Grietas en el paraíso - Mercedes Fernández - E-Book

Grietas en el paraíso E-Book

Mercedes Fernández

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Beschreibung

Grietas en el paraíso es la primera entrega de una trilogía de suspense y misterio. Una lectura adictiva y absorbente que le quita el sueño a quien osa internarse en la vorágine de esta historia.   Una novela de anticipación. Escrita en el 2016, con una trama vertiginosa y un tono de violenta trama y gran dosis de realismo, MF, la autora, nos hace sucumbir y perder el contacto con la realidad, aunque en esa realidad nos veamos espejados como en una clase de vidrio negro. Migrantes, vacunas, muertes, poder, impiedad. ¿Realidad o fantasía? ¿Pandemia? ¿Grietas? ¿Premonición o inmisericorde casualidad? ¿Cómo y por qué el título de la obra nos remite al hoy nuestro de cada día, se adelanta a los tiempos que vivimos?   Esta novela oscura y perturbadora, que recibió el Premio Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, agita al lector desde el principio al fin. Capítulo a capítulo despliega una atmósfera asfixiante de la que nadie puede escapar. Una periodista y un detective conforman el tándem perfecto para resolver extraños crímenes. Ellos son parte de un mecanismo que sumerge al lector en un constante estado de inquietud y tensión, dejándole con la necesidad de estar mirando por encima del hombro y con el corazón latiendo una velocidad casi letal.

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Índice
Agradecimientos
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
Dieciocho
Diecinueve
Veinte
Veintiuno
Veintidós
Veintitrés
Veinticuatro
Veinticinco
Veintiséis
Veintisiete
Veintiocho
Epílogo

Grietas en el Paraíso

Mercedes Fernández

Grietas en el Paraíso

Trilogía de Toronto - Primera parte

Fernández, Mercedes

   Grietas en el paraíso / Mercedes Fernández ; editado por Jose Marcelo Caballero. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Pampia, 2022.

   Libro digital,

   Archivo Digital: descarga y online

   ISBN 978-987-48460-1-3

   1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Policiales. I. Caballero, Jose Marcelo, ed. II. Título.

   CDD A863 

Segunda edición: Febrero de 2022

Pampia Grupo Editor

Avenida Juan Bautista Alberdi 872

C1424BYV – Ciudad Autónoma de Buenos Aires

www.pampia.com

Reservados todos los derechos.

Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, ni transmitida por un sistema de recuperación, en ninguna forma ni por ningún medio, sin el permiso expreso por escrito de la editorial y de la autora.

Editado en Argentina

A mis hijos, a mis incomparables hijos, una vez más.

Agradecimientos

A la Dra. Claudia Thierry, mi hija del alma, quien en todo momento me asesoró en los temas médicos y de investigación que se presentaron, pero quien además, con entusiasmo y empeño se constituyó en una fuente inagotable de energía y estímulo.

A Flavia Cornejo, inteligente amiga, que se prestó a leer junto con Claudia, una y otra vez los originales, al tiempo que acompañó con comentarios acertados y esclarecedores el tiempo de elaboración de la novela.

Al resto de mi familia, Nicolás, Marcelo, Alejandra, por la paciencia y apoyo inestimables a mi quehacer.

Gracias a todos por esa invalorable ayuda.

A mis amados nietos, milagros que la vida me ha regalado: Marco, Franco, Juan, Sebastián, Emma y Aryana, que son y serán felices porque ellos conocen el verdadero Paraíso que se encuentra, a pesar del título de esta ficción, precisamente allí, en Toronto. Ellos saben que siempre serán dignos, y que la dignidad, una de las formas de la felicidad, jamás es negociable.

“Sí (como el griego afirma en el Cratilo)

El nombre es arquetipo de la cosa.

En las letras de rosa está la rosa

Y todo el Nilo en la palabra Nilo.

Y, hecho de consonantes y vocales,

Habrá un terrible Nombre, que la esencia

Cifre de Dios y que la Omnipotencia

Guarde en letras y sílabas cabales.”

J. L. Borges

(El Golem)

“Ciudades mágicas de la infancia, salid a recibirme.

Vengo de los muertos en busca de un país que he perdido.”

Raúl González Tuñón

“Si un hombre atravesara el Paraíso en sus sueños, y le dieran una flor

como prueba que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”

S. T. Coleridge

Uno

La primera puñalada que Johnny Birman asestó sobre el pecho de Doreen McDouglas, prácticamente le partió el corazón a la muchacha, que cayó sobre la coqueta moquete del laboratorio. Con los últimos estertores sintió que aquel filo helado le entraba en el cuerpo una y otra vez. No pudo cerrar los ojos. La intensa luz de la mañana se arrojaba sobre ella iluminando la escena de una fosforescencia cada vez más incandescente. Mientras la fascinación de los destellos hería los ojos cuyos párpados ya no se cerrarían más, recordó que esa mañana, al mirar la apretada agenda que le esperaba había pensado lo bien que le vendrían unas buenas vacaciones.

Johnny Birman tomó a la mujer de las manos, y casi con delicadeza, la arrastró hacia la puerta que daba al pasillo. Abrió la puerta, se asomó y oteando, corrió hacia la siguiente. Buscando, husmeando, escuchó voces detrás del vidrio que daba a la sala de espera. Los lobos, los lobos, dijo entre dientes cuando tomó el pestillo para abrir. No, se dijo, esto quedará para después. Y cerró con llave la puerta que conectaba los ambientes.

Abrió otra puerta silenciosamente. Adentro, una música ambiental dejaba oír timbales y bronces. Odio Vangelis, dijo apretando los dientes.

