Historia del Caballero Des Grieux y de Manon Lescaut - Abate Prévost - E-Book

Historia del Caballero Des Grieux y de Manon Lescaut E-Book

Abate Prévost

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Beschreibung

Las Aventuras del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut es una novela incrustada en las Memorias y aventuras de un hombre de calidad que se ha retirado del mundo, de Antoine François Prévost. En 1728 aparecieron los dos primeros tomos de Memorias de un hombre de calidad, a los que, tras el éxito, dio una continuación de cuatro tomos más; en los dos últimos, publicados en 1731, figura la novelita del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut. En 1753 la reeditó, con numerosas correcciones, con el título de Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut. Siguiendo el gusto de la época, las Memorias reúnen historias de amores, que Prévost escribe a través de su «hombre de calidad», el marqués de Renoncour. Este análisis de una pasión sin ejemplo en la literatura, donde las aspiraciones del caballero Des Grieux a la virtud se ven negadas por la fuerza del deseo y la pasión de la naturaleza humana, provocó que el Parlamento de París condenara inmediatamente la novela a la hoguera. Entre la razón y las pasiones, el protagonista ahonda con el ejemplo de su propia vida el pensamiento de Pascal: «El corazón tiene razones que la razón desconoce». De ahí que la trama y los impulsos de la pasión hayan servido a óperas como Manon Lescaut de Puccini.

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Veröffentlichungsjahr: 2013

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Ähnliche


Índice

Cubierta

Prólogo. Elsa Osorio

Nota de traducción. Mauro Armiño

Historia del caballero Des Grieux y de MANON LESCAUT

Advertencia del autor de las Memorias de un hombre de calidad

Primera parte

Segunda parte

Notas

Créditos

TIEMPO DE CLÁSICOS

. Los clásicos son esos libros de los cuales suele oírse decir: «Estoy releyendo...» y nunca «Estoy leyendo...». . Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos. . Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular, ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual. . Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera. . Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura. . Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. . Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres). . Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima. . Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad. . Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes. . Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él. . Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía. . Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo. . Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.

Por qué leer los clásicos, Italo Calvino

Prólogo

No imaginaría el abate Prévost que esta novelita, Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut, una más entre las tantas que escribió, iba a convertirse en una obra maestra a la que le harían honor grandes de la literatura, la música y el cine, y que perduraría siglos.

No podía ser más oportuna su publicación, escribe el editor Louys Glady en el siglo XIX, y lo mismo podemos decir hoy, aunque las razones sean otras. Mucho han cambiado las costumbres, los modos de relación entre hombres y mujeres, los valores, pero Manon Lescaut sigue viva porque lo esencial de esta novela, el poder del amor, no ha cambiado.

¿Cuál es el secreto de Manon Lescaut para sobrevivir tan bien al paso del tiempo?

La novela se ubica en Francia, Amiens, París y América, a finales del reinado de Luis XIV. Costumbres degradadas, corrupción, hipocresía, contradicciones, crisis, un cuestionamiento de los valores vigentes, y, en medio de estas circunstancias, una historia de amor que todo lo arrasa. El abate Prévost conocía la realidad de su época y así la pintó. No es extraño que esta obra haya sido condenada a la hoguera al devolverle a la sociedad su imagen en el espejo de la literatura, ni tampoco que haya sido un religioso del siglo XVIII quien la haya escrito.

Antoine François Prévost, quien más tarde se llama a sí mismo d’Exiles, nace en 1697 en una familia rica y bien considerada de Artois. Su vocación por las letras despierta tempranamente, cuando está en la escuela de Harcourt, sin embargo, al egresar se hace mosquetero. Desilusionado de las armas, se concentra en los estudios y la escritura, y entra en el seminario de los jesuitas. En el mismo año que hace juramentos de castidad, obediencia y pobreza, la pasión por una mujer lo arranca del monasterio. Así como su personaje, el caballero Des Grieux, quiere que su padre y su amigo religioso conozcan a Manon para comprender su actitud, Prévost, orgulloso, pasea con su amada por las calles de la ciudad, escandalizando a su familia y su sociedad. Pero la mujer lo deja --como Manon varias veces a su amante-- y Prévost vuelve al estudio y luego a las armas. Se hace benedictino, se somete a las reglas tan ardientemente como las abandona, pasa por distintos monasterios y se liga a otras mujeres. No resulta difícil encontrar coincidencias entre la vida del abate Prévost y la novela. Tan fuerte una pulsión como la otra, se aplica al estudio y a la religión en su vida recoleta como al amor y al desenfreno de las pasiones mundanas. Pero en uno y otro camino su obra sigue su curso. Y, con ella, las consecuencias que lo llevan al exilio, primero en Londres, luego en Holanda. La Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut es condenada a la hoguera por el Parlamento de París. «Prévost no ha querido ser moral, ni inmoral», escribe Alexandre Dumas hijo, «no quería corregir, mucho menos corromper, sino que contó los hechos como él los veía, probablemente tal como él los vivió, y así hizo una obra maestra». En Holanda la situación intelectual lo favorece y Prévost vive de su pluma. Es historiador, traductor y novelista. Vuelve a Londres y finalmente regresa a París bajo la protección del príncipe de Conti. Muere en 1763.

