Hierro viejo - Marto Pariente - E-Book

Hierro viejo E-Book

Marto Pariente

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Beschreibung

Una enérgica y contundente novela negra en clave de western crepuscular. Coveiro, el sepulturero de Balanegra, cava una fosa. Sin prisa. A golpe de pico y pala ahonda el agujero y mantiene a raya a sus fantasmas. Los muertos no recuerdan nada, y él debería hacer lo mismo. Y es que Coveiro sigue metiendo gente bajo tierra, solo que ahora, ya en la recta final de una vida de violencia, lo hace de manera legal. Flaco consuelo. El ayer, que asoma cada poco entre el mantillo como una flor de hueso, nunca se entierra como es debido. Por eso se ocupa del cementerio, y de cuidar a su sobrino Marco, un chico autista cuya única obsesión es aprenderse todas y cada una de las inscripciones de las lápidas. Hasta que Rubí de Miguel, dueña de Carbac, la industria cárnica más importante del país, orquesta el sepelio del mayor de sus hijos. Pero los planes se tuercen cuando los hombres de Rubí se topan con un testigo incómodo: Marco lo ha visto todo y deciden llevárselo con ellos. Es entonces cuando Coveiro entiende definitivamente que no hay redención posible para hombres como él, que ni la luz crepuscular es capaz de suavizar la superficie basta y roma del Hierro viejo. Da igual cuántos años transcurran: las balas del pasado llegan siempre a su debido tiempo. Y ese tiempo ha llegado. «Su voz, tan particular como inquietante, la vamos a escuchar durante los próximos años con la fuerza que se merece».  Cesar Pérez Gellida «Un maravilloso ejemplo de potencia narrativa, una nueva voz ágil y ambiciosa».  Víctor del Árbol

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Edición en formato digital: marzo de 2024

En cubierta: © IndiaUniform / iStock / Getty Images

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Marto Pariente, 2024

Autor representado por Editabundo, S. L., Agencia Literaria

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10183-24-7

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Coveiro

Aviso a navegantes

Un payaso entra en un bar…

¿Nicho o agujero?

Dios solo es el crupier

Ahí lo lleva colgando el galgo

Tierra blanda donde enterrar los recuerdos

La flor y nata de las sardinas en lata

Sra. y Sr. Bobby

Las peores mentiras se las cuenta uno mismo

Menos velas y más estacas

Bocanadas

El bautizo de un tal Romy Lisandro

Saber de qué va la vaina

Un tipo con suerte

Más vale morir a tiempo que rondar un año

Algo parecido a la nostalgia

Buen viaje, hermanito

La última copa

Recuerda el general González Galán

Retahíla

Un billete de cincuenta tiene la culpa

Tengamos la fiesta en paz

Era un mal fantasma

Tanto descanso llevéis como paz dejáis

Dudas razonables I

Llovizna de lumbre

El blum, blum de las ruedas

Marco, amado hijo, 1975-2019

¿Es usted nuevo en la ciudad?

Trileros, salchichas frescas y jaco

El cenagal

Dormir la mona

¡Ah del castillo!

Un ático con vistas

Hotel California

El mapa de la India

Dudas razonables II

El Chuli, el Pai y el Cabra

Luz ambiente

Gente del gremio

La historia de un tal Ramsés el Mago

Pulpos y corbatas

Un borrón a carboncillo

Lo que pasa en Las Vegas

Viejos conocidos

Hierro viejo no suelda bien

Ver el mundo arder por el rabillo del ojo

El baile de las sillas

Solo un viejo motivado

Al final se llega con traje de madera

Epílogos

 

Para Manolo.

Sonríe, guerrero, allá donde estés

 

Los días del agua están contados,

pero no así lo días del barro.

ENRIQUE LIHN, «Barro»

Un golpe de ataúd en tierra es algo

perfectamente serio.

