Flores cortadas - Karin Slaughter - E-Book
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Flores cortadas E-Book

Karin Slaughter

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Beschreibung

Karin Slaughter, autora aclamada internacionalmente, regresa con un thriller psicológico sofisticado y escalofriante en el que, mezclando turbios secretos, fría venganza y una inesperada posibilidad de absolución, nos presenta a dos hermanas que, tras haber perdido el contacto, han de unir fuerzas para desvelar la verdad acerca de las espantosas tragedias que, separadas por veinte años, destrozaron sus vidas. Hermanas. Desconocidas. Supervivientes. Han pasado más de dos décadas desde que Julia, la hermana mayor de Claire y Lydia, desapareció sin dejar rastro a los 19 años. Algún tiempo después, ellas dejaron de hablarse y tomaron caminos opuestos. Claire se había convertido en la decorativa y ociosa esposa de un millonario de Atlanta. Lydia, madre soltera, salía con un expresidiario y se esforzaba por llegar a fin de mes. Ninguna de las dos, sin embargo, se había recuperado del horror y la tristeza de su tragedia compartida: una herida atroz que se reabrió cruelmente al morir asesinado el marido de Claire. La desaparición de una joven y el asesinato de un hombre de mediana edad, separados casi por un cuarto de siglo. ¿Qué relación podía haber entre ambos hechos? Tras alcanzar una tregua precaria, las hermanas supervivientes miraron al pasado en busca de la verdad y comenzaron a desenterrar los secretos que destruyeron a su familia y a descubrir una posibilidad de redención y venganza allí donde menos lo esperaban. Flores cortadas es un thriller magistral de una de las mejores escritoras de suspense del panorama literario actual. La versión de papel contiene la precuela Arrancada, el ebook de ésta lo encontrarás en nuestra web. _____________ Hay tres cualidades de Karin Slaughter que me encantan: sus personajes, la manera de detallar la historia y la capacidad de crear ambientes óptimos y originales. Flores cortadas es un thriller muy intenso. Lleno de acción, de valentía y con muchos giros. Diseñados para engatusar a los lectores y sumergirles en la lectura completamente. Es potente, conmovedora: brillante y desgarradora a la vez. La vívida prosa de Slaughter mantendrá a la mayoría de lectores despiertos y ansiosos. Papel de tinta Concebida para el ocio y disfrute del lector aficionado a los géneros de intriga, pero bien escrita y dotada de sutiles innovaciones técnicas, como esos argumentos más arbóreos, otro uso del flash-back que enriquecen los puntos de vista narrativos, y de paso al propio género. El Periódico Un thriller completamente adictivo, con una trama fantástica. Con muchos giros inesperados y bastante acción. Muy recomendable. Fantasy violet Unthrillerpsicológico con tintes de novela negra que cuenta con todas las claves para mantenernos atentos a cada uno de sus capítulos. Un argumento elaborado repleto de intriga y acción, aparte de la tensión y la curiosidad que genera en el lector la evolución de la historia.Letras en vena Todo va sucediendo sin que sea demasiado atropellado, dejándonos sentir esa angustia que sienten Lidia y Claire. De verdad que llegas a sentir angustia, porque es tan buena la forma en la que lo transmite la autora que cala en ti. Creo que tiene un componente psicológico brutal. Una historia muy muy buena, con detalles, personajes muy bien logrados, tanto que parecía que recreaban las escenas ante ti. Intriga, traiciones, muertes, sexo, y un final que es de infarto. Te deseo un libro

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Karin Slaughter

© 2015, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Título español: Flores cortadas

Título original: Pretty Girls

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Traductor: Victoria Horrillo Ledesma

Diseño de cubierta: Gonzalo Rivera

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock

 

ISBN: 978-84-16502-07-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Carta

Dedicatoria

Cita

Parte I

Capítulo 1

Capítulo 2

Parte II

Capítulo 3

Capítulo 4

Parte III

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Parte IV

Capítulo 10

Capítulo 11

Parte V

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Parte VI

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Parte VII

Notas

 

 

Para Debra

 

 

Una mujer singularmente bella es fuente de terror.

Carl Jung

I

 

Al principio, cuando desapareciste, tu madre me advirtió que descubrir qué te había pasado exactamente sería peor que no llegar a saberlo nunca. Discutíamos constantemente sobre ese tema, porque en aquella época discutir era lo único que nos mantenía unidos.

—Saber los detalles no lo hará más fácil —me avisaba ella—. Los detalles te harán pedazos.

Yo era un hombre de ciencia. Necesitaba hechos. Quisiera o no, mi mente no paraba de generar hipótesis: secuestrada; violada; profanada.

Rebelde.

Esa era la teoría del sheriff, o al menos su excusa cuando le exigíamos respuestas que no podía darnos. En el fondo, a tu madre y a mí siempre nos había gustado que fueras tan terca y tan apasionada a la hora de defender tus convicciones. Cuando desapareciste, comprendimos que esas cualidades, atribuidas a un chico, lo retrataban como una persona inteligente y ambiciosa. En cambio, aplicadas a una chica, se consideraban problemáticas.

—Siempre hay chicas que se escapan.

El sheriff se había encogido de hombros como si fueras una chica cualquiera, como si, pasada una semana, un mes o incluso un año, fueras a volver a nuestras vidas ofreciéndonos una disculpa desganada acerca de un chico al que habías seguido o de una amiga a la que habías acompañado en un viaje a ultramar.

Tenías diecinueve años. Legalmente ya no nos pertenecías. Eras dueña de tus actos. Pertenecías al mundo.

Aun así, organizamos partidas de búsqueda. Seguimos llamando a los hospitales, a las comisarías y a los albergues para indigentes. Pegábamos carteles por toda la ciudad. Llamábamos a las puertas. Hablábamos con tus amigos. Inspeccionamos edificios abandonados y casas quemadas en los barrios bajos de la ciudad. Contratamos a un detective privado que se llevó la mitad de nuestros ahorros y a una médium que se llevó casi todo lo restante. Apelamos a los medios de comunicación, pero perdieron interés al ver que no había detalles truculentos de los que informar incansablemente.

Esto es lo que sabíamos: estabas en un bar. No bebiste más de lo normal. Les dijiste a tus amigos que no te encontrabas bien y que ibas a volver andando a casa y, según dijeron después, esa fue la última vez que te vieron.

Con el paso de los años hubo muchas confesiones falsas. El misterio de tu desaparición atrajo a una caterva de sádicos. Ofrecían detalles que no podían probarse, pistas imposibles de seguir. Pero al menos eran sinceros cuando los pillaban. Los médiums, en cambio, siempre me culpaban a mí de no poner suficiente empeño.

Porque yo nunca dejé de buscarte.

Entiendo por qué tu madre se dio por vencida. O al menos tenía que fingir que se había dado por vencida. Tenía que rehacer su vida, aunque no fuera por sí misma, por lo que quedaba de la familia. Tu hermana pequeña todavía estaba en casa. Era callada y esquiva y se juntaba con chicas que podían convencerla para que hiciera cosas que no debía hacer. Como ir a un bar a escuchar música y no volver nunca más.

El día que firmamos los papeles del divorcio, tu madre me dijo que su única esperanza era que algún día encontráramos tu cuerpo. A eso se aferraba: a la idea de que algún día, por fin, pudiera depositarte en el lugar de tu eterno descanso.

Yo le dije que podíamos encontrarte en Chicago o en Santa Fe, o en Portland, o en alguna comuna de artistas a la que te habías marchado porque siempre fuiste un espíritu libre.

A tu madre no le sorprendió oírme hablar así. Era una época en la que el péndulo de la esperanza aún iba y venía entre nosotros, de modo que algunos días tu madre se metía en la cama vencida por la pena y otros regresaba a casa después de ir de compras con una camisa o una sudadera o unos vaqueros que te regalaría cuando volvieras con nosotros.

