Fraude o esperanza. 40 años de la Constitución -  - E-Book

Fraude o esperanza. 40 años de la Constitución E-Book

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La literatura hegemónica sobre la Constitución de 1978 suele referirse a un texto constitucional aprobado tras un proceso modélico de transición de la dictadura a la democracia y que recoge las modernas tendencias del constitucionalismo europeo. Una Constitución exitosa, por tanto, que ha dado pie a la época de mayor desarrollo social y económico de la historia de España. Frente a este relato, existe otra lectura no tan entusiasta, ciertamente crítica, que pone de relieve tanto las limitaciones con las que nació la Constitución en términos democráticos y de garantía de derechos como su posterior desarrollo conservador, cuando no con claros tintes autoritarios. Abordar de forma rigurosa y divulgativa esa visión crítica, tantas veces excluida del debate público, es el objetivo de este libro. En lo que tuvo de fruto y consecuencia de la presión ejercida por las clases populares y por la oposición a la dictadura, la Constitución de 1978 contuvo ciertos aspectos de apertura sumamente importantes y encerró una dimensión promisoria que le hizo granjearse un importante respaldo social. Sin embargo, arrancó asimismo con numerosos lastres y obstáculos que impiden desarrollos progresivos. La sensación es que, tras cuarenta años de vigencia, esos aspectos más gravosos se han consolidado, mientras que los que significaron apertura se han cancelado o han mutado a peor. De ahí la necesidad de cambios.

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akal / a fondo

Director de la colección

Pascual Serrano

Diseño interior y cubierta: RAG

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra —incluido el diseño tipográfico y de portada—, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito del editor.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© los autores, 2018

© Ediciones Akal, S. A., 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-4722-3

Rafael Escudero

Sebastián Martín

(coords.)

Fraude o esperanza:

40 años de la

Constitución

La literatura hegemónica sobre la Constitución de 1978 suele referirse a un texto constitucional aprobado tras un proceso modélico de transición de la dictadura a la democracia y que recoge las modernas tendencias del constitucionalismo europeo. Una Constitución exitosa, por tanto, que ha dado pie a la época de mayor desarrollo social y económico de la historia de España.

Frente a este relato, existe otra lectura no tan entusiasta, ciertamente crítica, que pone de relieve tanto las limitaciones con las que nació la Constitución en términos democráticos y de garantía de derechos como su posterior desarrollo conservador, cuando no con claros tintes autoritarios. Abordar de forma rigurosa y divulgativa esa visión crítica, tantas veces excluida del debate público, es el objetivo de este libro.

En lo que tuvo de fruto y consecuencia de la presión ejercida por las clases populares y por la oposición a la dictadura, la Constitución de 1978 contuvo ciertos aspectos de apertura sumamente importantes y encerró una dimensión promisoria que le hizo granjearse un importante respaldo social. Sin embargo, arrancó asimismo con numerosos lastres y obstáculos que impiden desarrollos progresivos. La sensación es que, tras cuarenta años de vigencia, esos aspectos más gravosos se han consolidado, mientras que los que significaron apertura se han cancelado o han mutado a peor. De ahí la necesidad de cambios. 

Rafael Escudero es profesor titular de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid. Premio Extraordinario de Doctorado por esta misma Universidad, entre sus líneas de investigación figuran el constitucionalismo, la memoria histórica, la justicia transicional y los derechos humanos. En la actualidad es el Responsable del Plan Estratégico de Derechos Humanos del Ayuntamiento de Madrid.

Sebastián Martín es profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Sevilla. Ha ampliado estudios en el Max-Planck-Institut für Europäische Rechtsgeschichte, en el Centro per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno y en el Max-Planck-Institut für Gesellschaftsforschung. Como investigador se dedica principalmente a la historia constitucional y de la cultura jurídica, en España y Europa, entre los siglos xix y xx.

Presentación

Nuestra Carta Magna cumple cuarenta años. Mientras que el pensamiento oficial tiene clara su posición ante cada aniversario –boato y celebraciones autoreferenciales–, los sectores más críticos lo viven con una dicotomía de amor/odio. Unas veces reniegan de ella porque consolidó la monarquía y la economía de mercado, y otras la reivindican y denuncian que no se cumplen muchos de sus derechos.

Antes de arrancar un debate sobre las bondades o maldades de la Constitución, sería bueno hacer un repaso donde contrastemos lo que dice el papel y lo que hay en la vida real:

• Todos tienen derecho a la vida y a la integridad físical y moral (art. 15): «950 mujeres asesinadas por violencia machista desde que hay estadísticas oficiales» (Público, 28 de agosto de 2018).

• Ninguna confesión tendrá carácter estatal (art. 16.3): «La Iglesia recibe más de 11.000 millones de euros al año en diversos conceptos, sigue exenta de varios impuestos y no hay control sobre el dinero recaudado en sus templos. El Estado paga el sueldo de obispos, sacerdotes, profesores de Religión y capellanes, sostiene los templos patrimoniales y financia miles de colegios, hospitales y dispensarios católicos» (Eldiario.es, 5 de febrero de 2017).

• Se reconocen y protegen los derechos a comunicar y recibir información veraz por cualquier medio de difusión (art. 20.1.d): «España es el país de Europa donde más proliferan las noticias falsas» (Eitb, 23 de mayo de 2018).

• Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad (art. 31.1): «Los grandes bancos no pagan nada a Hacienda por el impuesto de sociedades» (Infolibre, 16 de julio de 2018).

• Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo (art. 35): «La tasa de paro femenino de España es la segunda más alta de la UE» (Público, 9 de octubre de 2018). «El último día del mes de agosto se perdieron más de 300.000 empleos» (El Mundo, 4 de septiembre de 2018).

• [...] y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia (art. 35): «El ingreso medio del autónomo no llega al salario mínimo» (Público, 21 de agosto de 2018).

• Los poderes públicos aseguran, asimismo, la protección integral de los hijos (art. 39.2): «El 30% de los hogares españoles no cuenta con los recursos necesarios para el cuidado de los hijos» (Contexto, 5 de septiembre de 2018).

• Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada (art. 47): «En 2017 35.666 familias se quedaron sin casa al no poder pagar el alquiler y 22.330 por la hipoteca» (Eldiario.es, 5 de marzo de 2018).

• Los poderes públicos promoverán las condiciones para la participación libre y eficaz de la juventud en el desarrollo político, social, económico y cultural (art. 48): «Uno de cada cinco jóvenes españoles ni estudia ni trabaja» (El Mundo, 11 de septiembre de 2018).

• Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad (art. 50): «Casi cinco millones de mayores de 65 años están en riesgo de pobreza» (Infolibre, 6 de marzo de 2018).

Es evidente el divorcio entre la Carta Magna y la realidad. ¿Qué falla entonces? ¿La Constitución? ¿Su aplicación? ¿Su desarrollo? En este libro, bajo el título Fraude o esperanza: 40 años de la Constitución, se convoca a una decena de expertos que analizarán otros tantos aspectos de la Constitución. Exponen los antecedentes necesarios para saber de dónde partían aquellos constituyentes de finales de los setenta y han seguido el desarrollo legislativo para conocer hasta dónde hemos llegado. Coordinados por Rafael Escudero, profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid, y Sebastián Marín, profesor de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla, repasan los principales pilares temáticos de nuestros derechos y de nuestra legislación. Desde la memoria histórica hasta los derechos sociales, desde el derecho al trabajo hasta la descentralización, de la laicidad a los derechos de las mujeres, de la política fiscal al Código Penal. Para terminar con un análisis sobre el Tribunal Constitucional y unas valientes conclusiones de los coordinadores.

Fraude o esperanza: 40 años de la Constitución no es un libro ni en contra ni a favor de la Constitución. Es un libro crítico y plural sobre la Constitución española, su alcance y su realidad. A lo largo de estas páginas se encontrarán autores que piden reformas, otros que piden una nueva Constituyente, quienes ponen el foco en la situación del posfranquismo de la que se partía, análisis que consideran que los poderes públicos, y especialmente los Gobiernos, han ido retrocediendo en derechos y recortando las libertades. Por último, algunos autores responsabilizan al Tribunal Constitucional y a las tramas para su conformación de la deriva sufrida por nuestras libertades.

La gran paradoja de esta Constitución española es que, probablemente, los políticos que más gustan de llamarse constitucionalistas son los que más han colaborado en que la Constitución no se cumpla, y que los más críticos con la Carta Magna serían los más satisfechos si se cumpliera.

Durante estos meses de conmemoración asistiremos a mucha palabra huera, mucho humo, mucha moqueta y mucho cóctel. Si Stendhal dijo que una novela política es como un disparo de pistola en medio de un concierto, este libro quisiera ser un disparo en medio del soporífero brindis en el cuarenta aniversario de la Constitución. Un estruendo que nos despierte de la complacencia, que rasgue el telón con el que quieren ocultar a dónde nos han llevado y, lo que es más importante, que nos haga abandonar la Constitución como fetiche y la convirtamos en una herramienta para mejorar la vida de un pueblo. Porque para eso son las leyes. Y algunas veces también los libros.

Pascual Serrano

INTRODUCCIÓN

Rafael Escudero Alday

Sebastián Martín

La celebración de toda efeméride siempre es un buen momento para reflexionar sobre el acontecimiento conmemorado. En este caso, se trata del cuarenta aniversario de la Constitución española de 1978, ratificada en un referéndum ciudadano el 6 de diciembre de 1978 y publicada en el Boletín Oficial del Estado el 29 de ese mismo mes. Un texto llamado a consolidar, a partir de una dictadura sangrienta y pertinaz como pocas, un Estado constitucional que, en sus cuarenta años de vida, ha experimentado reformas, mutaciones, interpretaciones y desarrollos que traen como resultado una Constitución bien distinta hoy a la que se promulgó hace cuarenta años.

En esta ocasión, la conmemoración de los cuarenta años de Constitución pone de manifiesto la disparidad existente entre la celebración «oficial», la que se lleva a cabo en los salones de las instituciones del Estado y que festeja acríticamente su aniversario, y la cautela de una parte de la ciudadanía sobre el estado real de la salud de un texto que se enfrenta a un futuro marcado por una profunda crisis de carácter social, territorial e institucional. Pueden detectarse, entonces, dos polos. Por un lado, el de quienes ven en el texto de 1978 el instrumento adecuado para, quizá con alguna reforma concreta o algún ajuste puntual, seguir siendo la fórmula jurídica y política necesaria para resolver los problemas de diversa índole que se ciernen hoy sobre la sociedad española. Por otro, el encarnado por quienes, reconociendo el papel positivo que la Constitución haya podido cumplir a la hora de transitar desde una larga y terrible dictadura hasta una democracia representativa homologable a las de nuestro entorno europeo, aportan argumentos para una reforma amplia de su articulado o, incluso, para su revisión total a través de un proceso constituyente que siente las bases de un pacto social para el futuro.

Sin duda, las posiciones intermedias entre estos dos polos son múltiples y con muchos matices entre cada una de ellas. Ello es una muestra del interés que genera este debate no sólo entre la clase política, sino también en amplios sectores de la opinión pública. Bueno sería que las instituciones públicas lo fomentaran y dieran espacio a las distintas voces que se escuchan en la academia, los partidos políticos o los movimientos sociales. Incluso a las más críticas con el statu quo constitucional.

Sin embargo, en la efeméride del cuarenta aniversario la pluralidad brilla por su ausencia dentro de los espacios y eventos organizados por las altas instancias del Estado español. Que esto iba a ser así es algo que podía intuirse nada más conocerse la composición del Consejo Asesor de los actos conmemorativos del cuarenta aniversario de la Constitución; una iniciativa conjunta del Congreso de los Diputados y el Senado. Su composición (30 hombres y 9 mujeres) es monocorde, sin dar cabida en ella a voces académicas, sociales o políticas críticas, bien con el propio texto de 1978, bien con su posterior interpretación y desarrollo. Merece la pena echar un vistazo a su página web (https://constitucion40.com), donde se publicitan tanto los integrantes del Consejo como las actividades organizadas, para comprobar cómo todas ellas están presididas por la falta de pluralidad; algo contrario, por cierto, a uno de los valores superiores consagrados en el frontispicio del texto constitucional, en su art. 1.1, como es precisamente el «pluralismo político».