La doctora Mayra Sinekópolus estaba de espaldas rodeada de redomas, muestras organizadamente clasificadas, tubos de ensayo, jeringuillas descartables y monitores encendidos en los que bailaban números, cifras y signos ininteligibles. En el aire del laboratorio se olía la eficiencia de los asépticos cuidados que la investigadora ponía en la tarea.

El hombre caminó sigilosamente hacia la desprevenida víctima.

Un movimiento a la espalda alertó a la mujer e hizo que se incorporara un poco para volverse contrariada. Había dado orden de que no la molestaran. Pero no alcanzó a voltearse del todo. Una mano poderosa le tomó la cabeza. Un brillo apareció ante los ojos al tiempo que sentía un frío de hielo penetrando en la garganta. Trastabilló aturdida, se puso de pie y quiso decir algo pero no pudo pronunciar una palabra. Se llevó las manos a la garganta mientras caía en la cuenta de que una enorme herida arrojaba demasiada sangre. Cayó con los ojos abiertos. Miró estupefacta al desconocido que sonreía con cierto aire de picardía mientras se agachaba hacia ella asestando una y otra vez cuchilladas en el pecho.

Mayra quedó en el suelo, mirando cómo el reguero de sangre que se escapaba de ella se escurría por las baldosas del impecable laboratorio.

El hombre se incorporó en medio de ese charco que crecía, pasó sobre él y con paso lento se dirigió hacia la habitación donde estaba Doreen McDouglas. Tomó el cuerpo exánime de la joven y arrastrándolo, comenzó a llevarlo hacia el laboratorio.

Estaba en medio del pasillo cuando una sombra se proyectó detrás del vidrio de la sala de espera. Y unos golpes enérgicos hicieron que se detuviera.

—Señorita… señorita… —decía una voz de mujer.

¿Sí?, contestó Johnny Birman desde adentro.

—Voy a tener que presentar una queja… Es imposible esperar tanto tiempo para que la atiendan a una… Solo quiero un turno, un miserable turno para un análisis…

Pase, le contestó una amable voz de hombre.

Rosalind Chester se enderezó mejor y pensó que el que no llora no mama. En los setenta años de vida que tenía, siempre fue reconocida por la firmeza de carácter. La puerta se abrió lentamente delante de ella. Con pose altiva dio unos pasos hacia el pasillo. No se percató que la puerta volvía a cerrarse tras de sí. Un gesto de horror comenzó a formársele en el rostro cuando sintió un golpe muy fuerte en la cabeza.

La elegante mujer cayó de bruces, desmayada.

Entonces el hombre completó el traslado del cuerpo de Doreen, a quien dejó junto al cuerpo de la doctora Sinekópolus. Hasta allí llevó a la exánime Rosalind Chester, que entreabriendo los ojos, con el terror pintado en ellos, alcanzó a ver a un hombre que arrojaba tubos de ensayo, muestras y elementos que había en la mesada, como buscando algo. La mujer continuó con los ojos entrecerrados, espiándolo.

El individuo se volvía, rebuscaba entre los frascos. Se movía liviano entre los cuerpos de las tres mujeres. Lo perdió de vista. Pasaron unos instantes hasta que un intenso olor le hizo abrir los ojos. Vio con horror que él rociaba los cuerpos de las otras dos mujeres con algo. Quiso incorporarse, presa del pánico. Debía huir de esa demoníaca situación. Pero Johnny Birman le asestó dos feroces patadas en pecho y estómago. Casi sin aire, sintió cómo ese líquido de fuego caía sobre ella y entraba por la boca llegando a las entrañas.

≈≈≈

La hija de Rosalind Chester llegó hasta la sala de espera. Había salido de la consulta con el médico clínico e iba en busca de la madre, Rosalind, que se adelantara a buscar un turno con la doctora Sinekópolus.

Le extrañó no verla en la sala. Era hora del almuerzo. Los empleados solían tomarse unos minutos para merendar. ¿Dónde se habría metido la madre? Conociéndola como la conocía, la imaginó charlando con alguien que comería un sándwich mientras le daba el turno. La madre era una de esas personas siempre activa, exultante. Le había costado mucho que se decidiera a hacerse un control. Siempre se jactaba de haber llegado a los setenta años sin tomar medicación alguna. La cabeza siempre fresca es lo que cuenta, decía enfática. En la familia todos eran centenarios, tendrían que aguantarla mucho todavía.

De todos modos, le preocupó no verla.

Se dirigió hacia la puerta de acceso al interior, y cuando ésta se abrió, un joven rubio cerró con llave.

—Perdone, joven… —dijo Karen Chester.

El muchacho se volvió y le ofreció una resplandeciente sonrisa.

—Disculpe, pero estoy buscando a mi madre. Vino hacia acá en busca de un turno. ¿No sabe usted si adentro hay alguna persona?

—No lo sé, señorita… Tendrá que averiguarlo por usted misma. —el joven sacudió las llaves ante las narices de Karen, y emprendiendo la salida agregó:

—Tal vez se la comió el lobo…

—¿Qué?

Con una carcajada, el muchacho se fue y Karen vio como aquella refulgente melena se perdía entre la gente, mientras perpleja, se preguntaba qué había sido aquello.

Dos

El escritorio de Ana Reyes dejaba siempre mucho que desear. De todos modos, la gente de la limpieza sabía que jamás debía tocar los papeles, aunque tuvieran pegados un pedazo de pizza de tres días, pues ella podía tener un teléfono anotado en los lugares más inverosímiles.