Recuerdo claramente el día en que perdí la esperanza. Estaba trabajando en la clínica veterinaria del centro. Alguien trajo un perro abandonado. Daba pena ver al pobre animal, saltaba a la vista que lo habían maltratado. Era un labrador blanco, pero tenía el pelo ceniciento por la intemperie. Tenía cúmulos de pinchos clavados en las ancas y llagas en la piel pelada, donde se había rascado o lamido demasiado, o esas otras cosas que intentan hacer los perros para tranquilizarse cuando se quedan solos.

Pasé un buen rato con él para que se diera cuenta de que no corría peligro. Dejé que me lamiera el dorso de la mano. Dejé que se acostumbrara a mi olor. Cuando se calmó, empecé a examinarlo. Era un perro viejo, pero hasta hacía poco había tenido los dientes bien cuidados. La cicatriz de una operación indicaba que en algún momento le habían tratado una lesión en la rodilla, cuidadosamente y sin reparar en gastos. El maltrato evidente que había sufrido el animal aún no había dejado huella en su memoria muscular. Cada vez que le acercaba la mano a la cara, sentía el peso de su cabeza sobre la palma.

Miré los ojos tristes del perro y mi mente se llenó de imágenes de la vida del pobre animal. No tenía modo de conocer la verdad, pero mi corazón sabía de algún modo lo que había ocurrido. No lo habían abandonado. Se había escapado o se había soltado de su correa. Sus dueños se habían ido a hacer la compra, o de vacaciones, y de alguna manera (por culpa de una verja que alguien había dejado abierta accidentalmente, o de una puerta que la persona encargada de cuidar la casa había dejado entornada sin mala intención, o bien porque el propio perro había saltado una valla), esta criatura amada se había encontrado deambulando por las calles sin saber qué camino tomar para volver a casa.

Y un grupo de chavales o un monstruo incalificable, o una mezcla de ambas cosas, lo había encontrado y había convertido la mascota mimada en un animal torturado.

Al igual que mi padre, yo había consagrado mi vida a curar animales, y sin embargo aquella fue la primera vez que asocié las cosas terribles que la gente les hace a los animales con las cosas aún más terribles que les hace a otros seres humanos.

Hete allí la marca de una cadena al desgarrar la carne, el daño causado por patadas y puñetazos. Hete allí el aspecto que presentaba un ser humano cuando se perdía en un mundo que no le mimaba, que no le quería, que le impedía volver a casa.

Tu madre tenía razón.

Los detalles me destrozaron.

1

 

El restaurante del centro de Atlanta estaba vacío, salvo por un hombre de negocios sentado a solas en el reservado del rincón y un barman que parecía creer que dominaba el arte de la conversación seductora. La hora punta de antes de la cena estaba empezando su lenta ascensión. En la cocina entrechocaban platos y cubiertos. El cocinero vociferaba. Un camarero soltó una risa ahogada. El televisor de encima de la barra vertía una lenta y constante andanada de malas noticias.

Claire Scott intentaba ignorar el martilleo incesante del ruido mientras permanecía sentada a la barra, tomando despacio su segunda agua con gas. Paul llevaba diez minutos de retraso. Él nunca llegaba tarde. Normalmente llegaba con diez minutos de antelación. Era una de esas cosas por las que Claire siempre le tomaba el pelo, pero que en realidad le hacían mucha falta.

—¿Otra?

—Claro.

Claire sonrió educadamente al barman. No había dejado de intentar trabar conversación con ella desde que se había sentado a la barra. Era joven y guapo, lo que debería haber sido halagador y sin embargo solo la hacía sentirse muy vieja, no porque lo fuera, sino porque había notado que, cuanto más se aproximaba a los cuarenta, más le irritaba la gente que estaba en la veintena. Le hacían pensar constantemente en frases que empezaban por «cuando yo tenía tu edad...».

—La tercera. —La voz del barman adoptó un tono provocativo mientras volvió a llenarle el vaso de agua con gas—. Le estás dando fuerte.

—¿Sí?

Él le guiñó un ojo.

—Avísame si necesitas que te lleve a casa.

Claire se rio porque era más fácil que decirle que se apartara el pelo de los ojos y volviera a clase. Consultó de nuevo la hora en su teléfono móvil. Paul llegaba ya doce minutos tarde. Empezó a ponerse catastrofista: atracado a mano armada, arrollado por un autobús, aplastado por un trozo desprendido del fuselaje de un avión, secuestrado por un loco...

Se abrió la puerta, pero no era Paul, era un grupo de gente. Vestían todos de oficina, pero con aire informal. Seguramente eran empleados de alguno de los edificios de oficinas de los alrededores que querían tomar una copa temprana antes de marcharse a sus casas en las afueras o meterse en el sótano de las de sus padres.

—¿Estás siguiendo ese asunto? —El barman señaló con la cabeza hacia el televisor.

—No, la verdad —contestó Claire, aunque había seguido la noticia, naturalmente. No se podía encender la tele sin oír hablar de la adolescente desaparecida. Dieciséis años. Blanca. Clase media. Muy bonita. La gente no parecía indignarse tanto cuando desaparecía una fea.

—Qué tragedia —comentó el barman—. Es tan guapa...

Claire volvió a mirar su teléfono. Paul llegaba trece minutos tarde. Hoy precisamente. Era arquitecto, no neurocirujano. No había ninguna emergencia tan urgente como para que no pudiera dedicar dos segundos a mandarle un mensaje o hacerle una llamada.

Empezó a dar vueltas a su anillo de boda alrededor del dedo, una costumbre nerviosa en la que no había reparado hasta que Paul se la hizo notar. Habían estado discutiendo por algo que a ella en aquel momento le parecía de vital importancia. Ahora, en cambio, no se acordaba de qué era, ni de cuándo había tenido lugar la discusión. ¿La semana anterior? ¿El mes pasado? Conocía a Paul desde hacía dieciocho años y llevaba casi otros tantos casada con él. No quedaban muchos temas sobre los que pudieran discutir con cierta convicción.

—¿Seguro que no te apetece algo un poco más fuerte? —El barman sostenía una botella de Stoli, pero estaba claro lo que estaba insinuando.

Claire soltó otra risa forzada. Conocía desde siempre a aquel tipo de hombre. Alto, moreno y guapo, con ojos chispeantes y una boca que se movía como la miel. A los doce años, habría garabateado su nombre por todo su cuaderno de matemáticas. A los dieciséis, habría dejado que le metiera mano por debajo de la sudadera. A los veinte, habría dejado que le metiera mano donde quisiera. Y ahora, a los treinta y ocho, solo quería que se esfumara.

—No, gracias —dijo—. El agente que supervisa mi libertad condicional me ha aconsejado que no beba a no ser que vaya a estar en casa toda la noche.

Él le dedicó una sonrisa, dando a entender que no había captado la broma.

—Una chica mala. Eso me gusta.

—Deberías haber visto la pulsera que llevaba en el tobillo. —Le guiñó un ojo—. Ya se sabe: el negro está de moda, es el nuevo naranja[1].

Se abrió la puerta. Paul. Claire sintió una oleada de alivio al verlo acercarse.

—Llegas tarde —dijo.

Él la besó en la mejilla.

—Perdona. No tengo excusa. Debería haberte llamado. O mandado un mensaje.

—Sí, deberías.

—Glenfiddich —le dijo él al barman—. Solo, sin hielo.

Claire vio como el joven le servía el whisky a su marido con una profesionalidad nunca vista hasta entonces. Su anillo de casada, sus suaves intentos de quitárselo de encima y su abierto rechazo habían sido obstáculos insignificantes comparados con la tajante realidad de aquel beso en la mejilla.

—Señor .—Puso la copa delante de Paul y se fue al otro extremo de la barra.

Claire bajó la voz:

—Se ha ofrecido a llevarme a casa.

Paul miró al joven por primera vez desde que había entrado en el bar.

—¿Quieres que le dé un puñetazo en la nariz?

—Sí.

—¿Me llevarás al hospital cuando me lo devuelva?

—Sí.

Su marido sonrió, pero solo porque ella también sonreía.

—Bueno, ¿qué tal sienta estar sin ataduras?

