Frankie - Antonio Malpica - E-Book

Frankie E-Book

Antonio Malpica

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Beschreibung

La novela clásica de Mary Shelley, como nunca te la habían contado… (en serio) Víctor Frankenstein, anatomista, químico y… profanador de tumbas, ha decidido violar la ley última de la vida: la muerte. En su improvisado laboratorio (ejem, dormitorio universitario) ha conseguido reanimar un gigantesco ser antropomorfo: ¡UN MOOONSTRUUUO! ¡Qué drama! Ahora Víctor será perseguido por una sombra que le reclamará lo que le toca: vivir, amar, saberse amado, representar a Hamlet... (es decir, lo usual). Y Otto, el fruto del experimento maldito, está empeñado en conquistar a la niña de sus ojos, un plato de panqueques a la vez (¡con mucha miel, por favor!).

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Para Juan, Javier, Quique y Roger.Por el tiempo de las películasde Boris Karloff y las casas de espantos.

Y para Mary, antes de Shelley.

Una cosa alentadora que la Guía tiene que decir con respecto a los universos paralelos es que no hay ni la más remota posibilidad de comprenderlos. En consecuencia, puede decirse “¿Qué?” y “¿Eh?”, incluso quedarse bizco y ponerse a hablar por los codos sin temor a quedar en ridículo.

Douglas Adams,Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente inofensiva

Carta I

A la señora Saville, Inglaterra

San Petersburgo, 11 de diciembre de 17**

No sé si te alegrará saber que NO ha ocurrido ningún percance al inicio de una aventura que siempre consideraste cargada de malos presagios. Pero es así. Todavía no ocurre nada horrible, para tu posible desencanto.

En este momento estoy ya en San Petersburgo, Rusia, y NADIE HA MUERTO.

(Sé perfectamente con qué funesta palabra debes haber completado esa frase de allá arriba: “AÚN”. Pero permíteme dibujar una sonrisa sardónica. Y hasta emitir un ligerísimo Ja. Seguido por otro Ja. No tengo intenciones de hacer el caldo gordo a tu pesimismo, Margaret. Principalmente porque el mío ya está bastante a reventar, así que NO necesito más ayuda.)

Oh, sí, es verdad, querida hermana. Todos los días, desde que me propuse esta expedición, me despierto pensando: ¿Qué demonios hago, empujando esta necedad, pudiendo estar disfrutando de mis ahorros de otra manera?

No lo sé. Es como si no pudiera evitarlo.

¿Te has sentido alguna vez así, Margaret? ¿O todo contigo es hacer comentarios puntillosos y soltar risitas explosivas? ¿Te has sentido alguna vez en tu vida como si tuvieras un deber al que no pudieras sustraerte? ¿Como si debieras tu vida a una misión, un mandato… y negarte a obedecerlo fuera como negar tu esencia?

No, supongo que no.

Te imagino ahora mismo llevándote un polvoroncito a la boca mientras lees esto. Y acariciando al gato. Y torciendo la boca en tu propia sonrisa sardónica.

Bueno. Igual eres la única a quien puedo escribirle, así que no te librarás tan fácilmente de mis noticias y mis reflexiones.

Te decía que estoy en San Petersburgo y, aunque tú sabes que lo mío no es el frío, no tengo miedo a continuar con mi cruzada. El “inútil” de tu hermano Robert está a punto de fletar un barco para conquistar el Polo Norte. ¿Te parece suficientemente buena esa misión de vida? Seguramente para estas mismas fechas, el año próximo ya habré descubierto el misterio de la atracción magnética que ejerce el Polo y mi nombre estará en la primera plana de todos los diarios científicos y las revistas de expedicionarios. MI nombre y NUESTRO apellido (aunque ahora, claro, seas la señora Saville y vivas en East End y reniegues de aquel tiempo en que ambos ordeñábamos codo a codo las vacas del establo; por cierto, salúdame a Jeremiah, dile a ese esposo tuyo que no he olvidado que hizo trampa en el cricket la última vez).

Con todo, a decir verdad… me espanta un poco el imaginar esas tierras heladas a las que pronto llegaré. Heladas y eternamente iluminadas. ¿Sabías que el sol NUNCA se pone allá? ¡NUNCA! (Dicen que una vez por año pero, para el efecto, no cuenta.)

Por suerte traje mi antifaz para dormir. El mismo con el que hago menos tediosos los viajes a Kent en diligencia.

Pero la verdad es que he tenido que trabajar mentalmente la idea. ¡Una tierra COMPLETAMENTE blanca y CIENTO POR CIENTO iluminada! He intentado quedarme viendo una pared de yeso con las cortinas corridas durante el día y sin apagar las lámparas durante la noche para hacerme a la idea. Es aterrador, créeme. Sobre todo cuando te das cuenta de que ya quieres largarte a la taberna más cercana y apenas han pasado quince minutos.

Tampoco hay tabernas en el Polo Norte, por si te lo preguntabas.

Y quita esa sonrisa de la cara.

Seguramente será una experiencia completamente novedosa. Nada que haya vivido antes se le parecerá, de eso no tengo duda. Ni siquiera la vez que me encerraste en el sótano durante aquella nevada será remotamente cercano. (Por cierto, nunca te lo agradecí, pero aprecio que hayas llamado a nuestros padres cuando mis dedos de los pies empezaron a ponerse como berenjenas.) Ni siquiera esa hermosa experiencia será parecida a lo que me espera. Tampoco esa fría tarde en que me enterraste en la arena de Black Pool hasta el cuello. (No te lo dije pero igualmente agradezco que hayas llamado a la tía Gertrude cuando empecé a ponerme, todo yo, como berenjena.)

Por cierto, estoy siendo sarcástico, hermanita (aunque espero, de corazón, que tú y el gato estén pasando un buen rato a mis costillas).

Es verdad que podría decirse que me he estado preparando para algo así durante toda mi vida. Leyendo, jugando y fumando en vez de ir a la escuela. ¿En qué esperaban mis padres que terminaría? ¿Académico en Oxford? Si antes de que me saliera el bigote ya estaba haciéndome a la mar con balleneros que podían dormir de pie sin soltar el timón y sin soltar la botella por semanas enteras.

¡Y todo por mi mala poesía!

¡Quién iba a decir que sólo embarcándome hacia el mar del Norte iba a poder silenciar en mis oídos las risas de aquellos que asistieron a mi único recital poético! (Aunque, si somos completamente honestos, en realidad dejaron de sonar cuando por fin eché por la borda a Tommy Chapman, quien se empeñó en seguirme, pero por favor no se lo cuentes a sus padres.)

Podría decirse que me sometí al hambre, al frío, la sed, la falta de sueño y los avances románticos de sujetos de doscientos cincuenta libras que no han visto a una mujer desde que sus madres los echaron de sus casas. ¡Y por voluntad propia!

Pero bueno… al final, todo valió la pena.

Aún recuerdo cuando aquel ballenero groenlandés me ofreció ser el segundo de a bordo. ¡Cuán orgulloso me sentí! (Ni se te ocurra mencionar que sólo éramos tres en el barco (después de todo era una decisión difícil para él (el tercero era su cuñado (¡por supuesto que también te lo conté!))))

Lo cierto es que ahora tendré mi propio barco y mi propia tripulación. Sólo lamento no poder contar con un amigo, un verdadero amigo, aunque sea para quitarle lo aburrido al ajedrez, que ya me cansé de jugar frente al espejo.