ANTONIO MACHADO,

«En el entierro de un amigo»

Coveiro

El viejo sepulturero de Balanegra aún tardaría un par de horas en deshacer el camino de vuelta a casa. De vacío. Lo recorrió sin prisa, con el sol de la mañana a su espalda cada vez más alto encogiendo su sombra. Bordeó la hondonada y abandonó las estribaciones de la sierra donde las zarzas negruzcas y la oscuridad del granito y la pizarra daban paso al dorado de la siega salpicado de encinas. Al cabo de unos minutos, colina abajo, los angostos pasos de animales y los húmedos pedregales bajo la maleza terminaron por desaparecer. En su lugar, anduvo por la linde de un campo de cultivo, con la paja del trigo empacada a la espera de ser recogida. Se detuvo y se acomodó la cincha de la escopeta en el hombro. Colocó la punta de la lengua bajo los paletos, escupió seco por entre los dientes y se limpió con la manga de la camisa el sudor de la frente.

Llevaba más de una semana siguiendo el rastro y, a pesar de haber tenido al animal a tiro, volvía a casa una vez más con las manos vacías. Se preguntaba si hacerse viejo equivalía a volverse blando.

¿Qué diablos se supone que ha pasado ahí arriba?

Quería pensar que nada, al menos nada grave. A su edad no le gustaría comenzar a despachar fantasmas en mitad de la noche, fantasmas con nombre y apellido. Sabe de gente así. Historias de tipos a los que se les ha ido la chaveta por completo mucho tiempo después de cambiar de vida.

Intentó no darle más vueltas.

Ya, pero lo cierto es que no has disparado, se dijo.

El campanario de la iglesia del pueblo comenzó a despuntar a lo lejos sobre la arboleda del valle. Llegó a la orilla del río. Se acuclilló y se mojó la frente y la nuca, y haciendo cazoleta con la mano se llevó agua a la boca y después la escupió. La culata de la escopeta descansaba sobre las piedras descargando el peso del arma.

Estuvo así un buen rato. Miró cómo su reflejo se desgajaba en la corriente de agua como si el río quisiera borrar cualquier rasgo de humanidad.

El viejo sepulturero salía con el morral, el cuchillo de desollar y la escopeta cada día antes del amanecer y volvía a eso de las diez de la mañana. Siempre de vacío. Desde que se instaló en la casa del cementerio, y de eso iba ya camino del año, no se había cobrado una sola pieza. Nada. Ningún corzo, ningún jabalí. A los animales de menor tamaño dejó de dispararles hacía tiempo. Su pulso dejaba mucho que desear y, sin perro, eran difíciles de rastrear. Se negaba a disparar a conejos, zorros o liebres que se cruzasen por casualidad en su camino. Además, se justificaba a sí mismo diciendo que nunca había matado de aquella manera.

Nunca.

Y no pensaba comenzar ahora.

De manera que se centraba en las piezas grandes, en especial jabalíes. Primero seguía sus huellas, los rastreaba y, si tras una semana de seguir al animal este continuaba merodeando la misma zona, intentaba darles caza. Una especie de juego, de ley no escrita, con un código ético entre el cazador y el cazado. Entendía que si a los dos días no volvía a encontrar rastro del animal, es que no había hecho bien su trabajo.

Se incorporó, se ajustó el correaje al hombro y, tras cruzar el río por una vieja pasarela de madera quebradiza sin pasamanos, continuó camino del pueblo. Desde que se hiciera cargo del cementerio, a menos que hubiese un entierro a primera hora, y esto había ocurrido en contadas ocasiones, salía de caza todas las mañanas. Sin embargo, a pesar de haber tenido oportunidades más que de sobra, volvía de vacío a casa una y otra vez.

Estaba molesto.

Aquella mañana podría haber regresado con un jabalí o al menos con parte de él. De haber disparado, lo habría desangrado y despiezado allí mismo con el cuchillo. Se habría llevado los cuartos traseros y parte del lomo y habría enterrado el resto para evitar que se lo comieran los buitres.

Pero no apretó el gatillo.