Claire se miró el tobillo desnudo. Casi esperaba ver un hematoma o una marca allí donde había estado la gruesa tobillera negra. Hacía seis meses que no se ponía una falda en público, el mismo tiempo que había llevado el dispositivo de vigilancia por orden judicial.

—Sienta bien, como la libertad.

Paul enderezó la pajita que había junto a la copa de Claire, poniéndola en paralelo a la servilleta.

—Te siguen constantemente la pista con el teléfono y el GPS del coche.

—Pero no pueden mandarme a la cárcel cada vez que apago el teléfono o salgo del coche.

Paul quitó importancia al asunto con un encogimiento de hombros. Aun así, Claire pensó que tenía razón.

—¿Qué hay del toque de queda?

—Lo han levantado. Si no me meto en líos en el próximo año, borrarán mis antecedentes y será como si nunca hubiera ocurrido.

—Como por arte de magia.

—Gracias a un abogado muy caro, más bien.

Él sonrió.

—Ha salido más barato que la pulsera de Cartier que querías.

—No, si le añades los pendientes. —No debían bromear sobre aquel asunto, pero la alternativa era tomárselo muy en serio—. Es raro —dijo Claire—. Sé que el monitor ya no está ahí, pero sigo sintiéndolo.

—La teoría de la detección de señales. —Paul volvió a enderezar la pajita—. Tus sistemas de percepción están predispuestos a sentir que el monitor toca tu piel. Es muy común que la gente tenga esa sensación con el teléfono móvil. Lo notan vibrar cuando no está vibrando.

Eso era lo que pasaba cuando una estaba casada con un loco de la tecnología.

Paul miró el televisor.

—¿Crees que la encontrarán?

Claire no respondió. Miró la copa que sostenía su marido. Nunca le había gustado el sabor del whisky, pero que le dijeran que no debía beber le daba ganas de salir de farra una semana entera.

Esa tarde, ansiosa por tener algo que contar, le había dicho a la psiquiatra nombrada por el juzgado que detestaba que le dijeran lo que tenía que hacer. «¿Y quién no?», había contestado aquella mujer rubicunda en tono de ligera incredulidad. Claire se había puesto colorada, pero había preferido no decirle que ella lo soportaba menos que la mayoría de la gente y que, si había acabado yendo al psiquiatra por orden del juzgado, era precisamente por eso. No iba a darle la satisfacción de confesárselo.

Además, la propia Claire solo se había percatado de ello cuando le habían puesto las esposas.

—Idiota —se había dicho en voz baja mientras una agente la conducía al coche patrulla.

—Eso constará en mi informe —le había espetado la agente con aspereza.

Ese día eran todas mujeres, agentes de policía de diversas formas y tamaños con gruesos cinturones de cuero alrededor de la voluminosa cintura cargados con toda clase de aparatos mortíferos. Claire tenía la impresión de que las cosas le habrían ido mucho mejor si al menos una de ellas hubiera sido un hombre, pero por desgracia no había sido así. Allí era donde la había conducido el feminismo: al asiento trasero de un coche patrulla pegajoso, con la faldita del traje de tenis subiéndosele por los muslos.

En la cárcel, se había llevado su anillo de casada, su reloj y los cordones de sus zapatillas una mujer corpulenta con un lunar entre las cejas peludas cuyo aspecto general le recordó a un chinche. No tenía pelos en el lunar, y a Claire le dieron ganas de preguntarle por qué se molestaba en depilarse el lunar y no las cejas, pero perdió su oportunidad, porque otra mujer, esta alta y estirada como una mantis religiosa, la condujo a la sala siguiente.

La toma de las huellas dactilares no se parecía nada a lo que había visto por la tele. En lugar de tinta, tuvo que presionar con los dedos sobre una placa de cristal sucio para que las crestas de sus huellas quedaran digitalizadas y grabadas en un ordenador. Por lo visto las suyas eran unas crestas muy suaves, porque tuvo que repetir la operación varias veces.

—Menos mal que no he robado un banco —dijo, y añadió para que la funcionaria entendiera que era una broma—: Ja, ja.

—Presione uniformemente —contestó la mantis religiosa mientras le arrancaba las alas a una mosca.

Le hicieron la fotografía policial sobre un fondo blanco, con una regla mal calibrada a la que le faltaban claramente dos centímetros y medio. Se preguntó en voz alta por qué no le habían pedido que sujetara un letrero con su nombre y su número de interna.

—Plantilla de Photoshop —dijo la mantis religiosa en un tono de aburrimiento que indicaba que no era la primera vez que le hacían aquella pregunta.

Fue la única fotografía de su vida en la que no le pidieron que sonriera.

Luego, otra policía que, por romper la pauta, tenía nariz de pato, llevó a Claire a la celda de detención donde, curiosamente, no era la única mujer vestida con traje de tenis.

—¿Por qué te han detenido? —le preguntó la otra reclusa vestida de tenista. Parecía muy dura y nerviosa, y saltaba a la vista que la habían detenido mientras jugaba con otro tipo de pelotas.

—Por asesinato —contestó Claire, que ya había decidido que no iba a tomarse aquello en serio.

—Hey. —Paul había acabado de tomarse su whisky y estaba indicándole al camarero que le pusiera otro—. ¿En qué estás pensando?

Ella soltó un largo suspiro.

—Estoy pensando en que seguramente tú has tenido un día peor que el mío si vas a pedir otra copa.

Paul rara vez bebía. Era algo que tenían en común. A ninguno de los dos le gustaba sentir que perdía el control, de ahí que pasar por la cárcel hubiera sido un auténtico fastidio, ja, ja.

—¿Va todo bien? —le preguntó Claire.

—Ahora sí. —Le frotó la espalda con la mano—. ¿Qué te ha dicho la psiquiatra?

Claire esperó a que el barman volviera a su rincón.

—Ha dicho que no estoy siendo muy franca respecto a mis emociones.

—Eso no es propio de ti en absoluto.

Se sonrieron. Otra vieja discusión que ya no merecía la pena tener.

—No me gusta que me psicoanalicen —repuso Claire, y se imaginó a su psiquiatra encogiéndose de hombros exageradamente y preguntando «¿Y a quién sí?».

—¿Sabes en qué he estado pensando hoy? —Paul la tomó de la mano. Tenía la mano áspera. Se había pasado todo el fin de semana trabajando en el garaje—. En lo mucho que te quiero.

—Tiene gracia que un marido le diga eso a su mujer.

—Pero es la verdad. —Se llevó su mano a los labios—. No me imagino cómo sería mi vida sin ti.

—Más ordenada —respondió ella, porque siempre era Paul quien estaba recogiendo zapatos abandonados y diversas prendas de vestir que debían estar en el cesto de la ropa sucia y que, sin saber cómo, acababan tiradas delante del lavabo del cuarto de baño.

—Sé que ahora mismo las cosas están siendo difíciles —dijo él—. Sobre todo con... —Ladeó la cabeza hacia el televisor, que mostraba una nueva fotografía de la chica de dieciséis años desaparecida.

Claire miró la pantalla. Era una chica realmente guapa. Delgada y atlética, con el pelo oscuro y ondulado.

—Solo quiero que sepas que yo siempre voy a estar a tu lado —dijo Paul—. Pase lo que pase.

Claire sintió un nudo en la garganta. A veces daba por descontado a Paul. Era la ventaja de un matrimonio largo. Pero sabía que lo quería. Que lo necesitaba. Paul era el ancla que le impedía ir a la deriva.

—Tú sabes que eres la única mujer a la que he querido —añadió él.

Claire sacó a relucir el nombre de su predecesora de la universidad:

—Ava Guilford se quedaría de piedra si te oyera decir eso.

—No bromees. Estoy hablando en serio. —Se inclinó para tocar la frente de Claire con la suya—. Eres el amor de mi vida, Claire Scott. Lo eres todo para mí.

—¿A pesar de mi historial delictivo?

Él la besó. La besó de verdad. Claire notó el sabor del whisky y un leve aroma a menta, y sintió una oleada de placer cuando él le acarició con los dedos la cara interna del muslo.

Cuando pararon a tomar aire, dijo:

—Vámonos a casa.

