Hablemos de amor - Claire Kann - E-Book

Hablemos de amor E-Book

Claire Kann

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Beschreibung

Alice tiene 19 años y no quiere tener nada que ver con el amor después de que su novia la dejase al contarle que era asexual. Lo que no esperaba es que con Takumi, su compañero de trabajo en la biblioteca, su vida se convirtiera en una comedia romántica. Ahora tendrá que decidir si arriesgar la amistad más bonita que ha conocido por un amor que no sabe si será recíproco o comprendido. Hablemos de amor es una comedia romántica fresca y actual con una protagonista negra, birromántica y asexual. Es uno de los primeros títulos para jóvenes en España que habla del espectro asexual. --- - Nominada a los premios de Goodreads como Mejor novela de ficción juvenil (2018) - Incluida en la Lista Arcoíris de los 10 Mejores Libros de 2019 de la Asociación de Bibliotecas de EE.UU. (2019) --- "Con un elenco de personajes que se apoyan unos a otros y una prosa accesible y a menudo hilarante, este es un romance muy recomendable: fresco, diverso e interseccional". (The Horn Book, reseña destacada) "Una lectura que se disfruta de principio a fin". (Hypable, reseña destacada)

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Índice
Gracias
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Epílogo
Notas de la traducción
Créditos

Gracias

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Todo era perfecto hasta que Alice abrió la puerta del cuarto de su residencia universitaria.

—Quiero romper —dijo Margot.

Alice se quedó parada, balbuceando, sin acabar de arrancar con lo que fuera que estuviera pensando decir. Sus labios se movían de modo que parecían formar palabras, pero solo se oían ecos diminutos de sonidos en su garganta. Un dolor agudo y violento le empezó a subir desde el estómago.

—Sé que parece repentino.

Margot había empezado a retorcerse las manos; una de las cosas que tenía en común con Alice era que ambas sentían auténtica aversión por el conflicto directo.

—Quería esperar a mudarme, pero he estado dándole vueltas, y creo que es mejor quitárnoslo de encima ahora para poder centrarme en mis exámenes finales. En vez de en esto.

—¿Por qué? —preguntó Alice.

Era incapaz de mirar a Margot a los ojos: le miraba fijamente los brazos, cruzados sobre el pecho.

—Porque no te acuestas conmigo —respondió Margot.

Alice lo sabía antes de que pronunciase las palabras. Por supuesto que era por el sexo; ¿por qué otra cosa iba a ser? Irguió la espalda, negándose a encogerse para reprimir el dolor. En vez de contenerlo, permitió que la llenase; permitió que ese monstruo rabioso y ansioso fluyera por su ser.

La tensión de sus piernas la instaba a correr, pero ¿adónde iba a ir? Aún compartían cuarto y faltaba una semana para que acabase el semestre. Tarde o temprano tendría que volver. Era inevitable que tuviesen esa conversación. ¿No podría Margot haberle mandado un mensaje de móvil para romper como cualquier ser humano decente?

—Lo hicimos esta mañana —respondió Alice. El miedo le corría por las venas y hacía que su voz sonara tan quebradiza como se sentía—. Dos veces.

—No es la clase de sexo que quiero —dijo Margot, mientras se colocaba uno de sus rebeldes rizos rubios detrás de la oreja.

El monstruo se puso al rojo vivo dentro de Alice. El único motivo por el que Alice se molestaba en practicar sexo era para hacer feliz a su novia. Si Margot no quería, ¿para qué leches lo hacían?

—Pues no me lo pareció. Si mal no recuerdo, y no lo creo, hubo gran cantidad de gritos de felicidad.

—¡Porque se te da bien!

Margot se puso de pie y se acercó a Alice con las manos extendidas.

—Sabes justo lo que me gusta. Pero yo no puedo decir lo mismo de ti. —Margot suspiró—. Quiero tocarte, Alice.

—Me tocas constantemente. —Las manos flácidas de Alice colgaban mientras Margot la cogía por las muñecas—. Ahora me estás tocando.

—Quiero tumbarme en la cama y besarte todo el cuerpo durante horas. Quiero poder demostrarte lo feliz que me haces.

—Eso también lo hacemos. Ya me conoces: sin mimos, me muero.

—Y me encanta eso de ti, pero cuando la cosa se pone seria, es como si te convirtieras en otra persona. Quiero hacer el amor apasionadamente contigo. Es raro no poder devolverte nada de lo que me haces.

—No es raro. —Alice se soltó de un tirón.

—Me hace sentir rara —aclaró Margot con voz suplicante—. Es como si yo no te gustase tanto como tú dices. Cuando nos liamos, es porque yo quiero. Nunca tomas la iniciativa y no tengo permitido hacerte absolutamente nada. En las raras ocasiones en las que nos damos el lote, te juro que noto que piensas en otras cosas.

—¡Pero me gusta besarte!

—Y lo peor de todo es que no confías en mí lo bastante como para explicarme por qué.

¿Por qué, por qué, por qué? ¿Por qué necesitaba Margot saber el porqué? Como si Alice fuera un problema que hubiera que solucionar; como si los dedos mágicos de Margot pudieran mejorarlo todo. Se había dado cuenta, antes de que el concepto «ellas» fuera siquiera una mota en el universo, de que Margot nunca lo entendería. Antes de que decidieran estar juntas, Margot llevaba a otras chicas a su cuarto tan a menudo que habían tenido que inventarse un sistema de «bufanda en el pomo de la puerta» para que Alice dejase de irrumpir en sus frecuentes escarceos.

