Grandes esperanzas - Charles Dickens - E-Book

Grandes esperanzas E-Book

Charles Dickens.

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Beschreibung

Pocas veces como en "Grandes esperanzas" se presenta con más plenitud la oportunidad de poder entregarse al placer de leer por leer. En efecto, las venturas y desventuras que desde su infancia y en las primeras líneas empieza a contarnos el huérfano Pip nos arrastran con la fuerza de un río hasta un final feliz -concesión a las convenciones de la época-, aunque teñido de normalidad y melancolía. Entre tanto, y mientras transcurre a lo largo de los años el relato que de su vida nos hace el protagonista, Charles Dickens despliega ante nosotros una galería inolvidable de personajes -la brutal hermana de Pip y su marido, el sencillo Joe Gargery; la dulce Biddy, la extravagante señorita. Havisham, la desdeñosa y cruel Estella...- sometidos a las innumerables contingencias de la vida y de la naturaleza humana: temores, culpas, amores contrariados, accidentes, golpes de fortuna, ilusiones y frustraciones, descubrimientos imprevistos y pequeñas aventuras que dibujan una de las novelas más redondas del escritor inglés.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Charles Dickens

Grandes esperanzas

Traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Créditos

Capítulo 1

Como el apellido de mi padre era Pirrip, y mi nombre de pila Philip, mi habla infantil no conseguía pronunciar ambos nombres de una forma más larga o clara que no fuese Pip. Así pues, me llamaba a mí mismo Pip, y de ese modo pasé a ser llamado.

Digo que Pirrip era el apellido de mi padre basándome en la autoridad de su lápida y en la de mi hermana, la señora de Joe Gargery, que estaba casada con un herrero. Como nunca vi ni a mi padre ni a mi madre, ni tampoco retrato alguno de ellos (pues sus días acabaron mucho antes de los de la fotografía), mis primeras fantasías sobre el aspecto que debían de haber tenido derivaban, sin la menor justificación, de sus lápidas. Por la forma de las letras de la de mi padre, me hice la extraña idea de que era un hombre robusto y corpulento, de piel morena y pelo negro y rizado. Por la distorsión de los caracteres de la inscripción «Y también Georgina, esposa del arriba nombrado»1, llegué a la infantil conclusión de que mi madre era pecosa y enfermiza. A cinco pequeños rombos de piedra, cada uno de alrededor de cincuenta centímetros de longitud, que estaban dispuestos en ordenada fila al lado de su tumba y dedicados a la memoria de cinco pequeños hermanos míos –los cuales habían desistido de vivir nada más comenzar esa lucha universal–, les debía la creencia, que albergaba escrupulosamente, de que todos habían nacido boca arriba con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, de los que nunca las sacaron mientras existieron.

Éramos de la región de las marismas, que, situada entre las revueltas del río, distaba unos treinta kilómetros del mar. Mi primera impresión vívida y clara de la identidad de las cosas, me parece que la obtuve una memorable y cruda tarde en que empezaba a oscurecer. Entonces descubrí con certeza que ese lóbrego lugar cubierto de ortigas era el cementerio, y que Philip Pirrip, natural de esa parroquia, y también Georgina, esposa del arriba nombrado, estaban muertos y enterrados; y que Alexander, Bartholomew, Abraham, Tobias y Roger, hijos de los antedichos, también estaban muertos y enterrados; y que la oscura y llana extensión de tierra que había más allá del cementerio, cortada por diques, montículos y vallas y salpicada de ganado que pacía en ella, era la marisma; y que la baja línea plomiza de detrás era el río; y que la lejana guarida salvaje desde la que soplaba con furia el viento era el mar; y que el pequeño manojo de nervios que se estaba empezando a asustar por todo aquello y a llorar era Pip.

–¡Deja de hacer ruido! –exclamó una voz terrible, al tiempo que surgía un hombre de entre las tumbas que había al lado del pórtico de la iglesia–. ¡Cállate, demonio, o te corto el cuello!

Era un hombre aterrador, vestido con una basta tela gris, que llevaba un enorme hierro en una pierna. Un hombre sin sombrero, con los zapatos rotos y un trapo viejo atado alrededor de la cabeza. Un hombre que estaba calado de agua y cubierto de barro, que cojeaba por culpa de los cantos rodados, al que habían infligido cortes las piedras afiladas, pinchado las ortigas y arañado los brezos; que renqueaba, temblaba, miraba con expresión fiera y gruñía; y cuyos dientes castañeteaban cuando me agarró de la barbilla.

–¡No me corte el cuello, señor! –le supliqué aterrorizado–. ¡Se lo ruego, no lo haga, señor!

–¡Dime cómo te llamas! –dijo él–. ¡Rápido!

–Pip, señor.

–Repítelo –dijo mirándome fijamente–, y dilo alto.

–Pip. Me llamo Pip, señor.

–Enséñame dónde vives –dijo el hombre–. Señálame el lugar.

Señalé hacia donde estaba nuestro pueblo, en la llanura entre los alisos y los árboles desmochados, a kilómetro y medio o más de la iglesia.

El hombre, después de mirarme un momento, me volteó boca abajo para vaciarme los bolsillos. No había nada en ellos salvo un pedazo de pan. Cuando la iglesia volvió a estar en su sitio –pues el movimiento fue tan brusco y violento que hizo que aquella girara ante mí, de modo que vi el campanario bajo mis pies–, cuando volvió a su sitio, como digo, yo estaba sentado sobre una alta lápida, temblando, mientras él se comía el pan con voracidad.

–Vaya, cachorrillo –dijo el hombre relamiéndose los labios–, qué mejillas más gordas tienes.

Creo que sí eran gordas, aunque por aquel entonces aún no me había desarrollado como correspondía a mi edad, por lo que no era muy robusto.

–Maldita sea, es que me las comería –dijo con un movimiento amenazador de cabeza–, ¡y hasta me están dando ganas de hacerlo!

Yo le manifesté de todo corazón mi esperanza de que no lo hiciera, y me agarré con más fuerza a la lápida sobre la que él me había puesto, en parte para no caerme y en parte para no echarme a llorar.

–Vamos a ver –dijo el hombre–, ¿dónde está tu madre?

–Ahí, señor –contesté.

Dio un respingo y comenzó a correr, pero enseguida se detuvo y miró a su espalda.

–Ahí, señor –le expliqué tímidamente–. También Georgiana. Esa es mi madre.

–¡Ah! –exclamó mientras volvía–. ¿Y el que está al lado de tu madre es tu padre?

–Sí, señor –dije–, él también está ahí, natural de esta parroquia.

–Vaya... –murmuró mientras meditaba–. ¿Y con quién vives, suponiendo que tenga la amabilidad de dejarte vivir, lo cual no he decidido todavía?

–Con mi hermana, señor, la señora Gargery, esposa de Joe Gargery, el herrero, señor.

–Conque herrero... –dijo, tras lo que agachó la cabeza y se observó la pierna.

Después de mirar con expresión misteriosa a su pierna y a mí varias veces, se acercó más a mi lápida, me agarró de ambos brazos y me inclinó hacia atrás todo lo que le dieron de sí los brazos, de manera que sus ojos mirasen hacia abajo a los míos de la forma más sobrecogedora posible, y los míos mirasen hacia arriba a los suyos de la forma más indefensa.

