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Un período de tiempo de apenas 90 días, que va desde el primer intento de derrocar a Juan Perón, el 16 de junio de 1955, hasta el golpe definitivo, 22 de septiembre de ese mismo año, es el recurso del que se vale el autor para enmascarar un asesinato. Si el golpe civicomilitar en esos días de invierno en la Ciudad de Buenos Aires, es una excusa para un crimen, también es un buen motivo para jugar literariamente con las tribulaciones de los golpistas, que ejercen actos de espionaje propios de países de la Europa de posguerra. Pero aquí no hay "espías" extranjeros, sino un abanico de civiles y militares que juegan, dentro y fuera del Gobierno, a "espiarse" entre ellos, cómo para aventar el aburrimiento de una "ciudad prostibularia" –cómo dice el autor de esta novela– donde un hecho policial muta permanentemente a una conspiración, sin dejar de involucrar a los protagonistas con la mirada política del momento. Fuego de medianoche" transcurre durante tres meses de invierno de 1955, que cambiaron en muchos sentidos la matriz republicana de la Argentina. Pero, si el motivo central del relato es descubrir al autor de un asesinato, ello le da al autor la posibilidad de hilvanar el texto con el tiempo político que les tocó vivir a los personajes. "Los hechos son los hechos", parece que quiere decir el protagonista, empecinado en descubrir al criminal, que a esa altura de los acontecimientos ya no le interesa a nadie saber quién es, pues la ciudad de Buenos Aires y el país todo tienen otras prioridades. El relator es un joven periodista que trabaja en el Diario Crítica, que hace una investigación "paralela" a la de la policía: unos creen que hay un complot para dar el golpe definitivo contra Juan Perón; otros en cambio piensan que solo se trata de un crimen pasional. Sin embargo, tanto unos como otros sospechan del mismo personaje. Después de todo, parece ser que el problema no es quién es el asesino, sino los móviles del crimen. Sólo la inminencia del golpe de estado ayudará a confirmar la cuestión central.
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Seitenzahl: 313
Veröffentlichungsjahr: 2022
Roberto Belmonte
Belmonte, Roberto Antonio Fuego de medianoche / Roberto Antonio Belmonte. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2755-4
1. Narrativa Argentina. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
PRÓLOGO
Primera Parte
Morir por morir
Segunda Parte
Nosotros los conspiradores
Tercera Parte
De músicos, conspiradores y pistoleros
Cuarta Parte
Punto ciego
Quinta Parte
Un lugar en el mundo
Epílogo
A Beatriz Pourpour, sin cuya colaboraciónesta novela no hubiese sido posible.
Esta novela sirve de excusa para ficcionar dentro de un momento histórico. No hay ficción solamente en el nudo del relato, cuál es la investigación de un homicidio que se produce en Buenos Aires el mismo día y a la misma hora que ametrallan y bombardean la ciudad, matando a más de trescientas personas. También allí, los actos de guerra y los personajes parecen ser ficticios. Pero, algunos actos son reales, pertenecen a la memoria histórica de un país, acaecidos en una circunstancia bisagra de la historia, por la cual la Argentina ya no volverá a ser la misma. Es como si, además de ficcionar en el texto, también pretendamos aprovecharnos de él para deslizar alguna línea de pensamiento político.
Después de todo, los recursos que tiene a mano un escritor para deslizarse dentro de un texto de ficción, son válidos si se utilizan para completar los huecos de la historia de un país. Según Mario Vargas Llosa, quien a propósito de su novela “El sueño del celta”, dijo en la entrevista en la Feria del Libro, hace unos años: “Cuando faltan los datos históricos, allí aparece el escritor de ficción”.
Los hechos son relatados como si fueran todos reales, pero, a la vez con cierta prolijidad en los detalles, ahorrando algunas descripciones de hechos ocurridos en una Ciudad que se preserva a sí misma.
El asesinato que se investiga en esta novela podía haber ocurrido en cualquier otra gran ciudad del mundo y en cualquier época, pero, Buenos Aires y ése tiempo es la escenografía justa que buscamos. Este recurso, mezclar ficción y realismo histórico, obligará a más de algún lector a investigar los actos que allí adquieren la complejidad del revisionismo histórico. Aunque no está aquí la cuestión de fondo, antes bien, solo se trata de poner a disposición de todos nosotros, autor y lectores, los recursos literarios que están al alcance de la mano para que el “juego” entre ambos pueda llevarse a cabo.
Solamente hemos pretendido hacer de “Fuego de medianoche” un relato fluido y entretenido. Por supuesto, que hay ensayos históricos, muchos y muy buenos sobre el mismo tema, sin embargo, son escasas las “ficciones” sobre la historia argentina. En todo caso, nuestra única pretensión ha sido participar al lector con otra mirada sobre acontecimientos conocidos.
R.B.
Jueves, 16 de junio de 1955. En Buenos Aires hace frío, el aire húmedo que viene desde el río te parte al medio y ese ruido en el cielo, que no sé si serán truenos o los aviones que vuelven para matarnos.