El sexo era importante para Margot.

Y no era importante para Alice.

—Sí que confío en ti —dijo Alice. No era mentira, pero tampoco era toda la verdad—. Es que es difícil hablar del tema.

—Te pido que lo intentes. Si te importo, lo harás.

Las palabras «soy asexual» rebotaron en el interior de la cabeza de Alice. Sabía que lo era desde hacía tiempo. También esperaba poder vivir esquivando esa realidad como si no importase ni fuera a salir a relucir jamás. El instituto había sido infernal, pero la universidad era un nivel aún más bestia. Todo el mundo parecía intentar acostarse con todo el mundo. Y Alice estaba en el centro mismo de unas aguas ensangrentadas e infestadas de tiburones.

La cosa se había puesto tan fea que hasta había empezado a ponerles nombre a los desastres: La gran decepción del primer año: Robert (edición ilustrada), seguida de cerca por la segunda parte, La chica era pansexual (y me tiraba los trastos, sí), que se convirtió por sorpresa en una trilogía con A los tíos les van las chicas a las que les molan las chicas. Y ahora se había convertido en una tetralogía: Los peligros del sexo y otras lecciones no solicitadas.

Por lo que respectaba a aceptar que era asexual, estaba dividida al ochenta y al veinte por ciento. La parte del veinte por ciento abarcaba el hecho de que Alice era incapaz de referirse a sí misma como «asexual» delante de otra persona, de modo que, en vez de decir toda la cruda verdad, sorteaba la definición.

Alice se sentó en la cama, al fin permitiendo que su cuerpo se doblase sobre sí mismo. Había llegado el momento de guardárselo, de sentir ese dolor y tenerlo cerca del corazón. Grabárselo a fuego, custodiarlo en el fondo, justo al lado de su antiguo apodo: el Cadáver. Se quedó mirando fijamente las bailarinas de color pastel que Margot llevaba puestas con diminuta pedrería cerca de los dedos. Se las había regalado Alice.

—No le veo el sentido —dijo Alice—. No lo necesito. No pienso en el tema.

—¿En el sexo? —Margot soltó una risita muy suave, como si Alice le hubiera contado un chiste con poca gracia—. Pero si eres negra.

—Madre del amor hermoso. —Alice se tapó la boca con las manos y miró fijamente a Margot.

—¿Qué pasa? Yo también sé soltar chistes. —Se quedó confusa durante un momento antes de ponerse roja como un tomate de la vergüenza—. Ha sido racista, ¿verdad? Lo siento, no quería que sonase tan así. Te juro que era de broma.

(Las ventajas de tener una futura exnovia de la Iowa profunda eran infinitas.)

—Pero yo no hablo en broma, lo digo totalmente en serio. Me da igual el sexo. Tienes razón: lo hacía porque tú querías hacerlo.

Margot se sentó al lado de Alice, despacio, como si se tratara de un animal asustado.

—¿Has ido al médico? —preguntó.

Acarició con sus delicados dedos el hombro de Alice, siguiendo la curva hacia el centro de su espalda. Le hacía cosquillas, pero Alice no dio muestras de ello.

—No me hace falta. —Pregunta número uno, pensó.

—¿Sufriste abusos? ¿Es eso?

—No. —Pregunta número dos.

—¿Te reservas para cuando te cases?

—Espero que eso haya sido un chiste.

—Sí —admitió Margot. Alice vio su triste sonrisa por el rabillo del ojo—. Entonces, ¿qué? Dímelo. Tiene que haber algún motivo, a todo el mundo le gusta el sexo. Si no, es como antinatural, ¿no crees?

Ante eso, no tenía absolutamente nada que decir.

Después de unos minutos, Margot (que nunca había sido de suplicar) se alejó de Alice.

—No puedo estar con alguien incapaz de hablar conmigo —dijo.

El carácter definitivo del momento fue como un puñetazo en el estómago.

—Margot…

—Ni puedo estar con alguien que no me desea. Nunca podrías quererme tanto como yo a ti. Lo entiendes, ¿verdad?

Margot se había ido hacía exactamente diecisiete horas. Tras cinco días de caminar como en un campo de minas por el cuarto de ambas, Margot le había dicho a Alice que quería una «ruptura total» antes de acabar de mudarse. Ni siquiera quería que siguieran siendo amigas porque la asexualidad era antinatural.

(Vale, igual Margot no había dicho justo eso, pero poco le había faltado.)

(Como si su identidad fuera contagiosa y tuviera la capacidad de hacer desaparecer la libido por encima de la media de Margot.)

—Aquí tienes —dijo Moschoula, mientras dejaba sobre la mesa la tercera taza de café de Alice.

Moschoula tenía la piel bronceada, del tipo de color que daba a entender que probablemente fuera mestiza y no blanca, con el pelo ondulado de color cobrizo natural recogido en un moño en la coronilla.

Código de monosidad: Amarillo, sin ninguna duda.

En el instituto, una intensa obsesión con lo estético había pillado a Alice por sorpresa, de modo que había empezado a codificar sus reacciones. Había creado «el código de monosidad de Alice», con su propio círculo cromático, para clasificar fácilmente: de verde a rojo, con todos los colores entre esos dos.

—Y un pastelillo de almendra. Invita la casa —dijo Moschoula—. ¿Te esforzarás para que tu día mejore?