–Mira bien lo que te digo –me advirtió–, se trata de saber si voy a dejar que vivas. ¿Sabes qué es una lima?

–Sí, señor.

–¿Y sabes lo que son víveres?

–Sí, señor.

Después de cada pregunta me inclinaba un poco más, para provocarme mayor sensación de indefensión y peligro.

–Tráeme una lima –dijo inclinándome más–, y tráeme víveres –me volvió a inclinar–. Tráeme las dos cosas –otra inclinación–. O, si no, te saco el corazón y el hígado.

Y me inclinó una vez más. Yo estaba tan aterrorizado y aturdido que me aferré a él con ambas manos y le dije:

–Por favor, señor, si fuera tan amable de mantenerme recto, a lo mejor no me marearía y así podría atenderle mejor.

Entonces me dio una voltereta tan tremenda que la iglesia saltó por encima de su propia veleta y, a continuación, mientras me seguía sujetando de los brazos ya en posición recta sobre la piedra, continuó hablando en los siguientes terribles términos:

–Mañana por la mañana bien temprano me traes la lima y los víveres. Me lo traes todo a aquella vieja batería de allá. Si lo haces, y no te atreves jamás a decir ni una palabra ni a hacer la menor indicación de que me has visto a mí o a cualquier otra persona, podrás seguir con vida. Si me fallas, o me desobedeces en algo de lo que te digo, por pequeño que sea, haré que te saquen el corazón y el hígado, y después que los asen y se los coman. En contra de lo que te puedas creer, no estoy solo. Hay otro hombre más joven escondido conmigo, comparado con el cual yo soy un angelito. Ahora está oyendo lo que te estoy diciendo. Ese hombre tiene una forma secreta que solo conoce él de llegar hasta donde esté un chico y arrancarle el corazón y el hígado. No sirve de nada que el chico intente esconderse de ese hombre. Ya puede echar el pestillo a la puerta, y meterse en su cama calentita, y arroparse bien, y taparse la cabeza con la manta, y creerse que está a salvo y abrigado, que ese hombre conseguirá ir arrastrándose sin hacer ruido hasta llegar a él y abrirlo en canal. En estos momentos estoy impidiendo, con grandes dificultades, que ese hombre te haga daño, pero cada vez me cuesta más mantenerlo apartado de tus tripas. Y bien, ¿qué me dices?

Le dije que le conseguiría la lima y todos los restos de comida que pudiera, y se los llevaría a la batería por la mañana temprano.

–Di que Dios te fulmine si no lo cumples –me conminó aquel hombre.

Así lo hice, y me bajó.

–Recuerda a lo que te has comprometido –continuó–, recuerda a ese hombre, y vete a casa.

–Buenas... buenas noches, señor –balbuceé.

–¡Sí, seguro que van a ser muy buenas! –dijo mientras miraba a su alrededor a la fría y húmeda marisma–. ¡Ojalá fuese una rana, o una anguila!

Al mismo tiempo, se rodeó el cuerpo tembloroso con ambos brazos, sujetándose como para mantenerse unido, y se fue cojeando hacia el bajo muro que rodeaba a la iglesia. Al verlo alejarse, moviéndose con cuidado entre las ortigas y las zarzas que rodeaban a los verdes montículos, a mi imaginación infantil le pareció como si estuviera intentando esquivar las manos de los muertos, que salían con cautela de sus tumbas para agarrarlo de los tobillos y arrastrarlo al interior de las mismas.

Cuando llegó al muro, lo saltó como alguien cuyas piernas estuviesen entumecidas y rígidas, y después se giró para ver dónde estaba yo. Al ver que se volvía, emprendí el camino a casa haciendo el mayor uso que pude de mis piernas. Sin embargo, al poco miré hacia atrás y vi que seguía caminando hacia el río, todavía rodeándose con ambos brazos y moviéndose con cuidado con sus doloridos pies entre las grandes piedras que había esparcidas por la marisma para pisar sobre ellas cuando llovía fuerte o había pleamar.

En esos momentos, cuando me detuve para mirarle, la marisma solo era una larga línea horizontal negra, y el río solo otra horizontal, ni tan ancha ni tampoco tan negra; y el cielo solo era una hilera de largas y airadas líneas rojas entremezcladas con otras negras muy densas. En la orilla del río pude vislumbrar las únicas dos cosas oscuras de todo el panorama que parecían mantenerse erguidas; una era la baliza que usaban los marineros para orientarse, la cual venía a ser como un barril sin aro encima de un poste y resultaba bastante fea cuando te acercabas; y la otra era una horca, que tenía unas cadenas colgando de las que en una ocasión había pendido un pirata. El hombre iba cojeando hacia esa última, como si fuese el pirata que había vuelto a la vida y, tras haberse bajado, regresara a ella para colgarse de nuevo. Sentí un terrible escalofrío al pensarlo y, como viera que las reses levantaban la cabeza para contemplarlo, me pregunté si habrían pensado lo mismo que yo. Miré por todas partes en busca de ese otro hombre horrible, pero no vi ni rastro de él. No obstante, volvía a estar muy asustado, por lo que eché a correr a casa sin detenerme.

1. Sería más apropiado decir sencillamente «su esposa» o «esposa del anterior», pero al leer el principio del capítulo 7 el lector entenderá la necesidad de expresarlo de este modo literal.

Capítulo 2

Mi hermana, la señora de Joe Gargery, me llevaba más de veinte años, y se había labrado una gran reputación ante sí misma y los vecinos por haberme criado «a mano». Como por entonces yo aún no había descubierto lo que significaba aquella expresión, y sabía que ella tenía la mano muy dura y fuerte, que acostumbraba a descargar con frecuencia sobre su marido y sobre mí, suponía que tanto Joe Gargery como yo habíamos sido criados a mano.

No era una mujer muy atractiva mi hermana, por lo que yo tenía la vaga impresión de que debía de haber obligado a Joe Gargery a casarse con ella a mano. Joe era de complexión pálida, tenía rizos de un pelo rubísimo a cada lado de su suave rostro, y unos ojos de un azul tan indeciso que parecía que, de algún modo, se hubiera mezclado con el blanco de los mismos. Era un hombre afable, bondadoso, de buen carácter, de trato agradable y atontado, el bueno de Joe; una especie de Hércules por su fuerza, pero también por su debilidad.

Mi hermana, la señora Joe, de pelo y ojos negros, tenía una rojez de piel tan predominante que a veces yo me preguntaba si acaso no se lavaría con un rallador en lugar de con jabón. Era alta y huesuda, y casi siempre llevaba un basto delantal, que se ataba por detrás con dos presillas y que tenía un inexpugnable peto cuadrado por delante, lleno de alfileres y agujas. Había convertido en un importante mérito de sí misma, y en un fuerte reproche contra Joe, el hecho de que tuviera que llevar tanto tiempo puesto ese delantal, aunque la verdad es que yo no veía razón alguna por la que tuviera que llevarlo, o, ya que lo llevaba, por la que no pudiera quitárselo todos los días.

La fragua de Joe estaba contigua a nuestra casa, que era de madera al igual que muchas de las viviendas de nuestra región; de hecho, la mayoría lo eran en aquella época. Cuando llegué a casa corriendo del cementerio, la fragua ya estaba cerrada, y encontré a Joe sentado solo en la cocina. Como éramos compañeros de sufrimientos, y como tales nos hacíamos confidencias, Joe me comunicó una en cuanto levanté el pasador de la puerta y, al asomarme, lo vi enfrente, sentado en el rincón de la chimenea.