Paul se acabó el whisky de un trago. Dejó algo de dinero sobre la barra. Aún llevaba la mano apoyada sobre la espalda de Claire cuando salieron del restaurante. Una racha de viento frío agitó el bajo de su falda. Paul le frotó el brazo para mantenerla caliente. Caminaban tan pegados que Claire sentía su aliento en el cuello.

—¿Dónde has aparcado?

—En el aparcamiento —respondió ella.

—Yo en la calle. —Le dio sus llaves—. Llévate tú mi coche.

—No, vamos juntos.

—Ven aquí. —Tiró de ella hacia un callejón y la apretó de espaldas contra la pared.

Claire abrió la boca para preguntar qué mosca le había picado, pero él comenzó a besarla. Deslizó la mano bajo su falda. Ella sofocó un gemido, no porque la hubiera dejado sin respiración, sino porque el callejón no estaba a oscuras, ni la calle vacía. Veía a hombres trajeados pasar cerca de ellos: volvían la cabeza, observaban la escena hasta el último instante. Así era como la gente acababa saliendo en Internet.

—Paul... —Le puso la mano en el pecho, preguntándose qué había sido de su marido, siempre tan formal, al que le parecía una extravagancia hacerlo en la habitación de invitados—. La gente nos está mirando.

—Vamos ahí detrás. —La tomó de la mano y se adentró en el callejón.

Claire lo siguió, pisando una alfombra de colillas. El callejón tenía forma de T: se cruzaba con otro que servía de salida trasera a varias tiendas y restaurantes. La situación no mejoró mucho. Claire se imaginó a los pinches de cocina apostados en las puertas abiertas con un cigarrillo en una mano y un iPhone en la otra. Y, aunque no hubiera espectadores, había multitud de razones por las que no debía hacer aquello.

Aunque, por otro lado, a nadie le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer.

Paul la condujo al otro lado de una esquina. Claire dispuso de un momento para echar un vistazo al callejón desierto antes de sentir la espalda apretada contra otra pared. La boca de Paul cubrió la suya. La agarró por el culo. Lo deseaba tanto que ella también comenzó a desearlo. Cerró los ojos y se dejó llevar. Sus besos se hicieron más ansiosos. Él le bajó las bragas. Claire lo ayudó, estremeciéndose porque hacía frío y era peligroso, pero estaba tan excitada que ya nada le importaba.

—Claire... —le susurró él al oído—. Dime que te gusta.

—Me gusta.

—Dímelo otra vez.

Sin previo aviso, le dio la vuelta. La pared de ladrillo raspó la mejilla de Claire. Paul la apretaba contra el muro. Ella empujó hacia atrás. Él gruñó creyendo que le estaba provocando, pero Claire apenas podía respirar.

—Paul...

—No os mováis.

Claire entendió las palabras, pero su cerebro tardó unos segundos en darse cuenta de que no procedían de su marido.

—Date la vuelta.

Paul comenzó a girarse.

—Tú no, gilipollas.

Ella. Se refería a ella. Claire no podía moverse. Le temblaban las piernas. Apenas podía sostenerse en pie.

—He dicho que te des la vuelta de una puta vez.

Paul la agarró suavemente de los brazos. Ella se tambaleó cuando le dio la vuelta lentamente.

Había un hombre justo detrás de Paul. Llevaba una sudadera con capucha negra, con la cremallera subida hasta justo por debajo del cuello grueso y tatuado. Una siniestra serpiente de cascabel se curvaba sobre su nuez, enseñando los colmillos en una sonrisa malévola.

—Las manos arriba —dijo el desconocido, haciendo oscilar la boca de la serpiente.

—No queremos problemas. —Paul había levantado las manos. Estaba muy quieto. Claire lo miró. Él asintió una vez con la cabeza para darle a entender que todo saldría bien, cuando saltaba a la vista que no sería así—. Tengo la cartera en el bolsillo de atrás.

El hombre sacó la cartera con una sola mano. Claire supuso que en la otra sostenía una pistola. Lo vio con el ojo de la imaginación: una pistola negra y reluciente, apretada contra la espalda de Paul.

—Toma. —Paul se quitó el anillo de boda, el de la universidad y el reloj. Un Patek Philippe. Se lo había regalado ella hacía cinco años. Llevaba sus iniciales grabadas en la parte de atrás—. Claire —dijo él con voz forzada—, dale tu cartera.

Claire miró a su marido. Sentía en el cuello el latido insistente de su arteria carótida. Paul tenía una pistola apretada contra la espalda. Los estaban atracando. Eso era lo que estaba pasando. Era real, estaba ocurriendo de verdad. Se miró la mano, moviéndola lentamente porque estaba aterrorizada y en estado de shock y no sabía qué hacer. Sus dedos aferraban aún las llaves del coche de Paul. Las había tenido en la mano todo el tiempo. ¿Cómo iba a hacer el amor con Paul sosteniendo todavía las llaves del coche?

—Claire —repitió Paul—, saca tu cartera.

Ella dejó caer las llaves en su bolso. Sacó su cartera y se la dio al hombre.

Él se la metió en el bolsillo y volvió a extender la mano.

—El teléfono.

Claire sacó su iPhone. Todos sus contactos. Sus fotos de las vacaciones de los últimos dos años. Saint Martin. Londres. París. Múnich.

—El anillo también.

El ladrón miró a un lado y otro del callejón. Claire hizo lo mismo. No había nadie. Hasta las calles laterales estaban vacías. Seguía con la espalda pegada a la pared. La esquina que daba a la calle principal estaba a la distancia de un brazo. Había gente en la calle. Montones de gente.

El hombre adivinó lo que estaba pensando.

—No seas idiota. Quítate el anillo.

Claire se quitó el anillo de casada. No pasaba nada por perderlo. Tenían seguro. Y ni siquiera era el anillo original. Lo habían comprado hacía años, cuando Paul por fin terminó su periodo de prácticas y aprobó el examen que le permitía ejercer como arquitecto.

—Los pendientes —ordenó el ladrón—. Venga, zorra, muévete.

Claire se llevó la mano al lóbulo de la oreja. Habían empezado a temblarle las manos. No recordaba haberse puesto los pendientes de diamantes esa mañana, pero de pronto se vio delante del joyero.

¿Sería su vida pasando ante sus ojos: vacuos recuerdos de cosas?

—Date prisa. —El hombre agitó la mano libre para que espabilara.

Claire se esforzó torpemente por desabrochar el cierre de los pendientes. Temblaba tanto que notaba los dedos embotados e inservibles. Se vio a sí misma en Tiffany, eligiendo los pendientes. Su treinta y dos cumpleaños. Paul la miró como diciendo «¿Te puedes creer que estemos haciendo esto» cuando la dependienta los llevó a la sala secreta donde se efectuaban las transacciones más caras.

Claire dejó caer los pendientes sobre la mano abierta del atracador. Estaba temblando. Su corazón latía como un tambor.

—Ya está. —Paul se dio la vuelta. Apretó la espalda contra Claire. Tapándola. Protegiéndola. Tenía todavía las manos en alto—. Ya lo tienes todo.

Claire pudo ver al atracador por encima del hombro de su marido. No sostenía una pistola. Era un cuchillo. Una cuchillo largo y afilado, con el borde aserrado y un gancho en la punta, como los que usaban los cazadores para destripar a un animal.

—No hay nada más —añadió Paul—. Váyase.

El hombre no se movió. Miraba a Claire como si acabara de encontrar algo mucho más valioso que sus pendientes de treinta y seis mil dólares. Sus labios se tensaron en una sonrisa. Llevaba una funda de oro en uno de los dientes delanteros. Claire se fijó en que la serpiente del tatuaje también tenía un colmillo dorado.

Y comprendió que aquello no era un simple atraco.

También lo entendió Paul.

—Tengo dinero —dijo.

—No me digas.

El hombre le asestó un puñetazo en el pecho. Claire sintió el impacto en su propio pecho. Los omóplatos de Paul se le clavaron en la clavícula, su cabeza le golpeó en la cara, y se dio un cabezazo contra la pared de ladrillo.