Tras las lluvias de la semana anterior, remontando una ceja, vio las huellas del animal. El terreno embarrado lo había obligado a salir de la maleza y moverse por los caminos. La profundidad de las huellas indicaba que se trataba de un ejemplar grande. Más grande de lo habitual. Siguió el rastro hasta los pedregales y, un par de días después, el animal todavía rondaba la hondonada que había un poco más allá. Dormía entre las matas de zarzamora y escaramujo, en una oquedad del muro de granito que había bajo el promontorio que quedaba más al norte. Lo acorraló bajo la lánguida luz del alba. El jabalí hostigado salió a su encuentro con la cabeza erguida y lo observó a una decena de metros, quizá algo menos. En mitad del claro. Estuvieron así un buen rato. El animal no hizo amago de arremeter y escapar. A simple vista no parecía tan grande, pero el viejo sepulturero no tenía dudas de que se trataba del animal que había estado rastreando toda la semana. Descolgó la escopeta, introdujo un cartucho en la recamara, acerrojó despacio haciendo el menor ruido posible y encajó la culata entre el pecho y el hombro. Dio una vuelta a la cincha en torno a su muñeca e intentó controlar el pulso.

No tiembles, viejo de los cojones, se dijo, ya casi está.

El animal no se movió. Apoyó el dedo en el arco del gatillo y cuando se disponía a disparar comprendió por qué el jabalí seguía inmóvil. Tras él aparecieron un par de jabatos. Gruñó y los empujó con el morro para que volvieran al agujero. Los jabatos trotaron torpemente y desaparecieron bajo las zarzas. Coveiro entendió entonces el porqué de las pisadas profundas en la tierra. Se trataba de una hembra, preñada. Las crías apenas tendrían cinco días. El animal seguro que había detectado la presencia del viejo hacía rato, pero no había huido de la hondonada porque estaba amamantado a sus crías.

El jabalí no tenía escapatoria, pero tampoco se decidía a arremeter contra el hombre. Solo un gruñido lastimero. De alguna manera, le daba a entender al viejo que se sacrificaba por su prole.

Por la cabeza de Coveiro se cruzó entonces un antiguo recuerdo, retiró el dedo del gatillo y apoyó la yema en el guardamonte.

Maldita sea, susurró.

Y abandonó la hondonada; sin dejar de encañonar al animal, retrocedió lentamente y se perdió entre los árboles por donde había llegado.

Cuando aparecieron las primeras casas del pueblo, se detuvo y oteó el horizonte hacia el sur por encima de los tejados. La silueta de una empacadora se desplazaba perezosa por los campos de cultivo. Cinco o seis kilómetros. No estaba seguro. Quizá ni siquiera fuese una empacadora. Su vista también dejaba mucho que desear.

Abrió la escopeta, extrajo los dos cartuchos y los guardó en el bolsillo de la camisa. El viejo sepulturero seguía dándole vueltas a lo ocurrido allí arriba y llegó a una conclusión: no apretó el gatillo porque, al ver al jabalí protegiendo a sus crías, recordó el nombre de una tal Rosalía Ott.

Aviso a navegantes

La historia de una tal Rosalía Ott…

Venezuela. Isla Gran Roque. Corrían los últimos días de verano del 81, y decidieron que la presentadora tenía que desaparecer antes de mayo, antes del comienzo de la temporada invernal. Las personas no se esfuman sin más. Siempre hay un motivo. Uno cualquiera. En el caso de Rosalía Ott fue la subida del precio del barril de crudo. La pregunta que la locutora lanzaba desde las ondas de radio en su programa de por las mañanas, ¿dónde está el dinero?, tampoco ayudó.

