¿Hay dioses en el Olimpo? - Héctor Oliva - E-Book

¿Hay dioses en el Olimpo? E-Book

Héctor Oliva

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Beschreibung

Desde el monte Ida hasta el Ararat, este libro es un viaje fascinante por las montañas que han marcado nuestra historia y mitología. ¿Se posó el arca realmente en el Ararat? ¿Quién fue el emperador alpinista? ¿Por dónde cruzó Aníbal los Alpes con su ejército de elefantes? Este apasionante libro da respuesta a estas preguntas mezclando en un bote montañismo e historia de la antigüedad. El resultado es un mejunje combinado a dosis desiguales de viajes, geografía, historia, naturaleza, y, por supuesto, montañas. Arqueología y mitología contadas con un espíritu divulgativo, didáctico, ameno y la mar de divertido. En este periplo damos la vuelta completa al Mediterráneo a través de las montañas de la Antigüedad. El autor toma de la mano al lector y lo acompaña por el monte Sinaí, el Vesubio, el Olimpo, el Teide y todos los montes que guardan una estrecha relación con nuestros orígenes. Y así, enlazamos una montaña con otra hasta rodear el Mediterráneo mientras los clásicos nos van susurrando los secretos de la felicidad y de la comprensión del mundo. Aquí no hay ochomiles ni grandes dificultades técnicas, sino montañas históricas y universales que aún hoy encierran muchos secretos. Montañas que, en estos tiempos de incertidumbre, tienen también muchas cosas por contarnos y por enseñarnos. Bienvenido a esta singular ascensión por la historia.

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Primera edición en papel: enero 2017 Edición ePub: febrero 2023

© Héctor Oliva

© De esta edición:

LIBROOKS BARCELONA, S.L.

Riego 13 – 08014 Barcelona

Tel. +34 930 110 110

[email protected]

www.librooks.es

Dirección editorial: Cèlia Pujals

Diseño y maquetación: Quim Gual. Blank Estudi

Ilustración de cubierta: Quim Gual. Blank EstudiProducción del ePub: booqlab

ISBN: 978-84-126536-5-6

Producción del ePub: booqlab

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor.

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

La montaña comunica lo terrestre y lo celeste; quizá por eso las revelaciones, a veces, acontecen sobre las cumbres.

MARIE-MADELEINE DAVY

¿Me llegará la vida para todo? ¿Para navegar, ser padre, ser monje, ser mendigo?¿Cuántas veces cruzaré los océanos? ¿Cuántos caminos andaré?¿Tendré tiempo para todo?

JULIO VILLAR

ÍNDICE

Antes y Después

PARTE I GRECIA

1         Monte Ida

2         Athos

3         Olimpo

4         Parnassos

PARTE II ROMA

5         Montes Albanos

6         Vesubio

7         Etna

8         Col de la Traversette

INTERLUDIO ATLÁNTICO

9         Peñón de Gibraltar

10     Teide

PARTE III LA BIBLIA

11     Sinaí

12     Ararat

ANTES

—¿Y cuándo dice usted que empieza?

—Hoy mismo, profesor.

—¿Por dónde, si puede saberse?

—Por Turquía. Tengo un vuelo a Estambul. Monte Ida.

—Claro, Troya siempre está en el principio de todo. ¿Y cuál es su plan?

—Pues eso, dar la vuelta al Mediterráneo a través de las montañas de la Antigüedad, a través de las montañas que forjaron nuestra cultura. Las de Grecia, las de Roma, las de la Biblia. Jugar a combinar la historia y la montaña, y comprobar qué fueron en su día y qué son hoy.

—¿Y piensa subir a todas esas montañas que usted dice?

—Ese es mi propósito. Veremos si estoy en condiciones.

—Se lo va usted a pasar bien.

—También es mi propósito.

—¿Huye de algo, quizá?

—Bueno, la fuga es un método para soñar, para mantenerse vivo.

—Los sabios saben que no se viaja para escapar de la vida; se viaja para que la vida no se escape.

—Lo tendré en cuenta.

—Y dígame, aparte de escapar ¿usted a qué va, a cultivar la cultura o a hacer deporte?

—Voy a todo. Y a disfrutar del monte.

—Ya veo. Como los griegos. Cultivar el espíritu, la ciencia y el cuerpo. Eso es lo que hacían en los Juegos Olímpicos. Los juegos eran una exhibición pública de los mejores cuerpos y los mejores talentos artísticos. Es lo que ellos más apreciaban y por eso lo mostraban y lo ponían en valor.

—Mens sana in corpore sano. Pero no tengo tan altas aspiraciones. Con bajar tres o cuatro kilitos me conformo.

—Mucho no rebajará; convendrá usted en que son montes sencillos y modestos. Auguro que no necesitará piolet ni crampones.

—Ciertamente, profesor. Pero en esta aventura no se miden las montañas ni por su altura ni por su dificultad, sino por la historia que encierran. Historias legendarias o historias reales, o incluso historias que aún no sabemos si colocar en el mundo real o en el imaginario.

—O sea que viaja usted a los tiempos fabulosos.

—¿Por qué lo dice?

—En la historia de todas las civilizaciones el primer capítulo es siempre el de los tiempos fabulosos. Y ahí es hacia donde va usted, a los orígenes.

—Pues sí, visto así.

—Se va usted a viajar a la época en que éramos puros. A la época del buen salvaje, a la época de antes del diluvio, antes del arca varada en el Ararat, cuando el mal aún no había poblado la Tierra, cuando el ser humano no necesitaba trabajar y la naturaleza lo producía todo de manera espontánea.

—Bueno, sí, pienso ir al Ararat.

—Ya me contará si halla algún resto del arca. ¿Sabe usted qué eran las montañas en la Antigüedad?

—¿Qué?

—Magia. Fantasía. Terror. El mundo de los dioses y las imaginaciones. Hasta hace unos doscientos años, el ser humano siempre huyó de las alturas. Les tenía pavor.

—Abraracúrcix.

—¿Cómo dice?

—Como Abraracúrcix, el jefe del poblado de Astérix. Vivía atormentado por el temor de que el cielo cayera sobre sus cabezas.

—Por eso los romanos siempre permanecieron en el llano, en los valles, bien tranquilitos y suficientemente alejados de las cumbres.

—Dígame una cosa, profesor. ¿Esas gentes eran capaces de medir la altura de las montañas?

—La verdad es que en geografía eran bastante malos. Se les daban mejor otras ciencias. Medían a ojímetro y sus cálculos eran desastrosos, porque no calculaban según la observación astronómica, sino según las distancias que estimaban los caminantes.

—¿Por eso los mapas salían tan desfigurados?

—Claro. Y porque en realidad eran civilizaciones de llano, mínimamente capaces de medir en horizontal, pero del todo ineptos a la hora de ponerse a medir en vertical. Medían por pasos, por estadios y por millas. Un paso venía a ser un metro y medio. Un estadio vendría a ser 185 metros de nuestros días. Y la milla es una medida que continuamos utilizando.

—O sea, que podríamos calcular la altura de las montañas según las medidas que empleaban en la Antigüedad.

—Sí, claro, eso sería bien fácil. Pura regla de tres. Hasta la gente de letras, a veces, somos capaces de hacer reglas de tres.

—¿Sabe una cosa? Está usted ahora en el mejor momento del viaje.

—Bueno, aún no he empezado. Salgo esta tarde.

—Está usted en lo mejor porque en su inicio todo es incógnita, todo es expectativa y todo está por escribir, como en una página en blanco. La página en blanco es la más perfecta, porque es susceptible de llenarse de todo, de cualquier obra de arte. Las señoritas de Avignon fueron, antes, un lienzo en blanco. Y El retrato de Dorian Gray fue también una página en blanco.