Hasta acurrucada en lo más hondo del Salty Sea Coffee & Co., con sus paredes de tiza, preciosos paneles de madera y luz ambiental a raudales en la hora punta de la mañana, cuando nadie tendría que haberle prestado atención, Alice irradiaba tristeza como una nube nuclear. Había ido a esa cafetería para no quedarse regodeándose en su miseria, sola en el que ahora era su cuarto medio vacío. Y también para no llorar.

(Pero, Dios, nada le apetecía más que darles trabajo a sus lagrimales.)

—No tengo un mal día, estoy bien, en serio.

—Llevas viendo vídeos de animalitos desde que llegaste, y aún no te he oído reírte ni una vez. Olvidas que te conozco. Es evidente que pasa algo.

—He apodado esta zona «el rincón de la desgracia». Estoy infectada.

A dos mesas de Alice, había sentada una chica que parecía estresada a morir. Miraba al infinito con los ojos abiertos, húmedos e inyectados en sangre. Con los puños, tensaba las mangas de su chaqueta, que tapaban el dorso de sus temblorosas manos.

La melancolía fluía en oleadas de la muchacha, sumiéndola en la oscuridad. Caray, era verla y tener ganas de abrazarla. Varias veces y con al menos una hora de arrumacos en silencio. A Alice (una firme creyente en el poder de los abrazos) le encantaban los mimos, pero sabía que no le pasaba igual a todo el mundo.

Moschoula miró la pantalla del móvil de Alice.

—A ver, es que míralo. Eso merecería al menos media sonrisa.

En esos momentos, un cachorrito de tejón hacía la croqueta en una montaña de mantas. Desde luego, verlo le dejaba el corazón tan calentito que era para morirse. En vez de reaccionar al vídeo, suspiró. Suspiró antes de morderse el labio inferior.

—Estoy bien.

Moschoula sonrió con bondad y preocupación. A Alice le encantaba que fueran amigas, y no solo porque Moschoula empezaba a prepararle su pedido para llevar en cuanto la veía acercarse por la calle y le daba pastelillos gratis. Había conocido a Moschoula y su gente durante la celebración de un Día del Orgullo en la uni; ella había sido la única chica de ese grupo que no desairó a Alice por ser bi.

(Y la única persona que había conocido a la que le encantaba ver competiciones de gimnasia.)

—Tengo que seguir trabajando —dijo Moschoula, que miró rápidamente por encima del hombro y se volvió hacia Alice para dirigirle una última sonrisa—. Si necesitas cualquier cosa, silba. Lo que sea.

Alice asintió antes de volver a ponerse los auriculares. Pasó de vídeos a una lista de canciones con el acertado título «Nadie lo sabe», así llamada por el título de una de sus canciones preferidas de un grupo de un solo éxito, y dejó caer la cabeza sobre la fría madera de la mesa.[1]

Siendo sincera, no estaba enamorada de Margot, pero habían tenido potencial. Hasta tenía pensado decirle a su padre que tenía novia (con la esperanza de que se lo dijera con delicadeza a su madre). Incluso su mejor amiga, Feenie, le había dado el visto bueno a Margot, algo que era de lo más inusual.

(A excepción de su novio Ryan y de Alice, Feenie odiaba a todo el mundo, incluida su propia familia biológica.)

Las lágrimas se acumularon entre las pestañas de Alice y el puente de su nariz. Cuando parpadeó, la primera lágrima se separó y resbaló hasta salpicar la mesa. La limpió antes de que la viera alguien a quien pudiera importarle lo más mínimo.

Todo había sido idea de Margot. Ella había besado a Alice primero. Ella la había convencido de que salieran juntas. Ella la había querido, había querido estar con ella. Y Alice se lo había creído todo, se había colado por Margot y por todo lo que podían ser. Alice había creído en Margot y en su relación. Le había dado millones de vueltas y cada noche la resucitaba en sus sueños. Margot había hecho que quisiera esa clase concreta de felicidad. Le había hecho creer que podía tenerla.

Decir que se sentía estúpida se quedaba cortísimo.

¿Cómo había podido decir Margot algo así?

¿Qué convertía al sexo en algo tan esencial que la gente era incapaz de separar el amor emocional que sentían de un acto físico?

El amor no debía depender únicamente de exponer tu cuerpo físico ante otra persona. El amor era intangible. Universal. Era lo que fuera que alguien quisiera que fuera y debía ser respetado como tal. Para Alice, era quedarse despierta hasta tarde hablando de todo, de nada y de cualquier cosa porque no querías dormirte: echarías demasiado de menos a la persona con la que estabas. Era descubrirte sonriendo a esa persona antes de que te pillara porque: «Ostras, ¿cómo es posible que exista?». Era la intimidad de los secretos compartidos. La comodidad de la aceptación incondicional. Era la confianza de saber que, pasara lo que pasara, esa persona siempre te apoyaría.

Si Alice ni siquiera podía decirle a Margot que era asexual, no, no estaba enamorada de ella. Ese momento, esa inesperada distorsión en su vida no la mataría. Sin embargo, eso no quitaba que deseara con todas sus fuerzas pulsar un botón que omitiera ese momento.

(Es que dolía como un mal bicho, joder.)

(Un mal bicho muy insistente que parecía querer salírsele del pecho a dentelladas.)