La habilidad de Prévost para envolver al lector y hacerlo seguir las peripecias de la novela se manifiesta desde las primeras páginas. Comienza casi por el final de la historia, cuando los héroes están en su peor momento: Manon Lescaut, encadenada, va a ser deportada a América, junto a otras mujeres «de vida alegre», el caballero Des Grieux, llorando, sin posibilidad de acercarse a su amada porque se le ha acabado el dinero con el que comprar a los guardias. Es el marqués de Renoncour el narrador que introduce a los protagonistas (la novela se inserta en las Memorias de un hombre de calidad). Manon se destaca entre esas mujeres. En cualquier otra circunstancia el marqués podía haberla tomado como alguien «de alto rango», una modestia dulce y encantadora, y Des Grieux, un bien nacido y educado, aire delicado y noble. El caballero no le da su nombre, pero sí le dice que «lo que esos miserables», refiriéndose a los arqueros, «no ignoran [...] es que la amo con una pasión tan violenta que me convierte en el más desdichado de los hombres». Hasta que el lector no sepa qué entramado de hechos ha llevado a estos jóvenes bellos a tan lamentable situación no abandonará la lectura. Prévost maneja con astucia la intriga, tanto el marqués de Renoncour, que presenta la historia y los personajes, como el caballero Des Grieux, quien toma la narración, no se privan de adelantar el argumento para mantener en vilo al lector de una a otra aventura, sin decaer el interés en las abundantes reflexiones filosóficas que pueblan la novela.

El narrador protagonista pasa sin transición de la primera a la segunda persona, cuando habla a Manon o al cielo o a los dioses, introduce el parlamento en el discurso del narrador sin ningún signo como no habría de hacerse hasta bien avanzado el siglo XX: un rasgo de la absoluta modernidad de su prosa.

El caballero Des Grieux es un hábil narrador, convence de que él tiene atenuantes para su conducta al superior del reformatorio donde va a parar por sus estafas, al jefe de policía, a su amigo el señor de T..., quien le dice: «Yo también despreciaría todos los imperios del mundo [...] para asegurarme la dicha de su amor», al criado que se conmueve al verlos juntos y libera a Manon, y hasta al amante de su amada. Sólo a su padre --que representa la moral estricta y la religión-- no convence, pero los argumentos que esgrime para él convencen al lector de que en una sociedad donde los nobles son jugadores tramposos y los religiosos y los hombres casados tienen amantes, las faltas de Des Grieux no son tan graves. Engaña a su amigo, a su padre, al prior, hace trampas en el juego, roba, llega incluso a matar, pero lo hace por amor. Y aunque una y otra vez sufre por lo bajo que ha caído, y el honor y la virtud le hacen sentir «las punzadas del remordimiento», por amor es capaz de todo. Des Grieux tiene todo el encanto porque tiene el amor. Es el amor. Hasta a Manon logra conmover finalmente el amor de Des Grieux cuando él la acompaña al destierro.

Es que el amor, como dice Prévost, vuelve perspicaz, aguza el ingenio, da luces, permite encontrar claridad, es más que la fortuna y la gloria, puede transformar una cárcel en el palacio de Versalles.

En esta novela, el amor se defiende desde la razón. En una brillante esgrima de argumentos, el caballero Des Grieux y su amigo religioso Tiberge discuten sobre la naturaleza y los beneficios de la virtud y el amor. La fuerza de una y otro para soportar las penas, cuál es superior, cuántos desertores en la virtud y cuántos en el amor. Tiberge, que juzga el razonamiento de Des Grieux «un desventurado sofisma de impiedad e irreligión», admite que hay algo de razonable en sus ideas. El amor y la razón pueden estar juntos. Aunque en el amor hay algo que no se maneja, que escapa a la razón. El personaje va cambiando, si al principio de la novela habla de la necedad de su comportamiento, a medida que nos adentramos en la historia, Des Grieux habla desde una suerte de ideología de la pasión: bueno es quien la comprende y la acepta, malo quien la reprime.