Quedó aturdida un momento. Delante de sus ojos estallaban estrellas. Notó un sabor a sangre en la boca. Pestañeó. Miró hacia abajo. Paul se retorcía en el suelo.

—Paul...

Alargó los brazos hacia él, pero sintió una punzada de dolor en el cuero cabelludo. El hombre la había agarrado por el pelo. Tiró de ella por el callejón. Claire tropezó. Rozó el asfalto con la rodilla. El hombre siguió adelante, casi corriendo. Ella tuvo que doblarse por la cintura para aliviar el dolor. Se le rompió un tacón. Intentó mirar atrás. Paul se agarraba el brazo como si le estuviera dando un ataque al corazón.

—No —susurró ella, y se preguntó por qué no estaba gritando—. No, no, no.

El hombre seguía tirando de ella. Claire oía el pitido de su propia respiración. Notaba los pulmones llenos de arena. El hombre la estaba llevando hacia la bocacalle. Había allí una furgoneta negra en la que no se había fijado antes. Claire le clavó las uñas en la muñeca. Él le tiró de la cabeza. Ella tropezó otra vez. El hombre volvió a tirar de ella. El dolor era espantoso, pero no era nada comparado con el terror. Tenía ganas de gritar. Necesitaba gritar. Pero la certeza de lo que iba a pasar le cerraba la garganta. Aquel hombre iba a llevarla a algún sitio en su furgoneta. A algún lugar solitario. A algún sitio horrible del que tal vez no volvería a salir.

—No... —suplicó—. Por favor... No... No...

Él la soltó, pero no porque se lo hubiera pedido. Se giró bruscamente, con el cuchillo por delante. Paul se había levantado y corría hacia ellos. Soltó un grito gutural al lanzarse al aire.

Sucedió todo muy deprisa. Demasiado deprisa. El tiempo no se ralentizó para que Claire pudiera contemplar el forcejeo de su marido segundo a segundo.

Paul podría haber vencido a aquel individuo en la cinta de correr, habría resuelto una ecuación antes de que al otro le diera tiempo a afilar su lápiz, pero su rival tenía sobre él una ventaja que no se enseñaba en la universidad: sabía pelear con un cuchillo.

Se oyó solo un silbido cuando la hoja laceró el aire. Claire esperaba que hiciera más ruido: un chasquido súbito y sordo cuando la punta curvada cortó la piel de su marido. Un chirrido cuando el borde aserrado atravesó sus costillas. Un roce cuando la hoja separó tendón y cartílago.

Paul se llevó las manos a la tripa. El mango de madreperla del cuchillo asomaba entre sus dedos. Se tambaleó hacia atrás, contra la pared, la boca abierta, los ojos abiertos casi cómicamente. Llevaba su traje de Tom Ford azul marino, que le quedaba estrecho de hombros. Claire había tomado nota de que había que ensancharlo, pero ahora era ya demasiado tarde, porque la sangre había empapado la chaqueta.

Paul se miró las manos. La hoja estaba hundida hasta la empuñadura, casi equidistante entre su ombligo y su corazón. La sangre floreció en su camisa azul. Parecía asombrado. Estaban los dos en estado de shock. Se suponía que iban a cenar temprano para celebrar que Claire había salido indemne de su paso por el sistema de justicia criminal, no que iba a desangrarse en un callejón húmedo y frío.

Claire oyó pasos. El Hombre Serpiente estaba huyendo, sus anillos y sus joyas le tintineaban en los bolsillos.

—¡Socorro! —dijo en un susurro, en voz tan baja que apenas oyó su propia voz—. ¡So-socorro! —tartamudeó.

Pero ¿quién podía ayudarlos? Paul era siempre quien traía ayuda. Quien se ocupaba de todo.

Hasta ahora.

Se deslizó por la pared de ladrillo y se sentó de golpe en el suelo. Claire se arrodilló a su lado. Movía las manos delante de sí, pero no sabía dónde tocarlo. Dieciocho años queriéndole, dieciocho años compartiendo su cama. Le había puesto la mano en la frente para comprobar si tenía fiebre, le había enjugado la cara cuando estaba enfermo, había besado sus labios, sus mejillas, sus párpados, incluso le había abofeteado de pura rabia, pero ahora ni sabía dónde tocarlo.

—Claire...

La voz de Paul. Conocía su voz. Se acercó a su marido. Lo envolvió con los brazos y las piernas. Lo acercó a su pecho. Pegó los labios a un lado de su cabeza. Sintió cómo el calor iba abandonando su cuerpo.

—Por favor, Paul. Ponte bien. Tienes que ponerte bien.

—Estoy bien —contestó él, y pareció verdad hasta que dejó de serlo.

El temblor empezó en las piernas y se convirtió en una violenta sacudida cuando se extendió al resto de su cuerpo. Le castañetearon los dientes. Sus párpados aletearon.

—Te quiero —dijo.

—Por favor —susurró ella escondiendo la cara en su cuello. Sintió el olor de su aftershave. Notó el roce de un trozo de barba que esa mañana, sin darse cuenta, se había dejado sin afeitar. Allá donde le tocaba, tenía la piel muy, muy fría—. Por favor, no me dejes, Paul. Por favor.

—No voy a dejarte —prometió él.

Pero la dejó.

2

 

Lydia Delgado miró el mar de animadoras adolescentes que ocupaba el suelo del gimnasio y dio gracias para sus adentros porque su hija no fuera una de ellas. No es que tuviera nada en contra de las animadoras. Tenía cuarenta y un años. Su época de odiar a las animadoras había pasado hacía mucho tiempo. Ahora solo odiaba a sus madres.

—¡Lydia Delgado!

Mindy Parker siempre saludaba a todo el mundo por su nombre y su apellido, con un retintín triunfante al final: «¿Ves lo lista que soy? ¡Me sé el nombre completo de todo el mundo!».

—Mindy Parker —repuso Lydia en un tono varias octavas más bajo.

No podía evitarlo. Siempre había ido a la contra.

—¡El primer partido de la temporada! Creo que este año nuestras chicas de verdad pueden hacer algo.

—Desde luego —convino Lydia, aunque todo el mundo sabía que iba a ser una masacre.

—Bueno... —Mindy enderezó la pierna izquierda, levantó los brazos por encima de la cabeza y se estiró hacia las puntas de los pies—. Necesito la autorización firmada de Dee.

Lydia iba a preguntarle a qué autorización se refería, pero se contuvo.

—Mañana te la doy.

—¡Estupendo! —Dejó escapar un gran chorro de aire al cambiar de postura. Con sus labios fruncidos y su acusado prognatismo, a Lydia le recordaba a un proyecto de bulldog francés.

—Ya sabes que no queremos que Dee se sienta excluida. Estamos tan orgullosas de nuestras estudiantes becadas...

—Gracias, Mindy. —Lydia compuso una sonrisa—. Es muy triste que tenga que ser lista para entrar en Westerly, en vez de tener simplemente un montón de dinero.

Mindy también compuso una sonrisa.

—Bueno, genial, ya me darás mañana esa autorización.

Apretó el hombro de Lydia al empezar a subir a saltitos las gradas, de vuelta con las otras madres. O Madres, con mayúscula, como las llamaba Lydia para sus adentros, porque se estaba esforzando para no volver a utilizar la expresión «hijas de mala madre».

Buscó con la mirada a su hija por la cancha de baloncesto. Sintió un momento de pánico que casi le paró el corazón, pero entonces vio a Dee de pie en una esquina. Estaba hablando con Bella Wilson, su mejor amiga, mientras se pasaban una pelota.

¿De verdad aquella jovencita era su hija? Hacía dos segundos le había estado cambiando los pañales. Después había girado la cabeza un momentito y, al volver a mirar, Dee tenía diecisiete años. Faltaban menos de diez meses para que se marchara a la universidad. Para horror de Lydia, ya había empezado a hacer el equipaje. La maleta que tenía en el armario estaba tan llena que la cremallera no cerraba del todo.

