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Esta es la historia de Frank Dickin, un joven aspirante a escritor, y su relación con una excéntrica familia rusa, en particular con su hermosa hija Eva. Dickin, al que todos consideran pariente de Dickens, es también el protegido de lord Ottercove, un magnate de la prensa enamorado de la futura novela de Frank, en la que este narra sus aventuras y desventuras amorosas con las dos hijas de los emigrantes rusos. Con la aparición de un científico loco que se propone acabar con el sufrimiento de la humanidad valiéndose de una explosión atómica, la novela se deslizará de la mejor comedia social hacia uno de los mayores apocalipsis de la ciencia ficción.
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Seitenzahl: 438
Veröffentlichungsjahr: 2016
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Créditos
Título original: Doom
Primera edición en Impedimenta: septiembre de 2016
Copyright © 1927 by William Gerhardie
Copyright de la traducción © Martín Schifino, 2016
Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2016
Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid
http://www.impedimenta.es
La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.
Diseño de colección y dirección editorial: Enrique Redel
Maquetación: Cristina Martínez y Raquel López García
Corrección: Susana Rodríguez
ISBN epub: 978-84-17115-31-9
IBIC: FC
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
1
—No, no, «Yo-también», será mejor que te marches ahora o que te quedes a esperar en el taxi.
—Pero el taxi va a costarte un dineral, cariño. —No era característico de Eva, reflexionó él, preocuparse por sus gastos—. Más vale que suba contigo.
—Que no. Lord Ottercove me ha citado a mí.
—Pero a mí también me gustaría verle.
—Pero él no ha pedido verte.
—Pero a lo mejor le gustaría, si me conociera.
—No te conoce.
—Lo haría si subo contigo.
¡Qué difíciles le ponía las cosas siempre!
Siguieron discutiendo ante el portal del alto edificio de Fleet Street, cuyo letrero luminoso, que se elevaba por encima del tejado, anunciaba en palabras flamígeras Daily Runner, mientras el taxímetro marcaba el paso de los eones y los eones iban sumando peniques. Desde la acera, contempló la construcción enorme e inescrutable y pensó que, en alguno de sus rincones más secretos, el gran lord Ottercove, inmóvil como una araña, lo estaría esperando en el vestíbulo, mientras la manecilla negra del reloj se acercaba a la hora fijada para la entrevista.
Tras dejar a Eva en el taxi, se alejó con una premura poco natural, a paso harto confiado, para enfrentarse a un conserje con galones que escuchó con ligera pero genuina sorpresa la noticia de que el visitante tenía una cita con su señoría. Celoso como san Pedro del acceso a Dios, el portero le dio un formulario que debía rellenar con información biográfica y del carácter general de la visita: dicho formulario lo precedería hasta el destino deseado. El solicitante, mientras tanto, debía esperar a que se ratificara la exaltada entrevista. Una vez obtenida la confirmación, el fiel portero confió al joven visitante a un ascensorista, que, tras llevarlo varias plantas arriba, lo transfirió a otro camarada, que, finalmente, lo llevó hasta un tercero. Cada uno de los ascensoristas a los que se confiaba su persona parecía más exclusivo y tenía modales más solemnes y al mismo tiempo más deferentes que su predecesor: la marca de quien habita en las alturas, inmune a los asuntos de los simples mortales. Subían y subían, cada vez más alto, hasta que las puertas del ascensor volvieron a abrirse y él pasó a manos de un botones que, evidentemente, se hallaba muy lejos de la raza de insignes ascensoristas. Este le pidió que lo acompañara unos pocos escalones arriba —la última escalera dorada hacia el cielo—, hasta un descansillo donde lo desembarazó de su burdo abrigo, lo invitó a subir otros tres peldaños alfombrados y, solicitándole que esperara, llamó reverentemente a la puerta. Pero la abrió antes de que el visitante, que se estaba arreglando los puños de la camisa y la corbata, se hallara listo para dar un paso al frente, de manera que el pobre, como el policía que echa a correr tras un criminal en una película americana, acabó entrando en la estancia de un salto. El botones cerró la puerta a sus espaldas.
En un vasto espacio radiante amarillo y azul, una figura de talla mediana, con un traje azul oscuro y un mechón de cabello que le caía sobre la frente, se hallaba sentada a una mesa octogonal rodeada de sillas. El hombre se levantó de inmediato, le estrechó la mano, lo miró fijamente con sus penetrantes ojos grises y, con una sonrisa que revelaba unos dientes blancos y afables, volvió a sentarse a la mesa octogonal e invitó al visitante a hacer lo propio sin prestarle más atención.
El visitante se quedó sentado, incómodo y en silencio, estudiando lentamente su entorno, y lord Ottercove prosiguió con sus tareas, revisando a toda velocidad la pequeña pila de papeles que tenía delante y dándole instrucciones a una secretaria de modales reservadamente serios cuyo tono de voz manifestaba tanto un profundo respeto como la concentración que ponía en lo que hacía. De cuando en cuando, lord Ottercove levantaba el auricular y decía: «Póngame con el primer ministro», o: «Póngame con el duque de Liverpool», y, por increíble que pareciera, el primer ministro o el duque de Liverpool comenzaban a hablar; y no precisamente desde Liverpool.
—Hola, Fred —dijo lord Ottercove—. Ah, ¡conque muy bien y haciendo de las tuyas! ¿Cómo? No, estoy aburridísimo. Tengo un hobby nuevo. Caballos de carreras. ¿Cómo? Coméntamelo antes de empezar. Adiós.
El visitante tenía la sensación de estar compartiendo las múltiples actividades e intereses de lord Ottercove, y cuando este último sonreía —sus ojos eran grises y estaban llenos de picardía—, él no podía evitar esbozar una sonrisa involuntaria. Pero lord Ottercove seguía sin prestarle atención.
Y ahora esos ojos examinaban unas hojas mecanografiadas. Su boca se abrió.
—Pálidas primaveras, por Frank Dickin —dijo, y miró al visitante—. ¿Algo más? —le preguntó a la secretaria.
—Sus gafas.
Estiró la mano para cogerlas.
—Buenas noches.
Y mientras ella recogía sus papeles, lord Ottercove se echó hacia atrás: la aparente preocupación había desaparecido y en su lugar había una sonrisa.
—Bueno, tenía mucho interés en conocerle, señor Dickin —dijo, cuando se retiró la secretaria—. El editor de uno de mis periódicos me ha enviado el comienzo de un folletín que usted le ha propuesto con una sinopsis del argumento, y me tiene muy intrigado por razones que nunca adivinaría. Su nombre, si me permite decirlo, no me sonaba de nada. Frank Dickin no me decía gran cosa por sí solo, ¿entiende?
—Frank Septimus Dickin.
—¿Lo prefiere así?
—Para redimir, supongo, la llaneza de Dickin.
—Por supuesto, Dickin no es Dickens. —Su señoría sonrió con indulgencia.
—No, por supuesto que no.
—Por supuesto. Aun así, lo que me llamó la atención, y por eso lo he citado aquí, es la gente de su libro. Tan real… Me dio la impresión de que los conocía.
—Bueno, intento darles vida. Creo que parte de la responsabilidad del novelista…
—No me refiero a eso. Creo que conozco a la familia que usted describe. O, mejor dicho, a sus conocidos y amigos. Es una gran coincidencia, en cualquier caso, en cuanto a los nombres.
En ese punto Dickin sonrió.