El lector mira a Manon por los ojos enamorados de su amante y, como él, se fascina y todo le perdona. La ama. Alexandre Dumas hijo le hace un homenaje a Manon en su novela La dama de las camelias y en un prólogo a una edición de Manon Lescaut dice: «Quien no te amó, Manon, no llegó al fondo del amor y es terrible constatarlo, pero quien no ama como Des Grieux, es decir, llegado el caso, hasta el crimen y el deshonor, no puede decir que ama».

Así como el caballero Des Grieux es «una mezcla de virtudes y vicios, un contraste perpetuo de buenos sentimientos y malas acciones», Manon es una mezcla de perversidad e ingenuidad, de frescura y corrupción. Si bien comparten sus aventuras, sus lugares en la sociedad son muy diferentes. El caballero Des Grieux tiene remordimientos morales, obligaciones debidas a su cuna y a su educación, mientras que Manon, de una condición social humilde y mujer, no tiene culpas, ni desasosiegos, nadie le exige nada. Cuando Manon y Des Grieux se conocen, a ella le mandan al convento porque ya ha mostrado su «inclinación por los placeres», pero a Manon ni sus padres ni su hermano, ni sus amantes, ni siquiera el caballero, en toda la novela, le piden cuentas.

Diferencias sociales y de género. Son muchas las referencias en la novela a la condición social, desde la presentación del marqués a las múltiples veces que el caballero alude a su alcurnia. «¡Has de saber que mi sangre es más noble y más pura que la tuya!», le dice al ex amante de Manon, a quien han estafado, en su propia casa. Al señor G… M..., rico pero no noble, ya se lo había hecho saber el superior, cuando pidió que castigaran a Des Grieux por haberle pegado: «no es con personas del linaje del señor caballero con las que empleamos ese sistema».

Prévost nos manifiesta desde cada narrador la dificultad para comprender a las mujeres. El marqués de Renoncour cuando conoce a Manon se hace mil reflexiones «sobre el carácter incomprensible de las mujeres». Des Grieux, cuando va a verla a la casa de su amante y ella responde con naturalidad y sonríe: «tuve ocasión de admirar el carácter de aquella extraña joven».

Manon Lescaut actúa desde el corazón del placer, no entra en el mundo de valores, es la naturaleza misma. Mientras que las peripecias de la novela podrían hacernos pensar que ella es, como dice Des Grieux cuando lo engaña, «pérfida», «ingrata», «traidora», si seguimos su comportamiento, su sinceridad y sus reflexiones, acabamos comprendiéndola. La única «fidelidad que de vos deseo es la del corazón», le dice Manon a su atribulado amante para explicarle por qué le ha mandado una joven bella para consolarlo, dado que ella pasará la noche con su amante de turno. El placer físico es uno entre tantos y hay que disfrutarlo.

Manon toma del amor todo lo que es agradable y gozoso. Si hay algo que sacrificar, ya no lo toma. El caballero Des Grieux tiene claro que hay que tener dinero para satisfacer la inclinación de Manon por los placeres. «Conocía a Manon: por experiencia sabía de sobra que, por más fiel que me fuera y por más unida que estuviera a mí en la buena fortuna, no había que contar con ella en la miseria.»

Con poder de síntesis, Prévost muestra el nudo que desencadena todos los conflictos: «Manon sentía una desmedida pasión por el placer; yo la sentía por ella». Así de sencillo.

Resulta interesante, desde la perspectiva de género, que, pese a que Manon Lescaut no está en el mundo de valores, casi no es un sujeto humano, tampoco es un mero objeto del deseo del hombre, es posible decir que tiene derecho al deseo, ya que está en su misma naturaleza. Manon es el germen de las heroínas del siglo XIX Margarita Gautier, de Alexandre Dumas, y Naná, de Émile Zola.

¿Cuál es el secreto de Manon Lescaut para sobrevivir tan bien al paso del tiempo?

Hace tres siglos, cuando fue escrita, y ahora, que seguimos sin aliento las vicisitudes de su trama, ¿qué mujer no quiere ser amada como Manon Lescaut por el caballero Des Grieux? Sin límite alguno, dándolo todo por satisfacerla. ¿Qué hombre no quiere vivir la pasión con una mujer como Manon Lescaut? Pura juventud y belleza, pura sensualidad y gracia. Puro placer. La vivió el caballero Des Grieux, y Alexandre Dumas hijo, y Jean Cocteau, la vivieron Jules Massenet, Giacomo Puccini y Hans Werner Henze, que le dieron música y argumento y la hicieron heroína de sus óperas, y Henri-Georges Clouzot en su película. La vivimos nosotros, los innumerables lectores, mujeres y hombres, a lo largo de los años.