Lydia parpadeó para disipar las lágrimas, porque no era normal que una mujer adulta llorara por una maleta. Pensó en la autorización que no le había dado su hija. Seguramente el equipo iba a salir a cenar, y a Dee le preocupaba que Lydia no pudiera permitirse ese gasto. Su hija no entendía que no eran pobres. Sí, habían pasado estrecheces años antes, mientras ella intentaba sacar adelante su peluquería canina, pero ahora estaban firmemente instaladas en la clase media, que era más de lo que podía decir la mayoría de la gente.

Simplemente no eran ricas al estilo Westerly. La mayoría de los padres de la Academia Westerly podían permitirse pagar treinta mil dólares al año por mandar a sus hijas a un colegio privado. Podían ir a esquiar a Tahoe en Navidad, o alquilar un avión privado para viajar al Caribe. Pero aunque Lydia nunca podría darle esos lujos a Dee, podía permitirse que su hija fuera a Chops y pidiera un puto bistec.

Naturalmente, tendría que buscar una forma menos hostil de hacérselo entender a su hija.

Metió la mano en su bolso y sacó una bolsa de patatas fritas. La sal y la grasa le procuraron una oleada instantánea de placer, como dejar que un par de tabletas de Xanax se derritieran en la lengua. Esa mañana, al ponerse los pantalones del chándal, se había dicho a sí misma que iba a ir al gimnasio, y había estado cerca, pero solo porque había un Starbucks en el aparcamiento. Acción de Gracias estaba a la vuelta de la esquina. Hacía un frío que pelaba. Lydia se había tomado uno de sus raros días libres. Se merecía empezarlo con un café con leche aromatizado con especias y caramelo. Y le hacía mucha falta la cafeína. Tenía que hacer tantas cosas antes del partido de Dee... Ir a la compra, a la tienda de piensos, a Target, a la farmacia, al banco, y luego regresar a casa para dejarlo todo y volver a salir porque tenía cita con su peluquera, porque ya era tan mayor que no podía simplemente cortarse el pelo: tenía que pasar por el tedioso proceso de teñirse las canas que le salían entre el cabello rubio si no quería parecer una prima lejana de Cruella de Vil. Eso por no hablar de los otros pelos que también necesitaban atención.

Se llevó los dedos al labio superior. La sal de las patatas fritas hacía que le escociera la piel enrojecida.

—Dios bendito —masculló, porque había olvidado que esa mañana le habían hecho la cera en el bigote, y que la chica había usado un nuevo astringente, y que el astringente le había provocado un fuerte sarpullido en el labio superior, de modo que, en vez de tener un par de pelos aquí y allá, ahora tenía un auténtico bigotazo rojizo.

Se imaginó a Mindy Parker informando de ello a las Madres: «¡Lydia Delgado con una erupción en el bigote!».

Se metió otro puñado de patatas en la boca. Masticó ruidosamente, sin importarle que le cayeran migas en la camisa o que las Madres la vieran atiborrándose de carbohidratos. En otra época había puesto más empeño. Pero eso había sido antes de cumplir los cuarenta.

La dieta del zumo. El ayuno del zumo. La dieta sin zumo. La de la fruta. La del huevo. Un gimnasio. Otro. Cardio de cinco minutos. Cardio de tres minutos. La dieta de South Beach. La de Atkins. La paleodieta. Aerobic… Su armario contenía un verdadero almacén de fracasos: zapatillas de zumba, de cross training, botas de montaña, címbalos de danza del vientre y un tanga que no había llegado a ponerse para ir a una clase de baile en barra en la que una de sus clientas tenía una fe ciega.

Sabía que tenía sobrepeso, pero ¿de verdad estaba gorda? ¿O solo estaba gorda según el criterio de Westerly? De lo único de lo que estaba segura era de que no estaba flaca. Salvo durante un breve paréntesis al final de su adolescencia y a principios de la veintena, siempre había tenido problemas de peso.

Esa era la turbia realidad que se ocultaba detrás de su odio ardiente por las Madres: no las soportaba porque no podía parecerse más a ellas. Le gustaban las patatas fritas. Le encantaba el pan. Se pirraba por un buen pastel... o dos. No tenía tiempo de hacer ejercicio con un entrenador personal, ni de ir a clases de pilates. Era madre soltera. Tenía un negocio que atender y un novio que a veces necesitaba atenciones. Y no solo eso, sino que además trabajaba con animales. Costaba tener un aspecto glamuroso cuando acababas de aspirarle las glándulas anales a un sucio perro salchicha.

Tocó con los dedos el fondo vacío de la bolsa de patatas fritas. Se sentía fatal. En realidad no le apetecían las patatas. Después del primer puñado, ni siquiera las había saboreado.

Detrás de ella, las Madres prorrumpieron en vítores. Una de las chicas estaba haciendo volteretas laterales por el suelo del gimnasio. Sus movimientos eran fluidos, perfectos, impresionantes, hasta que al acabar levantó las manos y Lydia se dio cuenta de que no era una animadora, sino la madre de una animadora.

Madre de Animadora.

—¡Penelope Ward! —chilló Mindy Parker—. ¡Tú sí que sabes!

Lydia gruñó al agarrar el bolso en busca de algo más que comer. Penelope iba derecha hacia ella. Lydia se limpió las migas de la camisa e intentó pensar en algo que decirle que no fuera una sarta de insultos.

Por suerte, el entrenador Henley detuvo a Penelope.

Lydia soltó un largo suspiro de alivio. Sacó su móvil del bolso. Tenía dieciséis e-mails del tablón de anuncios del colegio. La mayoría versaba sobre una reciente plaga de piojos que estaba haciendo estragos en las clases de primaria. Mientras leía los mensajes apareció uno nuevo: un ruego urgente de la directora explicando que no había forma de saber con quién había empezado la epidemia de piojos y que los padres debían dejar de preguntar qué niña era la culpable.

Lydia los borró todos. Respondió a un par de mensajes de texto de clientes que querían una cita. Echó un vistazo a su correo basura para asegurarse de que no se le había traspapelado por accidente la autorización de Dee. No, no se le había traspapelado. Mandó un e-mail a la chica a la que había contratado para que la ayudara con el papeleo pidiéndole otra vez que le mandara el cuadrante con las horas que había trabajado. Parecía algo fácil de recordar, sobre todo teniendo en cuenta que era así como le pagaba, pero a la chica la había criado una madre tan agobiante que no se acordaba ni de atarse los zapatos a no ser que hubiera un Post-it con una carita sonriente pegado al zapato en el que pusiera: Átate los zapatos. Te quiere, mamá. PD: ¡Estoy superorgullosa de ti!

Eso era una maldad. Lydia también era muy dada a pegar notitas. Pero en su defensa tenía que decir que, cuando se ponía controladora, era siempre para asegurarse de que Dee sabía valerse sola. «Acostúmbrate a sacar la basura o te mato. Te quiere, mami». Ojalá le hubieran advertido que promover esa clase de independencia planteaba otros problemas, como descubrir una maleta atiborrada en el armario de su hija cuando aún le quedaban diez meses para marcharse a la universidad.

Volvió a dejar el teléfono en el bolso. Vio a Dee pasarle la pelota a Rebecca Thistlewaite, una inglesa muy pálida que no sería capaz de marcar ni aunque le pusieran la canasta delante de las narices. La generosidad de su hija la hizo sonreír. A su edad, ella cantaba en un grupo de rock espantoso y amenazaba con dejar el instituto. Dee estaba en el equipo de debate. Trabajaba como voluntaria en la Asociación de Jóvenes Cristianos. Era dulce, generosa y endiabladamente lista. Tenía una capacidad de observación asombrosa, lo cual resultaba muy exasperante en una discusión. Ya de pequeña había demostrado una habilidad increíble para reproducir las cosas que oía, sobre todo si se las oía decir a Lydia. De ahí que la llamaran Dee en vez de usar el precioso nombre con el que Lydia la había registrado al nacer.

—¡Diiiios bendito! —solía chillar su dulce niñita, agitando brazos y piernas sentada en su trona—. ¡Diiios bendito! ¡Diiiiios bendito!

