Hambre de gloria - Ignacio Bertrand - E-Book

Hambre de gloria E-Book

Ignacio Bertrand

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Beschreibung

Pablo Dujaán, prosecretario de una importante Fiscalía de Distrito, vive agobiado entre la pérdida y la incesante rutina. Una llamada anónima lo obliga a adentrarse en la oscuridad de la noche porteña de principios del año 2000, en una carrera contra el tiempo que culmina con dos muertes. Acusado injustamente, Dujaán deberá luchar contra el sistema que alguna vez defendió, con la ayuda de un joven abogado y la astucia de un leal oficial de policía, decididos a arriesgar su vida. A lo largo de este thriller psicológico, Bertrand nos sumergirá en lo más profundo de las emociones humanas, el ingenio de un impredecible asesino, y los permanentes obstáculos impuestos por un pasado tenebroso que emergerá, y nos revelará cómo la Justicia puede volverse nuestro peor verdugo.

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Seitenzahl: 215

Veröffentlichungsjahr: 2025

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IGNACIO BERTRAND

HAMBRE DE GLORIA

Bertrand, Ignacio Fernando Hambre de gloria / Ignacio Fernando Bertrand. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6773-4

1. Novelas Policiales. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenidos

I - UNA LARGA NOCHE

II - VENDETTA

III - FE

IV - LEALTAD

V - FUEGO CONTRA FUEGO

VI - COMO LA VIDA MISMA

VII - DESESPERACIÓN

VIII - LA PAMPA

IX - JUSTICIA ES DOLOR

X - ADIÓS PERO GRACIAS

XI - EMIGRAR

XII - HAMBRE DE GLORIA

AGRADECIMIENTOS

A Federico Manuel Bertrand. Más que mi abuelo, un amigo.

I

UNA LARGA NOCHE

Una intensa lluvia de principios de julio del año 2000 caía sobre Buenos Aires, y el frío se manifestaba sin piedad por las calles. El anhelo de paz de un hombre llamado Pablo Dujaán, prosecretario de la Fiscalía de Investigaciones Criminales de la Zona Sur de la Capital, se volvía más intenso a cada segundo que pasaba.

Eran casi las 3:00 de la mañana del sábado, y para su desgracia aún permanecía despierto. No podía conciliar el sueño.

Por alguna razón que él no podía explicar, en esa época del añolos llamados telefónicos por consultas policiales solían adquirir una insoportable frecuencia que naturalmente podía desvelar hasta al sujeto más soñoliento. Eso lo tenía detonado.

El prosecretario yacía tirado en la cama dentro de su pequeño pero acogedor departamento ubicado en Pacheco de Melo y Ayacucho, a una cuadra de Callao, evacuando, tal vez, su última consulta del día. Tenía ya los ojos cansados. Con 46 años, esos mismos ojos de color turquesa habían visto pasar los buenos y malos momentos que tiene la vida. Su cabello de color oscuro, propio de orígenes ítalo–libaneses, no exhibía siquiera una sola cana.

El inspector que lo había contactado minutos antes no lo estaba dejando cerrar un pesado día de trabajo. Pablo de por sí se hallaba sumergido en un estrés absoluto. Había sido una semana desgraciadamente intensa. De esas que uno querría acabarcuanto antes. En efecto, el viernes había terminado hacía apenas cuatro horas, pero se le había hecho infinito. Lo único que deseaba era que lo dejaran dormir en paz. Su hartazgo era tan evidente que, tras un buen rato de escucharlo rezongar, el policía tomó nota de semejante desgano y redondeó el llamado. La consulta había sido cubierta hace tiempo y lo único que se limitaba a hacer el intenso inspector era a sacar charla sobre cuestiones totalmente banales que en sí resultaban ajenas al objeto inicial del llamado.

Tras colgar, Pablo Dujaán miró su reloj. Aquel que Marta, su mujer, le había regalado unos años antes de morir de cáncer. Habían pasado ya diez años desde semejante desgracia. Leer la hora le recordó enseguida aquella tarde de octubre en la que ella lo acompañó al shopping, tras haberle insistido incansablemente durante casi once meses para que se deshiciera de su viejo Casio rotoso e impresentable.

