Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Fouché, el "genio tenebroso" de la Revolución Francesa, fue uno de los personajes más complejos y escurridizos de la historia política europea. En esta fascinante biografía, Stefan Zweig explora con maestría la vida de Joseph Fouché, un hombre que supo sobrevivir a todos los regímenes posibles: del fervor jacobino al imperio de Napoleón, de la monarquía restaurada al nuevo orden burgués. Dueño de una inteligencia fría y estratégica, Fouché se convirtió en el símbolo del oportunismo político, capaz de traicionar hoy a quien ayer había servido. Con un estilo ágil y penetrante, no solo reconstruye los hechos, sino que penetra en la psicología del personaje, revelando cómo un hombre sin escrúpulos pudo manejar los hilos del poder desde las sombras.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 392
Veröffentlichungsjahr: 2025
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
La Colección Clásicos Libres está destinada a la difusión de traducciones inéditas de grandes títulos de la literatura universal, con libros que han marcado la historia del pensamiento, el arte y la narrativa.
Entre sus publicaciones más recientes destacan: Meditaciones, de Marco Aurelio; La ciudad de las damas, de Christine de Pizan; Fouché: el genio tenebroso, de Stefan Zweig; El Gatopardo, de Giuseppe di Lampedusa; El diario de Ana Frank; El arte de amar, de Ovidio; Analectas, de Confucio; El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, entre otras...
Stefan Zweig
FOUCHÉEL GENIO TENEBROSO
© Del texto: Stefan Zweig
© De la traducción: Alexis Padrón Alfonso
© Ed. Perelló, SL, 2025
Calle de la Milagrosa Nº 26, Bajo
46009 - Valencia
Tlf. (+34) 644 79 79 83
http://edperello.es
I.S.B.N.: 979-13-87576-63-9
Fotocopiar este libro o ponerlo en línea libremente sin el permiso de los editores está penado por la ley.
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución,
la comunicación pública o transformación de esta obra solo puede hacerse
con la autorización de sus titulares, salvo disposición legal en contrario.
Contacta con CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)
si necesita fotocopiar o escanear un fragmento de este trabajo.
I
Ascenso (1759-1793)
El 31 de mayo de 1759 nace José Fouché —¡todavía le falta mucho para ser Duque de Otranto!— en el puerto de Nantes.
Marineros y mercaderes sus padres y marineros sus antepasados, nada más natural que él continuase la tradición familiar; pero bien pronto se vio que este muchacho delgaducho, alto, anémico, nervioso, feo, carecía de toda aptitud para oficio tan duro y verdaderamente heroico en aquel tiempo. A dos millas de la costa, se mareaba; al cuarto de hora de correr o jugar con los chicos, se cansaba. ¿Qué hacer, pues, con una criatura tan débil?, se preguntarían los padres no sin inquietud, porque en la Francia de 1770 no hay todavía lugar adecuado para una burguesía ya despierta y en empuje impaciente. En los tribunales, en la administración, en cada cargo, en cada empleo, las prebendas sustanciosas se quedan para la aristocracia; para el servicio de Corte se necesita escudo condal o buena baronía; hasta en el ejército, un burgués con canas apenas llega a sargento. El Tercer Estado no se recomienda aún en ninguna parte de aquel reino tan mal aconsejado y corrompido; no es extraño, pues, que un cuarto de siglo más tarde exija con los puños lo que se le negó demasiado tiempo a su mano implorante. No queda más que la Iglesia. Esta gran potencia milenaria, que supera infinitamente en sabiduría mundana a las dinastías, piensa más prudente, más democrática, más generosamente. Siempre encuentra sitio para los talentos y recoge al más humilde en su reino invisible. Como el pequeño José se destaca ya estudiando en el colegio de los oratorianos, le ceden con gusto la cátedra de Matemáticas y Física para que desempeñe en ella los cargos de inspector y profesor. A los veinte años adquiere en esta Orden —que desde la expulsión de los jesuitas prevalece en toda Francia — la educación católica, honores y cargo. Un cargo pobre, sin mucha esperanza de ascenso; pero siempre una escuela en la que él mismo aprende a la vez que enseña. Podría llegar más alto: ser fraile un día, tal vez obispo o Eminencia, si profesara. Pero cosa típica en José Fouché: ya en el escalón inicial, en el primero y más bajo de su carrera, resalta un rasgo característico de su personalidad: la antipatía a ligarse completamente, de manera irrevocable, a alguien o a algo. Viste el habito de clérigo, esta tonsurado, comparte la vida monacal de los demás Padres espirituales, y durante diez años de oratoriano en nada se diferencia, ni exterior ni interiormente, de un sacerdote. Pero no toma las órdenes mayores, no hace voto; como en todas las situaciones de su vida, dejase abierta la retirada, la posibilidad de variación y cambio. A la Iglesia se da temporalmente y no por entero, lo mismo que más tarde al Consulado, al Imperio o al Reino. Ni siquiera con Dios se compromete José Fouché a ser fiel para siempre.
