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Lucía pertenece a un clan de sanadoras cuyo origen se remonta a Tartessos. Mediante un pacto con las Guardianas de la Sabiduría Esmeralda que huyeron de Atlantis antes de su hundimiento, recibieron el Don de la Sabiduría Esmeralda. Su misión será transmitirlo de madres a hijas y preservar el secreto de ese conocimiento para evitar que caiga en poder de las fuerzas oscuras que siempre lo persiguen. Lucía se enfrentará a decisiones propias y ajenas que marcarán su vida, sin ser consciente de que el ser más oscuro no cejará hasta encontrarla para cumplir su venganza. Una obra que a través de la ficción nos lleva a cuestionarnos preguntas tales como: ¿Podemos escapar a nuestro destino? ¿Existe realmente el libre albedrío? ¿Nuestra misión de vida está prefijada desde antes de nuestro nacimiento? Cuestiones cuyas respuestas todos anhelamos conocer. Tal y como Lucía descubrirá, mientras avanzamos guiados por nuestra intuición, las piezas del puzle van encajando a la perfección.
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Seitenzahl: 538
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Guardianas de la Sabiduría Esmeralda
El Clan de las Robles
1ª edición en formato electrónico: febrero 2025
© Lola Agud
© De la presente edición Terra Ignota Ediciones
Diseño de cubierta: Raül Bocache
Terra Ignota Ediciones
c/ Bac de Roda, 63, Local 2
08005 – Barcelona
ISBN: 978-84-129971-3-2
THEMA: FMH 2ADS
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(www.conlicencia.com; 91 702 19 70)
Guardianas de la Sabiduría Esmeralda
Lola Agud
PRÓLOGO
Prefacio
Guardianas de la Sabiduría Esmeralda
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Lía: Barcelona 1950
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Inicio del Viaje
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Vida en la sierra
Capítulo 13
Capítulo 14
El coronel Arturo del Castel
Capítulo 15
Reencuentros
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Cita con el destino
Capítulo 20
Capítulo 21
Restañando heridas
Capítulo 22
Capítulo 23
Viaje hacia la Luz Arcoiris
Capítulo 24
Epílogo
PRÓLOGO
Filósofos, místicos, canalizadores esotéricos, historiadores y estudiosos han intentado bucear en nuestros orígenes con el fin de encontrar respuestas a nuestra realidad, pero no existe una verdad que prevalezca sobre las demás, el conocimiento es, casi siempre, sesgado.
¿Cuánto de lo que conocemos es mitología y cuánto historia?
Guardianas de la Sabiduría Esmeralda ha tomado partes de ambas para construir un relato sobre los olvidados.
Desconocemos mucho sobre nuestras capacidades mentales y espirituales, sobre su evolución o involución, sin embargo, todos nosotros tenemos una gran capacidad para soñar. Los soñadores siempre fueron los que abrieron nuevos caminos.
Independientemente de la fantasía como punto de partida, mi interpretación de la vida en Atlantis ¿es menos valida que otras? ¿es imposible la existencia de un mundo ideal?
La historia nos muestra la evolución de la sociedad a través de unas eras sucesivas, con su auge y caída y, creo firmemente, que cada una de ellas conserva el germen de otra anterior.
En mi imaginario siempre apareció la Atlántida y he dejado que su influjo se muestre para revivir la nostalgia de nuestros mundos olvidados.
Así pues…
El Círculo de la Luz de Atlantis era una fuente de energía con inmenso poder que permitía a los atlantes una vida gratificante.
Estaba formado por doce piedras madre, al igual que las del peto de los Sumo sacerdotes de Israel; la Dama de la Luz, era la custodia del Círculo.
La idea inicial era reunir las doce piedras desaparecidas antes del hundimiento de Atlantis y, junto con los mantras, reactivar el Círculo de la Luz para beneficio de toda la humanidad.
¿Será posible salir victoriosa en la lucha contra las fuerzas oscuras que quieren apoderarse de su poder?
La mitología, junto a la magia y la realidad político-social del momento, formarán parte del tablero que sustentará cada partida. Será, a la vez, un intento de reavivar la memoria histórica y poner en relieve a los actuales olvidados.
La esmeralda es nuestra primera piedra. La acción se sitúa en nuestro pasado reciente, entre 1931 y 1975.
Será preciso dejarse guiar por la intuición y el azar para superar los retos que nos impone el camino.
Lola Agud
Prefacio
Atlantis hacia el año 9560 a. C. del calendario gregoriano. Pasados seis años tras la ceremonia vicenal número 1300.
El trueno retumbó; el dolor restalló en el corazón de la Dama de la Luz, y reina de Atlantis, con la intensidad del rayo que se había abatido sobre el templo unos segundos antes. Quedó sobrecogida ante la evidencia de la magnitud del desastre que se avecinaba. Alzó los ojos, empañados por una sombra de tristeza, hacia la imponente cúpula de cristal que, hasta hacía unos días, había protegido el Círculo Sagrado de la Luz. Se estremeció. Sin las piedras, el campo de fuerza protector había desaparecido. Sin la protección de las piedras, Atlantis sucumbiría a la devastación. Un rictus de amargura cruzó por sus bellas facciones surcadas ya por prematuras arrugas. Nada hay que cause más dolor que la lucha fratricida.
Antarthos, que soñaba con ser un rey guerrero que expandiera los confines de Atlantis, fue incapaz de aceptar que su hermano Atlant’lun fuera designado Primer gemelo y futuro Rey, mientras él erarelegado a Segundo gemelo y jefe de la Guardia que debía proteger Atlantis. Un ejército puramente disuasorio que en ningún caso podía hacer la guerra en el exterior. Un cargo que no le permitía siquiera tener acceso al Círculo de la Luz, ya que de su protección se ocupaban sus propias Guardianas.
Enfocó, entonces, su objetivo hacia Apsara, futuraDama de la Luz. Una boda con ella le hubiera dado la oportunidad de persuadirla para llevar a cabo sus planes y, puesto que la Dama era la máxima autoridad de Atlantis, con esa alianza superaría en poder al rey y podría volver el Consejo de Sabios a su favor. Nada le hubiera podido impedir ya el acceso y control del Círculo de la Luz y usar su energía para crear un ejército invencible con el que dominar el mundo.
El amor que Atlant’lun y Apsara se profesaban había frustrado también sus aspiraciones amorosas y, lleno de rencor, durante los veinte años de preparación hasta ocupar su cargo, había ido gestando su venganza.
Finalmente, Antarthos había logrado introducir subrepticiamente un ejército que tomó el reino. Asesinó a su hermano Atlant’lun y a sus hijos. Al no ser aceptado como nuevo rey, ejecutó también a los componentes del Consejo de Sabios, a los gemelos que habían sido elegidos en la última ceremonia vicenal y a los que podrían tomar parte en la siguiente, para evitar pretendientes futuros al trono.
La Dama se había encerrado en la sala del Círculo negándose a aceptar la rendición que se le imponía. Sintió un escozor en los ojos resecos, incapaces ya de derramar más lágrimas. ¿Cómo no había percibido aquel peligro? ¿Por qué su civilización estaba condenada a desaparecer? ¿Cuál había sido el pecado de los atlantes? Miles de preguntas sin respuesta ocuparon su mente. Atlantis había florecido en armonía al amparo de las piedras. La suya había sido una sociedad de luz. Jamás habían dañado a nadie conscientemente. Tal vez esa creencia de perfección era la que les había impedido tomar en consideración la posibilidad de un ataque desde las entrañas de la propia ciudad. Era mucho peor constatar que aquel a quien se le confió la protección del reino se hubiera convertido en su verdugo.