Elsa Osorio

Nota de traducción

Las Aventuras del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut es una novela incrustada en las Mémoires et aventures d’un homme de qualité qui s’est retiré du monde (Memorias y aventuras de un hombre de calidad que se ha retirado del mundo), de Antoine François Prévost, llamado d’Exiles (1697-1763), conocido por su condición de abate; novelista, traductor, periodista e historiador, Prévost tuvo una asendereada y aventurera vida que deja huella en el sobrenombre que adoptó: d’Exiles: tras profesar en 1721 en la orden benedictina y pasar siete años en distintos monasterios, abandonó su convento y, perseguido, hubo de exiliarse a Inglaterra y Holanda, donde continuó publicando sus obras. En 1728 aparecieron los dos primeros tomos de Memorias de un hombre de calidad, a los que, tras el éxito, dio una continuación de cuatro tomos más; en los dos últimos, publicados en 1731, figura la novelita del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut.

Siguiendo el gusto de la época, las Memorias de un hombre de calidad reúnen historias de amores, que Prévost escribe a través de su «hombre de calidad», el marqués de Renoncour; preceptor del joven Rosemont, al que acompaña por toda Europa, en especial por España e Inglaterra, Renoncour terminará retirándose a un convento, donde redacta esas ficticias memorias que hilvanan historias de amor adjudicadas a su propio padre, a su joven compañero de viaje o a sí mismo; al gusto por la libertad que se inicia en Francia tras el sombrío periodo final del reinado de Luis XIV une Prévost en sus narraciones el perfume de exotismo, pasión y libertinaje que caracterizó ese momento en París.

El análisis de una pasión sin ejemplo en la literatura, donde las aspiraciones del caballero Des Grieux a la virtud se ven negadas por la fuerza del deseo y la pasión de la naturaleza humana, donde la exigencia de pensar al margen de los dogmas religiosos –reflejo de las disputas de la época, impregnadas aún de teología–, donde su crítica del sistema autoritario encarnado en la figura paterna, sostén del Antiguo Régimen, del orden y el honor familiar, fielmente reproducida por el entramado del sistema aristocrático, no tardaron en hacer que el Parlamento de París condenara la novela a la hoguera. Ni los predicadores ni los detentadores de un poder absolutista con raíces todavía feudales podían tolerar la propuesta que articula el irracional apasionamiento del caballero por Manon: «Tal como estamos hechos, es seguro que nuestra felicidad consiste en el placer». Entre la razón y las pasiones, el protagonista ahonda con el ejemplo de su propia vida el pensamiento de Pascal: «El corazón tiene razones que la razón desconoce». De ahí que la trama y los impulsos de la pasión hayan servido a óperas como La Traviata de Verdi o Manon Lescaut de Puccini; tampoco el cine del siglo XX se ha olvidado de ella, de la mano de directores como Georges Clouzot o Jean Aurel.

Pese a esa condena a la hoguera, la novela de Prévost sólo plantea un problema de edición: elegir entre el texto de 1731 y el de 1753, año en que el autor lo reedita aportando casi ochocientas correcciones, con el añadido de un episodio más (el del príncipe italiano); correcciones que prestan cierta perversidad de juego, de la que antes carecía, a Manon, y una especie de inocencia que ha hecho pensar a algunos en la Lolita de Nabokov. Es este texto de 1753, ya titulado Histoire du chevalier Des Grieux et de Manon Lescaut, el que siguen mayoritariamente las ediciones francesas, y el que lógicamente traduzco por responder a la intención última del abate. He tenido a la vista las ediciones de:

Frédéric Deloffre y Raymond Picard (Garnier, reed. 1990, y Folio classique, 2008), con un exhaustivo prólogo sobre la significación moral de la novela.

Jean Sgard, Œuvres de Prévost, Presses Universitaires de Grenoble, 1977-1986; así como su Vie de Prévost, Quebec 2006.

M. Armiño

Historia del caballero Des Grieux y de

MANON LESCAUT

Advertencia del autor de lasMemorias de un hombre de calidad1

Aunque hubiera podido incluir en mis Memorias las aventuras del caballero Des Grieux, me ha parecido que, por no tener con ellas una relación necesaria, el lector hallaría mayor satisfacción en verlas por separado. Un relato de esa extensión habría interrumpido durante demasiado tiempo el hilo de mi propia historia. Por más lejos que esté de aspirar al rango de escritor exacto, no ignoro que una narración debe ser descargada de las circunstancias que la volverían pesada e incómoda. Es el precepto de Horacio:

Ut jam nunc dicat jam nunc debentia dici

pleraque differat ac præsens in tempus omittat2.