–La señora Joe ha salido una docena de veces a buscarte, Pip, y ahora ha salido otra vez para hacer la docena de fraile.

–¿De verdad?

–De verdad, Pip –me contestó–, y, lo que es peor, lleva a Tickler2 con ella.

Al oír esa funesta información, me puse a dar vueltas al único botón de mi chaleco mientras contemplaba muy abatido el fuego. Tickler era un bastón con la punta de cera que ya estaba muy pulido por los golpes contra mi cuerpo.

–Ha estado sentándose y levantándose –me explicó Joe–, hasta que ha agarrado a Tickler y ha salido hecha una furia –dijo al tiempo que avivaba el fuego con el atizador por entre los barrotes inferiores y se quedaba mirándolo–. Hecha una furia, Pip.

–¿Lleva mucho rato fuera, Joe?

Yo siempre lo trataba como si fuese una especie de niño grande, y de igual a igual.

–Pues... –dijo mirando el reloj holandés–, esta última vez lleva fuera cinco minutos, Pip. ¡Cuidado, que viene! Escóndete detrás de la puerta, amigo mío, y ponte la toalla de rodillo delante.

Seguí su consejo. Mi hermana, la señora Joe, al abrir la puerta de un empujón y encontrarse con que había algo detrás que la obstruía, adivinó inmediatamente la causa y puso a Tickler a investigar los detalles. Concluyó arrojándome –yo le servía a menudo de proyectil conyugal– contra Joe, el cual de todas formas siempre se alegraba de poder abrazarme cualquiera que fuese la situación, tras lo que este me refugió junto al hogar y puso en silencio una de sus grandes piernas delante de mí a modo de parapeto.

–¿Dónde has estado, mico? –dijo la señora Joe dando una patada en el suelo–. Dime inmediatamente qué has estado haciendo por ahí, que me tenías muerta de miedo y preocupación, o te juro que te saco de ese rincón, y ni aunque fueras cincuenta Pips y él fuera quinientos Gargerys podríais detenerme.

–Solo he ido al cementerio –dije desde mi taburete mientras lloraba y me frotaba las partes doloridas.

–¡Al cementerio! –repitió mi hermana–. ¡Si no fuera por mí, ya hace mucho que te habrían llevado al cementerio, pero para quedarte allí! A ver, ¿quién te ha criado a ti a mano?

–Tú –dije.

–¿Y por qué lo hice, si se puede saber? –preguntó mi hermana.

–No lo sé –gimoteé.

–¡Yo sí que no lo sé! –exclamó ella–. Y desde luego no lo volvería a hacer, eso sí que lo sé. Bien puedo decir que desde que naciste nunca me he podido quitar este delantal. Ya tengo bastante desgracia con ser la mujer de un herrero, que para colmo es un Gargery, para encima tener que hacerte de madre.

Mis pensamientos se alejaron de esa cuestión mientras miraba desconsolado al fuego, pues el recuerdo del fugitivo de la marisma con la pierna con aquel hierro, el otro hombre misterioso, la lima, la comida y la horrible promesa que había hecho de cometer un hurto en aquel hogar que me daba cobijo surgió ante mí de aquellas brasas vengadoras.

–¡Conque al cementerio! –dijo la señora Joe al tiempo que devolvía a Tickler a su sitio–. Ya podéis hablar del cementerio, vosotros dos –por más que uno de nosotros no lo hubiera nombrado en absoluto–. Un día de estos vais a hacer entre los dos que me lleven a mí allí, y entonces ya veremos cómo os las apañáis sin mí.

Mientras ella se dedicaba a preparar las cosas del té, Joe me miró desde arriba por encima de su pierna, como si estuviera imaginándose mentalmente cómo nos las apañaríamos los dos si se diera esa triste circunstancia augurada por mi hermana. A continuación, se sentó acariciándose sus rubios rizos y la patilla del lado derecho y siguiendo a la señora Joe con sus ojos azules, como hacía siempre cuando había tormenta en casa.

Mi hermana tenía una forma tajante de prepararnos el pan con mantequilla que nunca variaba. Primero con la mano izquierda se apretaba la hogaza con fuerza contra el peto, de manera que a veces se le clavaba algún alfiler o aguja que luego nos llevábamos a la boca. Después cogía mantequilla (pero no mucha) con un cuchillo y la extendía por el pan al estilo de un boticario como si estuviese preparando un emplasto, utilizando ambos lados del cuchillo con violenta destreza para alisar y moldear la mantequilla que sobresalía entre la corteza. Entonces daba al cuchillo una rápida pasada final por el borde del emplasto y cortaba una rebanada gruesa de la hogaza que, antes de que se separase del todo, partía en dos mitades, una de las cuales era para Joe y la otra para mí.

En aquella ocasión, aunque tenía hambre, no me atreví a comerme mi pedazo. Pensé que tenía que reservarme algo para mi temible conocido y su cómplice, el otro hombre aún más temible. Como conocía la forma tan estricta en que la señora Joe llevaba la casa, cabía la posibilidad de que mis pesquisas rateriles no encontrasen nada en la despensa, por lo que decidí guardarme el pedazo de pan con mantequilla en la pernera del pantalón.

Me resultó muy difícil hallar el valor necesario para conseguir dicho propósito. Era como si tuviera que decidirme a saltar desde el tejado de una casa muy alta, o a sumergirme en aguas muy profundas. Y, sin darse cuenta, Joe me lo puso aún más difícil. Dada la confraternidad que ya he mencionado que manteníamos como compañeros de sufrimientos, y su bondadosa camaradería conmigo, teníamos la costumbre de, cada noche, comparar la forma en que nos íbamos comiendo nuestras respectivas rebanadas, mostrándonoslas de vez en cuando en silencio para admiración mutua, lo cual nos alentaba a hacer mayores esfuerzos. Esa noche Joe me enseñó en varias ocasiones su pedazo, que disminuía rápidamente, para invitarme a participar en nuestra amigable competición de costumbre, pero cada vez me encontraba con mi taza amarilla de té en una rodilla y el pan con mantequilla sin tocar en la otra. Al fin, desesperado, decidí que tenía que llevar a cabo lo que me proponía hacer, y que sería mejor que lo hiciese del modo que resultase menos improbable y que estuviera acorde con las circunstancias. Aproveché un momento en que Joe acababa de mirarme para meterme el pan por la pernera.

Resultaba obvio que Joe estaba intranquilo ante lo que se figuró que era mi falta de apetito, ya que, meditabundo, dio un bocado a su rebanada pero no pareció disfrutarlo. Le dio vueltas en la boca mucho más tiempo del habitual y, tras estar mucho rato así entretenido, se lo tragó todo de golpe como si fuera una píldora. Estaba a punto de tomar otro buen bocado, para lo que ya se había llevado la rebanada a la boca, cuando me miró y vio que mi pan había desaparecido.

La sorpresa y consternación con las que Joe se detuvo cuando estaba en puertas de pegar el bocado y se me quedó mirando, eran demasiado evidentes para que escaparan a la observación de mi hermana.

–¿Qué pasa ahora? –preguntó de inmediato dejando su taza.

