Fragmentos de un cosmonauta - Luis Torres - E-Book

Fragmentos de un cosmonauta E-Book

Luis Torres

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Beschreibung

Estamos hechos de fragmentos entrelazados unos con otros para así formar nuestra historia. Cada uno de ellos puede contener diferentes sentimientos, decisiones, personas, circunstancias. Algo tan sencillo como una maqueta, tan nostálgico como un peculiar amigo de la infancia o tan impactante como romper lazos con quienes nos han dañado. De estos pequeños fragmentos se conforman los relatos que habitan en este libro. Voces que letra a letra escriben un fragmento de su historia para hacer eco en la nuestra.

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Seitenzahl: 235

Veröffentlichungsjahr: 2023

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Luis Torres

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Celia Jiménez

ISBN: 978-84-1181-775-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

Me estás matando,

y estás evitando que muera.

Eso es amor.

Mahmoud Daréis

.

Para el lector:

Los hechos narrados a continuación son ficcionales.

La violencia y la tortura no deben ser toleradas en ninguna circunstancia.

Las enfermedades mentales tampoco deben ser tomadas a la ligera.

Si conoce algún caso relacionado, recomendamos acudir a las autoridades pertinentes.

1

Tengo la peculiar habilidad, o quizá discapacidad, para percatarme de los detalles en mi entorno. Por ejemplo, en el pasillo que conduce al apartamento de Juana, corre el murmullo de las aguas residuales, con todo su cloro, las bacterias coliformes y, por supuesto, la materia fecal que se acumula en las tuberías. De la misma manera, es de una cotidianidad alarmante el aullido de un perro en la vivienda de al lado. Rasca el suelo con sus uñas gruesas, como si intentara desenterrar un cadáver. Las moscas, los zancudos y las polillas protagonizan una disputa por el control de una bombilla moribunda. Esta parpadea cada vez más lento, como si su luz se extinguiera en el inexorable paso del tiempo, mientras el revoloteo de sus alas crea un eco extraño, confundiéndose con el retumbar de mis nudillos en el portón.

Espero ansioso, mordiendo mis uñas, a que responda. ¿Abrirá algún día? ¿Cuánto tiempo podré esperar aquí? Me parece que las paredes me cercan, que se llevan mi aire y que me desvaneceré, envuelto en una terrible asfixia; lo primero que llama la atención de Juana es que parece ajena al tiempo de los demás; ella vive a su ritmo, lento y sin preocupaciones. Se tarda cinco o diez minutos en abrir. Ni siquiera se molesta en avisar que viene en camino o que está ocupada. Tal vez esto ocurra en todas sus interacciones sociales (empiezo a creer que la gente la tolera solo porque es atractiva e ignoran sus malos hábitos al relacionarse con nosotros, los del común). O también podría ser que se comporte exclusivamente así conmigo y que yo no le importe ni un poco.

¿Qué más puedo decir de ella? Cruzamos destinos desde el comienzo del semestre, cuando se presentó en mi aula luciendo una minifalda y una blusa transparente que dejaba al descubierto su brasier de encaje. Fue imposible no enamorarse a primera vista de aquel ángel traído por el mismo Dios. No obstante, lo curioso detrás de su fachada es la extravagancia de su personalidad; a veces entra en euforia (habla a toda voz y se ríe con un estruendo que acalla cualquier ruido a su lado); y otras, deja de contestar durante semanas enteras. Su apartamento también cambia con ella: reorganiza los muebles de acuerdo con su estado de ánimo, hace dibujos en las paredes, que luego borra con acrílicos, y cuelga pinturas (cada vez más abstractas) de artistas que, según cree, reencarnaron en ella para transmitir un mensaje.

Cuestiono la estabilidad de nuestra relación. Si su entorno es tan volátil, ¿por qué me quiere entonces? ¿Debería mantenerme lejos? Si me lo preguntas, por mi cabeza no cruza la idea de separarnos: podría jugármelo todo por un minuto a su lado. A decir verdad, lo hago, pongo mi pellejo en la bandeja de plata solo por verla unos instantes. No me importa distanciarme de mi familia (he dejado de visitar a mis padres por Juana), y ni hablar de Luz, mi esposa. Nos distanciamos desde hace años: parecemos más dos compañeros de cuarto que una pareja amorosa.