—Todo por subir, como en mi caso.

—Enhorabuena. Disfrute de este inicio, porque ahora no sabe qué le deparará este viaje por el espacio y por el tiempo.

—Bueno, es hora de ponerme en marcha y comprobarlo.

—Me da usted cierta envidia.

—Me gustaría preguntarle una última cosa. ¿En qué montaña se escondía para los griegos la fuente de la eterna juventud?

—La situaron en muchos lugares. En el Parnaso, en el Atlas, en la Atlántida. En cada época y en cada lugar había una idea distinta sobre eso.

—¿Y usted dónde cree que está?

—¿Cómo dice?

—¿Usted dónde cree que está la fuente de la eternidad?

—¿A qué se refiere? ¿Cómo voy a tener una opinión sobre la ubicación de una leyenda, de una cosa que no existe?

—¿No existe?

—Caballero, ¿usted está pitorreándose de mí? Yo soy un académico. Si lo que usted busca es un mago, no está en este despacho.

—No pretendía ofenderle, profesor. Entonces, usted cree que no existe.

—¿Cómo se le ocurre? ¿Acaso usted pretende encontrarla?

—Bueno, profesor, quiero intentarlo.

—¿Sabe? Creo que a usted le falta ajustar alguna tuerca. Primero viene con esa idea de jugar a la historia y el montañismo, y ahora resulta que quiere encontrar la fuente de la inmortalidad. Claro, claro, y la piedra filosofal y el elixir de la vida. ¿Y me dirá que también quiere saber si hay dioses en el Olimpo?

— Pues sí, profesor, buscaré si hay dioses en el Olimpo.

—Muy bien, muy bien. Vaya. Busque su elixir y busque a esos dioses. Nadie se lo impide. Todo el mundo tiene derecho a creer en lo que le plazca. Pero no a hacerle perder el tiempo a los demás.

—Usted cree que estoy pirado.

—Del todo. Y el problema de esas creencias estúpidas es que cuando uno ha creído ya nunca las abandona. Solo persiste en la locura. Así que a su regreso no se le ocurra llamarme para invitarme, en compañía de sus dioses, a una borrachera de ese mejunje.

DESPUÉS

He regresado hace unos días de este intenso periplo por las cumbres de la Antigüedad. Subiendo y bajando por los cuatro puntos cardinales en torno al Mediterráneo. Un sinfín de imágenes se agolpan ahora en el caminito que comunica internamente la retina y la memoria, y ahí dentro se confunden, como se entremezclan las aguas de dos ríos, el pasado remoto y el presente, dando lugar a escenas cronológicamente imposibles como subir el Monte Athos en compañía del temible Xerxes y del arqueólogo Jones. Ascender al Olimpo de la mano de los doce dioses que lo tienen por hogar. El Etna, con Arquímedes y Adriano. Cruzar el Col de la Traversette a lomos de uno de los elefantes de Aníbal. Coronar el Teide acompañado de los tartesios y el Rex Iuba. Caminar junto a Rómulo por las calzadas romanas hasta los Montes Albanos. Y por supuesto, cumplir a cabalidad con el Sinaí y el Ararat, que alumbraron sendas arcas, la de la alianza y la de los animales, en compañía de los patriarcas Moisés y Noé.

Son personajes, historias y leyendas tan lejanas en el tiempo que parecerían no guardar ninguna relación con estos tiempos de hoy en los que el presente todo lo ocupa y en los que el whatsapp de ayer por la tarde parece quedar en la Edad de Piedra. Pero en realidad es irrelevante el tiempo que haya transcurrido desde entonces. No es una cuestión de distancia temporal. Da igual si algo ocurrió hace cinco mil años o hace cinco minutos, porque lo verdaderamente importante del pasado es en qué medida se proyecta sobre el presente. En qué medida influye en el hoy, independientemente de cuánto tiempo haya transcurrido desde entonces. Que lo romanos llegaran y se afincaran en Hispania sigue siendo relevante sobre nuestra vida actual. Al fin y al cabo, el idioma que hablamos, la configuración de nuestras ciudades y hasta buena parte de nuestro pensamiento guarda una estrecha relación con eso. En cambio, la persona con la que nos acabamos de cruzar por la calle hace treinta segundos no guarda ninguna relación con nuestro presente. Ya pasó. Es pasado. Y no ha condicionado nuestro presente. Aunque solamente hayan transcurrido treinta segundos.

Hay personas que pasaron por nuestra vida tres, cinco, diez años y no hay en nosotros rastro de ellas. Otras, en cambio, acaso pasaron un día y ya no las hemos olvidado jamás. Allí siguen, acompañándonos en la huella que dejaron.

Por eso, las historias y personajes que aquí aparecen, aunque sean lejanos y a menudo imaginarios continúan ejerciendo una influencia sobre la actualidad. Continúan explicando nuestro presente. Y por eso me pareció interesante «re-presentarlos». ¿Por qué lo hice en las montañas? Simplemente, porque me gusta. Porque es el lugar donde me siento feliz. Me siento real. Y también, es verdad, porque como decía el profesor, la montaña es el mundo de lo fabuloso, de lo mágico.

Pertenezco a una generación de exploradores frustrados. Nos sucede a muchos. El problema es que llegamos tarde a la cita y cuando tuvimos edad de salir a pisar mundo, caramba, ya estaba todo descubierto, todos los mapas trazados y, como quien dice, ya existía Googleearth. Y así no se puede. Quizá por eso, para romper esa frustración, pretendí un viaje al pasado. Porque lo hemos logrado todo, pero la máquina del tiempo sigue resistiéndose y continúa perteneciendo en exclusiva al mundo de la ficción. Y de ahí nació ese viaje en vertical por el tiempo, con un doble salto mortal sobre los últimos dos mil años para situarnos, siglo arriba siglo abajo, aproximadamente en la época en que empezamos a ser lo que somos.

Quiero agradecer la compañía de las personas que han estado conmigo en algunas de estas cimas: Jordi Solé Joval, Fernando Conchello, Eduardo Tolosana, Gartzen Martínez, Mohamed Atwa, Claudia Acevedo y mi hijo Elio. También a Raphael Navarra, por todo lo que me contó sobre la expedición suya y de su padre en busca del arca de Noé.

De entre toda la bibliografía consultada, hay dos libros que pesan mucho más que el resto, y no por su volumen. Quitando aquellos que me obligaron en el cole, los primeros libros que leí fueron Historia de los griegos e Historia de Roma, de Indro Montanelli. Me atraparon desde la primera página por su modo fácil, divertido y fresco de contar la historia, bajando del pedestal a todos esos emperadores y tratándolos de tú a tú. Creo que cincuenta años después, nadie ha superado esa escuela del gran Montanelli, aunque reconozco que mi opinión está condicionada por ese rito iniciático de la primera lectura. Todo lo primero es insuperable: nada hay más indeleble en el espíritu humano que el primer amor, el primer libro, el primer viaje, el primer coito… Seguramente en estas páginas habrá mucha imitación frustrada a Montanelli.

Desde que regresé he intentado una y otra vez quedar con el profesor. No me responde o me da largas. Está convencido que soy un loco y no quiere recibirme. He cumplido con mi propósito y he buscado la fuente de la eternidad por todos los altos rincones que coronan el Mediterráneo, de los Alpes al Etna, del Monte Sinaí a las Columnas de Hércules. He bebido de todas las fuentes posibles. He escuchado el curso del agua buscando su nacimiento. He preguntado a los viejos del lugar. También a los jóvenes. He dormido en las cumbres, bajo el cielo estrellado, soñando con su líquido, cavilando sobre su ubicación y maravillándome de la belleza de lo que me rodeaba.