“Tardan lo que tardan, pero las mujeres siempre ganan”, solía pensar Pablo.

El Casio marcaba ahora las 03:10de la madrugada.Tras quedarse unos minutos en el recuerdo de Marta, una sonrisa asomó en su rostro. Esa leve sensación de satisfacción provocó que por una vez más pudiera relajarse y cerrar los ojos. La extrañaba muchísimo.

Pablo en su juventud había sido siempre muy terco, pero el carisma y la calidez latentes en el alma de Marta fueron los componentes perfectos para que él ablandara tanta desconfianza y obstinación. Esa forma de ser solía mostrarlo como alguien absolutamente inaccesible y grosero. Su compañera había hecho un gran trabajo, y por eso había conseguido ser la única mujer en su vida. La que él había amado, y por la que había decidido romper tantas creencias y estructuras. Extrañaba a su gran compañera de trabajo y de vida.

* * * *

Pablo y Marta se habían conocido trabajando en Tribunales. Se desempeñaban en el mismo juzgado y tenían la misma aspiración profesional: ocupar la vacante de prosecretario que había sido generada tras la jubilación de su antecesor. Ambos habían trabajado de sol a sol para conseguirlo, pero Pablo fue más testarudo. Sin embargo, Marta no lo lamentaría. Obtendría, tiempo después, un premio mucho mejor que un cargo importante en la justicia.

Habían decidido no tener hijos. Para ellos, el otro era su mundo. No eran melosos entre sí, ni mucho menos. Tan solo disfrutaban de la sencillez de estar casados con quien consideraban, a fin de cuentas, su mejor amigo/a.

La muerte de Marta dejaría en él una marca imborrable. Había sucedido de un día para el otro, mientras juntos de la mano disfrutaban de una cerveza, sentados en el balcón de su casa un viernes por la noche. Hasta ese momento marchaba todo sobre ruedas. Hacía pocos días se habían reconciliado después una pelea que había llegado casi a separarlos. Por suerte esa reconciliación había sentado una solidez indestructible para ambos. Pero la vida es cruel. Esa mismísima noche, Marta empezó a sentirse mal. Un dolor insoportable asomó en su abdomen. La molestia había llegado al extremo de hacerla llorar. No tardaron esa misma noche en dirigirse al hospital, donde pasarían su último fin de semana juntos. El viernes siguiente, todo había terminado tal y como había empezado: rápido y sin aviso. El cáncer que atormentaba a Marta desde hacía un tiempo había avanzado más rápido de lo que los médicos le habían pronosticado, y nada podían hacer para salvarle la vida.

No solo Marta había muerto, sino también los deseos de Pablo de vivir. Poco tiempo después del hecho, se encerró en sus pensamientos, alejándose de sus pocos amigos de toda la vida, al punto de pedirles que por favor no lo molestaran. Ellos entendieron y cumplieron a rajatabla lo que él les había pedido. Lo conocían muy bien y sabían lo determinante que era en sus decisiones. Pese a los muchos intentos de acercamiento por parte de ellos, el tiempo hizo que sus amigos más fieles y antiguos fueran alejándose cada vez más, sin él siquiera notarlo. Muchos decidirían seguir adelante con su propia vida. Algunos se casarían, tendrían hijos y formarían sus propias familias. Otros emigrarían hacia el extranjero en busca de oportunidades profesionales, y otros simplemente lo olvidarían.

Pero eso no sería todo lo que Pablo experimentaría tras la muerte de Marta. Dos meses después de la tragedia que lo separó de su compañera, mientras volvía caminando del trabajo a su casa, Pablo percibió algo que ninguna caminata –por más extensa que fuera– ayudaría a calmar: la tan fatídica noche de viernes en la Ciudad de Buenos Aires. Parejas felices, sonrientes, alegres, conscientes de que había llegado el fin de semana. Hombres y mujeres tomados de la mano, expuestos de entusiasmo, que pensaban y hablaban acerca de los planes que harían esa noche, de los lugares que visitarían y de las reuniones a las que asistirían. Cada pareja que pasaba a su lado lo rompía aún más por dentro. Pablo estaba solo. Su mujer estaba muerta, y por mucho que quisiera, no lograría ser ajeno a ese panorama de alegría. Al contrario, se sentía absolutamente miserable. Quería escapar. Salir corriendo lejos de todo eso. Ir a un lugar tranquilo, distante de todo lo que le hiciera recordar esa gran pérdida que venía sintiendo desde hacía dos meses, y que parecía no terminar jamás. Había contenido su llanto hasta la puerta de su casa, donde no pudo aguantar más.