Como contrario a la memoria y el respeto a las víctimas de la dictadura es el vídeo oficial de conmemoración. En él se puede observar a dos ancianos charlando amigablemente, mientras una voz en off nos relata que se trata de dos combatientes de la batalla del Ebro, uno en el «bando nacional» y otro en el «republicano», haciendo de su reencuentro el símbolo de la reconciliación, la libertad y la democracia. Indigna que tanto el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (PSOE), como la presidenta del Congreso de los Diputados, Ana Pastor (PP), amparen este ejercicio de equidistancia propio de la época de la Transición, incluso con expresiones («bando nacional») procedentes del propio franquismo más aguerrido y criminal. Una equidistancia entre republicanos y franquistas, los «dos bandos» fratricidas enfrentados, que no implica otra cosa que la retórica que el franquismo empezó a utilizar, a partir de principios de los años sesenta, cuando ya no podía ocultar su «gran matanza fundacional», para enmascarar el golpe de Estado contra la Segunda República y su represión contra la disidencia política.

Tono similar tiene también la actividad desplegada por otro importante organismo del Estado, el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, dependiente del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes e Igualdad. También aquí, consultar su web (www.cepc.gob.es) nos lleva a un mundo de eventos, publicaciones, homenajes y coloquios con olor a «vieja escuela» y diseñado con un claro propósito: el laudatorio de la Constitución de 1978, así como de los protagonistas del pacto de la Transición y del consenso, los alabados «padres de la democracia», olvidando por supuesto todo lo que supuso en este proceso la movilización social en las calles, las aulas y los centros de trabajo.

Son una constante –ya desde los primeros años de existencia del régimen nacido de la Constitución de 1978– el olvido y el menosprecio del papel que desempeñaron los movimientos sociales y ciudadanos en la denuncia y desmontaje de las estructuras franquistas. Sólo recientemente se ha comenzado a sacar a la luz y poner en valor esa lucha por la democracia que fue objeto de una brutal violencia por parte del Estado y de grupos ultraderechistas paraestatales, y que no terminó con la muerte de Franco, sino que se extendió hasta bien entrados los años ochenta del siglo pasado.

A este panorama hay que sumar que, durante los cuarenta años que han transcurrido desde la aprobación de la Constitución, las voces críticas con su filosofía y contenido no han tenido muchos espacios de difusión. La consideración como «modélica» de la transición a la democracia ha servido para tapar cualquier cuestionamiento del «exitoso» proceso, del texto constitucional resultante e, incluso, de los derroteros que han tomado su interpretación y aplicación gracias a la acción de los poderes del Estado. Los juristas del régimen –que hasta hace poco eran legión– han cumplido aquí un decisivo papel legitimador de todo cuanto venía del poder. Desarrollos legislativos dudosamente constitucionales, ejercicios de la «razón de Estado» contrarios a derechos fundamentales, jurisprudencia restrictiva de libertades públicas, desmantelamiento del Estado social e, incluso, dos reformas constitucionales sin ratificación ciudadana (la segunda, en 2011, verdaderamente escandalosa en cuanto a su procedimiento y contenidos). Todos estos aspectos han pasado en silencio o, directamente, bajo la bendición de la cultura jurídica hegemónica en España.

Tan sólo algunas voces nos advertían a los juristas nacidos o crecidos ya bajo el imperio de la Constitución que no era oro todo lo que relucía, que la unánime alabanza del proceso de transición servía como manto de olvido para el pasado republicano masacrado a sangre y fuego por la dictadura. Nos recordaban que en la Transición había actuado un «partido militar» que impuso unas líneas rojas que dejaron marcado para el futuro el terreno de juego institucional. Además, estas mismas voces también nos llamaban la atención sobre la mutación constitucional que se ha ido produciendo con el paso de los años. En efecto, con sus virtudes y defectos, la Constitución de 1978 diseñaba una serie de instituciones garantistas que la posterior acción de los poderes públicos ha venido a difuminar. Una es la Constitución que se aprobó en 1978 y otra bien distinta la que rige hoy, cuarenta años después.

Abordar de forma rigurosa y divulgativa esta visión crítica, tantas veces excluida del debate público, es el propósito de este libro. Para ello se parte de la siguiente hipótesis: en lo que tuvo de fruto y consecuencia de la presión ejercida por las clases populares y por la oposición a la dictadura, la Constitución de 1978 contuvo notables aspectos de apertura y encerró una dimensión promisoria que le hizo granjearse un importante respaldo social. Sin embargo, procedente asimismo no de una ruptura, sino de una reforma de la dictadura –y contando los sectores procedentes de la misma con gran capacidad de determinación en contenidos decisivos–, la Constitución arrancó con numerosos lastres y obstáculos que impidieron desarrollos progresivos. La sensación es que, tras cuarenta años de vigencia, esos aspectos más gravosos se han consolidado, mientras que los que significaron apertura se han cancelado o han mutado a peor. De ahí la necesidad de cambios a todos los niveles, incluido el constitucional.

Para corroborar esta hipótesis se han seleccionado los elementos que vertebran el texto constitucional en lo que a democracia, igualdad y derechos humanos se refiere. Son los que definen ese «constitucionalismo» que tanto se invoca y celebra hoy por quienes, precisamente, más se esfuerzan en dinamitar sus aspectos nucleares. Cada uno de ellos se corresponde con un capítulo, respondiendo el conjunto al señalado esquema metodológico: identificar, en primer término, las promesas y los lastres iniciales de la Constitución de 1978 para, después, exponer los hitos que han ido cancelando y bloqueando los aspectos más progresivos, en favor de los más conservadores.

Es el recuerdo de las voces jurídicas que han mantenido la llama del riguroso espíritu crítico durante estas décadas el que impregna el diseño y contenido de este libro. Sin su trabajo la historia de estos cuarenta años de cultura jurídica constitucional en España hubiera quedado incompleta y, una vez más, silenciadas aquellas posiciones disidentes de las opiniones mayoritarias y cómplices con el poder. Sus ecos resuenan y sus nombres aparecen en las páginas de este libro. Sirva pues este de homenaje a su valentía y magisterio.