Ana había llegado cinco años atrás a Toronto, escapando de una situación irrespirable en Mendoza, la tierra natal. A pesar de que había tenido la suerte —que no muchos corrían al pisar Toronto— de entrar a trabajar como periodista en un medio latino, ella no dejaba de suspirar recordando las calles mendocinas, las incomparables noches con las estrellas al alcance de la mano, los ocres intensos de los otoños amables. Y la casa, las hermanas, los libros, los amigos. No terminaba de adaptarse. Trabajaba con ahínco y responsabilidad, pero no dejaba de soñar con aquel mundo abandonado. Al terminar cada jornada corría a la casa, a encerrarse con los libros, las pinturas y Rizo, el gato siamés, lo que le daba un aire de persona solitaria, con algo de intolerancia y excentricidad.

Aquella mañana se dejaba estar y la redacción del diario Los soles trabajaba a pleno. Ana daba forma a un artículo sobre una serie de robos que se había producido en la zona de Lawrence y Keele, y que la policía había atribuido a “personas de supuesto origen latino”, según rezaba el parte policial. A Ana le molestaban los prejuicios. Y sabía que, aunque estaban en un país aparentemente respetuoso de los derechos de los demás, se cometían excesos que tenían que ver con la discriminación y el preconcepto.

El teléfono sonó.

—Buenos días, Los soles…

—Ana, soy yo, ¿puedes venir un instante, por favor?

Claro que sí, Marcos, que allá iba, le respondió.

Marcos Aguirre era el editor en jefe de Los soles. Ana se entendía bien con él. Ambos se respetaban, y hacían el trabajo cuidando no invadir espacios ajenos. A ella le caía bien el jefe, que había llegado veinte años atrás a Toronto, con un master en periodismo que tuvo que guardar en un cajón para realizar trabajos que tenían que ver más con la subsistencia que con la capacidad intelectual. Aguirre se jactaba de haber limpiado pisos y envuelto pan mientras se adaptaba al nuevo sistema. Bien pronto había entrado a trabajar en una planta impresora de Toronto Group Press como ayudante. El viejo magnate Dan Anguzzi le había echado el ojo, apostando a la dedicación. Anguzzi había hecho fortuna cincuenta años atrás, cuando la corriente inmigratoria italiana llegó a Canadá luego de la Segunda Guerra. Aquellos italianos bien pronto necesitaron de un medio de comunicación en el propio idioma y el padre de Anguzzi había sido un pionero. Dan, más canadiense que italiano, había heredado aquella vocación y con una visión más moderna que la del padre había hecho crecer las arcas familiares, que llegaron a ser propietarias de varias radios, un canal, un diario y periódicos comunales en el idioma del Dante. Pero ya aquellos italianos trabajadores y rudimentarios se habían afincado formando familias canadienses con hijos canadienses que muy poco tenían que ver con el idioma de los abuelos y los padres. La comunidad italiana, pujante y poderosa, con representación en el mismo Parlamento, empero, se sabía en decreciente fase, languideciendo por falta de sangre nueva. Anguzzi se alertó de eso: había que intentar nuevos horizontes. A instancias del propio Aguirre, fijó los ojos en la nueva corriente hispana que llegaba a Canadá en forma creciente, dejando atrás gobiernos corruptos, inseguridad y falta de trabajo, cuando no, horror y muertes. El italiano aceptó la propuesta del joven de poner un medio gráfico en español. Y no se había equivocado, pues Los soles se había convertido bien pronto en el diario de mayor prestigio y tiraje en esa lengua. El magnate sabía que Marcos Aguirre era quien se llevaba los laureles en estos logros, por lo que lo había convertido en la mano derecha con todas las responsabilidades y prebendas que ello significaba.

Ana golpeó la puerta del editor en jefe, esperó unos instantes. La vibrante voz de Marcos Aguirre la instó a pasar.

El hombre, impecablemente vestido con un traje de Gucci color verde humo y una corbata al tono con la firma muy clara de Versace, se levantó al verla y vino al encuentro con los brazos extendidos y una sonrisa franca en el rostro. El apretado beso en ambas mejillas dejó a Ana una fuerte reminiscencia al perfume importado que siempre flotaba alrededor del hombre.

—Ana querida, ¿cómo estás?

—Bien, bien, ¿por qué lo preguntas? ¿Existe alguna razón en especial?

Ana escapaba siempre de las actitudes paternalistas. Se autodenominaba a sí misma una sentimental vergonzante y hacía gala de la distancia que gustaba establecer en las relaciones. Marcos lo sabía, por eso, prestamente aclaró sonriendo a la defensiva:

—No, ninguna, ninguna… ¿Cómo anda tu material de los robos?

—Bien, estoy terminando ya la nota.

—Me gustaría verla antes de que la mandes a Editorial.

Ana arrugó el ceño. Sabía lo que eso significaba. Ella no tenía necesidad de que nadie autorizara los materiales ya que era la jefa de esa sección. La mecánica habitual era concluir el texto y ponerlo en página en la red con las fotos si las hubiera, en Editorial propiamente dicho. Se preparó: Marcos no se atrevería a pedirle que suavizara los embates contra la policía.

—No pretenderás… —comenzó a decir.

—No te preocupes, solo quiero verlo, Ana querida.

Cuando él decía Ana querida, era que el río sonaba.

—Está bien. Enseguida te lo paso para que lo veas. Aunque desde ya te digo: no aceptaré una sola coma cambiada.

Marcos Aguirre iba a contestar e inmediatamente sonó el teléfono del escritorio. Movió la cabeza como ante una criatura caprichosa. Ana se aprestó a salir para dejarlo con una conversación privada y un ademán de Marcos la detuvo.

