Historias de astronomía - Gertrude Kiel - E-Book

Historias de astronomía E-Book

Gertrude Kiel

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Beschreibung

Acompaña a William, un niño muy curioso, a descubrir qué ocurre en el universo, más allá de lo que alcanzamos a vislumbrar. Un libro emocionante y ameno que nos introduce en el mundo de la astronomía. Historias de astronomía es un recorrido apasionante por los misterios que habitan el universo, mucho más allá del cielo estrellado que vemos cada noche. Conoce a Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, Ole Rømer e Isaac Newton, entre otros científicos que, movidos por la curiosidad y las ganas de entender el comportamiento de los astros, inventaron instrumentos y máquinas fascinantes para lograr grandes descubrimientos. Planetas y estrellas, telescopios, luces titilantes y manzanas que caen, así como anécdotas curiosas y divertidas de astrónomos e inventores, forman parte de este sensacional viaje.

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Seitenzahl: 288

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Edición en formato digital: enero de 2022

 

This book has been published with the support of the Danish Arts Foundation.

Título original: Videnskabshistorier for børn: Hvad himlen kan fortælle os

© Character Publishing and Gertrude Kiel, 2018

Illustrations: Gunvor Rasmussen

Asesores científicos:

Hans Buhl, conservador del Museo Steno, Universidad de Aarhus.

Lars Occhionero, astrofísico y conservador del Museo Kroppedal.

Bent Lindow, paleontólogo y museógrafo del Museo Nacional de Historia Natural de Dinamarca.

© De la traducción, Blanca Ortiz Ostalé

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18859-97-7

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

CAPÍTULO 1 La tía Gunvor la Gruñona

 

CAPÍTULO 2 Todo lo que el cielo puede contarnosDATOS DE INTERÉS La astronomía

 

CAPÍTULO 3 La Tierra se mueveDATOS DE INTERÉS Nicolás Copérnico

 

CAPÍTULO 4 Una nueva manera de mirarDATOS DE INTERÉS Tycho y Sophie Brahe; Johannes Kepler

 

CAPÍTULO 5 El telescopio mágicoDATOS DE INTERÉS Galileo Galilei

 

CAPÍTULO 6 La luz tardonaDATOS DE INTERÉS Ole Rømer

 

CAPÍTULO 7 El misterio de la gravitaciónDATOS DE INTERÉS Isaac Newton

 

CAPÍTULO 8 La canción de las estrellas

 

PALABRAS DIFÍCILES

AGRADECIMIENTOS DE LA AUTORA

CAPÍTULO 1 La tía Gunvor la Gruñona — o de cómo comenzaron las peores vacaciones de la historia

GUNVOR, LA TÍA de William, no era precisamente de las que hacen tortitas. O dibujan. O te llevan de paseo y te preguntan el nombre de tus mejores amigos. O si te divierte jugar al fútbol y trepar a los árboles. No, de eso nada. A ella los niños no le hacían ni pizca de gracia; en realidad, William no estaba muy seguro de que alguien le hiciera gracia.

Y a William, ¿qué más le daba?, te preguntarás tal vez. Pues le daba. Porque resulta que la tía Gunvor era su única familia. Aparte de sus padres, claro.

Y es que, si tienes parientes a troche y moche —tías, tíos, abuelos, primos y primas—, una tía algo gruñona siempre es más llevadera, ¿no? Una. Pero cuando es la única que tienes, y de abuelos y esas cosas nada de nada..., si encima tu padre es médico y lo han destinado a Etiopía... y para colmo tu madre tiene que irse a hacer un curso de una semana entera... sí, una semana en-te-ri-ta, y para colmo en plenas vacaciones... y tu única familia es la tía Gunvor la Gruñona... Pues sí, entonces la cosa parece más peliaguda.

 

—Arreglado —había dicho su madre para animarle mientras colgaba el teléfono con una sonrisita bastante fastidiosa—. La tía puede cuidarte. Seguro que lo pasas fenomenal, ya verás.

Eso último, desde luego, no era verdad. Hasta su madre se daba cuenta. William había escuchado toda la conversación y no le quedaba duda de que si iba a pasar una semana entera en casa de la tía Gunvor no era porque a ella le apeteciese, que se diga.