Ni siquiera se necesita de autoridad tan seria para probar una verdad tan simple, pues el buen sentido es la primera fuente de esa regla.

Si el público ha encontrado algo agradable e interesante en el relato de mi vida, me atrevo a prometerle que no quedará menos satisfecho de este añadido. En la conducta del caballero Des Grieux verá un ejemplo terrible de la fuerza de las pasiones. He de pintar a un joven ciego, que se niega a ser feliz para precipitarse voluntariamente en los mayores infortunios; que, provisto de todas las cualidades con que se forma el más brillante mérito, prefiere y elige una vida oscura y azarosa a todas las ventajas de la fortuna y de la naturaleza; que prevé sus desgracias, sin hacer nada por evitarlas; que las sufre y lo abruman sin aprovechar los remedios que sin cesar se le ofrecen y en todo momento pueden acabar con ellas; en una palabra, un carácter ambiguo, una mezcla de virtudes y vicios, un contraste perpetuo de buenos sentimientos y malas acciones. Ése es el fondo del cuadro que presento. A las personas de buen juicio no ha de parecerles tarea inútil una obra de esta naturaleza. Además del placer de una grata lectura, pocos sucesos se encontrarán en ella que no puedan servir a la enseñanza de las costumbres; y, en mi opinión, instruir al público deleitándolo es prestarle un considerable servicio.

Resulta imposible reflexionar sobre los preceptos de la moral sin asombrarse al verlos a un tiempo estimados y desatendidos; y uno se pregunta la razón de esa extravagancia del corazón humano, que le hace disfrutar de las ideas de bien y de perfección de las que se aleja en la práctica. Si las personas de cierto orden de espíritu y de cortesía quieren analizar cuál es la materia más habitual de sus conversaciones, o incluso de sus ensoñaciones solitarias, les será fácil observar que casi siempre giran en torno a algunas consideraciones morales. Los momentos más dulces de su vida son aquellos que pasan, solos o en compañía de un amigo, conversando a corazón abierto sobre los encantos de la virtud, las dulzuras de la amistad, los medios de alcanzar la felicidad, las debilidades de la naturaleza que nos alejan de ella y los remedios que pueden curarlas. Horacio y Boileau señalan esa conversación como uno de los más bellos rasgos con que describen la imagen de una vida feliz3. ¿Cómo ocurre, pues, que caiga uno tan fácilmente de esas altas especulaciones y vuelva a encontrarse tan pronto en el nivel común de los hombres? Mucho me engaño si la razón que voy a aportarle no explica bien esa contradicción entre nuestras ideas y nuestra conducta; y es que, como quiera que todos los preceptos de la moral no son más que principios vagos y generales, resulta muy difícil convertirlos en una aplicación concreta al detalle de las costumbres y las acciones. Un ejemplo puede mostrarlo. Las almas bien nacidas sienten que la dulzura y la humanidad son virtudes estimables, y se sienten inclinadas por naturaleza a practicarlas; pero, en el momento de ponerlas en práctica, a menudo se quedan perplejas. ¿Es realmente ésa la ocasión? ¿Se sabe bien cuál debe ser su medida? ¿No se engaña uno sobre el objeto? Cien dificultades lo detienen. Uno teme ser víctima de un engaño al querer ser bienhechor y liberal; pasar por débil apareciendo demasiado tierno y demasiado sensible; en una palabra, extralimitarse o no cumplir suficientemente unos deberes que se hallan incluidos de una manera demasiado oscura en las nociones generales de humanidad y de ternura. En semejante incertidumbre, sólo la experiencia o el ejemplo pueden determinar razonablemente la inclinación del corazón. Ahora bien, la experiencia no es beneficio que cualquiera puede adquirir a voluntad; depende de las distintas situaciones en que a cada cual le ha colocado la fortuna. Por lo tanto, sólo queda el ejemplo para poder servir de regla a numerosas personas en la práctica de la virtud. Es precisamente a esta clase de lectores a los que obras como ésta pueden ser de grandísima utilidad, al menos cuando las escribe una persona de honor y buen juicio. Cada hecho que en ellas se narra es un grado de luz, una enseñanza que suple a la experiencia; cada aventura, un modelo por el que uno puede formarse; sólo le falta ajustarlo a las circunstancias en que se encuentra. La obra entera es un tratado de moral, agradablemente reducido a ejercicios.

Quizá un lector severo se ofenda al verme tomar de nuevo la pluma, a mi edad4, para narrar lances de amor y fortuna; pero si la reflexión que acabo de hacer es sólida, me justifica; si es falsa, mi error será mi excusa.