Durante diez años, de los veinte a los treinta, anda este pálido y reservado semisacerdote por claustros y refectorios silenciosos. Da clase en Niort, Saumur, Vendome, París, pero casi no siente el cambio de lugar, pues la vida de un profesor de seminario se desarrolla igual en todas partes: pobre, silenciosa e insignificante, lo mismo en una ciudad que en otra, siempre tras muros callados, siempre apartado de la vida. Veinte, treinta, cuarenta discípulos, a los que enseña latín, matemáticas y física; muchachos pálidos, vestidos de negro, a los que lleva a misa y a los que vigila en el dormitorio. Lectura solitaria en libros científicos, comidas pobres y sueldos mezquinos. Una existencia conventual, humilde. Anquilosados, irreales, al margen del tiempo y del espacio, estériles y humillantes, parecen estos diez años silenciosos y sombríos de la vida de Fouché. Sin embargo, aprende durante ellos lo que ha de ser, más tarde, infinitamente útil al diplomático: el arte de callar, la ciencia magistral de ocultarse a sí mismo, la maestría para observar y conocer el corazón humano. Si este hombre, aún en los momentos de mayor pasión de su vida, llega a dominar hasta el último músculo de su cara; si es imposible percibir una agitación de ira, de amargura, de emoción en su faz inmóvil, como emparedada en silencio; si con la misma voz apagada sabe pronunciar lo cotidiano y lo terrible, y si puede cruzar con el mismo paso sigiloso los aposentos del Emperador y la frenética Asamblea popular, ello se debe a la disciplina incomparable de dominio sobre sí mismo aprendida en los años de religión; a su voluntad domada en los ejercicios de Loyola, y a su expresión educada en las discusiones de la retórica eclesiástica secular. Tal es el aprendizaje de Fouché antes de poner el pie sobre el podio de la escena mundial. Quizá no sea casualidad que los tres grandes diplomáticos de la revolución francesa: Talleyrand, Sieyès y Fouché, salieran de la escuela de la Iglesia maestros en el arte humano mucho antes de pisar la tribuna. El mismo lastre religioso pone un sello especial a sus caracteres —por lo demás contradictorios—, dándoles en los minutos decisivos cierto parecido. A esto reúne Fouché una autodisciplina férrea, casi espartana, una resistencia interior extraordinaria contra el lujo, la fastuosidad y el arte sutil de saber ocultar la vida privada y el sentimiento personal. No, estos años de Fouché a la sombra de los claustros no fueron perdidos. Aprendió enseñando.
Tras muros de conventos, en aislamiento severo, se educa y desarrolla este espíritu singularmente elástico e inquieto, llegando a alcanzar una verdadera maestría psicológica. Durante años enteros sólo puede actuar invisiblemente en el círculo espiritual más estrecho; pero ya en 1778 comienza en Francia esa tempestad social que inunda hasta los muros mismos del convento. En las celdas de los oratorianos se discute sobre los derechos del hombre igual que en los clubes de los francmasones. Una extraña curiosidad empuja a estos sacerdotes jóvenes hacia lo burgués, curiosidad que hace derivar también la atención del profesor de Física y Matemáticas hacia los descubrimientos sorprendentes de la época: las primeras aeronaves —los Montgolfiers— y los grandiosos inventos en el terreno de la electricidad y la medicina. Los religiosos buscan contacto con los círculos intelectuales, y este contacto lo facilita en Arras un círculo extraño llamado de los «Rosatis», una especie de «Schlaraffia», en la que los intelectuales de la ciudad se reúnen en animadas veladas. El ambiente es modesto.
Pequeños burgueses, gente insignificante, recitan poesías o pronuncian discursos literarios; los militares se mezclan con los paisanos.
José Fouché, el profesor religioso, es muy bien recibido en estas veladas, pues sabe mucho sobre los nuevos descubrimientos de la Física. Allí, en amigable reunión, escucha, por ejemplo, como recita un capitán de ingenieros llamado Lazaro Carnot versos satíricos, compuestos por él mismo, o atiende al florido discurso que pronuncia el pálido abogado, de delgados labios, Maximiliano de Robespierre (entonces aún daba importancia a su nobleza) en honor de los «Rosati». Aún disfruta la provincia de los últimos soplos del Dixhuitieme filosofante. Reposadamente escribe el señor de Robespierre, en vez de sentencias de muerte, graciosos versos; el médico suizo Marat, en vez de crueles manifiestos comunistas, escribe una novela dulzona y sentimental, y en algún rincón de provincia se afana el pequeño teniente Bonaparte por imitar al Werther con una novela. Las tempestades están todavía invisibles tras el horizonte.
Parece un juego del destino: precisamente con este abogado pálido, nervioso, de orgullo inconmensurable, llamado Robespierre, hace amistad el tonsurado profesor de seminario, y sus relaciones están en el mejor camino de trocarse en parentesco, pues Carlota Robespierre, la hermana de Maximiliano, quiere curar al profesor de los oratorianos de sus achaques místicos, y se murmura de este noviazgo en todas las mesas. Porqué se deshacen al fin estas relaciones no se ha sabido nunca; pero quizá se oculte aquí la raíz del odio terrible, histórico, entre estos dos hombres, tan amigos antaño y que más tarde lucharon a vida o muerte. Entonces nada saben aún de jacobinismo y de rencor, al contrario: cuando mandan a Maximiliano de Robespierre como delegado a los Estados Generales, a Versalles, para trabajar en la nueva Constitución de Francia, es el tonsurado José Fouché quien presta al anémico abogado las monedas de oro necesarias para que se pague el viaje y se pueda mandar hacer un traje nuevo. Es simbólico el que en esta ocasión, como en tantas otras, tenga los estribos para que otro inicie su carrera histórica, para luego ser él también quien en el momento decisivo traicione y derribe por la espalda al amigo de antaño.