De la misma forma, la invasiva de Juana en mi vida se ha hecho mella hasta la universidad, en la cual, antes de empezar a dar una clase, debo resguardarme en el lavado para contemplar la foto que me envió una noche que estaba borracha. Allá, en mi pantalla, está ella, abierta de piernas, mostrándome lo profundo de su carne. Sus ojos son de éxtasis: los mismos que pone cuando me la chupa. Me mira y me recuerda a un mártir: como cuando Jesús, en su lecho de muerte, observó al cielo buscando a Dios. Esa es Juana, la mujer de ensueño a la que le fascina la idea de complacerme.

De un momento a otro, con cierta pereza, gira la llave para aparecer en el portal. Lleva una toalla enredada en su pelo, el resto del cuerpo lo tiene desnudo, pues acaba de salir la ducha. Me da un beso en la mejilla, recibe sonriente la flor que le llevo. Espero que entienda el simbolismo del color: el carmesí representa los deseos sexuales. Ella la pone sobre el comedor y no en un jarrón, como debería ser. Se mete al cuarto y me pide que la espere, pues justo quería hablar conmigo.

Esta mujer me hace sentir querido, en casa. Con mi esposa llevo una vida monocromática; en apariencia, somos asquerosamente perfectos, pero cuando llegan los silencios hogareños, nos quedamos sin nada que decir. Compartimos la cama como dos desconocidos que se cruzan palabras para tolerarse y, más allá de eso, no hay una interacción real. Por otro lado, con Juana tengo una conexión cósmica, traída de otro universo.

—Quiero que cumplas cualquier fantasía que tengas conmigo —me dice, al mismo tiempo que me invita hacia su habitación. Lleva puesta una tanga roja que hace juego con el color de mi regalo. ¿Acaso comprendió el mensaje detrás de la flor? Mi corazón bombea y empuja la sangre por todo mi cuerpo. Me siento más que listo para nuestro encuentro, así que le susurro (un poco inseguro) la idea que me ha rondado desde mi adolescencia: deseo utilizar su consolador, en una suerte de penetración doble en la que, por supuesto, yo tomaré la parte de atrás. Quiero que sea completamente mía, que todos sus orificios sean la víctima de mis fetiches.

—Pero me va a doler —replica con una voz inocente, al mismo tiempo que se pasa la lengua por los labios.

Seré gentil, seré bueno.

Una vez alcanzamos la alcoba, me empuja con fuerza a su cama. Reboto sobre el colchón y me es imposible incorporarme, pues Juana se sienta a horcajadas sobre mí. Su cuerpo, todavía empapado, se mece con un ritmo frenético sobre mi ropa. Desabrocho mi camisa con prisa a la vez que ella completa una danza con su cadera y levantando los brazos. Sus manos se acarician y sus pechos se balancean al unísono con mi respiración. Estoy absorto en lo perfecto de su piel, en los lunares que circundan su cuerpo como adornos que le dan vida a su cutis; y me vienen a la mente esos desiertos que desembocan en una playa paradisiaca; pienso en la travesía de un astronauta hasta llegar a un planeta desconcertante; imagino que toda mi vida es un largo camino que acaba aquí, en el paraíso.

—Tres dedos —dice de repente—, antes no.

Utiliza la lengua para lubricar mi índice y lo lanza contra ese agujero constreñido y apestoso. La saliva cumple su función haciendo que la punta del dedo entre sin esfuerzo.

Pero no es suficiente.

Seré gentil, seré bueno.

En un estado de trance, del que me cuesta mucho controlarme, la hago a un lado y me trepo sobre ella. Con un movimiento ágil, arranco lo que queda de mi ropa y la penetro de una sola embestida. Juana gime de dolor, pues no estaba preparada. No lo hago por detrás como quería: su vulva me absorbe como un agujero negro tragando cada átomo de mi cuerpo. Y, como cualquier superestructura del universo, me envuelve y me fascina. Aquí no importa la luz, así que cierro los ojos para concentrarme en los movimientos de sus músculos, masajeando mi falo, hasta que sucede: la gran erupción, el estallido volcánico. Me vacío en ella en un estertor furioso, gruño como el estallido de una supernova en el espacio. Entonces la miro a los ojos y me disculpo por hacerlo tan rápido.