Los teléfonos no paran de sonar. Desde hace quince minutos, cuando cayó la primera bomba a pocas cuadras de allí, las líneas telefónicas policiales quedaron saturadas. Eran llamadas de variada índole, desde funcionarios hasta comunes ciudadanos que querían saber qué estaba pasando. La mayoría de esas personas llamaba desde sitios cercanos a la Casa de Gobierno y Plaza de Mayo, informando a la policía sobre los edificios que habían sido bombardeados o ametrallados por los aviones.
La sala de comunicaciones del Departamento Central se encuentra atestada de oficiales que dan instrucciones a los operadores. En el momento de la primera explosión, el comisario Goyena, además de otro oficial que le acababa de traer unas carpetas, y yo, que desde hacía más de una hora aguardaba junto a la ventana, fuimos sacudidos por el estruendo. Enseguida, se escuchó otro más, y otro; todos venían de la zona de Plaza de Mayo. Goyena nos gritaba sin darnos la oportunidad a preguntarle nada: “¡Todos al suelo!” “¡Métanse debajo de los escritorios!” –ordenaba, como si fuera un estratega en el campo de batalla. Inmediatamente, la sirena instalada en los techos del edificio nos perforó los oídos con su agudo ulular metálico. Por pura necesidad de distraerme del miedo –creo que fue eso– traté de calcular a cuantos metros sobre mi cabeza estaría el infernal aparato sonoro, pensando que tal vez ese podría ser el próximo objetivo de las bombas.
No tuve tiempo de elaborar ninguna hipótesis; con una fuerza desconocida para mí, Goyena me tomó de un brazo y me arrastró escaleras abajo. El hall central se había convertido en una casamata asediada, según me pareció, por invasores de algún país detrás de la Cortina de Hierro, que tratarían de establecer una “cabeza de playa”.
Las pesadas puertas de las entradas y los grandes ventanales, todo fue cerrado rápidamente por varios policías, mientras otros distribuían armas largas entre el resto de los uniformados. Fue entonces cuando alguien a viva voz ordenó: “¡Nadie entra nadie sale!” A paso vivo, en un segundo, cada uno de los presentes estaba portando un fusil, la mayoría de ellos eran unos Máuser que no habían sido disparados desde hacía bastante tiempo, según me enteré después; a otros les entregaban unos FAL un poco más modernos, todo en un reparto muy desordenado, como si nadie en aquel lugar de expertos hombres de armas hubiese esperado ningún tipo de ataque aéreo. En el hall, a unos diez metros de la puerta principal sobre la avenida Belgrano, un grupo de policías con cascos grises pertrechaban dos fusiles ametralladoras pesados (FAP) sobre un piso ajedrezado de baldosas blancas y negras; mientras unos cargaban las armas, otros los asistían arrimando los cajones con munición. Alguien, al pasar me puso un Máuser en la mano, sin darme tiempo siquiera a decirle que yo no era policía y que, además, jamás en mi vida había disparado un arma de fuego. Cuando Goyena vio que tenía el Máuser tomado por el extremo del cañón, apoyado en el suelo como si fuera una caña de pescar, casi le da un infarto. “Pero, ¿quién fue el pelotudo que te dio esto? –dijo, desencajado y con ganas de matar a alguien– ¿Cómo le explico a tu madre que te agujereaste la cabeza porque se te escapó un tiro, ¿eh? –Gritó–, mientras otra vez me tomaba de un brazo, suavemente, y los dos entramos a una sala dónde varios oficiales hablaban por teléfono y anotaban en unas planillas las informaciones que recibían desde distintos lugares de la ciudad. Allí, oficiales de alto rango daban órdenes a suboficiales que entraban y salían continuamente de un sitio que parecía la oficina de operaciones de defensa de aquel ataque. Uno de los oficiales que daba las órdenes, vestido con impecable traje gris de civil, parecía ser el personaje más importante de la habitación porque todo el mundo le preguntaba algo y él le daba órdenes a todo el mundo, y todo el mundo le hacía saludo uno cada vez que alguien se le acercaba a la voz de “permiso, jefe”.
Cuando el sujeto de traje lo vio entrar a Goyena, con una mano tomándome del brazo y con la otra sosteniendo el Máuser como quien marcha en un desfile militar, no pudo evitar una sonrisa.
—¿Qué pasa, Goyena, ni hoy dejás de trabajar? La Marina nos está bombardeando y vos, como si nada ocurriera, te la pasás agarrando carteristas…
—¡Tomá, “carterista”! –le dijo Goyena cuando le cruzó el Máuser sobre el pecho al hombre de traje gris. Te presento a mi hijo Alfredo. Hijo, él es el Jefe.
El jefe de Policía me dio la mano cortésmente.
—Disculpá la broma, muchacho, –me dijo con tono fraternal– lo que ocurre es que tu padre y yo somos viejos amigos…
En ese momento, un nuevo estruendo se escuchó tan lejos y tan cerca como para que todos se conmovieran. Una nueva bomba había caído a pocas cuadras de allí. Estaba claro que por muy expertos y veteranos que fueran aquellos policías, a ninguno de ellos lo habían preparado para soportar un ataque aéreo.