Entró a su departamento derramando lágrimas y se sentó al borde de la cama, fijando la mirada en su mesa de luz, donde estaba el retrato fotográfico de Marta, que sonreía para él. El recuerdo lo había ahogado más en la intensidad del llanto. Se agarraba la cabeza. Deseaba estar muerto. Tanto fue así, que de repente se había abalanzado sobre la mesa de luz en busca de alguna de sus dos pistolas, que permanecían guardadas en el cajón.

La única luz que permanecía prendida era la lámpara del living, que con tenue calidez iluminaba los 50 metros cuadrados de su departamento. Tomó la SIG SAUER P–228 con su mano derecha, se fijó que estuviera cargada como era de costumbre y la amartilló apuntando al piso. Luego, despacio, la acomodó en su sien al tiempo que respiraba y exhalaba agitado. Estaba decidido a hacerlo. Ya nada le importaba con tal de no pensar más. Lo haría. Había llegado a preguntarse si sería doloroso.

Acarició suavemente el gatillo. No habría vuelta atrás. Lo haría. Por fin se libraría de todo su pesar. Sabía que ese era el camino fácil. Rápido y certero. Comenzó entonces a ejercer presión sobre el gatillo al mismo tiempo que su cuerpo temblaba y su respiración se volvía más y más repetitiva, en un hilo de máxima tensión, hasta que de un momento para el otro, su vista se nubló, y cayó desmayado en el suelo de la habitación. Pablo despertaría al día siguiente acostado boca abajo, con la pistola tirada sobre la alfombra. Nunca sabría por qué, ni cómo. Solo recordaría haber visto todo blanco, y de repente desmayarse.

Desde aquel día, algo cambiaría en su pensamiento. Ese episodio lo había hecho tocar fondo. Decidido a seguir y salir adelante, comenzaría a comer de nuevo, a hacer ejercicio en forma regular, manteniendo una rutina en el gimnasio que le permitiera canalizar sus angustias.

* * * *

Tras recordar unos instantes a Marta, permaneció con los ojos cerrados unos minutos más, hasta que su celular volvió a sonar. Miró otra vez la hora, esta vez prestando atención a lo que marcaban las agujas. Con bronca acumulada y exhalando aire por su nariz pensó:“Los odio... los odio...”.

Luego, con evidente desgano atendió.

—¿Sí...?

—¿Doctor? –preguntó con curiosidad la voz del otro lado del tubo.

—Sí. Dujaán habla...

—Doctor, ¿cómo está? El oficial ayudante Rabiró lo molesta –se disculpó el policía.

—¡Sí! ¿Qué dice? –contestó mientras se incorporaba apoyando los pies en el suelo.

Rabiró era uno de los pocos policías que seguía los consejos que Pablo les daba durante el dictado de clases en la Escuela de Cadetes de la Policía Federal, donde era docente. Había sido uno de sus alumnos más prestigiosos y por eso el prosecretario tenía un muy buen concepto del joven Rabiró.

—Bien, doctor... Acá, molestando como de costumbre, con una inquietud.

—Creía que esta noche me iban a dejar dormir tranquilo... –intentó reír Pablo, y continuó–: pero aparentemente eso no va a ser posible. ¿O me equivoco?

—Sí. Mil disculpas. Usted sabe cómo es esto, doc –respondió Rabiró, riéndose y tratando de justificarse.

—¿Qué le vamos a hacer? Mire, le voy a contar algo. Usted, mi amigo Rabiró, fue quien menos me hizo renegar esta noche. Así que está bien. Usted dirá.