Mientras tanto, el traidor, al descubrir que no poseería la inmensa fuente de energía del Círculo de la Luz, y sabiendo que sin ella no tendría más poder que cualquiera de los soberanos de los reinos que pretendía conquistar, había decidido, en un arranque de ira, borrar todo vestigio de la Atlántida. Un nuevo rayo destruyó una de las almenas cercanas a la Cúpula. La Dama salió de su ensueño. Una vez más, se preguntó qué podría haber hecho diferente. Su principal prioridad había sido preservar el Círculo de la Luz. Durante el último mes, todos sus sueños eran premonitorios de una gran catástrofe de la que debía proteger las doce piedras madre que formaban el Círculo y los doce anillos de luz que guardaban, cada uno, dos versos del mantra de activación de este. Jamás pensó que Antarthos, aquel a quien consideraba su hermano, pudiera ser el artífice de la catástrofe. No podía entender su crueldad, el ensañamiento con su propio pueblo, y le causaba un dolor intenso saber que habían sido exterminados todos aquellos grandes seres merecedores del mayor respeto y consideración. Su último pensamiento fue para su esposo y sus hijos, de los que nada sabía y que jamás volvería a ver en esta vida.
Sentía, en su alma, el bálsamo de la convicción de que todas sus Guardianas de la Sabiduría y de la Luz de cada piedra habían conseguido su objetivo. En cada punto del planeta, las piedras madre tendrían protección y estarían custodiadas, junto a los versos de los anillos, hasta el día en que se dieran las condiciones necesarias para que el Círculo de la Luz pudiera ser activado de nuevo. Esta vez sería para el bien de todos los seres. Confiaba ciegamente en el triunfo de la luz.
No llegó a ver el nuevo rayo que destruyó la cúpula de oricalco. El portal de la Luz Arcoíris se abrió para ella y, segundos después de atravesarlo, el gran maremoto arrasó aquella orgullosa civilización que pretendía ser un ejemplo de armonía, equilibrio y equidad. A muchos kilómetros de distancia, las lágrimas brotaron en los ojos de las Guardianas que huían de los ejércitos de las sombras. Supieron, en el fondo de su ser, que la tragedia se había consumado; ya no tenían una patria a la que regresar. En ellas había recaído la gran responsabilidad de transmitir y mantener viva la llama de la luz de cada piedra madre. Dedicarían su vida a este objetivo. El sacrificio supremo de Atlantis debería permitir que la esperanza de la Luz se expandiera, algún día, por todo el planeta.
Con las sombras acechando, la batalla eterna había comenzado de nuevo.
El clan de las Robles
Guardianas de la Sabiduría Esmeralda
1927 - 1949
Capítulo 1
Luna llena del 16 de mayo de 1927.
Huir no había sido suficiente. Cuando la oscuridad se disipó, la abuela Robles, anquilosada por las largas horas pasadas en lo alto de la Sierra, seguía sumergida en el sentimiento de derrota. Sin respuestas. Se acercaba la tan esperada celebración, el gran día en el que su nieta cumplía veinte años. Durante la misma, tenía que realizarse la apertura de su tercer ojo a fin de cruzar el portal de Luz Arcoíris y ratificar el pacto entre las Guardianas de la Sabiduría Esmeralda y su clan de sanadoras tartesias. Pasó su lengua estropajosa por los labios resecos y luego se cubrió el rostro con las manos, acongojada, en busca de unas lágrimas que no querían salir para aliviar su dolor.
—No lo vi, ¿cómo no lo vi? —se repetía una y otra vez—. Si no hubiera estado tan segura de mis dones, no me hubiera confiado y mi nieta seguiría siendo virgen. Seré la responsable del fin del pacto con las Guardianas de la Sabiduría Esmeralda. Ya no hay remedio —se reprochaba.
—Madre, me tenía preocupada. Le traigo una infusión de las suyas por si la ayuda.
Luisa Robles entreabrió los ojos y miró el rostro demudado de su hija. Sus ojos enrojecidos le dijeron que, una vez más como en los últimos meses, había pasado la noche llorando. Intentó esbozar una sonrisa y aceptó el cuenco, agradecida.
—Ven, hija mía, siéntate un rato conmigo. Compartamos la infusión. —Sorbió un poco—. Sí, en su punto; es la adecuada. Vas a ser la mejor Guardiana de la piedra madre, no como yo…
—¿No me ha dicho toda la vida que recrearse en los errores impide avanzar? Usted es la Guardiana, levante el ánimo. Beba, madre, beba. Verá como si deja de culparse, encuentra la solución. ¡Estoy segura! —la cortó mientras, en su fuero interno, deseaba que fuera cierto.
Poco después de tomar la infusión, la mente de la abuela Robles pareció salir de su letargo. Recordó que había otro momento en el que se abría el portal por voluntad propia: unos segundos antes de abandonar este mundo definitivamente. Sintió la energía recorriendo su cuerpo y lo supo. Si ponía fin a su vida traspasando el portal, Lucía, a pesar de no ser virgen, podría acompañarla y renovar el pacto. No había otras opciones. Era la responsable del clan y debía preservarlo entregando su vida.
Unos años después.
La vida no es fácil para los seres que no siguen lo establecido por la costumbre; si además se es mujer, madre de una niña, y se vive sin marido, se puede ser considerada una desgraciada, o… algo peor.
Cuando, en 1930, Lucía Robles llegó con su hija de tres años al pequeño pueblo de El Gorjal, fue juzgada y sentenciada por todos estos hechos y algunos más. En principio, porque se instaló en casa de la tía Engracia, la vieja curandera de la comarca, que la presentó como su sucesora. Este hecho ya alejó de su entorno inmediato a las beatas y marcó una cierta distancia con los sectores más pudientes y cercanos a las esferas de poder. Pero lo que se consideró su mayor pecado fue su porte. Lucía era una mujer de veintitrés años, tan hermosa que no dejaba a nadie indiferente. Podría haber sido perfectamente una de las modelos de Romero de Torres, muerto ese mismo año: morena, tez de porcelana blanca, luminosos ojos verde esmeralda enmarcados por largas y espesas pestañas, con una mirada entre desafiante y atormentada. Su cuerpo esbelto, siempre moldeado por sencillos vestidos estampados que remarcaban su femineidad, despertaba las miradas lascivas de todos, desde los mozos a los ancianos; no tardó en convertirse en tema de taberna el ver quién sería el primero en conseguir sus favores. Nada de ello escapaba al conocimiento de sus novias y esposas, que volvían su ira contra ella y la consideraban una bruja roba hombres.
Lucía consiguió muy pronto un cierto renombre al ayudar a muchos que, por ser pobres, no tenían medios ni acceso a la medicina. Siempre iba provista de una gran variedad de ungüentos y tinturas que preparaba ella misma para ayudar a los enfermos. Su gran conocimiento sobre las hierbas medicinales y sus propiedades sanadoras, aceptadas por todos, le permitía recomendar con precisión sus remedios y atribuir a su administración la mejoría. Alejaba, así, la idea supersticiosa del concepto mágico que, asociado a la brujería, generaba desconfianza en algunas gentes demasiado imbuidas por el estricto sentimiento religioso que se imponía desde el púlpito.
El día a día fue transcurriendo en medio de una paz aparente. La instauración de la Segunda República, en abril de 1931, había parecido infundir la esperanza de cambio en algunos de los jornaleros, pero como siempre decía Anselmo, el cabrero: «Son cosas de la capital». Hijo de pastores, cuidaba los rebaños de varios amos; recorría los campos yermos o los rastrojos tras la siega, siempre ayudado por Lobo, su inseparable perro. Curtido por la solana del verano y los fríos del invierno, atacado de vez en cuando por las fiebres maltas contraídas, de muy joven, en la esquila, era un asiduo de los remedios de la tía Engracia y valoró los que le ofreció Lucía. Cada día se detenía con sus cabras para obsequiarlas con un poco de leche, y les pasaba el parte de los enfermos que necesitaban de sus servicios. Poco a poco, Lucía se había ganado la confianza de las gentes como curandera y sustituía, cada vez más, a la tía Engracia.