—Goyena, –dijo el jefe de traje gris– vos y tu hijo se van al subsuelo. Por favor, encargate de organizar un poco a los civiles, a las mujeres y los pibes conscriptos que están abajo. Hasta que todo pase, que no debe faltar mucho…
Descender por esas escaleras me produjo una sensación extraña, era como descender a un lugar del que podríamos no volver a salir vivos.
—Sabíamos que algo de esto podía pasar –Goyena trataba de tranquilizarme–, pero no exactamente cuándo. Hace bastante tiempo que se vienen escuchando los rumores de un golpe militar. Quiero que no te muevas de aquí abajo –me dijo con cierta firmeza–, este “bochinche” no va a durar mucho. Además, el asunto no es con la policía…
Que “el asunto no fuera con la policía”, en realidad no sé si me tranquilizaba o me preocupaba más aún; mi imaginación, con cierta lógica, me decía que si el problema era con la policía bastaba con poner un tanque frente al Departamento, y al instante tendríamos que salir todos a rendirnos ante los invasores y ahí terminaría todo. Pero en cambio, si el conflicto era con el resto de las Fuerzas Armadas podrían destruir la mitad de la ciudad hasta que un bando se rindiera, produciendo la muerte de gran cantidad de civiles.
El subsuelo tiene casi la dimensión de todo el perímetro del edificio; parecía que allí hubiese más gente que en todo el resto del Departamento Central.
En el momento en que comenzó el bombardeo, cerca del mediodía, como suele ocurrir en días normales de semana, en el edificio había gran cantidad de civiles haciendo trámites variados y un grupo importante de policías muy jóvenes, casi de mi edad, que hacían el servicio militar optativo en la Policía Federal. El resto de los civiles se repartía entre abogados penalistas, funcionarios judiciales y varias mujeres, empleadas administrativas, que con rostros desencajados se desesperaban por poder comunicarse con sus familias. Recién en ese momento Goyena reparó en que mi madre a esa hora estaría dando clases en la escuela. Una mueca de preocupación se dibujó en su rostro. “Espero –dijo– que no se le haya ocurrido venirse para este lado”. Con mi madre nunca se sabe –pensé en silencio–, portadora de la genética familiar abonada con los relatos de mi abuelo, que desde siempre le había contado sobre su huida de Polonia en tiempos de la guerra y todo eso. Lo que a una persona normal ya debería haberla convertido en alguien que tomaba sus recaudos, sin embargo, esa clase de lógica humana no funcionaba con Sarita. Ella era de esas mujeres a las cuales la sola idea de que alguna cosa mala pudiera ocurrirle a su marido o a su hijo, podría llevarla a correr por las calles bajo el fuego de las bombas, sin importarle absolutamente nada de su propia vida. Aunque se suponía que en todos estos años debía haberse acostumbrado, una cosa era estar casada con un policía que, vuelta a vuelta andaba tiroteándose por ahí con los marginales, y otra muy distinta era salir a la calle justo cuando un avión arrojaba una bomba. Aunque debo reconocer que mi padre tuvo el mérito de calmarle esa ansiedad constante que le producía tanto miedo a que él pudiera morir “en cumplimiento del deber”. Goyena le decía a mi madre frases un poco prefabricadas cómo “mirá, Sarita; en las estadísticas dicen que mueren más pilotos de aviones que policías…”. O, también, aquel clásico “vos, Sarita, te quedaste a mitad de camino: nunca te decidiste a ser una idish mame de verdad, como tu madre, o una gallega remendona como mi vieja; ¿y todo por qué?, por haberte casado con un policía hijo de un gallego zapatero”.
Un nuevo cimbronazo se escuchó en la lejanía. Algunas de aquellas personas tenían rostros de preocupación y miedo, otras trataban de mantener una compostura de apariencia normal “hasta que todo pasara”.
Por un momento, la lectura de hacía unos días de El diario de Ana Frank vino a mi memoria. Recordé con cierto recogimiento el relato de aquella niña, recomendado muy especialmente por el profesor de física en sus habituales sermones sobre cómo superar las adversidades de la vida. Las palabras del profesor Gutman sonaron por primera vez con una fuerza nunca antes sentidas con tanta fuerza: “Cuando lo lean –había dicho– verán cómo en las circunstancias más dramáticas que a veces nos toca vivir, siempre hay un lugar para pequeños momentos de alegría”. Pues este parecía ser uno de esos momentos, aunque no podía imaginarme dónde encontrarlo; sólo bastaba mirar los rostros preocupados de aquellas personas, más bien rostros de miedo antes que cualquier otra cosa; pero también pensé en aquella muchacha indefensa, escondida con su familia en el trasfondo del edificio en que vivían, tratando hasta el fin de sus días de hacer una vida normal, como si el afuera no existiera y los nazis no los estuvieran buscando y como si todo aquello no fuera más que un mal sueño y que finalmente todo acabaría y la vida volvería a ser cotidiana y previsible, como antes…, con mi madre Sara tocando el piano y mi padre el saxo en la trastienda de la calle Pasteur.