He de decirte también, querida hermana, que aquí al menos no hace tanto frío como esperaba. A los buenos habitantes de San Petersburgo no les importa echarse un oso encima (muerto y despellejado, se entiende) y eso ayuda bastante a combatir las temperaturas de punto de congelación. No hay frío que pueda contra un buen abrigo de oso de quinientos kopeks, liquidado en cómodos pagos mensuales (que, aquí entre nos, tal vez nunca termine de pagar por completo, pues… ¿qué terco abogado ruso seguiría a un científico inglés moroso hasta el Polo Norte?) Así que ya lo sabes. Planeo partir hacia el puerto de Arcángel en unas semanas, cuando el invierno ya vaya de salida, para encargarme del barco y de los valerosos marineros cuyos nombres han de ser ligados al mío cuando al fin sea citado en los libros de historia de las aulas inglesas.

No te estás burlando, Margaret…

¿O sí?

Eso me pareció.

Bueno. Ya te escribiré.

Con cariño,

Robert Walton

P. D. Di a Jeremiah que tampoco he olvidado aquella apuesta que se negó a pagar. Dile que si no honra su palabra, tal vez lo mencione en los libros de historia.

Carta II

A la señora Saville, Inglaterra

Arcángel, 28 de marzo de 17**

Bien, pues no hay fecha que no se cumpla ni plazo que no se venza, como dicen por ahí. Y he de decirte, querida hermanita, que la frase me ha venido a la mente justo ahora porque, no bien llegó el día de cierta fecha de pago, llamó a la puerta de esta maloliente hostería en la que me estoy quedando, uno de esos cobradores rusos carentes de escrúpulos. Honestamente, estuve a punto de devolver la piel de oso. Pero también es cierto que cuanto más avanzo hacia el norte, más se hace necesaria una frivolidad como ésta, así que…

Como sea.

Vayamos a lo que es digno de celebrar. Y es esto:

He alquilado un barco y he contratado tripulación.

Lo diré de otra manera por si no te ha quedado claro.

SOY EL CAPITÁN DE UN BARCO.

No el primer oficial. No el contramaestre. No el grumete que pela las papas y lava los bacines. No.

EL CAPITÁN.

Estoy seguro de que en este preciso instante estás sintiendo cómo el remordimiento te hinca los dientes hasta horadar tu piel. “Oh, nunca debí decirle a Bobby que era un inútil cuando éramos niños. ¡Me siento tan mal por ello que tal vez acabe con mi vida!”

Bueno. Tampoco es para tanto. Pero me parece bien que te corroa la culpa. Sobre todo por aquella vez que dejé escapar las vacas y tú te reíste durante semanas. O por aquella que puse a la abuela a tomar el sol sobre un hormiguero y tú te reíste por días. O esa otra en que incendié las cortinas. Y la habitación. Y media casa. Y tú…

Oh… ya veo tu juego. Me haces decir estas cosas para volver a tus burlas. No lo lograrás, Margaret. ¡No les daré el gusto a ti y a ese gato luciferino!

¡Y deja de desviar la atención hacia cosas sin importancia!

Te decía que alquilé un barco y contraté un buen puñado de hombres. Todos ellos, lobos de mar. Gente decente y trabajadora. Para empezar, puedo contarte con gran satisfacción que el lugarteniente es un excelente sujeto inglés de largas patillas y recta espalda. Y lo conseguí por menos de la mitad de lo que cobraría cualquier otro hombre. Por otro lado, el primer oficial es un sujeto sin tacha. Sólo para que te des una idea, este muchacho estuvo hace tiempo enamorado de una chica rusa y, aunque tenía la aprobación del padre de ella, antes de la boda tuvo a bien preguntarle si en verdad lo amaba, a lo que ella, hecha un mar de lágrimas, repuso que no, que amaba a otro. La nobleza del que ahora es mi primer oficial lo llevó a buscar a aquél, cederle su escasa fortuna y hasta apadrinar la boda subsecuente. ¿No es el acto de mayor nobleza que hayas escuchado en toda tu vida? Naturalmente, para olvidar, este buen muchacho ha decidido acabar sus días sobre la cubierta de un barco. Mi barco. El Piggyback. (Sí, ya sé, pero el S.S. Rule Britannia costaba una fortuna.)

Bien. Historias como ésta son comunes entre mis valerosos hombres.

Y antes de que empieces a pensar que en estas cartas hay demasiado parloteo y muy poca acción, he de decirte que sólo estoy esperando a que mejore el clima para levar anclas. De pronto, la lluvia, la nieve, la ventisca y el latigazo del frío se han vuelto constantes aquí en Arcángel. Aunque todo el mundo dice que es la forma que tiene el invierno ruso de despedirse. Ojalá así sea.

En todo caso, no te escribiría tantas y tan sentidas letras si no fuese porque la vida de un capitán es, creo habértelo dicho ya, resignadamente solitaria. Ni un amigo tengo. (Ahora juego al póker de prendas frente al espejo, lo cual resulta un poco penoso. Sobre todo si el ama del maloliente hostal en el que te hospedas abre la puerta de tu habitación sin llamar primero.)

No. Ni un amigo tengo. Y no creo poder tener uno solo en los días por venir porque tampoco puedo dar demasiada confianza a mis subordinados. Eso puede redundar en una camaradería que me reste autoridad. Tiemblo de imaginar que alguno de ellos me pida licencia para ausentarse a media expedición, guiñándome un ojo, sólo porque hicimos migas durante el almuerzo.

O quizá sólo sea que detesto que me llamen Bobby.

En fin.

Tal vez ésta sea mi última carta y también la última noticia que tengas de mí. ¿Te hace sentir mal eso? Lo siento mucho pero no puedo evitarlo. Tal vez no haya modo de hacerte saber cómo va la aventura en cuanto abandonemos el puerto, porque nos adentraremos en lo más ignoto de las inexpugnables murallas del hielo septentrional. (Espero que aprecies esa última frase porque la estuve pensando durante un par de horas (el aburrimiento es mortal cuando, para pasar las largas jornadas, no te tienes más que a ti mismo y una cabeza de alce disecada).)

Pero no se diga más.

¡A sotavento, que nadie mira atrás! ¡Desplieguen las velas! ¡La gloria nos espera!

Ummh…

¿Te estás burlando?

Bien. Eso me pareció.

¡Por Dios, hermana! Sólo el creador sabe lo que me espera en esta locura que, a cada minuto, siento más como su mandato que como una decisión propia. ¡Es toda una insensatez! ¡Pero es mi misión en la vida! Acaso muera de la más terrible manera. Acaso no halle más que frío y desolación. Acaso…

Acaso…

Acaso todo esto te importa un bledo, ¿no es así?

Me parece que no has dejado de abanicarte con el sobre de esta carta mientras la lees, sin quitar esa sonrisita tan irritante y sin dejar de tomar el té ni acariciar a ese fofo y diabólico felino al tiempo que…

Oh. En realidad no importa.

Como dije, eres la única persona a la que puedo escribir. Y así lo seguiré haciendo mientras haya oficina postal o algo parecido.

Con cariño,

Robert Walton

Carta III

A la señora Saville, Inglaterra

7 de julio de 17**

Mi estimada hermana:

Si te llega esta carta, que espero sea así, será porque Johnny Bloomberg ha pedido licencia para ausentarse indefinidamente. Por si te lo preguntas, Johnny es un sujeto con el que hice migas durante el almuerzo el primer día de viaje.