Creo que la magia continúa habitando en lo alto de las montañas. Incluso en la época de los GPS y Facebook. Porque la magia es sobre todo una belleza que no se puede describir con palabras, ni siquiera con fotografías. Un paisaje es mágico; una fotografía puede ser bonita, espectacular o conmovedora, pero difícilmente mágica. La magia necesita de la realidad para aflorar. Y en esos momentos mágicos es cuando descubrí la fuente de la eternidad.

La eternidad es vencer al tiempo. Pero el error es creer que consiste en vencer su transcurso, cuando en realidad la eternidad es lograr que el tiempo se esfume. Que desaparezca. Esa es la fuente de la eternidad de la que bebí en los momentos mágicos de este periplo. La eternidad es salirse del tiempo, penetrar en esa nueva dimensión donde el tiempo, y posiblemente todo lo demás, deja de existir. No es vencer el tiempo, es aniquilarlo. Es un estado de existencia máximo, tal como estaba Ulises en la isla de Calipso.

Eso es lo que quería contarle al profesor.

39º41’988 N / 26º51’946 E

PAÍS ACTUAL: TURQUÍA

REGIÓN ADMINISTRATIVA: BALIKESIR

REGIÓN HISTÓRICA: LIDIA / ANATOLIA

Versión 1 de la historia: Paris, hijo del rey de Troya, Príamo, conoce a la bella Helena, la esposa del rey Menelao, en el transcurso de una visita a Esparta. Se enamora perdidamente de ella, y la rapta, llevándosela con él a Troya. Con el fin de recuperar a Helena y derrotar a los troyanos, Menelao y su hermano Agamenón conforman una poderosa flota en la cual figuran tipos como Aquiles, Ajax y Ulises. Tras diez años de asedio sin éxito a la poderosa fortaleza de Troya, los griegos o, para ser más correctos, los aqueos, llevan a cabo una estratagema salida de la mente pensante de Ulises: un destacamento de guerreros se esconde en un gigantesco caballo de madera y, una vez en el interior de las murallas, abre las puertas de la ciudad. Los aqueos destruyen Troya y salen victoriosos de la guerra.

Es una de las historias más contadas de todos los tiempos. Se la contaban los papás griegos a sus hijitos hace más de dos mil quinientos años, y se sigue contando hoy en día, con gran éxito, en teatros, cines, escuelas y salones, básicamente por dos razones: por ser la primera y porque sencillamente es una trama excelente. Homero, guionista de éxito, fue acaso el primero en darse cuenta que la mezcla de amor, política y guerra en dosis adecuadas es una combinación fantástica para dejar al público embelesado.

Pero no solo es una trama bien contada. Nos presenta también unos personajes excelentemente construidos. Por suerte, a Homero le tocó vivir (y escribir) unos cuantos años antes de que Hollywood fijara en nuestro imaginario que los malos son malísimos, tienen cara de malos y además son muy feos. Los personajes de la Ilíada están plagados de matices, con sus miserias y sus grandes virtudes, y eso aun teniendo en cuenta que, supuestamente, están ideados y escritos por una de las partes. Aquiles, griego, es un salvaje sin corazón que no está dispuesto siquiera a permitir al rey Príamo que entierre el cadáver de su hijo Héctor. Y el propio Príamo, rey de los troyanos, parece ser un tipo justo, magnánimo y hasta poco corrupto, que, por supuesto, se hace más simpático al lector que el propio Agamenón. Aquiles y Ulises son unos tunantes de baja estofa al lado de Héctor y Eneas, mucho más nobles, mucho más caballerosos.

Lo fácil habría sido hacer de la Ilíada un cuento patriótico para engrandecer el pasado glorioso de un pueblo, tal como suele suceder en infinidad de películas y novelas de todas las épocas. ¿Cómo pintaba Hollywood a los soviéticos en plena Guerra Fría? Homero, en cambio, es capaz de poner la trama y la propia complejidad de los personajes por encima del orgullo patrio. En Superman no es posible ir con los malos (aunque a veces, dan ganas), como tampoco en Indiana Jones es posible ir con los nazis. En cambio, escuchando o leyendo la Ilíada, uno podría ir con los aqueos y otros, como en mi caso, con los troyanos. Sencillamente porque aquí no hay buenos ni malos: hay, básicamente, personajes de carne y hueso con sus defectos y sus virtudes.

La guerra de Troya, aun después de tantos milenios, continúa estando muy presente en nuestro lenguaje. En las lenguas que beben de la tradición griega, el talón de Aquiles es el punto débil de una persona, de un equipo…; armarse la de Troya denota una fiesta o una discusión que acabó a palo limpio; el caballo de Troya sigue siendo la imagen arquetípica de la quinta columna, de la explosión desde dentro; y una odisea es, hoy y hace tres mil años, un viaje de horribles penurias. Los ingleses trabajan como un troyano, los españoles husmean el peligro previendo que «va a arder Troya» y los italianos son «listos como Ulises». Y todo eso, sin contar con los troyanos que amenazan día a día nuestros sistemas informáticos.

Pero vayamos a la preguerra, porque antes del rapto de Helena que desencadenó el conflicto, ambos bandos tienen una prehistoria. Homero explica de esta guisa la coalición aquea. Tíndaro, rey de Esparta y padre de Helena, hace prometer a todos los pretendientes de su bella hija que, una vez haya escogido esposo, los demás deben acudir en su ayuda en caso de que el esposo se halle en dificultades a causa de la belleza de la joven, tal como efectivamente ocurriría.

También los troyanos tienen una previa que desemboca en el rapto, y esta historia está íntimamente relacionada con el Monte Ida. Paris fue citado por Zeus para ser el juez del primer concurso de misses del que tenemos noticia, y que, mira por dónde, no tuvo lugar en Venezuela ni ganó una venezolana. La cosa fue más o menos así. Eris, la diosa de la discordia, enfadada por no haber sido invitada a una boda en la que se congregaron todas las divinidades, inventó una estratagema para sembrar la discordia entre las diosas y dejó sobre la mesa una manzana de oro (la famosa manzana de la discordia) con una sugerente inscripción: «a la más bella». Atenea, Hera y Afrodita, considerando que en justicia les pertenecía a cada una, no tardaron en pelearse por ella.

Zeus terció entre esas diosas que se clavaban las uñas y se estiraban de los pelos, y fue entonces cuando concedió a Paris ser el árbitro del concurso de belleza. El joven Paris debía otorgar la manzana a una de las tres, pasaje que la mitología griega conoce como el «Juicio de Paris» y que tuvo lugar, precisamente, en el Monte Ida.

Ellas, más que salir en bikini a lucir silueta, utilizaron otras artes femeninas: la de las promesas. O, directamente, los sobornos. Hera prometió a Paris concederle las riquezas de toda Europa y Asia si le otorgaba la manzana. Atenea le ofreció la victoria en todas las guerras. Y Afrodita le prometió las artes amatorias de la mujer más bella del mundo. Hera ofrecía dinero; Atenea poder; y Afrodita lo único que puede interponerse ante la avidez de los hombres al dinero y al poder: sexo. Así es como Afrodita ganó frente a dos griegas y ninguna venezolana el primer concurso de belleza del mundo, y así es como poco después Afrodita condujo a Paris hasta Esparta e hizo crecer en su pecho el amor por Helena (y viceversa) para concederle la gracia de poseer, tal como había prometido, a la mujer más bella del mundo.

Tras diez días de estancia en Esparta, a Paris le cayó del cielo una ocasión que ni pintada: Menelao tuvo que partir a Creta por asuntos de Estado, y los dos amantes no desaprovecharon situación tan propicia, primero para amarse con desenfreno y después para fugarse y buscar refugio en Troya. Está claro que la palabra rapto es un eufemismo inventado por Menelao para ocultar la evidente realidad de una fuga en toda regla, que es el mismo ejercicio por el que los políticos prefieren decir proceso de enfriamiento en lugar de crisis o ayudas a la balanza de pagos en lugar de rescate.