—¿De manera que son «calcos» de gente real?
—Bueno, sí, debo confesar que en gran medida lo son.
—¿Me ha traído la continuación que le pedía en mi carta? Si es así, la leeré esta misma noche.
—Me temo que es un borrador muy embrollado. No creo que le resulte cómodo leerlo.
—Bueno, pues léamelo usted.
—Pero es largo…
—¡Lea! Ya le diré cuándo parar.
Lord Ottercove pulsó un botón. El botones apareció en la puerta.
—Que nadie me moleste durante las próximas dos horas. No los deje entrar, ¿me oye?, y ¡cierre la puerta al salir!
—Sí, señor.
Para los capitanes de la industria, según se dice, el tiempo es dinero. Pero los generales de la prensa son artistas que expresan su sensibilidad por medio de los negocios. Han escalado hasta alturas que se hallan más allá del tiempo, la avaricia y la avaricia de tiempo, para alcanzar incluso en este mundo una condición de inmortalidad inmanente. Lord Ottercove acababa de expresar el deseo de que lo aliviaran del fragor y las cargas del día. ¿Y de qué le sirve a un hombre su riqueza si no puede satisfacer sus propios impulsos? Estaba interesado, contento; las horas que dedicaba a su visitante eran valiosas para él. Eso era todo.
—Acérquese y siéntese aquí, señor Dickin. Le dará mejor la luz.
Dickin se dejó caer en un sillón de aspecto delicado, y cayó hasta el fondo. Se levantó de un respingo con cara de alguien que está a punto de recibir una paliza, pero lord Ottercove, sin preocuparse en absoluto por el sillón, se limitó a preguntar:
—¿Se ha hecho daño?
—Al contrario…
—¿Cómo que al contrario?
—Al contrario, no me he hecho daño.
—¡Gracias a Dios!
—Pero le he hecho daño al sillón.
—¡En absoluto! Tome asiento en esta silla y léame el manuscrito. ¡Venga!
—Es difícil relatar estas cosas en la secuencia adecuada. Algunas destacan, otras se desvanecen… Todo se reduce a eso.
—¿Lo dice ahora o está leyendo? —preguntó lord Ottercove.
—Lo estoy leyendo. Recuerdo una apática Nochebuena en el Tirol. Yo estaba dando un paseo solitario por las calles invernales de Innsbruck, melancólico y sumido en mis recuerdos, cuando un pequeño grupo de gente salió de una tienda discutiendo sobre sus planes inmediatos en ruso. Yo había aprendido bastante ruso cuando caí prisionero durante la guerra, pues nos internaron con oficiales rusos, y lo había perfeccionado más tarde durante nuestra desastrada misión diplomática en Arcángel, que me dejó sus correspondientes recuerdos, como suele suceder. ¿Acaso la nieve invocaba nieves pasadas? Se derretía, y los escaparates de las tiendas que relucían en el ocaso invernal me inspiraban una ligera nostalgia. ¿El recuerdo invocaba al recuerdo? Me acerqué a los rusos y, después de una breve disculpa, les conté lo mucho que disfrutaba escuchando de nuevo mi querido idioma. En Londres me habrían convocado a la mañana siguiente en la comisaría de Marlborough Street con una multa de cinco libras por «molestar a las damas en la calle». En Nueva York me hubieran metido directamente en la cárcel por intento de violación. Pero las damas rusas sonrieron con visible placer y expectación, y, conversando con entusiasmo, pusimos rumbo al café Maria-Theresien, donde intercambiamos experiencias y llamamos la atención de todo el mundo con nuestras prolijas reminiscencias. Una de las damas —la rubia, pequeña y atractiva, que desbordaba excitación— se había casado con un irlandés, un tal Kerr al que había conocido en Rusia antes de la guerra: hasta hacía poco poseían un castillo en Meran, pero… Culpó a la Revolución, a la guerra, a la anexión italiana del Tirol del Sur y, en fin, al estilo de vida excesivo y despreocupado… Habían incurrido en deudas. A la hora de saldarlas, habían perdido los castillos. Pero tenía hijos. Cuatro: dos muchachos y dos muchachas. Zita era la mayor de las chicas. Tenía dieciséis años. Y, me di cuenta enseguida, era asombrosamente guapa, de un modo deslumbrante y delicado. La más pequeña, Eva, estaba en un internado de Inglaterra. Y aquel pequeñín era John, ¡que la volvía loca! ¡Nunca se quedaba quieto! En efecto, el niño ya empezaba a toquetear la cadena de mi reloj. Pero ella tenía otro hijo, el mayor de los cuatro, que había heredado sus ojos y la quería muchísimo. Raymond, ¡el preferido! Estaba en Inglaterra. Ojalá hubiera ido a Cambridge o a Oxford. Por desgracia, no había sido posible. Ahora trabajaba en el gremio automotor. No era lo ideal para él. En el fondo era un poeta, un melancólico, un meditabundo interesado en la vida de los pájaros. Pero ¡vaya si era apuesto! Raymond y Eva eran los más guapos de la familia, dignos hijos de su madre. Habían heredado sus ojos. John sí que estaba hecho para el gremio automotor. En cuanto veía un volante o un pedazo de cable, tenía que ir y tocarlo.
»La otra dama, de aspecto moreno y apasionado, si bien cohibida por la locuacidad de la señora Kerr, también era rusa, pero se había casado con un conductor de tranvías austríaco. Me contó su historia. Hija de terratenientes, al igual que la señora Kerr conoció a su marido cuando él era prisionero de guerra en Rusia y ella enfermera de la Cruz Roja. Amor a primera vista. Se casó con él y lo ayudó a escapar, todo muy romántico. Él le había dicho que era ingeniero y a saber qué más. Llegan a su tierra natal, Innsbruck, y retoma su oficio de conductor de tranvías. Y todo el mundo lo considera un memo por haber vuelto con una esposa rusa y antipática, y él parece arrepentirse del matrimonio, y a ella le molesta la profesión de él y tiene que empeñar la poca platería que consiguió sacar de Rusia, y él le es infiel y la trata fatal y ella le pide el divorcio porque lo detesta. Y aun así siente curiosidad por sus actividades y continúa usando el nombre de Frau König y trabaja en un fábrica textil y está por establecerse por cuenta propia, aunque para ello necesitaría que alguien le adelantara un capital. “Pero no puedo —le dice inmediatamente la señora Kerr—. Mi marido no está en condiciones de darme nada. Tenías muchas esperanzas de que me enviaran dinero de Rusia, pero mi madre me escribió diciendo que es imposible. Prácticamente se están muriendo de hambre. La vida es muy dura para los que salimos de Rusia. Y nuestro castillo de Meran… Es culpa de esta espantosa Revolución…”
»¡Ah, los viejos tiempos de Rusia! ¿Conocía yo a su padre, el terrateniente Pavel Yakovlevich Sabolenko? ¿No? Y sin embargo todo el que iba a Rusia lo conocía. Era dueño de minas, ferrocarriles, y a saber qué cosas más. Todos lo conocían. Bastaba con mencionar el nombre Pavel Yakovlevich Sabolenko para que contestaran: “¿Sabolenko? ¿Pavel Yakovlevich? ¡Pero claro!”. Y ahora, según decía, no podía mandarle ni un penique. ¡Qué vergüenza! Pero, desde luego, había habido una revolución. Su padre había sido capturado por sus campesinos (para los que había sido un padre toda su vida; incluso lo llamaban “padrecito”), y estaban llevándolo al bosque para colgarlo cuando se distrajeron con un avión que pasaba y se olvidaron de él. Pero en el camino de vuelta, por si acaso, capturaron a la madre, y estaban a punto de descoyuntarla cuando el padre se interpuso y gritó: “¡De qué sirve perder el tiempo con una vieja bruja como esta! ¡Viva la Revolución!”. Y todos gritaron: “Oíd, oíd, ¡viva la Revolución!”, y lo eligieron presidente del Centro Revolucionario Local, cargo que ocupaba hasta la fecha. Pero lo cierto es que uno no podía fiarse de gente así de tornadiza: aun con las mejores intenciones, no estaban muy convencidos de sus postulados intelectuales. El padre era un genio, por supuesto. Tenía diplomas de ocho universidades distintas y había escrito un tratado filosófico, una especie de puente entre Platón y Schopenhauer, y últimamente había fortalecido su postura de cara a los soviets mediante una obra sobre el socialismo titulada Allende Lenin. Además, se lo consideraba una autoridad en matemáticas. “Le cuento todo esto porque usted es escritor. A lo mejor le sirve para uno de sus libros. Nosotros los Sabolenko somos una familia muy interesante, muy original. Uno de mis hermanos se pegó un tiro; otro se ahogó…”
—Disculpe —interrumpió lord Ottercove—. ¿Le gustaría tomar un trago antes de continuar?