Por terminar adentro.

Aunque intente seguir, mi cuerpo está cansado y flácido. Juana me da un comprensivo abrazo y plasma un beso húmedo en mi frente.

—¿Te gustó?

Ella asiente en silencio.

—¿Pasa algo? —la cuestiono inseguro, tal vez fue demasiado rápido.

Afuera pasa una ambulancia a toda velocidad. Estoy mirando su techo y esta versión me encanta. Pienso en todas las camas en que me he acostado y todas las bombillas que he visto. Ninguna me produce tanta tranquilidad como esta. Suspiro hondo: empieza mi lenta recuperación antes de volver a intentar no venirme dentro de ella. De repente, el silencio se quiebra con su voz en un tono bajo, casi inaudible:

—No quiero que te sientas mal —dice mientras dibuja círculos en mi pecho—, pero ya no nos podemos ver.

Tardo unos segundos en comprender su mensaje.

Imagino que estoy en una nave espacial que está despegando. Soy un piloto que mira hacia el cielo y se pregunta si saldrá con vida de esta. La atracción de la tierra me lleva hacia atrás y siento que la gravedad me retiene en tierra. Cuento mentalmente de diez a uno; si supero ese conteo, significa que no exploté en el aire.

Diez. Esto no es real.

Diez. No me puedo mover.

Diez. La cama me traga.

—¿Qué? —digo, como si no la hubiera escuchado.

—Esto se terminó, Fabio. Cumplí tus fantasías y ya encontré a alguien, quiero estar firme con la relación.

Imagino la lista de hombres con los que se podría acostar. ¿Qué tienen ellos que yo no?, ¿juventud, dinero, un mejor cuerpo?, ¿se lo hacen mejor que yo? Me fijo, de reojo, en mi pene, pequeño y arrugado. ¿Lo tienen más grande? Juana me dice que va a tomar una ducha, que me puedo ir cuando quiera. La tomo de la mano antes de que se levante.

—No me dejes así, mi amor —le suplico evitando llorar—, yo te amo más que a mi vida.

Diez. Si lo patético tuviera un rostro, ese sería yo.

Juana me suelta con asco, se da la vuelta y alcanzo a notar que mi esperma se derrama por su entrepierna. Contengo la respiración mientras la dejo ir. Dejé mi ropa por toda la habitación, como diciendo «este lugar me pertenece», y me siento humillado si la tengo que recoger por última vez. La tensión se me sube, esto lo sé porque las manos me tiemblan sin parar y el rostro se me pone rojo. Con mis mejillas pintadas de rosado por el riego sanguíneo y los ojos atrofiados para parpadear, me grabo los detalles más insignificantes del techo.

Me quedo en su cama, intentando a toda costa caer en un llanto profundo. Además del techo, me grabo los detalles de su habitación para extender mi tortura; en la cabecera suele pegar estampitas que encuentra en las chocolatinas, son paisajes de todo el país. Arriba hay un cuadro que pintó hace unas semanas (demasiado abstracto para mi gusto), y en un escritorio exhibe, con cierto orgullo, todos sus peluches. Hay uno que me llama la atención: es un perro de pelaje rosado, suave y brillante. Este es un juguete que no había visto. Sobre el pecho tiene una nota.

Con amor, para mi bebé.

Arrugo la página entre mis manos. La frustración me supera y, al fin, lloro, como hace muchos años no lo hacía. Con la nariz mocosa e intentando evitar el gimoteo, busco mi ropa interior (que yace enredada en mis pantalones) y me la pongo con la misma prisa que me la quité. Estar vestido me sienta bien: recupero la confianza si no veo mi minúsculo problema.