I. SIN MEMORIA NI RECONOCIMIENTO. UNA CONSTITUCIÓN DE ESPALDAS A SU PASADO

Rafael Escudero Alday

Profesor titular de Filosofía del Derecho Universidad Carlos III de Madrid

1. La decisión constituyente

Consenso, olvidar, mirar hacia adelante, no reabrir heridas, evitar el enfrentamiento entre hermanos, reconciliación. Expresiones como estas dominaron el debate político en los tiempos que transcurrieron desde la muerte del dictador Francisco Franco, el 20 de noviembre de 1975, hasta la publicación de la Constitución, el 29 de diciembre de 1978. El proceso de transición hacia la democracia que culminó con la aprobación del vigente texto constitucional estuvo trufado de argumentos y posiciones políticas dirigidos a apuntalar una decisión verdaderamente constituyente: hacer tabla rasa del pasado y amontonar allí todo lo relacionado con la Segunda República y el golpe de Estado que acabó con ella, incluyendo por supuesto los cuerpos y derechos de las víctimas de la represión política que el franquismo ejerció con crueldad desde su momento fundacional hasta sus últimos estertores.

Que se produjera esta decisión constituyente –bien calificada como «amnesia constituyente» (Clavero, 2014)– y se llevara hasta sus últimas consecuencias en esa época no puede resultar extraño. Cuarenta años de férrea dictadura fueron muchos años y permitieron, entre otras cosas, dirigir el «proceso de apertura» iniciado desde las propias instancias y autoridades franquistas. En ese contexto la fuerza de la oposición democrática no era tanta como para impugnar las líneas del terreno que se habían marcado por parte del «régimen» (uso aquí una expresión profusamente utilizada para calificar lo que no fue otra cosa que un atroz totalitarismo). La llamada «reforma política» venció a las reivindicaciones de ruptura y sólo fue la presión en la calle –también olvidada años después– la que consiguió encauzar ese proceso hacia mínimos democráticamente admisibles (Wilhelmi, 2016: 55-89).

No habrá que esperar a la aprobación de la Constitución en diciembre de 1978 para ver plasmada esa decisión constituyente, pronto autobautizada bajo la expresión de «el espíritu de la Transición». En efecto, el olvido consciente del pasado y el consiguiente intento de «blanquear» el origen golpista del régimen que ahora se pretende reformar (no superar) presiden desde un primer momento la labor de los poderes del Estado. Véanse a continuación algunos hitos en este sentido.

El poder legislativo abrió camino al espíritu de la Transición en un doble sentido. Por un lado, diseñó una hoja de ruta como una reforma de las leyes fundamentales franquistas, anulando así las pretensiones de ruptura radical con el franquismo. La Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política fue decisiva en este sentido; una ley que no dudó en calificarse como la «octava ley fundamental franquista» y que no en vano enganchaba al titular de la Corona con las normas de sucesión a la jefatura del Estado aprobadas durante la dictadura.

Por otro, el legislador posibilitó la extensión del olvido al ámbito penal. La amnesia se convirtió en amnistía. Para ello, aprovechando las demandas de libertad para los presos que todavía se encontraban en las cárceles por su actividad en pro de la democracia y los derechos (a pesar de que ya se habían promulgado decretos de indulto y amnistía en los años 1976 y 1977), introdujo una cláusula en la Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía, que equiparaba a torturados y torturadores, luchadores antifranquistas y funcionarios policiales, decretando así la amnistía para todos ellos, sin distinción de ningún tipo.

El sentido primigenio de la Ley de Amnistía era cubrir los casos de personas que todavía quedaban encarceladas por actividades políticas o sindicales y que no habían obtenido la libertad en virtud de los indultos y las amnistías decretados en los años 1975, 1976 y 1977 (Decreto 2940/1975, de 25 de noviembre, por el que se concede un indulto general con motivo de la proclamación de Juan Carlos de Borbón como rey de España, concebido como «homenaje a la memoria de la egregia figura del Generalísimo Franco»; Decreto 10/1976, de 30 de julio, sobre amnistía, promoviendo «la reconciliación de todos los miembros de la Nación»; Real Decreto-Ley 19/1977, de 14 de marzo, sobre medidas de gracia). Se amnistían así los delitos de rebelión y sedición, la objeción de conciencia a la prestación del servicio militar, los actos de expresión de opinión realizados a través de la prensa o cualquier otro medio de comunicación y también aquellas infracciones de naturaleza laboral derivadas del ejercicio de los derechos de los trabajadores. Incluía una amnistía para actos de intencionalidad política «cuando se aprecie además un móvil de restablecimiento de las libertades públicas o de reivindicación de autonomía de los pueblos de España», en clara referencia a las acciones terroristas de ETA.

Pero, en la tramitación de esta ley pasaron inadvertidos los puntos e) y f) de su art. 2 (Aguilar, 2008: 321). En ellos se amnistían «los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes de orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta ley», así como «los delitos cometidos por los funcionarios y agentes de orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas». Como se explicará más adelante, ha sido esta cláusula la que ha convertido a la Ley de Amnistía en una ley de impunidad o punto final. Evidentemente esta no era la demanda de amnistía que se gritaba en las calles.

Por qué la dirección de la oposición democrática –especialmente, PCE y PSOE– aceptó esta cláusula forma parte de uno de los ejercicios de realismo político que ambas fuerzas, una con más fortuna que otra, realizaron durante esos años de consenso. En el caso de la dirección del PCE, su opción por la entrada en el canal institucional, a costa de la renuncia a la movilización en las calles y a su histórica reivindicación republicana, la había llevado a desistir de su propuesta de ley de amnistía total. Una proposición que se registró en el Congreso de los Diputados el 15 de julio de 1977 y que recogía la amnistía de «todas las acciones y omisiones de intencionalidad política o social castigadas como delito o falta por el Régimen desde el 17 de julio de 1936 hasta el 15 de junio de 1977», así como la declaración como «nulas y sin efectos de las correspondientes penas y sanciones de todo tipo impuestas o que puedan imponerse por los citados hechos».