Tras el rapto, la fuga o como quieran llamarlo, los príncipes aqueos acudieron en apoyo de Menelao tal como habían prometido en su día al rey Tíndaro, y así conformaron una flota de más de mil naves procedentes de 164 poblados distintos. Una gran alianza unida en torno a la figura de Agamenón, rey de Micenas y comandante en jefe de los ejércitos aqueos. A bordo de las naves, dispuestos a saquear Troya y a restituir el honor patrio, viajan 100.000 aqueos y un vikingo: es Menelao, que a esas alturas ya luce unos cuernos visibles desde los rincones más recónditos del Egeo.

Pero a pesar de la ingente cantidad de guerreros, la empresa será mucho más complicada de lo esperado: Troya goza de unas murallas superlativas que protegen la ciudad y el palacio de Príamo. La armada aquea sitia Troya durante diez años, a lo largo de los cuales saquea varias islas cercanas como Lesbos y Ténedos, y consiguen en estas operaciones «abundantes riquezas y mujeres hábiles». Huelga decir que Aquiles y Ajax se quedaron las más hábiles y despampanantes.

Mientras los mortales combaten en el llano, los dioses, divididos en dos bandos y en continuo ir y venir del Olimpo, contemplan la batalla desde lo alto del Monte Ida. Los dioses de la H (Hera, Hermes, Hefesto…) apoyan a los griegos, los dioses de la A (Ares, Afrodita, Artemisa, Apolo…) a los troyanos, como si se tratara de un largo partido de béisbol, cerveza por aquí, bocadillo de pimientos con anchoas por allá, mientras Zeus actúa de árbitro y toma decisiones en uno u otro sentido según quien vaya ganando, con vistas a equilibrar siempre la partida y que esta se prolongue en el tiempo como un partido interminable. Por su actitud, más que en un palco, los dioses parecen vivirlo todo desde la grada del fondo sur: convertidos en hinchas futbolísticos, los dioses aplauden, insultan, animan, se enfadan, discuten entre sí, lanzan objetos, protestan con ira las decisiones del árbitro Zeus y, cuando lo consideran necesario, intervienen en la batalla disfrazándose de héroes humanos.

Como en todas las guerras, se produce una escalada bélica que no hace sino empeorar las cosas. La muerte de Patroclo lleva a la muerte de Héctor. Paris venga a Héctor alcanzando con su arco el talón de Aquiles. También Paris y Ajax mueren en la batalla, y cuando ya no quedan más que personajes secundarios, se resuelve la trama con la historia del caballo.

Es una historia mundialmente conocida, pero nunca está de más repasar cómo se desarrolló el desenlace. Ulises describe su plan del caballo de madera, los aqueos lo construyen y esconden a un selecto comando de guerreros en su interior, a la vez que retiran todas sus naves y las esconden detrás de Ténedos, la isla del Egeo que da entrada al Helesponto. Cuando los troyanos se levantan, no pueden creer lo que ven: los aqueos han huido y les han dejado esa ofrenda, la cual deciden llevar dentro de la ciudad para ofrecerla a la diosa Atenea. Príamo encarga grandes celebraciones para la noche: la guerra, por fin, ha terminado. Las celebraciones son largas, y por fin sin tensión, corre el alcohol, la comida y el sexo por doquier. Exhaustos, los troyanos caen rendidos, los guerreros aqueos salen del caballo y, abriendo las puertas de las murallas, el ejército griego perpetra la sangría que esperaban desde hacía diez años. El propio Príamo cae asesinado tras haber presenciado la muerte de sus cincuenta hijos. No quedó con vida un solo troyano varón. Las mujeres fueron secuestradas y llevadas a Grecia. Agamenón incendió la ciudad y arrasó las murallas.

Después de arder Troya, tocaba regresar a casa. Pero, tras diez años de guerra, alguno le había tomado gusto a eso de verse tan libre fuera de los tentáculos de la esposa, así que Ulises se tomó por su cuenta un bonus track y se perdió otros diez años por el Mediterráneo, como se dice, «viviendo la vida loca» hasta que el cuerpo aguante, momento en el cual regresó a casa y se echó a los brazos de Penélope con cara de no haber roto nunca un plato.

Lo más interesante de esta trama es que en medio de tantos chorros de sangre, tantos músculos, tanta fuerza bruta y tantas intervenciones divinas, lo que acaba decidiendo el devenir de la guerra es algo tan humano, tan profundamente humano, como el ingenio. Da la sensación de que los clásicos nos susurran al oído que ante la capacidad de ingenio del ser humano, no hay fuerza que valga ni dioses que puedan oponerse.

¿Y qué fue de la bella Helena, el sujeto causante de tanto desbarajuste? El vikingo Menelao estaba decidido a matarla después de tanta humillación, pero ella, tan bella, mostrándole sus pechos, logró un repentino cambio de opinión. Moraleja: efímeras son las determinaciones de los hombres cuando se interpone la forma voluptuosa de dos tetas.

Así es «tal como Homero las cantaba», que es como en la antigua Grecia terminaban las historias. Por lo que nos enseñaron en la escuela, Homero era un poeta, parece ser que ciego, que vivió hacia el 800 a. C. en esa zona de Asia Menor, probablemente en Esmirna, y que, más que inventar, dio forma a una historia que contaban los trovadores ambulantes desde mucho tiempo atrás. Como en la época todo el mundo era analfabeto, quizá incluso hasta los reyes, la Ilíada y estas otras telenovelas de la época, eran una cuestión oral. La Ilíada es la primera obra literaria escrita de la que la humanidad tiene conocimiento. Homero fue, pues, el primer escritor, o como mínimo, el primer guionista de telenovelas.

Leyendo la Ilíada, siempre había imaginado a los dioses, en lo alto del Monte Ida, contemplando el devenir de la guerra desde una posición preferencial, donde la vista de pájaro, como el ojo de halcón en el tenis, ofrecía una visión espectacular, cercana y a la vez ideal para seguir el juego de las estrategias y los movimientos de la infantería. ¡Qué decepción! El Monte Ida no está encima de Troya: está a más de 100 kilómetros hacia el este por carretera, y su cima dista al menos 60 kilómetros en línea recta de la ciudadela de Troya. Ahora me cercioro de que los dioses no estaban sentados en un palco, sino en el gallinero de la plebe. A no ser que Zeus les hubiera repartido unos buenos prismáticos, dudo que los dioses pudieran ver algo del espectáculo que les ofrecían aqueos y troyanos.

Tampoco se llama ya Monte Ida. Se llama Kaz Daglari, y se encuentra junto a la costa turca del Egeo, en la llamada península de Biga. El macizo de Kaz Daglari se extiende de este a oeste, en paralelo a la línea de costa, de tal manera que vaguadas y cañones discurren generalmente en dirección norte-sur. En los últimos años la base costera del Kaz Daglari ha evidenciado un fuerte boom turístico local, y en Turquía ya se la conoce como la «Olive Riviera». Sin duda como parte de la estrategia turística, se celebra cada verano un concurso de bellezas locales que, con ingenio y visión histórica, han bautizado como el nuevo Juicio de Paris.

A unas seis horas por carretera al sur de Estambul, Kaz Daglari tiene un cierto aire a puerta de atrás, un lugar de esos en los que uno topa de frente con la realidad de un país. Seguramente que la visión de Turquía con una visita a Estambul no deja de ser correcta, pero posiblemente la visión de Turquía recorriendo los parajes y las aldeas de Kaz Daglari nos ofrece una perspectiva mucho más rica que Estambul no es capaz de ofrecer.

