Gris de campaña - Philip Kerr - E-Book
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Philip Kerr

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Beschreibung

La lucha por la supervivencia en un mundo que vive entre la maldad y el cinismo. Cansado de su vida en Cuba, en 1954 Bernie Gunther decide abandonar la isla por mar. Sin embargo, su huida no sale como esperaba y es detenido por los servicios secretos estadounidenses, que lo trasladan a una prisión alemana. Allí exigen su colaboración para poder atrapar a un poderoso comunista de la joven Alemania Oriental: Erich Mielke.

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Título original inglés: Field Grey

© ThynKER Ltd., 2010.

© Traducción de Alberto Coscarelli, 2011.

© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

OEBO127

ISBN: 978-84-9006-026-1

Composición digital: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

Cita

1. Cuba, 1954

2. Cuba, 1954

3. Cuba y Nueva York, 1954

4. Nueva York, 1954

5. Alemania, 1954

6. Minsk, 1941

7. Minsk, 1941

8. Alemania, 1954

9. Alemania, 1954

10. Alemania, 1954

11. Alemania, 1931

12. Alemania, 1931

13. Alemania, 1954

14. Alemania, 1954

15. Alemania, 1940

16. Francia, 1940

17. Francia, 1940

18. Francia, 1940

19. Francia 1940

20. Francia, 1940

21. Alemania, 1954

22. Francia, 1940

23. Alemania, 1954

24. Alemania y Rusia, 1945-1946

25. Alemania, 1946

26. Alemania, 1954

27. Francia, 1954

28. Francia y Alemania, 1954

29. Alemania, 1946

30. Alemania, 1954

31. Alemania, 1954

32. Alemania, 1954

33. Alemania, 1954

34. Alemania, 1954

35. Alemania, 1954

36. Alemania, 1954

37. Berlín, 1954

38. Berlín, 1954

39. Berlín, 1954

40. Berlín, 1954

Nota del autor

Notas

«No me gusta Ike.»

Graham Greene, El americano impasible

1Cuba, 1954

—Aquel inglés que está con Ernestina —dijo ella, con la mirada puesta en la lujosa sala—. Me recuerda a usted, señor Hausner.

Doña Marina me conocía tan bien como cualquiera en Cuba, quizá mejor, dado que nuestra relación estaba fundada en algo más sólido que la simple amistad: doña Marina era la propietaria del mejor y mayor prostíbulo de La Habana.

El inglés era alto, con los hombros redondeados, los ojos azul claro y una expresión lúgubre. Vestía una camisa azul de lino con manga corta, pantalones grises de algodón y zapatos negros bien lustrados. Tenía la impresión de haberlo visto antes, en el Floridita o quizás en el vestíbulo del Hotel Nacional, pero apenas lo miré. Le había prestado más atención a la nueva y casi desnuda chica sentada en el regazo del inglés, que, de cuando en cuando, le quitaba el cigarrillo de la boca para dar una calada mientras él se entretenía sopesando sus enormes pechos en las manos, como si juzgara la madurez de dos pomelos.

—¿En qué sentido? —pregunté, y me apresuré a mirarme en el gran espejo colgado en la pared, intrigado por saber si en realidad había algún parecido entre nosotros aparte de nuestro aprecio por los pechos de Ernestina y los grandes pezones oscuros que los adornaban como lapas gigantes.

El rostro que me devolvió la mirada era más pesado que el del inglés, con un poco más de pelo arriba, pero también cincuentón y surcado por la vida. Tal vez doña Marina creía que era más que la experiencia de vivir lo que estaba grabado en nuestros rostros: el claroscuro de la conciencia y la complicidad quizá, como si ninguno de los dos hubiera hecho lo que debía hacer o, aún peor, como si cada uno de nosotros viviera con algún secreto culpable.

—Tienen los mismos ojos —respondió doña Marina.

—Ah, quiere decir que son azules —dije, a sabiendas de que probablemente no se refería a eso en absoluto.

—No, no es eso. Es sólo que usted y el señor Greene miran a las personas de cierta manera. Como si trataran de mirar dentro de ellas. Como un espiritista. O quizá como un policía. Los dos tienen unos ojos muy penetrantes que parecen mirar a través de las personas. En realidad resulta muy intimidatorio.

Resultaba difícil imaginar a doña Marina intimidada por algo o por alguien. Siempre estaba tan relajada como una iguana en una roca calentada por el sol.

—¿El señor Greene, eh? —No me extrañó que doña Marina lo llamara por su nombre. Casa Marina no era la clase de lugar donde te sentías obligado a utilizar un nombre falso. Necesitabas una referencia sólo para poder cruzar la puerta principal—. Quizá sea policía. Con unos pies tan grandes, no me sorprendería lo más mínimo.

—Es escritor.

—¿Qué clase de escritor?

—Novelas. Aventuras del Oeste, creo. Me dijo que escribe con el seudónimo de Buck Dexter.

—Nunca lo había oído mencionar. ¿Vive en Cuba?

—No, vive en Londres. Pero siempre nos visita cuando está en La Habana.

—Un viajero, ¿no?

—Sí. Al parecer, esta vez va camino de Haití. —Ella sonrió—. ¿Ahora no ve el parecido?

—No, en realidad no —respondí con firmeza, y me alegré cuando ella pareció cambiar de tema.

—¿Qué tal le fue hoy con Omara?

—Bien —asentí.

—A usted le gusta, ¿no?

—Mucho.

—Es de Santiago —dijo doña Marina, como si esto lo explicase todo—. Todas mis mejores chicas vienen de Santiago. Son las muchachas con más aspecto africano en Cuba. A los hombres parece gustarles.

—Yo sé que a mí sí.

—Creo que tiene algo que ver con el hecho de que, a diferencia de las mujeres blancas, las mujeres negras tienen la pelvis casi tan grande como la de un hombre. Una pelvis de antropoide. Y antes de que me pregunte cómo lo sé, le diré que he sido enfermera.

No me sorprendió saberlo. Doña Marina ponía mucho cuidado en la salud y la higiene sexual, y el personal de su casa del Malecón incluía a dos enfermeras preparadas para ocuparse de lo que hiciera falta: desde una picadura de medusa a un ataque al corazón. Había oído decir que tienes más posibilidades de sobrevivir a un infarto en Casa Marina que en la facultad de Medicina de la Universidad de La Habana.

—Santiago es un auténtico crisol —continuó ella—. Jamaicanos, haitianos, dominicanos, bahameños... Es la ciudad más caribeña de Cuba. Y es la más rebelde, por supuesto. Todas nuestras revoluciones comienzan en Santiago. Creo que es porque todas las personas que viven allí están emparentadas entre sí, de una manera u otra.

Colocó un cigarrillo en una pequeña boquilla de ámbar y lo encendió con un elegante mechero de plata.

—Por ejemplo, ¿sabía que Omara está emparentada con el hombre que se encarga de cuidar de su embarcación en Santiago?

Empezaba a ver que había algún propósito detrás de la conversación de doña Marina, porque no era sólo el señor Greene quien iba a Haití; yo también. Sólo que mi viaje se suponía que era un secreto.

—No, no lo sabía. —Miré mi reloj, pero antes de que pudiese disculparme y marcharme, doña Marina me había hecho pasar a su salón privado y me ofrecía una copa. Y pensando que quizá sería mejor escuchar lo que tenía que decirme, en vista de que había mencionado mi embarcación, respondí que tomaría un añejo.

Ella cogió una botella de ron añejo y me sirvió una copa bien grande.