Al dar dos pasos afuera de su apartamento, me siento en una larga pesadilla que se acaba de poner en movimiento. La realidad se nubla, mis ojos están cundidos por sombras, y mi cuerpo es un ser extraño que no me pertenece. Los detalles me aplastan: la tubería, que nunca voy a escuchar de nuevo, suena con más fuerza; el perro al que nunca voy a conocer rasca la puerta y chilla, como si estuviera a punto de ser asesinado. Las moscas me rondan la cara y se pegan a mi ropa. No estaría mal llevarme un par de sus huevos para que florezcan en mi casa. Las llamaría Juana, las moscas. Juana, el insecto.

Juana, el descenso del diez hasta el cero.

La puerta se cierra a mi espalda. Aquel portal que no volveré a abrir, el pasadizo hacia el pasado, hacia lo imposible. Emprendo mi camino como quien viaja en el tiempo y descubre una realidad alterna que no le pertenece. Meto la llave en el auto, me quedo viendo al vacío unos segundos y empiezo la marcha del descenso. En la carretera, pongo el celular entre mis piernas. Tal vez Juana cambie de opinión. Tal vez su nuevo amante la deje. Deseo que regrese a mí y que me ame, que me necesite.

Diez. Control a tierra: quisiera que cualquiera me amara.

Cualquiera que yo pueda amar de regreso. Le he dado vueltas a este asunto: me causan una enorme curiosidad mis deseos. Yo sé (de verdad lo sé) que no soy el mejor prospecto de hombre. Deberías verme, tengo este cuerpo viejo, ya arrugado y arruinado por los años. Estoy adornado por una personalidad sumamente frágil y extraña. Soy aquel raro que habla de ciencia ficción y de filosofía en las primeras citas. Lo peor de todo es que me cuesta esconder mi necesidad de ser amado. En mi superficie se nota que deseo que alguien me quiera. Lo verdaderamente curioso (y aquí voy a mi punto) es que la persona que quiero tiene que cumplir ciertos ideales: debe darme orgullo presentarla a mi familia.

Cuando me aproximo a una nueva amante, me imagino el momento en que me descubra mi esposa. Ella diría: «¿Me engañas con esta? Más joven, esbelta e inteligente que yo».

Sería capaz de presumirla ante mis padres.

Diez. Esta es mi amante; y si una mujer de este calibre puede amarme, cualquiera lo haría.

Incluso ustedes: papá y mamá. Mis viejitos. Estarían orgullosos de ver que puedo triunfar y que no estoy estancado en un trabajo que no me hace feliz, con una esposa regordeta, a la que gusta cortarse las uñas en la cama. No hay nada más desesperante que el cortaúñas a medianoche.

Conduzco rápido, como si intentara huir, como si fuera un ladrón, como si fuera capaz de olvidarme de mí mismo. Aprieto el pedal con el zapato (los mismos que me acabo de poner en la casa de Juana) e ignoro los límites de velocidad. Giro con fuerza para adelantar a una tortuga que opaca mi escape, y el sonido del derrape no logra asustarme. Quiero ir rápido, que nada me detenga. Tengo este terrible deseo que los otros estén orgullosos de mí, de sobresalir, de tener una buena pareja, de ser importante en mi campo profesional, de que mis estudiantes me admiren. Pero todo lo que veo es este cascarón hueco que me sostiene: roto, pero imposibilitado para salir.

Paso con furia un semáforo en rojo, aprieto el acelerador. ¿Qué más da? Si no puedo ser aceptado, si estos deseos básicos e insignificantes no pueden ser cumplidos, ¿qué más da? Mis lagrimales cubren mi visión con un líquido que no quiero que salga. Lloro de forma involuntaria y miro al sol que se esconde a toda velocidad entre unos nubarrones espesos y sombríos. Va a llover de nuevo, siempre llueve.

Levanto la frente para encontrarme con una curva cerrada. Le doy vuelta al timón con fuerza, recuerdo que no tengo el cinturón de seguridad. ¿Qué más da? Cierro los ojos y el auto choca de lado contra un poste. El golpe se ubica en la puerta de atrás: queda aplastada de inmediato. No me duele nada, excepto mi ego. No me duele el cuerpo, pero siento que me voy a morir.

Diez. Tengo un hematoma en la cara, pues se me paraliza paulatinamente: primero, el cuero cabelludo; luego, la frente; y por último, las mejillas.