Poco después de la partida de Robespierre a la Asamblea de los Estados Generales, que ha de hacer temblar los fundamentos de Francia, tienen también los oratorianos en Arras su pequeña revolución. La política ha penetrado hasta los refectorios, y el perspicaz oteador que es José Fouché hincha con este viento sus velas. A propuesta suya mandan un diputado a la Asamblea Nacional, para demostrar al Tercer Estado las simpatías de los clérigos. Pero esta vez, el hombre tan precavido en otras ocasiones obra con precipitación, sin duda porque sus superiores le envían, como medida correccional —lo que no constituye un verdadero castigo, pues carecen de fuerza para ello—, a la institución filial de Nantes, al mismo puesto donde aprendió de niño los fundamentos de la ciencia y el arte del conocimiento humano. Mas ya es adulto y experto, y no le seduce enseñar a los muchachos Geometría y Física. El sutil oteador presiente que se cierne sobre el país una tempestad social, que la política domina el mundo... Y a la política se lanza. De un golpe tira la sotana, hace desaparecer la tonsura y en vez de pronunciar sus discursos políticos ante los niños lo hace ante los buenos burgueses de Nantes. Se funda un club —siempre empieza la carrera de los políticos en un escenario, prueba de la elocuencia—, y un par de semanas después ya es Fouché presidente de los Amis de la Constitución de Nantes. Alaba el progreso, aunque con precaución y tolerancia, porque el barómetro de la honesta ciudad señala una temperatura moderada. Los ciudadanos de Nantes no gustan del radicalismo, temen por su crédito; quieren, sobre todo, hacer buenos negocios. No quieren —ellos que obtienen de las colonias opulentas prebendas— proyectos tan fantásticos como el de la manumisión de los esclavos. José Fouché, certero observador, redacta un documento patético contra la abolición de la trata de esclavos, que aunque le proporciona una severa represión por parte de Brissot, no mengua su reputación en el estrecho círculo de los burgueses. Para asegurar su posición política entre ellos (¡los futuros electores!), se casa muy pronto con la hija de un rico mercader, una muchacha fea, pero de buena posición, pues quiere convertirse rápidamente en un perfecto burgués; es el tiempo en que —bien lo presiente él— el Tercer Estado va a tener en sus manos la dirección, el predominio. Todo esto son ya los preliminares del verdadero fin que se propone. Apenas se convocan elecciones para la Convención, se presenta el antiguo profesor de seminario como candidato. ¿Y qué es lo que hace todo candidato? Promete, por lo pronto, a sus buenos electores todo lo que pueda halagarlos. Así jura Fouché proteger el comercio, defender la propiedad, respetar las leyes; como en Nantes sopla más el viento de la derecha que el de la izquierda, truena con mayor elocuencia contra los partidarios del desorden que contra el viejo régimen. Y, efectivamente, en 1792 es elegido diputado de la Convención, y la escarapela tricolor sustituye, por largo tiempo, a la tonsura, llevada oculta y silenciosamente.
José Fouché cuenta en la época de su elección treinta y dos años. No es de agradable presencia, ni mucho menos: cuerpo seco, casi espectralmente esmirriado; cara de huesos finos y líneas picudas; afilada la nariz; afilada y estrecha también la boca, siempre cerrada; ojos fríos de pez, bajo párpados pesados, casi adormecidos, con las pupilas de un gris felino como bolitas de cristal. Todo en esta cara, todo en este hombre, está, por decirlo así, provisto de una menguada y fina materia vital. Parece un personaje visto con luz de gas, pálido y verdoso; sin brillo en los ojos, sin sensualidad en el gesto, sin metal en la voz, lacio y revuelto el pelo, rojizas y apenas visibles las cejas, de una palidez grisácea las mejillas, jamás el pigmento colorea esta cara con arrebol saludable; siempre hace el efecto, este hombre tenaz, inauditamente duro para el trabajo, de un ser cansado, de un enfermo, de un convaleciente. Todo el que le ve recibe la impresión de un hombre sin sangre ardiente, roja, pulsante. Y, efectivamente, también en lo psíquico pertenece a la raza de los flemáticos, de los temperamentos fríos. No conoce pasiones recias, avasalladoras; no es arrastrado hacia las mujeres ni hacia el juego; no bebe vino, no le tienta el despilfarro, no mueve sus músculos, no vive más que en su estudio, entre documentos y papeles. Nunca se enfada visiblemente, nunca vibra un nervio en su cara. Sólo para una leve sonrisa, cortés, mordaz, se contraen estos labios afilados, anémicos; nunca se observa bajo esta mascara gris, terrosa, aparentemente desmadejada, una verdadera tensión; nunca delatan los ojos, bajo los párpados pesados y orillados, su intención, ni revela sus pensamientos con un gesto.
Esta sangre fría, imperturbable, constituye la verdadera fuerza de Fouché. Los nervios no le dominan, los sentidos no le seducen, toda su pasión se carga y se descarga tras el muro impenetrable de su frente. Deja jugar sus fuerzas y acecha despierto las faltas de los demás. Espera pacientemente a que se agote la pasión de los otros o a que aparezca en ellos un momento de flaqueza para dar entonces el golpe inexorable. Terrible es esta superioridad de su enervada paciencia; quien así puede esperar y ocultarse, bien puede engañar hasta al más sagaz. Obedecerá tranquilamente, sin pestañear. Sonriente y frío, soportará las más recias ofensas, las más viles humillaciones; ninguna amenaza, ningún gesto de rabia conmoverá a este monstruo de frialdad. Tanto Robespierre como Napoleón se estrellarán contra esta calma pétrea, como el agua contra la roca. Tres generaciones, toda una época fluye y refluye en mareas pasionales mientras que él persiste frío e insensible.
En esta imperturbable frialdad de su temperamento radica el verdadero genio de Fouché. Su cuerpo no le pone trabas, no le arrastra; está casi siempre al margen de todo. Su sangre, sus sentidos, su alma, todos estos turbadores elementos del sentir de un hombre normal, están ausentes en este enigmático hasardeur, cuya pasión se detiene íntegra en el cerebro. Este seco personaje de escritorio ama viciosamente la aventura, su pasión es la intriga; pero únicamente en la esfera del espíritu sabe depurarla y gozar de ella, y nada oculta mejor y más genialmente su lúgubre placer de lo caótico, del complot, que su disfraz de fiel y honesto burócrata que lleva toda la vida. Tender los hilos desde su aposento, parapetado detrás de expedientes y documentos; asestar el golpe criminal, inesperado e inadvertido, esa es su táctica. Hay que mirar profundamente la Historia para percibir en la ráfaga de la revolución, en el resplandor legendario de Napoleón, la figura de Fouché, de apariencia humilde y subalterna, en realidad omnímoda, definidora de una época. Durante toda una vida actúa en la sombra sobre tres generaciones. Patroclo cayó como cayeron Héctor y Aquiles, mientras prevaleció Ulises, el astuto. Su talento sobrepuja al genio; su sangre fría perdura sobre toda pasión.
La mañana del 12 de septiembre hace su entrada en la sala la recién elegida Convención. Ya no es tan solemne y pomposo el saludo como, hace tres años, en la primera Asamblea Constituyente. Entonces aún estaba en el centro un magnífico sillón de damasco bordado con blancas flores de lis: el sitial del Rey; y al entrar éste, se levantó respetuosamente la Asamblea y recibió al Monarca con vivas y ovaciones.