Nota5: «Rindiéndose a las instancias de los que aprecian esta pequeña obra, su autor se ha decidido a purgarla de un gran número de groseras faltas que se han deslizado en la mayor parte de las ediciones. También se han hecho algunos añadidos que han parecido necesarios para la plenitud de uno de los principales caracteres6. La viñeta y las figuras llevan en sí mismas su recomendación y su elogio7».

Primera parte

Me veo obligado a hacer remontarse a mi lector a la época de mi vida en que me encontré por primera vez con el caballero Des Grieux. Ocurrió unos seis meses antes de mi viaje a España8. Aunque rara vez saliese de mi soledad, la complacencia que sentía por mi hija me obligaba en ocasiones a diversos viajes cortos, que procuraba abreviar todo lo posible. Regresaba cierto día de Ruán, adonde, a requerimiento suyo, había ido a iniciar un pleito ante el Parlamento de Normandía por la herencia de algunas tierras que yo le había dejado y cuya pretensión venía de mi abuelo materno. Tras haber reanudado mi camino por Évreux, donde dormí la primera noche, al día siguiente llegué a la hora de cenar a Pacy9, que dista cinco o seis leguas de allí. Al entrar en esta población me sorprendió ver a todos sus habitantes en estado de alarma. Salían atropelladamente de sus casas para correr en masa hasta la puerta de una mala hospedería ante la que había dos galeras cubiertas10. Los caballos, que aún estaban enjaezados y parecían humear de cansancio y de calor, indicaban que aquellos dos carruajes acababan de llegar. Me detuve un momento para informarme de la causa del tumulto; pero saqué poco en limpio de un populacho curioso que no prestaba la menor atención a mis preguntas y que seguía corriendo hacia la hostería en confuso tropel. Finalmente, cuando en la puerta apareció un arquero engalanado con una bandolera y el mosquete al hombro, le hice con la mano seña de que se acercara11. Le rogué que me hiciera saber el motivo de aquel alboroto. No es nada, caballero, me dijo; una docena de chicas de vida alegre que, junto con mis compañeros, llevo hasta el Havre-de-Grâce, donde las haremos embarcar rumbo a América. Algunas son guapas, y, al parecer, eso es lo que excita la curiosidad de estos buenos campesinos. Me habría conformado con esa explicación si no me hubieran llamado la atención las exclamaciones de una vieja que salía de la hostería juntando las manos y clamando que aquello era una barbaridad, algo que movía a horror y compasión. ¿De qué se trata?, le pregunté. ¡Ay, señor, entrad, respondió ella, y ved si este espectáculo no es capaz de partir el corazón! La curiosidad me hizo apearme del caballo, que dejé a mi palafrenero. Entré no sin esfuerzo, atravesando la multitud, y vi, en efecto, algo bastante conmovedor. Entre las doce chicas, que iban encadenadas de seis en seis por la cintura, había una cuyo aspecto y rostro desentonaban tanto de su situación que, en cualquier otra circunstancia, la hubiera tomado por persona de alto rango. Su tristeza y la suciedad de sus ropas la afeaban tan poco que su vista me inspiró respeto y lástima. Sin embargo, trataba de volverse de espaldas cuanto le permitía la cadena para hurtar su rostro a las miradas de los espectadores. El esfuerzo que hacía por ocultarse era tan natural que parecía derivar de un sentimiento de modestia. Como los seis guardias que acompañaban a la desventurada banda también estaban en la habitación, me llevé aparte al jefe y le pedí algunas aclaraciones sobre la suerte de aquella hermosa joven. Sólo pudo darme referencias muy genéricas. La hemos sacado del Hôpital12, me dijo, por orden del jefe de policía. No parece que haya sido encerrada allí por sus buenas acciones. La he interrogado varias veces por el camino, se obstina en no responderme. Pero, aunque nadie me haya ordenado tratarla mejor que a las otras, no dejo de tener con ella algún miramiento, pues en mi opinión vale algo más que sus compañeras. Ahí tenéis a un joven, añadió el arquero, que podría informaros mejor que yo sobre la causa de su desgracia; la ha seguido desde París sin dejar de llorar casi ni un momento. Por fuerza ha de ser su hermano o su amante. Me volví hacia el rincón de la sala donde aquel joven estaba sentado. Parecía sumido en profunda ensoñación. Jamás vi tan viva imagen del dolor. Vestía con mucha sencillez; pero un hombre bien nacido y educado se distingue a la primera ojeada. Me acerqué a él. Se levantó; y en sus ojos, en su rostro y en todos sus ademanes, descubrí un aire tan delicado y tan noble que me sentí naturalmente inclinado a desearle bien. No quiero molestaros, le dije sentándome a su lado. ¿Queréis satisfacer la curiosidad que tengo de conocer a esa hermosa persona, que no me parece destinada al triste estado en que la veo? Me respondió sinceramente que no podía declararme quién era ella sin antes darse él a conocer, y que tenía poderosas razones para desear seguir siendo desconocido. Puedo deciros, sin embargo, lo que esos miserables no ignoran, continuó señalando a los arqueros, y es que la amo con una pasión tan violenta que me convierte en el más desdichado de los hombres. En París lo intenté todo para conseguir su libertad. Los ruegos, la astucia y la fuerza fueron inútiles; tomé la decisión de seguirla, aunque ella hubiera de ir al fin del mundo. Me embarcaré con ella; pasaré a América. Pero, con una crueldad extremada, estos cobardes canallas, añadió refiriéndose a los arqueros, no quieren permitirme que me acerque a ella. Mi propósito era atacarlos abiertamente a unas leguas de París. Me había asociado con cuatro hombres que me prometieron su ayuda a cambio de una suma considerable. Los muy traidores me dejaron solo en la estacada y se largaron con mi dinero. La imposibilidad de triunfar por la fuerza me hizo deponer las armas. Propuse a los arqueros que, al menos, me permitieran seguirles, ofreciéndome a recompensarlos. Aceptaron movidos por el afán de lucro. Exigieron que les pagase cada vez que me concedían la libertad de hablar con mi amada. Mi bolsa se agotó en poco tiempo, y, ahora que estoy sin un céntimo, son tan bárbaros que me rechazan brutalmente cuando doy un paso hacia ella. Hace sólo un instante, cuando me atreví a acercarme a pesar de sus amenazas, han tenido la insolencia de levantar contra mí la punta de su fusil. Para satisfacer su avaricia y para estar en condiciones de seguir a pie el camino, me veo obligado a vender aquí un caballejo que hasta ahora me ha servido de montura.