Un paquete de Kleenex aterrizó en la mesa, cerca de su cabeza. Sobresaltada, se incorporó y se destapó una oreja. Moschoula se deslizó en la silla de enfrente con el delantal sobre un hombro.

—Estoy en la pausa —dijo—. Tú estás llorando. Deberíamos hablar.

—Margot rompió conmigo —soltó Alice de sopetón.

—Qué mierda. Lo siento.

Le acercó los Kleenex suavemente. Alice asintió en reconocimiento a su empatía mientras intentaba sonarse la nariz sin sonar como un ganso.

—Pensaba que las cosas os iban bien. ¿Te dio algún motivo?

Gracias a todo lo blandito del mundo, logró no rechinar los dientes.

—Pues sí que fue mal —comentó Moschoula, arqueando las cejas—. ¿Quieres hablar del tema?

—No. Pero gracias.

Moschoula era más el tipo de amiga de: «Oye, vamos a ver las tres primeras temporadas de American Horror Story este finde». Su rollo no era tanto: «Oye, me han roto el corazón. Escúchame y hazme sentir mejor, anda».

—¿Sigue en pie lo del viernes por la mañana?

Llevaban dos semestres seguidos viviendo a dos cuartos de distancia en la misma residencia. Moschoula se había prestado voluntaria para ayudar a Alice a cargar su furgoneta alquilada para mudarse, pero no podía ayudarla a descargar. Tenía que coger un vuelo para irse de vacaciones de verano a alguna isla de ensueño.

—Sí. Esas cajas no se van a mover solas. Te agradezco de antemano que vengas, tu tiempo y tu mano de obra.

—Puedes agradecérmelo pidiendo anchoas en la pizza con la que me sobornaste.

Alice hizo una mueca de asco.

—Pero si están saladísimas y saben a mar. ¿Por qué?

—Es lo que quiero.

—Bueno, y yo quiero que me lleves contigo en tu equipaje, pero ni siquiera me dejas intentarlo.

Moschoula tocó el dorso de la mano de Alice.

—Me alegro de verte sonreír.

—Solo para ti —dijo Alice.

—Sabes que mi novia no soporta que me digas cosas así.

—La devoción y los cumplidos continuos son mi forma de expresar afecto. —Alice puso los ojos en blanco—. Y no es que lo vaya diciendo delante de ella. Tiene literalmente cero motivos para estar celosa.

Moschoula suspiró.

—Creo que solo quiere que… le sueltes piropos a ella también.

—Ah. —Alice frunció los labios—. Pensaba que no le caía bien, pero creo que no habrá problema.

Sonó la alarma de su móvil: su aviso de que faltaban diez minutos para que empezase su última clase. Vivía (y menos mal) mediante las alarmas constantes que se ponía a lo largo del día. Si no estuvieran en su calendario para recordarle las cosas, lo más probable era que se olvidase de hacer lo que fuera.

—Sinceramente, tengo ganas de vomitar. Por si no tuviera bastante, estoy a punto de suspender el examen de Mates. Los exámenes finales me destrozan el aparato digestivo —dijo Alice mientras recogía sus cosas.

—Tú puedes. Confío plenamente en tus habilidades matemáticas. ¿Te acompaño fuera?

—No hace falta. ¿Me abrazas, porfa?

—Siempre.

Moschoula daba unos abrazos estupendos, con la presión adecuada: ni mucha ni poca, nada de palmaditas incómodas en la espalda. Y encima siempre olía a limón.

—Te echaré de menos cuando me vaya. —Moschoula se separó—. Anímate, Charlie.[2]

—Estupendo, ahora quiero chocolate. Y uno de esos refrescos gaseosos de la fábrica de Wonka.

—Pues lo tienes un poco crudo.

—Ahora todas las tiendas de zumos venden hierbajos comestibles, así que no creo que falte mucho. Los científicos pronto averiguarán cómo se fabrican.

Alice rio por primera vez en diecisiete horas y veintinueve minutos. Fue breve, poco más que una risa entre dientes, pero ahí estaba. Menos mal que tenía a sus amigos. ¿Qué sería de ella de no tenerlos?

(Ojalá nunca jamás tuviera que averiguarlo.)

—No entiendo cómo puedes tener tantas cosas. Pero si tenías media habitación. ¡Media! —se quejó Feenie mientras se hacía una coleta con su largo cabello rubio—. Sabías lo pequeño que es esto.

Alice había conocido a Serafina (Feenie, si no querías jugarte el físico) el primer día de guardería. Se había ido directa hasta Alice, le había ofrecido la mitad de su chuche de cereza, y amablemente y sin preámbulos se había proclamado la mejor amiga de Alice.

(Estaba claro que el título seguía vigente.)

—Cabrá todo —dijo Alice—. Mi padre me dio estantes de los que se cuelgan y cajas de almacenamiento apilables.

Su nuevo cuarto no era exactamente un dormitorio, sino una especie de madriguera; el curioso «medio dormitorio» del piso de dormitorio y medio de Feenie y Ryan que habían accedido a subarrendarle al límite de la legalidad. A decir verdad, si se ponía en el centro del cuarto y alargaba los brazos, casi tocaba las paredes. Y el techo. Pero un antro diminuto y sin ventanas no impediría que decorase hábilmente hasta su último milímetro. Había imágenes en Pinterest de habitaciones de tamaño similar con las que la gente había obrado magia interiorista.