—Al señor Greene también le gusta mucho nuestro ron de La Habana —comentó.

—Creo que lo mejor será que vaya al grano —señalé—. ¿No cree usted?

Así que lo hizo.

Y así fue como me vi con una muchacha en el asiento del pasajero de mi Chevrolet cuando, una semana más tarde, conducía hacia el sudoeste por la autopista central de Cuba hacia Santiago, en el extremo opuesto de la isla. La ironía de la situación no me pasó inadvertida; tratando de evitar que me chantajeara un policía secreto, me había colocado en una posición tal que una madame, mucho más lista para amenazarme abiertamente, se sintió capaz de pedirme un favor que yo no habría querido conceder: llevar conmigo a una chica desde una casa de La Habana en mi «excursión de pesca» a Haití. Era casi seguro que doña Marina conocía al teniente Quevedo y sabía que a él no le iba a gustar que yo saliese de viaje por mar; pero dudaba que ella supiese que el teniente me había amenazado con deportarme a Alemania, donde me buscaban por asesinato, a menos que aceptase espiar a Meyer Lansky, el jefe del hampa que era mi empleador. En cualquier caso, no pude hacer otra cosa que acceder a su petición, aunque podría haberme sentido mucho más feliz con mi pasajera. Melba Marrero era buscada por la policía en relación con el asesinato de un capitán de policía del precinto noveno, y había amigos de doña Marina que querían ver a Melba fuera de la isla de Cuba lo antes posible.

Melba Marrero tenía poco más de veinte años, aunque no le gustaba que nadie lo supiese. Yo suponía que quería que las personas la tomasen en serio, y tal vez ésta fuese la razón por la que había matado al capitán Balart. Pero era más probable que le hubiese matado porque estaba vinculada con los rebeldes comunistas de Castro. Tenía la piel color café, con un rostro de líneas finas, una barbilla beligerante y una mirada tormentosa en sus ojos oscuros. Llevaba el pelo cortado a la moda italiana, rizos cortos y escalonados con unos pocos rizos peinados sobre la frente. Vestía una sencilla blusa blanca, pantalones ajustados de color ante, un cinturón de cuero y guantes a juego. Tenía el aspecto de una amazona dispuesta a montar un caballo que con toda probabilidad esperaba con ansia la experiencia.

—¿Por qué no te has comprado un descapotable? —me preguntó cuando aún estábamos lejos de Santa Clara, que iba a ser nuestra primera parada—. Un descapotable es lo mejor en Cuba.

—No me gustan los descapotables. Las personas te miran más cuando conduces un descapotable. Y a mí no me gusta que me miren.

—Vaya, ¿eres un tipo tímido? ¿O es que te sientes culpable por alguna cosa?

—Ninguna de las dos. Sólo reservado.

—¿Tienes un pitillo?

—Hay un paquete en la guantera.

Pulsó el botón de la tapa con un dedo y la dejó caer delante de ella.

—Old Gold. No me gustan los Old Gold.

—No te gusta mi coche. No te gustan mis cigarrillos. ¿Qué te gusta?

—No importa.

La miré de reojo. Su boca siempre parecía estar a punto de hacer una mueca, una impresión que se veía reforzada por los fuertes dientes blancos que la llenaban. Por mucho que lo intentase, no podía imaginarme a nadie tocándola sin perder un dedo. Ella suspiró, entrelazó las manos con fuerza y las puso entre las rodillas.

—Entonces, ¿cuál es tu historia, señor Hausner?

—No tengo ninguna.

Ella se encogió de hombros.

—Son más de mil kilómetros hasta Santiago.

—Intenta leer un libro. —Sabía que ella llevaba uno.

—Quizá lo haga. —Abrió el bolso, sacó las gafas y un libro y comenzó a leer.

Al cabo de un rato pude distinguir disimuladamente el título. Estaba leyendo Cómo se templa el acero,de Nikolai Ostrovsky. Intenté no sonreír pero fue inútil.

—¿Algo te hace gracia?

Señalé el libro en su regazo.

—No me hubiese imaginado eso.

—Es sobre alguien que participó en la revolución rusa.

—Es lo que creía.

—¿Tú en qué crees?

—En muy pocas cosas.

—Eso no ayuda a nadie.

—Como si importase.

—¿No importa?

—En mi libro, el partido de pocos es siempre mejor que el partido del amor fraternal. El pueblo y el proletariado no necesitan la ayuda de nadie. Desde luego, no la tuya o la mía.

—No me lo creo.

—Oh, no lo dudo. Pero es curioso, ¿no te parece? Los dos huimos hacia Haití. Tú porque crees en algo y yo porque no creo en nada en absoluto.

—Primero creías en muy pocas cosas. Ahora en nada en absoluto. Marx y Engels tenían razón. La burguesía produce sus propios sepultureros.

Me reí.

—Al menos hemos establecido algo —añadió ella—. Que estás huyendo.

—Sí. Es mi historia. Si te interesa de verdad, es la misma historia de siempre. El holandés volador. El judío errante. Ha habido muchos viajes de por medio, de una manera u otra. Creía que aquí en Cuba estaba seguro.

—Nadie está seguro en Cuba —dijo ella—. Ya no.

—Yo estaba seguro —afirmé, sin hacerle caso—. Hasta que intenté jugar al héroe. Sólo me olvidé de una cosa. No estoy hecho de la misma pasta que los héroes. Nunca lo fui. Además, el mundo no quiere héroes. Están pasados de moda, como los dobladillos del año pasado. Lo que ahora se requiere son luchadores por la libertad e informadores. Bien, soy demasiado viejo para lo primero y demasiado escrupuloso para lo segundo.

—¿Qué pasó?

—Un pretencioso teniente de la inteligencia militar quería convertirme en su espía, sólo que había algo que no me gustaba.

—Entonces estás haciendo lo correcto —sostuvo Melba—. No hay nada deshonroso en no querer ser una espía de la policía.

—Casi haces que suene como si hiciera algo noble. No es así en absoluto.

—¿Cómo es?

—No quiero ser una moneda en el bolsillo de nadie. Ya tuve bastante de eso durante la guerra. Prefiero rodar por mi cuenta. Pero eso es sólo una parte de la razón. Espiar es peligroso. Es muy peligroso cuando existe una clara probabilidad de que te pillen. Pero me atrevería a decir que ahora tú ya lo sabes.

—¿Qué te dijo Marina de mí?

—Todo lo que necesitaba saber. Digamos que dejé de escuchar cuando dijo que habías matado a un poli. Eso puso punto final a la función. Al menos, a la mía.

—Hablas como si no lo aprobases.

—Los polis son iguales que todos los demás —dije—. Algunos buenos y otros malos. Yo también fui poli una vez. Hace mucho tiempo.

—Lo hice por la revolución —afirmó.

—Ya suponía que no lo hiciste por un coco.

—Era un hijoputa y se la tenían jurada, y yo lo hice por...

—Lo sé, lo hiciste por la revolución.

—¿No crees que Cuba necesita una revolución?

—No niego que las cosas podrían ir mejor. Pero toda revolución arde muy bien antes de convertirse en cenizas. La tuya será como todas las que ha habido antes. Te lo garantizo.

Melba sacudía su bonita cabeza pero, animado por el tema, continué hablando.

—Porque, cuando alguien habla de construir una sociedad mejor, puedes estar segura de que está planeando utilizar un par de cartuchos de dinamita.

Después de aquello, ella permaneció en silencio y yo también.

