como David Bordwell y Kristin Thompson, este modo de concebir la forma expresiva se encuadra en el marco histórico de las aportaciones de Eisenstein, Kulechov, Dziga Vertov y la vanguardia soviética, y definen el criterio general que rige su metodología teórica como un punto de vista que no se basa en la estética sino en la técnica (techné-centered), en los materiales básicos de la labor artesanal, «the basic materials of the artisan’s craft» (Bordwell y Thompson, 1993: 112).

1.1. El modo de imitación

Conforme a la perspectiva basada en la técnica, la historieta se caracteriza por emplear materiales muy semejantes a los del dibujo y la ilustración, por situarse en un estado intermedio de codificación como el que postula Gombrich para la pintura. La sintaxis de sus recursos expresivos se organiza, además, en función del criterio del movimiento y la acción. No obstante, en un nivel de profundidad mayor aparece sustentada por la configuración visual secuencial, cuyos condicionamientos no admiten ser abordados desde una perspectiva exclusivamente centrada en la forma, aunque sí en la técnica, si se concibe esta noción de un modo amplio. En cualquier caso, los diferentes rasgos formales del dibujo y la pintura se reiteran en la historieta conforme a un principio constructivo elemental y discernible, si bien se hace necesario integrar la aproximación formal a la historieta en un doble marco: el que ofrece su propio modo de imitación, basado en la articulación de imágenes discontinuas, y la configuración de normas históricas para paliar la discontinuidad.

Para definir este concepto, resulta indispensable retrotraerse hasta las fuentes platónicas. Por imitativa, Platón entiende la poesía que depende de leyes propias de verosimilitud y no de verdad, y marca un rechazo hacia todo punto de partida imitativo. Al distinguir tres grados de imitación —en primer lugar, la esencia del objeto; en segundo lugar, la realización material del objeto, y en tercer lugar, la imitación de la realización material, que es responsabilidad del artista y se resuelve en pura apariencia—, Platón subraya sobre todo que crear una imagen es seleccionar algunos rasgos de la realidad y no realizar un duplicado. En la historieta, esa cuestión acrisola un valor más importante, si cabe, que en la pintura, ya que es necesario que esa selección llegue al máximo posible, para que «la acumulación de trazos» no estorbe a la narración. Por eso, y siguiendo a Aumont (1992: 107), resulta necesario distinguir entre la representación, la duplicación, la ilusión y el simulacro para alcanzar, finalmente, a aproximar el modo de imitación de la historieta.

La representación, en términos estrictos, es el proceso por el cual se instituye un representante que, en cierto contexto limitado, ocupará el lugar de lo que representa. Así, se puede entender que, una vez establecido ese pacto inicial, sea posible leer historietas experimentales como las de los grupos Bazzoka o OuBaPo, en las que un objeto puede asumir el papel protagonista. Asimismo, ese mecanismo intrínseco de la representación es el que sostiene historietas como The Long and Unlearned Life of Roland Gethers (1993), donde Shane Simmons teje todo un relato de más de siete mil viñetas a partir del diálogo entre dos pequeños puntos. Atendiendo a ciertos casos límite como el mencionado pero dentro del ámbito de la pintura, Nelson Goodman refuta en Los lenguajes del arte (1974) el carácter motivado de la representación, y sostiene que se trata de un fenómeno esencialmente arbitrario. Aparece, además, como un problema derivado de la denotación y, en última instancia, de la simbolización.

La ilusión, por otra parte, es el límite de duplicidad al que tiende la representación entendida en un sentido estricto como mímesis. Se trata de la cualidad que durante siglos se atribuyó a pintores como Zeuxis, pero por encima de cualquier otro a Apeles, el pintor de la corte de Alejandro Magno, elogiado por Plinio el Viejo y del cual no se ha conservado obra alguna. La era del cine y la fotografía ha permitido ordenar todas esas cuestiones en torno a otra noción: la analogía, que inviste a la imagen del valor duplicado del espejo y de la cualidad de mapa, ya que la imitación de la naturaleza pasa por esquemas mentales múltiples. A diferencia de los autores más antiguos —Wölfflin, Riegl, Berenson— y enfrentado a problemas nuevos, Gombrich ha evaluado una cuestión que ostenta una estrecha relación con las anteriores y que posee una importancia determinante para la historieta: la cualidad sustitutivo-material de la imagen.