 

 

De manera que allí estaba, a la puerta del extraño adosado de su tía, agarrado a su madre con una mano y con una mochila en la otra, preguntándose cómo era posible tener las manos tan llenas y sentirse tan vacío.

Su madre había llamado al timbre y ahora daba pataditas en el suelo, de pura impaciencia, mientras miraba el reloj.

—Ojalá que no se le haya olvidado —murmuró, mientras William, con los ojos cerrados, pensaba: «Ojalá que sí».

Pero no, claro; no se le había olvidado. Solo que tardó varios siglos en abrir.

—Vaya, si ya estáis aquí —saludó Gunvor.

Los observó disgustada a través de los gruesos cristales de sus gafas. Tenía el cabello gris, y, aunque había intentado recogérselo en un práctico moño en lo alto de la cabeza, un auténtico mar de rizos le salían disparados en todas direcciones. Llevaba un pantalón de cuadros que le quedaba ancho por la cintura y corto por los pies. Y la camisa mal abotonada. Sin decir más, se metió en la casa y ellos la siguieron.

En realidad, la tía Gunvor no era tía de William, sino de su madre. Era hermana de su abuela, y, como él no había conocido a su abuela, a su madre le parecía muy importante que sí conociese a la tía. «¡Es tu única familia!», repetía a cada instante.

Él le preguntaba entonces qué quería decir con eso. ¿De qué sirve la familia si siempre anda gruñendo y refunfuñando y no le haces gracia? «Pero», intentaba convencerlo ella, «si en realidad es muy maja cuando se la... Lo que pasa es que se ha vuelto un poco rara... con los años».

Seguro.

 

Al entrar en aquella casa fue como si el verano desapareciera. A pesar de que era junio y por toda la ciudad brillaba el sol, el interior del adosado era lóbrego y sombrío. Las paredes de la entrada estaban forradas de paneles de madera oscura, y el suelo y las escaleras estaban cubiertos por una gruesa alfombra de un color indefinido. William tuvo que esforzarse para ver.

—El equipaje podéis subirlo al cuartito.

Dejó a su madre en la cocina hablando con su tía y desapareció escaleras arriba con la mochila. El piso superior también estaba en penumbra. Aquella alfombra peluda continuaba y en las paredes había un papel pintado con dibujos verdes. Era la primera vez que subía, así que no estaba muy seguro de cuál de las tres puertas era la del cuartito.

La primera que abrió conducía al baño. Bueno era saberlo. La segunda llevaba a una habitación muy grande atiborrada de estantes y cajas de arriba abajo. No podía ser ahí. Tenía que ser la tercera. William abrió y echó un vistazo.

La verdad es que «cuartito» no era quizá la palabra indicada para describir el espacio donde iba a dormir. «Trastero» habría sido mucho más acertado. O «desván» o algo similar. También estaba lleno de estantes de arriba abajo atestados de papeles viejos y amarillos, libros y pilas de cajas.

La única señal de que aquel era el sitio donde iba a dormir era un viejo camastro colocado junto a una estantería. Encima del camastro había una sábana, una almohada y una manta escocesa. Del techo colgaba una bombilla con una pantalla rota que tal vez en otros tiempos fuera roja.

Dejó caer la mochila en la cama y descorrió unas cortinas de un verde descolorido. Los rayos de sol que entraron parecían torpes y extraños en aquel cuartito que no estaban habituados a iluminar.

Observó la hilera de jardincillos que se veían por la ventana. Era casi otro universo, un universo fuera de su alcance. Algunos vecinos tomaban el sol, otros preparaban una barbacoa. Y había niños saltando en camas elásticas.

En el jardín más cercano había una niña dando volteretas, bailando un hula hoop y pasándolo en grande. Tan cerca y, sin embargo, tan infinitamente lejos del sombrío cuartito de William. La niña daba vueltas y más vueltas por los aires con la melena oscura alrededor de la cabeza, como una nube. De pronto se cayó al suelo, se echó a reír y enseguida volvió a ponerse en movimiento. Ver aquello era casi insoportable.

William respiró hondo. Y empezó a toser. Había polvo por todas partes. Se dio la vuelta y buscó con la mirada hasta que encontró un enchufe.

—Por lo menos hay corriente para el iPad —murmuró.

No tenía por costumbre hablar solo, pero pensó que tal vez fuese buena idea ir practicando, ahora que no tenía con quién charlar.