Lo observaba a Goyena, que ya se había encargado de la situación tal cual se lo había pedido el Jefe. En cinco minutos, con la mejor cara de tranquilidad que podía ofrecer dada las circunstancias, con palabras amables y persuasivas el veterano policía se ocupó de pedir “un minuto de atención” a todo el mundo, pasando a explicar a las casi setenta personas que estaban allí cómo debían moverse dentro de la próxima hora que él calculaba –decía– duraría el ataque de la Marina. No se privó Goyena de hacer un poco de política: “Ustedes saben –explicó– que esto es un intento de derrocar al presidente Perón por parte de un sector de las Fuerzas Armadas, y, hasta dónde Policía tiene información, el objetivo del ataque aéreo sólo está centrado en la Casa de Gobierno”. Yo lo observaba, lo veía actuar, escuchaba cómo con prácticamente nada de información real y fidedigna, en segundos apenas había armado un discurso para tranquilizar a la gente. En realidad, me confesó después, nadie en la Jefatura de la Policía tenía la más remota idea de qué era exactamente lo que estaba ocurriendo. Lo único cierto era que los aviones pertenecían a la Armada y que ese bombardeo, en palabras de mi padre, era el “debut de la aviación naval en la historia del país”. Además, parando la oreja entre los que estaban allí se podían escuchar las cosas más disímiles sobre la suerte corrida en esas horas por el presidente Perón. Las versiones que desgranaban los “atrincherados” en el enorme subsuelo, decían cosas como que el presidente Perón “se habría refugiado en alguna embajada de un país amigo” hasta otras que aseguraban “que aún estaba en la Casa Rosada resistiendo arma en mano junto a su gente” o también, que “él mismo estaba dirigiendo la resistencia desde el Comando en Jefe del Ejército”, lo cual, este sólo dato, indicaba al menos que había dos facciones en pugna de las FF. AA. Me resultaba difícil entender la circunstancia, al menos porque nada de esto figuraba en los manuales militares y libros de historia: no nos atacaba ninguna potencia extranjera, ni tampoco era lo que formalmente se describiría como una guerra civil. Goyena sonreía campechanamente a algunas de las mujeres vestidas con impecables tailleurs de color gris, que estrujaban en sus manos humedecidas los pañuelitos bordados, que de tanto en tanto absorbían furtivas lágrimas temerosas que rodaban por los rostros empolvados. En particular, se había acercado a una de ellas con palabras tranquilizadoras: “Quédese tranquila, Anita, no pasará gran cosa. No es con nosotros el asunto; lo quieren voltear al General…”. De las personas que estaban allí, prestando atención a las palabras del comisario Goyena, sólo tres o cuatro mujeres empleadas civiles del Departamento podrían conocerlo, el resto, juraría que quién estaba tratando de organizar a aquel grupo variado –a juzgar por sus palabras– era “un peronista de la primera hora”, como solía decirse para identificar a los que apoyaban al General desde el comienzo, a diferencia de los otros que se “hicieron peronistas” por conveniencia. Pero Goyena no era ninguna de las dos cosas, sencillamente porque no comulgaba con las ideas del “régimen”, aunque tampoco era estúpido y sabía muy bien cómo manejarse en su ambiente policial.
Por una de las puertas de la inmensa sala fría, se accedía a una amplia cocina donde unos jóvenes policías, recientemente incorporados al servicio, tomaban café, exceptuados por el jefe de toda tarea de defensa del edificio, en atención a su –todavía– escasa instrucción y falta de orden cerrado, cómo para saber qué hacer ante un enemigo real que disparaba de verdad. Pensé, entonces, que nada se ganaba quedándonos muertos de miedo, esperando a que la Marina bajara por esas escaleras a sangre y fuego y nos matara a todos: me sumé a los jóvenes de la cocina, saludé y comencé a servir café en las tazas y repartirlas entre los demás. Todos agradecían con deferencia, mostrando una pequeña alegría al acercarles el pocillo humeante. Al darle su taza a la tal “Anita”, ella me agradeció con una preocupada sonrisa. Después de todo –pensé en aquel momento– es probable que el profesor Gutman hubiese tenido razón. Cuando le ofrecí a Goyena el café se sorprendió gratamente por mi intento de sobreponerme a la situación, haciendo “vida normal”. Conociéndolo como conocía a mí padre, era probable que él en ese momento hubiese sentido alguna culpa por el hecho de que yo estuviera ese día a esa hora en ese lugar; después de todo había sido por su expreso pedido que me incorporara a la policía. Es que debía hacerlo por propia voluntad, antes del sorteo para el servicio militar y correr el riesgo de que fuera a parar durante dos años a la Marina de Guerra. Así que yo estaba allí para conformar la solicitud de incorporación como voluntario a la Policía Federal Argentina. Por supuesto, todo esto era contrariamente a la opinión de Sara, que en el fondo abrigaba la secreta esperanza de que en el “sorteo” me tocara un número muy bajo, por lo que quedaría exceptuado de hacer el servicio militar obligatorio. Pero Goyena, que del tema sabía mucho más que mi madre, tenía otra opinión sobre el asunto: “Claro que le puede tocar número bajo y salvarse de hacer la milicia –decía cada vez que el tema aparecía sobre la mesa familiar–, pero, ¿qué pasa si le sale un número superior al novecientos y tiene hacer dos años de servicio en la Marina, limpiando la cubierta de un barco en la Antártida?, ¿eh? ¿Qué me decís Sarita? No, no; mejor es asegurarse un año en la policía, y yo me encargo de que se quede por acá; y, si puedo, en el Departamento Central”.