Ahora están inválidos sus castillos, la Bastilla y las Tullerías; ya no hay Rey en Francia; hay sólo un señor grueso llamado por sus recios guardianes y jueces Luis Capeto, que se aburre como impotente burgués en el Temple y espera su sentencia. En su lugar mandan ahora en el país los setecientos cincuenta instalados en su propia casa. Tras la mesa presidencial se yerguen en letras gigantescas las nuevas tablas mosaicas de las leyes, el texto original de la Constitución, y adornan las paredes del salón, símbolo amenazador, las varas de los lictores y el hacha mortífera.
En las galerías se reúne el pueblo y contempla curioso a sus representantes. Setecientos cincuenta miembros de la Convención entran a paso lento en la Casa Real, extraña mezcla de todos los estados y profesiones: abogados cesantes con ilustres filósofos, sacerdotes fugitivos con militares insignes, aventureros fracasados con afamados matemáticos y poetas galantes. Como en un vaso violentamente agitado, todo se ha mezclado en Francia, todo lo ha invertido la revolución. Es tiempo de aclarar el caos.
Ya la disposición de los asientos indica un primer ensayo de orden. En el salón anfiteatral, donde se mezclan los alientos y chocan las frases hostiles, están colocados, abajo los tranquilos, los serenos, los cautos: Le Marais, el pantano, como llaman irónicamente a los que en todas las decisiones carecen de pasión. Los turbulentos, los impacientes, los radicales, toman asiento arriba, en los bancos más altos, en la «montaña», que casi tocan con sus últimas filas las galerías, como para indicar simbólicamente que tienen a su espalda la masa, el pueblo, el proletariado.
Estas dos potencias sostienen la balanza. Entre ellas se tambalea, en flujo y reflujo, la revolución. Para los ciudadanos, para los moderados, es ya perfecta la República con la Constitución conquistada, con la aniquilación del Rey y de la nobleza, con el traspaso de los derechos al Tercer Estado; ahora quisieran más bien poner diques y retener la marea removida desde el fondo, defender lo seguro. Condorcet, Roland, los girondinos son sus cabecillas, representantes del clero y de la clase media. Pero los de la «montaña» quieren seguir empujando la ola hasta que arrastre todo lo que quedó existente de antaño, todo lo anticuado; quieren a Marat, a Danton y Robespierre como jefes del proletariado, la révolution intégrale, radical hasta el ateísmo y el comunismo. Después del Rey quieren echar a tierra las demás potencias viejas del Estado: dinero y Dios. Inquieta, oscila la balanza entre los dos partidos. Si vencen los girondinos, los moderados, se debilitará la revolución poco a poco en una reacción primero liberal y luego conservadora. Si vencen los radicales, navegarán por todas las profundidades y torbellinos de la anarquía. Así no engaña la solemne armonía de las primeras horas a ninguno de los presentes en el salón predestinado, cada uno sabe que aquí comenzara pronto una lucha a vida o muerte por el espíritu y por el Poder. Y el sitio en que toma asiento un diputado, abajo, en el «llano», o arriba, en la «montaña», indica ya de antemano su decisión.
Con los setecientos cincuenta que entran solamente en el salón del Rey destronado entra también, silencioso, cruzada sobre el pecho la banda tricolor de representante del pueblo, José Fouché, el diputado de Nantes. Desaparecida la tonsura y olvidado ya el traje de sacerdote, viste, como los demás, sencilla ropa de ciudadano.
¿Dónde tomará asiento José Fouché: entre los radicales de la «montaña» o entre los moderados del «llano»? José Fouché no titubea mucho tiempo. No conoce más que un partido, al que es leal y al que permanecerá fiel hasta el fin: al más fuerte, al de la mayoría. Así, pesa y cuenta también esta vez interiormente los votos y ve que el Poder se inclina del lado de los girondinos, de los moderados. Con ellos están Condorcet, Roland, Servan, los hombres que tienen en sus manos los Ministerios, que influyen en todos los nombramientos y que reparten las prebendas. Allí puede estar seguro. Y allí toma asiento.
Pero cuando alza casualmente los ojos hacia arriba, donde han tomado sus posiciones los adversarios, los radicales, se cruza su mirada con otra mirada severa, desdeñosa. Su amigo Maximiliano Robespierre, el abogado de Arras, ha reunido allí a su alrededor a sus partidarios. Irónico y glacial, a través de sus impertinentes, observa cruel, orgulloso de su propia terquedad, que no perdona las vacilaciones y flaquezas de los demás, al oportunista Fouché. En este momento se rompe el último lazo de la amistad de estos dos hombres. Desde entonces siente Fouché a su espalda, detrás de sus ademanes y sus actos, la mirada de cruel examen y severa observación del eterno acusador, del implacable puritano. ¡Hay que tener cuidado!
Nadie tiene más que él. En los protocolos de las sesiones de los primeros meses falta por completo el nombre de José Fouché. Mientras que todos se precipitan con ímpetu y presunción hacia la tribuna a hacer proposiciones, a declamar latiguillos, a acusarse y enemistarse, el diputado de Nantes nunca pone los pies sobre el púlpito. La insuficiencia de voz (así se excusa ante sus amigos y electores) le impide hablar públicamente. Y como todos los demás se quitan, ávidos e impacientes, la palabra de la boca, se destaca con simpatía el silencio de esta aparente modestia. Pero en verdad no es modestia, sino cálculo.
El exfísico estudia primero el paralelogramo de las fuerzas, observa, vacila antes de formular su opinión, porque ve oscilar continuamente la balanza. Precavido, reserva su voto decisivo para el momento en que comience a inclinarse definitivamente a un lado o a otro. ¡Por nada gastarse demasiado pronto; por nada sujetarse antes de tiempo; por nada ligarse para siempre! Aún no se ve claramente si la revolución ha de avanzar o si ha de retroceder, y, como buen hijo de marinero, espera para lanzarse al lomo de la ola que el viento sea favorable y mantiene entre tanto su nave en el puerto.