—Muchas gracias.
—¿Qué le apetece?
—Vino, vino blanco.
—¿No prefiere champán?
—Sí, gracias, tomaré champán. Me encanta.
Lord Ottercove tocó un timbre especial. Un camarero emergió del suelo.
—Tráigame la carta de vinos.
El camarero regresó con un enorme álbum encuadernado en piel de cocodrilo.
—Veo que observa la encuadernación —dijo el anfitrión—. Es la piel de un cocodrilo que maté yo mismo en el Nilo. —Dicho eso pidió media botella del año 1895—. Según los historiadores, una cosecha magnífica.
Dickin dio un trago de su copa de champán y, como a Eva le encantaba, recordó que ella seguía esperándolo en el taxi. Pero la amplia habitación de cortinas cerradas y radiadores eléctricos era muy agradable; y el efecto del champán empezaba a alejar toda preocupación. Ojalá Eva estuviera cómoda en el taxi.
—Bueno, siga —dijo lord Ottercove.
—Al despedirnos quedamos en pasar la Nochebuena juntos en las habitaciones de Frau König. Ellas ya habían quedado antes de conocerme. Llegué poco antes de medianoche, lleno de provisiones. El árbol estaba encendido, y John toqueteaba todo lo que merecía toquetearse, mientras que Zita, vestida de blanco, ofrecía un aspecto muy seductor. Me quedé maravillado ante su joven figura. Aún hoy me maravillo al recordarla. La sala estaba caldeada. Esto, añadido al efecto de las velas encendidas, hacía que resultase acogedora. La señora Kerr, muy parlanchina, no dejaba meter baza a la pobre Frau König.
»—¡Qué bonito! —exclamé—. Una verdadera Navidad rusa.
»—¡Es lo que yo quería! —replicó la señora Kerr—. Sabía que a Frau König le gustaría pasar la Nochebuena entre sus compatriotas rusos. Y a usted también lo consideramos uno de los nuestros.
»—De hecho, allí pasé mi infancia. Mi padre fue secretario de la embajada británica en Petersburgo, y mis primeros recuerdos se remontan a Rusia.
»—¡Pues ya ve! Sabía que Frau König apreciaría una Nochebuena rusa. Así que le dije: “Tamara Leonidovna, usted tiene una habitación más grande que la mía; invítenos a cenar y pasemos la Nochebuena juntas”. Y hasta se nos ocurrió escribir un cuento: “Una joven morena, Tamara Leonidovna, invitó a una… joven (no soy vieja, ¿no?) a compartir su árbol de Navidad. Cuando ya estaban juntas, apareció en la ventana un tercer invitado: la luna”.
»Y, en efecto, la luna asomaba por encima de los pinos altos del bosque.
»—Divino —dije.
»—¿Cuánto nos darían por él?
»—¿A qué se refiere?
»—A cuántos dólares nos pagaría una revista americana.
»—Bueno, no lo sé… Todo depende, claro…
»—¿Y en Inglaterra? ¿Cuántas libras?
»Aunque soy la persona menos propensa a generalizar sobre el carácter nacional, había algo perpetuamente irresponsable en la naturaleza de la señora Kerr. Había participado en un concurso para predecir el resultado de las elecciones generales de Inglaterra dotado con un premio de £1000 un martes y había organizado unas vacaciones a partir del sábado siguiente contando con el dinero que esperaba ganar.
—¡Ja! —rio lord Ottercove—. Increíble, ¿no?
Dickin, animado, prosiguió sin leer el manuscrito:
—¡Menudo destino el de aquella gente! Habían vivido épocas de opulencia en lugares idílicos con el trasfondo familiar de la vida rusa y luego habían quedado varados en un país extranjero que los miraba con recelo y los ignoraba.
¿Estaba el champán soltándole la lengua, o era el desacuerdo que detectaba en la mirada de su oyente? Lo cierto es que se dejó llevar:
—Son demasiado viejos para aclimatarse, demasiado perezosos para empezar de nuevo. Han llegado aquí a rastras y, en este momento decisivo del destino humano, echan sus cadáveres vivientes a la marea de la vida.
—¡Bueno, bueno! —exclamó lord Ottercove. Pero Dickin, aturdido por el vino, siguió en sus trece. Su corazón rebosaba de amor por la humanidad.
—Creen estar soñando. De la noche a la mañana, desaparecieron las cosas en las que basaban sus valores. Oyen el alboroto, pero son incapaces de comprender su significado. Ya no pertenecen al pasado: el pasado se ha esfumado bajo sus pies, y su historia aún no existe. Tampoco pertenecen al presente: no lo conocen, y él no los conoce a ellos. Están callados, solos. Están vivos, pero la sombra de la muerte los acecha. Son almas muertas en las que apenas pervive un resplandor…
Al escucharlo, lord Ottercove no supo dilucidar si aquella extraña nota emotiva era poesía y, en tal caso, si era de la buena o de la mala. Dickin, consciente del desconcierto, sintió la necesidad de poner una excusa:
—Un comienzo —dijo— a la manera de Guy de Maupassant en su vena sentimental. —Tenía la sensación de que, en el hermético compartimento de su persona, se había colado el aire de la emoción, y retrocedió ante esa contaminación de sentimentalismo—. Veo que lo aburro.
—En absoluto, amigo mío. No imagina lo mucho que me interesa este asunto… Por diversas razones, de las que le hablaré enseguida.
—Seguiré leyendo.
—Lo que sea más rápido y preciso.
—Tengo que leerlo todo. No es nada sin la atmósfera.
—Comprendo lo de la atmósfera. Como mejor le parezca.
—Las dos mujeres compitieron por mostrarme sus fotografías. Frau König me condujo a escondidas a su pequeño dormitorio (el árbol de Navidad se hallaba en la cocina) para mostrarme las fotografías de su padre, de su madre, de ella misma y de su hermano, e incluso del conductor de tranvía. Un hombre de mentón prominente con bigote. Pero cuando volvimos a la cocina la señora Kerr no quiso dejarme ir. Llevaba consigo todas sus fotografías: al gran genio de su padre, a su madre, al hermano que se había disparado y al que se había ahogado. «Y este es mi marido.»