—Hola, sí, habla Marcos Aguirre… ¿Dónde? —Escribió en un papel—Inmediatamente salimos para allá…

Colgó el teléfono y le pasó el papel a Ana.

—Triple asesinato. En el Central Hospital. Una masacre.

Tres

Cuando llegó Sam Kolstack, solo Reynolds, un agente del servicio de patrullaje callejero que escuchara el aviso por la radio y era quien se encontraba más cerca, había encontrado los cadáveres. El jovencito, pálido aún por lo que había visto, se había apostado en la puerta de los consultorios impidiendo que alguien traspusiera siquiera a la sala de espera.

Con Kolstack venían los detectives Rossie Chedar y Walter Simmons.

Qué tenemos aquí, dijo el jefe avanzando sin detenerse a saludar siquiera mientras lo seguía casi corriendo, Reynolds daba las novedades.

—Estaba yo patrullando calle Jane…

—Ahórreme detalles que no necesito, agente.

—Sí señor: son tres víctimas.

—¿Quién es la mujer que lloraba a la entrada? —dijo Kolstack poniéndose los guantes.

—Creo que la hija de una de las víctimas, señor. Vio salir a alguien de acá hace unos minutos.

—Rossie, encárgate de que no hable con nadie. Acordone el área, Simmons… Que la detective Wingram se haga cargo de la mujer —dijo Kolstack mientras trasponía la puerta de acceso al interior—. Cuando lleguen los forenses, me avisa.

Como cada vez que se presentaba el caso de revisar la escena de un crimen, el detective sintió que una comezón le recorría cada uno de los terminales nerviosos. No pasar nada por alto, mirar todo varias veces, cualquier nimiedad podía constituir una clave. El pasillo unía varias habitaciones que parecían ser consultorios. En el aire se percibía un cargado e intenso olor a vinagre picante.

Santo cielo, dijo Rossie. Kolstack la miró sin decir nada, pero ella bien sabía que luego él comentaría la expresión usada. Tratando de no pisar la sangre, el hombre siguió el rastro y entró.

Nunca se acostumbraría a esto pensó mientras sentía que las tripas podrían jugarle una mala pasada. La escena era dantesca. Las tres mujeres parecían un amasijo rojo de sangre que aún burbujeaba, lo que le indicó que no había pasado mucho tiempo desde que semejante atrocidad se había cometido.

El detective se inclinó para observar de cerca los cuerpos desgonzados de las mujeres cuyos rostros eran una masa informe. Del grupo se desprendía más nítidamente aquel extraño olor.

—¿Qué carajo huele así? —dijo mareado por el intenso reflujo que manaba de esos cuerpos.

—Parece vinagre —contestó Simmons.

—Pero por lo que parece estas mujeres no preparaban ensalada alguna mientras alguien las cosió a puñaladas —replicó Kolstack buscando detalles junto a los cuerpos.

Dos de las mujeres, una con bata de laboratorio, presentaban cortes en diferentes partes del cuerpo y tenían laceraciones y quemaduras en el rostro y en las ropas. En la otra, ostensiblemente mayor, la boca y los párpados prácticamente no existían, carcomidos por alguna sustancia que bañaba los cuerpos y que era lo que olía como mil demonios.

Algo en aquella cabeza que comenzaba a deformarse por la hinchazón producida por el tejido quemado, le hizo acercarse aún más. Una especie de crujido, una clase de suspiro salió expelido del agujero negro donde antes había estado la boca.

Kolstack se levantó de un salto.

—¡Por mil demonios! ¡Está viva!

Simmons se hizo cargo de la emergencia y llamó a gritos por ayuda. A los tres minutos entraban el médico y dos camilleros.

—Cuidado dónde pisan… —alertó con rudeza Kolstack de nuevo en cuclillas ante los cuerpos.

Tanto a Rossie como a los demás integrantes del Departamento de Investigaciones de la Policía de Toronto, les admiraba ver en acción al energético jefe Kolstack, conocido por la fama de investigador feroz y encarnizado. A la detective le encantaba ver ese enorme corpachón convertirse en una clase de animal en acecho, perder referencias humanas y olfatear como una bestia en celo, mirar viendo cosas que nadie podía naturalmente percibir, rugiendo en vez de hablar. La presencia de sangre era el estímulo necesario para poner en marcha una instintiva y clásica capacidad deductiva y la química de este proceso hacía que Sam Kolstack hiciera gala de un humor de los mil demonios mientras duraba la investigación, pues el mundo bien podía caerse a pedazos sin que le importara. A partir del momento en que las terminales sensoriales del hombrón captaban los restos en el aire de la adrenalina que había soltado un asesino, solo cabían en el mundo él y el otro. Y uno de los dos sobraba.

Mientras entraban la camilla y procedían a llevarse a cabo las primeras atenciones a Rosalind Chester, los técnicos en levantamiento de huellas ya trabajaban a pleno, mientras Kolstack se paseaba por la estancia retratando detalles y elementos a tener en cuenta.

El laboratorio de análisis de la doctora Mayra Sinekópolus se componía de dos habitaciones conjuntas separadas por una pared incompleta que hacía las veces de biombo. La buena ventilación le hizo pensar a Kolstack que no había pasado mucho desde que el asesino había estado allí, de otro modo, el persistente olor avinagrado no sería aún tan fuerte. Hendió el aire adelantando la nariz, como un animal en celo, para captar el olor de la bestia que había hecho aquello. Se quedó un instante como congelado mirándolo todo.