A título personal, a Alice le obsesionaban el color y las cosas recargadas, pero era capaz de racionalizar lo que necesitaba la habitación. Se le apareció en la cabeza al instante, en una sola palabra: minimalismo.

Un tema monocromático con franjas diminutas de colores pastel. Su colchón de matrimonio quedaría perfecto en la esquina de la pared más lejana, con su mesita de noche, que podía pintar fácilmente, al lado. Dejaría su televisor en la sala de estar, ya que era más grande que el de Feenie y Ryan, para no abarrotar el dormitorio, y usaría su portátil. Pósteres descoloridos en blanco y negro y fan art de sus series y películas preferidas harían las veces de papel pintado. Colgaría luces navideñas y farolillos de tonos blancos tenues. Y se compraría un edredón de color lila claro.

(Por mucho que le doliese, poco podía hacer con la horrenda moqueta marrón.)

—Llevará su tiempo —dijo, aún medio perdida en su visión. El resultado definitivo tendría un código de monosidad de tonos pastel: amarillo claro (reconfortante como la luz del sol)—. Pero quedará bien.

—No me cabe duda. —Feenie puso los ojos en blanco—. Me vuelvo a la furgoneta.

—Sí, capitán, mi capitán.[3]

Era un viejo chiste suyo que nunca pasaría de moda. Se fijó en los hombros al descubierto de Feenie.

—¿Te has puesto protector solar? Ya sabes que tu piel pasa de búho de las nieves a langosta hervida en cuestión de minutos.

—Te quiero —dijo Feenie riendo mientras se dirigía a la puerta—. Pero sigues acumulando demasiadas mierdas.

Feenie no caminaba: iba dando zancadas allá donde fuera. Alice nunca había llegado a averiguar si era su forma genuina de andar o si lo hacía a propósito para parecer más amenazante. Su entrecejo, fruncido casi permanentemente, ya se encargaba de hacerlo.

(Por no hablar de las cicatrices de su rostro, conseguidas mediante peleas cada vez que sentía que le faltaban al respeto… que Alice había averiguado que podía aplicarse a prácticamente cualquier cosa. Feenie se enorgullecía especialmente de la que le recorría el lado izquierdo del labio superior.)

Alice empezó a sacar las cosas de la primera caja y no pudo contener una mueca de dolor al ver el contenido. En vez de clasificar los cacharros de su escritorio, le había parecido muchísimo más eficiente sacar el cajón y vaciar todo el contenido en la caja. «Así se hace, Alice del pasado», pensó mientras clasificaba los despojos. Cerca del fondo, una foto de Margot y ella se había pegado a la entrada de un concierto al que habían asistido durante su primer semestre.

El día en que se mudó a la universidad el año anterior había sido movidito, cuanto menos.

Lo primero que vio de Margot fue su enorme mata de pelo (rubia con mechas por el sol, templada por mechas castañas claras y oscuras, del tipo que hacía que la gente acudiera en masa a la peluquería). Su cabello realzaba su preciosa piel aceitunada, sus ojos de color gris claro y esa sonrisa fácil y traviesa, siempre lista para un reto.

Su código de monosidad era rojo anaranjado; luego fue simplemente Margot antes de convertirse en la Margot de Alice, pero ahora ya no era nada.

Porque Alice era un Cadáver.

Porque era antinatural e incapaz de amar.

(Jolines, ¿cuándo narices iba a dejar de doler?)

Los hombros de Alice empezaron a temblar mientras unas lágrimas silenciosas le resbalaban por la cara.

—Ay, Botoncito —dijo Ryan mientras dejaba una caja en los últimos centímetros cuadrados despejados del suelo.

Alice y Feenie habían conocido a Ryan a la vez: en la clase de Sociales de sexto. La mayor parte de la grasilla de bebé de la cara de Ryan había desaparecido en el décimo curso, cuando se unió al equipo de natación, pero Alice lo seguía viendo como entonces: un niño moreno y mofletudo con gafas gigantescas y cabello castaño oscuro cortado a tazón que apenas hablaba por su marcado acento tagalo (que también había desaparecido en el instituto). Sin embargo, lo que más recordaba era cuando ella le hacía reír tanto que le daba un ataque de asma.

—No pasa nada. —Alice se enjugó la piel bajo los ojos—. Estoy bien.

Ryan le quitó la foto de las manos.

—Es por tu bien —dijo cuando Alice protestó—. Es que flipo con que te dijera eso. O sea, sé que no mientes, pero parecía muy maja.

—Las más peligrosas son las majas. —Cruzó los brazos—. O como sea que lo diga la gente. ¿Por qué no soy capaz de encontrar a alguien a quien le guste estar conmigo tanto como a mí con esa persona? De forma romántica, digo. ¿Acaso pido demasiado?

—Lo digo con la boca pequeña porque no es la única respuesta, pero podrías probar a salir con alguien que también fuera ace.[4]

Alice se rio.

—Las relaciones a distancia no son mi rollo y probablemente sería lo único que encontrase. Internet mola, muchos de mis amigos viven ahí, pero quiero una pareja que esté aquí conmigo.

Sacudió con un dedo una pelusa de un oso de peluche negro antes de colocarlo en su escritorio, que era poco más que una tablilla; no llegaba al metro de ancho.

—Estoy cansada de intentarlo —farfulló.

—No puedes seguir tomándotelo tan a pecho. —Ryan suspiró, un sonido profundo y triste que provocó pucheros en Alice—. No es sano.