»El señor Kerr me miró con circunspección desde la fotografía que tenía en la mano.
»—Un hombre apuesto, pero con muy mal carácter, dificilísimo. Se distanció de su familia de Irlanda porque no se llevaban bien y luego compró el castillo de Meran y ya nunca quiso regresar. Incluso ahora el pobre intenta salvar las apariencias: no come nada en todo el día, pero por la noche cena con un viejo amigo suyo, un Rittmeister, en el restaurante de la estación.
»—Papá va siempre de punta en blanco —dijo Zita.
»—¿De manera que sigue aquí?
»—Sí, claro. Se niega a volver a Irlanda mientras viva su padre, y adora a los austríacos.
»—A papá no se le dan bien los idiomas—me explicó Zita—. Lleva la mitad de su vida viviendo aquí y no habla ni una palabra de alemán.
»—¡Claro que habla alemán! —interrumpió la señora Kerr—. Siempre habla en alemán con el Rittmeister. Anoche mismo le oí.
»—Mamá, ¡es incapaz de hacerlo ni de casualidad! Cuando pide tres tazas de café levanta tres dedos y dice: “Zwei”. Y en Viena, cuando quiso enseñarnos el ayuntamiento, paró a un hombre por la calle y le preguntó por “la yunta de amianto”.
»—¡No!
»—¡Sí!
»—Aun así, tu padre es un buen hombre, y si no hubiera sido por su mal carácter nunca me habría divorciado de él. Pero tenía la mala costumbre de arrojarme cosas: un florero, un candelabro, una gran jarra de agua… Pasaba noches enteras escondida en el jardín. ¡Y él se ponía loco de celos! —Sonrió con picardía—. Motivos no le faltaban, quizá.
»—Y esta, que me olvidé de mostrarle —dijo Frau König—, es la foto de mi prometido.
»—Frau König —explicó la señora Kerr— está comprometida con un joven intelectual encantador. Un estudiante ruso que vive en París.
»—¿Un joven?
»—¿Qué edad tiene, Tamara Leonidovna?
»—Treinta y ocho o treinta y nueve. Esta es una foto antigua. Se la hicieron hace unos veinte años, cuando ingresó en la Universidad de Tiflis.
»—¿Y a qué se dedica?
»—Asiste a unos cursos en la Facultad de Filosofía de la Universidad de París. Después, llegado el momento, abrirá una fábrica.
»—¿Qué tipo de fábrica?
»—Una fábrica textil. La dirigiremos juntos. Actualmente, mientras estudia en la universidad, da clases de taquigrafía en París, y ahorra lo que gana para la fábrica.
»—Un joven muy activo y sensato —comentó la señora Kerr—. Te felicito de todo corazón, Tamara Leonidovna.
»—Gracias, Vera Pavlovna, estoy muy feliz y orgullosa…
»—Ay, pero si no le he mostrado la fotografía de nuestro castillo —cortó la señora Kerr—, nuestro Schloss —suspiró— de Meran.
»—¡Oh, un castillo antiguo precioso!
»—Allí nacieron mis cuatro hijos. Raymond y Zita en la planta alta; Eva y John en la habitación que está junto a la terraza. Me cambié de habitación para poder huir más rápidamente al jardín. Aunque, cuando se calmaba, mi marido era el hombre más amable del mundo. Este era mi salón, con mobiliario japonés. Pero vinieron y se llevaron todo, todo… —Las lágrimas rodaron por sus mejillas—. Como en El huerto de los cerezos.
»—Pero ¿cómo? No lo entiendo. Su marido es un súbdito británico, ¿no? La anexión italiana del Tirol del Sur no afectaría su propiedad.
»La señora Kerr asintió aprisa con la cabeza y dijo:
»—Deudas… ¡Con la vida que llevábamos! Caballos y automóviles. Juergas. Nuestras fiestas opacaban las de los grandes duques. No reparábamos en gastos. Mi marido… Bueno, así son los irlandeses, carecen de sentido común…, ¡un irresponsable! Y ahora pagamos las consecuencias. —Miró a Zita pensativamente y continuó—: Sí, esta Revolución nos ha hecho mucho daño. Ha causado sufrimientos indecibles a los rusos de las clases cultas e intelectuales. ¡Pero bebamos por la esperanza y por un nuevo y resplandeciente amanecer!
»Volvimos a llenar los vasos de coñac. Todo parecía posible en aquel instante.
»—¡Por la fábrica! —grité—. ¡Y por el futuro y por un castillo aún más grande y estupendo!
»—¡Ya lo creo! —exclamó la señora Kerr—. Nos recompensarán por estos sufrimientos. Se dice hasta en la Biblia: “Los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos”.
2 · Las jóvenes
—La señora Kerr, Zita y John acudieron a visitarme a mi pensión al día siguiente. Poco después apareció Frau König, que se quedó sentada como un reproche mudo mientras la señora Kerr desgranaba sus penas. John se dirigió de inmediato a mi máquina de escribir y empezó a toquetear las teclas, y cuando, todo lo rápido que pude, lo aparté de allí, abrió una caja que contenía cuchillas de afeitar. «John es un castigo divino. No le importa mortificar a su pobre mami. En cambio Raymond es un santo y un ángel. Él heredó mis ojos: los ojos grandes y melancólicos, se diría, de una Madonna que besa los dedos del niño Dios.»
»Como la pensión les gustó, alquilaron una habitación. A mí, sobre todo, me interesaba Zita. La muchacha tenía un talante maravilloso, siempre parecía a punto de hacer una gran revelación. “¿Sabes? —decía—. Sabes, es raro eso de que, de que, ¿sabes?” Y cosas por el estilo. Y la expresión de su cara era curiosamente atractiva, abierta, como si sus rasgos estuvieran preguntando “¿sabes?”. Tenía diecisiete años y una figura estupenda. La perseguían todo tipo de barones y condes venidos a menos, pero ella parecía indiferente a su éxito. A mí me atraía con locura, y empecé a llevarla a bailar. Creo que tenía el cuerpo más perfecto que había visto jamás, y cuando bailaba era absolutamente encantadora. Una vez, después de cenar, cuando estábamos los dos solos en el comedor de la pensión y Zita buscaba calor en un rincón abrazándose a la estufa revestida de cerámica, me atreví a apretarme contra ella desde atrás. Se rio y llamó a lo que acababa de hacer “respiración artificial”. Agradecido por el término, repetí varias veces, aunque de distintas formas, la maniobra, por así decirlo, y solo cuando ella daba señales de asombro decoroso volvía yo a emplear sus palabras. Y, mientras tanto, me burlaba de mi rival, el joven conde Kolberg. “Pero ¿de dónde lo has sacado?”
»—De un restaurante. Estaba de pie al lado de la puerta. Cuando llevan frac todos los hombres se parecen, ¿sabes? Mamá lo llamó: “¡Camarero!”. Y él se acercó y se presentó: “Graf Kolberg”.
»—¿Así de simple?
»—Sí. Chocó los talones y dijo: “Graf Kolberg”.
»—¡Habrase visto! —Y le di otro empujoncito.
»—Pero si es un chiquillo… Veintiocho años y sigue agarrado a las faldas de su madre. Lo lleva de la mano por la calle, y todos los años decora para él un árbol de Navidad.