En la primera de las habitaciones, recordó, había visto un escritorio, sillones, sillas, mesas pequeñas, organizadores de oficina. También vio un dispensador de agua para beber, un archivo de pie y un par de computadoras.

En la segunda sala estaba el laboratorio propiamente dicho. Sobre la mesada había carteles indicadores de las áreas de clínica general, Bacteriología, Virología y Serología. Un cierto orden preestablecido de quien manejaba aquello, que intentaba mantener la independencia entre los sectores.

—Organización —dijo el detective mientras escribía en una diminuta libreta de tapas blandas.

En esta estancia más grande que la anterior, había mesadas separadas por pasillos estrechos y una gran mesa central. Sobre las mesadas observó instrumentos de medición o de calibración además de una campana de protección biológica con guantes para trabajar en el interior.

Los aparatos de calibración o precisión como micro balanzas y espectro fotógrafos, servían para determinar pequeñísimas cantidades de material biológico, cuyas concentraciones podían leerse en una ventanilla de dígitos amarillos fluorescentes.

—Estas son micro balanzas, cajas de vidrio y metal con un solo plato o bandeja donde se coloca la muestra y un lector digital dice lo que pesa —escuchó que le decía Simmons desde atrás.

Kolstack miró sobre el hombro, con la cara pegada al aparato.

—Simmons, Simmons, sigue usted asombrando al departamento… —dijo con sorna.

—Perdone, jefe, pero es que la química fue siempre mi debilidad —respondió el joven sonriendo apenas.

—No se disculpe, muchacho, siga conmigo, explíqueme qué es toda esta parafernalia de vidrios y máquinas infernales con olores non sanctos.

El material de vidrio que se podía encontrar allí era gradillas con tubos de ensayos pequeños y grandes, frascos con pipetas de diferentes medidas (elementos de medición), micro pipetas calibradas y de calibración variable, explicó el joven investigador, mientras denominaba cada uno de los objetos y elementos que el laboratorio ofrecía. Frascos con portaobjetos en solución antiséptica, frascos de precipitados con varillas de vidrio, tubos de vidrio y de goma para aspiración, Erlenmeyers y matraces con soluciones preparadas, botellas de reactivos, pipetas de agua, esas botellas gorditas con agua destiladas, y frascos de cuello ancho para drogas sólidas, cajas de Petri, etc.

—Vaya, vaya, cuántas cosas que aún no sé… —respiró ruidosamente Kolstack.

—El ácido acético tiene que venir en unas botellas de plástico o vidrio por un litro o menos… —dijo Simmons.

—¿Ácido acético?, ¿qué es eso?

—Es lo que se huele en el aire y que empapó a las víctimas…

El detective en jefe se ensimismó.

—Ácido acético… —el detective se rascó la barbilla.

—Sí, jefe, ácido. Ese vinagre ardiente que quemó las caras de las víctimas…

—Interesante dato, Simmons. Ácido. Quiere decir que el asesino sabía lo que hacía…

El no hubiera hecho más que una ensalada con ese vinagre. Pero esto no lo dijo: lo pensó.

Cuatro

Ana llegó al hospital luego de sortear un tránsito infernal que los demoró más de lo previsto. La acompañaba Michael Cicconi, el fotógrafo con el que ella trabajaba personalmente.

Michael era el compañero ideal para el trabajo que Ana realizaba en la Sección Policiales del diario, lleno de sorpresas, imprevistos y por qué no, corazonadas de ella que solo él entendía e interpretaba. Manso y callado, dueño de una especie de ostracismo que lo separaba de los demás, Michael se soltaba y hablaba solamente con ella. Como todo fotógrafo de diario, llevaba escondido dentro de él un artista, por lo que las fotografías siempre destacaban por los sorprendentes claroscuros logrados, por el exacto momento en que captaba los gestos y por la alta profesionalidad que se desprendía de ellas. Las fotografías de Michael eran el otro cincuenta por ciento que hacía de las notas un verdadero éxito y la mayoría de las veces ocupaban un buen lugar en la primera plana.

Entre ellos las consignas eran claras. Cargados de la misma dosis de adrenalina, la necesaria para buscar lo justo y desechar lo que no hace falta, al llegar al lugar de la nota, cada uno partía a buscar lo suyo: Ana, al o a los entrevistados, testigos, autoridades a cargo, y Michael, a sacar jugo de las primeras escenas, siempre expresivas y plenas de emociones. Luego, pasados los momentos, Michael se acercaba a Ana y entre los dos completaban las tomas que fueran necesarias.

De modo que en cuanto el remís los dejó en la esquina del hospital, cada uno salió disparado a realizar el trabajo.

Numerosos coches patrulla impedían el estacionamiento y el lugar ya se hallaba acordonado correspondientemente. La gente se arremolinaba contra las cintas amarillas, ávida por presenciar, por saber, por mecerse en emociones de violencia. Las cosas siempre suceden en las películas. Hoy me toca a mí, yo estoy acá, cerca de la historia viva, puedo oler la sangre fresca y si tengo suerte, hasta saldré en una fotografía en el diario o en la televisión. Adiós anonimato.

Ana fue decidida al encuentro del primer agente de policía que vio custodiando la puerta. Con la credencial en la mano, preguntó por el oficial a cargo. El joven agente sonrió de lado, ensayando una ferocidad que no sentía, y espetó:

—El jefe detective a cargo es Kolstack.

Cristo, pensó ella, solo eso le faltaba. Kolstack era un pesado que pocas veces accedía a hablar con la prensa.

—¿Cuántas son las víctimas? —aventuró Ana.

—No puedo dar información, señorita, lo lamento, y le ruego que se retire unos pasos para permitir que la gente haga su trabajo.