Mi cabeza chocó con la ventana lateral. Salgo a la calle, mareado y exhausto. Los chismosos se acercan y me preguntan qué pasó.

«Iba como loco».

«Es que no respeta la vida».

Saco, tembloroso, el paquete de cigarrillos del bolsillo trasero de mi pantalón. Inhalo el humo hasta llenar mis pulmones. Llevo la mano hasta mi cabello y descubro, con un horror silencioso, que hay un punto de sangre.

Un momento incierto después, la aseguradora me dice que una grúa se va a llevar el auto. Aparece la Policía de repente y revisan mis documentos. No iba borracho ni bajo el efecto de ninguna droga, así que digo que el asunto fue un descuido. Que el freno no me sirvió. Que la curva es muy cerrada. Que la ciudad está mal construida. Les pido que no llamen a una ambulancia.

La razón real es que quería despegar de mi nave, largarme de este mundo.

Las gotas empiezan a caer sin demora. Estoy en la calle, solo, esperando a que el cigarrillo no se apague. La gente se aleja, la Policía se resguarda bajo una pequeña cafetería al otro lado de la calle. Y yo me quedo aquí, con las medias mojadas y los hombros pesados, hecho un desastre, un andrajo de ser vivo. Me pego a un poste y espero a que el trámite termine. Cuento mentalmente.

Diez. La tierra empuja hacia adentro.

Diez. Esto no está pasando.

2

El encargado de la grúa porta unas gafas negras. Me dice que se lo va a llevar a no sé dónde y que tengo que llamar a no sé quién para recuperar el auto. Me da también el número personal de un taxista amigo suyo para que regrese a casa, pues según él, «parezco desanimado».

—Es un excelente psicólogo —dice—, pero se cagó la carrera por ser poco profesional, usted me entiende.

No le entiendo. Guardo la tarjeta para no parecer grosero. El auto se va y me quedo, casi de noche, en la calle, viendo al cielo gris y aburrido. No tengo a donde ir más que a casa. Las avenidas están atestadas y levanto la mano para que un taxi pare.

—Voy al norte —menciono por la ventana al conductor.

—Para allá no voy —me responde con fastidio y arranca.

Maldigo a esta ciudad y a sus costumbres malsanas. Entiendo que podría pasar aquí la próxima hora, al menos hasta que la noche se haga más oscura y profunda. El tipo de la grúa tenía razón: sería razonable llamar a su amigo. El teléfono timbra, lento y seguro. Del otro lado, alguien levanta una bocina.

—Taxis Rodríguez y asociados. ¿En qué le puedo ayudar?

—Necesito un taxi —respondo irónico. Es estresante que la voz sea tan afeminada. Le doy la dirección y promete estar en quince, tal vez diez minutos, aquí. Diez, qué número tan curioso. Mientras espero, intento contar del diez hacia atrás, pero no consigo bajar ni un solo dígito.

Diez. Imagino a Juana en los brazos de otro hombre.

Diez. Ella gime a su oído y le dice que lo ama (esto nunca me lo dijo a mí).

Es más, ahora que reflexiono, nunca tuvo un buen gesto conmigo. Para dar un ejemplo, cada vez que nos encontrábamos le declamaba lo hermosa que se veía y cómo su vestimenta realzaba sus ojos verdes. Otras veces, le llevé dulces (un gesto pequeño, pero gesto, al fin y al cabo). La llamaba todas las mañanas y le deseaba un buen día. Siempre invité la cerveza yo. La comida la pagué con mi plata. Ella no se atrevió, ni siquiera, a mencionar que yo me veía bien. Nunca me dio ningún regalo, más allá de cumplir mis fantasías sosas. Nunca, nunca me había sentido tan avergonzado conmigo mismo.

A pesar de todo esto, mientras el día termina, deseo que me recuerde como algo bueno. Luego me entra el terror de sus conversaciones futuras con su novio actual: «Ni siquiera era tan bueno en la cama», «Estaba con él por lástima», «Se vino adentro en menos de un minuto».

Diez. Pobrecito, se veía tan solo.

Diez. No tenía ni un solo amigo.

Diez. Me inspiraba lástima.