–Pip, amigo mío –murmuró Joe mientras negaba con la cabeza a modo de seria reconvención–, no hagas eso que te puede sentar mal. Se te va a pegar por alguna parte. Es imposible que lo hayas masticado todo.

–Que qué es lo que pasa –repitió mi hermana con mayor severidad.

–Si puedes toser algún pedazo, mejor que lo hagas –me dijo Joe horrorizado–. Los modales son los modales, pero tu salud es más importante.

Para entonces mi hermana ya se había desesperado, por lo que se abalanzó sobre Joe y, cogiéndolo de las patillas, estuvo un rato golpeándole la cabeza contra la pared que tenía detrás, mientras yo lo contemplaba todo desde mi rincón con expresión culpable.

–A ver si ahora te da la gana de contarme qué pasa –dijo mi hermana sin aliento–, que pareces un cerdo asustado con esa cara que pones.

Joe la miró con aire desvalido, tras lo que dio un triste bocado y me volvió a contemplar a mí.

–Mira, Pip –me dijo Joe, con ese último bocado todavía en la boca y en tono solemne y confidencial, como si estuviéramos los dos solos–, sabes que tú y yo siempre seremos amigos, y que yo nunca me chivaría de ti, pero es que... –movió la silla y miró al suelo que había entre nosotros, y después a mí otra vez–. Es que tragarte todo eso de golpe...

–¿Que está tragando sin masticar? –exclamó mi hermana.

–Mira, amigo mío –continuó Joe, sin dirigir la mirada a la señora Joe sino a mí, y todavía con el pan en la boca–, yo también tragaba así muy a menudo cuando tenía tu edad, y de chico conocí a muchos que también lo hacían, pero es que nunca he visto a nadie tragar como tú, Pip, y es un milagro que no te hayas atragantado y te hayas muerto.

Mi hermana se lanzó sobre mí y me enganchó del pelo, al tiempo que tan solo decía las terribles palabras:

–Ven conmigo, que te vas a tomar la medicina.

Por aquel entonces algún asno médico había vuelto a ensalzar las excelencias medicinales del agua de brea, de la que la señora Joe siempre tenía un buen suministro en la alacena, pues creía que sus virtudes estaban en consonancia con su asqueroso sabor. En el mejor de los casos, me administraba tal cantidad de ese elixir, en su condición de exquisito reconstituyente, que luego yo iba por ahí apestando a valla recién alquitranada. Esa noche en concreto, la urgencia de mi caso hizo necesario que me tragara una pinta entera de esa mixtura, que, para mi mayor comodidad, la señora Joe me echó por el gaznate mientras me sujetaba la cabeza bajo su brazo, del mismo modo que quedaría una bota al ponerla en un sacabotas. Joe se libró con solo media pinta, que tuvo que tragarse (para su gran trastorno, como quedó claro cuando estuvo sentado ante el fuego masticando lentamente y meditando) porque «le había dado un ataque». Desde mi punto de vista, diría que cuando le dio el ataque fue después de tener que tomárselo, y no antes.

La conciencia es algo terrible cuando acusa a un hombre o a un muchacho; pero cuando, en el caso del muchacho, esa carga secreta actúa en colaboración con otra que lleva metida en la pernera del pantalón, se trata, como puedo atestiguar, de un gran castigo. El cargo de conciencia de saber que iba a robar a la señora Joe –en ningún momento se me pasó por la cabeza que fuese a robar a Joe, pues no consideraba que nada de la casa fuese de su propiedad–, unido a la necesidad de tener que sujetar siempre con una mano el pan con mantequilla mientras estaba sentado, o cuando tenía que moverme por la cocina para hacer cualquier cosa que me mandase mi hermana, casi me hizo enloquecer. Más tarde, mientras el viento de la marisma hacía que el fuego resplandeciese y llameara, me pareció oír fuera la voz del hombre del hierro en la pierna que me había hecho jurar que guardaría el secreto, diciendo que no pensaba morirse de hambre hasta el día siguiente, sino que quería comer ya. Otras veces pensaba si no cabía la posibilidad de que ese otro hombre al que con tantas dificultades había impedido que se manchara las manos con mi sangre, no cedería a una impaciencia propia de su carácter, o se equivocaría de hora y se creería acreditado a acceder a mi corazón y a mi hígado esa misma noche, en vez de al día siguiente. Si a alguien se le han puesto alguna vez los pelos de punta de terror, ese debí de ser yo esa noche. Claro que quizá eso no le haya pasado nunca a nadie.

Era la víspera del día de Navidad, por lo que me tocó tener que estar removiendo el budín del día siguiente con un palo de la colada, entre las siete y las ocho según las indicaciones del reloj holandés. Intenté hacerlo con la carga que escondía en la pierna (y que me hizo volver a recordar al hombre que tenía otra carga en la suya), y descubrí que dicho ejercicio provocaba que el pan con mantequilla me bajase hasta el tobillo sin que pudiera controlarlo. Afortunadamente, conseguí escabullirme un momento y depositar esa parte de mi conciencia en mi habitación, que estaba en la buhardilla.

–¡Vaya! –exclamé cuando ya había terminado de remover, y me estaba calentando en el rincón de la chimenea antes de que me mandasen a la cama–. ¿Eso que se ha oído eran cañonazos, Joe?

–Sí –contestó él–. Será que se ha escapado otro convicto.

–¿Qué significa eso, Joe? –le pregunté.

La señora Joe, que siempre se sentía en la obligación de dar las explicaciones ella misma, exclamó en tono irascible:

–¡Que se ha fugado, que se ha fugado!

Con lo cual, administró dicha definición como si fuese agua de brea. A continuación, mientras ella seguía sentada con la cabeza inclinada sobre su costura, gesticulé con los labios para preguntar a Joe: «¿Qué es un convicto?», pero él gesticuló a su vez con los suyos para darme una respuesta tan complicada que lo único que conseguí distinguir fue la palabra «Pip».

–Anoche se escapó un convicto –dijo Joe en voz alta–, después del cañonazo de la puesta de sol, y por eso dispararon otro para avisar de su fuga. Y ahora parece que están disparando para avisar de la de otro.

–¿Quién está disparando? –pregunté.

–Maldito sea el niño este –interrumpió mi hermana mirándome con el ceño muy fruncido–, que siempre está haciendo preguntas. No hagas preguntas y así no te dirán mentiras.

Pensé que no se estaba haciendo ningún favor a sí misma al dar a entender que me diría mentiras en el caso de que yo alguna vez le hiciera una pregunta. De todas formas, mi hermana no era dada a hacer favores o a ser amable, a menos que tuviéramos visita.

En ese momento, Joe hizo que mi curiosidad aumentara aún más al poner gran esfuerzo en abrir mucho la boca y gesticular lo que me pareció que era la palabra «follón». Por lo tanto, era normal que yo señalase a la señora Joe y moviese los labios para decir: «¿Con ella?». Pero Joe lo negó rotundamente y, volviendo a abrir mucho la boca, emitió en silencio y con mucho énfasis una palabra que no conseguí entender.

–Señora Joe –dije como último recurso–, si no te importa, me gustaría saber de dónde vienen esos disparos.

–¡Bendito sea este niño! –exclamó mi hermana como si no quisiera decir eso, sino más bien todo lo contrario–. ¡De los pontones!