Yo también hago mi trabajo, pensó ella, al tiempo que encendía el rostro en una sonrisa que deslumbró al jovencito uniformado. Y vaya si lo haré.

En ese momento, se abrió la puerta y salió una camilla con Rosalind Chester con una mascarilla en el rostro. Ana no alcanzó a ver bien de qué se trataba, pues los hombres que transportaban a la mujer corrieron hacia la ambulancia que ya esperaba con la puerta abierta y el motor en marcha. Solo vio un brazo totalmente lacerado, que en un momento dado, se escapó de la blanca manta que cubría el cuerpo, y se meció como indicando un final imprevisto e ineluctable.

—Es una de las tres mujeres que encontraron juntas —escuchó a alguien que desde el anónimo grupo comentaba.

Mientras la ambulancia arrancaba y los oficiales cuidaban que la gente no se abalanzara ávida e irresponsable, Ana se decidió. En una cuestión de minutos aprovechó para colarse por la puerta y entrar. Cuando estuvo adentro, escuchó la voz de trueno de Kolstack dando órdenes. El horno no estaba para bollos. Si la veía ahí, ardería Troya. Subrepticiamente se metió en la primera habitación y cerró la puerta tras de ella.

Aquello debía ser la secretaría de admisión de los consultorios. Un pequeño escritorio, papeles, un teléfono, papeles. Rodeó el escritorio dispuesta a sentarse para esperar un momento oportuno para salir y vio a la joven, escondida tras el mueble, lejos de la vista de quien abriera la puerta.

Morena, delgada, no debía tener más de veinticinco años. Debió haber sido linda y agradable de no ser por la expresión de terror que aún permanecía en los ojos muy abiertos quién sabe a qué. El cabello, ensortijado y negrísimo, se pegoteaba en el lago de sangre oscura que había fluido de la garganta abierta de lado a lado. La boca estaba abierta en un grito que seguramente no había alcanzado a soltar.

Ana reprimió un grito. Se cubrió la boca con la mano y salió casi disparada hacia la puerta. Cuando la abrió, pasaba en ese momento Kolstack acompañado de otros dos oficiales. El detective iba hablando mientras los demás tomaban notas.

—Quiero inmediatamente sobre mi escritorio, el levantamiento de las huellas que puedan encontrarse y el informe del forense. Para esta tarde misma. Guardia permanente. No dejen acercarse a los curiosos. Me voy al hospital a ver a la mujer. Por Dios que encontraré al desgraciado que despanzurró a estas tres mujeres.

—Cuatro.

El grupo se detuvo en seco y se dio vuelta. Kolstack fulminó con la mirada a Ana, que se encogió ante el hombrón enfurecido por la intromisión.

—¿Qué ha dicho usted?

—Que si en algún lado hay tres, las mujeres asesinadas son cuatro. Porque en esta habitación hay otra más…

Cinco

La sala de espera del Central Hospital de Toronto estaba atestada. Flor Chávez llegó alrededor de las siete de la mañana en busca de un médico que atendiera a la hija. Había esperado toda la noche que la niña se mejorara, pero a pesar de los esfuerzos, la fiebre no había bajado y los vómitos se hicieron más persistentes.

La familia Chávez había llegado a Canadá escapando de las calles inseguras de El Salvador. En calidad de refugiados se habían establecido en Toronto, el Paraíso del año 2000. Canadá había abierto las puertas a la inmigración, consciente de que necesitaba de esta para desarrollar y explotar el extenso territorio. Así llegaron y seguían llegando, miles de latinoamericanos, mano de obra barata en los países, mano de obra barata en los países desarrollados.

Como los Chávez, un alto porcentaje de los extranjeros que llegaban a Canadá, lo hacía escapando de países envueltos en guerras fratricidas, en pobreza extrema, en inseguridad y en persecuciones ideológicas y políticas. De este modo, el gran friso de extranjerizad que caminaba a diario especialmente por las calles de Toronto, ostentaba un multiculturalismo llegado desde los países más desprotegidos de Asia, África, Europa y América latina. En el 2001 habían entrado a Canadá más de cuarenta y un mil refugiados provenientes de distintas partes del mundo. Y se presumía que el 2002 sobrepasaría esas cifras.

Los Chávez no escapaban a la regla. La familia estaba compuesta por los padres y dos hijos, de doce y cuatro años. El padre hacía tareas de limpieza en un condominio, trabajo por el que le pagaban diez dólares con noventa y cinco la hora. Trabajaba entre ocho y diez horas, con lo que apenas alcanzaba para pagar el alquiler del departamento en el que vivían como no habían vivido nunca en El Salvador. Por ello Flor, la esposa, tenía un part-time en un restaurante en el que, durante las horas de la mañana ayudaba en la cocina. Los hijos acudían a la escuela estatal donde no les faltaban útiles ni libros. La inserción se estaba produciendo lentamente y los Chávez estaban más que agradecidos de haber elegido a Canadá como un sitio donde desarrollarse y lograr un futuro para los pequeños y para ellos mismos. Aunque para eso hubiera que dejar un poco de ser ellos mismos, pero la mayoría de los llegados desde los mil rincones de una América empobrecida y maltratada no pensara demasiado en eso. Al menos en voz alta.

Jacqueline había comenzado con dolores de cabeza y diarrea unos días atrás. Tés de granada y analgésicos no la habían calmado. Y cuando la fiebre subió sin dar un solo indicio de que bajaría, Flor decidió que el hospital sería lo más conveniente para averiguar.