Me cuenta un campesino en la aldea de Mehmetalani que si accedo al Parque Natural de Kaz Daglari a través de la pista que asciende a la cumbre, los guardas me harán pagar un derecho de acceso de 80 liras, unos 30 euracos por ascender una montaña donde apenas hay excursionistas. No soy un montañero modélico, así que decido saltarme el peaje y entrar en el parque de Kaz Daglari a la griega.

Hay tres conceptos que nos ayudarán a avanzar adecuadamente por las páginas de este libro: a la romana, a la griega y a la bíblica. Denotan cada uno de ellos un modo de hacer las cosas. A la romana significa hacer algo con determinación, con fuerza y poniendo en el envite lo que hay que poner. Hacer algo a la griega significa, en nuestro particular diccionario, hacerse el desentendido para conseguir un objetivo. ¿Cómo se cuela uno en la cola del cine o en la cola del autobús? ¡A la griega! Y también, por tanto, uno puede acceder al parque natural de Kaz Daglari a la griega. Por último, hacer algo a la bíblica tiene siempre un cierto carácter épico, unas dimensiones desproporcionadas, como las plagas de Egipto.

Apreciará el avezado lector la sutil diferencia entre las cosas a la romana y a la bíblica, porque la primera depende de nuestra actitud, de nuestra determinación, mientras que las situaciones bíblicas vienen condicionadas por factores externos o climáticos.

La pequeña aldea de Pinarbasi es el punto de partida de mi excursión a la cima del Kaz Daglari. Pinarbasi es un punto minúsculo en el mapa, un lugar perdido, insignificante, pero para mí está lleno de significado, porque es el escenario de arranque en este periplo que ha de llevarme a dar la vuelta al Mediterráneo a través de sus montañas de la Antigüedad. Efectivamente, habría podido empezar a dibujar este círculo histórico-excursionista por cualquier otro lugar, un círculo nunca tiene un principio ni un final predeterminado, pero está claro que si se trata de recorrer la historia clásica a través de sus montañas difícilmente podría escoger otro lugar que Troya.

Así que aquí estoy, en una placita de la parte superior de la aldea de Pinarbasi, junto a un nogal y con una majestuosa panorámica del Egeo que me permite contemplar hasta la isla griega de Lesbos, situada junto a la costa turca. A mi alrededor picotean las gallinas, un perro duerme sobre los adoquines y un campesino saca ramas de olivo de un tractor y las amontona sobre el tejado de un almacén. Así es esta mañana de marzo en este tranquilo rincón del Mediterráneo.

Estoy en la mejor parte del viaje, como decía el profesor, porque en su inicio todo es incógnita, todo es expectativa. Quién sabe qué me deparará este viaje por el espacio que rodea el Mediterráneo y por el tiempo que rodea la Antigüedad. Se le atribuye a Lao Tse una frase que dice algo así como «un viaje de miles de kilómetros empieza con un solo paso». Tan sencillo como un paso, pero eso sí, acaso el más importante, porque sabido es que sin el primero no existe ninguno de los demás.

Así que doy el primer paso y empiezo a caminar en el límite de los verdes: hacia abajo el verde de los olivos, el territorio domesticado por el hombre; hacia arriba el verde de los pinos que tienden una gigantesca alfombra sobre todo el relieve del Kaz Daglari. Entro, efectivamente, a la griega en el parque natural, pero también a la romana, porque la excursión arranca con unas fortísimas pendientes que me obligan a emplearme a fondo. Es cierto que la montaña no tiene una altura excesiva, pero el recorrido a la cumbre es largo y tengo por delante muchos metros de ascensión acumulada.

El único inconveniente es que Monte Ida del siglo XXI es un lugar sin indicaciones y, al menos en época invernal, sin visitantes. Previendo que podría fácilmente perderme, antes de subir he hecho algo que no me gusta nada: he entrado en wikiloc y me he descargado una ruta en mi dispositivo GPS. Prometo que ha sido la primera vez y que no volveré jamás a pecar.

Tomamos una buena carrerilla en la época de Homero y damos un gran salto en el tiempo para situarnos en 1870. Un hombre bajito con gafas y sombrero da órdenes a un grupo de obreros locales armados con picos, palas y azadones. ¿Quién es? ¿Qué hacen allí esos hombres?

Es Heinrich Schliemann, el tipo que revolucionó la arqueología y puso patas arriba el mundo clásico tal como la humanidad lo había concebido hasta entonces. Y esos obreros están cavando, precisamente, para poner patas arriba las ideas preconcebidas sobre Troya. Lo que Schliemann pretende hacer es demostrarle al mundo que la guerra de Troya no es un relato de ficción, tal como consideran todos, sino que la ciudad de Troya existió efectivamente, que allí tuvo lugar una singular guerra, y que Príamo, Aquiles, Héctor y Menelao no salieron de la imaginación de Homero, sino de la realidad de la historia. A esas alturas de 1870, Schliemann, a contracorriente de todo lo que decían los libros y los expertos, no solo está convencido de que Troya existe, sino que, legua arriba, legua abajo, cree saber dónde se esconde exactamente.

Schliemann era un romántico, un loco y un apasionado, todo ello en el mayor grado que podamos imaginar. De niño, su padre le regaló el primer tomo de la historia universal. Al contemplar el dibujo de las murallas de Troya, su papá le contó que solo eran imaginarias, y el pequeño, tan dulce, le respondió que eso era imposible y que un día él habría de descubrir esas murallas. A los doce años ya escribía en latín y en griego clásico. Y cuando tuvo hijos les puso los nombres que solo un romántico, un loco y un apasionado por la Grecia clásica podía ponerles: Agamenón y Andrómaca. Cuando alguien le preguntó por qué había escogido esos nombres, respondió con una lucidez meridiana: para ser ecuánime, un nombre aqueo y un nombre troyano.

Se convirtió en un businessman de éxito, con negocios en Rusia y Estados Unidos. Parece que fue incluso comerciante de armas y que sacó buena tajada de la guerra de Crimea. Se dice también que estuvo metido en la fiebre del oro en California y que comerció con algodón en los años de la Guerra de Secesión americana. Por lo que parece, era un tipo metido en todos los fregaos, de los cuales tenía la capacidad de salir indemne y, casi siempre, un poco más rico.

En esa fase de la vida, no existía ninguna señal externa de que ese businessman continuase manteniendo vivo en su interior el sueño infantil de descubrir Troya. Pero de golpe y porrazo, cuando calculó que había ganado suficiente dinero para ponerse manos a la obra, el sueño infantil se sacudió varias décadas de polvo y emergió de su escondite. Había llegado el momento de cumplir su papel en este mundo. Cerró los negocios, licenció a sus empleados y empezó a organizarlo todo para trasladarse a orillas del Egeo y patearse allí toda su fortuna en busca de su quimera de desenterrar Troya. Su mujer pidió el divorcio. Schliemann se lo concedió gustoso y puso un anuncio en un periódico de Atenas, que es como los hombres buscaban mujeres a la distancia antes de que aparecieran las webs de ligues. Ofrecía matrimonio, bajo la condición de que la agraciada fuera griega, tuviera menos de veinticinco primaveras y aceptase casarse según el rito homérico. La encontró. Sophia Schliemann sería, efectivamente, la madre de Agamenón y Andrómaca.

Schliemann llega a la región turca situada entre los Dardanelos y el macizo del Kaz Daglari y se instala en la pequeña aldea de Çiplak. Contempla el panorama y se convence de que lo que está viendo es el paisaje que describe Homero. Como escribió el propio Schliemann, «desde aquí podía contemplar el espléndido panorama de toda la llanura de Troya. Cuando me senté, con la Ilíada en la mano, me imaginé a mis pies la flota de los griegos, su campamento y tropas desfilando de un lado a otro. Durante dos horas los principales acontecimientos de la Ilíada tuvieron lugar realmente ante mis ojos. Cuando se hizo de noche ya estaba totalmente convencido de que me encontraba en Troya».