Diez. Era patético.

¿Qué se siente estar con alguien por lástima, Juana? ¿Qué se siente ser tú? Tengo el fuerte deseo de llamarla y suplicarle una explicación. Quisiera escucharla decir que soy bueno, más que bueno, que lo fui todo para ella, y que solo me cambia porque siente la presión familiar. Que nadie la haría más feliz. Que me quiere de regreso y que todo fue un error.

Escribo su número con mis dedos temblorosos en la pantalla del celular, lo sé de memoria. ¿Sabrá ella el mío? Justo antes de presionar la tecla verde, aparece el taxi con sus luces resplandecientes. Sale de la nada, como un fantasma, y se detiene haciendo sonar el claxon. Reviso las placas y me subo sin quitar la vista de mi teléfono. No, no debería llamar aquí. El taxista podría escucharme y darse cuenta de lo patético que llego a ser. La llamaré mañana por la mañana, eso suena mejor.

Sin embargo, en medio de mi afán y frustración, no me doy cuenta de que el conductor es una mujer. Tiene el cabello rubio, desorganizado; la cara delgada; los ojos coquetos; y los labios gruesos. Me pregunta con una linda sonrisa a dónde voy. Entrego la dirección y le doy detalles de cómo llegar. Ella me cuenta que ya conoce cada rincón de esta fétida ciudad.

Todavía con el dolor por lo de Juana, me digo que nadie podría amarme. Ni siquiera una taxista. Así que, para evadir mis pensamientos, le cuento la historia de cómo obtuve su número. Y, sin pena alguna, pregunto por su carrera de Psicología:

—Ese es mi papá, yo lo estoy reemplazando mientras regresa.

—¿Cuándo vuelve?

—En unos años, lo metieron preso por supuesto tráfico de estupefacientes, pero yo sé que lo incriminaron.

La ciudad avanza lenta en todas las direcciones. A través de la ventana, contemplo las luces que se reflejan en las gotas de agua y en los charcos. Los vendedores ambulantes caminan entre el barro y la marea de autos. Hay un tapón de autos, imposibles de superar. Estamos atascados, estoy atascado. ¿Cómo se arranca uno el corazón para que ya no le duela?

—Me llamo Paulina, como la protagonista de El jugador.

—¿El libro de Dostoyevski?

—Así es. A mi papá le gustaba estudiar el comportamiento humano a partir de la literatura. Puede sonar chistoso, pero tengo este sueño infantil de ser escritora.

—Es curioso, yo soy profesor de Literatura.

Cruzamos miradas por el retrovisor durante un segundo, pero un segundo sempiterno en el que no hay parpadeos. Las luces nos cruzan el rostro y un semáforo la alumbra con su verde fluorescente. Observo que tiene un leve gesto de ansiedad en las cejas (las mueve con un tic nervioso). Me pregunto si realmente pone sus esperanzas en escribir, si me ve como alguna clase de redentor.

—Si algún día quieres a alguien que te lea, aquí me tienes, Paulina.

Noto un leve gesto de aprobación: era todo lo que necesitaba, que otra persona me reconociera, más aún con la debilidad a flor de piel. Nuestro segundo se hace más extenso de lo que puedo imaginar y Paulina no me contesta, tan solo utiliza monosílabos. ¿Habrá notado mi desesperación? Seguimos el camino sin más que decir, las luces se tornan oscuras y los caminos hasta mi casa parecen desolados. Pienso en una ciudad muerta, con personas derruidas y almas en pena que deambulan por callejones siniestros. Avanzamos, como perdidos en el tiempo, hacia ningún lugar, en el silencio más extremo del vacío espacial. Paulina es el espacio, lo que está arriba de mí.

Y todavía no la puedo alcanzar.

Diez. El auto se detiene.

Diez. Paulina me dice que le escriba alguna vez.

Diez. La puerta de mi hogar.

Diez. Mi cabeza todavía sangra.