Por eso se encontraba allí Coveiro, al borde de la ensenada, sentado en el Wagoneer de doble tracción escuchando reír a las gaviotas. Llevaba un par de horas con la ligera brisa del mar corriendo desde la playa hasta rozar, templada y suave, su rostro. Recién cumplidos los veintiocho, el pelo algo revuelto le hacía parecer todavía más joven. La frente despejada y la mirada fija en las curvas de la carretera de tierra ochocientos metros más abajo. Lejos quedaban todavía los temblores de mano, la vista cansada y los achaques de próstata y riñón. Bajo una lona en los asientos de atrás, para el trabajo, un rifle de caza, un Remington 700 con una mira telescópica de cuarenta aumentos y, encintada al cubre cárter, una vieja Luger cuya aguja percutora parecía un clavo oxidado.

Era lo mejor que había podido conseguir.

Los trabajos en una isla siempre se complicaban más de lo habitual. A las dificultades de conseguir buen material se sumaban las escasas vías de escape tras finalizar el trabajo. Y, por si fuera poco, la locutora de radio se estaba retrasando.

El brillo de los cromados en las primeras curvas llamó su atención. Retiró la lona que cubría el rifle, la dobló varias veces dejándola en un cuarto de su tamaño y apoyó el arma sobre el capó del Jeep. Desplegó el bípode, acomodó el Remington sobre la lona y ajustó la mira a seiscientos metros. Entre la cuarta y la quinta curva. Apenas había árboles en la isla, de manera que no tendría una referencia clara del viento de no ser por el polvo en suspensión que levantaban las ruedas del vehículo.

Acerrojó introduciendo un proyectil en la recámara. Un siete milímetros cero ocho, cuya caída compensaba utilizando munición de ciento veinte grains. Con la yema del dedo acarició el guardamonte y lo terminó posando con suavidad en el gatillo. Tomó aire profundamente y exhaló de manera continuada hasta vaciar los pulmones. La luna de la pick-up apareció en el momento justo, y tras ella, el rostro de Rosalía Ott. La breve recta entre las curvas le daba a Coveiro tres o cuatro segundos de margen. Aumentó la presión sobre el disparador y así continuaría hasta que le sorprendiese el disparo, pero distinguió una sombra en los asientos de atrás.

Movió ligeramente el rifle y entonces los vio. Un par de críos. Niño y niña. No sabría calcular la edad; para él, de entre ocho y diez años, no más. Retiró el dedo del gatillo liberando la presión del muelle. Tamborileó con dos dedos sobre el guardamonte, negó con la cabeza y tirando del cerrojo, extrajo el proyectil.

Cuando la pick-up de Rosalia Ott llegó a su altura, Coveiro tenía todo recogido y fumaba un cigarrillo apoyado en el capó. Sus miradas se encontraron durante unos segundos. Un leve cabeceo a modo de saludo entre dos desconocidos.

Dedujo que la mujer se había retrasado porque fue a recoger a los niños al aeropuerto. Apuró el cigarrillo, lo descabezó en el talón de la bota y se guardó los restos en el bolsillo.

Cambio de planes.

De cualquier manera, el trabajo debía estar terminado antes del amanecer.

Rosalía Ott pasaba tres semanas al año en la isla. Lo hacía en una casa de madera de roble y nogal americano que se hizo construir unos años atrás. El porche daba directamente a los manglares de la zona norte de la isla. Era un lugar tranquilo y deshabitado. El trabajo podría haberlo ejecutado allí hacía varias jornadas de no ser por la nota a pie de página que venía junto al nombre de Rosalía Ott. Rezaba: «Aviso a navegantes».

Tenía que hacerse pues de manera que dejase un mensaje a todos los que quisieran seguir su camino. Por eso, la idea de un disparo en la cabeza en mitad de una carretera era lo adecuado. Ahora tocaba cambiar de planes, y los niños lo complicaban todo. Cualquier otro habría aprovechado la ocasión.

¿Qué mejor mensaje que la eliminación de una madre y sus hijos?

Coveiro aguardó a que cayera la noche y se dirigió a la casa. Dejó el Wagoneer en el pueblo y bordeando los manglares llegó hasta las maderas del porche. La mujer se encontraba entre las sombras sentada en una mecedora. Tenía una copa en la mano y la mirada perdida en el mar.