Ella lo miró de reojo, correspondiendo su lástima con enfado.

—Claro, como tienes tantísima experiencia en rupturas…

—Feenie y yo rompimos una vez.

—Ya, durante una semana o así hace dos años. Y no voy a decir nombres, pero recuerdo perfectamente leer el espantoso blog de poesía de cierta persona en nombre de la amistad cuando cierta persona cabreó a Feenie. —Lo miró directamente a los ojos—. Pero no diré nombres.

—Eso era distinto. Era joven y sensible. —Ryan rio—. Mis poemas no eran espantosos.

—Lo eran y lo siguen siendo. Internet es para siempre y nunca borraste el blog. —Soltó una risita mientras Ryan ponía los ojos como platos.

—Bueno, esta vez no se trata de mí. —Ryan carraspeó—. Si necesitas llorar, hazlo, pero prométeme que no lo harás delante de Feenie, por favor—. Miró rápidamente a la puerta antes de bajar la voz—: Ya he tenido que disuadirla de que fuera a casa de Margot esta semana. Dos veces.

—Pero si vive en Iowa.

—Dos veces —repitió él—. Ya sabes cómo se pone.

Feenie siempre había sobreprotegido (cariñosamente) a Alice. Si le hubiera dicho a Feenie lo que Margot le había soltado, Feenie era capaz de desaparecer en mitad de la noche y, por la mañana, verían por todas las paredes carteles de «Se busca» con su cara.

Estrictamente hablando, de no ser por Feenie, Alice no habría conocido a Margot.

El bloque de pisos en el que vivía hacía ofertas especiales para los estudiantes universitarios: no les pedían aval siempre que tuvieran pruebas de que se habían matriculado y pagaran tres meses por adelantado en vez de dos. Hasta permitían animales de compañía (su gata Glorificus debía de estar roncando bajo el sofá).

Por lo visto aceptaron la solicitud de Ryan de un piso en el último minuto y por lo visto era una oferta demasiado buena como para rechazarla. Así que en vez de vivir los tres en el campus de la Universidad Estatal Bowen, ambos la habían dejado plantada para irse a vivir juntos.

Alice no estaba enfadada como tal, pero se quedó dolida y con un regusto amargo; como los quería, pasó página. Antes de llegar a tener tiempo a prepararse mentalmente para vivir con una extraña, Margot había entrado en su vida como quien no quería la cosa…

—Ya estamos otra vez con los lagrimones —dijo Ryan afectuosamente. La atrajo hacia él para abrazarla y apoyó la barbilla sobre la cabeza de Alice—. Aún quedan algunas cajas. Ya devolvemos nosotros la furgoneta para que no tengas que preocuparte.

Se alejó y se detuvo en la puerta.

—Sé que es una mierda, pero una ruptura no es el fin del mundo.

Quería mucho a Ryan, con todo su corazón, y no le deseaba una ruptura a nadie, pero el chaval necesitaba ver las cosas con perspectiva. Deliraba si esperaba que Alice creyese que no se le caería el mundo encima si Feenie lo dejaba. Era la única novia que había tenido en la vida. Una vez, estando ligerísimamente fumados, se jactó sin parar de lo afortunado que había sido al conocer a Feenie tan joven y de que no tendría que pasarse el resto de la vida buscando a su alma gemela.

—¿Crees en las almas gemelas? —le había preguntado Alice.

—Sí, las almas gemelas existen. Lo dice Dios. Ya verás, un día encontrarás a la tuya, recordarás este momento, y al fin empezarás a respetarme y venerarme como el profeta que soy. Dios tiene un plan para todos.

(Cuando iba colocado, el cerebro de Ryan era una papilla sentimental y religiosa.)

En aquel momento, Alice había descartado sus palabras negando con la cabeza. Por aquel entonces ni siquiera tenía claro si quería salir con alguien, pero tampoco tenía dudas sobre su asexualidad. Se había pasado innumerables horas pensando en lo que implicaba y asimilándolo, qué clase de futuro quería tener y si podría incluir a otra persona.

El resumen era que su cuerpo jamás había mostrado el más mínimo interés sexual por nadie, pero eso no quería decir que le gustase estar sola. No quería decir que no se sintiera sola. No quería decir que no quisiera una historia de amor y enamorarse. No quería decir que no pudiera amar a alguien con la misma intensidad con que esa persona la amase a ella.

La tarde se convirtió en un no parar. Ryan siguió su ejemplo y empezó a desempaquetar las cosas; sus veinte centímetros extra de altura eran muy útiles y tenía maña dándole al martillo. Feenie básicamente se dedicó a quejarse. Habían parado para comer, sentados en el suelo y usando cajas del revés a modo de mesas, y habían decidido ver una serie sobre una comisaría loca y llena de personajes hilarantes cuando sonó el teléfono de Alice.

(Una pizza grande: media con extra de queso, media con piña y bacon de verdad. No la cosa canadiense esa.)

(Es jamón. El bacon canadiense es literalmente jamón.)

—Son mis padres —explicó Alice mientras se levantaba y salía de la habitación—. Hola, mamá.

—¿Cómo estás? ¿Qué haces?

Su madre tenía una voz característicamente aguda al hablar y cantando era la estrella del coro de su iglesia. Nadie esperaba que cantase como lo hacía: como una princesa Disney en acción.