—¡Gracias, doctor! Mire, tengo una intervención de un móvil de nuestra comisaría por dos NN, masculinos, de entre 20 y 25 años, que conducían una motocicleta marca Zanella, dominio 548–DUS. Quinto–cuarto–octavo–DANIEL–URSULA–SANTIAGO, que aparentemente sería robada. El hecho comenzó por acá por jurisdicción, y terminó en el Puente Uriburu del lado de nuestra comisaría. No cruzaron el puente, pero lograron darse a la fuga, doctor.

—¿Tenemos testigos? ¿Impedimento por IDG de la moto? ¿Alguna descripción? –quiso saber Pablo.

—No, doc. Por el lado de los testigos tenemos a una señora mayor, residente de acá del barrio, que cree haber visto a los dos cacos sustrayendo el vehículo. Pero... no está del todo segura.

—Hmm. Bien. ¿Se procedió con rastros?

—Sí, doctor. Pero hasta hora dio negativo. Lo que sí, ubicamos al titular registral. Va a estar declarando en la seccional en aproximadamente veinte minutos. Antes de eso, quería saber qué quiere que hagamos con la moto. En principio no habría inconveniente para la restitución a su titular registral. Un tal Esteban Barrios, DNI 25.881.796.

—Está bien, entiendo. Procedan primero con foto, pericia –corroborando la numeración de motor y chasis–, verificando que ambos sean de cuños originales; impedimentos de la moto, y si no surge novedad, nueva consulta para su entrega. ¿Está bien?

—Perfecto, doc. ¿Usted todo en orden? ¿Cómo lo trata el turno?

—Y... sabe cómo es esto. Son dos semanas de mucho movimiento. De tener que estar en todo. Tanto días hábiles como fines de semana, atendiendo las consultas de todos sus colegas durante mi descanso, a toda hora de la noche, y el día. Pero sí, bien dentro de todo –explicó Pablo.

—Sí, lo entiendo. La verdad que es pesado. Sí... sí... ¿Qué se le va a hacer? Así es, doc. Lo dejo en paz y procuro no volver a molestarlo por el resto de la noche.

—Eso espero.

—Fantástico. Lo dejo descansar. Que tenga buenas noches.

—Gracias. Igualmente. Hasta luego.

—Hasta luego.

Pablo cortó la comunicación y apoyó el teléfono sobre la mesa de luz. Estaba agotado. Tal como él lo supuso, no tendría paz. El ritmo de trabajo que llevaba adelante desde las 8:00 de la mañana del viernes había consumido toda su energía. Era sábado, eran las 3:15 de la madrugada y deseaba poder, aunque sea, descansar un segundo.

* * * *

Pablo Dujaán había empezado su carrera judicial en Tribunales a los 18 años, con muchas ganas de aprender, y deseoso de colaborar con un mejor servicio de justicia. Pero para llegar a ocupar el cargo de prosecretario que hoy en día padecía, había tenido que sortear muchísimas pruebas de vida. Las presiones cotidianas y las circunstancias político–judiciales existentes que lo hicieron resignar muchos aspectos de su vida personal y aceptar la idea de que muchas personas a quien él consideraba amigos, durante su carrera, comenzarían a darle la espalda. La competencia en Tribunales era feroz.

Pero Pablo, durante muchos años, no estuvo solo en ese camino. Además de Marta, tenía un mentor, Sergio Callieri, quien en la actualidad era el titular de la Fiscalía de Investigaciones de la Zona Sur, y por lo tanto jefe de Pablo, quien siempre había tenido una exclusiva preferencia por él. Había sido Callieri también quien lo había entrenado desde sus inicios como pinche, durante la época que trabajaron juntos en Tribunales, unos veinte años atrás cuando el ahora fiscal Callieri ocupaba el cargo de prosecretario. Los dos formaban un excelente equipo de trabajo y se entendían perfectamente. Esa eficiente actuación había captado la atención de las autoridades de la Cámara de Apelaciones del Fuero Criminal, cuyos integrantes, ni bien se presentó la oportunidad, no dudaron en nombrar a Sergio Callieri como fiscal a cargo de semejante institución encargada de investigar todos los hechos delictivos que se suscitaran en la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires.