Schliemann contrata a un buen grupo de obreros y campesinos locales y los pone a cavar en la colina de Hisarlik. Un hombre con esa fe y esa determinación por fuerza no podía estar equivocado, porque quien busca halla, y Schliemann halló. Y tanto que halló. Ahí estaban, los restos de la antigua Troya, desenterrados para poner patas arriba las ideas preconcebidas de todos los expertos, tal como el pequeño Heinrich había prometido de niño.

Pero el sueño del pequeño Heinrich no estaba más que empezando, porque unos meses después el pico topó con algo duro. Escarbó y vio que era brillante. Y poco a poco, bajo la arena de la colina de Hisarlik, fueron apareciendo más y más joyas, collares, diademas y anillos de oro y bronce que Schliemann enseguida bautizó como «el tesoro de Príamo». Así describe la escena el arqueólogo alemán: «La visión de tantos objetos de inestimable valor para la arqueología me hacía ser temerario y olvidé todo peligro. Me habría sido imposible extraer el tesoro sin la ayuda de mi querida esposa, que estaba a mi lado preparada para recoger en su chal las cosas que yo iba sacando». Heinrich cubrió a Sophia con esas joyas y le tomó las fotos que le sirvieron para comunicar al mundo el hallazgo del tesoro. Cuando el gobierno turco le pidió que le entregara el tesoro, Schliemann ya lo había sacado del país.

Schliemann estaba eufórico, y dispuesto a continuar demostrando que la leyenda de la guerra de Troya se había convertido en verdad, quiso confirmar que la otra parte del conflicto también había existido, y se fue a Micenas a desenterrar al rey Agamenón. Cavó su zanja frente a la famosa Puerta de los Leones, y de nuevo el destino fue benevolente con ese apasionado romántico. Los dioses, de eso no hay duda, estaban de su lado. Desenterró en Micenas pozos funerarios en los cuales halló evidentes restos humanos con máscaras de oro moldeadas con los rostros de los muertos. Sin duda eran los cadáveres de la familia real. Telegrafió al Times de Londres para contárselo al mundo, y al rey de Grecia le envió un mensaje privado: «Majestad, he encontrado a sus antepasados».

Con todo, en esa gran fiebre desenterradora había algunas piezas que no terminaban de encajar. La colina de Hisarlik era apenas un poco más grande que un campo de fútbol. Y las murallas que Schliemann desentierra, en altura, perímetro y grosor, son ridículas comparadas con las dimensiones que describe Homero. ¿Así eran las poderosas murallas que un ejército de millares de ardorosos guerreros llegados de todo el Peloponeso no eran capaces de superar? Esas piedras no aguantarían ni 24 horas. ¿Dónde estaba el error? ¿Estaba Schliemann en el lugar correcto? ¿O quizá Homero había inventado la historia?

Schliemann halló y reconoció el error al final de su vida. El lugar era correcto, como también lo era aquello que Homero nos había contado, pero el error se hallaba en el estrato. En su afán desenterrador, Schliemann halló no una sola Troya, sino nueve Troyas superpuestas una encima de la otra. Aquí nos toca aclarar algo: siempre que hablamos de arqueología hay que tener en cuenta que, a medida que pasa el tiempo, las ciudades crecen hacia arriba. El viento trae cosas, los ciudadanos echamos basuras a la calle… y sin darnos cuenta resulta que cada año, cada siglo que pasa, estamos un poquito más arriba. Dicen los arqueólogos, por ejemplo, que hoy Londres está seis metros más arriba que cuando fue fundada en tiempos del emperador Claudio. Gracias a ese «efecto levadura» que da el tiempo, los arqueólogos son capaces de diferenciar estratos y de fechar los restos según la profundidad a la que los encuentran.

Schliemann había desenterrado nueve fases de una misma ciudad, desde Troya I, la más antigua, hasta Troya IX, la Troya romana que en su día visitaron Augusto, Adriano y Marco Aurelio. La cuestión, ahora, ya no era saber si Troya había existido en verdad, cosa demostrada, sino saber cuál de esas nueve era la que habían asediado los aqueos y en la que habían combatido Aquiles y Héctor.

De este modo, Schliemann descubre que había cometido algunos errores, quizá fruto de su ansiedad. En las excavaciones que lleva a cabo en 1890, veinte años después de llegar a Troya, halla una ciudad mucho más amplia, con anchas calles y grandes murallas, que cuadra mucho mejor con aquello que había descrito Homero. Es Troya VI. Y Schliemann se ve obligado a reconocer que el estrato de Troya donde halló el tesoro de Príamo es, sencillamente, Troya II, es decir, la misma ciudad, pero mil años antes de los combates entre aqueos y troyanos. Año arriba, año abajo, el arqueólogo se había desviado de mil años, y el tesoro, por consiguiente, no podía ser del rey Príamo. Schliemann se veía obligado a recomponer toda su teoría sobre Troya.

Andando el camino reconozco que no está tan mal eso de ir siguiendo el track por el GPS. Imbuido en mi soledad, internado en estos bosques y rodeado de la madre naturaleza, me siento acompañado por quien quiera que sea esa persona que colgó su ruta en wikiloc y que marca mis pasos. Confío en él, es como si estuviera aquí a mi lado, y en un momento dado me doy cuenta de que ¡diablos! estoy hablando con él, con mi sherpa remoto, y le digo, pero porqué me llevas ahora por aquí, estás seguro que es por allá, y por dónde quieres que cruce yo ahora este río…

A medida que avanzo voy conociendo más a mi sherpa remoto y me siento seguro a su lado. Me doy cuenta de que es un tipo experimentado, que conoce bien este lugar, porque en muchos tramos se aparta de los senderos y sigue, no una traza, sino únicamente una dirección, bosque a través, en plan Orzowei. En alguna ocasión, discrepo de mi sherpa y pruebo por otro camino, pero al cabo de un rato nuestras líneas vuelven a encontrase y me fundo con él en un abrazo invisible a través del tiempo.

Curiosas situaciones estas que es capaz de crear el mundo virtual. Hago el camino con él, absorto en mis pensamientos e incluso en los suyos, pensando qué estaría cavilando mi guía en cada momento. Nuestra relación se hace tan estrecha que en algún momento me da la sensación de que cuando llegue arriba, él va a estar ahí, esperándome, para decirme «lo lograste, amigo», igual que Indiana Jones, al final de todas sus aventuras, encuentra al caballero medieval que le ha estado esperando más de quinientos años.

Los cursos de agua son cada vez más numerosos, hasta que me veo rodeado de agua por todas partes. Está claro que esto no puede ser otra cosa que el Monte Ida, al que Homero solía citar como «Ida, el de las mil fuentes». La gran cantidad de agua que nos regala el Monte Ida, o el Kaz Daglari, se debe a la geología de la montaña y sobre todo a su orografía. La zona de la cumbre es una extensa meseta de varios kilómetros cuadrados que oscila entre los 1.600 y 1.774 metros de altura, donde asoman tres pequeños montículos, muy distantes entre sí, que constituyen las tres cimas de Kaz Daglari: Sarikiz, Baba Tepe y Karatas.

En esta meseta se amontona abundante nieve en invierno, que da lugar a generosos cursos de agua que se desprenden por las fuertes pendientes de las laderas de Kaz Daglari, formando grandes cascadas y rebosantes piscinas naturales en múltiples parajes, como en Hasanboguldu o en Sütüven, donde en verano las familias suelen acudir a disfrutar de un baño relajante en plena naturaleza.