Sé lo que estás pensando, pero no es así. Es un buen tipo.

Y seguramente me reintegrará las quince libras que le presté.

En todo caso, se ha mostrado como todo un caballero al ofrecerse a volver a Arcángel y echar la carta en el correo, aprovechando el paso de un barco mercante con el que nos hemos topado.

Como verás, son éstas unas breves líneas apresuradas que te escribo sólo para apaciguar tu inquietud por saber de la suerte de tu pequeño hermano.

O tal vez no.

De cualquier modo, en este momento los muchachos celebran una fiesta de despedida a Johnny Bloomberg y yo he aprovechado para contarte, rápidamente, cómo van las cosas.

Ahora al menos vamos en la dirección correcta, pues el contramaestre apuntó la proa por equivocación hacia el sur. (Sí, de acuerdo, ahora veo por qué aceptó cobrar un sueldo menor, pero es un buen cristiano, después de todo, jamás dice una palabrota y da forma a sus patillas diariamente.)

Y ahora que estamos platicando, el primer oficial ya no está con nosotros. A las dos horas que zarpamos nos dio alcance un buque de la policía rusa para invitarlo cordialmente (en realidad, lo sometieron entre cuatro) a contestar algunas preguntas. Resulta que el muchacho era un estafador de poca monta y era perseguido desde hacía varios años por enamorar muchachas inocentes y huir con sus ahorros. Así que ahora debe estar picando piedra en Siberia.

Lo cual no es, en absoluto, una tragedia. Los ocho que seguimos a bordo estamos convencidos de nuestra misión y actuamos como un solo equipo. Eso queda claro, principalmente, a la hora de abrir una botella de vodka (aunque no tanto al momento en que se agota).

Estoy convencido de que el espíritu de los muchachos es inquebrantable.

Ahora es cosa de todos los días ver pasar a nuestro lado enormes témpanos y ninguno de los muchachos se ha amedrentado por ello. Ya se nos rompió un mástil y también fuimos atacados por dos horribles temporales. Y los muchachos han respondido valerosamente a todo. Aunque es verdad que se la pasan haciendo chanzas en ruso que no alcanzo a comprender y que todo el tiempo están pidiendo que aumente la ración de licor, son buenos muchachos en general. (Sí, un par de ellos ya tuvieron avances románticos hacia mi persona pero los he puesto en su lugar fácilmente; basta ponerles el abrecartas que me obsequiaste al cuello para que vuelvan a sus labores sin chistar.)

El frío arrecia. Y el sol ya sólo se pierde en el horizonte por breves minutos.

La sensación de que algo terrible nos espera es muy poderosa.

En más de una ocasión he pensado que debería abandonarlo todo, volver a Londres y dejar que se me vaya la vida asistiendo al teatro y a las casas de juego. Pero la necesidad de ir en pos de mi destino me lo impide por completo. De hecho, para serte muy sincero, ahora estoy completamente convencido de que es el creador quien comanda mis actos. ¿Que cómo puedo asegurarlo con tanta contundencia? Pues bien, la prueba está en que, siempre que anoto la fecha de mi carta, me es imposible fijar la fecha exacta. ¡¿POR QUÉ TENGO QUE PLASMAR ESOS MALDITOS ASTERISCOS?! ¿POR QUÉ, SI TANTO TÚ COMO YO SABEMOS QUE ÉSTE ES EL AÑO DE 17**?

¿Lo ves? Volvió a ocurrir.

Misterio.

En fin. No me arredro, al igual que mis hombres. Llegaremos a donde tengamos que llegar.

Da mis saludos a todos allá en Inglaterra. Y dile a Jeremiah que por fin conocí a alguien con una tripa más prominente que la de él. El sujeto se llama Dimitri y seguro tiene más años que Jeremiah de no poder mirarse los pies.

Me voy porque hasta acá se escucha cómo la fiesta de despedida se transforma en trifulca de borrachos; nada que no haya ocurrido antes; de hecho, ayer mismo. Así que pierde cuidado, hermana. No pasa de que algunos terminen siendo arrojados al agua, lo cual es en cierto modo benéfico pues pone a todos sobrios en dos segundos.

Me despido.

Espero que no por última vez, querida Margaret. Pero si así fuera, ¡entérate de que aquella vez que mis padres te descubrieron besándote en el granero con Waldo Stevenson, sí fui yo quien te delató!

(No podía con eso en mi conciencia.)

(O tal vez sí.)

Con cariño,

Robert Walton

Carta IV

A la señora Saville, Inglaterra

5 de agosto de 17**

Mi estimada hermana, nos ha ocurrido un suceso tan extraño que es imposible no plasmarlo aquí, aunque es muy probable que cuando te llegue esta carta, yo ya haya vuelto a casa y hasta nos hayamos visto las caras en la fiesta que alguna asociación de científicos o expedicionarios o científicos expedicionarios haya celebrado en mi honor.

¿Te estás burlando?

Bien. Eso me pareció.

El caso es que, no sé si tú lo sabes pero el Polo Norte no es sino hielo y más hielo. Si alguien te quiere hacer creer que por acá es posible encontrar tierra firme de algún tipo te está queriendo tomar el pelo. Y te lo digo porque el otro día escuché a tus hijos hablar de un supuesto rumor en torno a un sujeto que vive en estas latitudes y que se está preparando para, en pocos años, llevar regalos en Navidad a millones de niños en un trineo volador. Bien, pues déjame decirte que es más fácil creer lo del trineo volador que lo de levantar una casa en este barrio, con sótano, calefacción y agua en la letrina.

Hielo y más hielo. ¿Estás escuchando?

(Leyendo, pues.)

¡Hielo y más hielo! Oh… para volverte loco. Miras en una dirección y ¿con qué te encuentras? Hielo. Y miras en otra dirección para encontrarte… ¿con qué, exactamente? Hielo, exacto. ¡Sólo hielo! Y el sol, caminando por la línea del horizonte como vigilándonos por todos los flancos. Hielo, hielo, hielo. Y el sol dando vueltas en círculo frente a nuestras caras. Hielo. Sol. Sol. Hielo.

¡Para volverse loco!

Llevábamos casi una semana completamente varados en el mismo lugar porque el hielo nos había cercado por completo. El barco no podía moverse ni una pulgada en dirección alguna. Hielo a babor. Hielo a estribor. Hielo en la proa y (supongo que ya lo adivinaste) hielo en la popa.

Además de inmovilizados, estuvimos todos esos días cegados por una niebla ultradensa que lo pintaba todo de blanco. TODO. DE. BLANCO. ¡Como flotar en la nada! Estando en cubierta sentías la necesidad de palpar tu propio cuerpo y así asegurarte de no haberte convertido en humo.

¡Para volverse loco, Margaret!

No creo exagerar si te digo que hubo un momento en que el pánico cundió por toda la embarcación. Tal vez fue a partir del instante en que grité: “¡Oh, Dios de los mares, toma todas las vidas que quieras, pero déjame volver con bien a casa!”, grito que, vale la pena aclarar, no fue tomado de una forma muy positiva por la tripulación. Empezaron a hacer planes para amotinarse frente a mis narices. O tal vez sólo fuese que la niebla no les permitía saber que me tenían a dos palmos de distancia. Justo frente a sus narices.