—¡William! —gritó su madre desde la entrada—. Me marcho. ¿Bajas a decirme adiós?

Él bajó por las escaleras dando zancadas y se fundió en un abrazo con su madre.

—Arriba ese ánimo —le susurró ella—. Una semana pasa volando. Yo también te voy a echar de menos.

Luego le abrazó más fuerte y, por un momentito, a William le escocieron un poco los ojos.

—Hasta pronto.

 

 

—¿Te apetece almorzar? —preguntó la tía Gunvor.

—Sí.

—Veamos. —Frunció el ceño—. Hay pan en ese cajón y mantequilla y arenques en la nevera.

—Es que... —empezó a explicar él, pero su tía ya había salido de la cocina—. Tengo intolerancia al gluten —le dijo. ¿A quién? A la nada. Igual acababa haciéndose su propio mejor amigo.

Echó un vistazo a su alrededor. La cocina no era tan tenebrosa como la entrada y el piso de arriba. Los armarios y los cajones eran también de madera oscura, sí, pero por el cristal de una puerta que había al fondo y daba al jardín entraba la luz.

Se volvió de espaldas a la puerta del jardín. No le apetecía que le recordaran todas las diversiones veraniegas que se estaba perdiendo.

De pronto, sobre la mesa gris, descubrió la bolsa de comida que había preparado su madre. Había un frasco de tahín, un tarro de hummus, un poco de crema de higos... y ahí estaba el pan sin gluten. Sacó este último y abrió la nevera.

Uf, arenques en salmuera. A saber si llevaban gluten. Dio la vuelta al tarro, como solía hacer su madre, y buscó los ingredientes. Fue leyendo letra a letra las complicadas palabras. Cero harina. O sea, los arenques, bien. Nada más desenroscar la tapa del tarro, se le metió en la nariz un olor agrio y asfixiante. Encontró también un vaso, pero la única bebida que había era agua. Luego se sentó junto a la mesita forrada de hule de la cocina a comer canapés de arenque sin gluten.

El resto del día estuvo jugando con el iPad. Había visto hacía no mucho un vídeo que explicaba cómo hacer islas flotantes en el Minecraft y le pareció un buen momento para entrenarse. Por la noche, la tía Gunvor frio unas huevas de bacalao y coció unas patatas. Después de cenar, clavó en él de repente una mirada escrutadora, como si acabase de verle por primera vez.

—Tú vas al colegio.

No acababa de estar muy seguro de si aquello era una pregunta. Por si acaso, asintió con la cabeza.

—¿A qué curso vas? —preguntó su tía.

—Después de las vacaciones empiezo tercero —contestó él.

—¿Ya dais física?

—Mmm, no; ¿qué es eso?

—Donde se estudia... la electricidad, la fuerza de gravedad. Las leyes científicas. El sistema solar. ¿Y química?

Él movió la cabeza de un lado a otro.

—¿Eso es como las ciencias naturales y la tecnología? Yo creo que física solo la dan en los cursos de los mayores.

—¡Pero si es elemental!

Le habría gustado explicarle que habían visto en clase una unidad sobre el sistema solar y el espacio, pero no era fácil decirle algo semejante a la tía Gunvor.

Con los demás mayores resultaba más sencillo. Al padre de su amigo Eigil, por ejemplo, le habría dicho sin más: «En el colegio hemos dado el sistema solar». Y luego habrían hablado de lo que habían aprendido y de lo más interesante. A lo mejor, hasta de naves espaciales y marcianos, y de Star Wars.

Pero con su tía las cosas no eran así. Lo cierto es que William no dijo nada de nada y ella se limitó a menear la cabeza con gesto contrariado mientras quitaba la mesa.

—Coge ese trapo —ordenó.

Y después fregaron en silencio hasta que a él se le cayó un vaso. Un agudo estallido y cristales por todas partes.

Se hizo un silencio aún mayor que el anterior. Conteniendo el aliento, miró a su tía por el rabillo del ojo. Ella pasó largo rato sin decir nada. Con la vista clavada en los cristales.

—Bueno, por lo menos ya hemos comprobado que la gravedad sigue ahí —dijo al fin—, aunque nadie la estudie en el colegio. El cogedor está en el armario —añadió; y, tras dejar el asunto de los cristales en manos de su sobrino, se marchó.