En otoño, más de un año después de su llegada al Gorjal, de regreso a casa, algo en su interior hizo que apretara el paso. Unas nubes siniestras engullían los últimos vestigios de sol al ocultarse tras las montañas. Se había demorado demasiado y sabía que muy pronto la oscuridad se apoderaría del valle. Sintió un escalofrío recorriéndole la columna vertebral. Prestó atención a su entorno. El lecho de hojas que se amontonaban en los márgenes del camino había comenzado a descomponerse a causa de la humedad.
Pero no fue el olor a podrido, ni el silencio intenso, lo que le cortó la respiración; se sintió acechada por la maldad, por una animalidad perversa que al amparo de las sombras se disponía al ataque. Lamentó no haber hecho caso cuando la tía Engracia le recomendó: «Lleva siempre una vara contigo, a saber qué bicha puede salirte por el camino». Con la rápida caída de la luz, los perfiles iban difuminándose con rapidez y todo a su alrededor tomaba una dimensión fantasmagórica. Sintió la necesidad de correr. «Ante un depredador, solo el miedo te transforma en presa», decía la abuela Robles. Intentó tranquilizarse. Respiró profundamente tres veces; a cada respiración fue ganando seguridad. Aflojó el paso apresurado que instintivamente había adoptado. Firmemente, decidida a no ser presa, con cada poro alerta, caminó hacia la amenazante mole negruzca que destacaba a un lado del camino. Reprimió un respingo cuando, apenas un minuto después, se vio asaltada por uno de los caciquillos del pueblo vecino. No tenía escapatoria posible y optó por un gesto audaz. El hombre en cuestión, palideció cuando sintió que su entrepierna era tomada al asalto; ante la promesa de secar su hombría si no la dejaba en paz, un miedo ancestral se apoderó de él que, incapaz de controlar sus emociones, comenzó a temblar y la soltó de inmediato. Tras proferir una amenaza de muerte si se lo contaba a alguien, se alejó frustrado y lleno de un odio exacerbado.
Lucía oyó los pasos del hombre alejándose, pero, lejos de sentirse mejor, la invadió un sentimiento de derrota. «Soy una Robles, he sido una ingenua al creer que podría darle una vida normal a Rosita». Por primera vez sintió su condición como un estigma.
—¿Acaso debería renunciar a todo lo que da sentido a mi vida? ¿Qué me quedaría entonces? —se preguntó.
Distinguió la silueta de la tía Engracia tras la luz del candil que se acercaba y agradeció sentir su presencia. No estaba sola y desamparada. Corrió hacia la anciana y, sin poder evitarlo, se echó a sus brazos sollozando.
—Me tenías preocupada, muchacha —susurró la anciana acariciando la cabeza que Lucía había apoyado en su hombro.
Mientras Lucía, ya camino de la casa, le contaba su encuentro y sus cavilaciones, Engracia agradeció, aliviada, que la oscuridad le ocultara a Lucía la crispación de dolor que recuerdos antiguos habían hecho aflorar en su rostro.
—¿Cree usted que me miran mal por mi oficio, y que si no fuera sanadora las cosas serían diferentes?
—No, Lucía. Tú, además de sanadora, eres mujer, hermosa y libre; esas son realidades que no te perdonarán ni unos ni otras porque despiertan sus malos instintos. —Había amargura en su voz—. ¿Por qué crees que enseñan a las niñas a soñar con un marido? Que las casen nada más se hacen mujeres. ¿Te has preguntado qué destino le aguarda a una muchacha sola? —Sintió un pinchazo en el pecho al pensar en la niña que fue—. No, Lucía. Ser sanadora te protege en cierto modo porque te necesitan y te temen a un tiempo.
Unas semanas más tarde, Lucía había tenido la primera pesadilla. Una sombra helada la acechaba y supo que el único camino era huir; huir siempre de las sombras. Proteger al tesoro de su corazón, su hija. Pero… Rosita se negaba a caminar, se soltaba de su mano. Aterrada, no tenía otra opción que volverse, afrontar aquellas sombras…
Aquella noche, ¿qué la despertó, la fría luz del rayo o el trueno posterior? Había saltado de la cama presa de una intensa desazón, y después de arropar a su hija había salido de la casa. Era una noche sin luna. La tormenta descargaba su furia. La cortina de rayos entrelazados era perseguida por el estallido del trueno casi inmediato que enmudecía el ulular del viento cargado de materiales en suspensión que azotaban cuanto encontraban a su paso. Le quemaban los ojos, pero, no acudieron las lágrimas ni la lluvia. Aquella tormenta seca parecía nacer de sus propias entrañas, necesitaba gritar y lo hizo, desesperada; hasta que, rendida, cayó de rodillas. Se ovilló en el suelo incapaz de articular un solo sonido más. El escozor de las escoriaciones por la gravilla que la azotaba y la quemazón de la tierra en la garganta, le hizo sentir el sabor de la muerte; fueron sus últimas sensaciones antes de perder la consciencia.
Las brumas apenas se disiparon mientras la tía Engracia lavaba sus cabellos, susurrando bálsamos de dulzura, aliviando luego, con ungüentos, su cuerpo y su alma. Y, en medio de todo, con voz angustiada, Rosita llamándola entre lloros:
—¡Mama, mama, despiértese!
—Ven aquí, niña. —Engracia le limpió las lágrimas y los mocos con ternura—. Tu madre, ahora, ya está bien. —Abrazó aquel cuerpecillo que tiritaba como polluelo caído del nido—. ¿Quieres dormir conmigo? ¿Sí?
En respuesta, Rosita, sollozando, se abrazó con más fuerza a su cuello.
Engracia entonó una melodía antigua y, a medida que desaparecían las lágrimas de la chiquilla, iban brotando las suyas. El recuerdo había regresado, ¿o era ella quien había retrocedido en el tiempo? Aquel cuerpecillo que descansaba entre sus brazos ya no era Rosita, sino su Adelina. El corazón de su hijita volvía a latir entre sus brazos. Cerró los ojos para mantener esa ilusión, pero el gozo duró solo un instante; de inmediato, se sintió con quince años, escapando de la jauría. Desesperada por llegar al río. Intentando proteger a su hija del azote de arbustos y zarzas. Rogando para que no la abandonaran las fuerzas y poder despistar a los endemoniados mastines que la perseguían rabiosos, azuzados por los peones que, con el amo a la cabeza, pretendían robarle a su niña y entregársela al ama que se había encaprichado de ella. Sabiendo, ya, que no lo conseguiría. Que eran demasiados y uno de ellos se ensañaría con su niña. Ya no podía sentir el dolor de las dentelladas en su propio cuerpo para cuando llegaron los hombres. No supo jamás si la ofrenda por parte del perro, del cuerpecillo roto de Adelina, satisfizo al amo o la imagen de su propia hija en las fauces del perro le persiguió el resto de sus días.