—Estoy bien. Desempaquetando las cosas. —Se preparó durante el silencio un pelín demasiado largo que se produjo.

—Me alegra que estés contenta, pero de verdad que no entiendo por qué no podías volver a casa a pasar el verano. Aún puedes venirte, cielo. Tu cuarto sigue preparado.

Alice se apoyó contra la pared mientras reprimía un suspiro.

—No, mamá, déjalo. ¿Cómo está Christy?

—Cansada y preocupada, pero va tirando. Nada fuera de lo normal.

—¿Y Adam?

—Se está haciendo el fuerte por Christy. Sé que le gustaría que estuvieras aquí en estos momentos.

—Mamá, por favor, basta. Ya me siento bastante mal.

Su hermano Adam y su esposa Christy estaban teniendo un primer embarazo complicado. Tenían pensado mudarse con sus padres para tener más ayuda, y para ahorrar algo en el alquiler y la guardería durante un tiempo. Christy salía de cuentas en octubre. Alice ya había escrito sus discursos para suplicar, implorar y ofrecer su pie derecho en donación para que le dejasen faltar a clase ese tiempo. Era imprescindible que estuviera presente cuando el bebé abriera los ojos por primera vez. Y cuando sonriera por primera vez. Y riera por primera vez. Tardase lo que tardase.

(Madre, qué ganas tenía de conocer a ese niño.)

—Puedes encargarte de decorar el cuarto del bebé. Seguro que Christy estaría encantada de que te hicieras cargo tú para no estresarse tanto.

—No puedo. Tengo el curso de verano, ¿recuerdas? Además, me encanta California y a California le encanto yo.

—Las clases en línea se pueden hacer desde cualquier sitio. Tu universidad no sabrá que estás a diez horas del campus. Esta mañana he consultado tu cuenta de estudiante…

—¡Mamá! Me prometiste que no lo harías. —Intentó que no sonase a queja, pero la habían pillado con el carrito del helado: tenía cero intención de asistir a las clases de verano.

—Quería pagarte las clases. ¿Por qué no te has matriculado aún? —preguntó su madre—. Y aún pone «especialización no declarada». ¿Recuerdas nuestra conversación?

No habían tenido ninguna conversación: su madre le había dado la brasa durante horas sobre el hecho de que las bases de un buen título en Derecho se cimentaban en las ciencias políticas. Alice provenía de una familia de abogados (su madre, su padre y su hermano) y políticos locales (su recién electa hermana, la alcaldesa Aisha R. Johnson). Las expectativas eran claras: Alice estudiaría Derecho.

(O la repudiarían.)

(Seguramente.)

(Vale, igual no, pero el castigo sería de órdago.)

—Estoy en ello. He estado liada. De hecho, lo sigo estando —dijo con un suspiro—. Te tengo que dejar, ¿vale? Voy a colgar. Te quiero, dale un beso a papá de mi parte, adiós.

Ryan había pausado el episodio mientras esperaban a que volviera.

(Eso sí, su ausencia no impidió que se jalaran media pizza. Y pensaba que ella comía rápido…)

—Menuda semanita llevo —se quejó Alice mientras le sonaba un aviso del móvil.

Voy a hacer como que no me has colgado, jovencita. Llama a tu hermana.

—Mierda. Margot me odia o algo, mi madre prácticamente me escupe fuego y encima quiere que llame a Aisha, que me va a arrancar la cabeza. ¿Qué será lo siguiente? ¿Caerme y romperme los dos tobillos?

—Yo no diría esas cosas —advirtió Ryan—. No llames al mal tiempo.

—Solo digo que las desgracias vienen de tres en tres y va a pasar otra cosa. Lo presiento.

Se tumbó de espaldas en el suelo al lado de Feenie y se estiró, soltando un gruñido.

—Quiero a mi madre. Mis padres me cuidan bien. Quiero a mi madre. Mis padres me cuidan bien.

—¿Eso es un mantra o algo? —Feenie le dio un toquecito en la nariz—. ¿Si lo repites lo suficiente acabarás creyéndotelo?

—No, es algo que ya creo. Pero a veces me cuesta mucho no olvidarlo. —Se incorporó—. Entró en mi cuenta de estudiante para pagarme el curso de verano, a pesar de que quedamos en que lo haría yo.

Ryan la miró con extrañeza.

—¿Y qué?

—Es responsabilidad mía. Y ahora se ha mosqueado porque aún no me he inscrito ni he declarado mi especialización, cuando ninguna de esas dos cosas es de su incumbencia.

—Pero ¿no te ayudan económicamente? —Ryan alargó la mano para coger otra porción—. No acabo de ver el problema, Botoncito.

Sus padres le pagaban casi toda la matrícula. Lo que no le pagaban era para animarla a que se buscara un trabajo en vez de hacer el vago. Había encontrado un trabajo tranquilo en la biblioteca del condado y, por primera vez en su vida, había podido decirles que no necesitaba que le pasaran una paga. Odiaba explicar por qué su orgullo se disparó durante esa conversación. La mayoría de la gente no lo entendía.

Ella no era rica: sus padres eran ricos. Le dejaban clarísimo ese matiz cada vez que se pasaba de la raya. Cuando vivía en casa de sus padres, bajo su techo, siempre había tenido que acatar sus normas. Esperaban buena educación, buenas notas y que hiciera sus tareas. A cambio, le dieron la infancia que ellos nunca pudieron tener.

Pero ya no era una cría.