El poder ejecutivo también contribuyó a consolidar el olvido del pasado, mediante políticas de destrucción de todo aquello que pudiera sacar a la luz ese pasado que se quería ocultar. Cómo no recordar aquí la decisión del ministro Rodolfo Martín Villa de destruir las fichas policiales de quienes pasaron por los calabozos de la Dirección General de Seguridad alegando, precisamente, la voluntad de olvido y reconciliación. Y cuando no se destruía ese pasado, entonces se edulcoraba o, directamente, se falseaba. Así sucedió con la normativa que se aprobó en esos años preconstitucionales de reparación a algunos colectivos de víctimas de la dictadura. En esas normas se calificaba de «muertos en la Guerra Civil» a los que no eran tales, sino víctimas de desapariciones forzadas, y se apelaba a un espíritu de perdón y reconciliación como justificación de las medidas de reparación aprobadas. Más que reconocer derechos, tal normativa parecía una graciosa concesión de los vencedores para con los vencidos.

Finalmente, también el poder judicial puso de su parte en este ambiente «conciliador» y olvidadizo. Nada simboliza mejor su transición que el BOE del 5 de enero de 1977, en el que a la vez que se suprimía el siniestro Tribunal de Orden Público se creaba la Audiencia Nacional, con trasvase de protagonistas del primero a la segunda. Magistrados que no dudaron en levantarse demócratas a la mañana siguiente de haberse acostado profundamente franquistas. Pero, eso sí, perduraron las culturas y prácticas autoritarias de la judicatura, de manera que poco se podía esperar por parte de este poder del Estado, salvo adhesión inquebrantable –más por interés que por creencia– a los nuevos vientos políticos, falso apoliticismo y exacerbado paleopositivismo.

Este es, en líneas muy generales, el terreno de juego en el que hubo de desarrollarse el proceso de elaboración de la Constitución. Realmente este proceso se inició con las elecciones generales celebradas el 15 de junio de 1977; unas elecciones que vinieron a refrendar la opción por la reforma y de las que merece la pena destacar dos aspectos. En primer lugar, que se regularon por un decreto-ley de marzo de ese mismo año, que primaba los partidos de ámbito estatal y que sobrerrepresentaba las provincias rurales, con menor población y más conservadoras, frente a las grandes ciudades (Presno, 2018: 107-108). Además, las fuerzas políticas que cuestionaran la unidad de la patria o la forma de Estado no pudieron concurrir (o tuvieron que hacerlo bajo otras siglas), lo que impidió que se midiera en las urnas la fuerza real de las opciones rupturistas. En segundo término, que, aun sin ser convocadas como tales, se convirtieron en elecciones constituyentes, dado que fue el Parlamento salido de ellas el que comenzó el proceso de elaboración de la Constitución de 1978. Además de marcar las líneas del terreno de juego, este decreto-ley permitió jugar con las cartas marcadas a los campeones del consenso y el espíritu de la Transición.

2. El silencio constitucional

La decisión constituyente de olvidar de forma consciente y premeditada el pasado no fue la única que determinó el proceso de elaboración de la Constitución de 1978. Fueron varias las decisiones que se impusieron a priori y que funcionaron como auténticas «líneas rojas» de contención de las demandas más rupturistas. De hecho, configuraron una suerte de «Constitución tácita» que establecía los límites de lo que habría de ser la Constitución de 1978 mucho antes de que esta fuera aprobada en el Parlamento y sometida a referéndum ciudadano (Capella, 2003: 17-41).

Además del olvido, las líneas rojas fueron las siguientes: mantenimiento de la monarquía como forma de Estado y de su legitimidad vía leyes fundamentales franquistas; la unidad de la nación española, definida después constitucionalmente como «patria común e indivisible de todos los españoles» por imposición militar directa; consolidación de una economía capitalista apuntalada por una notable devaluación de los derechos sociales; conservación de los privilegios de la Iglesia católica; y la puesta en escena, mediante la institucionalización de partidos políticos y sindicatos, de una democracia representativa poco o nada participativa.

Cada una de estas líneas tiene un perfil propio, pero tras ellas se aprecia un mismo hilo conductor: borrar cualquier atisbo de reconocimiento de la legalidad republicana, de los logros y derechos conseguidos bajo el imperio de la Constitución de 1931 y de su destrucción a causa de un golpe de Estado que trajo un régimen totalitario causante de graves violaciones de derechos humanos. Olvidar el avance que supuso para la España de los años treinta la Segunda República, mantener fuera de los libros de historia y de los tribunales ese sangriento pasado y hacer descansar la legitimidad del futuro régimen en el propio proceso de la Transición, que desde un principio se calificó como exitosa y modélica, en vez de en nuestra única experiencia democrática anterior. Lo cierto es que poco modélica puede ser una transición que, además de no tener ni tan siquiera un gesto con quienes sufrieron violaciones de sus derechos por defender la legalidad republicana, se desarrolló con un notable grado de violencia en las calles con el resultado de casi doscientas personas muertas, entre 1975 y 1982, a causa de la violencia política de origen institucional (Baby, 2018).

La decisión constituyente de olvido se plasma en el texto constitucional mediante el silencio casi absoluto en todo lo que tiene que ver con la Constitución republicana y la democracia truncada por el golpe de Estado franquista. Suele decirse que el olvido es también una opción. Pues bien, en este caso la opción fue clara, desde el momento en que el Constituyente de 1978 renunció a trazar una línea de continuidad entre las dos Constituciones democráticas que ha tenido España en el siglo XX. En el texto vigente se omiten las referencias a su antecesora, como si esta nunca hubiera existido. Tan sólo existe una referencia en la disposición transitoria segunda, en el marco de la regulación de la iniciativa autonómica, a «los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía». Nótese que ni siquiera se menciona expresamente la Segunda República, sino que se utiliza esa fórmula vaga de «en el pasado», cuando tales plebiscitos se produjeron entonces en Cataluña, País Vasco y Galicia.

