Héroes de la ciencia - María José Sánchez - E-Book

Héroes de la ciencia E-Book

María José Sánchez

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Beschreibung

Louis Pasteur, Carlos Juan Finlay, Lynn Margulis, Margarita Salas, Jean-Jacques Muyembe, Francis Mojica, Katalin Karikó... Científicos y científicas que han cambiado nuestra vida son los protagonistas de este emocionante recorrido por la historia de la ciencia. Hoy todos conocemos la vacuna contra la covid-19, pero nadie se tomaba en serio a Katalin Karikó, la científica que la hizo posible, cuando empezó sus investigaciones. Igual que ella, los cazadores de microbios a lo largo de la historia se han enfrentado a menudo a la incomprensión y la indiferencia. Armados tan solo de curiosidad y una pasión feroz, se zambulleron en un mundo desconocido en busca de conocimiento y formas de vencer las enfermedades; algunos llegaron incluso a inocularse peligrosos virus para probar sus vacunas y sus curas. Este libro está lleno de historias heroicas y alucinantes del mundo de la microbiología. Habla de los nombres que todos conocemos, pero también de científicas y científicos desconocidos y olvidados. También habla de plagas, de pandemias, de virus, de anticuerpos y de lo mucho que les debemos a las bacterias. Es una pequeña historia del misterio de la vida y de los héroes que lucharon y aún luchan por desentrañarlo. 

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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Índice

Cubierta

Introducción

Anton van Leeuwenhoek

Edward Jenner

Louis Pasteur

Joseph Lister

Robert Koch

Emil adolf von Behring

Élie Metchnikoff

Martinus Willem Beijerinck

Carlos Juan Finlay

Paul Ehrlich

Jaume Ferran i Clua

Félix d’Herelle

Juan Noé Crevani

Alexander Fleming

Louise Pearce

Jonas Salk

Maurice Hilleman

Renato Dulbecco

Gertrude Belle Elion

Lynn Margulis

Margarita Salas

Jean-Jacques Muyembe-Tamfum

Françoise Barré-Sinoussi

Francis Mojica

Katalin Karikó

Agradecimientos

Notas

Créditos

A ti, papá. Sé que te hubiera encantado este libro.

M . J . S .

Para Abel, que me ha contagiado su pasión por el mundo microscópico.

Hasta Aldebarán y vuelta.

V. S .

A todas las futuras científicas y científicos

que apuestan por la ciencia contra viento y marea.

Introducción

Los microbios, minúsculas expresiones de vida, están aquí desde que la Tierra era poco más que un gran caldero burbujeante. Son más antiguos que nosotros, más que el tigre dientes de sable, los dinosaurios o los trilobites. Se multiplican en la atmósfera, en la tierra o en el agua, donde forman colonias, se alimentan, se relacionan y contribuyen a la enorme diversidad de la vida. Gracias a ellos abandonamos el mar a rastras hace millones de años y acabamos por convertirnos en seres capaces de hablar, pensar y leer este libro. Algunos, la mayoría, viven en armonía con nosotros; otros, los menos, nos atacan y nos destruyen.

Hoy sabemos que los «gérmenes» son los responsables de peligrosas enfermedades cuya sola mención nos pone los pelos de punta: rabia, tuberculosis, poliomielitis, ébola, covid… Relacionamos los virus y las bacterias causantes de estas dolencias con toda clase de síntomas horribles que han amenazado nuestra vida a lo largo de la historia. Pero no hace tanto tiempo, apenas un par de siglos, las personas desconocían la existencia de esos patógenos invisibles capaces de provocar terribles plagas y pandemias. Solo en una época relativamente reciente los científicos empezaron a intuir la presencia de formas de vida tan minúsculas como trascendentes, y, cuando lo hicieron, recurrieron a todo su ingenio para idear maneras de desentrañar sus misterios. Armados tan solo de curiosidad y pasión, se adentraron en este mundo invisible a los ojos como auténticos héroes, a menudo indiferentes al peligro que corría su propia vida. Gracias a ellos y a ellas, enfermedades como la viruela han sido erradicadas de la faz de la tierra y tenemos vacunas para el tétanos o el sarampión. Otras aún nos desafían.

Últimamente, como pocas veces en nuestra historia, sentimos curiosidad por conocer mejor ese mundo microscópico al que nos une un vínculo ineludible y necesario. Palabras como «inmunidad», «coronavirus», «pandemia», «zoonosis» o «toxina» han pasado a formar parte de nuestro vocabulario cotidiano. Y en ese contexto, precisamente, surgen las historias que conforman este libro. Desde la pura inquietud de saber más, las autoras, que no procedemos del ámbito científico, nos hemos acercado con asombro a los grandes descubrimientos de la microbiología y a las personas que los protagonizaron en un ejercicio de aprendizaje, pero también de imaginación, que nos ha permitido ficcionalizar los relatos.

Ha sido un viaje largo y emocionante que, junto con infinidad de descubrimientos alucinantes, nos ha revelado una realidad importante: el saber científico surge del diálogo constante entre personas e ideas diversas, un intercambio que se hacía más evidente conforme avanzábamos en la historia y se tornaba más complicado escoger nombres y hallazgos. La conclusión es que nadie está solo, ni siquiera en la soledad de su laboratorio. Quizá haya llegado la hora de tenerlo más presente e inspirarnos en la generosidad de estas mujeres y hombres a la hora de afrontar los desafíos que, cada vez más, nos plantea nuestra aldea global.

HÉROES DE LA CIENCIA

ANTON VAN LEEUWENHOEK

El cazador de animálculos

Durante siglos, las personas levantaban la vista hacia el cosmos mientras se hacían preguntas sobre los misterios que albergaba. Atribuían a los astros propiedades divinas, hacían cálculos matemáticos para predecir sus movimientos y suponían que allí, en las estrellas, estaban escritos los destinos de los seres humanos. A Anton van Leeuwenhoek, en cambio, le fascinaban los secretos más minúsculos de la naturaleza. En una gota de agua encontró universos enteros por explorar. No buscaba el origen de las enfermedades; solo quería ver lo que ninguna persona había visto antes. A este hombre sin estudios superiores ni formación científica le debemos las primeras contribuciones al estudio de nuestros más pequeños compañeros de viaje: los microbios.