Tras su nombramiento, el fiscal Callieri había decidido reclutar a Pablo para que trabajara con él en la Fiscalía en un cargo que, si bien no era el de prosecretario, le serviría para proyectarse profesionalmente a futuro. Pocos años después, Pablo se las ingeniaría trabajando duro para definir su lugar como prosecretario y mano derecha de Callieri en aquella Fiscalía.

Sin embargo, el crecimiento de Pablo conoció un límite. Él había ansiado siempre alcanzar la magistratura en el Fuero Criminal de Instrucción. Tras años de esfuerzo y estudio, había obtenido el séptimo lugar en un grupo de veinte aspirantes a juez de instrucción, en la terna de nombramientos a la magistratura. En aquel momento, se sintió muy entusiasmado. No esperaba, de hecho, semejante resultado. Estaba decidido a concursar para el siguiente año. Pero la muerte de Marta lo afectó, dejándolo en una suerte de trance del que nunca conseguiría escapar.

Pablo, por lo tanto, se dejaría estar y no volvería a concursar pese a lo próximo que había estado de alcanzar la Magistratura Nacional. Ya no le interesaba crecer. No sin Marta. No sin su compañera. Su vida a partir de ese momento continuaría adelante por inercia. Hay personas que canalizan su dolor a través del trabajo. Pablo era una de esas personas. Marta fue su gran apoyo profesional y emocional, con el que sin lugar a dudas había llegado hasta donde estaba. Estoicamente, pese al mal humor y frustración de Pablo, ella lo había acompañado en esas largas tardes de lectura, ayudándolo a resolver los complejos casos prácticos que debía conocer a la perfección si quería enfrentar su examen para juez de la Nación.

La energía y ganas de vivir que le quedaban se traducían únicamente en el trabajo. Llenaba su vacío escuchando los oscuros secretos que distintos actores de las fuerzas de seguridad le llevaban cada día a su despacho. Él los escuchaba a todos. No emitía palabra alguna. No lo sorprendían las barbaridades que a diario le contaban, pues ya nada lo sorprendía ni importaba. Les sonreía con complicidad forzada. Algunos nada más precisaban ser orientados legalmente, y otros tan solo querían desahogarse. Veían en él una especie de confesor. Sabía quién mentía y quién decía la verdad. Si tenía que pedir un café a alguno de los pibes de la mesa de entrada para los comensales que arribaban, lo hacía. Reconocía la importancia y las ventajas que tenía el hecho de atenderlos tan amablemente a pesar de tan evidentes intenciones.

Por medio de estas atenciones que él tenía, lograba enterarse de absolutamente todo lo que pasaba alrededor de la jurisdicción de la Fiscalía. Era su función. Saberlo todo.

Pero tenía que tranzar. El prosecretario estaba sumergido en la constante de llevar adelante su trabajo en pos de realizar “una justicia”. Esa justicia que, por más pequeña que fuera a veces, era por lo menos algo. Para Pablo, el fin justificaba el medio.

Dentro de la Fiscalía, Pablo era un jefe excesivamente terrenal, exigente con sus empleados, pero siempre muy justo. Hacía lo necesario para dar a cada uno lo que correspondía. Al que trabajaba bien, lo premiaba. Y al que trabajaba mal, lo castigaba. Conseguía distinguirlo fácilmente. Recorría los ambientes de la Fiscalía con cautela, observando y escuchándolo todo. Vigilaba los movimientos de todos los empleados. Nadie podía desaprovechar un solo minuto del día de trabajo. En la Fiscalía de Investigaciones de la Zona Sur reinaba el orden bajo las órdenes de Pablo. Él corroboraba el progreso de la investigación de las causas: las firmaba, las corregía y verificaba los errores de redacción dentro de cada uno de los expedientes que los empleados tramitaban.

No era para sorprenderse que tanta presión diaria en sus casi diez horas consecutivas de trabajo lo dejara con tanto cansancio y desgano. Para su fortuna, las corridas constantes y la vorágine sin fin hacían que el día prácticamente se le pasara volando.

* * * *

Marco Fritzller, empleado de la Fiscalía a las órdenes de Pablo, estaba sentado en la barra de un bar del barrio de Palermo junto a un amigo.