–¿Qué? –dije mirando a Joe–. ¿Pontones?

Él tosió a modo de reproche en lo que vino a ser un «lo que yo te decía».

–Y dime, por favor, ¿qué son los pontones? –pregunté.

–¡Eso es lo que pasa con este niño! –bramó mi hermana mientras me señalaba con la aguja y el hilo y negaba con la cabeza–. Le contestas una pregunta, y a continuación te hace una docena más. Los pontones son barcos que sirven de prisión, y que están al otro lado de las maresmas.

Así llamábamos siempre a las marismas en nuestra región.

–¿Y a quién meten en esos barcos que sirven de prisión, y por qué los meten ahí? –pregunté como quien no quiere la cosa, aunque por dentro tenía muchas ganas de averiguarlo.

Eso ya fue demasiado para la señora Joe, que se puso en pie de inmediato.

–Te voy a decir una cosa, jovencito. No te he criado a mano para que te dediques a molestar a las personas. De ser así, eso iría en mi contra y no en mi mérito. A la gente la meten en los pontones porque matan, y roban, y falsifican, y hacen toda clase de cosas malas, y siempre empiezan haciendo preguntas. ¡Y ahora, venga a la cama!

Nunca me permitía que me llevara una vela que me alumbrara el camino hasta la cama, y, mientras subía las escaleras a oscuras con un cosquilleo en la cabeza, ya que la señora Joe había usado su dedal para tocar la pandereta sobre ella como acompañamiento a sus últimas palabras, pensé horrorizado en lo práctico y conveniente que me era tener los pontones tan a mano, puesto que estaba claro que iba a terminar allí. Había empezado haciendo preguntas, y ahora me disponía a robar a la señora Joe.

Desde aquellos tiempos, que quedan ya muy lejanos, he pensado a menudo en lo poco que sabe la gente lo reservados que pueden llegar a ser los niños cuando viven aterrorizados. Da igual lo irracional que sea ese terror con tal de que se sienta como tal. Yo tenía un terror mortal al hombre que quería mi corazón y mi hígado; un terror mortal a mi interlocutor de la pierna con el hierro; y un terror mortal a mí mismo, a quien habían arrancado una horrible promesa. No albergaba ninguna esperanza de poder liberarme de la misma gracias a mi todopoderosa hermana, la cual me rechazaba a cada momento, y hasta me daba miedo pensar en lo que podría haber llegado a hacer si me lo hubieran pedido, impulsado por ese terror secreto que me dominaba.

Si llegué a dormir esa noche, solo fue para imaginarme que iba río abajo a merced de una fuerte marea viva en dirección a los pontones. Cuando pasaba por delante de la horca, un espectral pirata me gritaba, utilizando una trompetilla, que sería mejor que saliese a la orilla para que me colgaran allí mismo de inmediato, en lugar de posponerlo. Me daba miedo dormirme, incluso si hubiese tenido ganas de hacerlo, porque sabía que, en cuanto despuntase el alba, tenía que saquear la despensa. Era imposible hacerlo de noche, ya que por aquel entonces no se podía encender una luz con una sencilla fricción; para conseguirla, tendría que haber recurrido al pedernal y al acero, haciendo un ruido como el del propio pirata al sacudir sus cadenas.

Tan pronto como el gran manto de terciopelo negro de fuera de mi ventanuco se tiñó de gris, me levanté y fui al piso de abajo, mientras cada tablón que pisaba, y cada grieta de los mismos, decían a mi paso «¡al ladrón!» y «¡despierte, señora Joe!». En la despensa, que estaba mucho mejor surtida de lo habitual debido a la época del año que era, me dio un gran susto una liebre que colgaba de las patas traseras y que, cuando estaba medio de espaldas a ella, me pareció que me guiñaba un ojo. No tenía tiempo para comprobaciones, ni para elegir lo que me llevaba ni para nada, ya que no podía perder ni un instante. Robé algo de pan, una corteza de queso, alrededor de medio tarro de picadillo (que envolví con mi pañuelo junto con la rebanada de la noche anterior), un poco de coñac que cogí de una botella de piedra (que decanté en una botella de cristal que había usado a hurtadillas para fabricar en mi habitación ese embriagador líquido que es el agua de regaliz, tras lo que rellené la botella de piedra con agua de una jarra de la alacena de la cocina), un hueso al cual quedaba muy poca carne, y un hermoso y redondo pastel de cerdo. Estuve a punto de marcharme sin este último, pero me asaltó la tentación de subirme a un estante para ver qué era lo que estaba guardado con tanto cuidado en un plato de barro cocido que había tapado en una esquina; al descubrir que se trataba del pastel, lo cogí con la esperanza de que no hubiera intención de consumirlo pronto, y así se tardase en echarlo en falta.

En la cocina había una puerta que comunicaba con la fragua; le quité la tranca, descorrí el pestillo y cogí una lima de entre las herramientas de Joe. Después, dejé todos los cierres tal y como me los había encontrado, abrí la puerta por la que había entrado a casa la noche anterior, la cerré y eché a correr hacia la marisma cubierta de niebla.

2. «Que hace cosquillas».

Capítulo 3

Había mucha escarcha aquella húmeda mañana. Ya había visto la humedad condensada en el exterior de mi ventanuco, como si algún duende hubiese estado llorando allí toda la noche y lo hubiese usado de pañuelo. Ahora vi la humedad posada sobre los matorrales desnudos y la hierba, como una especie de basta telaraña que colgaba de ramita en ramita y de brizna en brizna. La humedad yacía espesa en cada baranda y en cada verja, y la niebla de las marismas era tan densa que el dedo de madera que, en un poste, dirigía a la gente a nuestro pueblo –dirección que nunca aceptaban, pues nunca venían–, me fue invisible hasta que prácticamente estuve debajo de él. Cuando levanté la cabeza y lo miré mientras goteaba, a mi oprimida conciencia le pareció que era un fantasma que me condenaba a los pontones.

La niebla se hizo aún más espesa cuando entré en las marismas, de manera que, en vez de ser yo el que corría hacia las cosas, todo parecía correr hacia mí. Eso resultaba muy desagradable para una mente culpable. Las verjas, diques y montículos se abalanzaban sobre mí a través de la niebla, como si gritaran con toda claridad: «¡Un chico que lleva un pastel de cerdo que no es suyo! ¡Detenedle!». El ganado surgía ante mí de la misma forma repentina, mirándome fijamente y diciendo por la nariz al tiempo que exhalaban vaho: «Eh, tú, ladronzuelo». Un buey negro que llevaba un pañuelo blanco, lo cual le daba, a los ojos de mi torturada conciencia, cierto aire clerical, fijó su mirada en mí de forma tan obstinada, y movió su rotunda cabeza de un modo tan acusatorio cuando lo rodeé, que le dije lloriqueando:

–¡No me ha quedado más remedio, señor! ¡No lo he cogido para mí!

Dicho lo cual, él agachó la cabeza, soltó una nube de humo por la nariz y desapareció dando una coz con las patas traseras y haciendo una floritura con el rabo.