Un movimiento de Rosita la trajo a la realidad, pero su mente todavía viajó al mundo de las brumas, al sentimiento de abandono de todo deseo de vivir. Un mes después, al recobrar la consciencia, supo que las Robles la habían encontrado mientras recolectaban hierbas. Habían luchado para mantenerla con vida y, dada la gravedad de sus heridas y lo doloroso de las curas, la habían mantenido en la semiinconsciencia. No hablaron de su hija y ella no preguntó. Luisa Robles, dos años menor que ella, se ocupó de todas sus necesidades con esmero. Silenciosa cuando detectaba que su dolor venía del alma. Cálida mientras alejaba sus pesadillas. Entre ambas se había creado un vínculo que las hermanaba. Se apoyó en ella durante los cinco años en los que permanecieron juntas y, poco a poco, dejó de ser la sirvienta huérfana, y aprendió a sanar, a usar remedios naturales… y… El sueño rindió sus últimas resistencias y se apoderó de ella.
Pasó una semana antes de que la fiebre remitiera y Lucía pudiera tragar alimentos sólidos.
No abrió su corazón a la tía Engracia y ella, una vez más, no preguntó, porque sabía que algunas cosas no se pueden explicar con palabras. Descubrió, desde el primer momento, indicios de amargura en Lucía, e intuyó que Luisa había tenido sus motivos para enviárselas. Tras tantos años de soledad, tomó la presencia de ambas como un regalo de su amiga y optó por cuidarlas y darles tanto amor como le fuera posible.
Dos años después, Lucía había aprendido a convivir con sus pesadillas. Poco a poco descubrió que, cuando se repetían, eran mensajeras de peligros que estaban en su mano evitar y llegó a la conclusión de que su abuela había usado esta capacidad en múltiples ocasiones.
En este día primaveral de 1934, fueron los de la Masada de la peña los que necesitaban ayuda. Según le contó Anselmo, el único hijo de los ancianos, había tenido que emigrar a las américas tras una pelea con el hijo de los de la Casa grande y estaban solos a su suerte. Así que Lucía se dirigió hacia allí a primera hora del día. Las puertas y ventanas cerradas le hicieron pensar que era algo serio. Llamó a la puerta y le preocupó no recibir respuesta. Un débil quejido desde el interior la urgió a entrar. La pesada puerta, algo descolgada de sus goznes, cedió con dificultad y se encalló en una de las losas del suelo mientras chirriaba al tropezar con las piedrecillas que lo sembraban. El frío y el hedor a estancia cerrada la estremecieron. Cada vez más preocupada, intentó abrir al máximo y subió al piso. Tuvo que tantear con cuidado a su alrededor para evitar tropezar con los escasos muebles y llegar al ligero resplandor que se colaba por el borde inferior del ventano. Realizó varios intentos antes de conseguir abrirlo.
—¡Quién va!
Oyó la débil voz del anciano.
—No se apuren, soy Lucía, vengo a ayudarles.
Intentó tranquilizarles mientras descorría la pesada cortina que comunicaba la cocina con la alcoba. A pesar de que había abierto la ventana, tuvo que hacer un gran esfuerzo para retener la arcada que el olor rancio a orines y miseria le habían provocado.
Una lágrima se escapó de sus ojos ante el estado lamentable en el que se encontraban, las ropas revueltas de cama apenas cubrían sus cuerpecillos escuálidos. Mientras la anciana ocultaba su rostro en el pecho de su marido, el tobillo hinchado y amoratado del hombre atrajo la atención de Lucía. Se acercó con cuidado para no pisar los orines derramados por el suelo. La frente de la abuela Paca quemaba por la fiebre y sus ojos vidriosos intentaron enfocarse en Lucía al notar su mano. Intentó hablar, pero apenas pudo emitir un suspiro. Lucía comprendió que la anciana estaba casi ciega. Intentó decirles alguna palabra de ánimo, pero un nudo doloroso le atenazaba la garganta y tuvo que hacer un gran esfuerzo para sobreponerse.
Apartó, con cariño, una greña del rostro de la abuela Paca y balbució un «ya, ya…», mientras cerraba los ojos y se concentraba en sus emociones para superar la congoja ante tanto dolor. Se dirigió a la ventana y llenó sus pulmones del aire fresco matinal que ya comenzaba a emitir efluvios florales. ¿Por dónde empezar? No podía dejarse llevar por el desánimo. Inspiró y expiró tres veces y, llena ya de la determinación y energía necesarias, tomó el control de la situación.
Lo primero era hidratarles; fue a buscar agua fresca y mojó los labios agrietados de ambos. No pudo encontrar paños limpios en el arcón donde guardaban la ropa, por lo que de entre las escasas prendas eligió la más raída para proveerse de ellos. Después de darle unas gotas de su remedio de sauce para la fiebre, colocó un paño húmedo sobre la frente de la anciana. Con un emplasto de arcilla roja y vinagre, cubrió el tobillo inflamado del anciano que se había caído al bajar para alimentar a los animales y tenía una torcedura que apenas le permitía moverse.
Era preciso limpiar la casa para evitar que aparecieran las pulgas. Encendió el fuego y puso agua a hervir. Después de asearles, ayudó a los ancianos a sentarse en el banco junto a la lumbre. Sacó el colchón humedecido al sol. Al retirar la ropa de la cama, tuvo que rescatar el recambio de sábanas que encontró en la tina de la ropa sucia porque tenía mejor aspecto que el actual; fregó el suelo de la alcoba y, mientras el sol secaba el colchón, recogió los huevos y se proveyó de las verduras del pequeño huerto para preparar un caldo. Luego se ocupó de los animales.
Cuando Lucía, rota de cansancio, abandonó la casa, los ancianos la despidieron entre lágrimas de agradecimiento; el pie, masajeado con el ungüento y vendado, apenas dolía; tras el alivio producido por el baño de asiento, tal y como había visto hacer a su abuela, había usado su medallón de esmeralda durante un buen rato para aliviar los ojos de la anciana. La comida caliente que les preparó Lucía fue como un regalo después de tantos días en los que por todo alimento habían tomado algo de embutido. Ambos, confortados, se sentaban ahora ante la chimenea bien provista de leña tomando sus infusiones de hierbas. Cuando Lucía se despidió de ellos, esa tarde la casa estaba llena de luz y las sábanas limpias ondeaban al viento.
Se dirigió a la escuela para recoger a Rosita. No había sido fácil que la admitieran pero, por suerte para ellas, tiempo atrás, uno de los terratenientes había tenido una mala caída en el campo y Lucía encontró al hombre roto de dolor.
—Permítame que le ayude. Tiene el hombro dislocado.
—No te acerques, bruja, ni se te ocurra tocarme.
—Si estuviera perdido en un desierto, ¿rechazaría el agua de un infiel? Pues déjese de zarandajas que, lo que aquí pase, aquí se queda.
Sin mediar una palabra más, se situó tras él y le colocó el hombro en su sitio.
El primer impulso del hombre, ante el gran dolor experimentado, había sido el de soltarle un bofetón. Y a punto estuvo, pero le detuvo el hecho de que era el brazo derecho, el mismo que segundos antes era incapaz de mover sin ver las estrellas y los fuegos del infierno.
—Pídeme lo que quieras, mujer.
—No creo que tenga suficiente influencia como para conseguir que permitan a mi hija ir a la escuela. Use un cabestrillo y procure descansar ese hombro durante al menos una semana.
Sonrió ante estos recuerdos. No había sido fácil morderse los labios cada vez que Rosita se resistía a entrar en la escuela o salía llorando. Ya no sabía cómo convencerla de que sería algo pasajero, que acabarían por aceptarlas. Comprendía que no podría protegerla siempre de la maledicencia de las gentes, pero confiaba en que, como dice el dicho: «Lo que no te mata, te hace más fuerte». Quería creer que encontrarían su lugar; era cuestión de tiempo y paciencia. Se paró un instante junto a la tapia de la primera casa del pueblo, ya era un ritual aspirar el aroma del jazmín; cerró los ojos e hizo una inspiración profunda; era un momento de goce, ese pequeño pero necesario instante en el que el perfume impregnaba sus sentidos, todo su ser; después, pasaría con cuidado bajo la ventana de la tía Matilde. Sonrió. La buena mujer le lanzaría un escupitajo; era su manera de agradecerle que hubiera curado su dolencia sin que sus vecinos se apercibieran de su agradecimiento.