Hacía una preciosa mañana en Delft, una animada ciudad de los Países Bajos surcada por canales y rodeada de murallas. El sol empezaba a asomar después de un invierno particularmente largo y los balcones se iban llenando de flores que daban la bienvenida a la primavera. En una mercería con vistas al agua, la campanilla anunció la entrada de una clienta.

—Buenos días, querida Barbara —saludó la compradora. Barbara Leeuwenhoek, la dueña de la tienda, reconoció al momento a la recién llegada. Era su amiga Catharina, esposa del pintor Johannes Vermeer, una joven de mirada inteligente y aspecto elegante—. Vengo a buscar un paño. Quiero encargarle un traje a mi marido para el bautizo —se tocó la barriga en la que se apreciaba un embarazo avanzado— y prefiero escoger la tela yo misma.

Barbara, que también estaba embarazada, le mostró distintas opciones.

—Esta acaba de llegar. Tócala y apreciarás su calidad. El tintado es excelente. Además, no sale demasiado cara. Anton la escogió especialmente. Ya sabes lo meticuloso que es.

—¿Dónde está? —se interesó Catharina.

—Ah, ya lo conoces, está en el taller con sus lentes. No le gustan las lupas que fabrican los ópticos de la ciudad. Dice que no le permiten ver la urdimbre de los tejidos más finos. Así que ha decidido fabricar sus propias lentes. Las pule una y otra vez hasta lograr la curvatura perfecta. A veces pienso que le interesan más las lentes que los paños.

Las dos mujeres rieron con ganas.

—No sabes cómo te entiendo —suspiró Catharina—. Mi marido es capaz de dedicar meses a un cuadro antes de darse por satisfecho. En fin, me llevo la tela que me has enseñado, siempre y cuando te parezca bien que te la pague dentro de unos días. Johannes está a punto de terminar un encargo.

—Claro que sí —respondió Barbara sonriendo—. Ya me la pagarás cuando puedas. Somos amigas, ¿no?

—Cuánto me alegro de que Anton decidiera volver a la ciudad —dijo Catharina cuando las dos mujeres se despidieron con un abrazo—. Nadie entiende tanto de telas como él.

EL TERCER OJO

Barbara, la esposa de Leeuwenhoek, tenía mucha razón al decir que Anton estaba cada vez más interesado en las lentes y menos en los paños.

Nacido en la ciudad de Delft en 1632, Anton van Leeuwenhoek se había trasladado a Ámsterdam a los dieciséis años para aprender el oficio de pañero. Unos años más tarde regresó a su ciudad natal para casarse y abrir su propio negocio. Fue allí donde descubrió que esas lentes que elaboraba con tanto cuidado le permitían asomarse al mundo más fascinante que jamás hubiera soñado. Porque, además de un talento innato para pulir, medir y calcular, Leeuwenhoek poseía algo aún más importante: una curiosidad sin límites. ¿Y si usara las lentes para mirar algo más que las telas?, se preguntó. ¿Por qué no observar la arena, el moho, lana, un pelo de castor?

Inspirado por un superventas de la época, la obra Micrographia, de Robert Hooke, fabricó un microscopio con minúsculas lentes que pulía con sus propias manos y luego montaba en una placa de cobre, de plata o de oro: un auténtico tercer ojo con una capacidad de ampliación que aumentaba doscientas veces la visión del ojo humano y que corregía las distorsiones, a diferencia de otros microscopios de la época.

LAS CARTAS SOBRE LA MESA

Sentado a la mesa de la cocina, Anton tomaba café con expresión adormilada. El día anterior se había pasado de la raya con el vino y necesitaba despejarse antes de ponerse en marcha hacia su segundo trabajo como funcionario del ayuntamiento. Corría el año 1673, su primera esposa había fallecido años atrás y Leeuwenhoek vivía ahora con su segunda mujer, Cordelia, y su única hija, María.

Los suelos de madera resonaron con fuerza cuando María, de casi veinte años, entró corriendo en la cocina con una carta en la mano.

—Hija mía, no hagas tanto ruido, por el amor de Dios —la regañó Anton llevándose una mano a la cabeza.

—Padre, ha llegado una carta. —María se la escondió en la espalda—. ¡Adivina de quién es!

—No lo sé… ¿Del zar de Rusia? Venga, hija, no será para tanto.

—¡Viene del Reino Unido! —le dijo ella a la vez que se la entregaba—. ¡Es de esa sociedad científica tan importante de la que me hablaste! ¡La Royal Society!

En aquel entonces, los instrumentos mágicos de Leeuwenhoek eran ya muy conocidos en la ciudad y no siempre para bien. Muchos se burlaban del pañero por su falta de formación y expresaban dudas sobre sus observaciones. Pero en Delft había un hombre más espabilado que los demás: era Regnier de Graaf, un destacado médico holandés que tuvo ocasión de mirar por los microscopios de Leeuwenhoek. Impresionado por lo que vio, animó a la Royal Society a ponerse en contacto con él.

En ese momento Cordelia entró en la cocina procedente del jardín. Había oído las exclamaciones de su hija.

—¡Ay, Dios mío, Anton! ¡Seguro que están interesados en tu microscopio!

Con manos temblorosas, Leeuwenhoek abrió la carta y la leyó en silencio. Cuando terminó, levantó la vista hacia su mujer y su hija, que lo miraban expectantes.

—Es de Henry Oldenburg, el secretario de la Royal Society. Me pide que le escriba explicándole mis observaciones —dijo con un hilo de voz.

—Oh, Anton, es maravilloso. ¡Por fin vas a tener el reconocimiento que mereces!

—Pero yo no sé escribir textos científicos —objetó Leeuwenhoek—. Ni siquiera sé dibujar. Solo soy un simple comerciante. ¿Cómo voy a explicarles a esos caballeros lo que hago?

—¡Pues contrata a un dibujante para que tus escritos vayan acompañados de imágenes! —lo animó María—. Venga, padre, los vas a dejar con la boca abierta. Así aprenderán todos esos que se burlan de ti. ¡Se van a quedar con un palmo de narices!

UN GENIO SOLITARIO

Disculpándose por su osadía, Anton Leeuwenhoek envió a la Royal Society un detallado informe de lo que había averiguado sobre el moho, el aguijón de las abejas, los piojos y otras materias que se encuentran en la piel. «Mis observaciones y pensamientos solo son fruto de mi curiosidad y de mi impulso», les explicó. Fue la primera de las casi doscientas cartas que enviaría a la conocida sociedad científica a lo largo de su vida.