En la vertiente norte del macizo nace el río Menderes, al que Homero llamaba Escamandro, el cual se dirige hacia el oeste, pasa junto a Troya y desemboca en el Egeo muy cerca de la ciudad de Príamo. Para los antiguos troyanos el Escamandro era un río sagrado, precisamente porque eran los dioses quienes, desde lo alto del Monte Ida, les enviaban el agua pura de las alturas para saciar su sed y curar sus enfermedades. Al fin y al cabo, el Monte Ida era para los troyanos lo que el Olimpo para los griegos: la morada de sus divinidades. Y algo de cierto debe haber en ello porque, según los expertos, Kaz Daglari es una de las zonas del Mediterráneo con mejores aguas y mejores aires.

En la franja de los 1.200 metros de altura el paisaje empieza a cambiar. Abandono las vistas hacia el sur, hacia el Egeo, y mi sherpa virtual me conduce por un valle interior que me da acceso visual a toda la cresta del macizo y su prolongación hacia el este, hacia Balikesir y el interior de Anatolia. Además, mis pisadas cada vez se hunden más en la nieve, y la vegetación va abandonando el verde los pinos para sustituirla por un espectacular manto de abetos del Cáucaso.

En mi ascenso a la romana coincido en algunos tramos con la pista rodada que asciende a la meseta superior, pero la pista serpentea demasiado y mi sherpa parece preferir la línea recta, de tal manera que siempre que puede se aparta de la pista y se interna en el bosque para reducir recorrido y para incrementar pendiente. Y yo le sigo adonde quiera que vaya.

Y así, tras un último esfuerzo, corono primero la cima del Sarikiz y después busco el punto más alto de la meseta con la ayuda de mi GPS. Estoy eufórico porque mi cuerpo ha respondido de manera excelente y, no voy a negarlo, porque he alcanzado la morada de los dioses troyanos. Pero no puedo ocultar una sensación de evidente decepción: el «compañero» de aventuras con quien he subido hablando, discutiendo y admirando no está aquí sentado esperándome para abrazarme y decirme «amigo, lo lograste». No hallo ni rastro de él, ni rastro de los dioses hooligans, ni rastro siquiera de Zeus repartiendo prismáticos.

Hasta aquí hemos conocido a un Schliemann romántico y luchador, un padre de la arqueología moderna. Pero a menudo las cosas no son tan bonitas como parecen, y el realismo termina desenmascarando, como en el arte del siglo XIX, las carencias del romanticismo. El Schliemann que hemos conocido hasta ahora es el arqueólogo que él quiso presentarnos y que constituye, únicamente, una versión demasiado parcial de la historia.

Schliemann llega efectivamente a los Dardanelos hacia 1868. Para entonces, un tipo llamado Frank Calvert, cónsul norteamericano en la zona y ferviente apasionado por la historia, lleva cinco años haciendo prospecciones rudimentarias en torno a la zona de Hisarlik. Calvert sabía lo suficiente para intuir que si excavaba a gran escala en la colina de Hisarlik iba a encontrar un buen montón de cosas, probablemente la Troya de Homero. Todo eso es precisamente lo que Calvert le cuenta una noche en Çanakkale a ese recién llegado, Schliemann. Le relata su convencimiento de que Hisarlik es una colina artificial, y, de hecho, le explica que el nombre Hisarlik, en turco, significa «dotada de una ciudadela».

La única cosa que puso Schliemann fue lo que Calvert no tenía: dinero para horadar a gran escala. Ávido de gloria, Schliemann siempre negaría el mérito originario a Calvert, así como su encuentro en Çanakkale, y en su lugar inventó y redactó esa historia donde se nos presenta sentado en la colina contemplando el panorama con la Ilíada en la mano. Ese texto, en realidad, lo escribió en París muchos años después.

Pasó a la historia como el descubridor de Troya, pero para muchos fue, realmente, el destructor de Troya. Es cierto que la arqueología, al menos en la época de Schliemann, tiene el problema que destruye precisamente aquello que desea descubrir. No hay en la época técnicas de excavación cuidadosas, de tal modo que el propio acto de desenterrar conlleva buena parte de la destrucción de lo hallado.

El agravante en su caso es que no tuvo el mínimo cuidado en su trabajo, y nadie duda que si hubiera tenido un bulldozer a mano lo habría empleado con entusiasmo, arrasando todo a su paso. No se comportó como un arqueólogo, sino como un auténtico cazador de tesoros, y a medida que cavaba su zanja, cada vez más grande y más ancha, iba destruyendo lo que encontraba a su paso, cargándose de este modo milenios de silencio y de historia escondida. Schliemann era amante de lo griego, pero trabajaba a la persa, que es un nuevo término de nuestro particular diccionario, es decir, arrasando sin contemplaciones todo aquello que se le pusiera por delante.

El gran padre de la arqueología fue tan chapuzas que, cuando abandona Troya, ha mezclado las nueve ciudades y ahora no se sabe a ciencia cierta qué piedras corresponden a cada estrato. Se ha comportado como un hooligan de la arqueología, como un bucanero de tierra firme, que va a dificultar mucho el trabajo de los arqueólogos y académicos, que vendrán después.

Su comportamiento fue, realmente, el de un bucanero. No cumplió ninguna de las condiciones que el gobierno turco le había puesto para poder horadar, destruyó el yacimiento, se quedó con todos los hallazgos y los sacó de contrabando del país.

Sus contemporáneos y algunos académicos y diplomáticos que trabaron relación con él le dedicaron calificativos y lindezas como fanfarrón, charlatán, estafador, mentiroso compulsivo, vendedor de humo y navajero de las ruinas. Incluso le acusaron de haberse inventado el Tesoro de Príamo, de tal modo que las joyas con las que fotografió a su esposa Sophia las habría comprado en el gran bazar de Estambul y las habría enterrado en Troya a escondidas. Lo más probable es que efectivamente encontrase las joyas, pero difícilmente sucedió tal como él nos lo contó. Seguramente fueron hallazgos que desenterró a lo largo de muchos meses de excavaciones, y no como un único alijo. Pero él necesitaba presentarlo como un tesoro único para vender su gran campaña de marketing mundial en torno al descubrimiento de Troya. Él sabía que para el gran público y para la prensa nada hay más comercial y suculento que un gran tesoro de joyas.

A medida que pasaron los años se fue demostrando que ninguno de sus dos grandes hallazgos correspondía a lo que él nos decía. En Troya el Tesoro de Príamo resultó ser mil años anterior a lo que él divulgó, y en Micenas la tumba y la máscara de Agamenón terminaron siendo, también, 400 años anteriores al propio Agamenón. Ni el tesoro era de Príamo ni la máscara de Agamenón.

Y en el fondo, la tesis de Schliemann tampoco era tan revolucionaria. Es cierto que a esas alturas del siglo XIX, Troya se consideraba un lugar ficticio, pero no siempre había sido así. Según las crónicas, personajes como Xerxes, Alejandro Magno, Adriano o Constantino habían estado en Troya. El lugar existía. Pero había sucedido que Troya había penetrado en el túnel oscuro de la Edad Media como un lugar real y había salido como lugar de ficción. En ese túnel medieval todo lo que olía a clásico era considerado casi una herejía, hasta el punto de que los monjes griegos de la época se santiguaban al escuchar el diabólico nombre de Platón.

Con casi 150 años de perspectiva nos damos cuenta de que Schliemann, sencillamente, se inventó un personaje. Igual que sucede con la guerra de Troya, es difícil saber qué hay en Schliemann de cierto y qué hay de falso, y haremos bien si ponemos en duda casi todo lo que nos contó. Muy probablemente incluso esa historia de que a los ocho años le prometió a su padre desenterrar las murallas de Troya sea falsa de cabo a rabo. A fuerza de leer y releer mitos griegos, Schliemann creó un mito de sí mismo y el mundo se tragó sus faroles.

