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A bordo de su submarino de bolsillo, el grupo H2O vive numerosas aventuras tan trepidantes como humorísticas. Un libro de ciencia y aventuras, ideal para aprender divirtiéndose, capaz de hacer las delicias de los más pequeños y de los mayores.
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Seitenzahl: 72
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Petr Stancik
ilustraciones de Galina Miklínová
Saga
H20 y la misión acuática secreta
Copyright © 2020, 2022 Petr Stancik and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726983609
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Hugo estaba saliendo de las actividades extraescolares de su colegio, las clases de artes marciales en el grupo La Orquídea Furiosa, cuando vio algo sensacional.
Por la acera iba a todo correr un chavalín con una gorra que tenía un molinillo propulsado por una pequeña placa solar, sobre su pecosa nariz llevaba unas gafas de agujeritos y, a la espalda, una mochila con forma de cohete. Y todo iba dando unos saltos tan bruscos que tenía que sujetarlo para que no diera en el suelo. Pero manos tenía solo dos, y la gorra, más las gafas, más la mochila, sumaban tres, así que tenía que ir llevando las manos de un sitio para otro todo el tiempo. Tenía un aspecto muy cómico, pero solo hasta que Hugo vio por qué corría de esa forma.
Por la esquina apareció el grupito de los infames Adoradores del Bafomet Azul corriendo detrás del chico. Tener a los Adoradores pisándote los talones era una buena razón para correr. De hecho, estos Adoradores no tenían nada de adoradores, sino que eran solamente una banda de gamberros menores de edad dirigidos por un tal Paco Picorrojo que había repetido curso dos veces por las matemáticas, por lo que era dos años mayor que sus compañeros de clase. Picorrojo afirmaba que había desenterrado con sus propias manos un cofre con la misteriosa cabeza del demonio Bafomet, al que veneraban los caballeros templarios de la Edad Media. Pero en realidad no la había desenterrado, sino que la había encontrado en un vertedero, y no era la cabeza de Bafomet, sino la de un viejo maniquí del escaparate de una tienda de ropa, y para que causara mayor efecto, Picorrojo la había pintado de azul con una pintura que su padre, Francisco Picorrojo, robaba por latas enteras de la fábrica de taladradoras en la que trabajaba como vigilante nocturno. Y así, los Adoradores del Bafomet Azul se juntaban por las noches en ceremonias secretas en las que se atiborraban con las meriendas y los zumitos que habían quitado en la escuela a los niños y las niñas más débiles.
Eran sencillamente unos granujas, unos golfos, y hasta unos canallas de cuidado. Hugo estaba dudando si debería mezclarse en este asunto. El karma estaba, desde luego, del lado del chico que huía ante su inferioridad numérica. Solo que el karma no tiene puños y los Adoradores eran siete en total contra ellos dos, y eso solo en el caso de que el prófugo se le uniera en la pelea. Pero luego pensó en qué diría el señor Zakahiro, su maestro en La Orquídea Furiosa del arte marcial japonés del kendo, que quiere decir “camino del sable”:
«Luchando solo puedes ser derrotado una vez. Pero quien huye de la lucha sufre mil derrotas en su alma».
El chico, entretanto, se metió por un callejón que salía a un lado y los Adoradores se le echaron encima. Hugo sacó de la funda su shinai de bambú, con la que en realidad no podría hacer daño de verdad a nadie, pero seguía siendo mejor que nada, y salió tras ellos. Pero cuando giró la esquina, el chico perseguido había desaparecido. Hugo y los Adoradores se quedaron mirando con cara de tontos porque el callejón no tenía salida ni ninguna puerta ni pasillo, ni nada por donde pudiera escapar.