—Te lo acaba de decir —le espetó Feenie—. Era responsabilidad de Alice. Mamá J se ha pasado de la raya. Yo también me cabrearía. La intención no cambia cómo te hace sentir.

—Cierto, pero la intención era buena. No te priva de estar agradecida —replicó Ryan.

Alice inspiró hondo.

—Estoy agradecida, pero… Es que no creo que querer un mínimo de autonomía sea malo.

¿Cómo si no iba a aprender? ¿Esperando que llegase el hada mágica de la adultez para que le diera clases particulares?

—Si lo hiciera mi madre, yo no me quejaría —comentó Ryan.

—Bueno, pero como no es tu madre… —musitó Alice—. Y no es a ti a quien obligan a estudiar Derecho. Por mucho que me lo den gratis, no tengo ni la menor intención de estudiar Derecho. Ni de coña.

—¡Así se habla! —Feenie alzó su lata—. A la mierda las expectativas de los padres.

Ryan se rio.

—¿Y en qué quieres especializarte entonces?

—¿Puedo especializarme en televisión? Me gradúo en Netflixismo y hago un máster en Filminología.

Alice tomó el mando y le dio al botón de reproducir.

Ser puntual satisfacía a Alice más de lo razonable. Ese día, su propia puntualidad le dio más garbo al andar y puso una melodía en su corazón mientras entraba en la biblioteca.

A diferencia de la novísima biblioteca de la uni, que pretendía ser un sitio esterilizado, dedicado al trabajo y al estudio todo el tiempo, esta la dirigía el condado y hacía que sus usuarios se sintieran como en casa. Las puertas correderas de cristal se abrían automáticamente para dar paso a un espacio amplio con varios ventanales de arco ojival que prácticamente eliminaban la necesidad de luz artificial. Había hileras e hileras de libros en estanterías de metal negro. La moqueta, que se había colocado mucho antes de que ella naciera, había ido pasando lentamente de su escarlata inicial a un tono morado oscuro, pero lograba dar la sensación de que el color se había elegido a propósito.

A la izquierda, la sección infantil rebosaba colores vivos y personajes de cuentos pintados en las paredes por artistas locales. Todos los muebles se habían reorganizado hacía poco (cosa de Alice, de hecho) para maximizar el espacio en el suelo y crear rincones tranquilos para lectores solitarios. La mediateca empezaba en el extremo derecho. Hileras de ordenadores colindaban con el inicio de la enorme sección de literatura de ficción y los medios digitales disponibles para tomar en préstamo.

Saludó con la mano a Cara Sánchez, la bibliotecaria. Con su metro y medio de estatura, tenía ganado el premio a la jefa más adorable del mundo. Redondita y con el pelo corto, remataba su look con un maquillaje impecable y un labial de un atrevido color rojo. Te daban ganas de cogerla, metértela en el bolsillo y salir corriendo, porque raptar a gente era ilegal.

Cara le devolvió el saludo antes de señalar la mesa más cercana al ascensor.

Alice miró… y su código de monosidad ascendió de inmediato a rojo.

(Eso no le pasaba a primera vista desde el desfile de Victoria’s Secret del año anterior. Y nunca le había pasado en el medio natural.)

Se detuvo frente al ascensor con la vista fija al frente y pulsó el botón. Una sensación extraña y nerviosa se le instaló en el pecho. Alice volvió a observar por encima del hombro, pestañeando con rapidez ante quien miraba su móvil totalmente ajeno a lo que experimentaba ella.

Solo lo veía de perfil. Piel bronceada. Cejas oscuras. Barbilla bien definida. Y un ricito minúsculo que le rozaba la frente. Tenía el pulgar entre los dientes y el dedo índice sobre el labio superior; el resto de la mano formaba un puño relajado. Seguramente fuera para esconder su sonrisa: lo que fuera que leía en el móvil lo hacía adorablemente feliz.

Su código de monosidad se disparó hasta alcanzar nuevas cotas.

Sonó el aviso de que el ascensor había llegado. Alice se sacudió toda aquella sensación y entró. Se giró y pulsó el botón de la quinta planta.

Justo cuando las puertas empezaban a cerrarse, Código de Monosidad Rojo en persona alzó la cabeza y miró directamente a Alice. Se quedó tan pasmada que dio un traspiés y se agarró al pasamanos mientras el ascensor comenzaba a subir.

En la mente de Alice empezaron a atronar las sirenas de Kill Bill.

El ascensor zumbaba, las plantas se iban iluminando y apagando conforme las dejaba atrás, y el aire la rodeaba en su abrazo cálido con olor a ambientador de pino. Como siempre. Nada había cambiado, lo que convertía mágicamente ese día en el día en que estaba a punto de sufrir un infarto fulminante.

Era cierto que llevaba tiempo sin hacer ejercicio (o sea, toda la vida) y que su dieta consistía principalmente en ramen en época de vacas flacas (o sea, siempre), pero eso era pasarse. A su cuerpo le quedaba al menos quince años para tener que preocuparse de algo así.

Una vez salió del ascensor, se dio un momento para recobrar el aliento. La sala de descanso estaba al lado y no tenía claro que estuviera vacía. No es que trabajase mucha gente en la biblioteca, pero lo último que necesitaba era que alguien la viera y le preguntase si se encontraba bien.

(En su cabeza, estaba segura de que tenía la misma mirada de pánico que un ciervo a punto de ser atropellado.)