Los corrillos de mujeres, casi todas enlutadas de la cabeza a los pies, que aguardaban junto a la puerta, la miraron con envidia y pretendido desdén; se produjeron cuchicheos y silencios. Nada de esto la afectaba, ya, en lo más mínimo; antes bien las compadecía, eran siervas; entendía por qué las Robles jamás habían perdido su libertad casándose.
Con gran algarabía salieron las niñas; poco después lo hizo Rosita, llorosa, despeinada, con el mandil roto y arañazos en la cara y las manos. Con el ceño fruncido y los labios apretados, miró a su madre con rencor; era fácil decirle que no hiciera caso de las burlas, ella no había estado allí esa mañana:
—Rosita, dime el Credo.
—Credo en Dios Padre, todo poderoso…
—Mal, mal, mal, —la interrumpió la maestra mientras golpeaba con saña la regla sobre la mesa—. Si es que eres una descreída; Si no quieres aprender, cualquier cosa para no decir las oraciones. ¡Qué se puede esperar de la hija del diablo y de una bruja! —Se santiguó encolerizada—. ¡Dios, qué cruz!
Pero ella se sabía el Credo de carrerilla. Lo había repasado cien veces con Engracia y no estaba dispuesta a dejar que insultaran a su madre.
—Sí que me lo sé. Creo en Dios Padre… —intentó declamarlo.
—Encima, respondona. A mí me debes respeto. ¡De cara a la pared! —gritó la maestra, furibunda, mientras las demás niñas se reían sin disimulo.
En la hora del patio todo había ido a peor. Tuvo que soportar las burlas y los empellones, los tirones de pelo hasta que ya no pudo más y se lanzó sobre la mayor que lideraba la horda de hienas. Fue un visto y no visto, todas se abalanzaron sobre ella y le llovieron arañazos y patadas sin que la maestra interviniera para evitar la pelea desigual que ella misma había fomentado al reprenderla sin motivo.
Lucía, al ver el estado de su hija, enfurecida, se dirigió a la maestra echando fuego por los ojos y la maestra retrocedió hacia la escuela y se encerró a cal y canto. Intentó abrazar a su hija, pero esta la rechazó:
—Es su culpa, la odio. ¡Es por ustéque las niñas me pegan y no quieren jugar conmigo!
La niña salió corriendo hacia casa sin querer caminar a su lado. Para Lucía, el rechazo de su hija era extremadamente doloroso. La había traído a este pueblo con la intención de comenzar una nueva vida. No podía permitir que la abuela Robles influenciara a Rosita, que limitara su mundo. Lucía quería que Rosita se relacionarse con chiquillas de su edad y se había enfrentado a su abuela a causa de eso. Necesitaba alejarse de la abuela Robles. Se juró a sí misma que su hija sería libre de elegir su vida y a quien amar, cuando y como decidiera.
—Mira que eres cabezota, Lucía. Las Robles somos herederas y guardianas de una tradición. Tenemos un compromiso de por vida.
—Pero, abuela, ¿por qué no podemos llevar una vida normal?
—¿Normal? ¿Acaso crees que cualquier mujer no daría parte de su vida por tener un poco de lo que tú rechazas? Rosita necesita educarse sin ideas encorsetadas. Madurará poco a poco y asumirá sus responsabilidades. ¿Acaso a ti te faltó algo? Así ha sido siempre y así debe seguir. —había dicho la abuela Robles para zanjar el tema.
Lucía no quiso escucharla. Jamás se había planteado cuestionar las decisiones familiares antes de que le impidieran vivir su gran amor con el padre de Rosita. Ahora sentía que le habían robado el derecho a ser feliz junto a él y quería que Rosita pudiera elegir llegado el día. Había sido una dura batalla. Aceptó la condición de vivir junto a Engracia mientras Rosita fuera una niña; tampoco tenía un lugar mejor donde establecerse. Nada había resultado según sus sueños y ahora todo parecía volverse en su contra. «¿Cuándo terminará este castigo?», se preguntó intentando desechar pensamientos dolorosos.
Al llegar a casa, Rosita, sentada junto a la tía Engracia, estaba intentando enhebrar la aguja con la que la anciana pretendía zurcir las medias ya mil veces remendadas; sintió en su corazón el pinchazo de los celos al ver la expresión de amor en los gestos de la niña, las risas compartidas.
—Rosita, ¡quien tuviera tus ojos! La de rato que llevaba intentándolo sin conseguirlo y tú, míralo, en menos de un pestañeo, hecho. Esto bien merece una merienda de pan con vino.
—Y azúcar, abuela, con mucho azúcar —rio la niña, que ya había olvidado sus desdichas.
—El dulce no puede faltar, niña, que bastante amarga puede resultarnos ya la vida.
La tía Engracia guardó el dedal y el huevo de madera con la media en el cesto de costura y, con la niña tomada de su mano, se dirigió al interior de la casa no sin volverse levemente hacia Lucía y guiñarle un ojo cómplice que disolvió el pinchazo de los celos en agradecimiento.
Lucía observaba la influencia positiva que ejercía la tía Engracia en Rosita. Admiraba la paciencia con que respondía a sus interminables preguntas y los trucos para aprender mediante cancioncillas. Tampoco podía competir con ella contándole cuentos. Su gracia y su chispa hacían feliz a la niña, y casi siempre caía rendida con una sonrisa en los labios. También a ella le prodigaba gestos cariñosos. Era imposible no dejarse acoger bajo su ala.
Algunas veces, Lucía veía pasar una nube negra por los ojos de Engracia y sabía que ella buscaría derrotar a sus demonios en la soledad del monte. Siempre regresaba antes de anochecer y se acostaba en silencio; por eso, cuando aquel día su ausencia se prolongó, Lucía comenzó a inquietarse. Con las primeras luces salió en su búsqueda. Había pasado una hora cuando encontró el primer vestigio de su paso: su mantón estaba enganchado entre los zarzales. El relente de la noche lo había humedecido y rogó por que hubiera encontrado un refugio donde guarecerse. Más adelante, descubrió huellas de jabalís y extremó sus precauciones para evitar un mal encuentro. Comenzó a llamarla, pero nadie respondió. Todavía pasó media hora antes de que la encontrara en el fondo de un talud. El corazón le dio un vuelco al ver su rostro cubierto de sangre; se había golpeado la cabeza en la caída y presentaba una herida justo en la raíz del pelo. Su aspecto era lamentable. Con las medias desgarradas y las ropas hechas girones, temblaba delirando por la fiebre.
Lucía desinfectó la herida y la revisó en búsqueda de otras lesiones; lo que vio la llenó de congoja: aquel cuerpecillo menudo estaba cosido por los costurones de las cicatrices. Uno de sus pechos había desaparecido por completo. Engracia se ovilló intentando cubrirse para proteger su intimidad, y Lucía la arropó con su propio mantón y le dio a beber unas gotas de su inseparable remedio a base de corteza de sauce para la fiebre y el dolor. El regreso a casa no fue fácil por más que Engracia no pesaba más que un pajarillo Engañista. Lucía sacó fuerzas que no creía poseer. Engracia tardó varios días en reponerse lo suficiente para tomar conciencia de lo ocurrido, y miró a Rosita, que no se apartaba de los pies de su cama. Al volverse hacia Lucía, esta leyó en sus ojos tristes la pregunta muda.