Además, ya en Arras, tras los muros del convento, había observado cuán pronto se desgasta en una revolución la popularidad, cómo se convierte el grito popular de Hossaniza en el grito de Crucifige. Todos o casi todos los que durante la época de los Estados Generales y de la Asamblea Constituyente se habían destacado eran víctimas del olvido o del odio. El cadáver de Mirabeau, ayer aún en el Panteón, había sido exhumado vergonzosamente de aquel lugar; Lafayette, celebrado triunfalmente hacía algunas semanas como padre de la Patria, era considerado como traidor; Custine, Pethoin, ovacionados poco antes, se arrastraban temerosos en la sombra, lejos de la publicidad. No. No había que surgir precipitadamente a la luz, no había que sujetarse demasiado ligeramente; que se inutilicen, que se gasten los demás. Una revolución —lo sabe muy bien este hombre precozmente sutil— nunca pertenece al primero, al que la inicia, sino al último, al que la culmina asiéndose a ella como a una presa.
Así se agazapa taimada e intencionadamente en la oscuridad. Se acerca a los poderosos, pero evita todos los Poderes públicos y visibles. En vez de escandalizar en la tribuna y en los periódicos, prefiere ser elegido en las Comisiones, donde se gana en la sombra conocimiento de la situación e influencia sobre los acontecimientos sin ser observado ni odiado. Y, efectivamente, su manera de trabajar tenaz y rápida le gana simpatías; su invisibilidad le protege contra toda evidencia. Desde su despacho puede observar descuidadamente cómo se ensañan los tigres de la «montaña» y las panteras de la Gironda, cómo los grandes apasionados, cómo las grandes figuras destacadas de un Vergiaud, Condorcet, Desmoulins, Danton, Marat y Robespierre se hieren a muerte. Él contempla y espera, pues sabe que hasta que no se aniquilen los apasionados no empieza la época de los que supieron esperar, de los prudentes. Sólo se decidirá cuando la batalla se vislumbre ganada.
Este aguardar en la oscuridad es la actitud de José Fouché durante toda su vida. No ser nunca el objeto visible del Poder y sujetarlo, sin embargo, por completo; tirar de todos los hilos eludiendo siempre la responsabilidad. Colocarse, parapetado, detrás de una figura principal, y empujarla hacia delante; y en cuanto esta avance excesivamente, en el instante decisivo, traicionarla de manera rotunda. Éste es su papel preferido. Lo interpreta como el más perfecto intrigante de la escena política, en veinte disfraces, en innumerables episodios bajo los republicanos, los reyes o los emperadores, siempre con el mismo virtuosismo.
A veces se le presenta la ocasión, y con ella la tentación, de representar el papel principal, el papel de héroe en el drama mundial. Pero es demasiado perspicaz para desearlo seriamente. Tiene plena conciencia de su rostro feo y repulsivo, que no se presta para las medallas y emblemas, para el lujo y la popularidad, a lo que no podría ofrecer nada heroico con una corona de laurel sobre la frente. Sabe de su voz delgada y enfermiza que puede muy bien susurrar, sugerir, insinuar, pero nunca arrastrar a las masas con elocuencia inflamada. Sabe que su fuerza reside en el aposento de burócrata, en la habitación cerrada en la sombra. Allí puede acechar y explorar holgadamente, observar y convenir, tirar de los hilos y enredarlos mientras permanece impenetrable, hermético.
Éste es el último secreto de la fuerza de José Fouché, que, aunque anhela el Poder, la mayor cantidad posible de Poder, se conforma con la conciencia de su posición; no necesita sus emblemas ni su investidura. Fouché tiene amor propio desmesurado, pero no ansia de gloria; es ambicioso sin vanidad. La vara de lictor, el cetro de rey, la corona de emperador puede llevarlos otros tranquilamente, cede gustoso el brillo y la dicha de la popularidad. A él le basta con enterarse de la cosa, con tener influencia, con ser él quien manda verdaderamente sobre quien tiene la apariencia de mando, y, sin exponer su persona, hacer el juego emocionante, el juego tremendo de la política. Mientras los demás se ligan fuertemente a sus convicciones, a sus palabras y gestos oficiales, queda él, tenebroso y escondido, interiormente libre; es lo permanente en el proceso fugitivo de apariciones. Los girondinos caen, Fouché queda; los jacobinos son arrojados, Fouché queda; el Directorio, el Consulado, el Imperio, el Reino y otra vez el Imperio zozobran y desaparecen, pero siempre queda él, el único, Fouché, gracias a su refinado retraimiento y a su valor audaz para perseverar en la falta absoluta de vanidad.
Pero llega un día en el proceso mundial de la revolución, un día que no admite vacilaciones, un día en el que cada cual tiene que dar su voto terminante, concreto, con «sí» o «no»: el 16 de enero de 1793. La manecilla del reloj de la revolución señala mediodía. La mitad del camino está andado. Palmo a palmo se ha arrancado el Poder a la Monarquía. Pero aún vive el Rey, Luis XVI, aunque prisionero en el Temple. Ni ha sido posible dejarle huir, como esperaban los moderados, ni se ha conseguido que encontrase la muerte en aquel asalto al palacio realizado por la furia del pueblo, como secretamente deseaban los radicales. Le han humillado, le han quitado libertad, nombre y categoría; pero aún por su solo aliento, por su sangre heredada, es Rey, es el nieto de Luis XIV, y aunque ahora sólo se le llame desdeñosamente Luis Capeto, sigue siendo un peligro para la joven República. Por eso formula la Convención la pregunta de vida o muerte. En vano habían esperado los indecisos, los cobardes, los cautos, las personas del carácter de José Fouché, poder escapar por votación secreta de emitir su juicio definitivo. Robespierre exige terminantemente que cada representante de la nación francesa pronuncie su «sí» o «no», su Vida o Muerte, en medio de la Asamblea, para que sepa el pueblo y la posteridad el lugar que a cada uno corresponde: a la derecha o a la izquierda, en la bajamar o en la pleamar de la revolución.