Leeuwenhoek trabajaba a solas y únicamente se inspiraba en su genio innato. Nunca recibió ayuda de ningún otro microscopista, pero nada escapaba a sus lentes asombrosas. Observando su propia sangre al microscopio, descubrió los corpúsculos que le daban su color, que no eran otros que los glóbulos rojos. Vio los espermatozoides por primera vez y fue capaz de deducir el funcionamiento de la circulación de la sangre en la cola de una anguila. Miraba y volvía a mirar como un auténtico maniaco, dejando constancia de lo que veía en forma de notas y dibujos. Sus trabajos abarcaban una inmensidad de campos: zoología, botánica, química, física, fisiología, medicina… Pero fue en 1675 cuando Anton van Leeuwenhoek hizo el descubrimiento que lo convirtió en un auténtico cazador de microbios.

EL UNIVERSO EN UNA GOTA DE AGUA

Corría el mes de noviembre cuando María llamó a la puerta de su padre. Le traía una taza de té, como solía hacer todas las tardes.

—Anda, descansa un rato —le dijo—. Y enciende otra vela.

Anton sonrió. Disfrutaba de una vista excelente y su hija lo sabía. Pero María tenía razón. Los cielos estaban encapotados desde hacía semanas y la falta de luz lo fatigaba. Mientras levantaba la taza de té para tomar un sorbo, se quedó mirando las gotas que resbalaban por el cristal de la ventana. ¿Qué aspecto tendría una simple gota de agua al microscopio? De repente, Leeuwenhoek no podía esperar a saberlo. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Dejó la taza en el plato, salió corriendo al jardín y recogió agua de lluvia de una vasija.

María observaba con mucha atención los procedimientos de su padre cuando este acercó el ojo al microscopio y observó a través de la lente el agua de lluvia recién recogida. Cuando Leeuwenhoek volvió la cabeza para mirarla, su hija se asustó. ¡Cualquiera diría que su padre había visto un fantasma!

—¿Qué pasa? ¿Qué has visto? —le preguntó.

Sin responder, su padre se frotó los ojos y devolvió la vista al microscopio.

—El agua está llena de toda clase de seres que se mueven de maneras extrañas —susurró—. Son tantos que su número supera a los habitantes de un reino. Y son mil veces más pequeños que cualquier animal que hayas visto jamás. Podrían vivir millones de ellos en un grano de arena. Compruébalo.

Leeuwenhoek pronto descubrió que sus «animálculos», como él los denominaba, estaban en todas partes. En el sarro que tenía entre los dientes. En los pliegues de los dedos de los pies. Observó que cuando bebía té muy caliente los «animálculos» dejaban de moverse, lo que corroboró su idea de que estaban vivos y que una bebida ardiente acababa con ellos. Comprobó que también estaban presentes en la boca de su mujer y de su hija. Incluso tomó una muestra de sarro de un hombre que vivía en la calle y descubrió que los pequeños seres eran todavía más abundantes en él. El increíble descubrimiento de los animálculos le valió a Leeuwenhoek ser nombrado miembro de la prestigiosa Royal Society en 1683.

Observé, con enorme sorpresa, que en la materia blanca extraída de mis dientes había una gran cantidad de pequeñísimos animálculos vivos. Muchos de ellos mostraban movimientos bruscos y rápidos, y salían disparados entre la saliva como una perca en el agua. Otros giraban como una peonza la mayor parte del tiempo y estos eran los más abundantes.

EL GABINETE DE LAS MARAVILLAS

Hacia el final del siglo XVII, ya fallecida su segunda esposa, Anton Leeuwenhoek, o Antoni, como entonces prefería ser llamado, se había convertido en uno de los microscopistas más importantes del mundo.

Personajes tan ilustres como el zar de Rusia, la reina de Inglaterra, físicos y filósofos, sacerdotes y hombres de Estado acudían a casa del pañero de Delft a mirar por sus lentes prodigiosas. Tanto es así que tenía organizada en su casa una especie de exposición permanente con una colección de microscopios o lupas, cada uno con una muestra distinta. María, que nunca se separó de su padre, los hacía pasar al gabinete de las maravillas, donde los visitantes se asombraban ante un grano de arena que parecía «el más fino cristal con múltiples caras», una partícula de oro «que recordaba a un pequeño árbol increíblemente hermoso», la escama de un pez «cuya estructura era verdaderamente maravillosa» e incluso las «escamas» de la piel, que Leeuwenhoek extraía de su propio brazo.

—Ya no desea dar a conocer sus observaciones —explicaba María a los visitantes—. Lo han ridiculizado tanto que solo desea proseguir su trabajo en paz.

Leeuwenhoek llegó a construir más de quinientos microscopios a lo largo de su vida, de los cuales todavía se conservan algunos. Cuando murió, a los noventa años, María regaló veintiséis de los delicados instrumentos a la Royal Society, cumpliendo la voluntad de su padre, aunque cuenta la leyenda que nunca fueron utilizados y que se perdieron en un incendio. Y si bien el trabajo con microscopios aplicado al estudio de los animálculos languideció durante casi doscientos años, Anton van Leeuwenhoek había sentado, sin saberlo, las primeras bases de la microbiología.

¡CUIDADO CON LOS GATOS NEGROS!

En la Antigüedad, nuestros antepasados atribuían la enfermedad a fuerzas invisibles o misteriosas que podían adoptar formas diversas. Por ejemplo, relacionaban las epidemias y otras calamidades con demonios y espíritus malignos que campaban a sus anchas para propagar el dolor y la muerte. Si la ciencia no hubiera avanzado, en lugar de luchar contra las enfermedades con vacunas, vitaminas o medicamentos, buscaríamos tréboles de cuatro hojas o nos colgaríamos un ajo al cuello.

A partir de la Edad Media y de las terribles plagas que azotaron a la humanidad en aquella época, algunos científicos difundieron la idea de que los responsables de las grandes pandemias, como la espantosa peste negra, eran las conjunciones planetarias, las fases de la luna o el paso del pobre cometa Halley. Así de despistados estaban. Las autoridades religiosas contribuyeron a estas ideas supersticiosas al relacionar las enfermedades con la ira de Dios, que castigaba a las personas por sus pecados. Así, mientras algunos tomaban medidas para protegerse de las epidemias como buenamente podían, otros rezaban a sus santos o directamente se declaraban en contra de cualquier precaución, porque tomarlas significaba desobedecer la voluntad divina.