Mientras tanto, yo me iba dirigiendo al río pero, por muy rápido que corriera, no conseguía que se me calentasen los pies, a los que parecía habérseles aferrado el húmedo frío, del mismo modo que lo estaba el hierro a la pierna del hombre con el que iba a encontrarme. Conocía el camino a la batería bastante bien porque había estado allí un domingo con Joe, y este, sentado encima de un viejo cañón, me había dicho que, cuando fuese su aprendiz, nos divertiríamos un montón en aquel lugar. Sin embargo, confundido por la niebla, descubrí finalmente que había ido a parar demasiado a la derecha, por lo que tuve que retroceder a lo largo de la orilla del río, por encima de las piedras sueltas que había sobre el lodo y las estacas que servían para contener la marea. Tras desplazarme por allí con gran rapidez, acababa de cruzar una zanja que sabía que estaba muy cerca de la batería, y de encaramarme gateando al montículo que había detrás, cuando vi al hombre sentado delante de mí. Estaba de espaldas, tenía los brazos cruzados y daba cabezadas profundamente dormido.

Pensé que se alegraría más si aparecía de pronto ante él con su desayuno, así que me acerqué sin hacer ruido y lo toqué en el hombro. Al instante dio un respingo, pero resultó que no era el mismo hombre, sino otro.

Y, sin embargo, también iba vestido con la misma y basta tela gris, y llevaba un enorme hierro en la pierna, y estaba cojo y ronco y aterido de frío, y todo igual que el otro hombre; a excepción de que no tenía la misma cara y llevaba puesto un sombrero de ala ancha plano muy hundido en la cabeza. Me fijé en todo eso en un instante, que es de lo único que dispuse, pues él profirió una blasfemia y me lanzó un golpe, pero tan débil que no me acertó y casi hizo que se cayese él al tambalearse, tras lo que se adentró corriendo en la niebla, tambaleándose de nuevo dos veces, hasta que lo perdí de vista.

«¡Ese es el otro hombre!», pensé al tiempo que el corazón se me disparaba al identificarlo. Supongo que también habría sentido un dolor en el hígado, de haber sabido dónde lo tenía.

Después de eso llegué enseguida a la batería, donde estaba esperándome el hombre que buscaba, abrazándose y cojeando de un lado a otro como si en toda la noche no hubiera dejado de hacer ambas cosas. Sin lugar a dudas, estaba helado de frío. Casi esperaba verlo desplomarse ante mí para, a continuación, morir congelado. También tenía tal mirada de hambre que, cuando le di la lima y él la dejó sobre la hierba, se me ocurrió que se la habría comido de no ser porque ya había visto el hatillo que yo llevaba. No me puso boca abajo esa vez para coger lo que tenía, sino que me dejó del derecho mientras yo abría el hatillo y me vaciaba los bolsillos.

–¿Qué hay en la botella, muchacho? –preguntó.

–Coñac –le contesté.

Él ya estaba engullendo el picadillo de una forma muy curiosa, pues era más como alguien que estuviese guardándolo en algún sitio a toda prisa que como si estuviera comiéndoselo, pese a lo cual paró un momento para beber un trago del licor. Todo el rato tiritaba con tanta fuerza que le suponía un gran esfuerzo mantener el cuello de la botella entre los dientes sin llegar a morderlo.

–Me parece que ha cogido usted fiebre –dije.

–Eso me parece a mí también, muchacho –contestó él.

–Es que este lugar es muy malo –le comenté–. Se ha pasado toda la noche aquí en las maresmas y se cogen las fiebres enseguida, y hasta reuma también.

–Me voy a comer el desayuno antes de que acaben conmigo –afirmó él–. Lo haría de todos modos aunque justo a continuación me fuesen a colgar de aquella horca que hay por allá. Estos escalofríos no van a poder conmigo, te lo aseguro.

Mientras, engullía picadillo, el hueso de carne, pan, queso y pastel de cerdo todo a la vez, al tiempo que observaba con desconfianza la niebla que nos rodeaba por completo y a menudo se detenía, dejando incluso de masticar, para escuchar. Algún sonido real o imaginario, algún tintineo en el río o respiración de bestia en la marisma, lo alarmó e hizo que dijese de repente:

–¡No me habrás engañado, diablillo! ¡No habrás traído a nadie contigo!

–No, no, señor, no.

–Ni se lo habrás contado a nadie para que te sigan...

–¡No!

–Bien, te creo –dijo–. Tendrías que ser un sabueso muy despiadado si a tu edad te dedicaras a ayudar a cazar a una pobre alimaña, más aún cuando esta pobre alimaña está tan cerca de la muerte.

Algo hizo un ruido seco en su garganta, como si tuviera una maquinaria de reloj en el interior que fuese a dar la hora, y se pasó la raída y áspera manga por los ojos.

Me compadecí de su desolación y, mientras lo observaba dar buena cuenta del pastel, me atreví a decirle:

–Me alegro de que le guste.

–¿Qué has dicho?

–He dicho que me alegro de que le guste el pastel.

–Gracias, muchacho. Sí que me gusta, sí.

A menudo había observado a un gran perro que teníamos mientras comía, y ahora caí en la cuenta de que existía un claro parecido entre la forma de comer de aquel y la del hombre. Este tomaba bocados grandes, rápidos y repentinos, igual que el perro, y se los tragaba, o más bien engullía, a toda prisa, además de mirar a los lados de vez en cuando como si temiera que existiese el peligro de que alguien apareciese desde cualquier lado para quitarle el pastel. Eso le preocupaba tanto que no podía disfrutarlo a gusto ni, pensé, podría compartir la comida con nadie sin pegar una dentellada al invitado; todo actitudes en las que se asemejaba mucho al perro.

–Al final no va a quedar nada para él –dije tímidamente, tras un silencio durante el que había dudado si sería cortés hacer dicho comentario–. Ya no hay más donde lo he cogido.

Era la certeza de ese hecho la que me había impulsado a decírselo.

–¿Que no va a quedar nada para quién? –preguntó mi amigo, dejando un momento de mascar la costra del pastel.

–Para el otro hombre del que me habló. El que está escondido con usted.

–¡Ah, ese! –exclamó con algo parecido a una risa bronca–. Ya, sí, pero él no necesita comida.

–Pues a mí me ha parecido que sí que la necesitaba –comenté.

El hombre dejó de comer y me miró con gran intensidad y sorpresa.

–¿Que te lo ha parecido? ¿Cuándo?

–Hace un momento.

–¿Dónde?

–Por allá –dije señalando hacia el lugar–, cuando me lo he encontrado dando cabezadas dormido y me he creído que era usted.

De pronto me cogió del cuello y me miró de tal forma, que comencé a creer que había revivido en él su idea original de cortármelo.

–Iba vestido como usted, solo que él llevaba sombrero –le expliqué tembloroso–, y...y... –quería añadir lo siguiente con mucha delicadeza–, y tenía la misma razón que usted para querer una lima. ¿Es que no oyó los cañonazos de anoche?

–Vaya, entonces sí que hubo disparos de verdad –dijo él para sí.

–Me extraña que no estuviera usted seguro –dije–, porque los oímos desde casa, que está más lejos, y encima teníamos todo cerrado.