Luz, mi esposa, está en la sala con el televisor prendido. Debe ser la hora de El desafío, ese programa sobre retos físicos y castigos inhumanos, en donde el premio es una cantidad irrisoria de dinero. Ni siquiera se voltea para verme. Yo llego a casa alunizado, desgarrado en cuerpo y en alma, con el torso frío por la ausencia de un abrazo. Y la saludo, sí, nada mejor que un saludo. La voz me tiembla, pero Luz ni se da por enterada. Me meto al baño e intento orinar: nada sale.

Aunque hago fuerza y siento el líquido retenido en mi vejiga, no aparece ni una gota. Estoy maldito. Hoy ha sido el peor día de mi vida. ¿Sabes cuál es la peor parte de hoy? Que presiento que se va a extender durante semanas y meses, al menos hasta que encuentre algo que me haga sentir mejor.

Soy un especialista en hacerme daño, en los bajones y las caídas libres. Me recupero, casi siempre, pero me cuesta eternidades. Siento cómo el corazón me brinca en el pecho: debo estar ansioso. Ya sabes, el estrés sube mi ritmo cardiaco y debo detenerme a respirar. El problema es que no me quiero detener. Ojalá me dé un infarto, pues siempre se puede poner peor.

Meto la ropa mojada en la lavadora y camino por el apartamento en calzoncillos y medias. Tomo leche del envase, sin servirla en un vaso, como lo haría la gente educada. Como lo haría el novio de Juana o el esposo perfecto de Luz. Soy el defectuoso, el desastre, el que no vale la pena.

—¿Podrías usar un vaso? —pregunta irritada.

Sí, podría usarlo, pero no se me da la gana.

—Pedí comida, mi mamá va a venir con mis hermanos para cenar.

Lo había olvidado, hoy es la cena familiar. La terrible reunión a la que no iba a asistir. La familia de Luz siempre me ha detestado, y con razón: se casó con un perdedor que ni siquiera le puede hacer un hijo. El día se alarga, mi pesadilla se hace gigante; tengo que inhalar y exhalar antes de infartarme.

Me resguardo en el baño, un poco alterado por la noticia. Necesito dejar de ser yo, dejar de fallar en todo, quiero estar fuera de mi piel. Rebusco un envase en la cómoda inferior. Allá, en donde se guardan los rollos de papel higiénico, escondí una carpeta con documentos nada importantes. La abro con desespero y encuentro mi pasaje para dejar de ser yo: un cuadro de LSD. No lo pienso dos veces y lo pongo debajo de mi lengua.

Salgo como si nada y me visto. Debo utilizar el traje gris que es el que le gusta a Carlota, la vieja mamá de Luz. De seguro vendrá su hermano con la esposa y el insoportable niño. A ellos les gusta verme de ese color, como un reflejo exterior de lo que siento. Mi mundo es sombrío y agobiante. Está claro que, para ellos, soy el perdedor de la familia. El adolescente que nunca creció y sigue pensando en historias de fantasías y en libros que no ayudan a nada al mundo.

Diez. Me sube un cosquilleo en las manos.

Tengo, también, la constante necesidad de dejar de ser yo mismo. Me llevo en mi piel como quien lleva a un muerto en sus hombros y se pudre con rapidez. Me veo en una playa lejana, sosteniendo un mojito mientras el sol se oculta entre las montañas. Me veo como un monje atravesando un monasterio para la primera lectura del Sutra del corazón (ese que habla sobre la vacuidad). Y también como la prostituta que mendiga unos centavos en alguna noche triste, justo igual a esta. Me veo en la piel de cualquier otro que no sea este Fabio Martínez, adicto a la literatura y a algunos opioides. Al que nadie ama: el perdedor de dos familias (la mía y la de mi esposa), además del solitario al que pueden usar y dejar botado en la calle, como lo hizo Juana.

Mi esposa tiene un gran ojo para el detalle; está obsesionada con el orden de la casa, con que la ropa esté doblada en el cajón que corresponde, con usar las palabras correctas en el momento preciso, con peinar su cabello con la técnica que le enseñó su abuela, con vestirse a la altura y parecer perfecta. Lo único que arruina su estilo arribista soy yo. Desaliñado y encorvado, diciendo lo que no quiero decir y haciendo que se avergüence y se arrepienta de haberme dado el «sí» para la boda. Su peor decisión, según lo interpreto.