MIASMAS Y MALOS HUMORES

Al margen de las ideas más absurdas y supersticiosas, una tendencia muy extendida entre los médicos de la época atribuía las enfermedades a una especie de aire venenoso que llamaban «miasma». Se suponía que los famosos miasmas o efluvios malignos eran exhalaciones de las aguas impuras o de las entrañas de la tierra. Vamos, que aparecían en la clase de sitios pestilentes que frecuentaría Gollum. También proliferaban en ciertas condiciones anormales del tiempo (cuando hacía mucho calor, por ejemplo) o en las cercanías de la carroña, de la basura al descomponerse y de los cuerpos enfermos. Los médicos, para protegerse, se ponían máscaras que parecían picos en los que introducían hierbas aromáticas. Pensaban que la fragancia del eucalipto o la menta los mantendrían a salvo.

Junto a la idea de los miasmas, también era muy popular entre los médicos la teoría de los humores. Según este planteamiento, el mundo físico (y eso incluye el cuerpo humano) está compuesto de cuatro elementos: tierra, fuego, aire y agua, que combinan las cuatro cualidades de la naturaleza: frío, calor, sequedad y humedad. Para estos médicos, cualquier cosa era una mezcla de los cuatro elementos, representados en las personas por la bilis negra, la bilis amarilla, la sangre y la flema. Cuando se producía un desequilibrio entre los distintos humores, aparecía la enfermedad. Para devolver la armonía al organismo recurrían a remedios como la dieta, que no era mala idea, o las sangrías, que consistían en extraer la sangre del cuerpo con la esperanza de eliminar las impurezas, y que hoy nos parecen una idea pésima.

LOS ANIMÁLCULOS DE ANTON VAN LEEUWENHOEK

Anton van Leeuwenhoek experimentó con toda clase de aguas: agua limpia y agua sucia, agua de lluvia y de los canales, agua del pozo y agua conservada en vasos dentro de su laboratorio acompañada de pimienta fermentada, vinagre, jengibre, clavo y nuez moscada. Dejó constancia de 177 minuciosas observaciones durante un año de estudio, cuidadosamente detalladas en dibujos que hoy identificamos con bacterias, levaduras y otros microorganismos. Fue un hallazgo muy importante para las investigaciones médicas posteriores, aunque él nunca relacionó las minúsculas criaturas con las enfermedades.

EDWARD JENNER

Los superpoderes de las vacas

La viruela ha sido la enfermedad que más muertes ha causado en la historia de la humanidad. A principios del siglo XVIII, la viruela acabó con casi un 15 por ciento de la población en Europa y se calcula que solo en el siglo XX más de 500 millones de personas fallecieron por la infección, que mataba a uno de cada tres enfermos. Las personas que sobrevivían arrastraban toda su vida profundas marcas en el cuerpo y en la cara. También causaba ceguera.

En la época de las grandes pandemias de viruela, allá por el siglo XVIII, la globalización aún no había llegado, pero la población crecía, los viajes aumentaban y la viruela se expandía a sus anchas por el mundo. Fue un humilde médico inglés llamado Edward Jenner quien dio con el método definitivo para acabar con la terrible plaga y que salvó la vida de millones de seres humanos: la vacuna.

Una nublada mañana de primavera, el pequeño James Phipps y su madre recorrían los verdes campos de Berkeley, un pueblecito de la Inglaterra rural. Se dirigían a casa de Edward Jenner, el médico de la zona y patrón de la señora Phipps. No iban a visitarlo porque el niño estuviera enfermo, no. El pequeño gozaba de una salud excelente y precisamente por eso el doctor Jenner lo había escogido para hacer algo sin precedentes en el mundo entero: vacunarlo. Si todo salía como el médico esperaba, James quedaría protegido contra la viruela para toda la vida.

El pequeño James miró con aprensión las vacas que pastaban en las colinas. Su madre le había explicado que las vacas, de vez en cuando, contraían una enfermedad muy parecida a la temible viruela, aunque mucho más suave. Y eso guardaba alguna relación con el tratamiento que iba a recibir, aunque James no lo entendía muy bien.

—¿Las vacas están malitas? —le preguntó a su madre.

Su madre sonrió.

—Esas no. Algunas han pasado la vacuna1, que es la viruela de las vacas, pero es una enfermedad benigna y ya están perfectamente.

—¿Y a mí me van a contagiar la vacuna?

La señora Phipps acarició la cabeza de su hijo.

—Sí. Pero solo será un pinchacito de nada.

—Dice Alice que si me vacunan a lo mejor me convierto en una vaca.

La señora Phipps resopló.

—Tu hermana es muy lista, pero no sabe nada de medicina. Tendrás fiebre un par de días, te saldrán unos granitos en las manos y nada más. Igual que le pasó a Sarah, la vaquera, cuando contrajo la vacuna. ¿Se ha convertido ella en vaca?

James negó con la cabeza.

—Claro que no. Y tú tampoco. Seguirás siendo un niño sano y precioso. Si el doctor Jenner dice que es seguro, significa que lo es. Y estarás protegido para siempre contra la viruela. ¿Te lo imaginas? No tendrás que preocuparte por si te quedan esas marcas tan feas en la cara, como las mías. ¿Qué te parece?

James se encogió de hombros. Su madre le parecía muy guapa, con marcas o sin ellas.

¿QUÉ VAS A SER DE MAYOR?

El médico de esta historia, Edward Jenner, nació en Berkeley, un pueblecito de la Inglaterra rural, en 1749. A los ocho años se quedó huérfano de padre y madre, algo que no era tan raro en aquella época. La medicina apenas había evolucionado en muchos siglos y todavía se desconocía el origen de las infecciones.

Cuando Edward tenía trece años, un cirujano de una localidad vecina que se llamaba John Ludlow acudió a su casa para tratarlo de un fuerte catarro. Conocía al niño de toda la vida y siempre le había llamado la atención su carácter despierto y curioso. Mientras atendía al niño en su habitación, se fijó en su colección: nidos de ratones y de pájaros, distintas clases de piedras, plumas y bellotas.

—Parece ser que te interesan las ciencias naturales —comentó.

—Sí —asintió Edward desde la cama—. Tengo cincuenta nidos de ratones. Y también un montón de fósiles. Hay muchos en las colinas.