–No te extrañes –dijo él–, porque cuando un hombre está solo en estas llanuras, con la cabeza atontada, el estómago vacío y pereciendo de frío y hambre, lo único que oye durante toda la noche son disparos y voces que le llaman. ¿Qué digo oye? Y hasta ve a los soldados, con sus levitas rojas iluminadas por las antorchas que llevan, que cada vez se ciernen más sobre él. Oye que dicen su número, y que le instan a que salga de su escondite y se rinda, y el traqueteo de los mosquetes, y que dan la orden de «¡a las armas, preparen, apunten!», y de pronto caen sobre él... ¡y resulta que no hay nadie! Si anoche no vi cien pelotones persiguiéndome, todos marchando en perfecto orden, un dos, un dos, malditos sean, es que no vi ninguno. Y en cuanto a los disparos, he visto a la niebla sacudirse por los cañonazos hasta que se ha hecho de día... Pero en cuanto a ese hombre –había dicho todo lo demás como si se hubiese olvidado de mi presencia–, ¿te has fijado si tenía algo de especial?

–Tenía la cara llena de moretones –dije, tras recordar algo de lo que apenas estaba seguro.

–¿No sería aquí? –preguntó el hombre, golpeándose sin clemencia la mejilla izquierda con la palma de la mano.

–Sí, ahí.

–¿Y dónde está? –dijo mientras se metía a toda prisa la poca comida que quedaba en la delantera de su chaqueta gris–. Enséñame por dónde se ha ido, que lo voy a alcanzar como si fuera un perro de caza. ¡Maldito sea este grillete de mi pobre pierna! Alcánzame la lima, muchacho.

Le indiqué la dirección en que la niebla había envuelto al otro hombre y él miro hacia allá durante un instante, pero enseguida estuvo sentado sobre la pútrida hierba mojada, limando el grillete como un loco sin preocuparse de mí ni de su propia pierna, a la que, a pesar de que tenía una rozadura cubierta de sangre, trataba como si tuviera la misma sensibilidad que la propia lima. Yo volvía a tenerle mucho miedo, ahora que le había entrado ese frenesí, y también tenía mucho miedo a seguir fuera de casa por más tiempo. Le dije que me tenía que ir pero no me hizo caso, así que consideré que lo mejor que podía hacer era escabullirme. Lo último que vi de él fue su cabeza inclinada sobre la rodilla mientras se afanaba en cortar el grillete, al tiempo que murmuraba imprecaciones llenas de impaciencia a este y a su pierna. Lo último que oí de él, cuando me detuve para escuchar en medio de la niebla, fue el sonido de la lima que seguía cortando.

Capítulo 4

Estaba convencido de que iba a encontrar a un policía en la cocina, esperando para detenerme. Pero no solo no había ninguno, sino que tampoco se había descubierto aún el robo. La señora Joe estaba muy ocupada preparando la casa para la celebración de ese día, y había puesto a Joe tras el escalón de la cocina para mantenerlo alejado del recogedor, un artículo al que el destino siempre terminaba antes o después por conducirlo cuando mi hermana se dedicaba con vigor a recolectar el polvo de los suelos de su hogar.

–¿Dónde demonios estabas? –fue el saludo de Navidad que me dedicó la señora Joe cuando aparecimos mi conciencia y yo.

Dije que había ido a escuchar los villancicos.

–Ah, bueno –comentó ella–, podría haber sido peor.

De eso no me cabía la menor duda, pensé.

–Quizá si no fuera la mujer de un herrero y, lo que viene a ser lo mismo, una esclava que no se puede quitar nunca el delantal, yo también podría haber ido a oír los villancicos –dijo la señora Joe–. Tengo bastante debilidad por los villancicos, y quizá sea esa la razón por la que nunca oigo ninguno.

Joe, que se había aventurado a entrar en la cocina detrás de mí una vez que se hubo retirado el recogedor, se pasó el dorso de la mano por la nariz con aire conciliatorio mientras la señora Joe le lanzaba una mirada fulminante, y después, cuando ella ya había apartado la vista, cruzó los dos dedos índice en secreto y me los enseñó, lo cual era nuestra señal de que la señora Joe estaba de mal humor. Ese era tanto su estado normal que a menudo, durante semanas seguidas, los dedos de Joe y los míos eran como las piernas de las efigies de los cruzados.3

Íbamos a tomar una comida estupenda, consistente en una pierna de cerdo en adobo con verduras y un par de aves rellenas asadas. La mañana del día anterior se había hecho un buen pastel de picadillo (lo cual explicaba que no se hubiera echado de menos a este), y el budín ya estaba en el fuego. Esos amplios preparativos provocaron que, sin ceremonia alguna, nos racionaran el desayuno:

–¡Porque os aseguro que no pienso ponerme a sacar comida, recoger y fregar platos, con todo lo que aún me queda por hacer! –explicó la señora Joe.

Así pues, nos sirvió nuestras rebanadas de pan como si fuéramos dos mil soldados que fueran de marcha forzada en vez de un hombre y un chico en casa, y tomamos tragos de leche y agua, con expresión contrita, de una jarra que había en el aparador. Mientras tanto, la señora Joe puso cortinas blancas limpias, clavó con tachuelas un volante floreado a lo largo de la chimenea para reemplazar al viejo, y destapó los objetos de la salita que había al final del pasillo, los cuales no se descubrían en ningún otro momento, sino que se pasaban el resto del año envueltos en una fría bruma de papel de plata, que incluso se extendía a los cuatro perritos de porcelana que había sobre la repisa de la chimenea, todos con la nariz negra y una cesta de flores en la boca y formando parejas. La señora Joe era un ama de casa muy limpia, pero dominaba el exquisito arte de conseguir que su limpieza resultase más incómoda y desagradable que la propia suciedad. La limpieza nos acerca a Dios, y por eso algunas personas hacen de ella su religión.

Como mi hermana tenía tanto que hacer, iba a ir a misa de forma indirecta; es decir, los que íbamos a ir éramos Joe y yo. Con su ropa de faena, Joe era un herrero fornido con el aspecto característico de su oficio; con la ropa de los domingos, parecía por encima de todo un espantapájaros venido a más. Nada de lo que se ponía los días de fiesta le estaba bien o parecía pertenecerle, y todo lo que se ponía le rozaba y molestaba. Para esa ocasión festiva salió de su habitación, cuando ya repicaban alegremente las campanas, convertido en la viva imagen del sufrimiento por el traje que se había puesto para cantar las penitencias. En cuanto a mí, creo que mi hermana tenía la idea general de que yo era un delincuente menor de edad al que un policía partero había atrapado el día de mi nacimiento y entregado a ella, para que actuase conmigo de acuerdo con la autoridad de la ultrajada ley. Siempre me trataba como si yo hubiera insistido en nacer, en contra de los dictados de la razón, la religión y la moralidad y de los argumentos disuasorios de mis mejores amigos. Incluso cuando me llevaba a que me hiciesen un traje nuevo, el sastre recibía la orden de que fuese como una especie de uniforme de reformatorio, y que bajo ningún concepto me permitiese mover libremente las extremidades.