Afortunadamente ayer por la tarde levantó la neblina. Y no es que fuera muy reconfortante volver a nuestra vista de sol y hielo y azul blanquecino y más sol y más hielo y más azul blanquecino y más hielo. No. Porque, de hecho, en cuanto pudimos volver a vernos las caras, la tripulación ya estaba desenredando una soga para atarme con ella. En realidad la fortuna vino por el sur de la línea del horizonte. Y justo es decir que nos impidió enfrentarnos unos con otros, pues yo ya tenía en las manos un pedazo del mástil roto, listo para probar su resistencia en la cabeza de los seis marinos amotinados (el séptimo, mi segundo de a bordo, por cierto, no es que sea un dechado de lealtad, en realidad había decidido que, mientras no avanzara el barco, él no tenía por qué cumplir con obligación alguna, pues tal eventualidad no estaba estipulada en su contrato de trabajo y se la pasaba durmiendo).

Decía que estábamos midiéndonos con las miradas cuando vimos aparecer un trineo tirado por perros. Del cual descendió un hombre. Que subió como si nada al barco. Y me cobró la mensualidad correspondiente del abrigo de oso. Luego, con una eficiencia que sólo es posible ver en usureros y agiotistas, se fue en cuanto me extendió el recibo.

Pero no es ése el suceso verdaderamente extraño del que te hablaba al principio de la misiva. Sino lo que ocurrió inmediatamente después.

Por la línea de popa volvió a aparecer otro trineo. Pero esta vez sí que tenías que dejar por completo lo que estuvieras haciendo para poner atención. Yo dejé caer el pedazo de mástil. Y mis hombres la cuerda y las ganas de someterme para tomar el control de la nave.

También tirado por perros, este trineo era una especie de convoy de trineos, pues al carro principal seguían otros dos. Y todos ellos, con gente de lo más singular encima. Al mando del primer vehículo, iba el hombre más grande y más feo que te puedas imaginar. No, no exagero. Y creo poder adivinar tus pensamientos, querida hermana, así que puedo refutarlos enseguida: más feo que Jeremiah, aunque no lo creas.

Oh, no te pongas así. Una pequeña broma para distender el momento.

Volviendo al relato… te decía que iba un hombre enorme y muy feo guiando el trineo. Un verdadero fenómeno. A su lado, una hermosa mujer con un peculiar traje negro brillante, pegado al cuerpo, botas altas de montar y una capa atada a su cuello que revoloteaba al viento. También iba un niño con ellos. Un niño que fumaba puro, por cierto. Tal vez un duende malévolo, ahora que lo pienso. O un enano. Y en los otros carros, una bruja, una mujer con una tupida barba, un viejo calvo y ciego que rasgueaba una guitarra, un jorobado… y el espectro de alguien. Sí. Leíste bien. Un individuo transparente flotaba a la misma velocidad que ellos y parecía seguirlos con una socarronería particular en la mirada. De hecho, fue el único que reparó en nuestro barco, pues hizo una venia con su sombrero abombado, a modo de saludo, y continuó detrás de tan extravagante comitiva.

Tal vez no esté de más contar que el ciego entonaba una canción festiva. La única descripción que a mi parecer les hace justicia es ésta: eran una especie de horrendo y estrambótico carnaval ambulante que siguió su camino por encima del hielo hasta perderse de nuestra vista.

Después de algo así, todos aquellos aún con sangre en las venas convinieron en que lo que hacía falta era echarse una buena dosis de vodka en el gañote. Y yo estuve completamente de acuerdo.

Olvidamos nuestras rencillas y compartimos varias botellas en la bodega del barco hasta que mi contramaestre se apersonó a media tertulia para avisarme que había mar de fondo, que el hielo se había desquebrajado y que podíamos continuar nuestra expedición. De cualquier modo, nadie ahí se sentía con ganas de volver a cubierta a desplegar las velas o levar el ancla, así que obligué al hombre de las patillas perfectas a unirse a la fiesta.

Es justo decir que el nuevo día me sorprendió tumbado entre dos costales de papas a los que, en mi sueño, había conferido cualidades de bailarinas de vodevil.

“Capitán, tiene que venir a ver esto”, fue el grito de uno de los marinos que me hizo, al fin, levantar a trompicones y salir de la bodega para confrontar el hielo y el sol y el hielo.

Cuando llegué a cubierta, con un dolor de cabeza colosal, me encontré con los siete hombres encarando a otro que, de pie sobre la helada superficie pegada a estribor, los increpaba. Se trataba de un tipo como de mi edad y, a todas luces, europeo, aunque claramente desesperado, tiritando de frío y con los ojos inyectados en sangre. A su lado se encontraba un trineo tirado por un solo perro desfallecido, echado de costado y con la lengua de fuera.

“Déjenme subir, malvivientes. ¡Reclamo este barco para ir en pos de un monstruo que merece morir! ¡Sólo así salvaremos a la raza humana de la extinción!”

Ése fue el pequeño discurso que alcancé a oír al momento de llegar al lado de mi fiel tripulación.

Cualquiera diría que un sujeto como ése, en mitad de la nada, tendría que haber pedido asilo en nuestra nave con mejores maneras… pero no fue así. De hecho fui informado que ya había intentado subir tres veces a la fuerza, mismas que había sido arrojado fuera, al agua o al hielo, dependiendo de la puntería de los marinos.

“Yo soy el capitán. Dígame qué se le ofrece”, lo conminé, intentando un posible diálogo.

“Capitán, es de vida o muerte. ¿Qué dirección llevan?”

“El Polo Norte. No descansaremos hasta llegar ahí.”

A esta aseveración se levantó un claro rumor de descontento. En la fiesta les había prometido a mis hombres que volveríamos a Arcángel cuanto antes a buscar un buen garito con juego de naipes y vodevil. Pero con un ademán los acallé, haciéndoles ver que cualquiera promete el mundo cuando tiene cinco vodkas en la sangre.

“¡Bien!”, rugió el hombre. “Necesito confiscar el barco para ir en pos de un demonio horrendo y su espantosa banda de secuaces. Seguro saben de lo que hablo. ¡Deben haber pasado por aquí!”

“Se equivoca. No hemos visto pasar ni un pingüino”, gruñó un marino.

“No seas imbécil. No hay pingüinos en el Polo Norte”, lo corrigió otro.

“Tal vez por eso no hemos visto pingüinos”, rio un tercero.

“O tigres de Bengala”, soltó un cuarto.

“¡A callar!”, tronó el egregio capitán del Piggyback. “Lo siento, señor, pero aunque los hayamos visto pasar, no tenemos nada que ver con ese asunto, así que le suplicamos siga su camino y nosotros el nuestro. Que tenga buen día.”

El demencial hombre, quien ya se veía intentando subir por la fuerza al barco y siendo nuevamente arrojado al blanco y más blanco hielo de la llanura polar, dejó escapar una clara exhalación de rendimiento. Fue justo al momento en el que movió con la punta del pie al perro tendido a su lado para constatar que estaba muerto y más que muerto de cansancio. Creo que dijo, entre dientes, algo así como: “Al demonio la gloria y la fama universal; primero está la venganza”.

Admito que me simpatizó en ese momento.

“¿Dijo algo respecto a la gloria y fama universal?”, pensé. “¿Qué no es eso lo que nosotros también estamos persiguiendo?”

¿Qué no es eso lo que todo hombre persigue en la vida?