Ya el 15 de enero, Fouché ha definido claramente su propósito. Pertenece a los girondinos, y el deseo de sus electores, netamente moderados, le obliga a pedir clemencia para el Rey. Pregunta a sus amigos, sobre todo a Condorcet, y ve que están todos dispuestos a evitar una medida tan irrevocable como la ejecución del Rey. Y como la mayoría está en contra de la sentencia, se pone Fouché, naturalmente, de su parte; la noche anterior, la del 15 de enero, lee a un amigo el discurso que piensa pronunciar para justificar su deseo de clemencia. Sentarse en los bancos de los moderados le obliga a ser así. Pero entre aquella noche del 15 de enero y la mañana del 16 transcurre una noche intranquila y agitada. Los radicales no han estado ociosos: han puesto en marcha la máquina de la rebelión de las masas, que saben dominar tan magistralmente. En los arrabales truenan los cañones del escándalo; las secciones llaman con sus tambores a las gentes del pueblo; todos los batallones irregulares de la rebelión, a los que recurren siempre los terroristas invisibles, que los mueven para alcanzar por la fuerza decisiones políticas y a los que pone en acción en pocas horas un gesto del cervecero Santerre.
Estos batallones de los agitadores de barrio son conocidos de las pescaderas y aventureros desde la gloriosa conquista de la Bastilla; se los conoce de la hora vil de los asesinatos de septiembre. Siempre, cuando hay que romper el dique de las leyes, se revuelve a la fuerza esta gigantesca ola del pueblo, y siempre lo arrastra todo consigo, irresistible, hasta a aquellos a quienes ha hecho surgir de sus bajos fondos.
Miles y miles cercan, ya al mediodía, la Escuela de Equitación y las Tullerías; hombres en mangas de camisa, el pecho desnudo, amenazantes, pica en mano; mujeres vociferantes, insultadoras, con carmañolas de rojo ígneo; guardia ciudadana y gente callejera. Entre ellos se multiplican los provocadores de la rebelión: Fournier, el americano; Guzmán, el español; Théroigne de Méricourt, esa caricatura histérica de Juana de Arco. Si pasan diputados sospechosos de votar por la clemencia, se vierte sobre ellos un diluvio de insolencias como cubos de basura, se alzan puños, se profieren amenazas contra los representantes del pueblo. Con todos los medios del terrorismo y de la fuerza bruta trabajan los amedrentadores para conseguir que la cabeza del Rey sea puesta bajo la cuchilla.
Y esa intimidación hace su efecto en todos los espíritus apocados. Medrosos, se aprietan en sus asientos los girondinos, a la luz oscilante de las velas, en esta noche gris de invierno. Los que ayer esperaban aún, decididos a votar contra la muerte del Rey para evitar la guerra con toda Europa, están intranquilos y desunidos bajo la enorme presión de la rebelión del pueblo. Por fin, ya bien entrada la noche, se verifica la primera citación de nombres, y —¡qué ironía!— le toca precisamente al jefe de los girondinos, a Vergniaud, al otras veces tan apasionado orador, cuya voz resuena siempre como un martillo sobre la madera vibrante de las paredes. Pero ahora teme no pasar, como jefe de la República, por bastante republicano si perdona la vida del Rey. Y él, que siempre fue bravo y furioso, se acerca a la tribuna, lento, pesado, la testa poderosa vergonzosamente inclinada, y dice en voz baja: La mort.
La palabra resuena como un diapasón por la sala. El primero de los girondinos ha fallado. De los demás permanecen firmes la mayor parte: trescientos entre setecientos votos se inclinan al perdón, a pesar de que saben que una actitud de moderación política requiere en esta ocasión mil veces más audacia que una firmeza aparente. La balanza oscila mucho: un par de votos pueden decidir. Por fin es llamado el diputado de Nantes, José Fouché, el mismo que aseguro ayer aún a los amigos que defendería con palabras inflamadas la vida del Rey, el que hace diez horas se manifestaba como el más decidido entre los decididos. Pero mientras tanto ha contado los votos el antiguo profesor de Matemáticas, y, buen calculador, Fouché ha visto que con ello daría un paso en falso, ligándose al único partido al que nunca habría de pertenecer: al partido de la minoría.
Ya no duda. Con sus pasos sigilosos sube ligeramente a la tribuna, y de sus labios pálidos se escapan, tenues, estas dos palabras: La mort.
El Duque de Otranto escribirá y pronunciará más tarde cien mil palabras para excusar, como una equivocación, estas dos palabras que le estigmatizan de regicida, de asesino del Rey. Pero estas dos palabras están dichas públicamente y, anotadas en el Moniteur, no se las puede borrar de la Historia ni de su vida, en la que serán memorables, pues significan su primera caída oficial. Ha traicionado alevosamente a sus dos amigos Condorcet y Daunou, se ha burlado de ellos, los ha engañado. Pero no tiene que avergonzarse de ello ante la Historia: otros más fuertes, como Robespierre y Carnot, Lafayette, Barras y Napoleón, los más poderosos de su tiempo, serán burlados por él en la hora de la desgracia. En este momento se descubre por primera vez en el carácter de José Fouché otro rasgo muy marcado: su osadía. Si deja traicioneramente un partido, no lo hace nunca despacio y cautelosamente, nunca se desliza con disimulo de las filas. Lo hace a la luz del día, con fría sonrisa. Con estupefaciente naturalidad se pasa directamente al antiguo adversario y acepta todas sus palabras y argumentos. Lo que creen y dicen los partidarios anteriores, lo que piensa la masa, el público, le deja completamente frío. Le importa una sola cosa: estar siempre con el vencedor, nunca con el vencido. En la rapidez de rayo de este cambio, en el cinismo sin medida de su transmutación, muestra una dosis de osadía que involuntariamente anonada y causa admiración. Le bastan veinticuatro horas, a veces una hora sola, a veces un solo minuto, para arrojar francamente la bandera de sus convicciones y desplegar con estrépito la contraria. No va con una idea, va con el tiempo, y mientras más ligero corra, más ligero le seguirá.