—Se pasa horas enteras en el campo buscando tesoros y observando a los animales —dijo su hermano mayor, que lo cuidaba como un padre.

El médico miró al niño con aire pensativo.

—Podrías ser mi aprendiz. ¿Qué te parecería trabajar conmigo?

Edward se emocionó tanto que le entró un ataque de tos y no pudo responder. Sonriendo, su hermano mayor contestó por él:

—Me parece que le gusta la idea.

Así, a los trece años, Edward Jenner empezó su educación médica al lado de John Ludlow. Aprendió a inmovilizar piernas y brazos fracturados, a aplicar sanguijuelas, a usar ventosas para extraer impurezas o a recurrir a los purgantes para provocar el vómito. Edward aprendía rápido, pero también veía morir a mucha gente. De nada servían las ventosas y las sangrías contra la viruela, que era uno de los mayores problemas médicos de la época.

TENGO UNA VACA LECHERA

A lomos de su caballo, Edward Jenner recorría las colinas salpicadas de flores de Gloucestershire. Hacía un día radiante y nadie pensaría que una horrible epidemia de viruela estaba azotando la zona. Edward ya era un flamante médico rural de veinte años y su maestro le había encomendado una importante misión: visitar las granjas de la zona para variolizar a la población. La variolización (una especie de vacunación más agresiva) consistía en contagiar adrede las formas de viruela más benignas para evitar síntomas graves. Por desgracia, a veces el remedio era peor que la enfermedad, porque cada persona reaccionaba de una forma distinta y en ocasiones los variolizados se contagiaban de otras enfermedades en el proceso.

Rose, la hija mayor de la granjera, se echó a llorar al ver la lanceta del médico. Era una especie de aguja de madera que se usaba para arañar la piel. Edward Jenner había dispuesto su instrumental sobre la mesa de la habitación principal y ahora lo estaba limpiando con cuidado.

—No llores —le dijo a Rose—. Casi no te hará daño. Será como si te arañase un gato.

Cuando terminó, mandó a la niña a la cocina y se volvió hacia la madre.

—Tiene que permanecer unos días encerrada, sin tener contacto con nadie —le explicó—. Una vez que haya pasado la cuarentena, la someteremos a sangrías y purgas para acabar de purificarla. Y procure que se alimente solo de fruta y verduras, nada de leche ni carne. Pasará unos meses un tanto debilitada, pero se recuperará. Y estará protegida de la viruela.

La granjera le pidió al doctor que, ya que estaba allí, variolizase también a una de las muchachas que trabajaban en la vaquería. Era una chica muy joven que estaba a su cuidado y no había pasado la viruela. Para sorpresa de ambos, cuando le explicaron a la vaquera sus intenciones, ella sonrió y negó con la cabeza.

—Oh, no, a mí no me tiene que variolizar. Yo he pasado la vacuna, la viruela de las vacas.

Edward frunció el ceño. No estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria.

—Emily —le dijo a la muchacha—, debes someterte al proceso. Eso de la vacuna es una superstición, historias de las abuelas. Podrías contraer la viruela y contagiar a otras personas.

—Estoy segura de que no voy a enfermar —insistió ella.

El doctor observó a la muchacha. Con sus ojos brillantes y sus mejillas sonrosadas, era la viva imagen de la salud. De hecho, ahora que lo pensaba, conocía a pocas ordeñadoras que tuvieran la cara marcada. ¿Tendría razón la vaquera? ¿Acaso la viruela de las vacas o vacuna, como se conocía popularmente, protegía de la viruela?

¡NO PIENSE! ¡EXPERIMENTE!

A los veintiún años, cuando ya había aprendido todo lo que puede aprender un médico rural, Edward decidió trasladarse a Londres para completar su formación. Escribió al doctor William Hunter, de quien se decía que tenía la mejor escuela de anatomía del mundo, que lo aceptó como pupilo. Así fue como Edward Jenner acabó viviendo en casa del prestigioso doctor y acudiendo a clase en el Hospital de St. George, donde aprendió Medicina, Química y Anatomía.

La vida en Londres no se parecía en nada a la que había llevado en su pueblo natal. Cuando no estaba en el hospital o trabajando con su maestro, salía a explorar las calles de la ciudad, daba un paseo en barca por el río Támesis o tomaba un café junto a la catedral mientras admiraba el desfile de sombreros, bastones, plumas y abanicos.

El doctor William Hunter lo acogió como un hijo y Edward pasaba con él largas horas en la sala de disección. Cada vez que Edward empezaba a elucubrar, su maestro lo regañaba: «¡No piense! ¡Observe y experimente!». Para el doctor Hunter, la ciencia no se aprendía en los libros, sino de primera mano: cortando, mirando y diseccionando. Entre los dos hombres se forjó una estrecha amistad que duraría toda la vida.

A pesar de lo mucho que quería a su maestro, Edward no tardó demasiado en hartarse del bullicio, los rateros y la suciedad de la ciudad. A los dos años de llegar a Londres decidió volver a su apacible pueblo natal a trabajar de nuevo como médico rural. Pero se llevaba algo más que un amigo. Se llevaba un método científico de investigación.

DE PERSONA A PERSONA Y TIRO PORQUE ME TOCA

De nuevo en su Berkeley natal, Edward Jenner no se podía quitar una idea de la cabeza. Cada vez que se declaraba una epidemia de viruela, se acordaba de aquella vaquera de manos blancas y mejillas sonrosadas que se había negado a variolizarse. ¿Y si la joven tenía razón? ¿Y si la enfermedad de las vacas protegía de algún modo contra la viruela? La voz de su querido maestro resonó en su mente con fuerza: ¡No piense! ¡Observe y experimente! Y eso fue, exactamente, lo que hizo Edward.

Preparó el experimento a conciencia. Sabía que, cuando las vacas enfermaban, desarrollaban pústulas (una especie de granitos supurantes) en las ubres y pasaban unos días desganadas y tristonas. Pero al poco volvían a ser las vacas contentas y felices de siempre. Sin embargo, observó que la vacuna no siempre protegía de la viruela. ¿Qué pasaría si, en lugar de inocular las supuraciones de las vacas, inoculaba en un individuo sano el líquido de una persona que hubiera contraído vacuna y ya estuviera casi curada?