Nos detuvimos un rato en Santa Clara. A unos trescientos kilómetros al este de La Habana, era una ciudad pintoresca y sin nada destacable, con un parque central rodeado por varios edificios viejos y hoteles. Melba se largó por su cuenta. Yo me senté en la terraza del Hotel Central y comí solo, lo cual me sentó muy bien. Cuando ella reapareció, reanudamos el diálogo.

Aún no había oscurecido cuando llegamos a Camagüey. Estaba llena de casas triangulares y grandes jarrones de cerámica llenos de flores. No sabía por qué y nunca se me ocurrió preguntarlo. Paralelo a la autopista, un tren de mercancías circulaba en dirección opuesta, cargado con madera de los bosques de la región.

—Pararemos aquí —anuncié.

—Sin duda sería mejor continuar viaje.

—¿Sabes conducir?

—No.

—Pues yo tampoco. Ya no. Estoy rendido. Faltan otros trescientos veinte kilómetros hasta Santiago y, si no paramos pronto, nos despertaremos en la morgue.

Cerca de una cervecería —una de las pocas en la isla— pasamos junto a un coche de la policía, algo que me hizo pensar de nuevo en Melba y el asesinato que había cometido.

—Si mataste a un poli, te querrán pillar como sea —dije.

—Van como locos. Volaron la casa donde trabajaba. Varias de las chicas resultaron muertas o heridas de gravedad.

—¿Es por eso que doña Marina aceptó ayudarte para salir de La Habana? —Asentí—. Sí, ahora tiene sentido. Cuando destruyen una casa, es malo para todos. En ese caso será más seguro si compartimos una habitación. Diré que eres mi esposa. De esa manera no tendrás que mostrar tu tarjeta de identidad.

—Escucha, señor Hausner, te agradezco mucho que me lleves contigo a Haití. Pero hay una cosa que deberías saber. Me ofrecí voluntaria para hacer el papel de puta sólo para acercarme al capitán Balart.

—Me preguntaba sobre eso.

—Lo hice por...

—La revolución. Lo sé. Escucha, Melba, tu virtud, si es que aún queda algo de ella, está a salvo conmigo. Te lo dije, estoy cansado. Podría dormir sobre una hoguera. Pero me conformaré con una silla o un sofá, y tú te puedes quedar con la cama.

—Gracias, señor.

—Y deja de llamarme así. Me llamo Carlos. Llámame así. Se supone que soy tu marido, ¿lo recuerdas?

Nos alojamos en el Gran Hotel, en el centro de la ciudad, y subimos a la habitación. Me fui directamente a la cama, es decir que dormí en el suelo. Durante el verano de 1941 alguno de los suelos donde dormí en Rusia eran las camas más cómodas que había tenido, sólo que ésta no lo era tanto. Claro que ahora no estaba tan agotado como lo había estado entonces. Alrededor de las dos de la mañana me desperté y me la encontré envuelta en una sábana y arrodillada a mi lado.

—¿Qué pasa? —Me senté con un gemido de dolor.

—Estoy muy asustada —respondió.

—¿De qué estás asustada?

—Tú sabes lo que me harán si me encuentran.

—¿La policía?

Su asentimiento se convirtió en un temblor.

—¿Entonces qué quieres de mí? ¿Qué te cuente un cuento? Escucha, Mel, mañana por la mañana te llevaré a Santiago, iremos a mi lancha y por la noche estarás sana y salva en Haití, ¿de acuerdo? Pero ahora estoy intentando dormir. Sólo que el colchón es un poco demasiado blando para mí. Así que, si no te importa.

—Por curioso que parezca —dijo ella—, no me importa. La cama es muy cómoda. Y hay sitio para los dos.

Era muy cierto. La cama era tan grande como una granja pequeña con una sola cabra. Estoy muy seguro sobre la cabra por la manera como ella me cogió de la mano y me guió al lecho. Había algo erótico y atractivo al respecto; o quizás era el hecho de que ella había dejado la sábana en el suelo. Era una noche calurosa, por supuesto, pero aquello no me preocupaba. Puedo pensar mejor cuando estoy desnudo, como estaba ella. Intenté imaginarme a mí mismo dormido en aquella cama, sólo que no funcionó; porque ahora había visto lo que ella había mostrado en la ventana y estaba dispuesto a apretar mi nariz contra el cristal para mirar mejor. No es que ella me desease. Nunca he conseguido entender porque una mujer quiere a un hombre, no cuando las mujeres tienen el aspecto que tienen. Ella era joven, estaba asustada y sola, y quería que alguien —probablemente cualquiera le hubiese servido— la abrazase y la hiciese sentir como si ella le importase algo al mundo. Algunas veces yo también me siento de esa manera: naces solo y mueres solo, y el resto del tiempo estás librado a tu suerte.

Cuando llegamos a Santiago al día siguiente, la orquídea negra de su cabeza había estado descansando en mi hombro a lo largo de casi ciento sesenta kilómetros. Nos estábamos comportando como cualquier pareja joven que se estuviera cortejando, pero uno de nosotros tenía más del doble de la edad que el otro, que era un asesino. Quizás esto último era injusto. Melba no era la única de los dos que había apretado el gatillo contra alguien. Yo también tenía algo de experiencia en el asesinato. En realidad mucha experiencia, sólo que no tenía muchas ganas de decírselo. Intentaba mantener mis pensamientos en lo que teníamos por delante. Algunas veces el futuro parece oscuro y amenazador, pero el pasado es incluso peor. Sobre todo mi pasado. Pero ahora era el presente peligro de la policía de Santiago el que me preocupaba. Tenían la reputación, probablemente bien merecida, de ser brutales. Era fácil de explicar, tras el verídico comentario de doña Marina de que todas las revoluciones cubanas comenzaban en Santiago.

Era imposible imaginar qué otra cosa podía comenzar allí. Un comienzo implica actividad, movimiento, o incluso trabajo, y no había muchas señales de ninguno de estos fatigosos adjetivos en las somnolientas calles de Santiago. Las escaleras permanecían apoyadas, inservibles y solitarias, las carretillas descansaban sin que nadie las empujara, los caballos esperaban pacientes, las barcas cabeceaban en la bahía y las redes de pesca se secaban al sol. Las únicas personas que parecían estar trabajando eran los polis, si es que se podía llamar trabajo a aquello. Aparcados a la sombra de los edificios color pastel de la ciudad, permanecían sentados fumando cigarrillos y esperando que las cosas se enfriasen o calentasen, según cómo se mire. Lo más probable es que hiciese demasiado calor y sol para que hubiese follones. El cielo era demasiado azul y los coches demasiado brillantes; el mar se parecía demasiado al cristal y las hojas de los bananeros se veían demasiado lustrosas; las estatuas eran demasiado blancas y las sombras demasiado cortas. Hasta los cocoteros llevaban gafas de sol.

Después de un par de giros equivocados vi la carbonera de Cinco Reales, que era la señal para encontrar mi camino alrededor del barrio de astilleros, grúas, muelles, pontones, diques secos y gradas que acogía a la flotilla de barcas en la bahía de Santiago. Emprendí la bajada por una empinada colina de adoquines y seguí por una calle angosta. Los soportes de los cables de los tranvías, que ya no funcionaban, colgaban sobre nuestras cabezas como el aparejo de un velero que hubiera zarpado tiempo atrás sin él. Me subí a la acera frente a unas puertas abiertas y miré al interior del depósito de embarcaciones. Un hombre barbudo y curtido por los elementos, vestido con pantalón corto y sandalias, maniobraba una lancha que colgaba de una grúa vieja. No me importó que la embarcación golpeara contra la pared del muelle y cayera al agua como una pastilla de jabón. Claro que no era la mía.