Si echaba la vista atrás, Lydia se daba cuenta de que había sido un error hacerle ver que era gracioso.

—¿Lydia? —Penelope Ward levantó un dedo como diciéndole que esperara.

Lydia se apresuró a mirar las puertas. Luego oyó a las Madres riéndose por lo bajo, detrás de ella, y comprendió que estaba atrapada.

Penelope era una especie de celebridad en Westerly. Su marido era abogado, lo que era normal entre los papás de Westerly, pero él era además senador del estado y acababa de anunciar que iba a presentarse a las elecciones para la Cámara de Representantes. De todos los padres de la escuela, Branch Ward era seguramente el más guapo, sobre todo porque tenía menos de sesenta años y aún no tenía problemas para verse los pies.

Penelope era la esposa perfecta para un político. Podía vérsela en todos los actos promocionales de su marido mirando a Branch con la adoración extasiada de un border collie. Era atractiva, pero no hasta el punto de llamar la atención. Era delgada, pero no anoréxica. Había renunciado a su puesto como socia de un importante bufete de abogados para traer al mundo a cinco hermosos niños arios. Presidía la OPyP, la Organización de Padres y Profesores de Westerly, que era una forma pretenciosa e innecesaria de llamar a la Asociación de Padres y Maestros de la escuela. Dirigía la asociación con mano de hierro. Todos sus memorándums estaban estructurados a la perfección, punto por punto, y eran tan claros y concisos que hasta las Madres de menor rango podían seguirlos sin dificultad. Hacía gala de esa misma concisión a la hora de hablar. «¡Muy bien, señoras!», decía batiendo palmas (a las Madres les encantaba dar palmas), «¡Refrigerios! ¡Guirnaldas de fiesta! ¡Globos! ¡Manteles! ¡Cubiertos!».

—Lydia, ahí estás —dijo Penelope, accionando rodillas y codos a toda velocidad mientras subía las gradas a paso ligero. Se dejó caer junto a Lydia—. ¡Um, qué rico! —Señaló la bolsa de patatas vacías—. ¡Ojalá pudiera comerme yo una!

—Me apuesto algo a que con mi ayuda podrías.

—Ah, Lydia, adoro tu sentido del humor, es tan irónico... —Penelope giró el cuerpo hacia ella y la miró a los ojos como un estirado gato persa—. No sé cómo lo consigues. Diriges tu propio negocio. Te encargas de tu casa. Has criado a una hija fantástica. —Se llevó la mano al pecho—. Eres mi heroína.

Lydia notó que empezaba a rechinar los dientes.

—Y Dee es una niña tan seria... —Penelope bajó la voz una octava—. Fue al colegio con esa chica desaparecida, ¿verdad?

—No sé —mintió Lydia.

Anna Kilpatrick era un año menor que Dee, pero iban juntas a clase de educación física, aunque sus círculos sociales nunca se solapaban.

—Qué tragedia —comentó Penelope.

—La encontrarán. Solo hace una semana.

—Pero ¿cuántas cosas pueden pasar en una semana? —Penelope fingió un escalofrío—. No quiero ni pensarlo.

—Pues no lo pienses.

—Un consejo estupendo —añadió, al mismo tiempo aliviada y condescendiente—. Dime, ¿dónde está Rick? Lo necesitamos aquí. Es nuestra pequeña inyección de testosterona.

—Está en el aparcamiento.

Lydia no tenía ni idea de dónde estaba Rick. Esa mañana habían tenido una pelea espantosa. Estaba segura de que no quería volver a verla.

No, nada de eso. Rick vendría, lo haría por Dee. Aunque seguramente se sentaría en la otra punta del pabellón.

—¡Rebote! ¡Rebote! —vociferó Penélope a pesar de que las chicas todavía estaban calentando—. Dios mío, no me había fijado nunca, pero la verdad es que Dee es clavadita a ti.

Lydia notó una tensa sonrisa en la cara. No era la primera vez que le hacían un comentario sobre lo mucho que se parecían su hija y ella. Dee tenía su piel blanca y sus ojos de color azul violáceo. Sus caras tenían la misma forma. Sus bocas sonreían igual. Eran las dos rubias naturales, lo que no podía decirse del resto de las rubias del pabellón. La esbelta figura de Dee insinuaba apenas lo que podía ocurrir más adelante si se apoltronaba y se dedicaba a comer patatas fritas vestida con chándal. A su edad Lydia había sido igual de guapa y de delgada. Por desgracia, había hecho falta mucha cocaína para mantener su esbeltez.

—Bueno. —Penelope se dio una palmada en los muslos al volverse hacia ella—. Me estaba preguntando si podías echarme una mano.

—Vaaaale. —Lydia alargó la palabra para hacerle notar lo emocionada que estaba.

Así era como te atrapaba Penelope: no te decía que hicieras algo; te decía que necesitaba tu ayuda.

—Se trata del Festival Internacional del mes que viene.

—¿El Festival Internacional? —repitió Lydia como si nunca hubiera oído hablar del festival de recaudación de fondos de una semana de duración, en el que los hombres y mujeres más blancos del norte de Atlanta, ataviados de Dolce & Gabbana, se sentaban a comer empanadillas y albóndigas suecas preparadas por las tatas de sus hijas.

—Te reenviaré todos los e-mails —se ofreció Penelope—. El caso es que me estaba preguntando si podrías traer algunos platos españoles. Arròs negre. Tortilla de patatas. Cochifrito[2]. —Pronunció cada palabra con firme acento español, seguramente aprendido del chico que le limpiaba la piscina—. Mi marido y yo comimos escalibada cuando estuvimos en Cataluña el año pasado. Buenísima.

Lydia llevaba años esperando la oportunidad de decir:

—No soy española.

—¿Ah, no? —Penelope no se inmutó—. Tacos, entonces. Burritos. O quizás arroz con pollo o barbacoa.

—Tampoco soy mexicana.

—Ah, bueno, evidentemente Rick no es tu marido, pero yo pensaba que, como te apellidas Delgado, el padre de Dee era...

—Penelope, ¿te parece que Dee tiene pinta de ser hispana?

Su risa aguda podría haber roto el cristal.

—¿Qué quiere decir eso, «tener pinta de ser hispana»? Qué graciosa eres, Lydia.

Lydia también se reía, pero por motivos muy distintos.

—Santo cielo. —Penelope se enjugó cuidadosamente unas lágrimas invisibles—. Pero, cuéntame, ¿qué pasó?

—¿Que qué pasó?

—¡Oh, venga! Siempre eres tan reservada sobre el padre de Dee... Y sobre ti misma. No sabemos casi nada de ti. —Se inclinó hacia ella—. Cuéntamelo. No se lo diré a nadie.

Lydia hizo un rápido balance mental: las ventajas de que el misterioso origen étnico de Dee hiciera encogerse a las Madres de angustia cada vez que decían algo ligeramente racista, frente al fastidio de tener que participar en el festival de la OPyP.

Era una decisión difícil. Su suave racismo era legendario.

—Venga —la animó Penelope, presintiendo que empezaba a flaquear.

—Bien... —Lydia respiró hondo mientras se preparaba para cantar el Hokey-Pokey de su vida: meter una verdad aquí, sacar una mentira allá, añadir un poco de almíbar y agitarlo todo a conciencia—. Soy de Athens, Georgia. —Aunque mi bigote a lo Juan Valdez pueda llamarte a engaño—. Lloyd, el padre de Dee, era de Dakota del Sur. —Más bien del sur de Mississippi, pero Dakota suena menos cutre—. Lo adoptó su padrastro. —Que solamente se casó con su madre para que no pudieran obligarla a testificar contra él—. Su padre murió. —En la cárcel—. Lloyd iba camino de México para darles la noticia a sus abuelos. —Para recoger veinte kilos de cocaína—. Un camión chocó contra su coche. —Lo encontraron muerto en una parada de camiones. Había intentado meterse medio ladrillo de coca por la nariz—. Fue muy rápido. —Se ahogó en su propio vómito—. Dee no llegó a conocerlo. —Que es el mejor regalo que le he hecho nunca a mi hija—. Fin.