El escogido fue James Phipps, un robusto niño de diez años que claramente es el segundo héroe de este relato. El 14 de mayo de 1796, Edward Jenner le aplicó la primera vacuna de la historia, procedente de los granitos de la vaquera Sarah Nelmes. El niño tuvo un poco de fiebre, pero se recuperó perfectamente. Unos días después, el doctor Jenner hizo algo que hoy nos parece una barbaridad: inocularle adrede la viruela. Es verdad que utilizó esa variante que consideraban más benigna y lo vigiló de cerca, pero también es cierto que no podía saber con seguridad lo que pasaría. Sea como sea, el pequeño James apenas mostró síntomas. Edward Jenner había conseguido por primera vez proteger a un ser humano de la viruela, sin peligro y sin apenas efectos secundarios. Prosiguió sus experimentos usando las inocentes pústulas de personas ya vacunadas, incluyendo en ellos a su propia familia, y descubrió que el método también funcionaba. Había llegado el momento de defender una teoría ante la comunidad científica: la vacuna protege de la viruela.

HASTA NUNCA, VIRUELA

La lucha de Jenner por imponer la vacunación no fue un camino de rosas. Cuando envió a la Royal Society —una especie de academia británica para el avance de la ciencia que todavía existe en la actualidad— los resultados del procedimiento con ocho personas, no le hicieron ningún caso y al final el propio Jenner tuvo que publicar él mismo sus investigaciones. La vacuna no convencía a todos, y no le faltaban detractores. El tema pronto se puso de moda y provocaba apasionadas discusiones, no solo entre los científicos, sino también en diversos círculos sociales.

A trancas y barrancas al principio y luego con más convencimiento, la sociedad inglesa aceptó la vacuna como una prevención eficaz contra la viruela. Poco a poco se fue extendiendo por los distintos países y Jenner acabó por convertirse en un médico respetado y conocido en todo el mundo. En una famosa carta, el presidente Jefferson de los Estados Unidos escribió: «Las naciones futuras solo conocerán por la historia que existió la viruela y que usted logró erradicarla». Su profecía se cumplió. Casi doscientos años después de la primera vacunación, en 1980, la Organización Mundial de la Salud declaró la viruela oficialmente erradicada de la faz de la tierra.

¿Y qué fue del pequeño James Phipps? Pues creció y se convertió en un hombre feliz y perfectamente sano que vivió muchos años en la casa que Edward Jenner le regaló en agradecimiento a su contribución a la medicina.

¡SANGUIJUELA!

Desde la Antigüedad, estos pequeños gusanos de aspecto viscoso se utilizaban como remedio para todo, ya que se creía que absorbían del cuerpo los «vapores del demonio». Los médicos las prendían a la piel de los enfermos para que les extrajeran la sangre con sus potentes ventosas, un método que se conocía como «sangría». Con el avance de la medicina, este tratamiento se dejó de lado por considerarse salvaje y atrasado. Sin embargo, parece ser que los médicos de la Antigüedad no andaban tan desencaminados. Y no porque las sanguijuelas realmente absorbieran los vapores demoniacos, no. Los galenos del pasado tenían razón porque hoy sabemos que el Hirudo medicinalis, más conocido como sanguijuela medicinal, tiene un montón de propiedades beneficiosas. Cultivado y criado en laboratorios especiales, este animalillo más bien repulsivo vuelve a utilizarse en algunos hospitales para tratar algunos problemas respiratorios y del estómago, cuando otros tratamientos no funcionan, y muy especialmente para la cirugía plástica.

MARY WORTLEY MONTAGU, PURA INSPIRACIÓN

Mary Wortley Montagu no solo fue una chica rebelde del siglo XVIII que aprendió latín por su cuenta mientras todo el mundo la creía leyendo novelas románticas, sino también una mujer culta e independiente que introdujo la variolización en Europa.

A los veintitrés años, Mary se fugó y se casó con su marido, Edward Wortley Montagu, en contra de la voluntad de sus padres. Poco después Edward fue nombrado embajador de Turquía y la pareja se marchó a vivir a Constantinopla. Fue allí donde Mary Wortley Montagu descubrió la práctica de la variolización, que consistía en contagiar adrede a los niños con alguna variante suave de la enfermedad con el fin de dejarlos protegidos para el resto de la vida.

Al volver a Inglaterra, Mary se convirtió en la más ardiente defensora de este método, lo que resulta muy comprensible si sabemos que tenía profundas marcas de viruela en la cara e incluso había perdido las pestañas. Después de hacer unas pruebas con unos cuantos prisioneros que se prestaron al experimento a cambio de la libertad, variolizó a sus propios hijos e hizo campaña entre sus amistades y conocidos. Aunque era una mujer brillante, costó mucho que los médicos la tomaran en serio. Solo cuando la princesa de Gales se interesó por el método se extendió la práctica de la variolización en Inglaterra.

LOS MOVIMIENTOS ANTIVACUNAS

No, el movimiento antivacunas no es un fenómeno moderno, ni mucho menos. En la época de Jenner hubo uno muy potente liderado por un médico del Hospital de Chelsea, en Inglaterra, el doctor Benjamin Moseley. Era tan exagerado que avisó del peligro de que te salieran cuernos y cola si te vacunaban. A los humoristas de la época les encantó la idea y empezaron a publicar viñetas sobre el tema.

A finales del siglo XIX, miles de personas tomaron las calles inglesas para protestar contra las vacunas obligatorias. Portaban pancartas que decían «No a las leyes de vacunación, la maldición de nuestra nación» o «Mejor celda de prisión que bebé envenenado». Los enfrentamientos entre uno y otro bando fueron tan encarnizados que hubo arrestos, multas y encarcelamientos.

ISABEL ZENDAL Y LA EXPEDICIÓN DE LA VACUNA

La viruela no existía en América hasta la llegada de los españoles, así que el virus se propagó a sus anchas entre las poblaciones autóctonas. Sin anticuerpos que los protegiesen y mucho menos inmunidad de rebaño, la enfermedad causó estragos en los territorios conquistados. Imaginad hasta qué punto fue grave la propagación que los historiadores calculan que la población azteca se redujo de 26 millones a 1,6 en poco más de un siglo.