Cuando salimos a la calle, después de escuchar la sirena que avisaba que el peligro había pasado, Buenos Aires, en un santiamén, tuvo el condimento que siempre le había faltado para ser una verdadera ciudad europea; pues ahora en su haber histórico contaba con un bombardeo aéreo.
Las ambulancias de los hospitales, las autobombas de los bomberos y los patrulleros policiales iban y venían desde Plaza de Mayo, lugar dónde se había concentrado la mayor parte del bombardeo, asistiendo a la gran cantidad de víctimas civiles. El espectáculo de la ciudad endemoniada era de tal magnitud que producía miedo, impotencia y desconcierto a la vez. Los rostros se veían demudados, espantados; la gente corría de un lado para el otro, algunos civiles pretendían ingresar al edificio del Departamento Central para cubrirse de otro eventual ataque. Lo cierto es que nadie sabía exactamente qué había ocurrido. Los últimos comentarios escuchados en el Departamento Central antes de salir a la calle, coincidían en que “tarde o temprano, esto iba a pasar”. Parecía como si acabaran de descubrir que “todo el mundo” estaba esperando el golpe militar contra el Presidente, abonado por una situación económica, social y política de un Gobierno que transitaba su segundo mandato con dificultades de toda índole.
Comenzamos a caminar rodeando el viejo edificio. Goyena me había puesto un brazo en el hombro, como protegiéndome, según su costumbre cuando marchábamos juntos por la ciudad. Caminábamos en dirección contraria a Plaza de Mayo, tratando de alejarnos rápidamente del centro de los acontecimientos, hacia la calle Pasteur, a nuestra casa. En el camino nos cruzábamos con la gente que hablaba de los centenares de muertos. Goyena detuvo la marcha, otra vez me tomó del brazo y nos metimos en el zaguán de una casa. Desde adentro de la vivienda se escuchaba la estridencia de una radio. Enseguida, en un tácito acuerdo, los dos tratamos de afinar el oído para escuchar el tono grave de aquel speequer, intentando comprender qué había ocurrido. Para entonces todas las radios transmitían prácticamente en cadena nacional una única información: “El intento de derrocar al Presidente Perón ha fracasado. La mayoría de los militares rebeldes –decía la radio– huyeron hacia Uruguay…”.
Nos quedamos un momento en ese hueco sombrío.
En la calle, la luz del sol y las sirenas de las ambulancias que pasaban a alta velocidad, se confundían en un paisaje extraño al que ninguno de los dos terminaba por comprender. Me quedé un momento mirando hacia el rectángulo del portal del zaguán: gente que corría, vehículos más veloces aún, camiones con soldados, soldados de a pie, carros de asalto del Ejército, coches policiales, bomberos; todo se mezclaba como si fuera una película en la pantalla del cine “Palais”. Parecían escenas copiadas de “El Acorazado Potemkim” o “Día D”. Ahora, el infernal ruido que producían aquellas imágenes de sirenas, camiones del ejército, ambulancias y autobombas trocaron en súbito silencio. Durante un segundo sólo fueron imágenes mudas que pasaban por el rectángulo del zaguán, como en el cine.
—“Bueno –dijo Goyena–, ahora el problema es evitar que nos liguemos una bala perdida. –Como yo lo miraba con un poco de incredulidad, me dio las explicaciones del caso– ¡Y, claro, los muchachos de la CGT salieron a respaldar al Gobierno; todos enfierrados hasta los dientes! ¡Los golpistas que no pudieron huir también están armados, así que nos vamos a ir caminando contra la pared, pero mirando para arriba, hacia las ventanas, los balcones y las azoteas que deben estar llenas de pelotudos que aprovechan para probar fierros oxidados, como si fuera Año Nuevo!”.
Goyena, como de costumbre, también esta vez tuvo razón. Desde distintas direcciones, a lo lejos, llegaban estampidos secos de disparos de armas de fuego. Al fin, cuando doblamos por Pasteur, la ansiedad de llegar a casa no fue disimulada por ninguno de los dos, aunque yo sabía muy bien que el interés de mi padre era que no me pasara nada a mí y, finalmente, saber si Sara había llegado sin contratiempos a casa. Cuando llegamos a la tienda alcanzamos a ver las figuras de Sara y Rubinstein por entre los rollos de telas que se exhibían en la vidriera; detrás de esa muestra de estampados con profusión de flores coloridas, las dos figuras parecían maniquíes con los que a veces el ruso Rubinstein promocionaba alguna tela “recién llegada de París”. La cortina de malla metálica de la tienda estaba baja, pero habían dejado abierta la puerta de escape, así que, mientras los dos nos zambullíamos por allí, mi madre abría presurosa la puerta de vidrio. Los besos de Sara y el efusivo saludo de Rubinstein me dejaron la incontrastable idea de que el “bochinche” era más grave de lo que decía Goyena. Hacia el fondo de la tienda, en la habitación contigua que servía como depósito para la mercadería recién llegada, era también el rincón de la música; allí estaban el piano de Sara, el saxo de Goyena y la radio de Rubinstein a todo volumen. Los locutores informaban sin parar lo que ya sabíamos: El golpe contra el Presidente había fracasado y los “revolucionarios” –así se llamaba a los golpistas– habían huido hacia Montevideo.