Había egresado hacía poco tiempo de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, y quería llevarse al mundo por delante. Era un muchacho muy ansioso, y su baja autoestima no lo ayudaba para nada. No lograba sentirse pleno. Algo lamentable para alguien que sin saberlo resultaba ser sumamente inteligente. Había nacido en una antigua colonia alemana ubicada a 50 km de la localidad de Federación, en la provincia de Entre Ríos, y venido a Buenos Aires a estudiar a los 18 años. Pero su infancia había sido bastante deficiente, debido en gran parte a los acosos sufridos por sus compañeros de curso durante su período de estudiante secundario, en combinación con cierta hiperexigencia familiar, que lo hacían a Marco sentirse poco valorado. Buscaba llenar su vacío a través de un ininterrumpido progreso profesional que no siempre conseguía mantener. Quería sentirse realizado y no se daba cuenta de las lindas experiencias que dejaba de vivir a sus únicos e irrepetibles 24 años.

Había empezado a trabajar en Tribunales a los 18 años como Pablo, pero su desarrollo en el campo laboral se había visto siempre obstruido en gran parte por su forma de ser un poco impulsiva. De hecho, su frontalidad, y forma de ver la vida, distinta al común de la gente, no lo hacían el candidato más apropiado para crecer en un mundo judicial donde ser diplomático y falso eran el ABC del día a día. No obstante, pese a ser de los primeros en llegar y de los últimos en irse de la Fiscalía, nunca perdía la ilusión de crecer en ese ambiente. Sentía que algún día tenía que llegarle. Que la vida en algún momento lo premiaría por todo su esfuerzo. No abandonaba esa idea por nada.

Concretamente, ese mundo no era por cierto para él, pues año a año desfilaban distintos compañeros y compañeras que terminaban siendo acomodados, por ser hijos de..., sobrinos de... y obviamente también nietos de... “Nietos de puta”, pensaba Marco siempre.

Prestaban tareas dos meses, y pasado dicho término, inmediatamente: o bien eran acomodados por encima de él, o bien conseguían un ascenso en algún otro Juzgado o Fiscalía. Marco lo único que hacía era aguantar, y aceptar que él era simplemente un pibe del interior carente de contactos.

Cada vez que la decisión de premiar con un cargo a alguno de estos personajes llegaba a su conocimiento, él solo se limitaba a apretar fuerte el puño, guardar la bronca y explotar en llanto no bien podía. Intentaba descargar toda esa frustración, todavía sin entender por qué siquiera se molestaba en trabajar en ese lugar, para esos jefes que ni se inmutaban a la hora de reconocer sus virtudes como empleado. Temía entender que sus expectativas eran demasiado altas.

Había una realidad. Más bien, varias. Como muchos jóvenes de su edad, Marco no pertenecía a una familia de clase alta, ni mucho menos adinerada. Sus padres eran profesionales, sí, pero ninguno relacionado con el mundo del derecho. Ningún familiar de él era abogado, ni ostentaba siquiera algún tipo de magistratura. Provenía de una familia franco–germana de clase media, común y corriente del interior de la provincia de Entre Ríos.

Él sabía que en la justicia no solo se cobraba bien a fin de mes, sino que también se aprendía más que en cualquier empresa, banco o incluso estudio jurídico; sin mencionar que estos últimos –por lo menos en la Argentina– se caracterizaban por no retribuir en forma justa las prestaciones que los jóvenes y recientemente recibidos e ilusionados abogados realizaban. Jóvenes que ingresaban a trabajar a estos estudios jurídicos, y que de sol a sol se mataban por crecer profesionalmente. Marco estaba donde debía, y donde creía que quería estar.

Ascender de puesto implicaba para él muchísimas cosas. No se trataba tanto del dinero. Ayudaba desde luego, pero más bien, su ambición pasaba por una cuestión de status, de reconocimiento y prestigio, que él creía lo haría sentirse mejor consigo mismo. Pero no. Tenía que ver también con funciones y responsabilidades. Y por qué no, con trazar sus primeros pasos en la larga carrera hacia su objetivo final. Ser juez de la Nación.