—Estaba dormida, tranquila —le susurró Lucía enjugándole la lágrima que se le había escapado.
Comprendió que, en su lugar, tampoco desearía mostrar esas cicatrices.
* * *
Una vez más, la noche había resultado demasiado larga. Despertó en medio de aquella nueva pesadilla que parecía perseguirla en los últimos meses, y únicamente conseguía recuperar la calma observando el descanso tranquilo de Rosita. Sabía que debía tener en cuenta los sueños que la advertían de la barbarie a punto de desatarse; no podía creer que hubiera tanta maldad en aquellas gentes. Tan solo la mala salud de la tía Engracia después del episodio del bosque, la retenía en aquel lugar.
En el inicio de 1936, el invierno fue especialmente inclemente y se llevó consigo a varios ancianos, también a la tía Engracia. Lucía la lloró en su corazón como si de su propia abuela se tratara. Rosita quedó destrozada. Se hundió en una apatía impropia de sus ocho años. Engracia había sido lo más parecido a una amiga, su compañera de juegos. Se sentía segura y confiada junto a ella. Nada malo podía llegarle si la tenía a su lado. No derramó ninguna lágrima. No podía comprender por qué se había ido de su vida y no quiso aceptarlo.
Los sueños de Lucía se fueron perfilando. Si ahora, tras la muerte de la tía Engracia, aquel que se consideraba a sí mismo como representante de Dios se había negado a que fuera enterrada en el camposanto y nadie dijo ni mu, siendo como era una mujer sin maldad y a la que quién más quien menos le debía alguna ayuda, ¿qué sería de ellas cuando se desatara el horror? Desde la muerte de Engracia le era cada vez más difícil hacer frente a la actitud cobarde de aquellas gentes.
Las imágenes del sueño regresaron vívidas: la muerte de inocentes a manos de seres faltos de corazón y sentimientos. Unos seres grises, con mentes grises, autómatas de las bajas pasiones.
Por ello, al llegar la primavera, cuando los sueños premonitorios le mostraron la ya más que próxima barbarie, y siendo consciente de que era respetada más por miedo que por sus cualidades como sanadora, habló con Anselmo el cabrero.
—Anselmo, a no tardar mucho, tendremos que marcharnos de aquí. Algo muy malo se avecina y estará usted en peligro por su amistad con nosotras. Ahora que hace mejor tiempo, es el momento para viajar. ¿Tiene familia o un lugar a dónde ir?
—¿A dónde voy a ir? —respondió Anselmo tomándola de las manos con gesto apesadumbrado—. Ya soy demasiao viejo pa hacer cambios. Desde que me se murió la mujer solo me quedan las cabras, los sitios que me recuerdan a ella y cuidar su tumba. Hija, soy gato viejo y ya barruntaba algo: las avispas acabarán por comerse a las laboriosas abejas. ¡Vete tú cuanto antes! No permitas que puedan robarte la miel de tu sonrisa; escamparé que Rosita tiene viruelas.
—Pásese a la vuelta para que le de sus remedios. Le voy a echar mucho de menos… —se le rompió la voz a Lucía.
Anselmo no le respondió; se había vuelto de espaldas para ocultar una lágrima que quería escaparse de sus ojos cansados.
Lucía decidió salir antes del amanecer hacia el refugio secreto de las Robles, donde se habían ocultado antes del nacimiento de Rosita. Su corazón latía precipitado ante la expectativa de regresar a aquel lugar al que se había jurado no volver jamás. Sin embargo, todo le decía que era la única opción. Preparó sus pocas pertenencias con cuidado, tuvo que eliminar lo que no fuera esencial; el trayecto era largo. Apenas hacía dos horas que había conciliado el sueño cuando despertó a Rosita.
—¿Qué pasa? Déjeme dormir. Tengo mucho sueño. ¡Si es casi de noche! ¿A dónde vamos? —refunfuñó Rosita.
—Luego te lo cuento, tómate la leche.
Capítulo 2
El camino no era fácil, pero, vencidas las primeras resistencias de Rosita, todo mejoró. El tiempo acompañaba.
—Mire, madre ¡soy un pájaro guía! —gritaba mientras corría hacia adelante elevando las alas.
Evitaban los caminos principales y realizaban, incluso, algunos rodeos, para despistar a posibles perseguidores.
—¿Falta mucho para llegar? Tengo ganas de dormir en una cama blandita, para variar —se quejaba Rosita cada noche—. Madre, ¿estará la abuela Engracia viéndonos desde el cielo? —se entristecía instantes antes de caer rendida por el cansancio y el derroche de energía durante el día.
Estarían casi un mes de marcha. La despreocupación y alegría de Rosita aligeraban los temores de Lucía de dejar posibles rastros y que alguien pudiera seguirlas.
Diez días después de su partida, las nubes oscurecieron el cielo durante toda la mañana. El aire olía a tormenta y Lucía decidió que tenían que encontrar refugio de inmediato. Además, los víveres que había llevado consigo estaban a punto de agotarse. Una hora después divisaron un Mas. Corrieron hacia él al sentir las primeras gotas de lluvia. Antes de que pudieran llegar la tormenta comenzó a descargar toda su furia. Se refugiaron en el establo empapadas.
Un perro comenzó a ladrar y poco después apareció el masovero, con una escopeta de caza, dispuesto para el disparo.
—Pero, qué cojones… ¡Por los clavos de Cristo! —exclamó el hombrecillo sorprendido.
—Perdóneme, señor. No encontrábamos dónde refugiarnos de la tormenta.
—Pues chorreando como estáis os podíais haber dignado a venir a la casa y me hubierais ahorrado el susto y la mojadina. ¡Ala! vamos pa casa, que aún cogeréis una pulmonía. Y tú, niña, deja de esconderte, que no soy el ogro del cuento.
—La escopeta… —balbuceó Rosita.
—Chica lista. —Sonrió bajando el arma—. Venga, que la mujer tendrá algo dulce pa quitarte el susto.
Una vez secos, tuvieron que satisfacer, convenientemente, la curiosidad del matrimonio sobre su presencia en el lugar. A su vez, la mujerona, previsora y práctica, había añadido patatas para alargar el guiso y poder compartirlo con ellas. De vez en cuando, Rosita miraba hacia el fogón mientras la boca se le hacía agua con el delicioso aroma de la comida, y se preguntaba si el hombre se acordaría del dulce que le había prometido.
La lluvia se prodigó durante todo el día, por lo que se quedaron a pasar la noche. Rosita, al poder dormir en una cama, se sintió de nuevo en casa de Engracia, y en sus sueños revivió los momentos felices a su lado. Amaneció con el cielo todavía gris, y los campos embarrados desaconsejaron continuar su viaje. A media mañana, Lucía oyó los gritos del masovero llamando a su mujer desde la cuadra. La burra presentaba mal aspecto; se había puesto de parto durante la noche y solo asomaba una de las patas delanteras. Lucía se hizo cargo de la situación:
—Dejen que les ayude. Sé qué hay que hacer.
Pidió a la mujer que trajera agua y jabón mientras ella recogía su macuto de remedios y regresaba junto al pobre animal. Después de tranquilizar a la burra con susurros y caricias, Lucía se lavó las manos e introdujo su mano enjabonada en la vagina del animal. Cuando consiguió desligar la otra pata del cordón umbilical, esta consiguió su objetivo de salir y poco después emergió la cabeza del pollino. Lucía limpió el moco de sus narices para facilitarle la respiración y, con palabras dulces, fue animando a la madre y al pollino para completar la ardua tarea.
—Mejor dejarlos ahora, todo va bien.
—Madre, ¿puedo ver al burrito, por favor?
—Sí, un momentito, pero no lo toques.