—Estaba esperando su llegada —dijo.

La Luger desprendió reflejos azulados bajo la luz de la luna.

Silencio.

—Lo supe al verle en la carretera. Iba con mis hijos, no lo sé…, nunca me he considerado una buena madre, siempre en el trabajo, con demasiadas cosas en la cabeza, ya sabe. Pero le vi y algo me dijo que estaban en peligro. Curioso, ¿no le parece?

Coveiro asintió con la cabeza. La mujer quería mantener la compostura, pero sus manos temblaban ligeramente y el licor de la copa bailaba contra el cristal.

—Entonces, debería haberse marchado cuando me vio.

Se encogió de hombros con una lánguida sonrisa en los labios.

—No es mi estilo, nunca lo ha sido —dijo—. Además, ¿dónde habría ido? Estamos en una isla y no hay más vuelos hasta mañana al mediodía. No… He decidido sentarme y esperar a que apareciera. No quiero que les pase nada a los niños.

Entonces se acabó la copa y levantó la frente. Ya no temblaba. Había una especie de determinación salvaje en sus ojos. Coveiro asintió de nuevo.

—Le doy mi palabra —dijo.

Más tarde, a bordo de un vuelo con destino a Caracas, Coveiro pensaría en todo aquello. En aquella mirada. Días después, la noticia comenzó a hacerse eco en el panorama internacional. El suceso no dejó indiferente a la prensa, al fin y al cabo, se trataba de Rosalía Ott, líder de las ondas en la mañana. La policía de Gran Roque solicitó ayuda, no estaban acostumbrados a lidiar con temas tan complicados en la isla. Oficialmente se estaba investigando el caso, pero extraoficialmente tenían orden de cerrar el asunto cuanto antes. Por lo visto, no querían alarmar a la población y paparruchas por el estilo.

En cualquier caso, dejó de hablarse del precio del barril de crudo y ya nadie preguntaba dónde estaba el dinero de los contribuyentes. Al fin y al cabo, una tal Rosalía Ott había aparecido con un disparo en la sien en la caja de una pick-up cubierta por una lona. En los asientos delanteros, ajenos al cadáver, estaban sus hijos. Llamaron al primer policía que pasó junto al vehículo. Tenían un sobre cerrado que debían entregar.

Dentro, escrito a mano, tres palabras: Aviso a navegantes.

Un payaso entra en un bar…

Esto es un bar de copas serio, rezaba el cartel.

Desde luego el Bublé tenía ese aire. Barra de madera lacada en forma de ele. Taburetes remachados en cuero y atornillados al suelo. Luz trémula para disimular las faltas en la madera y los desconchones de la tapicería. De fondo, algo de violín flamenco.

Chester hundió su mirada en el periódico del día que él mismo había traído. Utilizaba de lupa el fondo del vaso de culo ancho con el último trago aún por beber. Lo sujetaba con ambas manos no fuera a escaparse. Arrimó el ojo al whisky y las letras del artículo se deformaron oblongas bajo el cristal. Estuvo así un buen rato. Quizá así encuentre la verdad, se dijo, un asunto turbio bajo un filtro etílico, al fin y al cabo, soy periodista.

Levantó el vaso del periódico y las letras regresaron a su tamaño normal. Una columna a caballo entre la política nacional y la sección de sucesos. Sexta página. El titular: «Muere de un infarto Leonardo de Miguel». Nada, apenas un par de párrafos que Chester escribió la noche anterior. Una llamada a última hora de la tarde, la conversación fue tal que así:

—Apunta —dijo Ruso al teléfono—, el cabronazo la ha palmado.

—Eso no lo puedo publicar.

—Pues escribe solo León de Miguel, lo de cabronazo se sobreentiende.

—¿Cómo ha sido?

—Aquí viene lo bueno, toma nota —dijo Ruso—. La diñó cuando estábamos registrando su casa.