A principios del siglo XIX la situación en los países de América era tan espantosa que el rey Carlos IV encargó a su médico personal, el doctor Francisco Xavier Balmis, que organizara una expedición para llevar la vacuna a las posesiones de la Corona. Además de los problemas que planteaba una empresa tan ambiciosa, se encontraron con una dificultad adicional: mantener fresco el material durante los largos meses, puede que años, que duraría la travesía. La solución fue tan creativa como impensable desde la ética actual: llevar consigo a veintidós niños elegidos de distintos orfanatos a los que irían inyectando la vacuna de dos en dos por el camino. La directora de uno de los hospicios, Isabel Zendal Gómez, aportó corazón a la misión al ofrecerse voluntaria para cuidar y proteger a los pequeños que portaban en sus cuerpos la valiosa inmunidad.

La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, que partió en 1803, tuvo un resultado irregular. Los movimientos por la independencia eran cada vez más frecuentes y los españoles no siempre eran bien recibidos. Además, muchos médicos, tanto colonos como autóctonos, estaban trabajando ya por su cuenta inoculando a la población. Fue, eso sí, la primera empresa de vacunación a gran escala.

LOUIS PASTEUR

El aniquilador de gérmenes

A mediados del siglo XIX, nadie se acordaba ya de los animálculos que con tanta emoción había descubierto Leeuwenhoek. Seguían atribuyendo las enfermedades a los famosos miasmas e ignoraban todo acerca de contagios e infecciones. A nadie se le había ocurrido que algunos de esos animalillos pudieran ser auténticas máquinas de matar. El químico francés Louis Pasteur fue el primero en demostrar algo que supondría una revolución para la ciencia: los gérmenes se multiplican y las enfermedades infecciosas se contraen por la capacidad que tienen los microbios de transmitirse de un ser vivo a otro a través del aire o del contacto físico. Sus estudios sobre los gérmenes y sus recomendaciones de higiene no solo salvaron millones de vidas, sino que marcaron el inicio de una nueva rama de la ciencia: la microbiología.

¡QUE VIENE EL LOBO!

Louis Pasteur y su amigo Jules Vercel jugaban a las canicas en la puerta de su casa. Estaban discutiendo quién había ganado la mejor canica cuando se callaron de golpe. Un grupo de aldeanos arrastraba hacia la herrería a un labrador herido que lanzaba gritos desesperados. El pobre hombre llevaba el pecho ensangrentado por las mordeduras de un animal furibundo que chorreaba espumarajos por la boca. Aunque solo tenía ocho años, Louis adivinó lo que había sucedido. Uno de los temibles lobos que merodeaban por los alrededores de la villa francesa de Arbois lo había atacado. No era la primera víctima. Ese otoño, los mismos animales habían mordido a ocho personas provocándoles la muerte por una terrible enfermedad: la rabia.

—¿Por qué lo llevan al herrero? —preguntó Jules.

—Para quemarle las heridas —respondió Louis.

—¿Eso lo curará?

—No lo creo; nunca funciona. —Louis se estremeció al imaginar el hierro al rojo vivo contra la piel del hombre—. Me gustaría saber por qué la gente se muere cuando los muerde un lobo rabioso.

—Mi padre dice que es cosa del demonio.

—Sí, claro. Y cuando mi hermana Emilie se agita de esa manera tan rara ¿también es culpa del demonio? ¿Y el demonio provoca los horribles ataques de tos de mi hermana Josephine? No, no lo creo, pero te prometo que algún día averiguaré el motivo.

—Pues tendrás que dejar de dibujar y ponerte a estudiar muy en serio.

—Sí… Menos mal que pronto empezaremos a ir al colegio. Seguro que los maestros me lo sabrán explicar.

En aquel entonces ni siquiera los médicos sabían que Josephine padecía tuberculosis, y por supuesto desconocían cómo curarla. También ignoraban que Emilie sufría ataques epilépticos y no tenían la menor idea de qué los provocaba. Así que los primeros años de escuela fueron una decepción para Louis. Por suerte, las cosas iban a cambiar.

¡BICHO MALO!

En 1843, Louis fue admitido en la École Normale Supérieure de París, una escuela de estudios superiores donde se formaba a maestros e investigadores. Le apasionaba la química y entró como becario en el laboratorio de Antoine Jérôme Balard, que era un químico y farmacéutico muy importante de su época. En aquel entonces los científicos estaban como locos con la cristalografía, una ciencia que estudia las propiedades de las sustancias en estado sólido. Pasteur hizo descubrimientos muy interesantes en ese campo con las sales del vino, que le permitieron intuir que alguna forma de vida estaba implicada en los procesos de fermentación y le proporcionaron cierto reconocimiento, pero el trabajo era temporal y, aunque quería seguir trabajando en un laboratorio, tenía que ganarse el pan. De modo que cuando le ofrecieron un puesto de profesor en la Universidad de Estrasburgo con derecho a laboratorio, no se lo pensó dos veces. Lo mejor de todo fue que allí conoció a la que sería su principal colaboradora durante toda la vida: su esposa Marie.

Con solo treinta años, Louis fue nombrado decano de la nueva Facultad de Ciencias de la Universidad de Lille. Un día, el padre de uno de sus alumnos, Monsieur Bigo, acudió a pedirle ayuda. Andaba muy preocupado por algo que amenazaba la producción de su fábrica de alcohol.

—Tengo un problema con el proceso de fermentación que me va a llevar a la ruina —le explicó Monsieur Bigo—. Durante el proceso de producción añadimos fermento a unas cubas que contienen remolacha azucarera. La remolacha fermenta y produce alcohol. El problema es que el líquido de muchas cubas se agría y no entendemos el motivo.

—¿Qué diferencia hay entre las cubas en mal estado y las que no se estropean? —preguntó Louis.

—Ninguna, Monsieur Pasteur. Son idénticas y usamos la misma remolacha, el mismo fermento…, todo igual.

—Bueno, déjeme estudiarlo y le diré algo lo antes posible.

Pasteur estaba convencido de que alguna diferencia tenía que haber entre las cubas sanas y las agrias, pero nadie, ni siquiera él, comprendía exactamente el proceso de la fermentación. Entonces recordó las distintas sales de vino que había encontrado en las barricas en los comienzos de su carrera. ¿Y si en todo ese asunto de la fermentación interviniera alguna clase de microorganismo? Al analizar las muestras extraídas de las cubas en buen estado, descubrió la presencia de unos seres tan pequeños que solo podían verse al microscopio. ¡Y estaban por todas partes! Sin embargo, esos minúsculos bichitos, que eran las mismas levaduras que vio Leeuwenhoek dos siglos antes en su agua pimentada, habían desaparecido en las cubas estropeadas. En su lugar encontró una especie de bastoncillos diminutos, mucho más pequeños que los anteriores, que se multiplicaban a toda velocidad.