Salimos del Chevy. Cogí la maleta de Melba del maletero y la llevé al patio, pasando con cuidado alrededor o por encima de botes de pintura, cubos, rollos de cuerda y mangueras, trozos de madera, neumáticos viejos y botes de aceite. El despacho en la pequeña caseta de madera que había al fondo mostraba el mismo desorden que el patio. Mendy no ganaría nunca el Sello de Aprobación de la Buena Ama de Casa ni por azar, pero entendía de barcos y, dado que yo apenas si sabía algo de ellos, me parecía muy bien.

Una vez, hacía mucho, Mendy había sido blanco. Pero una vida en y junto al mar había proporcionado a la parte de su rostro que no estaba cubierta por una barba canosa el color y la textura de un viejo guante de béisbol. Parecía salir de la hamaca de algún barco pirata, rumbo a la isla de La Española, con una bocina en una mano y una botella de ron en la otra. Acabó lo que estaba haciendo y no pareció advertir mi presencia hasta que la grúa se apartó e, incluso entonces, se limitó a decir:

—Señor Hausner.

Le respondí con un gesto.

—Mendy.

Sacó un puro a medio fumar del bolsillo de la sucia camisa, se lo metió en un espacio entre la barba y el bigote y dedicó los minutos siguientes, mientras hablábamos, a palparse buscando el mechero.

—Mendy, ella es la señorita Marrero. Vendrá en el barco conmigo. Le dije que no era más que una vieja barca de pesca, pero ella y su maleta parecen hacerse ilusiones de que vamos a navegar en el Queen Mary.

La mirada de Mendy se movió entre Melba y yo como si estuviera presenciando un partido de tenis de mesa. Después le dedicó una sonrisa y dijo:

—Pero ella tiene toda la razón, señor Hausner. La primera regla cuando se sale al mar es estar preparado para absolutamente nada.

—Gracias —dijo Melba—. Es lo que le dije.

Mendy me miró y sacudió la cabeza.

—Está claro que usted no entiende nada de mujeres, señor.

—Casi tanto como de barcos.

Mendy se rió.

—Por su bien, espero que sea algo más que eso.

Nos precedió fuera del taller y bajamos hasta el pontón en forma de ele donde estaba amarrada una lancha de madera. Subimos a bordo y nos sentamos. Mendy puso el motor en marcha y nos condujo hacia la bahía. Cinco minutos más tarde estábamos amarrados junto a un barco de pesca de doce metros de eslora.

La Guajaba era angosta, con una popa ancha, un puente y tres compartimientos. Tenía dos motores Chrysler, cada uno de noventa caballos, que le permitían alcanzar una velocidad de unos nueve nudos. Eso era más o menos todo lo que sabía de la barca, salvo dónde guardaba el brandy y las copas. Se las había ganado en una partida de backgammon a un americano que era propietario del bar Bimini, en la calle Obispo. Con el depósito de combustible lleno, La Guajaba podía navegar unas quinientas millas, y había menos de la mitad de esa distancia hasta Port-au-Prince. Había utilizado el barco unas tres veces en el mismo número de años, y con lo que ignoraba sobre embarcaciones podría llenar varios almanaques náuticos, probablemente todos. Pero sabía cómo utilizar la brújula, y suponía que lo único que necesitaba era poner proa al este y luego, de acuerdo con el principio de navegación de Thor Heyerdahl, seguir navegando hasta que chocásemos contra algo. No imaginaba contra qué podíamos chocar que no fuese la isla de La Española; después de todo, había más de setenta y seis mil kilómetros cuadrados para apuntar.

Le di a Mendy un puñado de billetes y las llaves de mi coche, y después subí a bordo. Había pensado en mencionar a Omara, y que sería mejor para mí si él mantenía la boca cerrada, sólo que no parecía tener mucho sentido. Hubiese sido inmiscuirme en el brutal candor por el cual los cubanos son justamente famosos; sin duda me hubiese dicho que yo no era más que otro gringo con mucho dinero e indigno del barco que poseía, lo cual era cierto: si te conviertes en azúcar, las hormigas te comerán.

Tan pronto como nos pusimos en marcha, Melba fue bajo cubierta y se vistió con un traje de baño de dos piezas con estampados de piel de leopardo que hubiese hecho silbar a un arenque. Eso es lo bonito de los barcos y el tiempo cálido. Sacan a la luz lo mejor de las personas. Debajo de los muros del castillo del Morro, que se levanta en la cumbre de un promontorio rocoso de sesenta metros de altura, la entrada de la bahía tiene casi la misma anchura. Una larga escalera de peldaños ruinosos, tallados en la roca, lleva desde el borde del agua al castillo y estuve a punto de hacer que el barco los subiese. Tenía más de sesenta metros de mar abierto a los que apuntar y, así y todo, me las apañé para casi estrellarnos contra las rocas. Si continuaba mirando a Melba, no tendríamos muchas posibilidades de llegar a Haití.

—Preferiría que te pusieses más ropa —dije.

—¿No te gusta mi bikini?

—Me gusta mucho. Pero había muy buenos motivos para que Colón no llevase mujeres a bordo de la Santa María. Cuando se ponen bikinis afectan al pilotaje del barco. Contigo cerca, lo más probable es que hubiesen descubierto Tasmania.

Ella encendió un cigarrillo y no me hizo caso, y yo hice todo lo posible por ignorarla. Miré el tacómetro, el nivel de aceite, el anemómetro y la temperatura del motor. Luego miré a través de la ventana de la cabina del timón. Smith Key, una pequeña isla que antaño fue propiedad británica, aparecía delante de nosotros. Es el hogar de muchos pescadores y pilotos de Santiago, y sus casas de tejados rojos y la pequeña capilla en ruinas le daban un aspecto muy pintoresco. Pero no era nada comparada con el panorama bajo el bikini de Melba.

El mar estaba en calma hasta que llegamos a la boca de la bahía, donde el agua comenzaba a moverse un poco. Moví el acelerador hacia delante y mantuve el barco en un rumbo firme este-sudeste hasta que perdimos de vista Santiago. Detrás de nosotros, la estela abría una gran cicatriz blanca de centenares de metros de longitud en el océano. Melba estaba sentada en la silla del pescador y gritó de entusiasmo cuando aumentó nuestra velocidad.

—¿Te lo puedes creer? —dijo Melba—. Vivo en una isla y nunca había viajado en barco.

—Me alegraré cuando hayamos dejado esta bañera —comenté, y saqué la botella de ron del cajón de las cartas náuticas.

Al cabo de unas tres o cuatro horas comenzó a oscurecer y vi las luces de la base naval norteamericana en Guantánamo, que parpadeaban por la banda de babor. Era como mirar a las viejas estrellas de alguna galaxia cercana que era al mismo tiempo una visión del futuro, donde la democracia americana regía el mundo con un Colt en una mano y un chicle en la otra. En algún lugar, en la oscuridad tropical de aquel litoral yanqui, miles de hombres con trajes blancos estaban ocupados en las inútiles tareas de su servicio imperial marino. En respuesta al frío imperativo de nuevos enemigos y nuevas victorias, permanecían dentro de sus flotantes ciudades de la muerte color gris acero, bebiendo Coca-Cola, fumando sus Lucky Strike y preparándose para liberar al resto del mundo de su irracional deseo de ser diferentes. Porque los americanos, y no los alemanes, eran ahora la raza superior, y el Tío Sam había reemplazado a Hitler y Stalin como rostro del nuevo imperio.