Aquella noche nadie dormiría tranquilo en Buenos Aires, pero aún faltaban unas horas. El viejo Rubinstein había decidido no abrir la tienda por la tarde, y así se lo hizo saber a Sara, pues ya se hablaba de grupos violentos que pululaban por la ciudad rompiendo vidrios e incendiando edificios que se suponía pertenecían a sectores de la sociedad enfrentados políticamente con el Gobierno de Perón. También, grupos fascistas aprovechaban la circunstancia para romper vidrieras de comercios de propietarios judíos, calcado de lo que había ocurrido años atrás en la Alemania de los pogrom en la “noche de los cristales rotos”. Rubinstein, había definido la situación un tiempo después: “Zafamos de que nos rompieran la vidriera porque el negocio no se llama ni “Rubinstein” ni “Kapuchinsky”, felizmente, tu abuelo le puso “Telas Sarita”, previsor “el Viejo”. A medida que la oscuridad ganaba las calles, la cosa empeoraba; la radio informaba que habían sido incendiadas varias iglesias y la Curia Metropolitana, todo porque los partidarios de Perón culpaban a sectores de la Iglesia de apoyar el intento de golpe de Estado, aunque luego el mismo Perón se encargó de culpar a “los comunistas” del incendio de iglesias. El viejo Rubinstein, un comunista polaco de la resistencia al III Reich, salvados él y mi abuelo de puro milagro en ir a parar a un campo de exterminio, no dejó pasar la oportunidad de hacer una broma: “Por mí no se preocupen –dijo– dejé de ser comunista hace tiempo. Lo único que espero es que estos locos no se la agarren ahora con los judíos, porque abandonar eso creo que me va a costar un poco más”.
—Quedate tranquilo, ruso, –le decía mi padre– los fascistas de la Alianza Libertadora tienen otros objetivos por estos días...
Rubinstein se quedó pensativo un momento, y luego, ensayando una risa triste, dijo:
—No, Julio, si no me preocupan los fascistas que están en el gobierno. Ya estoy acostumbrado a que nos echen la culpa de todo lo que malo que pasa en el mundo. Lo que me preocupa de verdad, son los fanáticos que andan sueltos por ahí. Hace mil novecientos cincuenta y cinco años que nos echan la culpa de haber matado a Cristo. ¡Si eso no es rencor...!
—Ya sabés cómo es la cosa, José; los que mandan siempre necesitan alguien a quien culpar de las cosas malas que pasan. Bueno, pero esta noche te quedás a dormir acá, además, ¿en qué te vas a ir hasta tu casa?, si no funciona ninguna línea de colectivos ni tranvías. Haceme caso; llamá al ruso chico y decile que te quedás a dormir acá, en la tienda.
El “ruso chico” era el doctor Pedro Rubinstein, médico pediatra del Hospital Israelita, hijo del vendedor de telas.
Buenos Aires parecía una ciudad sitiada. Las bombas y la metralla se habían cobrado más de trescientas víctimas inocentes. El objetivo del ataque había sido la Casa de Gobierno, de manera que la mayoría de los muertos eran civiles que en ese momento transitaban a pie o en transportes públicos por los alrededores. Todo el entorno fue objetivo de las bombas. Sobre la Av. Hipólito Yrigoyen, hacia el costado sur de la Casa de Gobierno, un pequeño grupo de personas entre médicos, policías y curiosos rodean a alguien cuyo cuerpo todavía yace en el suelo recostado contra el muro, como si hubiese buscado esa posición para morir más cómodamente. El humo y el olor que despiden los neumáticos quemados de los vehículos que fueron alcanzados por las bombas y las balas, hacen casi irrespirable el aire de toda la zona. La cabeza del hombre está ladeada, seguramente por el disparo que le debe haber dado en el cuello. Dos médicos hacen la última revisión a aquel cuerpo fantochesco, sentado sobre las baldosas frías, con las piernas estiradas y las manos en el regazo. Luego de confirmar la muerte, uno de los médicos les dice a los camilleros de la ambulancia que “ya se lo pueden llevar”, mientras quita de las manos del muerto una pequeña libretita de apuntes y una lapicera.
—Pobre hombre –decía el médico a los policías–, parece que trató de escribir algo antes de morir. El policía tomó la libretita, en la que, con letra trémula, el muerto había escrito apenas tres palabras: “FUEGO DE MEDIANOCHE”. Una línea de tinta que partía de la última letra también murió con aquel hombre en el borde de su libreta de apuntes. Parecía como si hubiese querido seguir escribiendo algo más.