Mediante cuidadosas observaciones al microscopio, Louis Pasteur descubrió que en el proceso de fermentación intervenían dos levaduras distintas: la una producía alcohol, y la otra, ácido láctico, que agriaba el jugo de remolacha. Para evitar la proliferación de estas últimas, recomendó a Monsieur Bigo que sellara bien las cubas. De ese modo se produciría la fermentación sin que los otros bichitos interfirieran en el proceso. El fabricante, que muy pronto recuperó su producción, no paraba de darle las gracias a Pasteur, pero este ya tenía la cabeza en otra parte. Si los microorganismos agriaban el vino, ¿no intervendrían en todos los procesos de descomposición?

¡SI HAY AZÚCAR, NOS QUEDAMOS!

Contentísimo con sus descubrimientos, Louis se mudó a París con su familia. Allí se encontraban los científicos más notables de Francia y estaba seguro de que sus hallazgos despertarían en sus colegas un tremendo interés por averiguar más sobre esos seres microscópicos y el modo de controlarlos. Sin embargo, sucedió todo lo contrario.

—Está usted equivocado, Pasteur. Esos seres diminutos surgen de la nada igual que los gusanos brotan cuando la carne empieza a descomponerse. Salta a la vista.

—Esos gusanos que usted dice no son más que larvas de mosca. A las moscas les gusta poner sus huevos en los animales muertos.

—¿Y de dónde vienen los animalillos que ha encontrado en la remolacha? ¿También son cosa de las moscas? Admítalo, Pasteur, es el propio líquido el que crea esos animales a medida que se va agriando.

—No, los gérmenes se encuentran en el aire y se asientan allí donde hay comida, especialmente azúcar. Se asentaron en la remolacha y lo hacen también en la leche porque allí encuentran los nutrientes necesarios.

—Pues si tan seguro está, le desafío a que lo demuestre.

El que lanzó el reto fue un naturalista llamado Félix Archimède Pouchet.

Para demostrar sus argumentos, Pasteur preparó un jarabe nutritivo que haría las delicias de cualquier microbio y lo metió en un matraz, que es una especie de botella con el cuello muy largo. Como si acabara de crear un bufé libre especial para seres microscópicos, el recipiente no tardó en llenarse de todo tipo de animalillos diminutos. Luego hizo lo mismo en otro matraz, pero esta vez selló la boca a toda prisa herméticamente para que no entrara aire. Pasado un tiempo, examinaron el contenido del recipiente y… nada. Ni un solo animalillo. No habían podido entrar.

—Ahí tiene la prueba, Pouchet —dijo Pasteur—. No hay seres microscópicos.

—Pues claro que no. Los ha asfixiado. Ningún ser vivo puede vivir sin aire.

—¡Ufff, qué obstinado! Pero encontraré la manera de demostrarle que tengo razón.

Pasteur diseñó un recipiente especial que, sin estar sellado, resguardaba la sustancia nutritiva de las corrientes de aire de tal modo que los gérmenes no pudieran alcanzarla.

—¿Y ahora qué me dice, Pouchet? ¿Tengo o no tengo razón?

Al pobre Pouchet no debió de hacerle ninguna gracia tener que bajarse del burro, pero no le quedó más remedio.

Mientras Pasteur andaba enfrascado en esta contienda, su hija Jeanne, de nueve años, enfermó de fiebre tifoidea y murió. La terrible desgracia no hizo sino motivar a Louis a seguir investigando. Empezaba a sospechar que los gérmenes también podían anidar en el interior del cuerpo humano provocando enfermedades y muerte.

POR ORDEN DEL EMPERADOR

El emperador Napoleón III no podía estar más enfadado. Los vinos franceses se estropeaban y los enólogos no sabían poner remedio. Así que envió a paseo a todos esos engreídos fabricantes de vino y acudió directamente a Louis Pasteur.

Al investigador, que en ese momento tenía toda su atención puesta en los gérmenes que enfermaban a las personas, aquel encargo lo fastidió, pero a ver quién era el guapo que rechazaba una petición del mismísimo Napoleón. Así que se trasladó a su querido Arbois y montó un laboratorio junto a los viñedos que lo vieron crecer.

A estas alturas Pasteur empezaba a conocer muy bien a sus pequeños amigos. Encontró una serie de seres minúsculos que mejoraban el sabor del vino, así como otros distintos que lo agriaban. Mediante una serie de experimentos muy ingeniosos y gracias a su capacidad de observación, descubrió que, si calentaba el vino a 55 grados centígrados antes de embotellarlo, los bichitos que estropeaban el vino caían fulminados, mientras que los más interesantes se quedaban tan campantes. En su honor, este procedimiento recibió el nombre de pasteurización. Todavía hoy se utiliza para impedir que muchos alimentos, como la leche, se estropeen.

Resuelto el problema del vino, Napoleón tenía otro encargo para él. La industria de la seda, que también era un pilar de la economía francesa, corría peligro. Los gusanos de seda se estaban muriendo a un ritmo vertiginoso a causa de una enfermedad llamada pebrina (de pebre, «pimienta» en francés), que los cubría de pequeñas manchas oscuras, como si las hubieran espolvoreado con pimienta. Louis tardó cinco largos años en averiguar el origen de la enfermedad. Observando los gusanos al microscopio, se dio cuenta de que los animales enfermos tenían una especie de glóbulos en su interior. ¿De dónde procedían? Fue Marie la que dio con la solución.

—Mira, Louis. Los animales sanos se infectan cuando comen hojas de morera contaminadas con la caca de los enfermos. La pebrina se transmite de unos a otros.

Pasteur miró a su mujer, perplejo con su perspicacia y capacidad de observación.

—Marie, tienes toda la razón.

Pasteur corrió a comunicar sus recomendaciones. Los productores de gusanos de seda tenían que escoger aquellos huevos que no albergaran globulillos negros en su interior y aislarlos de los enfermos para que no se contagiaran. Gracias a eso, la industria de la seda se salvó.

Sin embargo, Pasteur y su esposa Marie habían hecho algo mucho más importante. Acababan de demostrar que algunas enfermedades se contagian a través de esos «gérmenes», que pronto se conocerían como microbios. La «teoría germinal de la enfermedad» acababa de nacer.

AL ÁNTRAX NO LE GUSTA EL POLLO



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