—Lydia... —Penelope se tapó la boca con la mano—. No tenía ni idea.

Lydia se preguntó cuánto tardaría en difundirse la historia. «¡Lydia Delgado! ¡Viuda trágica!».

—¿Y la madre de Lloyd?

—Cáncer. —Su chulo le pegó un tiro en la cara—. No queda nadie de su lado de la familia. —Que no esté en prisión.

—Pobrecillas. —Penelope se dio unos golpecitos con la mano sobre el corazón—. Dee nunca ha dicho nada.

—Está al tanto de todo. —Menos de las partes que le provocarían pesadillas.

Penelope miró hacia la cancha de baloncesto.

—No me extraña que seas tan protectora. Es lo único que te queda de su padre.

—Cierto. —A no ser que cuentes el herpes—. Yo estaba embarazada de Dee cuando él murió. —Aguantando la desintoxicación como podía, porque sabía que me la quitarían si encontraban drogas en mi organismo—. Fue una suerte tenerla. —Dee me salvó la vida.

—Ay, tesoro. —Le agarró la mano y a Lydia se le encogió el corazón al darse cuenta de que había sido todo en vano.

Estaba claro que su historia había conmovido a Penelope, o que al menos le había interesado, pero había ido allí con una misión y estaba dispuesta a cumplirla.

—Pero, mira, aun así forma parte de la herencia cultural de Dee, ¿no? Porque los padrastros, aunque sean padrastros, también son familia. En esta escuela hay treinta y una niñas adoptadas, ¡y aun así están integradas!

Lydia tardó una décima de segundo en asimilar aquel dato.

—¿Treinta y una? ¿Treinta y una exactamente?

—Sí, ya sé. —Penelope se tomó su asombro al pie de la letra—. Las gemelas Harris acaban de entrar en preescolar. Son hijas de una exalumna. —Bajó la voz—. Hijas de una exalumna y con piojos, si hay que creer lo que se rumorea.

Lydia abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Bueno... —Penelope compuso otra sonrisa al levantarse—. Primero pásame las recetas para que las supervise, ¿de acuerdo? Sé que te gusta que Dee aprenda habilidades especiales. Qué suerte tienes. Madre e hija cocinando juntas en la cocina. ¡Qué divertido!

Lydia se mordió la lengua. Lo único que hacían Dee y ella juntas en la cocina era discutir sobre cuándo el tarro de la mayonesa estaba lo bastante vacío para tirarlo.

—¡Gracias por ofrecerte voluntaria! —Penelope subió al trote las gradas accionando los brazos con vigor olímpico.

Lydia se preguntó cuánto tardaría en contarles a las otras Madres la trágica historia de la muerte de Lloyd Delgado. Su padre decía siempre que para cotillear había que pagar un precio, y era que también cotillearan sobre ti. Deseó que aún estuviera vivo para poder hablarle de las Madres. Se mearía de risa.

El entrenador Henley tocó su silbato para avisar a las chicas de que se había acabado el calentamiento. En la cabeza de Lydia seguían resonando las palabras «habilidades especiales». Así pues, las Madres lo habían notado.

No pensaba sentirse mal por hacer que su hija fuera a un curso de mecánica básica para que supiera cómo cambiar una rueda pinchada. Ni se arrepentía de haberla obligado a apuntarse a un curso de defensa propia en verano, aunque para ello hubiera tenido que perderse su campamento de baloncesto. Ni de insistir en que practicara para aprender a gritar cuando estaba asustada, porque Dee tenía la costumbre de quedarse paralizada cuando tenía miedo, y quedarte callada era lo peor que podías hacer si tenías delante un hombre con intención de hacerte daño.

Habría apostado algo a que en aquellos momentos la madre de Anna Kilpatrick se arrepentía de no haber enseñado a su hija a cambiar una rueda pinchada. Habían encontrado el coche de la chica en el aparcamiento del centro comercial, con un clavo hundido en una de las ruedas delanteras. No era difícil imaginar que la persona que había puesto allí el clavo era la misma que la había secuestrado.

El entrenador Henley dio dos cortos toques de silbato para que el equipo se pusiera en marcha. Las chicas de Westerly se acercaron y formaron un semicírculo. Las Madres comenzaron a dar zapatazos en las gradas para aumentar la emoción de un partido que sin duda sería trepidante, tan trepidante como ver secarse la pintura. El equipo rival ni siquiera se había molestado en calentar. Su jugadora más baja medía más de metro ochenta y tenía unas manos grandes como platos.

Se abrieron las puertas del gimnasio. Lydia vio a Rick recorrer al público con la mirada. Al verla, miró al otro lado de las gradas vacías. Lydia contuvo la respiración mientras él parecía pensárselo. Luego soltó un suspiro cuando echó a andar hacia ella. Rick subió las gradas despacio. La gente que trabajaba para ganarse la vida no solía subir las escaleras a todo correr.

Se sentó junto a Lydia con un gruñido.

—Hola —dijo ella.

Rick tomó la bolsa de patatas vacía, echó la cabeza hacia atrás y dejó que las migas le cayeran en la boca. Se le metieron casi todas por debajo del cuello de la camisa.

Lydia se rio porque costaba odiar a alguien que se reía.

Él la miró con desconfianza. Conocía sus tácticas.

Rick Butler no se parecía nada a los padres de Westerly. Para empezar, trabajaba con las manos. Era mecánico en una gasolinera en la que aún se atendía personalmente a algunos de los clientes más ancianos. Tenía los brazos y el pecho musculosos de tanto levantar ruedas para colocarlas en las llantas. Seguía llevando coleta, a pesar de que las dos mujeres de su vida le pedían encarecidamente que se la cortara. Dependiendo de su estado de ánimo, era un palurdo o un hippie. Para Lydia, quererlo en ambos papeles había sido la mayor sorpresa de su vida.

Él le devolvió la bolsa vacía. Tenía migas de patata en la barba.

—Bonito bigote.

Ella se tocó el labio superior irritado.

—¿Todavía estamos peleados?

—¿Sigues estando igual de gruñona?

—Mi instinto me dice que sí —reconoció ella—. Pero odio que nos enfademos. Siento que todo mi mundo se vuelve del revés.

Sonó el timbre de la cancha. Dieron ambos un respingo cuando comenzó el partido, rezando para que la humillación fuera breve. Milagrosamente, las chicas de Westerly se hicieron con la pelota en el salto. Y, lo que era aún más milagroso, Dee corrió con ella por la pista, esquivando adversarias.

—¡Vamos, Delgado! —gritó Rick.

Evidentemente, Dee vio la sombra de tres gigantas cerniéndose tras ella. No tenía nadie a quien pasarle la pelota. La lanzó a ciegas hacia la canasta. La pelota rebotó en el tablero y cayó en las gradas vacías del otro lado del pabellón.

Lydia sintió que el meñique de Rick acariciaba el suyo.

—¿Cómo es que ha salido tan fantástica? —preguntó él.

—Es por los cereales. —A Lydia le costó articular las palabras. Siempre se le hinchaba el corazón cuando veía cuánto quería Rick a su hija. Solo por eso podía perdonarle lo de la coleta—. Siento mucho haber estado de tan mal humor estos últimos días. Bueno, esta última década —puntualizó.

—Estoy seguro de que antes ya lo estabas.

—Era mucho más divertida.

Rick levantó las cejas. Se habían conocido trece años antes, en una reunión de Doce Pasos. Ninguno de los dos era muy divertido entonces.

—Estaba más flaca —insistió ella.

—Claro, y eso es lo que importa. —Rick mantuvo los ojos fijos en el partido—. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado, nena? Últimamente, cada vez que abro la boca, te pones a aullar como un perro escaldado.

—¿No te alegras de que no vivamos juntos?

—¿Vamos a volver a discutir por eso?

Lydia estuvo a punto de contestar: «Pero, ¿para qué necesitamos vivir juntos si vivimos puerta con puerta?». Tenía las palabras en la punta de la lengua.

Se le notó el esfuerzo.