Aunque daba la impresión de hacer este relato con bastante tranquilidad, dejó caer algunas lágrimas al concluirlo. La aventura me pareció de las más extraordinarias y conmovedoras. No os exijo, le dije, que me reveléis el secreto de vuestros asuntos, pero, si en algo puedo seros útil, me ofrezco con mucho gusto a favoreceros. ¡Ay!, me replicó, no veo el menor atisbo de esperanza. He de someterme a todo el rigor de mi destino. Iré a América. Allí, al menos, seré libre con la que amo. He escrito a uno de mis amigos, que me mandará alguna ayuda al Havre-de-Grâce. Sólo me veo en apuros para llegar hasta allí y procurar a esa pobre criatura, añadió mirando tristemente a su amada, algún alivio durante el viaje. Bueno, le dije, yo os sacaré del apuro. Aquí tenéis algún dinero que os ruego que aceptéis. Mucho lamento no poder serviros de otra forma. Le di cuatro luises de oro13 sin que los guardias se diesen cuenta, por pensar que, si le sabían dueño de esa suma, le venderían más cara su ayuda. Se me ocurrió incluso hacer un trato con ellos a fin de conseguir para el joven enamorado la libertad de hablar continuamente con su amada hasta El Havre. Hice seña al jefe para que se acercara, y le planteé la propuesta. Pareció darle vergüenza, a pesar de su descaro. No es, caballero, respondió con aire confuso, que nos neguemos a dejarle hablar con esa chica, pero quiere estar constantemente a su lado y eso nos resulta incómodo; es muy justo que pague por la molestia. Veamos pues, le dije, ¿cuánto se necesitaría para que no la sintáis? Tuvo la audacia de pedirme dos luises. Se los di en el acto. Pero tened cuidado, añadí, y no cometáis ninguna canallada; porque voy a dejar mis señas a este joven para que pueda informarme de todo, y contad con que tendré suficiente poder para castigaros. Todo ello me costó seis luises de oro. La amabilidad y la viva gratitud con la que el desconocido joven me dio las gracias acabaron de convencerme de que había nacido noble y merecía mi liberalidad. Antes de marcharme le dije unas palabras a su amada. Me respondió con una modestia tan dulce y tan encantadora que no pude por menos de hacer, al irme, mil reflexiones sobre el carácter incomprensible de las mujeres.