Melba vio la curva de mi labio y debió de leerme el pensamiento.

—Los odio —dijo.

—¿A quién? ¿A los yanquis?

—¿A quién si no? Nuestros buenos vecinos siempre han querido convertir esta isla en uno de sus estados. Y de no ser por ellos, Batista jamás continuaría en el poder.

No podía discutir con ella. Sobre todo ahora que habíamos pasado la noche juntos. Sobre todo ahora que pensaba en hacer lo mismo de nuevo, tan pronto como estuviésemos alojados en un bonito hotel. Había oído que Le Refuge, en la zona turística de Kenscoff, a unos diez kilómetros de Port-au-Prince, podría ser la clase de lugar que buscaba. Kenscoff está a mil trescientos metros de altura sobre el nivel del mar y el clima allí es bueno todo el año. Que era, más o menos, el tiempo que pensaba quedarme allí. Por supuesto, Haití tenía sus problemas, lo mismo que Cuba, pero no eran mis problemas, así que ¿qué me importaba? Tenía otras cosas de qué preocuparme, como qué iba a hacer cuando expirase mi pasaporte argentino. Y ahora tenía el pequeño problema de llevar el pequeño barco sano y salvo a través del estrecho de Barlovento. Quizá no tendría que haber bebido, pero incluso con las luces de navegación de La Guajaba, había algo en pilotar un barco a través del mar a oscuras que me resultaba inquietante. Y con el miedo de que pudiésemos chocar contra algo —un arrecife, o quizás una ballena—, tenía claro que sería incapaz de relajarme hasta que amaneciese. Y cuando llegase ese momento, confiaba en que estaríamos a mitad de camino de La Española.

Entonces sucedió algo más tangible de lo que preocuparnos. Una embarcación se nos acercaba rápidamente por el norte. Se movía demasiado rápido para ser un pesquero, y el gran reflector que nos alumbró desde la oscuridad era demasiado poderoso como para pertenecer a cualquier otra cosa que no fuese una patrullera de la Marina de los Estados Unidos.

—¿Quiénes son? —preguntó Melba.

—Supongo que la Marina de los Estados Unidos.

Incluso por encima del estrépito de nuestros dos motores Chrysler oí como Melba tragaba saliva. Continuaba siendo hermosa, sólo que ahora también parecía preocupada. Se volvió de pronto y me miró con los ojos castaños muy abiertos.

—¿Qué vamos a hacer?

—Nada —respondí—. Esa embarcación es más veloz que la nuestra y tiene más armamento. Lo mejor que puedes hacer es ir abajo, meterte en la cama y quedarte allí. Yo me ocuparé de las cosas aquí arriba.

Ella sacudió la cabeza.

—No permitiré que me arresten. Me entregarán a la policía y...

—Nadie va a detenerte —dije, y le toqué la mejilla para tranquilizarla—. Yo creo que sólo echarán una ojeada. Haz lo que te digo y no pasará nada.

Cerré el acelerador y puse el cambio de marcha en punto muerto. Cuando salí de la cabina del timón, la luz cegadora del reflector me dio en el rostro. Me sentía como un gorila gigante en lo alto de un rascacielos con la patrullera que daba vueltas a mí alrededor desde lejos. Fui hasta la popa, me tomé otra copa y esperé tranquilo a que hicieran lo suyo.

Al cabo de unos minutos, un oficial de uniforme blanco se acercó a la banda de estribor de la patrullera con un megáfono en la mano.

—Estamos buscando a unos marineros —dijo en español—. Han robado una embarcación del puerto en Caimanera. Una embarcación como ésta.

Levanté las manos y sacudí la cabeza.

—No hay marineros yanquis en este barco.

—¿Le importa si subimos a bordo y echamos un vistazo?

Aunque me importaba mucho, le dije al oficial que no me importaba en absoluto. No tenía mucho sentido discutir. Un marinero con una ametralladora de calibre 50 en la proa del barco estadounidense tenía los mejores argumentos para ganar cualquier discusión. Así que les arrojé un cabo, puse unos cuantos protectores y les dejé amarrar junto a La Guajaba. El oficial subió a bordo con uno de sus suboficiales. No había mucho que decir de ellos, excepto que sus zapatos eran negros y tenían el aspecto que tienen todos los hombres cuando les cortan casi todo el pelo y la capacidad de actuar de forma independiente. Llevaban armas portátiles y un par de linternas, y despedían un ligero olor a menta y tabaco, como si acabasen de tirar sus chicles y sus cigarrillos.

—¿Hay alguien más a bordo?

—Hay una amiga mía en el compartimiento de proa —respondí—. Está durmiendo. Sola. El último marinero americano que vimos por aquí fue Popeye.

El oficial esbozó una sonrisa seca y se balanceó un poco sobre la planta de los pies.

—¿Le importa si echamos una vistazo?

—No me importa en absoluto. Pero permítame ver si mi amiga está vestida para recibir visitas.

Asintió y yo fui bajo cubierta. En la cabina, que olía a humedad, había un armario, una alacena pequeña y una litera doble, donde estaba Melba, tapada con una manta hasta el cuello. Debajo aún llevaba el bikini y me prometí a mí mismo echar el ancla cuando se marchasen los americanos para ayudarla a quitárselo. No hay nada como el aire marino para abrirle a uno el apetito.

—¿Qué está pasando? —preguntó temerosa—. ¿Qué quieren?

—Unos marineros yanquis han robado una embarcación en Caimanera —expliqué—. Los están buscando. No creo que haya nada que deba preocuparnos.

Ella puso los ojos en blanco.

—Caimanera. Sí, me imagino lo que estaban haciendo allí, los muy cerdos. Casi todos los hoteles de Caimanera son prostíbulos. Las casas tienen incluso nombres tan patrióticos como el Hotel Roosevelt. Los muy hijos de puta.

Quizá tendría que haberme preguntado cómo lo sabía, pero estaba más preocupado por satisfacer la curiosidad de los americanos que por saber cómo satisfacían sus deseos sexuales.

—Es lo que Eisenhower llama el efecto dominó. Cuando unos tipos tumban a otros les gusta hacer grandes espavientos. —Señalé con el pulgar la puerta de la cabina—. Mira, están ahí fuera. Sólo quieren comprobar que sus hombres no estén escondidos debajo de la cama o algo así. Les dije que podían hacerlo tan pronto como comprobase que estabas decente.

—Eso llevaría mucho más tiempo de lo que parecería razonable. —Se encogió de hombros—. Lo mejor será que les hagas entrar ahora mismo.

Subí a cubierta y los invité a bajar con un gesto.

Cruzaron la puerta de la cabina y se sonrojaron cuando vieron a Melba todavía en la cama. Si no lo hubiese disfrutado antes, quizá no hubiese advertido que el suboficial la volvió a mirar otra vez, sólo que en esta segunda ocasión lo hizo por la razón obvia de que ella salía en una foto en el mamparo de encima de su hamaca. Estos dos se habían visto antes. Estaba seguro, y también lo estaba él, y cuando los americanos volvieron a la cabina del timón, el suboficial se llevó al oficial aparte y le dijo algo en voz baja.