»—¡Habrase visto! —La empujé. Sus pechos parecían parachoques diseñados para amortiguar el impacto contra la estufa.
»—Pero a mamá le cae bien la vieja Gräfin, que anda husmeando por todas partes para averiguar si yo sería una buena esposa. Intenta que mamá le preste dinero, porque piensa que todos los ingleses son ricos. Como siempre anda al acecho, mamá le envió una caja de jabones, pero la vieja Gräfin se lo tomó a mal. Creyó que era una indirecta. Me alegro. Tiene pinta de sucia.
»—Sin duda —dije, y la empujé de nuevo.
»—Es horrible que la gente crea que una acumula pilas de dinero cuando no tiene nada. A mí me gustaría ir a Inglaterra y recibir clases de baile —observó, casi sin aliento.
»—¿Para qué?
»—Para ser bailarina profesional. Me encantaría.
»Para entonces estaba sentada encima de una mesa haciendo una especie de calistenia con las piernas y el torso mientras hablaba. Como mi interés por sus cambios de postura y la forma de sus miembros empezaba a resultar demasiado evidente, traté de suavizar la crudeza de mi curiosidad con observaciones del tipo: “Habrase visto algo así” o “habrase visto algo asá”. Tenía su tibieza flexible y tentadora entre mis brazos. Y entonces sus labios buscaron los míos. Pero el queso horrible que habíamos tomado de postre nos impidió consumar el beso. No obstante, lo estábamos pasando en grande cuando nos interrumpió su madre, que venía a conversar. Más bien a parlotear, chismorrear, cotillear, desvariar y delirar. Y, por si fuera poco, sobre el hecho de que su hija pequeña se encontraba en Inglaterra, mientras aquella había estado en mis brazos. ¡La burla del amor!
»—Zita, sube a buscarnos la carta de Eva. Me gustaría que Ferdinand Feodorovich (siempre se equivocaba con mi patronímico) la leyera. La carta iba dirigida a su hermana.
»En el dormitorio nos contamos todo lo que es privado. Me llaman “abuela”, y yo les doy consejos sobre sus asuntos. A Kitty, que cree que nunca ha estado enamorada, le han puesto el mote de “Babe”. Marion tiene quince años y medio; Kitty quince. Por edad soy la más pequeña, pero en todo lo demás me consideran la mayor. Esta tarde tuvimos gimnasia. A Kitty le dio un ataque de risa y no podía parar porque el estómago de la señorita Hitchcock hacía unos ruidos espantosos. El último comentario de Marion fue: “¡Oh, tengo el estómago hecho un nudo, como agitado! Mañana espero recibir carta de Bonzo”. Ya habrás imaginado que Bonzo es el chico de Marion.
»El resto de la carta era del mismo estilo.
»—La muy pilla… —comentó Zita—. Siempre tiene que hacer lo que yo hago. Y tiene que conseguir lo que yo tengo.
»—Cuando eran niñas —explicó la señorita Kerr—, cada vez que Zita hacía una cosa, Eva decía: “Yo también”. Así que le pusimos de sobrenombre “Yo-también”.
»—Me gustaría conocerla cuando vaya a Inglaterra —dije.
»—Estará encantada —dijo Zita—, si sabe que yo te conozco.
»—Bueno, ¿por qué no? —preguntó la señora Kerr—. Le voy a escribir. Frederick Konstantinovich (de nuevo se equivocó de patronímico), un joven intelectual encantador, amigo nuestro. Estoy segura de que querrá conocerlo.
»—Sin duda alguna —se burló Zita.
»Cuando volví a Inglaterra escribí a Eva. Mantuvimos una correspondencia regular e intercambiamos fotografías, a la espera de que se presentara la oportunidad de ir a verla. Ella no entendía la demora y se preguntaba cuál sería la causa. Marion, al parecer, examinó mi foto con una lupa para ver si por azar yo tenía la cara cubierta de granos que explicaran mi reserva. Y Eva me escribió:
»Incluso si tienes granos en la cara, veámonos.
»Nos conocimos. Era un encanto. Increíble. Y le escribió a Marion, que había ido a casa de su familia por vacaciones:
»No tiene granos, es alto y, si no elegante, sí pulcro. Y dice que me ama cinco veces más que antes. ¿A que soy una chica afortunada?
»Cuando viajé al extranjero, siguió escribiéndome. Sus cartas hablaban sobre todo de Marion y Kitty.
»Marion, Kitty y yo compartimos dormitorio como el semestre pasado. Marion y Kitty me caen bien. Acordamos que tendremos una casa juntas en Canadá, porque nos da miedo convertirnos en unas solteronas. Si una de nosotras se casa, pasará estancias en Canadá. También estamos pensando en hacernos misioneras. Marion es muy graciosa. ¡Se cree enamorada! Pero aun así piensa que será una solterona. Marion, Kitty y yo estamos escribiendo las reglas de un comité. Somos los tres miembros del comité. Queremos mantenerlo en secreto, pero a ti te lo puedo contar, y Marion puede contárselo a su hermano. Tenemos que contárnoslo todo unas a otras excepto nuestro peor pecado. Suena divertido, pero somos muy pícaras y hemos hecho cosas que de ningún modo podemos contar a las demás. Así que acordamos que no estamos obligadas a revelarlas. Puede que yo te cuente la mía, pero no estoy segura. Además, hay un montón de excepciones. Te daré detalles más adelante. Todos los asuntos deben discutirse en privado. Todos los miembros son iguales en todos los aspectos. T. C. (contraseña) solo debe usarse en ocasiones urgentes. Si un miembro quiere abandonar, puede hacerlo si da su palabra de honor de que guardará silencio sobre las cuestiones relativas al comité. Si los miembros restantes coinciden en que cierto miembro ha incumplido una regla, dicho miembro deberá pagar una multa de veinte peniques —también si un miembro pierde sus reglas—. Así son las normas. A mí me parece un gran comité, ¿no? Miss Hitchcock me ha informado de que tengo que presentarme al examen de Junior Cambridge. No creo que lo haga. Mi cerebro está débil, así que pillaré una fiebre cerebral. Hoy hace mucho calor, más que ayer. Tuve que desabotonarme el abrigo al salir. En el jardín hay montones de gotas de nieve, flores de azafrán, primaveras, tulipanes y jacintos. Espero que aprecies esta larga misiva. Tu Eva.
»P. D. Mamá me escribe que el conde Kolberg sigue persiguiendo a Zita, que no soporta su cursilería.
»En invierno volví a Innsbruck. Esperaban a Eva, que había dejado el colegio porque la familia ya no podía pagar la matrícula. Fuimos todos a recogerla. Aún hoy recuerdo el largo tren procedente de París entrando en la estación de Innsbruck, y a una Eva mayor que cuando la había visto por última vez en Inglaterra apeándose. Esa noche, cuando Zita me enseñó sus álbumes de fotos, “Yo-también” insistió en hacer lo propio. Su madre, animada por la idea de lo que se ahorraría en futuras matrículas, consideró oportuno celebrar el alivio económico con una juerga trasnochada: “Aprovechar la noche”, lo llamó. Nos obligó a asistir a una clase de baile de una tal Fräulein Stube a la que nos acompañó también el conde Kolberg, con sus primos y amigos. Eva bailó con todos los condes y barones y sonrió mirándolos a los ojos. Y Zita, evidentemente, odió aquella sonrisa. Conocía a “Yo-también” del derecho y del revés. Pero los barones estaban encantados; y Zita, a la que no le interesaban ni Kolberg ni los barones, se puso celosa de que su hermana captara su atención. “¡No quiero que me vean con esta zoquete!” (Las piernas de Eva maduraban aprisa.) “La obligaré a levantarse y a hacer ejercicio.” Pasó la noche soltando comentarios por el estilo. Y nunca la llamaba Eva, sino “Yo-también”, con cierta amargura en la entonación. Pero Eva seguía sonriendo a los barones, que la rondaban como moscas a la miel.