Así, en «Meditaciones sobre un caballo de juguete o Las raíces de la forma artística» (1998), Gombrich parte de la reflexión acerca de un caballito de madera para desarrollar un trayecto teórico que deja atrás tanto la noción que postula la imagen como una estrecha reproducción de la realidad como la contraria, en la que el artista es señor de todas las cosas y no adeuda nada a la realidad. El caballo de juguete, una tosca cabeza labrada en la punta de un palo de escoba, no reproduce la forma externa de un caballo, tal como requeriría la definición que los diccionarios ofrecen de imagen y de representación. El niño que juega con ese objeto y lo denomina caballo es consciente de que no reproduce con fidelidad al animal, y por supuesto no lo contempla dentro de la clase de los caballos. «El palo no es un signo que signifique el concepto caballo, ni es el retrato de un caballo individualizado. Por su capacidad para servir como sustitutivo, el palo se convierte en caballo por derecho propio» (Gombrich, 1998: 2). André Malraux (1947) se ha referido de un modo similar a las representaciones religiosas, donde el fenómeno es más obvio, ya que el artista medieval era consciente de que el crucifijo no era Jesucristo ni un muerto, cuando formaba parte de una tumba, sino que lo representaba con un grado de sustitución igual al que comenta Gombrich.

A causa de su inherente condición narrativa y su disposición secuencial, la tensión entre representación y sustitución en la historieta difiere de la que caracteriza a la imagen única. Su valor se desplaza, de modo natural, hacia la mostración. Por consiguiente, apenas existan unos trazos, manchas o volúmenes reconocibles, aunque su figuración no sea muy acusada, el lector tendrá la sensación de asistir a una escenificación dinámica, como en el ejemplo mencionado de Shane Simmons. Pero las viñetas no solo registran una natural tendencia hacia la diegetización, sino también hacia la pura ilusión transparente. Tanto es así, que resulta muy difícil subrayar o hacer conscientes ciertas convenciones, como la de los globos o filacterias, que, a primera vista, pueden parecer muy artificiosas. En una historieta dibujada por Greg y titulada «Pour faire une bonne bande dessinée, que faut-il?», el célebre y orondo personaje cómico Aquiles Talón requiere la ayuda de un accesorista, versado en las filacterias, para que corrija la suya.5 El atrecista se acerca con una escalera de mano, descuelga el bocadillo de Talón y lo recorta de tal manera que mantenga las proporciones y se acomode al estilo visual del relato.

Componer los globos como piezas sólidas en el estudio parece ser, como señala de un modo cómico Gennaux en L’homme aux phylactères (1987), el secreto para cocinar una buena historieta. Este juego expresivo, que Thierry Groensteen (1990) ha denominado «travestismo del código», subraya los propios rasgos de la historieta a partir de la reproducción, distanciada y humorística, de un mecanismo teatral o cinematográfico. Gracias a él, Greg expone una característica de gran relevancia en la historieta: la suspensión de la incredulidad adquiere en ella un régimen particularmente severo de absorción del lector. Aunque la selección de rasgos a la que se refiere Platón sea extremadamente depurada, la ilusión y la duplicidad se sobreponen a cualquier otra percepción. Así, en la plancha del 14 de julio de 1940 de Bringing Up Father, del dibujante George McManus, el divertido padre de familia que la protagoniza y le da título pasea por la casa, aburrido y con insomnio. Y, antes de volver a la cama, concluye mirando al lector: «He telefoneado a McManus, pero todavía no se ha despertado! Así que no sé qué hacer…».

También uno de los padres de la historieta europea, Alain Saint-Ogan, el maestro de Hergé en cuestiones de estilo gráfico, emplea esta permeabilidad entre la ficción y la realidad. En una de sus planchas de 1928 se presentaba a sí mismo como personaje, diciéndole al protagonista de la tira, Puce: «Monsieur Puce… C’est moi qui raconte vos aventures dans Dimanche Illustré. J’espère que vous voudrez bien me donner quelques détails inédits». Esta idea de que el mundo posible de la historieta se extiende mucho más allá de los espacios entre viñetas la han sabido plasmar con particular acierto el guionista Christian Godard y el dibujante Ribera en un tebeo de ocho páginas titulado «Je suis un héros de bande dessinée» (1970). En ella, describen la labor cotidiana del historietista como una rutina, que cada mañana le conduce a unos estudios poblados por técnicos, iluminadores y encargados de vestuario. Allí, los actores posan durante horas, estáticos, mientras el dibujante concluye la viñeta, y algunos encargados se ocupan de las filacterias, globos o bocadillos que contienen los textos que surgen de la boca de los personajes.