Poco después de ponerse de pie, el pollino comenzó a mamar.
—¡Buenas chicas! El calostro le protegerá de infecciones. Estaré al tanto de que expulse bien la placenta —comentó Lucía.
—¿Cómo podremos agradecerte…? —dijo la mujer.
—¿Cómo agradecerles nosotras su acogida?
Poco después, al llegar a la casa, la masovera les había preparado tacos de jamón y queso, aceitunas, turmas en vinagre y vino rancio para celebrar el acontecimiento.
Mientras comían, el masovero le revolvió el pelo a Rosita y le preguntó:
—¿Quieres ponerle tú el nombre?
—¿Puedo? —respondió emocionada—. Me gustaría llamarlo Rayo porque así me acordaré de él y ya no les tendré tanto miedo como el otro día.
El hombre asintió muy serio y se sacó un trozo de regaliz del bolsillo.
—¿Creías que me se había olvidao? Pero para después de comer, ¿eh? —sonrió para sus adentros.
Rosita no cabía en sí de gozo.
Al día siguiente reiniciaron la marcha con la alforja llena de alimentos.
—Madre, ¿y no podríamos quedarnos con ellos? Son tan buenos…
—Algún día lo entenderás. Ahora debemos seguir nuestro camino. Guárdales en tu corazón. La vida nos ha regalado estos momentos. Experimenta la alegría sin empañarla con el sentimiento de pérdida.
—¿Cómo sabía qué hacer con Rayo?
—No sé explicarlo. Son cosas que aparecen en mi mente. Tal vez su madre me guio. Apenas la toqué, lo supe.
«Puede que lo haya heredado de mi abuela», pensó.
—¿Es igual con las personas?
Lucía se quedó perpleja con la pregunta porque no se había parado a pensar en ello. En su corazón se abrió una puerta a la esperanza, pues, por primera vez, Rosita se había interesado por su trabajo. Lucía sintió, emocionada, que aquel viaje las había acercado y que, a partir de entonces, tal vez, todo cambiaría entre ellas.
Una semana después, caminaban por una senda cuando se cruzaron con un gañan montado en una mula; su gesto y la mirada directa sin disimulos a sus pechos hizo poner en guardia a Lucía. Apenas le vieron tomar la curva, apretó el paso y, arrastrando a Rosita campo a través, intentó encontrar un lugar donde esconderse.
El llanto desconsolado de Rosita y sus protestas incrementaban la angustia de Lucía por el peligro de ser descubiertas. Tenían que llegar a la zona boscosa donde las huellas no fueran tan manifiestas. Temía volver la vista atrás y descubrir al hombre. Cuando por fin encontró un lugar que le pareció seguro, respiró aliviada, pero no por ello bajó la guardia. Se sentía vulnerable; esa noche no encendieron fuego. Cada vez que recordaba aquella mirada, un escalofrío recorría su columna vertebral. Se mantuvo alerta hasta el amanecer.
Cuando los perfiles de la Sierra de Albarracín se hicieron visibles, pudo, por fin, sentirse a salvo. Las espigas se doblaban por el peso del grano en los campos, ¿Cuántos de ellos serían pasto de las llamas? Ella no lo sabía con seguridad, pero… el dieciocho de Julio estaba tan cerca…
No era fácil llegar a la gruta cuya existencia se había transmitido de madres a hijas desde los tiempos de la Inquisición. El cielo sereno y limpio de nubes evitó el peligro de que, en caso de tormenta, una avenida de agua las atrapara. El único camino era la pequeña senda intermitente entre las rocas y el lecho del río. Rosita protestaba cada vez que tenían que mojarse en las, todavía, heladas aguas. Hicieron un alto para comer algo. Mientras se secaban, el sol arrancaba brillos de plata de la transparente superficie. Lucía respiró con fruición el aroma de la menta silvestre que crecía en aquel remanso del río. Se dejó llevar por el rumor del agua mientras cerraba los ojos y ofrecía su rostro a la calidez del sol. Rosita la interrumpió:
—¡Mire, madre! ¡Hay pececillos en la orilla!
—Les gusta el agua calentita como a ti —sonrió Lucía.
Media hora después, tras un dificultoso ascenso a causa de las piedras sueltas, al fin alcanzaron un puente natural y pudieron vadear el río. Una vez en el bosque, el paisaje fue cambiando con rapidez. Las rocas rojas dificultaban el paso entre los pinos a medida que se acercaban a la zona montañosa. Las grandes moles de arenisca de rodeno rojo pronto las obligaron a dar un rodeo hasta alcanzar el paso deseado. Era una de las grietas entre dos rocas por las que apenas pasaba una persona; eran peligrosas si no se sabía en qué momento se debían abandonar para subir o bajar de nivel. Las zarzas y arbustos que crecían salvajes a su entrada eran elementos lo suficientemente disuasorios para las gentes que habitaban cerca de esos parajes. Eran del todo imposibles de localizar sin tener conocimiento previo.
Rosita comenzó a temblar cuando Lucía la empujó hacia el interior de la cavidad. No fue fácil conseguir que se introdujera en el pasadizo. Algo en su interior despertó un terror casi atávico, una memoria olvidada de dolor casi paralizante. Intentó escapar y se defendió dando patadas y mordiscos mientras gritaba hasta desgañitarse, pero no le sirvió de nada y tuvo que rendirse ante la determinación de su madre. Cuando después de un rato caminando, apartó una roca y la hizo gatear hacia el interior, comenzó a llorar: no la consolaban en lo más mínimo las palabras dulces con las que Lucía intentaba tranquilizarla. Dos metros después, pudieron ponerse de pie. Lucía vertió agua en el candil de carburo que estaba guardado en una oquedad y lo encendió con el mechero de yesca. Tras colocar de nuevo la piedra en el hueco de entrada, la oscuridad quedó rota por la llama viva del candil, que era usado por los mineros en las profundidades de las vetas por su luminosidad y bajo consumo de oxígeno. A partir de allí, era imposible orientarse sin luz.
—No tengas miedo, cariño. Vamos al lugar dónde naciste, es un lugar mágico, ya lo verás. Estaremos bien aquí.
—No, no y no, no me gusta, madre. No quiero. No —gritaba entre lloros desconsolada.
Tenía que llevar a Rosita casi a rastras porque la niña era incapaz de dar un solo paso a causa del terror que la invadía mientras parecían adentrarse en las entrañas de la tierra. Su actitud no cambió ni cuando llegaron a su destino. Una gran bóveda de mineral blanco coronaba aquel espacio de generosas proporciones donde reinaba un microclima especial que apenas sufría variaciones con el cambio estacional. Tal vez por reflexión difusa o por alguna otra ley física, los rayos de sol se filtraban desde diferentes ángulos creando un efecto de luminosidad que inundaba la sala. La ventilación permitía incluso encender el hogar para cocinar ya que el humo se difuminaba por el laberinto de chimeneas y se disipaba sin llegar a hacerse visible desde el exterior. Aquel que, para Lucía, ahora era un lugar mágico y protegido, para su hija era lo más parecido al propio infierno. La tristeza se apoderó de su rostro al recordar los primeros meses de su estancia obligada durante el embarazo de Rosita; podía ver en la niña su propia rebeldía de entonces.
Lucía estaba convencida de que la actitud de su hija cambiaría con el tiempo si podía transmitirle sus propios recuerdos felices de infancia. Una vez instaladas en la gruta, dirigió su atención hacia los aspectos prácticos: hizo inventario de todo cuanto estaba en buen uso todavía, alegrándose de haber dejado la mayoría de los utensilios que habían acumulado mientras la habitaron. Naturalmente, los roedores habían hecho de las suyas y los capazos de esparto se tendrían que rehacer, pero los cestos de mimbre podrían volver a utilizarse y en los baúles se había conservado alguna ropa de cama y abrigo gracias a la provisión de ramitas de Sabina Albar que la abuela Robles se empeñó en colocar a última hora, para evitar la polilla.