“¡Les prometo riqueza como jamás pensaron tener si me ayudan a atrapar a esa punta de traidores que probablemente vieron pasar!”, gritó a voz en cuello.

Recuerdo entonces que pensé: “Bueno, también está la fortuna. Eso es cierto”.

Al instante todos mis hombres, incluyendo al contramaestre, gritaron al unísono: “¡Se fueron por allá!”.

Y le arrojaron una cuerda.

13 de agosto de 17**

El nuevo hombre a bordo se llama Víctor Frankenstein. Y aunque al principio se comportó como un maldito demente, después de una semana de estar con nosotros creo que ya puedo afirmar con toda certeza que se trata de un maldito demente.

Hay días en que ríe a solas. Y hay días que llora a solas. Y luego combina ambas cosas. Es un poco espeluznante, la verdad, y la tripulación ha empezado a murmurar. Muchos creen que no hay fortuna que valga la pena si por ella hay que compartir suerte con un tipo al que se le va tanto la olla. Sin embargo, considerando que yo agoté mis ahorros en esta locura y que no puedo prometerles siquiera un bono por buen desempeño al terminar la misión, todos se lo piensan dos veces.

Y aquí estamos. Con la proa apuntando hacia el Polo.

Con todo, Víctor es lo más parecido a un amigo que tengo en este momento. El segundo día lo invité a mi camarote y sugerí jugar póker de prendas para romper el hielo (de hecho, así lo expresé, esperando ser gracioso, cosa que no funcionó), él se negó rotundamente y trató de hacerme entender que no valía la pena entusiasmarse de ninguna manera con él porque era un hombre muerto con antelación.

Naturalmente, Margaret, intenté hacerle ver que había sido una broma, que yo en realidad esperaba que fuéramos buenos amigos (y recalqué la palabra “amigos” varias veces), pero él seguía en sus trece perorando que su destino estaba marcado por el implacable sello de la fatalidad.

Luego lloró y rio y, en fin, no fue un buen comienzo.

Pero a lo largo de los días, he podido confirmar que no piensa incendiar la nave o ahorcarme durante el sueño. Sólo una cosa tiene en mente: dar con el demonio al que perseguimos.

Y, para serte sincero, cuanto más avanzamos y cuanto más otea el horizonte con la esperanza de dar con aquel trineo que vimos pasar hace más de una semana, yo también me pregunto si no será que todos estábamos destinados a esto únicamente, a ir en pos de un monstruo (a mí no me veas, es Frankenstein quien se expresa de esta manera del sujeto) porque incluso la labor original ya me parece absolutamente insulsa.

Seamos honestos, Margaret, ¿por qué alguien en sus cabales querría fletar un barco en dirección al Polo Norte?

¿En qué DEMONIOS estaba pensando cuando se me ocurrió?

O acaso todo sea un capricho de nuestro creador. Y nosotros seamos sólo sus títeres.

¿Captas el punto?

(¡Esos malditos asteriscos de allá arriba no dejan de quitarme el sueño!)

En fin…

Vale la pena decir que Víctor y yo ahora compartimos el pan y la cebolla. Y el vodka, de vez en cuando. De hecho, he detectado que un poquito de alcohol en las venas le permite serenarse y dejar a un lado el discurso de que es un hombre a quien la muerte le ha echado el ojo y por eso no vale la pena hacerse muchas ilusiones respecto a una amistad con él. O lo que sea. (Y cuando dice “lo que sea” suele recorrerse un poco en el asiento, distanciándose lo más posible de mí, lo cual no deja de parecerme, ummh, simpático.)

Nuestras charlas, por otro lado, han evolucionado bastante desde el primer día. Antes, a mis comentarios del tipo “¿Lloverá hoy?” respondía siempre con un “¡Morirás, maldita criatura del infierno, así sea lo último que haga!”.

Ahora, responde con un “Ojalá llueva fuego y el planeta estalle en mil pedazos”. Lo cual es un avance.

Creo.

En fin. Ya te informaré cómo nos va en esta nueva expedición.

19 de agosto de 17**

Querida hermana:

Creo que te dará gusto saber que al fin se rompió ese hielo metafórico del que hablaba en la carta anterior. Y es que, después de un día muy difícil, en el que el barco se volvió a atorar entre dos témpanos, y los marinos, para matar el tiempo, organizaron un extraño juego al que llamaron “tiro de contramaestre por la borda”, Frankenstein y yo nos retiramos a la bodega a conversar. Desde luego, mi intención era charlar pues en casi dos semanas, a mis inquisiciones respecto a su extraña persecución, yo sólo obtenía respuestas del tipo: “Morirás, bestia del demonio” y “Como que me llamo Víctor Frankenstein que te haré pagar, hijo de Satanás”, que honestamente no me tomaba muy a título personal porque siempre parecía estar mirando en lontananza cuando soltaba tan enternecedoras frases, así estuviésemos encerrados en el camarote.

En cuanto bajamos a la bodega, le serví la usual copita de vodka con la que conseguía serenarlo un poco y esto nos llevó a una borrachera espectacular sobre la que prefiero no abundar en detalles. Sólo diré que, al despuntar el alba, cuando despertamos ambos sobre una pequeña isla de hielo a la que tuvieron que ir a recogernos varios marinos, Víctor ya era otro. Al parecer le estaba haciendo falta un desahogo de ese tipo porque fue capaz de hablar sin levantar la voz y sin dirigirse a un ente imaginario al que evidentemente quería estrangular y apuñalar y hervir en aceite, por decir lo menos.

En cuanto recuperamos la sensibilidad en nuestras extremidades y el azul de nuestras mejillas fue poco a poco mermando en favor de un rosáceo púrpura término medio (gracias a que el cocinero nos puso prácticamente encima del fogón y nos compartió algo de sopa) Frankenstein mismo comenzó a hablar. Por cuenta propia y sin que hubiera presión sobre él de ningún tipo.

“Mi estimado capitán… creo que mi descortesía ha rebasado todos los límites, y creo que es menester compensarle.”

“No se preocupe, Frankenstein. Entiendo que algún espantoso rencor le nubla la razón. Sólo dígame un par de cosas.”

“Con gusto.”

“¿Es verdad lo de la enorme fortuna? Porque mire que los hombres de esta expedición no toman muy bien las bromas de ese tipo.”

“Es tan cierto como que el sol sale todos los días.”

Al instante se dio cuenta de que en esas latitudes su refrán no cobraba mucho sentido. Y se rectificó al instante:

“Bueno, usted me entiende, Walton.”

“Y la segunda… ¿sería mucho pedir que me contara —resumidamente, claro— qué es lo que lo tiene en tal estado de obsesión con ése al que llama monstruo?”

Por un momento pensé que lo perdíamos nuevamente tan sólo por haber mencionado a su némesis. Pero, afortunadamente, se contuvo. Aunque le empezó a salir humo por las orejas, fue sólo un instante y hasta le convino el arrebato pues su piel empezó a parecer piel de nueva cuenta.

“Me parece que se lo debo, capitán.”

“Muchas gracias. Algo breve, nada más. Sólo para matar el tiempo mientras terminamos la sopa.”

“Delo por hecho.”