Fueron varios los argumentos con los que se justificó esta decisión constituyente de amnesia y olvido. El recurso interesado y exagerado al miedo a una nueva contienda entre españoles se convirtió en una losa imposible de salvar para quienes pretendían ir más allá en los contenidos constitucionales. La tesis de la equidistancia entre los «dos bandos en conflicto», la reconstrucción de la época republicana como un periodo convulso nada ejemplar, la imagen de una guerra fratricida y la afirmación de que en ambos bandos se cometieron barbaridades fueron argumentos extendidos entre la opinión pública para justificar la no mirada al pasado; a ninguno, ni a la dictadura ni tampoco a la República, dado que ninguno podía servir de modelo para la cultura democrática que se pretendía constitucionalizar. Mucho se ha escrito en los últimos tiempos para rebatir esta visión interesadamente falseada de la época republicana. Aun así, sigue siendo hegemónica en muchos espacios académicos e influyente en los partidos políticos y la opinión pública. Es más, se ha convertido en «imaginario metanormativo» por encima de la propia Constitución (Clavero, 2014: 268). Recuperar la memoria democrática tiene que ver precisamente con revertir esta situación.

Nació, así, una Constitución refractaria a su pasado. Y por si con el silencio fuera poco, pronto su supremo intérprete salió a reforzar la decisión constituyente. Desde sus primeras sentencias, el Tribunal Constitucional afirmó con rotundidad que la Constitución «tiene una débil eficacia retroactiva» (STC 43/82, de 6 de julio), lo que significa que sólo puede aplicarse a disposiciones que no hubiesen agotado sus efectos en el momento de su entrada en vigor. Por lo tanto, a juicio del Tribunal, no existe una retroactividad en grado máximo, que afecte a actos creados y ejecutados «bajo el imperio de la legalidad anterior» (curiosa forma, por cierto, esta de la «legalidad» para referirse al despotismo de una dictadura). No obstante, esta distinción del Tribunal suena un tanto maniquea, porque sirve para obviar la violación de los derechos durante el franquismo mientras que no pone en cuestión uno de los efectos retroactivos más claros de la Constitución, como es el reconocimiento en su art. 57.1 de Juan Carlos I como «legítimo heredero de la dinastía histórica». Aquí no hay problema alguno en retrotraerse en el tiempo. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Es o no retroactiva la Constitución? Parece que sí, sobre todo a efectos de lo que interesa para borrar ese «pecado original» de la monarquía consistente en su designación como sucesor por el dictador.

3. La esperanza constitucional: el Derecho internacional

La doctrina de la débil eficacia retroactiva, asumida y reiterada en no pocas ocasiones por el Tribunal Constitucional, ha servido para sentar las bases para eximir de responsabilidad a los autores de graves violaciones de los derechos humanos cometidas durante la dictadura. Los tres poderes del Estado, al unísono, han utilizado todo este aparato argumentativo para mirar a otro lado y no reparar los derechos fundamentales vulnerados en el pasado. Y todo ello, aun a pesar de contar con un instrumento que no sólo les da pie, sino que los obliga al reconocimiento de los derechos humanos sin acepción de tiempos: la constitucionalización del Derecho internacional.

En este sentido, dos son los preceptos relevantes. En primer lugar, el art. 10.2 señala que «las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España». Nótese bien que se trata de un mero criterio de interpretación, como el propio Tribunal Constitucional se encargó de advertir, al subrayar que esta alusión no convierte los tratados internacionales en «canon autónomo de constitucionalidad» (STC 64/1991, de 22 de marzo). Sin duda, era mucho más garantista e internacionalista la cláusula establecida en el art. 7 de la Constitución republicana de 1931, según la cual «el Estado español acatará las normas universales del Derecho internacional, incorporándolas a su derecho positivo».

En segundo lugar, el art. 96.1 establece que «los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno». Esta integración de los tratados internacionales en el Derecho español es un instrumento especialmente relevante en lo que a la garantía de los derechos se refiere. De haberse asumido esta cláusula por el poder judicial español, la Ley de Amnistía no habría servido como «ley de punto final» y garantía de la impunidad de los crímenes del franquismo. Véase a continuación la razón de esta última afirmación.

El 27 de abril de 1977 España ratificó dos instrumentos básicos del sistema universal de protección de derechos humanos: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas de 1966. Ambos entraron en vigor en nuestro país el 27 de julio de 1977. Por lo tanto, la garantía de sus derechos y las obligaciones del Estado español al respecto prevalecen frente a una ley, como la de amnistía, que es posterior en el tiempo al compromiso internacionalmente adquirido por sus autoridades. Pacta sunt servanda, suele decirse en derecho. Además, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos es muy claro a la hora de advertir que nada de lo dispuesto en él sobre la irretroactividad penal «se opondrá al juicio ni a la condena de una persona por actos u omisiones que, en el momento de cometerse, fueran delictivos según los principios generales del derecho reconocidos por la comunidad internacional» (art. 15). Como lo eran entonces, y lo siguen siendo ahora, las graves violaciones de derechos humanos cometidas por las autoridades franquistas (Escudero, 2013: 56-59).

En conclusión, la Ley de Amnistía es inconstitucional en aquellos de sus preceptos que incumplen la normativa internacional sobre protección de derechos humanos, en general, y el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, en particular, vigente para España en el momento de su aprobación. Así, en la medida en que su art. 2. –en los puntos e) y f)– se utilice como un salvoconducto para la impunidad, impidiendo por ejemplo la apertura de investigaciones judiciales para determinar la responsabilidad penal por crímenes cometidos, es contraria al Derecho internacional –que prohíbe las amnistías relativas a crímenes contra la humanidad– y, en coherencia con los preceptos anteriormente señalados, inconstitucional.

Además, al ser una ley anterior a la aprobación de la Constitución, debe aplicar lo dispuesto en su disposición derogatoria segunda, según la cual quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a ella. Y sin necesidad de que así lo proclame el Tribunal Constitucional, dado que como este mismo órgano señaló desde bien temprano «los jueces pueden resolver por sí mismos la derogación del Derecho positivo anterior por la fuerza normativa de la Constitución como norma» (STC 11/81, de 8 de abril). Sin embargo, ningún tribunal se ha planteado esta posibilidad. Ni tan siquiera ha recurrido a la cuestión de la inconstitucionalidad recogida en el art. 163 de la Constitución, cuyo planteamiento hubiera permitido obtener un pronunciamiento del Tribunal Constitucional al respecto.