Pablo, luego de años de verlo trabajar a Marco, había formado su propia opinión en torno al desempeño de este muchacho. Consideraba que ya hacía tiempo se encontraba listo para ascender de categoría, pero había alguien que no quería cumplir su anhelo. Al fiscal Sergio Callieri nunca le había agradado Marco. ¿Sería tan solo una cuestión de piel entre ellos? Sucede más a menudo de lo que se piensa.

Por alguna razón que hasta el final de los días la gente no suele comprender, a uno, ciertas personas, simplemente, lo odian sin razón. Era el caso de Marco, quien, a pesar de la indiferencia con la que lo trataba el fiscal, hacía su mejor esfuerzo por caerle bien. Lo saludaba cordialmente y le presentaba los expedientes de los casos que él llevaba con observaciones y aportes para la investigación que eran innegablemente brillantes. Era el único que se preocupaba hasta por el más mínimo detalle. Muchos reconocían que Marco Fritzller era un excelente escritor. Era claro en sus argumentos y un buen investigador. El fiscal Callieri lo sabía también. No había discusión al respecto. Por su parte, Marco sentía respeto por la investidura del fiscal, y jamás se le había cruzado por la cabeza enfrentarlo para preguntarle el porqué de su destrato.

Al mismo tiempo, admiraba a Pablo en demasía. Le asombraba la seguridad con la que su jefe se movía cuando trabajaba. Sin embargo, jamás lo admitiría ni lo daría a conocer. Ni a Pablo, ni a sus amigos, ni a nadie. Por el contrario, lo escondía bajo un manto de seriedad muy bien aplicado. No existía entre ellos, relación alguna más que la profesional.

Entre el ruido de las voces de los jóvenes, Marco Frtizller alzaba la suya para discutir con su mejor amigo sobre sus respectivos trabajos, frustraciones y planes para el futuro. Una mera charla entre pibes de 24 años.

—Che, vamos yendo... Tengo que hacer bastantes cosas mañana, y necesito arrancar temprano. Además, estoy fusilado –dijo Marco.

—Dale, chabón... Es viernes. Bueno, ya es sábado a esta hora... Tomémonos una cerveza más –le reclamó sonriente su amigo.

—No, Javi, en serio... Tengo muchísimo sueño. De verdad.

—Ok, dale. ¿Fondo blanco? –sentenció su amigo.

—¡Dale, boludo! En serio –insistió Marco.

—¡Bueno! ¡Tranquilo! Vamos. Dale. Pedí la cuenta si querés.

Marco hizo la seña.

* * * *

Pasadas las 05:00 de la mañana, el teléfono celular de Pablo Dujaán volvió a sonar. Pablo se había quedado finalmente dormido. Lamentaba que el sonido de la llamada lo hubiera despertado. Respondió una vez más, pero no conseguía escuchar a nadie del otro lado. Solo se oía una respiración que ponía a Pablo cada vez más nervioso. Tras insistir y amenazar con cortar, la voz del otro lado del teléfono finalmente emitió palabra.

—Tanto tiempo, Pablo. ¿Todavía te gusta combatir el delito?

—¿Quién habla?

La misteriosa voz del otro lado del teléfono rio, y a continuación preguntó.

—¿Y prevenirlo?

* * * *

Marco Fritzller se encontraba solo parado hacía media hora en la parada de colectivo sobre la avenida Santa Fe. Las piernas le dolían. Tenía frío y la lluvia no ayudaba. Era desesperante. Le había dado la sensación de que dicho clima continuaría durante unos días más. “Qué mierda”.

A lo lejos venía el colectivo de la línea 59 que lo dejaría cerca de su hogar. Marco vivía en Soldado de la Independencia y Olleros, en un antiguo departamento que alquilaba en planta baja. Era muy acogedor, totalmente fiel a sus necesidades. Tenía un gran ventanal que daba la calle que le otorgaba la luz que él tanto disfrutaba. Era su pequeño imperio, como solía comentarle a todos. Vivía cómodamente, pero tampoco le sobraba el dinero. Apenas podía vivir pagando el alquiler y otros gastos.