Y esto, querida Margaret, una vez que extrajo un maltrecho papel doblado de la bolsa de su pantalón, fue exactamente lo que me contó:

¡Cuánto desearía, en verdad, poder hablar de mi vida en otros términos! ¡Cuánto desearía, lo juro por todo cuanto es sagrado, poder decir que tuve un nacimiento, una infancia, una vida escolar y adulta como todo el mundo! ¡Cuánto quisiera poder decir que me casé, tuve hijos, pagué una hipoteca… me enemisté con mis vecinos por hacer fiestas ruidosas… odié a mi jefe en secreto… en fin, todo lo que compete a una persona común y corriente, con una vida común y corriente y cuyo único anhelo es ser feliz y poder retirarse algún día con una pensión digna! Pero eso me es imposible por el simple hecho de que NO soy una persona común y corriente. De hecho, ni siquiera estoy seguro de ser una persona. No me mire así, Walton, porque tengo razones muy poderosas para pensar de este modo. De hecho, es muy probable que usted tampoco sea una persona. Oh… no, no estoy desvariando. Se lo juro. Todo obedece al simple hecho de que yo, a diferencia suya, adquirí hace tiempo una supraconciencia en torno a mi condición real que está, por decir lo menos, de VERDADERO ESPANTO. Una especie de maldición, de anatema, de enfermedad… que me permite verme como EN REALIDAD soy. Y eso es de lo que trata todo este asunto.

¿A qué me refiero exactamente, Walton? Le parecerá una locura, pero le juro que es cierto. Y todo tiene que ver con estas lastimeras hojas de papel que me acompañan a todos lados.

Con toda franqueza… y para acabar pronto, no soy más que un monstruo. Al igual que usted. Y el lugarteniente. Y el cocinero. Y los otros marinos. Y… Oh, no me vea así, Walton, que sé de lo que hablo. Y usted, amigo cocinero, baje el cuchillo, no se lo tome personal. He aquí la explicación.

Ni usted ni yo ni los otros somos personas de carne y hueso.

No es necesario que se palpe el cuerpo. La explicación sigue otro camino.

En realidad, a lo que me refiero, es que no somos más que las creaciones de una mente que nos gobierna. No somos más que ideas. Destellos de ocurrencia. Criaturas de artificio, producto de la inspiración humana, hijos de un ser imperfecto y falaz y no de un ente divino. En resumen…

Somos personajes.

Oh. Distingo en sus ojos esa chispa de descubrimiento que también nació en mí. ¿Ha sentido, en algún momento de su vida, que debe conducir sus actos en cierta dirección, muy a su pesar? ¿Ha sentido, en una o varias circunstancias, que no es su voluntad la que lo guía sino alguna inexplicable necesidad por cumplir con un mandato? Pues bien… si así ha sido, créame… eso se debe a la simplísima razón de que, en efecto, está usted siendo manipulado, impersonado, obligado… a llevar a cabo algo que cumple un fin último: contar una historia.

Eso. Contar una historia.

Un cuento. Un relato en el que estamos usted y yo involucrados… hasta las últimas consecuencias.

Como lo escucha.

No obstante… hay una diferencia de enorme importancia entre usted y yo, como personajes. Y esa diferencia, mi estimado capitán Walton, es la que nos hace completamente disímiles.

La diferencia son estas hojas de papel a punto de desin­tegrarse.

¿Por qué?

Bien… pues porque en ellas está el trazo de mi destino.

Me place que no le cause ningún tipo de divertimento esta aseveración tan trágica. Debo admitir que lo pensé mucho para titularla de ese modo. ¿Lo ve? ¿Aquí arriba, en el primer folio? Tal cual. “El trazo del… umh… bueno… desAtino”. No se fije en la alteración que ha sufrido la palabra destino. Ya le explicaré.

Trágico, ¿no?

Pero cierto. Déjeme contarle cómo fue que adquirí esta supraconciencia, metaconciencia o, para no embrollarnos tanto con los sufijos, conciencia de que no soy más que una marioneta, un juguete, un actor citando parlamentos.

Quisiera poder decir que fue a raíz de una desenfrenada noche de láudano y enervantes. O después de haberme caído de cabeza en la escalera. O quizás, al cabo de haber sido alcanzado por un rayo. Pero la verdad es que no fue así. Sólo sé que un día, repentinamente, me vi viajando en una diligencia con dirección a Ingolstadt y tuve esta noción precisa de quién era yo y para qué exactamente había sido llamado a este mundo. Supe, más que recordé, lo que tenía que hacer con mi existencia. ¡Fue como si alguien hubiese implantado en mi memoria todo el plan de vida que estaba obligado a ejecutar!

¡Trágico!

¡Y espeluznante!

Pero también…

¡Formidable!

¡Impresionante!

Del mismo modo que un buen músico conoce de memoria la partitura de la obra que ha de tocar, así tuve yo, repentinamente dentro de mí, la noción imperiosa de la ruta que debía seguir para concretar mi proyecto de realización humana. ¡Y fue estupendo! ¡Maravilloso!

¡Formidable!

¡Estaba llamado a conseguir la fama y la gloria de un solo nombre!

¡MI nombre!

¡Y eso me hizo sentir, acaso por vez primera, verdaderamente vivo!

Oh. Veo que esto también le hace destellar la mirada. Tal vez también haya usted sentido que no hay otra cosa que mueva con mayor fuerza las fibras internas de nosotros los seres humanos: conseguir un sitio en los anales de la historia universal, hacerse de la posibilidad de ser nombrado entre los grandes benefactores del planeta.

No sé cómo ocurrió, pero estaba tan claro para mí que tenía que conducir mi vida siguiendo ese nuevo derrotero, que lo escribí todo en estas hojas. El trazo de mi destino. Mi misión de vida. ¡Mi propósito real de existir!

¿Y quiere que le diga cuál es el motivo que enciende mi llama interior?

Tal vez no sea el más altruista. NI el más filantrópico. Pero es un buen motivo, créame.

¿Está usted listo?

Aquí no vendrían mal unos cuantos rayos y truenos, de esos que hacen sacudir las ventanas en una buena noche de tormenta, amigo mío.

¿Por qué?

Bien. Pues porque la iluminación que tuve fue ésta:

Mi nombre, Frankenstein, está destinado a ser el emblema, el signo, la divisa… de todo lo que es terrorífico, espeluznante y tenebroso en el mundo.

¡Sí! ¡Rayos y truenos y tal vez un grito aterrador aquí, si son tan amables!

Ummh…

Ahora le causa a usted un poco de sorna esta afirmación, puedo notarlo. Pero le juro que es verdad.

Vendrán tiempos en que la gente diga “Frankenstein” y será como si dijeran “vampiro”, “bruja”, “esqueleto”.

Ummh…

Creo que esto es justo lo que suelen llamar “un silencio incómodo”, ¿no es así?

Como sea.

Esa misma visión que me acometió en el viaje a Ingolstadt me mostró un feliz tiempo futuro en el que los hombres de todo el mundo dedicarán una noche al año a lo oscuro y sobrenatural. Y no será mal visto, créame, que durante esa noche las personas se regocijen en las brujas, los diablos, los espectros y los hombres lobo. Escuche bien, Walton, esa revelación me mostró que, junto con la pléyade de criaturas siniestras, alguien dirá “Frankenstein” y el solo nombre reptará hasta la cumbre de tan singular catálogo. ¡Y será igual para todos en todo el mundo! Frankenstein, sinónimo de lo terrible y lo monstruoso y lo gozoso… (Sí, escuchó usted bien, lo gozoso; tal vez no esté de más contar que en esa misma noche del futuro veo a niños pidiendo golosinas de puerta en puerta, pero es una parte del desvarío que no alcanzo a comprender mucho, a decir verdad.)