Cuando su conversación se hizo un poco más urgente quizá podría haber intervenido, de no haber sido por el hecho de que el oficial desabrochó la funda de la pistolera, cosa que me animó a ir a popa y sentarme en la silla del pescador. Creo que incluso le sonreí al hombre de la ametralladora, sólo que la silla del pescador se me antojaba demasiado parecida a una silla eléctrica, así que me moví de nuevo y me senté sobre el cajón del hielo, que tenía sitio para una tonelada de hielo. Intentaba mostrarme tranquilo. De haber habido pescado o hielo en el cajón, incluso podría haberme escondido junto a ellos. En cambio tomé otro trago de la botella e hice todo lo posible por mantener controlada la débil cuerda que sujetaba mis nervios. Pero no funcionaba. Los americanos me tenían bien enganchado, y me sentía como si estuviese saltando diez metros en el aire para intentar librarme del anzuelo.

El oficial volvió a popa y esta vez llevaba el Colt 45 en la mano. Lo llevaba amartillado. Todavía no me apuntaba. Sólo lo empuñaba para dejar clara una cosa: que no había lugar en el barco para la negociación.

—Me temo que debo pedirles a ustedes dos que me acompañen a Guantánamo, señor —dijo con mucha cortesía, como si no tuviese un arma en la mano y como si fuese un norteamericano auténtico.

Asentí sin prisas.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Recibirá todas las explicaciones cuando lleguemos a Gitmo —respondió.

—Si de verdad cree que es necesario.

Llamó a dos marineros para que subiesen a bordo de mi barco, y no estuvo mal que lo hiciese, porque ambos estaban entre la ametralladora y yo cuando oímos una detonación procedente del compartimiento de proa. Me levanté de un salto y en seguida pensé que sería mejor no volver a saltar otra vez.

—Vigílenle —gritó el oficial, y bajó a investigar, dejándome con dos Colt apuntándome a la barriga y la ametralladora del calibre 50 apuntando al lóbulo de mi oreja. Me senté de nuevo en la silla del pescador, que crujió como una sierra de cadena cuando me recliné hacia atrás y miré las estrellas. No necesitaba ser madame Blavatsky para adivinar que no auguraban nada bueno. No para Melba. Y probablemente tampoco para mí.

Tal como resultaron las cosas, las estrellas tampoco fueron propicias para el suboficial americano. Subió a cubierta tambaleándose, con aspecto de as de diamantes, o quizá de as de corazones. En el centro de su camisa blanca había una pequeña mancha roja que se hacía más grande cuando más la mirabas. Por un momento se tambaleó, como si estuviera borracho, y luego cayó sentado sobre el culo, como un saco de patatas. En cierto modo, tenía el mismo aspecto de cómo me sentía yo en ese momento.

—Me han disparado —dijo, en una pura redundancia.

2Cuba, 1954

Habían pasado varias horas. Habían llevado al marinero herido al hospital en Guantánamo, Melba estaba encerrada en una celda de la cárcel, y yo había relatado mi historia, dos veces. Tenía dos dolores de cabeza, pero sólo uno de ellos en el cráneo. Había tres personas en aquel húmedo despacho del edificio del maestro de armas de la US Navy. Maestro de armas es el término con que la Marina de los Estados Unidos designa a los marineros especializados en el mantenimiento de la ley y la custodia de los arrestados. Policías con uniforme de marinero. A los tres que habían escuchado mi relato no pareció gustarles mucho más la segunda vez. Movieron sus grandes culos en sus inadecuadas sillas, se quitaron pequeños hilillos y pelusas de sus inmaculados uniformes blancos y miraron los reflejos en las punteras de sus brillantes zapatos negros. Era como ser interrogado por una reunión del sindicato de ordenanzas de un hospital.

El edificio estaba en silencio, excepto por el zumbido de los tubos fluorescentes en el techo y el ruido de una máquina de escribir del mismo tamaño y color que el USS Missouri; y cada vez que respondía a una pregunta y el poli naval golpeaba las teclas de aquella cosa, era como el sonido de alguien —probablemente yo— a quien le cortaran el pelo con unas enormes tijeras muy afiladas.

Al otro lado de una pequeña ventana con rejas, el nuevo día se elevaba por encima del horizonte azul como un rastro de sangre. No era un buen augurio, y no sin razón, porque estaba claro que los americanos sospechaban que tenía una relación mucho más íntima con Melba Marrero y sus crímenes —en plural— de lo que yo admitía. Estaba claro que, como yo no era norteamericano y olía muy fuerte a ron, les resultaba relativamente fácil creerlo así.

Sobre la mesa de formica azul claro cubierta con quemaduras de cigarrillos color café, había varios expedientes y un par de armas con etiquetas en las guardas de los gatillos, como si estuviesen a la venta. Una de ellas era la pequeña pistola Beretta que Melba había utilizado para dispararle al suboficial de tercera clase; y la otra era una automática Colt que le habían robado a él varios meses antes y que había sido utilizada para asesinar al capitán Balart delante del Hotel Ambos Mundos en La Habana. Junto con los expedientes y las pistolas estaba mi pasaporte argentino azul y oro, y de vez en cuando el poli naval a cargo de mi interrogatorio lo recogía y pasaba las páginas como si no pudiese creer que alguien pudiera ir por la vida siendo un ciudadano de un país que no fuese Estados Unidos. Su nombre era capitán Mackay, y además de sus preguntas, tenía que enfrentarme a su aliento. Cada vez que acercaba su rostro cuadrado y con gafas al mío me veía envuelto en el agrio aroma de sus dientes podridos, y al cabo de un rato comencé a sentirme como algo masticado y digerido a medias dentro de sus intestinos yanquis.

Mackay dijo con desprecio mal disimulado:

—Esta historia suya, que nunca había oído hasta hace un par de días, no tiene sentido. Ningún sentido en absoluto. Usted dice que era la chica con la que se había liado; que le pidió venir con usted en su barco durante unas semanas. Y que eso explica la considerable suma de dinero que tenía usted.

—Correcto.

—Sin embargo dice que no sabe casi nada de ella.

—A mi edad es mejor no hacer demasiadas preguntas cuando una muchacha bonita acepta irse contigo.

Mackay esbozó una sonrisa. Tenía unos treinta años, demasiado joven para comprender el interés de un hombre mayor en las mujeres jóvenes. Llevaba una alianza en el dedo gordo, e imaginé a alguna muchacha saludable con una onda permanente y un bol debajo de su brazo regordete esperándole a que regresase a casa en el alojamiento para oficiales de alguna lúgubre base naval.

—¿Quiere que le diga lo que creo? Creo que iba a la República Dominicana, para comprar armas destinadas a los rebeldes. El barco, el dinero, la muchacha, todo encaja.

—Oh, veo que le gusta la suma, capitán. Pero soy un empresario respetable. Tengo dinero. Tengo un bonito apartamento en La Habana. Tengo un empleo en un hotel casino. No soy el tipo de persona que trabaja para los comunistas. ¿La muchacha? No es más que una chica.

—Quizá. Pero ella asesinó a un policía cubano. Y ha estado a punto de asesinar a uno de los míos.

—Quizá. ¿Pero me ha visto usted disparar a alguien? Ni siquiera levanté la voz. En mi trabajo las muchachas —las muchachas como Melba— son un beneficio adicional. Lo que hacen en su tiempo libre no es... —hice una pausa y busqué la mejor frase en inglés—. No es asunto mío.

—Lo es desde que ella le disparó a un americano en su barco.

—Ni siquiera sabía que tuviera un arma. De haberlo sabido, la hubiese arrojado por la borda. Quizás a ella también. Y si hubiese tenido la más mínima idea de que era sospechosa del asesinato de un policía, nunca hubiese invitado a la señorita Marrero a venir conmigo.