Sabe que sus electores de Nantes se indignaran cuando lean al día siguiente en el Moniteur su voto. Hay, pues, que arrollarlos, en vez de convencerlos. Y con esa rápida audacia, con esa osadía que le presta en esos instantes casi una aureola de grandeza, no espera la indignación, sino que se adelanta al asalto con un ataque. Al día siguiente de la votación manda imprimir un manifiesto en el que proclama ruidosamente, como su convicción más leal y sincera, lo que en realidad le ha sugerido el miedo a caer en desgracia ante el Parlamento: no quiere dejar a sus electores tiempo para pensar y calcular, quiere aterrorizarlos y amedrentarlos, dando el golpe con rápida brutalidad.
Ni Marat ni los más acalorados jacobinos son capaces de escribir de manera más sangrienta que este hombre, ayer aún tan moderado, a sus bravos, a sus buenos electores burgueses: «Los crímenes del tirano han sido descubiertos y llenan de indignación todos los corazones. Si no cae su cabeza enseguida bajo la espada, pueden caminar tranquilamente con las suyas erguidas todos los ladrones y asesinos, y el caos más terrible nos amenazara. Los tiempos están con nosotros y contra todos los reyes de la tierra». Así proclama la ejecución como necesidad inevitable quien el día anterior llevaba preparado en el bolsillo un manifiesto, probablemente igual de persuasivo, contra la ejecución.
Y, efectivamente, el astuto matemático había calculado bien. Como buen oportunista, conoce la irresistible gravitación de la cobardía; sabe que en todos los momentos políticos de la masa es la audacia el decisivo denominador de todo cálculo. Tiene razón: los buenos burgueses conservadores se agachan tímidos ante este manifiesto descarado e inesperado; confundidos y perplejos se apresuran a dar su consentimiento para una decisión con la que no están conformes interiormente en lo más mínimo. Ninguno se atreve a contradecir. Y desde aquel día tiene José Fouché en su mano la dura y fría palanca con la que dominará las más difíciles crisis: el desprecio a la Humanidad.
Desde esa fecha memorable, el 16 de enero, elige (por el momento) José Fouché, con su carácter de camaleón, el color rojo. El moderador se convierte de la noche a la mañana en archirradical y ultraterrorista. De un salto se encuentra en medio de sus adversarios, y una vez entre ellos decide colocarse en el ala extrema de la izquierda, en la más radical. Con una rapidez fantástica adopta este espíritu frío, este reseco burócrata, para no quedarse atrás, el lenguaje más sangriento de los terroristas.
Hace rigurosamente proposiciones contra los emigrados, contra los sacerdotes; azuza, truena, se enfurece, degüella con palabras y gestos. Verdaderamente, podría volver a hacer amistad con Robespierre y volver a sentarse a su lado; pero este hombre de conciencia incorruptible, de duro espíritu protestante, no ama a los renegados; con doble desconfianza repele ahora al tránsfuga, cuyo radicalismo ruidoso le es más sospechoso que su antigua moderación.
Fouché barrunta, con sentido atmosférico agudo, el peligro de tal vigilancia y ve acercarse días críticos. Aún se cierne la tormenta sobre la Asamblea y ya se insinúan en el horizonte político las luchas trágicas entre los jefes de la revolución, entre Danton y Robespierre, entre Hébert y Desmoulins; habría que decidirse de nuevo dentro del mismo radicalismo; pero a Fouché no le gusta comprometerse antes de que la declaración esté exenta de peligros y sea propicia a la ganancia. Sabe que hay situaciones en los momentos decisivos que domina un diplomático, lo más sabiamente, eludiéndolas. Así es que prefiere ausentarse del ruedo de la Convención durante la lucha y no volver a pisarlo hasta que ésta se haya decidido. Para fundar y justificar su retirada tiene la suerte de que se le presente con oportunidad una excusa honorable: la Convención elige doscientos delegados de su seno para que mantengan el orden en las provincias. Fouché, que no se encuentra bien en la atmósfera volcánica del salón de sesiones, hace todo lo posible por ser uno de los enviados y consigue ser elegido. Se le concede así una tregua. Puede tomar aliento. ¡Que luchen mientras tanto unos con otros, que se aniquilen entre sí haciendo lugar, haciendo sitio, con su apasionamiento, para él, soberbio y ambicioso! ¡Pero ahora, alejarse, evadirse, no tomar partido entre los partidos! Unos meses, unas semanas son mucho en aquellos tiempos en que el reloj del universo corre frenéticamente.
Cuando llegue el momento de volver estará decidida la suerte y entonces podrá situarse tranquilamente y sin peligro al lado del vencedor, en su partido de siempre: en la mayoría.
Se ha estudiado poco la historia provincial de la revolución francesa. Todas las descripciones concentran la atención pasmada en la esfera del reloj de París, donde solo es visible el signo de la hora. Pero el péndulo que regulariza su marcha sostiene su eje en el país y en el ejército. París no es más que la palabra, la iniciativa, el motor; pero el país inmenso es la acción, la fuerza decisiva y continua.
Pronto reconoce la Convención que el tempo revolucionario de la capital y el del país no coinciden. Los lugareños, los habitantes de las aldeas y de las montañas, no piensan con la misma rapidez que las gentes de la capital. Absorben más despacio y con más cuidado las ideas y se las apropian a su manera.
Lo que en la Convención se convierte en ley en una hora, se filtra despacio, gota a gota, por el país, y casi siempre adulterado y diluido por la burocracia realista provincial, por el clero, por los hombres del antiguo régimen. Por eso hay siempre una hora de atraso en las regiones respecto a París. Si gobiernan en la Convención los girondinos, aún elige la provincia realista; cuando los jacobinos triunfan, empieza el acercamiento espiritual de la provincia a la Gironde. Inútiles son contra esto todos los decretos patéticos, pues sólo lenta y tímidamente se abre paso la palabra impresa hasta la Auvergne y la Vendee. Así acuerda la Convención desplazarse en verbo y presencia activamente a la provincia para avivar el ritmo de la revolución en toda Francia, para dar jaque al tiempo vacilante y casi antirrevolucionario de las comarcas rurales. Elige de su propio seno doscientos delegados que deben representar su voluntad y les da poderes casi ilimitados. Quien lleva la banda tricolor y el sombrero de pluma roja tiene derechos de dictador. Puede cobrar contribuciones, pronunciar sentencias, pedir reclutas, destituir generales; ninguna autoridad puede oponerse al que representa con su persona, santificada simbólicamente, la voluntad de la Convención Nacional íntegra. Su poder es ilimitado, como antaño el de los procónsules de Roma, que llevaron a todos los países sometidos a la voluntad del Senado. Cada uno es un dictador, un soberano, contra cuyo fallo no se puede apelar ni recurrir.