Así pues, vernos a Joe y a mí yendo a misa debió de ser un espectáculo conmovedor para las almas compasivas. No obstante, lo que sufría por fuera no tenía ni punto de comparación con lo que me pasaba por dentro. Los terrores que me habían asaltado cada vez que la señora Joe se acercaba a la despensa o salía de la habitación, solo se podían equiparar al remordimiento que sentía mientras no dejaba de darle vueltas a lo que habían hecho mis manos. Torturado por mi malvado secreto, me pregunté si la iglesia sería lo bastante poderosa para protegerme de la venganza del otro hombre horrible si divulgaba allí lo que sabía. Pensé que, cuando leyeran las amonestaciones y el clérigo dijese «quien tenga algo que decir que lo diga ahora», sería el momento ideal para que yo me pusiera en pie y le propusiese una conversación en privado en la sacristía. No estoy seguro de que no hubiese dejado atónita a nuestra pequeña congregación por recurrir a unas medidas tan extremas, más que nada porque era el día de Navidad en vez de domingo.

El señor Wopsle, el sacristán, iba a comer con nosotros, así como el señor Hubble, el carretero, su esposa y el tío Pumblechook (que lo era de Joe, pero mi hermana se había apropiado de él para sí), un acaudalado tratante de grano de la ciudad de al lado que conducía su propia calesa. La comida era a la una y media. Cuando Joe y yo volvimos a casa, nos encontramos la mesa puesta, a la señora Joe arreglada, la comida preparada, la puerta principal abierta –lo cual no ocurría en ningún otro momento del año– para que los invitados entrasen por ella y, en definitiva, todo dispuesto con gran esplendor. Y del robo seguía sin haber ni una palabra.

Llegó el momento de que apareciesen los invitados, sin que eso trajera consigo ningún alivio a mi pesadumbre. El señor Wopsle, que iba unido a una nariz romana y a una gran frente despejada y brillante, tenía una profunda voz de la que estaba extremadamente orgulloso; de hecho, era sabido por todos sus conocidos que, si le fuera posible hacerlo, su forma de leer conseguiría que al clérigo le diese un soponcio; él mismo confesaba que, de estar «abierta» la Iglesia, con lo cual se refería a que pudiese haber competencia en ella, albergaría ciertas esperanzas de poder hacer carrera en la misma. Pero como la Iglesia no estaba «abierta», pues solo era, como ya he dicho, nuestro sacristán. Aun así, castigaba los amén con contundencia y, cuando recitaba los salmos, entonando siempre el versículo entero, primero miraba a toda la congregación como si dijera: «Ya han oído a mi amigo de ahí arriba del púlpito; ahora háganme el favor de darme su opinión sobre nuestros respectivos estilos».

Abrí la puerta a los invitados, para que así creyesen que teníamos costumbre de abrirla siempre; lo hice primero al señor Wopsle, después a los Hubble, y por último al tío Pumblechook. Por cierto que no se me permitía llamarlo tío, bajo amenaza de severísimos castigos.

–Mi querida señora Joe –dijo el tío Pumblechook, un hombre de mediana edad, corpulento y lento, que respiraba con dificultad y tenía una boca como la de un pez, ojos mortecinos que miraban fijamente y pelo de color rubio rojizo que llevaba muy de punta, de manera que parecía como si lo acabasen de estrangular y en ese mismo momento hubiese vuelto en sí–, le traigo, señora mía, para felicitarle las fiestas, una botella de jerez, y también le traigo, señora mía, otra de oporto.

Cada día de Navidad se presentaba, a modo de gran novedad, diciendo exactamente las mismas palabras y llevando ambas botellas como si fuesen mancuernas. Y cada día de Navidad la señora Joe contestaba como hizo en esa ocasión:

–¡Tío Pumblechook, qué detalle por su parte!

Y cada día de Navidad él replicaba, como hizo entonces:

–No es más de lo que usted se merece. Y bien, espero que estén todos dichosos. ¿Y cómo está el escuchimizado?

Con lo cual se refería a mí.

En esas ocasiones comíamos en la cocina y después pasábamos a la sala para tomar las nueces, naranjas y manzanas, lo cual equivalía a un cambio muy similar al de Joe cuando se quitaba la ropa de faena para ponerse la de los domingos. Mi hermana estaba extraordinariamente animada ese día, y de hecho solía mostrarse mucho más gentil cuando estaba en compañía de la señora Hubble que en la de ninguna otra persona. Recuerdo a esta como una persona pequeña y mordaz, de cabello rizado y vestida de azul celeste, que acostumbraba a darse aires de juventud porque se había casado con el señor Hubble –desconozco en qué remota época– cuando ella era mucho más joven que él. También recuerdo que el señor Hubble era un anciano fuerte, de hombros altos y encorvado, que olía a serrín y era muy patizambo; tanto que, dada mi corta estatura de niño, siempre veía kilómetros de campo abierto entre sus piernas cuando me lo encontraba subiendo por el camino.

Entre toda esa buena compañía me tendría que haber sentido, incluso aunque no hubiese robado en la despensa, en una posición falsa. No porque estuviese apretujado contra una arista muy puntiaguda de la mesa que se me clavaba a la altura del pecho y tuviese el codo del tío Pumblechook metido en un ojo, ni porque no me permitiesen hablar (lo cual yo no quería hacer), ni porque me obsequiaran con las puntas más escamosas de los muslos de las aves y con los recovecos más oscuros del cerdo, de los que ese animal, estando en vida, no había tenido motivo alguno para vanagloriarse. No, no me habría importado nada de eso si tan solo me hubiesen dejado en paz. El problema era que no querían dejarme en paz. Parecían pensar que estarían desperdiciando una gran oportunidad si, cada cierto tiempo, no dirigiesen la conversación hacia mi persona y me criticaran con dureza. Yo era como un desdichado toro en un ruedo español, de lo mucho que me asestaban sus certeras estocadas morales.

Comenzó en cuanto nos sentamos a comer. El señor Wopsle bendijo la mesa con su forma histriónica de declamar, en lo que ahora me parece un cruce religioso entre el Fantasma de Hamlet y Ricardo III, y terminó de dar gracias con el justo deseo de que estuviésemos de verdad agradecidos. Al oír lo cual, mi hermana clavó la mirada en mí y me dijo en una voz baja llena de reproche:

–¿Has oído? Tienes que estar muy agradecido.

–Y sobre todo –dijo el señor Pumblechook–, tienes que estar agradecido, muchacho, a quienes te han criado a mano.

La señora Hubble negó con la cabeza y, mientras me contemplaba con expresión de tener el luctuoso presentimiento de que yo no llegaría a nada bueno, preguntó:

–¿Por qué será que los jóvenes no son nunca agradecidos?

Ese misterio moral pareció ser indescifrable para todos hasta que el señor Hubble lo solucionó lacónicamente afirmando:

–Porque son depravados por naturaleza.

Entonces todos murmuraron «¡qué gran verdad!» y me miraron de una forma particularmente incisiva y desagradable.

La posición e influencia de Joe en la casa era aún más débil (si es que eso era posible) cuando había invitados que cuando estábamos solos. Aun así, me ayudaba y consolaba siempre que podía a su manera, que a la hora de la comida siempre consistía en darme salsa de la carne si había. Como ese día había abundante salsa, en ese momento Joe me echó en el plato casi medio litro de la misma.

Un poco después, el señor Wopsle repasó el sermón de ese día con cierta severidad e insinuó –siempre desde la hipótesis de que la Iglesia estuviese «abierta»– el tipo de sermón que él habría dado. Tras honrar a los demás comensales con algunos de los puntos principales de dicho discurso, afirmó que consideraba que el tema de la homilía de ese día había estado mal elegido, lo cual tenía aún menos justificación, añadió, habida cuenta de que había tantos temas candentes.