»Pasamos la Nochevieja en el restaurante Maria-Theresien. La enorme banda de bronces del parque público se había instalado en el comedor. Música ensordecedora. La sala llena a reventar. Hombres merodeando con la esperanza de robar una silla. En eso un tipo coge una de las nuestras: “¿Me permite?”. Abro la boca para decir: “¡De ninguna manera!”, pero la banda estalla con vehemencia marcial, y mis palabras se las lleva el viento. La señora Kerr feliz. Con la exaltación del momento olvida el castillo perdido, las rentas perdidas, las deudas, y se sienta a mi lado, elogiando todo y a todos: “¡Ah, la profesora de baile Fräulein Stube! Una joven intelectual encantadora. ¡Qué amable! ¡Y qué educada! Habla inglés como una nativa”. Enseguida bailo con dicha Fräulein y le pregunto en claro inglés:
»—¿Qué tipo de baile es este?
»—¿Disculpe? —pregunta Fräulein Stube.
»—¿Qué tipo de baile? ¿Un foxtrot?
»—¿Disculpe?
»—¿Es esto un foxtrot?
»—Nein, ein Schimmey —contesta.
»—En Inglaterra lo bailamos de forma distinta —le digo poco después.
»—¿Disculpe?
»—Que en Inglaterra lo bailamos de forma distinta.
»—¿Disculpe?
»Con el esfuerzo le piso sin querer.
»—Lo siento —tartamudeo.
»—¿Disculpe?
»—Lo siento.
»—Sí, ein Schimmey —concluye.
»Y luego me encuentro una vez más inmerso en la asombrosa locuacidad de la señora Kerr, que lo elogia todo y a todos: “Baila usted con tanta gracia, tanta elegancia… Y Fräulein Stube, ¡qué mujer tan amable y tan culta, tan intelectual! Sabe idiomas, habla inglés como una nativa”. De pronto todos se levantan y alzan sus vasos de cerveza. “Prosit! Prosit! Prosit!” Y, en efecto, la manecilla del gran reloj da las doce. La banda estalla durante dos minutos seguidos. Y para. Ruido y confusión. Amigos y desconocidos beben por igual Bruderschaft. Un hombre (sin afeitar, pero con una especie de traje de noche y un chaleco de terciopelo rojizo) se levanta de la mesa que está junto a la nuestra y se presenta: “Teniente coronel Von Wiesendorf”; luego hace lo propio con su hija. Nos ponemos de pie y nos presentamos cada uno y mutuamente. Arriman su mesa a la nuestra, y formamos un grupo más numeroso. El coronel dice que habla inglés. Se ha unido a nosotros para hacer gala de sus conocimientos, o bien para practicar nuestro idioma, que, según dice, aprendió en África.
»—¿En la Legión Extranjera? —le pregunto.
»—Pfui Teufel, ¡no! —niega—. Solo los bandidos se alistan en la legión extranjera.
»Obviamente un faux pas.
»—Bruderschaft! Hoch! Hoch! Hoch! —Y el coronel y yo nos unimos en hermandad y empezamos a tutearnos. La señora Kerr y Fräulein von Wiesendorf beben Bruderschaft y se hacen inseparables. Zita y Eva, a su vez, beben Bruderschaft con Fräulein von Wiesendorf. Por último lo hace Graf Kolberg con el coronel. La banda estalla con vehemencia inaudita. Todos bebemos.
En este punto Frank Dickin dejó de leer y se sirvió más champán.Luego continuó con afectación:
—Fräulein von Wiesendorf, en sus palabras, tiene la gran virtud de ser muy alegre. «¡Soy tan alegre!», chilla, y taconea, y se hace amiga del alma de la señora Kerr. «Ah, Ferdinand Vassilievich —dice esta última (de nuevo confundiendo mi nombre)—, ¡no tiene usted idea de lo sincera, culta, alegre, informada e intelectual que es esta muchacha! Su padre, que es interventor de la moral pública, no puede llevarla a los cabarets ni a los clubes nocturnos, ¡y la pobre ni siquiera ha ido al Austria-Bar ni al Odeón! Pero yo prometí ir con ella a todas partes, y está encantada.»
»Y acudimos en masa a un restaurante situado en un sótano, mientras los barones siguen como sabuesos el rastro de Eva. Zita desplazada, abandonada. Y el coronel, el Interventor de la Moral Pública, se rasca la cabeza y dice: “¡Ah! Todos los días no son Año Nuevo. Un día es un día”, y viene con nosotros. Fräulein von Wiesendorf taconea llena de alegría. En el restaurante del sótano, la agitación lleva cinco o seis noches agitándose, desde Nochebuena. Camareros temblorosos de ojos pequeños, enrojecidos, adormilados. El maître —lleva tres noches sin pegar ojo—, animado por la bebida, canta con la banda y, como un favor, lo hace pegado a mi oído, a veces babeándome la mejilla y la frente sin querer:
Da sprachder Tut-An-Kamen
Tun sich die Leut’ nicht schamen?
»Y comemos y bebemos y festejamos, hasta que la música se vuelve triste y lastimera, y bailo con Zita, mientras la banda se queja:
Wenn ich dich seh
Da will ich weinen
»Y la pobre Zita también parecía tener ganas de llorar. Eva le había robado a todos sus pretendientes, incluido el conde Kolberg. La música melancólica inspira pensamientos melancólicos. Cuando volvimos a la mesa oí que la señora Kerr se lamentaba al coronel: “Los rusos cultos de la clase intelectual sufrimos tremendamente con la Revolución”. Y hela ahí, pesimista ante la vida, pesimista ante el resultado del juicio, sin dinero, sin hogar, con abogados que son casi todos unos farsantes.
»—¡Paren la música! —grita el interventor.
»La música para. “¿Qué le gustaría oír?”, preguntan de inmediato el maître y el director de la banda.
»—O Katerina!
»Y la señora Kerr arrastra los pies, al son de ese ritmo canallesco, guiada por los torpes brazos del coronel.
»—Un hombre muy amable, sincero, comprensivo, y un profundo pensador —fue su comentario cuando salimos a la escarcha de la madrugada, despedidos con una reverencia por la banda y por los camareros.
»—Zita, cariño, ¿te ocurre algo?
»Zita no contestó. La acompañé a casa sin ser realmente consciente de lo que pensaba o sentía, pero más tarde me lo contó. Desde niña, cargaba con una especie de complejo psíquico: pensaba que estaba loca y que todos se lo ocultaban. Su anciano abuelo irlandés no podía mirar a Zita, que tenía el cabello dorado, sin que las lágrimas afloraran a sus ojos, porque aquella melena encendida le recordaba a su esposa muerta. Pero Zita creía que su abuelo lloraba porque la sabía loca. Aquel severo abuelo —que no ponía mientes en decirles a sus invitados, cuando se sentaban en la escalera en el curso de un baile: “¡Las escaleras están hechas para subir, no para sentarse! ¡Arriba!”— lloraba de solo pensar en su aflicción. Y ella se sabía loca, tremenda y desesperadamente loca, y sabía que todos se lo ocultaban. Le daba vueltas y más vueltas, y de nada servía. Sabía muchísimo sin pensar, pero cuando pensaba no sabía nada. Y decidió que era sumamente anodina; así era: loca, loca, sin esperanza ni arreglo.