—Déjeme que le diga algo de su amiga, señor Hausner. —Mackay contuvo un eructo, pero no lo bastante para mi comodidad. Se quitó las gafas y echó el aliento sobre ellas, y por milagro, no se rajaron—. Su nombre verdadero es María Antonia Tapanes, y era prostituta en una casa en Caimanera, y así es como llegó a robar un arma perteneciente al suboficial Marcus. Es por eso que él la reconoció cuando la vio en su barco. Tenemos la sospecha de que ella cometió el asesinato del capitán por orden de los rebeldes. Es más, estamos casi seguros.

—Me resulta difícil de creer. Ni una sola vez me habló de política. Parecía más interesada en pasárselo bien que en hacer la revolución.

El capitán abrió uno de los expedientes que tenía delante y lo empujó hacia mí.

—Es más o menos cierto que su amiguita ha sido comunista y rebelde desde hace tiempo. Verá, María Antonia Tapanes pasó tres meses en la cárcel nacional de mujeres en Guanajay por su intervención en la conspiración del domingo de Pascua de abril de 1953. Luego, en julio del año pasado, su hermano Juan Tapanes resultó muerto en el asalto al cuartel de Moncada dirigido por Fidel Castro. Muerto o ejecutado, no está claro. Cuando María salió de la cárcel y se enteró de la muerte de su hermano, fue a Caimanera y trabajó como prostituta para hacerse con un arma. Eso ocurre con frecuencia. Para ser sincero, bastantes de nuestros hombres utilizan sus armas como moneda para comprar sexo. Después se limitan a denunciar que les han robado el arma. En cualquier caso, la siguiente ocasión en que el arma apareció, se utilizó para matar al capitán Balart. También hubo testigos. Una mujer que responde a la descripción de María Tapanes le disparó en el rostro. Y después en la nuca, cuando yacía en el suelo. Quizá se lo tenía merecido. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Lo que sé es que el suboficial Marcus tiene suerte de estar con vida. Si ella hubiese utilizado el Colt en lugar de aquella pequeña Beretta, ahora estaría tan muerto como el capitán Balart.

—¿Se recuperará?

—Vivirá.

—¿Qué le pasará a ella?

—Tendremos que entregarla a la policía de La Habana.

—Imagino que eso era lo que más le preocupaba. La razón por la que le disparó al suboficial. Tuvo que dominarla el pánico. Saben lo que le harán, ¿verdad?

—No es tema de mi incumbencia.

—Quizá debería serlo. Tal vez ése es el problema que tienen ustedes en Cuba. Quizá si ustedes los americanos prestasen un poco más de atención a la clase de personas que gobiernan este país...

—Quizá debería preocuparle un poco más lo que le ocurra a usted.

Era el otro oficial quien hablaba ahora. No me habían dicho su nombre. Lo único que sabía de él era que la caspa le caía de la nuca cada vez que se rascaba. Tenía muchísima caspa. Incluso en las pestañas asomaban minúsculas escamas de piel.

—Supongo que no —dije—, ya no.

—¿Cómo ha dicho? —El hombre de la caspa dejó de rascarse la cabeza y se examinó las uñas antes de mirarme con el entrecejo fruncido.

—Hemos estado con esto toda la noche —respondí—. No dejan de hacerme las mismas preguntas y continúo dando las mismas respuestas. Les he relatado mi historia. Pero ustedes dicen que no se la creen. Me parece muy justo. Puedo ver los agujeros que tiene. Y ustedes ya están aburridos de escucharla. Yo también. Todos estamos aburridos, sólo que no estoy dispuesto a cambiar mi historia por otra. ¿Qué sentido tendría? Si sonase mejor que la original la hubiese utilizado desde el principio. Por lo tanto, persiste el hecho de que no le veo ningún sentido a contarles otra. Y dado que no me interesa hacerlo, entonces quedan perdonados por pensar que en realidad no me importa si me creen o no, porque me parece que no puedo hacer nada al respecto para convencerles. De una manera u otra, ya han tomado sus decisiones. Es eso lo que ocurre con los polis. Créanme, lo sé, yo también fui poli. Y dado que ya no me importa si me creen o no, entonces me parece muy bien que ustedes lleguen a la conclusión de que no me importa un pimiento lo que me pase. Bueno, quizá si o quizá no, pero eso es algo que yo sé y que ustedes deben decidir por ustedes mismos, caballeros.

El poli casposo se rascó un poco más, y la habitación pareció convertirse en uno de esos paisajes nevados dentro de una bola de cristal.

—Habla mucho, señor, para ser alguien que dice tan poco.

—Lo sé, pero eso ayuda a mantener los nudillos de hierro lejos de mi cara.

—Lo dudo —dijo el capitán Mackay—. Lo dudo mucho.

—Lo sé. Ya no soy tan guapo. Sólo que eso debería hacer más fácil que me creyeran. Han visto a la muchacha. Se la pone tiesa a todos los marineros. Me sentía agradecido. ¿Cuál es la expresión que tienen ustedes en inglés? ¿A caballo regalado no le mires los dientes? Y ya que estamos en ello, usted tampoco debería hacerlo, capitán. No tiene nada contra mí y sí mucho contra ella. Usted sabe que ella le disparó al suboficial. Es obvio. La cosa sólo comienza a complicarse cuando usted intenta vincularme a alguna especie de conspiración rebelde. ¿Yo? Yo sólo esperaba pasar unas bonitas vacaciones con mucho sexo. Llevaba bastante dinero porque pensaba comprarme un barco más grande, y no hay ninguna ley que lo impida. Como ya le he dicho, tengo un buen trabajo. En el Hotel Nacional. Tengo un bonito apartamento en el Malecón, en La Habana. Conduzco un Chevy nuevo. ¿Por qué iba a renunciar a todo eso por Karl Marx y Fidel Castro? Usted me dice que Melba, o María, o como se llame, es comunista. No lo sabía, quizá debería habérselo preguntado, sólo que prefiero decir guarradas cuando estoy en la cama que hablar de política. Si ella quiere ir por ahí disparando a los polis y a los marineros americanos, entonces digo que debería ir a la cárcel.

—No es muy galante por su parte —opinó el capitán Mackay.

—¿Galante? ¿Qué significa galante?

—Caballeroso. —El capitán se encogió de hombros—. Gentil.

—Ah, cortés. Caballeroso. Sí, lo entiendo. —También me encogí de hombros—. Me pregunto cómo sonaría eso. ¿Ella sólo estaba intentando protegerme? Dele una oportunidad, capitán, no es más que una cría. ¿La muchacha tuvo una infancia difícil? De acuerdo, si eso cambiara algo, ya sabe, creo de verdad que la muchacha estaba muy asustada. Como le he dicho, ustedes saben lo que pasará cuando la entreguen a la policía local. Si tiene suerte, la dejarán vestida cuando la hagan desfilar por las celdas de la comisaría. Quizá sólo la azoten con un látigo de verga de toro todos los días. Pero lo dudo.

—No parece que eso le preocupe demasiado —señaló el poli casposo.

—Desde luego rezaré por ella. Quizás incluso le pague un abogado. La experiencia me dice que pagar es mucho más útil que rezar. El Señor y yo ya no nos llevamos tan bien como antes.

El capitán se burló.