Enorme es el poder de estos embajadores escogidos; pero enorme también su responsabilidad. Dentro de la provincia que se les asigna parece cada uno un rey, un emperador, un autócrata. Pero detrás de su nuca manda su destello siniestro la guillotina. El Comité de Salud pública vigila cada queja y pide implacablemente a cada uno cuentas exactas sobre la administración de los fondos. Contra el que no muestra suficiente energía se aplicaran duras sanciones; quien, por otra parte, se deja arrastrar por una furia excesiva, también ha de esperar su castigo. Si prevalece el terrorismo, toda medida de este género se considerará acertada; si se inclina la balanza hacia la clemencia, se juzgará, en cambio, como improcedente. Señores, en apariencia, de todo un país, son en realidad verdaderos siervos del Comité de Salud pública y están sometidos a la tendencia que rige la hora. Por eso miran de soslayo, con el oído atento a las señales de París. Mientras deciden sobre la vida y la muerte de los demás, han de estar alerta para conservar la propia vida. No es, ni mucho menos, un cargo fácil el que aceptan. Igual que los generales de la revolución ante el enemigo, saben todos que sólo una cosa los salva de la afilada cuchilla: el éxito.
En el momento en que Fouché es enviado como procónsul, se inclina la balanza del lado de los radicales. Así, pues, matiza Fouché su acción en el departamento de la Loire-Inférieure, en Nantes, Nevers y Moulins, con un tono rabiosamente radical.
Truena contra los moderados, inunda el país con un diluvio de manifiestos, amenaza a los ricos, a los timoratos, de la manera más cruel; pone en pie regimientos enteros de voluntarios bajo presión moral o efectiva y los manda contra el enemigo. En fuerza organizadora, en rápido conocimiento de la situación iguala, por lo menos, a cada uno de sus compañeros; en audacia verbal los supera a todos.
Porque —y esto hay que anotarlo— José Fouché no permanece en un margen de cautela, como los célebres campeones de la revolución, Robespierre y Danton, ante la cuestión de la propiedad eclesiástica y privada, que aquéllos declaran aun respetuosamente «invulnerable». Fouché se traza decididamente un programa radical, socialista y comunista. El primer manifiesto comunista claro de la época moderna no es, por cierto, el célebre de Carlos Marx, ni el «Hessische Landbote», de Jorge Buechner, sino la tan desconocida «Instruction de Lyon», intencionadamente olvidada por la historiografía socialista, y que lleva las firmas de Collot d’Herbois y Fouché, pero que, sin duda alguna, fue redactada sólo por éste. Tal documento enérgico, que en sus postulados se adelanta a su época en cien años —y que es uno de los más sorprendentes de la revolución—, bien merece la pena de ser sacado de la sombra. Aunque pretenda atenuar su significado histórico el hecho de negar desesperadamente más tarde el Duque de Otranto las palabras escritas como simple ciudadano José Fouché, siempre definirán éstas su credo de antaño. Visto como documento de la época, se nos presenta Fouché como el primer socialista verdadero, como el primer comunista de la revolución. Ni Marat ni Chaumette han formulado los más audaces postulados de la revolución francesa, sino José Fouché. Con mayor claridad y agudeza que la mejor descripción, ilumina su texto el retrato espiritual de Fouché; en otras ocasiones —casi siempre— parece desleírse en una zona de penumbra...
Esta «Instruction» comienza audazmente con una declaración de infalibilidad justificativa de todas las osadías: «Todo les está permitido a los que actúan en nombre de la República. Quien se excede en cumplirlas, quien aparentemente pasa del límite, aún puede decirse que no ha llegado al fin ideal. Mientras quede sobre la tierra un solo desgraciado, debe proseguir el avance de la libertad».
Después de este preludio enérgico, en cierto sentido ya maximalista, de Fouché, la siguiente definición del espíritu revolucionario: «La revolución está hecha para el pueblo; pero no hay que entender por pueblo esa clase privilegiada, por su riqueza, que ha acaparado todos los goces de la vida y todos los bienes de la sociedad. El pueblo es únicamente la totalidad de los ciudadanos franceses, sobre todo esa clase social infinita de los proletarios que defienden las fronteras de nuestra patria y que sustentan a la sociedad con su trabajo. La revolución sería un absurdo político y moral si no se ocupara más que del bienestar de unos cuantos cientos de individuos y dejara perdurar la miseria de veinticuatro millones de seres. Por eso sería un engaño afrentoso a la Humanidad el pretender hablar siempre en nombre de la igualdad, mientras separa aún a los hombres desigualdades tan tremendas en el bienestar». Después de estas palabras introductivas desarrolla Fouché su teoría preferida: que el rico, mauvais riche, no será nunca un verdadero revolucionario, nunca un republicano leal; que toda revolución, nada más que burguesa, que deje persistir las diferencias de bienes, tendría que volver a degenerar inevitablemente en una nueva tiranía, «porque los ricos se tendrían siempre por otra clase de seres». Por eso exige Fouché del pueblo la energía más extremada y completa, la revolución integral. «No os engañéis: para ser un verdadero republicano, tiene que sufrir cada ciudadano en sí mismo una revolución parecida a la que ha cambiado la faz de Francia. No puede quedar nada común entre los vasallos de los tiranos y los habitantes de un país libre. Por eso tienen que ser completamente nuevas todas sus obras, sus sentimientos y sus costumbres. Estáis oprimidos y debéis aniquilar a vuestros opresores; habéis sido esclavos de la superstición eclesiástica, y no debéis tener otro culto que el de la Libertad... Todo el que permanece al margen de este entusiasmo, que conoce alegrías