De tal modo que, descubriendo Troya, Schliemann añadió un problema más a la lista: ahora ya no se trataba de saber qué había de verdad o de imaginado en la historia que nos contó Homero, sino también que había de verdad o de imaginado en la historia que nos contó Schliemann. Es decir, en cierto modo, se empeñó en demostrar que Homero no había escrito una obra de ficción, sino una obra basada en hechos reales, mientras él mismo iba reescribiendo su propia obra de ficción.

De todos modos, aún reconociendo su caradura y sus malas prácticas, nadie puede quitarle a Schliemann el mérito de haber dado a conocer al mundo que Troya efectivamente existió, de haber desenterrado (aunque también destruido) nueve Troyas superpuestas y de haber dignificado una ciencia, la arqueología, a la cual hasta entonces casi nadie le había puesto el mínimo interés. Gracias a Schliemann, viajar al pasado se convirtió, también, en una forma de progreso.

Además, hay algo en Schliemann que es, sin duda, lo mejor que le puede pasar a una persona, y es acaso la razón por la que suscita tanta envidia. Su vida fue intensa como la que nos gustaría vivir a todos. En su vida no hay tele ni sofás ni desidia. Hay intensidad y pasión a raudales: una vida que merece la pena ser vivida.

Hemos desenmascarado a Schliemann. Él nos ofreció las primeras pistas. Después de él llegaron a Troya arqueólogos profesionales como el norteamericano Blegen y el alemán Kofmann, con técnicas más limpias y más apuradas que el bandolero Schliemann. Y gracias a ellos y a otros muchos hoy estamos en disposición de desenmascarar también a Homero y cribar qué hay en él de verdad y qué hay de ficción. ¿Existió Helena? ¿Fue realmente una princesa robada? ¿Existió Aquiles? ¿Y Ulises? ¿Consiguieron los aqueos penetrar en la ciudad gracias a un gigantesco caballo de madera?

En la cumbre del Monte Ida mi único pensamiento es para la sensatez. Hago un cálculo rápido: he empleado seis horas en la ascensión, durante las cuales no he visto una sola persona. Si desciendo por el mismo lugar que he subido, con fuertes pendientes, podría lesionarme y nadie me encontraría durante días. Decido ser cauto y descender por la pista. Eso significa que el recorrido será mucho más largo y emplearé como poco otras seis horas en el descenso. Llegaré con la noche cerrada.

Si fuera un montañero aguerrido no habría absolutamente ningún problema, me echaría en cualquier guarida de la montaña a pasar la noche y asunto arreglado, pero sólo soy un tipo al que le gusta la historia y que de vez en cuando se da un pequeño baño de naturaleza para sanear el espíritu, y eso de echarme en una guarida en una montaña perdida de Turquía me resulta aterrador solo de pensarlo.

El descenso es suave y relajado, y ya apagado el GPS, me pierdo entre pensamientos del mundo de los arqueólogos. La arqueología suele tener cierta dosis de trampa, porque la búsqueda orientada condiciona de manera clara el resultado final del hallazgo. Los arqueólogos que vinieron después de Schliemann, sobre todo Dörpfeld y Blegen, partían de la base de que los héroes cantados por Homero existieron en realidad, y esa creencia condicionó su búsqueda, llevándoles a escarbar en determinados lugares o a buscar determinado tipo de material. Por eso no es raro que, en la mayoría de ocasiones, los arqueólogos terminen encontrando (o creyendo encontrar) aquello que andaban buscando. En el fondo, como todos hacemos en tantas cosas de la vida, terminan deformando la realidad para que esta coincida o explique su particular visión de la historia.

Algo parecido ha ocurrido también alguna vez en la montaña. Hay una historia que he escuchado con versiones distintas y que, quizá con algunas imprecisiones, viene a ser más o menos así. Un grupo de alpinistas húngaros se pierde en la zona del Matterhorn; sin comida ni agua, la situación es penosa y amenaza seriamente sus vidas. No se ponen de acuerdo respecto a la ruta y la dirección que deben seguir. Por suerte, hallan, no recuerdo si por el suelo o en el fondo de una mochila, lo que parece ser un mapa borroso de la zona. Siguiendo ese mapa, logran identificar su posición y tras varios días de caminata, llegan a un lugar habitado. ¡Están salvados! Para su sorpresa, a posteriori descubren que el mapa era… ¡de los Andes! El mapa no les mostraba el camino correcto, pero ellos creyeron en él, y creyendo en él obtuvieron, primero un consenso, después un objetivo y la confianza para lograrlo, y finalmente consiguieron salvar la vida.

Durante el descenso se aclara el día y me permite ver con más nitidez el golfo de Edremit y la isla de Lesbos. Lástima no haber disfrutado de esta meteorología arriba, que me hubiera permitido otear desde lo alto la posición de Troya, el estrecho de los Dardanelos y la isla de Ténedos, tras la cual se escondieron las naves aqueas cuando ofrendaron a los troyanos ese caballito tan mono.

Allí en los Dardanelos, frente a las ruinas de Troya, tuvo lugar una de las mayores batallas de la Primera Guerra Mundial, la famosa batalla de Gallípoli. A las órdenes de un tal Winston Churchill, el ejército británico, conformado sobre todo por australianos y neozelandeses, desembarca en la península de Gallípoli como paso previo para tomar Estambul. Los turcos, comandados por otro hombre que habría de ganar fama, Mustafá Kemal Atatürk, resistieron la embestida. Sobre esta batalla Atatürk iba a edificar su gloria, mientras que el joven Churchill debería esperar a otra guerra mundial para desprenderse de su aureola de perdedor y mal estratega.

La noche me pisa los talones y aún me faltan unos cuantos kilómetros para llegar a la aldea de Pinarbasi. De repente oigo un ruido muy grave, como un rugido, cada vez más cercano. El rugido se acerca y miro al aire para comprobar si es un caza. Me doy la vuelta y en un recodo de la pista aparece un gigantesco caterpillar quitanieves, capaz de triturarme en un segundo, avanzando montaña abajo. El caterpillar gigante se detiene junto a mí y no puedo creer que los dioses hayan leído mis pensamientos y me estén enviado un ángel amarillo en forma de quitanieves. Alabadas sean las divinidades troyanas. En señas, los dos tipos que andan en la cabina me dicen que suba. Les paso mi mochila y seguidamente voy yo detrás. No sé ni cómo logran hacerme un espacio, y en el medio metro cuadrado de la cabina del piloto nos acomodamos tres tipos y una mochila; yo tengo que ir cambiándome de lado según la marcha que tiene puesta el conductor, pues de otro modo, con los tres ahí dentro, no puede maniobrar a sus anchas.

Y mientras bajamos apelotonados, el conductor va pegándome la bronca y recriminándome con señas que cómo se me ocurre andar caminando por aquí a estas horas. Por sus gestos parece estar contándome el cuento de la Caperucita Roja en turco, y me parece entender que esto está lleno de chacales poco amistosos y con ganas de comerse unos buenos muslitos de excursionista, ya sea en fresco o en carroña. Su acompañante, en cambio, es más amable: no deja de sonreír y poco a poco va tragándose mi tableta de chocolate hasta que se la zampa entera.

Me he ganado una bronca, pero en veinte minutos a bordo de la quitanieves he recorrido lo que me hubiera costado tres horas caminando y, finalmente, llego a Pinarbasi con el sol ya puesto pero aún sin una estrella brillando en el firmamento. Esto sí que es tener suerte. Con las horas que he ganado en la quitanieves, aún estoy a tiempo de llegar al centro termal de Güre, en la costa, al pie del Kaz Daglari, para reponerme del esfuerzo con un baño turco y un buen masaje reparador.