Mientras en el declive de la tarde en los alrededores de Plaza de Mayo las autobombas y las ambulancias aturden a los perros asustados que deambulan sin rumbo, un policía coloca dentro de una bolsa las pertenencias de este hombre, alcanzado por la metralla indiscriminada de un avión. Los documentos declaran la identidad del muerto: Bernardo Efraín Cámber, búlgaro. A unos metros de allí, los bomberos dirigen los chorros de agua hacia la Casa de Gobierno desde donde varias columnas de humo negro salen de sus techos perforados. A la vuelta de la esquina otras ambulancias se concentran alrededor del tranvía que justo pasaba por allí cargado de trabajadores, cuando una de las bombas le dio de lleno. El destino de esa bomba era la Casa de Gobierno, pero cayó antes de tiempo sobre el transporte provocando la muerte de todos los pasajeros. La metralla y las bombas de los aviones habían impregnado con plomo y fuego los edificios y los gritos sordos de los que morían sin haberlo esperado.
El rostro del hombre sin vida yace con la tranquilidad de los justos, con la mueca del que muere sin saber por qué, sin el derecho previo a preguntar. Es la muerte que siempre anda cerca, sin que sepamos dónde está, pero, está.
El sol apenas alumbra en una tarde de muerte, declina con lentitud detrás de edificios grises, envueltos en un extraño manto de niebla de río y humo; es el intento final por filtrarse en un turbio telón sin fisuras. De a ratos, algunos brillos breves son eclipsados por la humareda, como si fuera una luna llena en las horas previas a una gran tormenta.
A varias cuadras de allí, Goyena, Sara, Rubinstein y yo todavía estábamos pegados a la radio, en la trastienda, tomando litros de café y comiendo esas galletas dulces que tanto le gustaban a mi padre.
Ya anochecía cuando un silencioso patrullero policial se estacionó frente al local. El policía al volante ni siquiera intentó bajarse para tocar el timbre del zaguán, tenía muy claro aquel hombre que desde dentro de la tienda de telas lo estaban observando. Apagó el motor y aguardó. Cuando Goyena lo vio supo que tendría que volver a trabajar. Salió hasta la puerta, habló con el policía y enseguida volvió para explicarnos. La cara de mi madre se contrajo en una mueca de gran preocupación.
—No te preocupes, Sarita, quédense tranquilos –nos dijo, como si en esas horas hubiera alguien tranquilo en Buenos Aires–. Me piden que vaya a la morgue porque parece que uno de los muertos es alguien de apellido Cámber –Sara se cubrió la cara con las manos–, sí, Sarita, tengo que ir a ver si al que mataron es el mismo hombre que suele afinar tu piano, pero como es una muerte extraña quieren que me ocupe del asunto. En un par de horas vuelvo.
—¿Te puedo acompañar? –le dije a mi padre, que estuvo a punto de contestarme que sí, pero mi madre ni lo dejó intentar una respuesta.
—¿Pero, a dónde querés ir, vos? ¿No te parece bastante con que tu padre tenga que volver a salir en un día como este?
Cuando vi a Goyena, con una mano aferrada al picaporte, esperando a que se resolviera aquel pequeño conflicto filial, supe que contaba con su aprobación para acompañarlo, pero él no podía decírselo a Sara; solo hubiera agravado su preocupación de madre.
—Mamá –dije con la mejor de las sonrisas–, desde que empecé a trabajar en el Diario, teóricamente en la sección de policiales, lo único que hago es pasar cables para todos los vagos que detestan hacer ése trabajo. Esta puede ser la oportunidad de escribir algo importante.
—Pero, hijo, acá hay gente inocente que ha muerto por un tema político, un intento de golpe de Estado…
—Pero este asesinato, por lo que dice papá, podría tratarse de otra cosa…
Goyena, desde su lugar de estatua, sólo atinó a asentir con la cabeza. Rubinstein, que rápidamente entendió que yo iría igual, aunque mi madre se arrancara los pelos de la cabeza, la tomó por el hombro, como solía hacerlo cuando era una niña y mi abuelo la regañaba por su conducta rebelde.
—Dejá a estos dos que se vayan, Sarita. Cómo decía el viejo Kapuchinsky, tu papá, cada vez que discutíamos por algo: “Verbo estridente, mente inconsciente”. Acá lo único que van a hacer es joder. Voy a hacer café.
Sara levantó los brazos, miró al cielorraso, dio media vuelta y se fue con el ruso Rubinstein para el fondo de la sala de música.
Ya en patrullero policial, Goyena increpó al policía: “Decime, Carlitos, ¿quién te mandó a buscarme?”
—Jefe, usted sabe; la orden viene de arriba.
—Sí, sí, ya sé, –Goyena trataba de ser amable– lo que quiero saber es quién te dio la orden a vos.
—Jefe, usted sabe… –creo que si el hombre volvía a repetir “la orden viene de arriba”, Goyena le ponía el 38 en la oreja– yo trabajo para el jefe Girardoni.
—Ah, bueno –dijo un poco más tranquilo–
Que lo convocara Girardoni, era como decir que tenía que hacer una investigación por orden del mismísimo Ministro de Interior, Angel Borlenghi. No le estaban pidiendo que investigara a los instigadores del intento de golpe, en el gobierno ya los conocían; le pedían que investigara la muerte de un afinador de pianos.