La siguiente llamada se produjo esa misma mañana antes de pisar la redacción. Era Ruso. A las cinco en el Bublé. Y colgó. Por eso, después de cruzarse media ciudad, estaba el bueno de Chester sentado a la barra de un garito oscuro y decadente. Apuró el trago cruzando la mirada con el camarero y señaló el vaso.

—Sin hielo, nada de clinc, clinc —dijo—, como antes, solo dos dedos.

El camarero tomó una botella de la parte baja del frontal, desenroscó el tapón, dobló el codo sin ceremonias y se dispuso a servirle. Detuvo el gollete a unos centímetros de la copa mirando hacia la puerta y enarcó una ceja. Chester giró el taburete.

Un payaso acababa de entrar en el bar.

Además de Chester y el camarero, los demás clientes eran un par de tipos en mangas de camisa con aspecto de vendedores de seguros y un vejete de traje arrugado ojeando la prensa deportiva. Todos se volvieron hacia el recién llegado. Al igual que el camarero, boca abierta y extrañeza en el arco de las cejas. El payaso se plantó junto a Chester en un par de zancadas. Antes de sentarse, se ajustó los pantalones bombachos estirando de la pinza de los tirantes y encaró a los parroquianos.

Su maquillaje sonreía, él no.

Era tan contradictorio como inquietante. Los repasó uno a uno, fijó la mirada. El mensaje claro: ¿algún problema, señores?

Ninguno.

Desviaron la mirada y volvieron a lo suyo.

Ruso se quitó la bola de la nariz y la peluca naranja, las dejó sobre la barra y se rascó la coronilla.

—Como pica esta mierda. Lo de siempre —le dijo al camarero.

—Esto es un bar de copas serio, Ruso. ¿Qué ocurre? ¿Han cambiado el uniforme de la policía? —le preguntó Chester que volvía a estar ensimismado en su copa.

—No te pases de listo. Es el cumpleaños de mi hija. ¿Tú sabes lo que cuesta contratar un payaso? Quiero un payaso, papá, quiero un payaso, papá —dijo cambiando la voz—. Ya lo has oído, repite mi ex, la niña quiere un payaso. ¿Qué piensan? ¿Que el dinero cae del cielo o qué? —la copa ya estaba sobre la barra, licor de hierbas en vaso de tubo. Lo vació a la mitad de un solo trago—. Joder, le paso trescientos todos los meses de manutención, más la mitad de la hipoteca de la casa. Una casa que…, da igual —se terminó la otra mitad y dio un par de manotazos en la barra—. Otra, que esta se ha roto. En fin…, quieren un payaso, pues tendrán un puñetero payaso.

—La idea, supongo, es hacer gracia, no sé, que pasen un buen rato los niños, no que se caguen de miedo, ¿no?

—Créeme, Chester —la sonrisa propia bajo la que llevaba pintada provocó una doble mentira en su rostro—, puedo ser muy gracioso si me lo propongo.

Chester le observó de cerca: el traje, de un verde apagado, como el payaso triste del anuncio. Botones naranjas a juego con el pelo. El maquillaje blanco comenzaba a clarear formando erráticos rodales bajo los ojos debido al sudor. La sombra de barba le oscurecía el rostro con las púas asomando como un campo segado bajo una ligera nevada. Lo único que no había cambiado eran las botas de punta de acero. En realidad, daba más grima que cuando vestía de uniforme.

—Si tú lo dices…

Ruso atacó la segunda copa a sorbos cortos. Chester hizo lo propio con los dos dedos de whisky.

—Da igual, hablemos de negocios —dijo Ruso—. En fin, ahí va, ¿qué sabes de la historia de León de Miguel?

Meditó unos segundos.

Nada.

Leonardo, el hijo mayor de doña Rubí de Miguel. Retoño de la dueña de Carbac, la industria cárnica más importante del país. Metido a político, imputado por un delito de pederastia y muerto de un infarto ayer por la tarde. Nadie sabe nada. La investigación por abusos sexuales a una menor se encuentra bajo secreto de sumario y, por raro que parezca, no se ha filtrado nada a la prensa. Y que había muerto el día de ayer de un infarto mientras acompañaba a la policía a registrar su domicilio.