—No me gusta usted, Hausner. La próxima vez que hable con el Señor es probable que le felicite por su buen gusto. ¿Tiene un trabajo en el Hotel Nacional? Que le follen. Tampoco me gustó nunca aquel hotel. ¿Tiene un bonito apartamento en el Malecón? Espero que venga un huracán y lo arrase, soplapollas argentino. ¿No le importa lo que le pase a usted? Tampoco a mí, amigo. Para mí no es más que otro sudaca grasiento con una lengua afilada. ¿No se le ocurre una historia mejor? Entonces es más estúpido de lo que parece. ¿Había sido poli? No quiero saberlo, mariconazo. Lo único que quiero escuchar de usted es una explicación de cómo es que estaba ayudando a una asesina a escapar de esta puta isla miserable que usted llama hogar. ¿Alguien le pidió un favor? Si lo hicieron, quiero un nombre. ¿Alguien les presentó? Quiero un puto nombre. ¿La recogió en la calle? Deme el nombre de la jodida calle, imbécil. O habla o le encierro, amigo. Esta noche hemos salido a pescar y lo hemos pescado a usted, Hausner. Lo tendré metido en la nevera hasta que me diga todo lo que quiero saber. Hable o lo encierro y tiro la puta llave hasta que esté convencido de que no queda ninguna información en su cuerpo mentiroso que no haya vomitado en el suelo. ¿La verdad? Me importa una mierda. ¿Quiere salir de aquí? Deme unos cuantos hechos claros y directos.

Asentí.

—Pues aquí tiene uno. Los pingüinos viven casi exclusivamente en el hemisferio Sur. ¿Es lo bastante claro?

Empujé mi silla hacia atrás para ponerla en dos patas, y éste fue mi primer error, y sonreí, y éste fue el segundo error. El capitán se movió con una velocidad sorprendente. En un momento me estaba mirando como si yo fuese una serpiente en el inodoro, y al siguiente me estaba gritando como si se hubiese dado un martillazo en el pulgar, y antes de que pudiese borrar la sonrisa de mi rostro, él lo hizo por mí, empujando la silla hacia atrás y después cogiéndome por las solapas de mi americana y levantando mi cabeza del suelo sólo lo suficiente para poderla golpear de nuevo.

Los otros dos lo agarraron por los brazos e intentaron apartarlo de mí, pero eso dejó libres sus piernas para pisotear mi cara como si intentara apagar un fuego. No es que doliese. Tenía una derecha tan grande como una pelota de baloncesto y yo ya no sentía casi nada desde que me había dado en la barbilla. Zumbando como una anguila eléctrica, me quedé allí tirado, esperando a que acabara para poder mostrarle quién estaba de verdad al mando del interrogatorio. Cuando consiguieron ponerle una anilla en su nariz puntiaguda y se lo llevaron, yo ya estaba más o menos preparado para soltar mi siguiente ocurrencia. Lo hubiese hecho antes, pero no podía debido a la sangre que me chorreaba de la nariz.

Cuando estuve seguro de que no me iban a golpear más, me levanté del suelo y me dije a mí mismo que si me volvían a pegar sería porque de verdad me había ganado una paliza y que eso valdría la pena.

—Ser un poli —dije— se parece mucho a buscar algo interesante que leer en el periódico. Cuando lo encuentras, puedes estar seguro de que una buena parte se te ha pegado en los dedos. Antes de la guerra, la última guerra, era poli en Alemania. Un poli honesto, además, aunque supongo que eso no significa mucho para monos como ustedes. De paisano. Un detective. Pero, cuando invadimos Polonia y Rusia, nos vistieron con uniformes grises. No verdes, no negros, no marrones, grises. Gris de campaña, lo llamaban. Lo bueno del gris es que puedes rodar por tierra todo el día y todavía parece lo bastante limpio como para saludar a un general. Era una de las razones por la que lo vestíamos. Otra razón por la que vestíamos de gris era quizá que podíamos hacer lo que hacíamos y creer que todavía teníamos normas; que podíamos conseguir mirarnos a los ojos cuando nos levantábamos por la mañana. Ésa era la teoría. Lo sé, una estupidez, ¿verdad? Pero ningún nazi fue nunca tan estúpido como para pedir que vistiésemos un uniforme blanco. ¿Saben por qué? Porque es muy difícil mantener limpio un uniforme blanco. Me refiero a que admiro su coraje al vestir de blanco. Porque, admitámoslo, caballeros, el blanco lo muestra todo. En especial la sangre. ¿Y la manera en que se comportan ustedes mismos? Es una gran desventaja.

Instintivamente, aquellos hombres se miraron la tela vacía de su inmaculado uniforme blanco como si estuviesen mirándose la bragueta; y fue entonces cuando recogí con los dedos un chorro de mi nariz llena de sangre y se lo arrojé, como si fuera Jackson Pollock. Podría decirse que quería expresar mis sentimientos, más que ilustrarles. Y que mi cruda técnica de lanzar mi propia sangre a través del aire hacia ellos era una manera de hacer una declaración. En cualquier caso, parecieron comprender muy bien lo que intentaba decir. Y cuando acabaron de pegarme y me arrojaron a una celda, tenía la pequeña satisfacción de saber, por lo menos, que yo era moderno de verdad. No sabía si sus uniformes blancos manchados de sangre eran una obra de arte o no. Pero sabía lo que me gustaba.

3Cuba y Nueva York, 1954

La cuba de los borrachos en Gitmo era una gran choza de madera ubicada en la playa, pero para cualquiera que no estuviese borracho cuando lo encerraban allí era en realidad algún lugar entre el primero y el segundo círculo del infierno. Desde luego era ardiente.

Había estado prisionero antes. Fui prisionero de guerra de los soviéticos, y aquello no fue una buena experiencia. Pero Gitmo era casi igual de malo. Las tres cosas que hacían que la cuba de los borrachos fuera casi insoportable eran los mosquitos, los borrachos y el hecho de que ahora tenía diez años más. Tener diez años más siempre es malo. Los mosquitos eran peores —la base naval era poco más que un pantano—, pero no eran tan malos como los borrachos. Puedes estar encerrado casi en cualquier parte, siempre que puedas establecer una especie de rutina. Pero no había rutina en Gitmo, a menos que pudieses considerar como rutina el continuo pasar, desde el anochecer al alba, de ruidosos marineros borrachos. Casi todos llegaban en calzoncillos. Algunos eran violentos; otros querían trabar amistad conmigo; algunos intentaban correrme a puntapiés por la celda; otros querían cantar o llorar, o derribar las paredes con el cráneo; casi todos ellos se meaban encima o vomitaban, y algunas veces vomitaban encima de mí.

Al principio tuve la pintoresca idea de que estaba encerrado allí porque no tenían ningún otro lugar donde meterme; pero después de un par de semanas comencé a creer que había algún otro propósito en tenerme allí. Intenté hablar con los guardias, y en varias ocasiones les pregunté por qué motivo estaba retenido allí, pero no sirvió de nada. Los guardias me trataban como a cualquier otro prisionero, y eso habría estado bien si todos los demás prisioneros no estuvieran cubiertos de cerveza, sangre y vómitos. Estos prisioneros eran puestos en libertad casi siempre a última hora de la tarde, después de dormir la mona, y, al menos por unas horas, yo conseguía olvidar la humedad, los cuarenta grados de temperatura y el hedor de las heces, e incluso a veces lograba dormir; sólo hasta que me despertaban para la comida o cuando alguien limpiaba la cuba con una manguera de incendios, o, lo peor de todo, por una rata banana, si es que en realidad eran ratas: con sesenta centímetros de largo y un peso de casi los mismos kilos, esas ratas parecían roedores estrellas salidos de una película de propaganda nazi o de un poema de Robert Browning.