Cuarenta años después, la Ley de Amnistía se ha convertido, a pesar del reconocimiento constitucional del Derecho internacional, en garantía de impunidad. Así ha sido gracias fundamentalmente al empeño del poder judicial. Primero, los juzgados de los lugares donde se denunciaba por las asociaciones de memoria la aparición de restos de personas con indicios de muerte violenta, los cuales en su gran mayoría se negaban a acudir al lugar o a levantar diligencias arguyendo que, al tratarse de «muertos de la Guerra Civil», los hechos y sus autores estaban bajo el paraguas de la Ley de Amnistía. Y segundo, el Tribunal Supremo, órgano judicial que ha culminado una trayectoria de años de olvido y desamparo de las víctimas con una sentencia en la que les ha cerrado totalmente las puertas de la justicia española.

En su sentencia del 27 de febrero de 2012 (en el conocido como «caso Garzón»), el Tribunal Supremo ha rechazado la aplicación del Derecho internacional de los derechos humanos a las graves violaciones de los derechos humanos acaecidas durante la dictadura. En su opinión, supondría una aplicación retroactiva de normas internacionales que no estaban en vigor en el momento de la comisión de los hechos. Frente a este argumento, la doctrina internacionalista sostiene que la condena de prácticas contrarias a la conciencia de la humanidad, como son las desapariciones forzadas, estaba en vigor desde finales del siglo xix. De hecho, gracias a esa tipificación previa pudo condenarse a los criminales de guerra nazis en los Juicios de Núremberg.

Sin embargo, el Alto Tribunal español hizo oídos sordos a esta doctrina. En cambio, prefirió circunscribir los hechos en cuestión al ámbito del Derecho interno y aplicar, entonces, las categorías de la prescripción y de la amnistía. De acuerdo con ellas, los hechos estaban prescritos, dado el tiempo transcurrido desde su comisión, y, por si fuera poco, resultaron amnistiados por la ley anteriormente citada. Por cierto, esta sentencia contiene afirmaciones muy reveladoras de su dependencia de la decisión constituyente: en ella se califica la Ley de Amnistía como «pilar básico, insustituible y necesario [...] para conseguir la reconciliación nacional». Nótese cómo un órgano judicial como es el Tribunal Supremo utiliza argumentos políticos para justificar una decisión que debería basarse sólo en el Derecho. En el Derecho interno y en el internacional, que forman parte –como se explicó anteriormente– del Derecho español. En definitiva, esta sentencia viene a demostrar el desprecio que la cúpula del poder judicial español tiene por el Derecho internacional: para este, los crímenes contra la humanidad son imprescriptibles e inamnistiables.

La Audiencia Nacional sigue los mismos derroteros que el Tribunal Supremo. En el marco del proceso iniciado por víctimas de la dictadura en sede judicial argentina, sobre la base del principio de justicia universal vigente en aquel país, se ha negado la petición de extradición de conocidos torturadores franquistas por considerar que esas prácticas de tortura eran casos aislados y, por lo tanto, no encajan en la categoría de crimen contra la humanidad. Según la normativa internacional, lo que define un crimen contra la humanidad es su carácter de ataque sistemático o generalizado contra la población civil. Pues bien, a juicio de la Audiencia Nacional, lo que sucedió durante el franquismo con las prácticas de violencia política contra la oposición no formó parte de un plan sistemático u organizado, sino que simplemente fueron «acciones aisladas y concretas de funcionarios policiales» (autos de 24 y el 30 abril de 2016). Es especialmente grave el posicionamiento de la Audiencia en este sentido, porque da muestra de su desconocimiento –o algo peor– de lo sucedido en España durante los cuarenta años de dictadura.

Finalmente, el Tribunal Constitucional, en las escasas ocasiones en que ha tenido oportunidad de pronunciarse sobre la reparación a víctimas del franquismo, ha aplicado la doctrina de la «débil eficacia retroactiva» o, simplemente, ha dado la callada por respuesta. Como muestra, el ejemplo del recurso de amparo presentado por los familiares del poeta comunista Miguel Hernández ante la decisión del Tribunal Supremo de no revisar su infame condena. En septiembre de 2012 el Tribunal Constitucional inadmitió el recurso, arguyendo «la manifiesta inexistencia de violación de un derecho fundamental tutelable en amparo». Este es el tono y desamparo al que se enfrentan hoy las víctimas (Escudero, 2016: 117-124).

En suma, el paso del tiempo ha visto esfumarse la esperanza encarnada por la incorporación del Derecho internacional de los derechos humanos en la Constitución de 1978. No cabe exigir responsabilidad penal por los crímenes del franquismo en sede judicial española, con lo que el derecho a la tutela judicial efectiva que proclama el art. 24 de la Constitución se queda en papel mojado cuando quienes lo ejercen son las víctimas del franquismo. En este punto se comprueba cómo, gracias a la acción del poder judicial, se ha producido una involución en términos garantistas con respecto a lo dispuesto en el texto constitucional.

4. Leyes y políticas públicas de memoria: la crónica de un fracaso

La decisión constituyente de olvido y equidistancia ha tenido su continuidad no sólo en el poder judicial, como se ha explicado en el epígrafe anterior, sino también en la legislación y en las políticas públicas desarrolladas a partir de aquella. Cabe distinguir varias fases con perfiles diferentes, aunque en todas ellas pueden sentirse los latidos de esa decisión constituyente.

4.1. La normativa de la equiparación sin reivindicación

La primera fase se refiere a los primeros años de vigencia de la Constitución, cuando se aprobaron normas relativas a reparar a algunos colectivos de víctimas, pero sin abordar en ningún momento una política integral de memoria ni reivindicar los valores republicanos por los que aquellas fueron victimizadas. Se trataba de normas fundadas en el espíritu de la Transición que presidió la política institucional de aquellos años y que se basaron en el principio constitucional de igualdad formal del art. 14. Por ejemplo, medidas que concedieron pensiones o indemnizaciones a colectivos que por su defensa de los valores republicanos no pudieron reincorporarse a sus oficios o cargos una vez terminada la Guerra Civil. Es el caso de militares y excombatientes, los cuales vieron reconocidos sus derechos y recibieron pensiones, ellos o sus familiares. Lo característico de esta normativa es que en ningún caso reivindicaba la memoria o los valores de estas víctimas, sino que se limitaba a una reparación económica basada en el principio de igualdad de trato. Es decir, equipararlos a los del «bando nacional», quienes sí habían tenido derecho a tales medidas –y a otras más lucrativas– durante la dictadura. Puede calificarse esta fase como la de la parcial equiparación, pero sin reivindicación: por ejemplo, el Real Decreto-Ley 35/1978, de 16 de noviembre, por el que se conceden pensiones a los familiares de los españoles fallecidos como consecuencia de la guerra de 1936-1939, aprobado días antes de la Constitución.