Vuelto a mi soledad14, no volví a saber nada de la continuación de aquella aventura. Pasaron casi dos años, que me la hicieron olvidar por completo, hasta que el azar me deparó la ocasión de enterarme a fondo de todas sus circunstancias. Llegaba yo de Londres a Calais, con el marqués de… alumno mío15. Nos alojamos, si mal no recuerdo, en el Lion d’Or, donde ciertas razones nos obligaron a pasar todo el día y la noche siguiente. Paseando aquella tarde por las calles, creí ver al mismo joven al que había conocido en Pacy. Iba muy mal vestido, y mucho más pálido de lo que le había visto la primera vez. Llevaba al brazo un viejo portamantas, porque acababa de llegar a la ciudad. Sin embargo, como su fisonomía era demasiado bella para pasar inadvertido, le reconocí al instante. Tenemos que abordar a ese joven, dije al marqués. Su alegría fue más viva de lo que puede decirse cuando a su vez me reconoció. ¡Ah!, señor, exclamó besándome la mano, ¡al fin puedo expresaros una vez más mi eterna gratitud! Le pregunté de dónde venía. Me respondió que llegaba, por mar, del Havrede-Grâce, donde había desembarcado poco antes de regreso de América. No parece que andéis muy bien de dinero, le dije. Id al Lion d’Or, donde estoy alojado. Me reuniré con vos dentro de un momento. Volví, en efecto, muy impaciente por saber los pormenores de su infortunio y las circunstancias de su viaje a América. Le prodigué mil atenciones y ordené que no le faltase de nada. No aguardó a que yo le apremiase para contarme la historia de su vida. Señor, me dijo, os portáis con tal nobleza conmigo que me reprocharía, como negra ingratitud, tener la menor reserva con vos. Quiero contaros no sólo mis desgracias y mis penas, sino también mis desórdenes y mis debilidades más vergonzosas. Estoy seguro de que, incluso condenándome, no podréis por menos de compadecerme.

Debo advertir aquí al lector que escribí su historia casi inmediatamente después de haberla oído, y que, por consiguiente, se puede asegurar que no hay nada más exacto ni más fiel que esta narración. Digo fiel hasta en la relación de las reflexiones y los sentimientos que el joven aventurero expresaba con la mejor gracia del mundo. He aquí pues su relato, al que no añadiré, hasta el final, nada que no sea suyo.

Tenía yo diecisiete años y terminaba mis estudios de filosofía en Amiens16, adonde mis padres, que pertenecen a una de las mejores familias de P.17, me habían enviado. Llevaba una vida tan discreta y ordenada que mis maestros me proponían como ejemplo del colegio. No es que hiciera esfuerzos extraordinarios para merecer ese elogio, sino que por naturaleza mi carácter es pacífico y tranquilo; me aplicaba al estudio por afición, y se me adjudicaban como virtudes algunas muestras de aversión natural al vicio. Mi cuna, el éxito de mis estudios y algunos atractivos exteriores me habían dado a conocer y era estimado por toda la gente de bien de la ciudad. Concluí mis exámenes públicos18 con tan general aprobación que el señor obispo, que los presenciaba, me propuso abrazar el estado eclesiástico, donde, según él, no dejaría de conseguir más distinción que en la Orden de Malta19, a la que mis padres me destinaban. Ya me hacían llevar la cruz, con el nombre de caballero Des Grieux. Como las vacaciones se acercaban, me preparaba para volver a casa de mi padre, que me había prometido enviarme enseguida a la Academia20. Al abandonar Amiens, mi único pesar era dejar allí un amigo al que siempre me había unido un gran afecto. Era algunos años mayor que yo. Nos habíamos educado juntos, pero como la hacienda de su casa era de lo más mediana se veía obligado a abrazar la carrera eclesiástica y a quedarse en Amiens para seguir los estudios que convienen a esa profesión. Le adornaban mil buenas cualidades. Lo conoceréis por las mejores en la continuación de mi historia, y, sobre todo, por un entusiasmo y una generosidad como amigo que supera los ejemplos más célebres de la Antigüedad21. Si entonces yo hubiera seguido sus consejos, siempre habría sido honrado y feliz. Si, en el precipicio a que mis pasiones me arrastraron, hubiera aprovechado al menos sus reconvenciones, habría salvado algo del naufragio de mi fortuna y de mi reputación. Pero de sus desvelos no recogió más fruto que el dolor de verlos inútiles y, en ciertas ocasiones, duramente recompensados por un ingrato que se ofendía con ellos y los consideraba impertinencias.

Ya había fijado yo la fecha de mi marcha de Amiens. ¡Ay!, ¿por qué no la fijaría para un día antes? Habría llevado a casa de mi padre toda mi inocencia. La víspera misma de aquel en que debía abandonar esa ciudad, estando de paseo con mi amigo, que se llamaba Tiberge, vimos llegar la diligencia de Arrás22



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