»Graf Kolberg y los barones ya no le prestaban atención por causa de su locura. Seguro que a alguien se le había escapado. Estaba claro que la evitaban. Y se pasaban, en masa, a “Yo-también”. ¡Qué horror! Aquello era el fin.
»Hay momentos en que buscamos la humillación. “Yo-también” le había quitado a todos sus partenaires, la había dejado sola y desposeída. Pero, para colmo, ella sentía la necesidad de congraciarse con el vencedor admitiendo su impotencia y su absoluta prosternación, de enseñarle todas las cartas, de responsabilizarlo de lo que haría a continuación, de convertirlo en el invasor que debe encargarse del bienestar de la población en la zona ocupada. ¡Maldición, llévate mi último harapo de amor propio y regocíjate con la totalidad de tu victoria! Con ese estado de ánimo se encontró Zita con su hermana pequeña al llegar a casa. Confesó que estaba loca y que sabía que se lo ocultaban. Estaba avergonzada, expectante, con la cabeza gacha, como si dijera: “¡Pues ya ves! ¿Qué te parece?”, mientras “Yo-también”, a medio desvestir, se recostaba en la cama y reflexionaba. Eva reflexionó durante largo rato sobre aquella dolorosa noticia con raciocinio, pero también con una profunda y melancólica comprensión. “Creo —dijo por fin—, creo que las dos estamos locas.”
»—¡Tú sí que estás chiflada! —gritó Zita.
»De pronto se sintió cuerda, tremenda y arrolladoramente cuerda.
3
—¡Ja! —dijo lord Ottercove—. ¿Fue así como pasó?
—Me ciño a la realidad siempre que puedo —contestó Dickin.
—Bueno, continúe. ¿Qué pasó con la mujer, la señora Kerr?
—No podían permitirse seguir en la pensión, así que alquilaron una habitación con cocina en la ciudad para los cuatro. Pero se negaba a privarse de los bailes.
»—Usted estará al tanto, Frederick Fyodorovich, de lo que voy a contarle. Tamara Leonidovna me ha decepcionado. Como sabrá, el administrador confiscó todas nuestras pertenencias. ¡Todo, todo! Pero conseguí sacar una alfombra del dormitorio y confiársela a una amiga de Bozen. Después le di 500 000 coronas, más de treinta chelines, a Tamara Leonidovna, para que fuese a buscármela. Pero mi amiga de Bozen, cuando la vio, se llevó un susto tremendo, porque hay que reconocer que Tamara Leonidovna intimida. Una mujer morena, de ojos oscuros… Tiene pinta de gitana. Con esos labios, esos ojos intensos… Es muy sensual, ¿sabe?
»—¿En serio?
»—No me diga que no se ha dado cuenta.
»—Pues no.
»—¿Y ella nunca le ha hecho insinuaciones?
»—No.
»La señora Kerr se quedó pensando.
»—Bueno, habla muy bien de ella. Porque se le nota en la cara y en todo el cuerpo cuánto le cuesta contener las pasiones. Aquel conductor de tranvías, Herr König, no quiere ni que ella se le acerque ahora que están divorciados. Tiene otra mujer. Y la pobre Tamara Leonidovna, que se había acostumbrado a la vida de casada, no sabe qué hacer con su alma. Pero estoy segura de que lleva una vida ejemplar. Y eso habla muy bien de ella, como le decía. En todo caso, la pone muy tensa. En fin, la mujer se llevó tal susto al ver a Tamara Leonidovna que no quiso darle la alfombra. Y Tamara Leonidovna se asustó tanto de que la mujer sintiera pánico de ella que, cuando al cabo le ofreció la alfombra, se negó a aceptarla. Y su alemán, como usted sabe, no es demasiado bueno.
»—¿Por qué no cogió la alfombra cuando se la ofrecieron, Tamara Leonidovna? —exclamé al verla llegar el sábado con las manos vacías, justo cuando me estaba rizando el cabello para ir al baile del Hôtel d’Europe. Imagínese mi situación: no me quedaba ni una sola corona. Había gastado las últimas en las entradas, porque contaba con que Tamara Leonidovna volviera con la alfombra. Y yo con el cabello ya rizado. Y ella va y me dice: “No quiso darme la alfombra”. Y me mira así, como vacilante, y agrega: “Además, me daba miedo la aduana”.
»—¿La aduana? —le digo—. ¿Así que tuvo oportunidad de conseguir la alfombra?
»—La tuve —dice, vacilante.
—Y, entonces, ¿por qué…, por qué…? —Me enfadé tanto que empecé a sacudir el rizador—. ¿Por qué me cuenta… otra cosa? —Iba a decir “mentiras”, pero me contuve.
»—Si me va a hablar en ese tono, con lo amable que he sido con usted, aquí mismo le digo adiós —me espetó, y se marchó dando un portazo.
»—Fui corriendo al restaurante de la estación, donde mi marido siempre cena con el Rittmeister. “¡Charles! —exclamé—, ¡esa mujer ha vuelto sin la alfombra! ¿Y ahora qué hago? ¡Estoy vestida para ir al baile, y reservé mesa y no tengo dinero para pagar la cena con champán! ¿Qué voy a hacer, Charles?”
»—¿Y él qué hizo?
»—Me maldijo, Fiodor Ferdinandovich. Me maldijo una, dos y tres veces. Ah, ¡es terrible! Ya nunca me habla, solo me maldice.
»—¿Y el Rittmeister?
»—El Rittmeister se echó a reír.
»La risa del Rittmeister debió de ser muy contagiosa porque, al recordarla, la señora Kerr también se echó a reír, al principio quedamente, luego cada vez más alto, hasta que acabó soltando fuertes carcajadas.
»—¡Qué vida! —suspiró, limpiándose las lágrimas que se le habían escapado con el exabrupto—. He dejado de tomarme a mí misma, o a mi ropa, o a mi vida, o a mi destino, en serio. Solo observo y me río, asombrada, pasmada, pero me río. Como le decía, Tamara Leonidovna me decepcionó. ¡Y si viera el lenguaje que usa! Ni que fuera un carretero… Gracias a Dios mis hijos no hablan ruso. ¡Y ese pobre estudiante con el que quiere casarse!
»—¿Por qué “pobre”?
»—Lo consumirá. Es un fuego.
»—Papá debería conocerla —intercaló Zita.
»—Ya la conoce.
»—Pero más de cerca.
»En cualquier caso, acabaron yendo al Hôtel d’Europe, donde se cruzaron con lord De Jones, que las conocía. Y supongo que fue él quien pagó la cena con champán.
—Vamos a ver —dijo lord Ottercove, con expresión preocupada—, ahora está usted usando nombres verdaderos. Nombres conocidos.
Frank sonrió.
—He dejado todos los nombres originales para llamar su atención. Sé que debería cambiarlos cuando la obra se publique. Pero, en todo caso, es un asunto menor.
Lord Ottercove sonrió, luego se reclinó y se echó a reír.
—¡Qué listo! Debo confesar que de no ser por los nombres quizá a mi editor de folletines se le hubiera pasado… Así que De Jones pagó, ¿eh?