Mención propia merece la Ley 5/1979, de 18 de septiembre, sobre el reconocimiento de pensiones, asistencia médico-farmacéutica y asistencia social en favor de las viudas y demás familiares de los españoles fallecidos como consecuencia o con ocasión de la pasada Guerra Civil. El hecho causante, según el tenor literal de la ley, es que el fallecimiento se haya producido «como consecuencia o con ocasión de la Guerra Civil», lo que deja fuera a los familiares de quienes fueron ejecutados por vía extrajudicial o, directamente, a las víctimas de desaparición forzada. En la normativa de esos años la equidistancia se manifestaba hablando de muertos «a causa de» la Guerra Civil y escondiendo que de lo que se trataba realmente era de víctimas de un plan premeditado y orquestado de exterminio de la disidencia política.

Pasado el tiempo, en 1990 llegaron las indemnizaciones por los tiempos de prisión. La Ley de Presupuestos Generales del Estado de ese año contempló el pago de indemnizaciones a quienes sufrieron prisión durante tres o más años a causa de los supuestos recogidos en la Ley de Amnistía, con el requisito adicional de tener cumplida la edad de sesenta y cinco años el 31 de diciembre de 1990. Buscaba así evitarse que cobraran la indemnización personas que hubieran sufrido prisión a causa de su pertenencia a ETA o a alguna otra de las organizaciones terroristas que operaron en los años del tardofranquismo y la Transición. Esta discriminación por razón de edad fue recurrida ante el Tribunal Constitucional. Este, en su Sentencia 361/1993, de 3 de diciembre, rechazó el recurso arguyendo el criterio de limitación de los recursos disponibles y otorgando así un margen amplio de discrecionalidad a los poderes públicos a la hora de conceder esta prestación. Por otro lado, el requisito mínimo de haber sufrido tres años de prisión provocó que las Comunidades Autónomas (con excepción de Galicia y Extremadura) legislaran para conceder la indemnización a quienes quedaran fuera de la legislación estatal por no alcanzar ese mínimo.

4.2. La irrupción del movimiento memorialista en el Parlamento

Reparaciones como las señaladas en la fase anterior siguieron otorgándose y actualizándose en los años siguientes. Pero hay un hecho que provoca un giro radical en las políticas de memoria: la exhumación, en octubre de 2000, de una fosa de civiles republicanos asesinados por violencia de motivación política tras el golpe de Estado en Priaranza del Bierzo (León). Suele referirse este momento como el nacimiento del movimiento de recuperación de la memoria histórica –el movimiento memorialista–, el cual desde sus inicios ha conseguido situar las demandas de las víctimas en el centro del debate ciudadano y la agenda política con el resultado de una prolongada acción política y legislativa que culmina, en 2007, con la aprobación de la mal llamada «ley de memoria histórica».

No obstante, también en esta segunda fase la decisión constituyente se deja notar. El 20 de noviembre de 2002 se aprueba en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados una proposición no de ley por la que se realiza una condena genérica al uso de la violencia para imponer convicciones políticas y establecer regímenes políticos. Conviene advertir que esta proposición –aprobada en la Comisión y no en el pleno del Parlamento– no contiene ninguna referencia explícita a la dictadura franquista. Los ecos de la equidistancia se vuelven a sentir con fuerza en sede parlamentaria.

Fueron estos los años que –a través de declaraciones institucionales, comisiones de trabajo y normas parciales de ámbito estatal y autonómico– condujeron a la aprobación de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura; una ley de tortuosa tramitación y denominación que acabó conociéndose como la ley de memoria histórica, a pesar de no ser este el nombre con el que pasó al BOE. Esta ley nace con los objetivos de terminar de forma definitiva con las demandas de las víctimas del franquismo y servir de fundamento para el desarrollo de políticas públicas por parte de las distintas administraciones dirigidas a recuperar la memoria y los valores de quienes fueron victimizados por su defensa de la legalidad republicana.

También la decisión constituyente preside la filosofía de la ley. No en vano su exposición de motivos comienza alabando el espíritu de la Transición, el cual «da sentido al modelo constitucional de convivencia más fecundo que hayamos disfrutado nunca y explica las diversas medidas y derechos que se han ido reconociendo, desde el origen mismo de todo el periodo democrático, en favor de las personas que, durante los decenios anteriores a la Constitución, sufrieron las consecuencias de la Guerra Civil y del régimen dictatorial que la sucedió». Esta cita resume bien, además de todo lo explicado hasta ahora, cuál va a ser el leitmotiv del legislador en materia de memoria histórica y reparación a las víctimas del franquismo: satisfacer las peticiones y demandas, todavía desatendidas, que «nuestra democracia, apelando de nuevo a su espíritu fundacional de concordia, y en el marco de la Constitución, no puede dejar de atender».

Esta filosofía determina el propio contenido de la ley (Martín Pallín y Escudero, 2008). En general, aborda cuestiones relativas a la reparación de las víctimas, pero se sitúa fuera del marco diseñado por el Derecho internacional respecto a las obligaciones estatales con las víctimas de graves violaciones de derechos humanos. La llamada justicia transicional no puede entrar en juego en este ámbito, dado que –como se vino predicando desde un comienzo– España ya completó su transición a la democracia de forma no sólo exitosa, sino incluso «modélica». De nuevo, esa esperanza que podía suponer la incorporación del Derecho internacional en el texto constitucional y que, en este punto, implicaría la obligación del Estado de satisfacer los derechos a la verdad, justicia y reparación de las víctimas se esfuma.