Por mi parte, era la primera vez que viajaba en un patrullero policial. La ciudad estaba cómo esas de las películas de la segunda guerra mundial, no por los bombardeos, que se habían centrado en la Casa de Gobierno y alrededores, sino porque las pocas personas que circulaban, parecían fantasmas que huían hacia ninguna parte. Los móviles policiales y del ejército estaban por todos lados; a decir verdad, los únicos vehículos que se veían eran ambulancias, patrulleros policiales, camiones militares, bomberos, y muchos soldados que tomaban posiciones de defensa en distintos lugares de la ciudad, sobre todo en los edificios del Estado. Nadie nos molestó porque viajábamos en un auto policial. Por doquier se veían soldados controlando vehículos y pidiendo documentos a las personas.
—¿A qué hora es el toque de queda? –preguntó Goyena al cabo que manejaba el auto.
—Dentro de quince minutos, jefe –respondió–, acaban de pasar el radiograma.
El automóvil tomó por el Bajo, luego a Parque Lezama y finalmente por Montes de Oca hasta el Hospital Argerich, dio la vuelta y entró al estacionamiento del antiguo edificio.
En ningún momento hizo falta que Goyena mostrara su credencial. Los dos policías que estaban apostados en la puerta trasera, cruzando el patio, lo saludaron. Ya dentro del edificio, mi padre se movió con extrema rapidez por los pasillos hasta llegar a una escalera que descendía al subsuelo (por alguna extraña razón que escapaba a mi entender, el día de hoy estaba signado para que Goyena y yo pasáramos algunas horas recorriendo subsuelos de edificios públicos). Por todos lados había médicos, enfermeras, camilleros que marchaban a paso vivo arrastrando carritos metálicos con instrumental, y otros que llegaban desde los ascensores portando camillas con fallecidos. Mi padre me hizo señas para que siguiéramos la camilla que acababan de bajar con el cuerpo de un fallecido; la camilla y los camilleros ingresaron por una doble puerta vaivén, sobre la que estaba aquel cartel esmaltado anunciando que habíamos llegado a destino: MORGUE.
Goyena, ahora con el sombrero en la mano, asomó su cabeza por la puerta entreabierta. Aquello parecía un hospital de campaña de la primera guerra mundial; unas treinta camillas con cuerpos que estaban siendo identificados por los familiares, eran atendidas por grupos de médicos que certificaban las causas de muerte. Cuando el policía que custodiaba el acceso lo vio, le franqueó la entrada. “¿Te querés quedar afuera?” –me dijo Goyena. Como le dije que no con la cabeza, los dos, yo detrás de él, caminamos hacia el médico que debía ser el jefe de aquel grupo, un hombre que ya tendría que haberse jubilado –pensé– si no fuera porque le encantaba su trabajo. Nos pidió que lo siguiéramos a una sala contigua, también azulejada como la anterior, sólo que allí sentí por primera vez el frío de la muerte. El doctor abrió la pequeña puerta metálica y desplazó un poco la bandeja para mostrarle a Goyena que, efectivamente, era el cuerpo de Bernardo Cámber.
—Ya vino la hija a identificarlo –nos explicó el médico–, y le entregamos las pertenencias, pero la chica, compungida como estaba –¡Imagínese! –Nos preguntó si no habíamos encontrado una libreta de apuntes que su padre siempre llevaba consigo.
—¿Una libreta de apuntes? –se sorprendió Goyena.
—Así es, pero le expliqué a la joven que cuando la ambulancia trajo el cuerpo de su padre, el oficial a cargo sólo entregó los documentos, una lapicera y un distintivo del escudo peronista abrochado al ojal de la chaqueta.
—¿Nada más?
—Sí, había algo más: cuando ya se había retirado la señorita, y me disponía a preparar el cuerpo para entregarlo a la empresa funeraria, en el pequeño bolsillito del chaleco encontré esta hoja de cuaderno doblada en varias partes. Son anotaciones de música, entiendo que el hombre era afinador de pianos…
—Doctor –dijo Goyena finalmente, exponiendo su verdadero motivo de visita a la morgue– necesito que me diga cómo murió este hombre.
—Mire, después del perdigón que le atravesó el cuello puede haber tenido unos diez minutos de semi inconsciencia.
—¿Extrajo el proyectil?
—Lo hice personalmente.
—¿Me lo puede mostrar? –Goyena estaba haciendo el trabajo que más le gustaba.
—Es que ya no lo tenemos. Lo entregamos con el informe al policía que vino por la tarde.
—¿Tiene una copia del informe?
—Sólo para el archivo nuestro. No se la puedo entregar –Goyena comenzaba a poner marcación hombre a hombre sobre el médico.
—¿Puede decirme lo que dice el informe, sobre el proyectil que mató a este hombre?
—Mire, comisario, el informe forense solo remite a la causa de la muerte y entrega de material causante; que, en este caso, como no hubo orificio de salida porque la bala entró por el cuello y se alojó en el tórax, la pudimos extraer sin problemas.
—¿Sabe qué tipo de munición es?