Se oyó un zumbido y del callejón sin salida salió un helicóptero en miniatura a control remoto, solo que nadie lo controlaba, o al menos no se veía a nadie que lo hiciera. Picorrojo lanzó su manaza enorme contra el helicóptero, pero este lo esquivó con gran pericia y pasó volando al lado de la oreja de Hugo. Antes de que el aparatito tomara altura, Hugo vio en su interior al chaval pelirrojo que se había esfumado hacía un momento, pero completamente diminuto. Lo reconoció por la pequeña gorra solar y las gafas de agujeros parecidas a unos ojos de mosca. Seguramente, habría colocado dentro del helicóptero una miniatura de sí mismo, pero con todo lujo de detalle. Incluso, le pareció que le saludaba con la mano desde la cabina. Hugo también hacía maquetas de aviones, así que sabía apreciar un trabajo tan fino.
Por fin se dio cuenta de dónde conocía a ese ser diminuto. Iba a su misma escuela, y hasta vivía en la calle del Álamo, como él. Y su nombre empezaba por R.
Rr… Rrrrrr… rrrrr… Hubert.
Eso… Hubert.
Ese chico raro que se había esfumado, o había atravesado la pared, iba a 4º A, y Hugo iba a 4º C. Así que al día siguiente por la tarde se quedó esperando a que terminaran las clases del A y salieran corriendo de la escuela. Reconoció enseguida a Hubert por su gorra, sus gafas y su mochila tan estrambóticas. Caminó un rato detrás de él y cuando ya iban solos por el parque, lo llamó:
—¡Ey, espera!
El chico se giró y, un poco irritado, replicó:
—Me tienes que haber confundido con alguien, yo no me llamo ¡Ey, espera!
—Bueno, perdona, Hubert. No te enfades tan rápido.
El chaval escaneó de arriba a abajo a Hugo a través de los agujeritos de sus gafas.
—¿Nos conocemos de algo?
—Yo soy Hugo, vivo en esa casa al otro lado de la calle.
—¿Y?
—Ayer te vi. Te iban persiguiendo los Adoradores del Bafomet Azul, ibas huyendo, te metiste en un callejón y te esfumaste.
—No me esfumé, solo les di esquinazo. Pero no me entretengas más, tengo prisa.
Hubert le dio la espalda y se marchó acelerando el paso. Pero Hugo lo alcanzó corriendo y lo agarró de la llama de felpa naranja del cohete en ignición de su mochila.
—¡No me tomes por tonto!
—¿Pero qué haces, tonto? —dijo Hubert enfadado mientras intentaba zafarse.
Hugo lo soltó. Hubert, al librarse, despegó como un cohete y Hugo tuvo que volver a agarrarlo para que no se estampara por el camino.
—Perdona, yo solo quería salvarte —se disculpó Hugo—. Mi maestro Zakahiro me enseña a defender a los más débiles. Soy un aprendiz del camino del sable, mira —dijo sacando de la funda su shinai de bambú para enseñárselo a Hubert.
—¡Qué guay! ¿Puedo tocarlo?
—Claro, no es un sable de verdad. Está hecho de bambú para no hacer daño a nadie.
Hubert chasqueó la lengua de admiración.
—Y para que pase inadvertido para los detectores de metales, ¿verdad? Enséñame algo guay.
Hugo hizo unos cortes horizontales y algunas estocadas. Luego miró alrededor para ver si venía alguien, y probó a hacer una floritura que ya llevaba entrenando en secreto un par de semanas: salió corriendo, dio un salto de paloma impulsándose con las manos en el suelo mientras desenfundaba en el aire el shinai, caía de pie y pasaba con elegancia a la posición de jodan superior con el shinai por encima de la cabeza. Esta vez le había salido a la perfección.
Claramente, el ejercicio había impresionado a Hubert. Volvió a quedarse mirando a Hugo a través de los agujeritos de sus gafas y, un momento después, dijo:
—¿Así que haces esgrima? Hum, podría resultar útil. Pues entonces te voy a contar lo que pasó de verdad. Pero mejor nos sentamos, que esto va para largo.
Se compraron un refresco en el quiosco. Hubert pidió su preferido, violeta de frambuesa, y Hugo, el suyo, amarillo de naranja, y, para que nadie les escuchase, se subieron a una rama gruesa en la copa de un robusto y exótico árbol de las tulipas, que en algún momento había plantado el filántropo conde Cordel. Abrieron sus refrescos y Hubert se puso a contar:
—Todo empezó hace como un mes...