Eso sabía.

—De poco a nada —dijo al fin tras marear la copa entre sus manos—, se sabe que estaba imputado y que las pruebas que manejan el fiscal y el tribunal supremo tienen que ser de peso para decretar la prisión provisional. Pero nada de la víctima, nada de cómo y cuándo se produjeron los hechos. Sin denuncia previa por parte de la menor…, de la cual, por cierto, tampoco se sabe nada.

—Bien, pues eso está a punto de cambiar. Es tu puto día de suerte. Atiende que esta es buena… Me llamaron hará cosa de quince días, ¿vale?, sobre las diez o las once de la mañana. Las once más bien, sí. Al parecer, habían llegado los resultados de ADN que el forense había solicitado la semana anterior.

—Un segundo, afloja. ¿Se solicitaron? ¿Por qué? —preguntó Chester haciendo chasquear el bolígrafo y sacando una libreta del bolsillo de la chaqueta.

—No te adelantes y escucha, ya llegaremos a ese punto. El caso, es que llegan los resultados, ¿vale? —continuó Ruso—. Identificación positiva. Sin margen de error, dijeron. Orden de detención al canto. ¿Imaginas a quién le iban a poner los grilletes?

—A León de Miguel, hasta ahí llego.

—Premio para el caballero —dijo Ruso tras pegarle un buche a su vaso—. La pregunta que te estás haciendo, lo que no sabe nadie es por qué. Saben que es un delito relacionado con abuso de menores y tal, pero se desconoce quién es la víctima y qué denunció exactamente. ¿Y sabes por qué nadie se ha enterado de nada?

Chester negó con la cabeza.

—Porque no hay denuncia. No me mires así, no hay denuncia, punto. La historia es algo más complicada, verás… La semana anterior a la mañana de marras cayó una buena tupa de agua. Sobre las cuatro de la madrugada de un jueves, un camionero trasnochado creyó que lo correcto era dar aviso de lo que se había encontrado en la carretera. ¿Y qué es lo que se encontró? Pues un coche volcado en la cuneta. Se ve que el tipo que conducía el vehículo pensaba que eso de girar en las curvas no iba con él. En fin… lo mismo sí iba con él, a saber, solo que cuando intentó tomar la curva, esta ya no estaba allí. —Se rio de su propio chiste sin gracia y le dio un pequeño trago al licor de hierbas—. Da igual, de cualquier manera, el camionero decide llamar por teléfono y ya tenemos la movida preparada. Ambulancia, Guardia Civil, bomberos. Todo lleno de luces, toda la verbena montada. Carretera cortada. Después de echar un vistazo, nuevo aviso. Esta vez se presentaron allí el juez y el forense.

—¿Por un accidente de tráfico? —preguntó Chester sin dejar de tomar notas en la ajada libreta.

—No, hombre, no. Se debieron de quedar a cuadros. El forense dictaminó sin ningún género de dudas que el conductor del vehículo siniestrado murió en el momento del accidente. A juzgar por los tatuajes de los nudillos, los antebrazos, el pecho y la espalda, un fulano de Europa del este. Sin identificar.

—No entiendo nada, me he perdido. ¿Qué tiene que ver León de Miguel en todo este asunto? ¿Un accidente de coche? ¿Un tipo de Europa del este?

—Atiende, que ahora viene cuando la matan. El ADN del conductor se mandó a analizar, pero la base de datos no arrojó ningún resultado. Con las huellas tampoco hubo suerte. Nada. Un fantasma. Un donnadie. Seguramente un matón a sueldo —Ruso hizo una pausa—. El ADN importante es el que se encontró en los restos de piel bajo las uñas y en las muestras de semen en la vagina del cadáver de la niña que aquel hombre llevaba en el maletero.

Chester dejó de garabatear.

—No me jodas.