Esa misma idea de infiltrar realidad y viñetas y de utilizar excusas como el código cinematográfico para hacer posible que la historieta se enfrasque en sí misma ha permitido al guionista Tiziano Sclavi desarrollar una extraordinaria serie, con ayuda del dibujante Atilio Micheluzzi: Roy Mann (1987) tiene como protagonista a un dibujante de historietas que posee el poder de incorporarse a sí mismo a los tebeos que dibuja para la revista Historias Increíbles, pero la discontinuidad obra como un trampantojo a medio camino entre historieta y cine. El marco de la viñeta, en todos estos casos, simula otro código, o se traviste con los atributos de otra forma expresiva, la de la cámara cinematográfica, y apela en consecuencia a la analogía. Uno de los ejemplos más bellos y sutiles de esta simulación analógica se encuentra en el álbum Rencontres (1984), una historieta del detective Alack Sinner a cargo de los argentinos José Muñoz y Carlos Sampayo. En el interior de una viñeta aparecen representadas, una junto a la otra y sobre la misma línea de fuga, dos escenas simultáneas: un asesinato que tiene lugar en la calle y la mano del dibujante, que reproduce el dramático acontecimiento mientras tiene lugar ante sus ojos, sobre la superficie de la página.6

Muñoz-Sampayo, Alack Sinner, Encuentros y reencuentros (1984).

La historieta, sin embargo, no mantiene ningún vínculo fotográfico con los objetos reales, ni tampoco posee la capacidad de reproducir el movimiento en el curso de su duración, como hace el cine. Este conserva y embalsama situaciones que imponen su propio tiempo, un tiempo ya acontecido que, a través de la proyección, convierte las apariencias en figuras de la ausencia, en espectros rescatados del reino de las sombras, tal como dijera Máximo Gorki del cine tras ver una primera proyección en 1896.7 Por el contrario, las viñetas no tienen tiempo propio sino que se confían al que les otorgue el lector, y casos como los anteriores —bien se trate de rebeliones de los personajes dignas de dramaturgos como Luigi Pirandello o Samuel Beckett, bien de simulaciones de la analogía foto-cinematográfica— muestran que ha tendido a priorizar la ilusión y la duplicidad por encima de cualquier otra cualidad, sobre todo en el marco de los modos históricos que serán descritos en el siguiente apartado.

Más excepcionales resultan casos en los que la autorreflexividad no se encarna en el simulacro de otro código, sino que juega con la propia materia de la expresión de la historieta. Se trata, de hecho, de casos de despojamiento del código en el sentido que daban a esta expresión los formalistas rusos y que preserva Thierry Groensteen (1990): un alejamiento puntual entre los procedimientos expresivos y su motivación habitual o, como quería Benveniste, una falta de coincidencia entre la historia y el discurso a causa de la pérdida de transparencia y transitividad de este último. Un ejemplo de las muchas modalidades que posee ese despojamiento lo ofrecen Alfredo Castelli y Alessandrini & Filipucci en una de las más singulares entregas de la serie Martin Mystère. Il mystero delle nuvole parlanti es una historieta concebida para conmemorar el centenario oficial de la historieta, en 1996, en la que se produce un efecto fantástico de vaciado del código y de separación entre la historia narrada y el discurso creado cuando Martin y su fiel compañero Java, un neandertal rescatado de las fauces del pasado, transitan por una acumulación de viñetas que homenajean historietas históricas, desde Hogan’s Alley (1894), de Richard Felton Outcault, hasta Batman (1939), de Bob Kane, pasando por Krazy Kat (1913-1944), de George Herriman, o El príncipe Valiente (1937), de Harold Foster.

El encuentro con la sucesión de viñetas se revela, finalmente, justificado por el relato a través de la existencia de un supuesto parque temático llamado Cartoonland