Con los papeles de identificación entregados por el Departamento de Inmigración de Canadá a los refugiados se les provee, entre otras cosas, de una libre atención médica. Un médico de cabecera atendía a los Chávez, pero para consultarlo, debían solicitar un turno con suficiente antelación por lo que Flor decidió que Jacqueline no podría esperar tres o más días para que la viera algún facultativo.

Flor dejó a la hija sentada en la sala de espera mientras ella presentaba los papeles en administración. Le dijeron que esperara pues el médico estaba atendiendo una urgencia. Y lo de mi hija no lo es, se preguntó mientras acomodaba la cabeza adormilada de la niña sobre el regazo. En este país, con un escaso inglés y con la sensación de que sin duda alguna era una persona diferente de las demás, la mujercita había aprendido a callar la mayoría de las veces lo que pensaba. A veces es mejor parecer tonta que maleducada, solía decirle a la hija, que había heredado de la madre un carácter dulce y silencioso.

Cuando escuchó que la llamaban le costó levantar a la niña de la silla. Y en cuanto caminaron unos pasos, un vómito en chorro sacudió el cuerpo de la jovencita. Ayudada por una enfermera que la miró con un aire de reconvención, madre e hija entraron al consultorio donde una joven médica de guardia esperaba haciendo unas anotaciones que, dedujo la madre, no tenían nada que ver con ellas, pues no había levantado la vista siquiera cuando se cerró la puerta tras ellas.

La revisación duró un largo rato. En dos oportunidades la niña vomitó y no colaboró mucho con el interrogatorio, que fue respondido por la madre con aprensión. Cuando la médica levantó la remera de Jacqueline para auscultarla, observó una serie interminable de puntitos rojos que cubrían el pecho y la espalda.

—Vamos a tener que dejarla internada —dijo y levantó el teléfono.

—¿Internarla? ¿Cómo, por qué?

Un ademán de la facultativa le indicó que se callara pues ella estaba hablando por teléfono.

—Páseme con el doctor Romero, por favor…

Luego de unos minutos, mientras escribía en la ficha de admisión de Jacqueline, la médica le explicó en confusas palabras a quien la había atendido:

—… vómitos, diarrea, letargia, petequias. El pulso está acelerado y la presión es muy baja. Está semiinconsciente, tiene dolor abdominal a la presión, fotofobia y la rigidez del cuello es incipiente pero se está instalando. Me gustaría que me ayudara en la internación, doctor, es la primera vez que veo un cuadro tan agudo.

Flor se estremeció. No entendía casi nada, pero todas esas palabras indicaban que Jacqueline estaba mal. ¿Cuándo había sucedido eso, cómo había pasado sin que ella se percatara?

—Tome, señora, lleve esto a Admisión… Quedará internada, hay que tratarla en forma urgente.

Le extendió un papel que la mujer tomó con mano temblorosa. Mientras corría a hacer el trámite, Flor alcanzó a leer, debajo del nombre de Jacqueline, algo que no entendió: “Shock séptico”.

≈≈≈

La doctora Fran Stevenson era la jefa de la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital. Hacía años que había ganado por concurso ese cargo que la hacía participar como miembro activo de las reuniones del Consejo Directivo del centro hospitalario, en las que participaba en calidad de consultora del Departamento de Epidemiología y Estadísticas.

La Unidad de Cuidados Intensivos era la sección dentro del hospital que se encargaba de la contención y tratamiento de los casos críticos, aquéllos que tienen riesgo de muerte, es decir los que presentan compromisos cardiorrespiratorios, fallos agudos multisistémicos (renales, hepáticos, encefálicos, cardíacos), con o sin trastorno de conciencia, es decir, con diferentes grados de coma. En una habitación con aireación filtrada permanente para evitar el paso de microorganismos desde el exterior a la misma, se realizaba el monitoreo de signos vitales en forma constante, imposible de aplicar en una espacio común o compartido. El paciente generalmente en este tipo de internación, no puede respirar ni alimentarse por sí mismo, por lo que la respiración es asistida y la alimentación siempre se realiza por medio de fluidos. En estos sitios, el paciente se encuentra a expensas del tratamiento, por lo que el manejo de las emergencias es mucho más fácil de realizar.

La doctora Stevenson era endocrinóloga de formación y había hecho un master en Salud Pública. Le interesaba todo lo que tuviera que ver con saneamiento básico y ambiental, políticas de atención médica, atención primaria en salud, demografía, epidemiología y estadística, en el contexto nacional para el establecimiento de estrategias y políticas de Salud Pública. Estaba siempre informada sobre las últimas directivas de la OMS, Organización Mundial de la Salud, por eso conocía al dedillo los movimientos del piso de terapia intensiva, con el giro de camas al día, entrada y salida de pacientes, cifras de morbimortalidad, es decir, enfermedad y muerte. Lamentablemente, la unidad de cuidados intensivos tenía un alto índice de mortalidad, ya que la mayoría allí los pacientes entablaban una lucha con pocas probabilidades de salir con vida de la contienda.

Fran Stevenson era una mujer madura, de estatura media, cabello semicrespo cortado carré. De una elegancia innata, el mayor atractivo eran los ojos grises que transmitían la firmeza de carácter que la hacía conocida por todos en el hospital.

Aquella mañana se había levantado dispuesta a hacer corta la jornada laboral. El cuerpo pedía a gritos un par de horas en el baño sauna y un paseo por el Eaton Center a ver si conseguía algo para ponerse para asistir a la velada que daría William Cook. Miró el reloj y se percató que la revista de sala estaba por comenzar. Se puso la bata blanca y salió.