Ya, ya sé que no parece un logro como para ponerse al lado de Newton y Lavoisier.

¿Ser relacionado con lo tétrico y lo siniestro? Comprendo que pueda parecer contraproducente, pero bueno, si se lo piensa uno con frialdad, no deja de ser una gran aportación al patrimonio intangible de la humanidad. ¿Qué posibilidades tendría el día si no existiera la noche? ¿Qué de virtuoso habría en los ángeles si no existiesen los demonios?

Sin el contrapeso en la balanza que ofrece la maldad, ¿la bondad brillaría con luz propia?

No me lo tome a mal, Walton, pero es algo que estoy seguro que usted también desearía para sí mismo. Imaginemos que en algún lugar de ese mismo futuro existiese una bola de cristal que buscara por el mundo los referentes a una sola palabra. (Y no sé por qué, tal vez gracias a mi metaconciencia, me imagino una letra “G” y varias letras “o” de colores sobre un fondo blanco formando una palabra que rima con Schnauzer; no, espere, con Terrier; no, con Poodle.) En fin. Si yo susurrase la palabra “Frankenstein” a dicha bola de cristal, aparecería la imagen de un ente maligno perfectamente arraigado en la imaginería popular (y tal vez algún niño con la cara verde, de acuerdo). En cambio, si susurrara la palabra “Walton” al mismo artificio, aparecería, con suerte, la fachada de un mercado de legumbres.

¿Qué le parece, pues, mejor?

¿El niño o las legumbres?

De acuerdo. Estoy perdiendo el punto.

Lo cierto es que, fuera o no un buen derrotero a seguir, era MI derrotero. MI camino. MI destino. Y comprendí, sin posibilidad de renuncia, que lo que tenía que hacer era ceñirme a él para poder dar sentido a mi existencia.

(Y conquistar —ejem— la fama y la gloria, ya que estamos.)

Comprendí entonces que, aunque la sola aparición de una cucaracha me hace subir con todo y zapatos a la mesa, no tenía alternativa. ¿Cuántos personajes tienen la indecible y maravillosa oportunidad de saber con antelación aquello para lo que fueron creados? ¿Cuántos de los hijos del creador, sea éste humano o divino, cuentan con un mapa de su vida para no errar en la consecución de su fin último? Ninguno. Sólo yo. Y por eso decidí, desde ese momento en la diligencia a Ingolstadt, cuando lo escribí todo, que no cejaría hasta llegar al último capítulo de mi vida. Que no me rendiría así me costara el postrer latido de mi corazón. De ahí que me tatuara aquí, debajo del brazo izquierdo, esta leyenda:

FATUM FATIS EGO PEREA

“Hágase el destino, aunque yo perezca”

Bonito, ¿no? Y sólo me costó dos táleros. Me lo hice el mismo día que llegué a Ingolstadt, ebrio de entusiasmo por mi recién descubierta empresa.

Así que ésa es la justificación de todo lo que me ha traído hasta aquí, querido amigo.

Eche un ojo a lo que llamé “El trazo del destino”, que no es otra cosa que la sinopsis de la novela de mi vida (que, en un desplante de arrogancia, imaginé que podría llamarse “Frankenstein”, tal vez con un título adicional con alusión a los griegos, algo así como: “El Sísifo de Ginebra” o acaso “El Apolo incidental”). También deberá disculpar que hable de mí en tercera persona, pero sentí que así es como lo había implantado en mi mente el creador, el autor, el gran titiritero.

He ahí el plan que (Dios es mi testigo (o quien quiera que lo esté suplantando)), intenté con todas mis fuerzas llevar a cabo.

Capítulo 1

Víctor Frankenstein narra su infancia como ginebrino y su rutina familiar, en extremo apacible. Con él viven sus padres, sus hermanos William y Ernest, más chicos que él, y su prima Eliz…

“¡Hey! ¡No tan de prisa, Frankenstein! ¿En verdad espera que crea todo ese desvarío? ¿Personajes? ¿El trazo del destino? ¿Productos de la mente de algún ser falible?”

“Crea lo que quiera, Walton, yo sólo justifico lo que está usted a punto de escuchar de mi boca. Y lo que me ha traído hasta este punto.”

“No digo que antes yo mismo no me haya sentido como si fuese otro el que dirigiese mis pasos… pero de eso a no existir…”

“Nunca dije que no existiéramos. Sólo que de distinta ma… ¡Ouch! ¿Por qué hizo eso?”

“¿Qué tan real sintió ese mamporro?”

“Acaso tan real como éste.”

“¡Ooouch! ¡No tenía que hacer eso! Yo estaba intentando demostrar un punto.”

“Da igual. Últimamente me he vuelto muy vengativo.”

“Déjeme ver esas hojas de las que tanto habla.”

“Aquí tiene.”

“‘…el horror que siente al ver a la criatura actuar por sí misma…’ ‘…recibe una carta terrible…’ ‘…se sume en la depresión pues se siente culpable…’ Dígame una cosa, Frankenstein. ¿Qué necesidad tenía, en verdad, de intentar seguir este guion? ¿Por qué no quedarse en su casa tomando el té y leyendo novelas? ¿Qué necesidad de enfrentarse al horror y al sufrimiento pudiendo ser feliz de la manera más común y más corriente?”

“¿Qué necesidad tenía usted de embarcarse hacia el Polo Norte, Walton?”

“No estamos hablando de mí.”

“Para el caso es lo mismo. No se trata sólo de fama o fortuna. ¿Cree que no le di miles de vueltas en mi cabeza? Es como una especie de deuda con el género humano. Porque el mundo no sería el mismo sin un Frankenstein, igual que no sería el mismo sin un Mozart.”

“Ehhh… no quiero parecer pesado pero me parece excesiva su comparación.”

“¿Qué habría pasado si el pequeño Wolfgang, en vez de practicar todos los días el piano, se hubiese dedicado a corretear por los jardines? Seguramente habría sido un niño feliz. Y luego un adulto feliz. Y un abuelo lleno de nietos. Acaso habría muerto a los ochenta años y no a los treinta y cinco. Pero ni hablar de que el mundo contase con La flauta mágica o la sinfonía Júpiter. Si Mozart hubiese preferido el té y las novelas y la plácida contemplación de la existencia, el mundo escucharía ‘Mozart’ y no pensaría en el mayor genio musical de todos los tiempos sino, acaso, en algún zapatero austriaco. Si yo no hubiese intentado seguir el trazo de mi destino, la gente escucharía ‘Frankenstein’ y pensaría, tal vez, en algún despacho de abogados suizos, y no en una de las piezas más significativas del terror fantástico.”

“Entiendo su punto pero… ¿por qué cree que tuvo, repentinamente, esta extraña revelación, este asombroso despertar de la conciencia?”

“No tengo la menor idea.”

“Pero alguna hipótesis habrá usted trabajado durante todo este tiempo, dado que, según indica, estas hojas no son el producto de una noche desenfrenada de láudano y narguilé.”

“Creo, ya que lo pregunta, que todos los personajes estamos predestinados a existir. Así el Quijote y Gulliver. Así usted y yo. Y que vamos adquiriendo forma en la mente de nuestros creadores poco a poco, con rasgos físicos y trama y conflicto y aventura y romance… incluso sin que ellos se den cuenta.”