Todo a su alrededor le traía recuerdos. El eco de las voces y las risas reverberaba todavía en su mente cuando fijó su atención en la alacena; allí estaba el cuenco de su madre; lo acarició, su tacto frío la devolvió al presente y miró a Rosita, que la observaba con gesto adusto, los ojos entrecerrados, los labios apretados y los puños muy cerrados… La inundó un sentimiento de pérdida. Echó de menos la presencia de su madre y la de la abuela Robles. Le dolía que su abuela se hubiera ido así, que fuera incapaz de comprenderla, de ceder ni una sola vez. El alivio de no sentirse fiscalizada en todas sus acciones había sido una victoria demasiado efímera. No había podido librarse del sentimiento de culpa por las consecuencias que seguir a su corazón, en el pasado, había ocasionado a su familia. Había creído ver, en los ojos de su abuela, la acusación siempre presente por el sacrificio de su madre, y esto había sido una losa de la que le era imposible desprenderse incluso ahora. También había fracasado en su intento de darle una vida normal a Rosita. Sin embargo, ahora era importante mantenerse ocultas. Estaba segura de que les iba la vida en ello. Su convicción le daba fuerzas para afrontar la actitud irascible de su hija.
—Rosita, ¿quieres ayudarme a hacer tu cama?
—Madre, por favor, vámonos de aquí. No puedo respirar. Esto parece un cado para animales.
Rosita había retomado sus protestas. Intentó calmarla, pero la niña no atendía a razones. Cualquier intento de abrazo, cualquier gesto cariñoso era rechazado con saña. La dejó por imposible. Lo importante ahora era adecuar el lugar. Las tinajas de barro, que por su tamaño debieron de ser hechas allí mismo, tenían que fregarse para poder usarlas; unas para el agua, otra para aceite, y la de la alacena más alta, la de la miel... Anselmo, pobre Anselmo, se entristeció al pensar en el buen hombre.
Más tarde, se puso en contacto con las personas de confianza que había conocido en su día. Era gente sencilla que habitaba en las masías lejanas a los pueblos y tras proveerse de sal, aceite y otros alimentos, les advirtió de la llegada de malos tiempos. Les ofreció su ayuda como sanadora, usando los canales habituales años atrás y les rogó su discreción.
El rechazo manifiesto de Rosita ante cualquier intento de explicarle los motivos de su estancia allí y suavizar la situación trajo a la mente de Lucía el recuerdo de su propia cabezonería. Se había encerrado en sí misma sin atender a razones hasta el punto de no recordar apenas lo sucedido antes del día en el que despertó sin su madre. Sintió un pinchazo en el corazón; ese día, aunque la adoraba, no se había permitido derramar ni una sola lágrima por su pérdida.
Le dolía el sentimiento de que, desde el sacrificio de su madre, Luisa Robles ya no era la abuela a la que idolatraba, la que había guiado sus propios pasos durante su infancia. No había aparecido ni una sola vez más la sonrisa en su boca o en sus ojos, antes bien, podía leer en ellos el reproche. Le recordaban constantemente que era la responsable de la muerte de su madre. El muro de incomprensión entre ambas se había hecho cada vez mayor. Lucía despreciaba todo lo que le llegara de ella y rechazaba sus intentos de enseñarle cómo usar las nuevas capacidades que, según ella, debía integrar en su aprendizaje:
—Tienes que comprenderlo, Lucía, lo que hice fue siempre por tu bien, aquel era un ser oscu…
—Porque lo diga usted —la había cortado indignada haciendo oídos sordos a todo cuanto pudiera decir.
Sí, aquella había sido su actitud y ahora, por desgracia, se reconocía en su hija.
Una semana después, llegaron las primeras noticias del levantamiento militar. Sus sueños comenzaron a tomar forma. Los golpistas desencadenaron a la bestia, aunque en aquella zona no se dieron grandes batallas. Lucía tomó siempre grandes medidas de seguridad, sin dejar por ello de atender a todo aquel que de uno u otro bando solicitó su ayuda.
Pasaron dos meses antes de que Rosita tuviera un sueño normal, sin pesadillas. El terror que le inspiraban los pasadizos había hecho que se negara salir si lucía no la obligaba. Cuando Lucía salía a por agua u otros menesteres, ella se quedaba escondida en un rincón sin apartar la vista de la entrada de la sala, creyendo, a pies juntillas, que si se movía o apartaba la vista llegaría un demonio.
Se inició una etapa en la que intentó inculcar a Rosita el conocimiento de las hierbas. Los alimentos vegetales, bayas, setas, productos que, de una u otra manera, formaban parte importante en su alimentación, y las destinadas para su uso como remedios para diferentes dolencias. Sin embargo, resultaba una tarea un tanto árida puesto que Rosita había adoptado una actitud tan negativa que se hacía imposible conseguir el más mínimo interés por su parte.
Lucía explicaba y explicaba: características, tiempo de recolección, secado y almacenaje, propiedades de cada parte de la planta. Cuando usar infusión o decocción, aceite esencial, tintura, pomada… Era como pensar en voz alta, pero confiaba en que algo quedaría en su mente. No sabía cómo llegar a su hija, qué hacer para que comprendiera que hacía lo mejor para ambas y que deseaba, sobre todas las cosas, una buena relación entre ellas.
A medida que se iba integrando en la energía de la gruta, Lucía fue experimentando un proceso de transformación.
Las palabras de la abuela Robles le llegaban nítidas: «Eres más que sanadora. Eres poseedora del Don de la Sabiduría Esmeralda de Atlantis; un Don que ha sido transmitido de madre a hija desde tiempos inmemoriales. Puedes leer la enfermedad en el aura de las personas y contrarrestarla con la energía sanadora del rayo verde, canalizada a partir del medallón de esmeralda opaca».
Se llevó la mano al colgante que la abuela Robles le había dado antes de su partida y lo apretó contra su corazón herido. «¿Cómo pudo confiarme el medallón a pesar de todo?», pensó. Y por un momento comparó su actitud con la de su hija, y comprendió el doble dolor que tuvo que soportar su abuela.
El tiempo transcurría, pero la actitud de Rosita no mejoraba, antes bien un poso de rencor se instalaba en su alma. En alguna ocasión había intentado escapar de la gruta, pero el miedo a la oscuridad se lo había impedido. Después de recorrer unos metros, había regresado amargada y frustrada; era incapaz de salir sin asirse a la mano de su madre.
Lucía lo notaba en su cambio de humor y en las miradas furtivas a la entrada de los túneles. Hubiera querido enseñarle a salir, darle la oportunidad de que dejara de sentirse encarcelada en su propio hogar, pero la guerra continuaba y desechó la posibilidad.
Era difícil lidiar con el descontento de Rosita tras cada ausencia de Lucía:
—Rosita, ya estoy aquí. Mira, traigo pan, un poco de mermelada de moras, de la que te gusta, y sal. Cándido, el marido de la tía Luisa, los del Mas del Olmo, tuvo una mala caída. Es una pena que ya hacía más de una semana y, aunque he hecho todo lo posible, puede que le quede una cojera. Te enseño como colocar un hueso en su lugar y entablillar un brazo o una pierna y, luego, te doy el pan con mermelada de merienda.
La promesa de aquella mermelada, ya conocida, hizo brillar los ojos de Rosita y aguantó estoica que su madre manipulara su pierna y su brazo mientras la boca se le hacía agua. La tía Luisa no escatimaba el azúcar.