Las instalaciones del piso se presentaban como siempre impecables, oliendo a desinfectante. Del ojo crítico de la directora jamás escapaba nada y todos sabían que las normas de asepsia eran de rigurosa aplicación, pues los pacientes que allí ingresaban lo hacían en estado crítico. Impedir las infecciones intrahospitalarias eran casi una obsesión para ella.

En los pasillos no había familiares ni visitas. El acceso a los enfermos era restringido y se realizaba con todas las medidas de higiene que exigían los centros de alta complejidad como aquél. Los enfermos de ese piso, por el estado delicado que atravesaban, eran susceptibles a contagios de agentes oportunistas o microorganismos que, aprovechando la baja de defensas del enfermo, producen la infección que complica el cuadro. De allí la necesidad de que toda persona que se acerque a ese tipo de enfermo, deba usar barbijo, gorro, guantes y ropas especiales y descartables.

Estaba por comenzar la recorrida cuando el doctor Romero, médico residente del piso se le reunió presuroso.

—Buen día, doctor Romero, ¿cómo está usted?

—Buen día, jefa. Necesito que vea a una pacientita, ya mismo, por favor…

—¿Un nuevo ingreso?

—Sí, una niña de doce años. Acaban de ingresarla.

—Pero, doctor Romero, comenzamos la revista, ¿no puede esperar a que llegue hasta esa cama?

—Creo que no, jefa. Lo siento. Pero me gustaría discutir con usted su estado. Es un shock séptico…

Fran Stevenson miró a los ojos del joven médico y se dio cuenta de la urgencia.

—Vamos para allá de inmediato. ¿Me acompañan, por favor? —dijo dirigiéndose al grupo de médicos residentes y estudiantes que constituían el grupo de la revista diaria.

≈≈≈

Jacqueline estaba ya en la cama. Había sido debidamente canalizada para posibilitar la terapia por vía endovenosa. La pequeña tenía los ojos semiabiertos y una vislumbre de temor se pintó en ellos cuando vio entrar al grupo uniformado de blanco.

Stevenson tomó la cartilla y leyó. Inclinándose sobre ella, le habló con gran dulzura.

—Hola, buenos días… ¿Cómo te llamas, preciosa?

—Yo…

Quiso decir su nombre pero una especie de nube le cerró los ojos con pesadez.

—Abre los ojos, mi niña, dime cómo te llamas. Soy la doctora Stevenson y todos estos señores son médicos. No temas nada, estamos aquí para ayudarte.

—Jac… Jacqueline… —dijo en un soplo la niña.

—Jacqueline… Qué hermoso nombre, tan hermoso como tus ojos… A ver. Jacqueline, cuéntame cómo estás…

Mientras hablaba, la mujer descubrió un poco el pecho en el que destacaban pequeñas manchas rojas diseminadas por todo el torso.

La muchachita se pasó la lengua por los labios secos. Miró a Stevenson pero la imagen se le iba deformada, se afantasmaba.

—Mi… mamá… no está, señor… No est… —y la voz se hizo apenas un murmullo que terminó en una especie de sollozo leve.

El doctor Romero la miró preocupado. La desorientación de Jacqueline se hacía más ostensible a cada minuto.

—Myrna… —llamó la doctora Stevenson.

—Sí, doctora…

—Quédese junto a la niña. Está asustada, tranquilícela.

La médica se separó de la cama y con la cartilla en la mano se dirigió al grupo.

—¿Qué le está suministrando? —preguntó a Romero en voz baja.

—Solo intenté hidratarla en forma urgente. Está pasando albúmina humana al 5% y 0.09 % de cloruro de sodio.

—¿Análisis?

—Los estamos esperando. Sangre y orina, hemocultivo cada hora, en los picos febriles, eritrosedimentación, proteína C reactiva y totales, enzimas hepáticas y fosfatasa alcalina. Además pedí un clearence de creatinina al segundo día.

—Bien hecho. Habrá que esperar los primeros resultados.

Uno de los médicos del grupo se adelantó y en voz alta, dijo:

—¿No estaría indicado pedir además gases en sangre por la gravedad del cuadro de la paciente?

—Señores… —dijo Stevenson siempre en voz baja mirando fijamente a quien había hablado y a los demás uno por uno—debo aclarar una vez más, que “la paciente” se llama Jacqueline Chávez, que tiene doce años, lo que la convierte en una niña y que está asustada. Primera regla en CI: respetar al enfermo, bajar la voz cuando se discute el estado en su presencia y no olvidar, bajo ningún concepto, cualquiera sea la edad o el estado en que se encuentre, que quien ocupa esta cama es una persona y como tal debemos respetarla.

El grupo quedó petrificado. Eran conocidas las normas de Stevenson sobre la relación médico-paciente y siempre había algún descolgado que hacía extensible al grupo de una reprimenda de la jefa. Algunas miradas de recriminación cayeron sobre el que había hablado, a quien se dirigió Stevenson cuando agregó:

—Y…, doctor, la sugerencia es correcta. Los gases en sangre ya fueron pedidos por el doctor Romero.

Indicó luego al grupo que la esperara en la primera sala para comenzar con la revista. Se volvió a Romero y le dijo:

—Esta niña está muy grave. Es un shock endotóxico agudo. Téngame informada y avíseme cuando lleguen los primeros informes.

Cuando Jacqueline se quedó sola en la sala, sintió que una pesada nube la envolvía. Ya no quiso pensar. Los ruidos del hospital fueron alejándose y la soledad y el silencio la envolvieron. Ni sintió cuando entraba en la profunda inconsciencia del coma.

Hacía exactamente una hora y cuarenta y cinco minutos que la habían internado.