Lord Ottercove puso cara pensativa.
—Supongo que sí.
—Pero ¿sabe quién paga esas cosas realmente?
—¿Quién?
Lord Ottercove se señaló el pecho con el dedo.
Frank Dickin se quedó mirándole con un ligero asombro, pero, como lord Ottercove parecía malhumorado, no pidió explicaciones.
—Aquella pobre mujer por poco no va y me anuncia que conocía a lord De Jones, y después me dijo, como si me estuviera dando cien libras, que me presentaría al noble señor. Yo no tenía el menor interés en conocerlo. A juzgar por sus gustos en materia de mujeres, supuse que debía de ser un auténtico payaso.
—Se casó con mi sobrina —dijo lord Ottercove.
—¡No! Caramba, acabo de meter la pata…
—¿Quiere decir que no lo sabía?
—Bueno, para ser exactos, lo sabía y no lo sabía. Pensé que sería útil, para no perder su menguante interés en mi folletín, introducir subrepticiamente episodios de la vida oculta de su pariente. No es que sepa mucho de él. Los novelistas debemos fiarnos de la imaginación. Aunque ahora recuerdo que lord y lady De Jones estaban de luna de miel, hospedados en el Tirolerhof de Innsbruck.
—Acaba de meter la pata aún más hondo.
—Lo siento mucho.
—No se preocupe. Usted no entiende, me parece, que lo que más me interesa de su folletín no es lo que haga De Jones sino el por qué lo hace. Qué es lo que tanto le atrae de la señora Kerr. Deben de haber pasado veinte años desde que la conoció en Rusia, según creo. ¿O ya estaba casada? Pero ya lo voy entendiendo. Usted ha logrado captar el carácter de esa señora con gran exactitud. Ha de ser su extraordinaria irresponsabilidad, esa…, esa… otra cosa. Está ahí, lo presiento, aunque no llego a comprender la fascinación que despierta. ¿Por qué será? ¿Sigue siendo guapa?
—Guapa, no. Más bien atractiva. Sus hijas han salido a ella.
—De Jones siempre vuelve a buscarla. Es la segunda vez que se casa. Mi sobrina no debería haberse casado con él. Pero él tiene algo genial. Hubiera podido ser un segundo Newton, de haberlo querido. Actualmente, se le considera un «Genio No Comprobado». Como todos en su familia. Le tengo mucho cariño. Pero Eleanor está decidida a divorciarse. De Jones se quedará sin un centavo a menos que yo lo coloque en algún sitio. Pero continúe. ¿Qué pasó con la mujer?
—Dejé de verlos poco después del baile. Frau König me dijo que se habían marchado a Opatija, y que lord De Jones había regresado a Inglaterra. Le pregunté a ella por sus asuntos. «Todo dependerá de la máquina textil, que llegará en marzo.»
»—¿Y su prometido de París?
»—Sigue ahorrando dinero para nuestra fábrica. Pero ¡imagínese! —dijo—, en su última carta (muy patética), me escribe que el franco, debido a las intrigas políticas del Cartel des gauches, se ha ido al garete, reduciendo el capital potencial de nuestra fábrica.
»Hablamos de la señora Kerr.
»—Su amiga la señora Kerr —dijo Tamara Leonidovna— es una gansa. Una auténtica gansa. ¡Si será tonta! No tiene un centavo en el bolsillo, ni una idea en la azotea que no sea ir a bailar y agradar a los hombres. ¡A su edad! Con un hombre recién casado, para colmo. ¡Y solo porque es un lord! ¡Abiertamente, delante de sus hijas! No, ¿qué tiene que ver que esté divorciada? Yo también lo estoy, y soy seis años menor que ella, pero me contengo. —Su cara cobró una expresión de tensión—. No me dejo ir. —Apretó la mandíbula, cerró los puños—. Trato de no perder el control. Tengo más orgullo, más amor propio que…, que… Cuando él vuelva de París, entonces…, entonces…, entonces sí.
—Continúe —dijo lord Ottercove.
4 · Perros y ruiseñores
—No volví a ver a la familia hasta la primavera, cuando la señora Kerr, con un aspecto notablemente desmejorado, me hizo una visita por sorpresa.
»—Ach, Ferdinand Ferdinandovich, ¡no va a creer lo que he sufrido en estos últimos dos meses! Si yo fuera un escritor como usted escribiría una novela como las de Dostoievski: verdaderas aunque sean increíbles, ¡y tan conmovedoras! He estado llevando un diario. Se lo traeré esta tarde para que, si quiere, lo use en sus libros. Lord De Jones me prestó dinero para que cambiara de aires y descansara, así que Zita, Eva, John y yo nos marchamos a Opatija. Una costa preciosa: mar azul, sol, casino, ruleta, chemin de fer, bacará. Un verdadero cambio de aires y un descanso para los nervios. Nos pasábamos todo el día jugando y, por la noche, bailábamos y coqueteábamos. Las dos muchachas eran jugadoras apasionadas, y John también. Pero nos quedamos sin suerte y sin dinero. Entonces, empeñé algunas de mis pertenencias, y durante un tiempo vivimos como reyes en el Grand Hotel: bailes, música, baños de mar dos veces al día y montones de jóvenes agradables en la playa, y de noche paseos por el bosque, en parejas: Zita con un chico italiano; Eva con un joven danés; y yo con Rodrigo, un español. Íbamos mucho al cinematógrafo, y siempre bien acompañadas. Rodrigo no paraba de mirarme con sus grandes ojos apasionados. Todo encantador y delicioso. Cuando se nos volvió a acabar el dinero, encontré un puesto de gobernanta en una pequeña pensión que daba al mar: una ubicación bastante artística. Zita, Eva y John se hospedaron en casa de una amiga de Rodrigo, una mujer de lo más amable, callada y muy leída. Yo trajinaba todo el día en la cocina que daba al jardín, y los chicos, que tenían un aspecto muy alegre y fresco con su ropa blanca de verano, venían a verme todo el tiempo. Y yo les decía: “Id a jugar al jardín”, y les pasaba cosas por la ventana, porque la amiga de Rodrigo no podía darles de comer. “Tomad, niños, tomad esto y esto y esto”, y les daba pasteles, café, azúcar, dulces, golosinas, tartas, de todo un poco, y se lo llevaban a casa para comerlo y volvían a por más. Y les di aún más cosas en invierno, todo tipo de carne en conserva y provisiones: “Tomad, niños”, y nunca les faltó nada mientras fui gobernanta. Pero, no se lo va a creer, Fiodor Frederickovich, la patrona, al ver que alimentaba a mis hijos, me echó a la calle. Si yo lo hubiera hecho en beneficio propio, lo entendería, pero ¡fue por el bien de mis hijos! Noté una extraña indiferencia en aquella gente, una dureza, una —¿cómo decirlo?— gran insensibilidad. Nada de amor, nada de comprensión por los niños. Me la quedé mirando; no me salían las palabras. No hubiera podido expresar lo que sentía mi corazón. Una sensación de tristeza más que de furia. Y cuando hube recogido mis cosas y me la crucé en el portal giré la cabeza diciendo: “En Rusia esto no hubiera pasado”, y me fui sin agregar nada.
»—Una vez en la calle, con los niños a mi alrededor, me detuve y pregunté: “Dios omnisciente y amoroso, ¿por qué me castigas así? ¿Por qué?”.
»—Después conseguí un empleo de Kaffee-Köchin