“O sin que ellas se den cuenta.”

“¿Perdón?”

“Ellas. También podríamos ser el producto de una mente femenina. A mí me gustaría eso. Siempre he creído que si mi hermana Margaret escribiera un relato de terror, pondría verdaderamente los pelos de punta.”

“Me da gusto que lo mencione así porque, ahora que me escuche, verá que yo creo conocer el nombre de quien me ha soñado, pensado, dado forma. Y es una ella.”

“¿Usted cree, Frankenstein, que en el futuro si alguien dice Walton piense en el mejor de los expedicionarios ingleses y no en el fundador de una tienda de nabos y alcachofas?”

“Todo puede ser, Walton. Todo puede ser. Bueno. Como le decía…”

Capítulo 1

(Ahora sí)

Víctor Frankenstein narra su infancia como ginebrino y su rutina familiar, en extremo apacible. Con él viven sus padres, sus hermanos William y Ernest, más chicos que él, y su prima Elizabeth, a quien acogieron en la casa cuando la madre de ella, quien era hermana del señor Alphonse Frankenstein, murió. Habla Víctor también de su buen amigo Henry Clerval, quien estuvo presente en su vida desde pequeño y siempre fue muy leal.

Antes pongamos una cosa en claro. Es éste un relato de horror. En él ocurren cosas espantosas. La gente muere, hay venganza y más venganza. Se transgreden las leyes de la naturaleza. Y, por supuesto, no tiene un final feliz, así que vale la pena la advertencia por si algún día todo esto que digo es escrito en papel y alguien lo lee en una noche de tormenta.

Dicho esto…

Mi nombre es Víctor Frankenstein y soy ginebrino de nacimiento. Mi padre, por cierto, siempre ha ocupado cargos públicos, lo cual no sé si se pueda contar como algo bueno. Aun antes de que yo naciera, ya se había hecho magistrado. Y según palabras de mi madre es gracias a ello que los Frankenstein pudieron levantar cabeza, pues antes de eso, no había modo de que el no tan achispado Alphonse diera pie con bola. De hecho, las palabras exactas de mi madre fueron: “De tinterillo a juez, ¡quién lo diría! ¡Sólo espero que no arruines esto como lo arruinas todo!”.

Aparentemente el amigo del amigo de algún conocido de mi padre tenía un cargo importante y se requirió un magistrado de último minuto (un asunto de copas o algo así donde se vio involucrado un juez que no pudo llegar a los tribunales por estar roncando en el piso de alguna taberna). Mi padre pasaba por ahí y tengo entendido que le sentó muy bien la peluca rizada. En menos de tres horas ya había despachado más de diez casos, lo cual es una clase de récord. Según mi madre, el no tan achispado Alphonse Frankenstein se dio cuenta bastante pronto de lo fácil que era distinguir hacia dónde convenía inclinar la balanza de la justicia, pues de acuerdo al fallo era la recompensa que obtenía posteriormente en un sobre cerrado bajo la superficie de la mesa de alguna taberna (donde más de una vez chocó un vaso de cerveza alemana con el agradecido demandante (o demandado, dependiendo del caso)) y donde acaso también lo sorprendió el sueño, como aquel legendario juez al que suplió originalmente.

Cuando vine al mundo, Alphonse Frankenstein ya tenía su buen prestigio, así que puedo decir con gran satisfacción que no me hizo falta nada y que inicié mi vida con una primera infancia en forma bastante tranquila y acomodada. Aunque mi madre no era demasiado aficionada a la maternidad, y eso lo supe desde aquel día que me olvidó en las carreras de caballos, puedo decir que me quería y que no es cierto que volvió a las taquillas del hipódromo a reclamar el bulto que lloraba por su leche sólo porque también hubiese olvidado el paraguas a un lado… y el bolso con los treinta francos que ganó apostando ese día… y el boleto de la diligencia, por cierto.

También vale la pena contar que fui un niño que no necesitaba de grandes cuidados. Mi padre volvía de los juzgados sin reparar mucho en mí (de hecho, por una buena cantidad de años se refirió a mí como “el niño”). Y mi madre confiaba ciegamente en la nana que me cambiaba el pañal y me daba el biberón (siempre que no estuviese enfrascada en alguna novelita rosa de despechos y traiciones). Así que me acostumbré a no ser el centro de atención desde muy temprana edad. Incluso creo que es justo decir que comprendí bastante pronto que, en días en los que todos los adultos estaban en sus propios asuntos, lo único que me podía salvar de la inanición era la osadía: es decir, ingeniármelas para gatear y escalar hasta el frasco de miel y las galletas.

Fue cuando yo tenía seis años, aproximadamente, cuando llegó el primero de mis hermanos a la casa. Ernest también se habituó bastante pronto a la ausencia de atenciones. Cuando mi padre al fin se aprendió mi nombre, se percató de la llegada de un segundo y tuvo que llamarlo “el otro niño”. Mi madre seguía con su compulsión por el juego y, aunque a mí nunca me perdió a las cartas, a Ernest sí, un par de veces. En su descargo diré que siempre lo recuperó con alguna buena tercia de reyes. La nana, por su parte, no dejaba que Ernest se marinara tanto en sus propios jugos como hizo conmigo (acaso porque yo no tenía un hermano mayor que fuera a decirle, tirando un poco de la novelita que estuviese leyendo en ese momento, “¡Nana, tal vez el bebé ya murió porque huele peor que un muerto!”). También conviene contar que Ernest aprendió a hablar de un solo golpe. Tenía cuatro años. Todos creíamos que era idiota porque en verdad que no decía ni papa. La vida se le pasaba contemplándolo todo sin abrir la boca, lo cual resultaba un poco siniestro si he de ser completamente honesto. Pero a la edad de cuatro años, un cochero le agarró los dedos con la portezuela del carruaje; jamás escuché decir a nadie tantas groserías juntas en mi vida. A partir de entonces empezó a hablar con fluidez. O al menos contestaba con monosílabos y no con movimientos de cabeza, que ya era bastante.

Finalmente, llegó el pequeño William, y justo al momento en que mi padre empezó a llamar a Ernest por su nombre. Lo curioso es que a este tercer retoño sí lo reconoció enseguida como hijo suyo; tanto, que lo presumió en el club de abogados desde el primer día. Acaso tuviera algo que ver que William era como un querubín sacado a la fuerza de un cuadro renacentista. Rubio y de mejillas sonrosadas, era un niño Jesús de estampa navideña… con la sutil excepción del carácter con el que había nacido. A diferencia de sus dos hermanos, que aprendieron que en la casa Frankenstein había que buscar el sustento por los propios medios so pena de morir de hambre, William decidió que con él vendría la emancipación. Era llorón como el mismísimo Satanás (palabras de mi madre). Y demandante. Y exigente. Y caprichoso. Y berrinchudo. Y displicente. Y la mismísima piel de Judas (palabras de la nana).

Para cuando William ya gateaba, aunque no al anaquel de la miel y las galletas sino al arcón de las joyas de mi madre, yo ya tenía mis buenos doce años. Y fue justo a los pocos días de mi cumpleaños cuando ocurrió lo que yo creí que sería el verdadero motor de mi existencia, mi única razón para existir.

De hecho, hay momentos en que aún lo creo. O no estaría aquí contándoles esto.