—En realidad, los niños no deben tocar cristales rotos —le dijo él. ¿A quién? A la nada—. Es peligroso.

Aun así, los recogió y los tiró a la basura.

—Hola, cepillo —saludó a su cepillo de dientes cuando, al cabo de un rato, subió al baño de arriba—. Seguro que lo pasas fenomenal, ya verás.

—Hola, iPad; arriba ese ánimo —dijo ya en el cuartito—. Una semana pasa volando.

Dejó escapar un suspiro. Por suerte, ya quedaba un día menos.

En el iPad había un mensaje de buenas noches de su madre: «He llegado bien. Ya te echo de menos. Que descanses».

A continuación, sacó de la mochila su pijama viejo de la Patrulla Canina. Al principio se había negado a llevarlo consigo, pero era el único limpio que le quedaba. Total, qué más daba; nadie lo iba a ver.

Pero, en lugar de ponérselo, se sentó en la cama a estudiar la habitación.

Sus ojos pasaron revista con pesadez a varias hileras de cajas de zapatos con etiquetas a mano que no entendía. A libros llenos de palabras que jamás había oído y que no estaba seguro de que hubiera sabido pronunciar de haber hecho el intento.

Pero ¡caramba! En uno de los estantes bajos había una caja con algo que parecían viejos libros infantiles. Con eso no había contado.

Se levantó de un salto y sacó la caja. Había uno de Hans Christian Andersen y otro de canciones. Y estaban Peter Pan, Winnie-the-Pooh y Alicia en el País de las Maravillas. Y Pipi Calzaslargas. Había otros titulados Frankenstein, Guía del autoestopista galáctico y La vuelta al mundo en ochenta días. Y después había uno que se llamaba El león, la bruja y el armario.

El título de ese último bastó para intrigarle. Se tumbó en la cama y empezó a devorar la historia de cuatro niños a los que su familia mandaba al campo durante la guerra a vivir con un profesor anciano y muy extraño. Por fortuna, encontraban un armario que resultaba ser la puerta a un mundo mágico y maravilloso...

 

CAPÍTULO 2 Todo lo que el cielo puede contarnos — o seis días por delante de la peor semana en toda la vida de William

A LA MAÑANA siguiente, William despertó con la cabeza apoyada en el libro del armario mágico. No recordaba haberse quedado dormido y aún llevaba puesta toda su ropa.

Se frotó los ojos y se quedó contemplando el libro. Entonces decidió lanzarse a la caza de armarios misteriosos en casa de la tía Gunvor. Sin embargo, un gruñido de su estómago le recordó que tal vez fuese mejor comenzar la jornada con un buen desayuno.

—Buenos días —saludó al entrar en la cocina.

Su tía estaba de pie junto al fregadero, llenando una jarra de cristal de lo más singular que tenía el fondo redondo y el cuello largo y estrecho.

—Buenos días —contestó ella sin levantar la mirada.

A continuación, colocó la jarra en una especie de espiral metálica que había sujeta a la pared. Luego, le puso un tapón del que salía un tubito de cristal muy largo y muy fino y sacó un filtro de café. Colocó el filtro en un pequeño embudo hacia el que bajaba el tubito. Después giró un botón, y un recipiente que había por encima del embudo empezó a hacer un ruido ensordecedor.

—¿QUÉ ES ESO? —intentó hacerse oír él por encima del ruido.

Pero no obtuvo respuesta. Luego cesó el ruido. Una cucharita salió de golpe y porrazo del recipiente y echó café en el embudo. Al cabo de un instante, el agua de la jarra rompió a hervir y, burbujeante, empezó a subir por el tubito de cristal, desde el que goteaba en el embudo. De ahí caía, gota a gota, en un termo que había debajo, sobre la mesa.

Mientras tanto, William se quedó en la puerta, restregándose los ojos, adormilado, y preguntándose cómo era posible que nunca hubiese reparado en tan peculiar artefacto. Cuando el agua terminó de borbotear hasta el interior del termo, la tía Gunvor lo cerró y lo dejó sobre la mesa. Luego cogió una taza y una ración de copos de avena.

—¿Qué es eso? —volvió a intentarlo William mientras señalaba con la cabeza en dirección a aquel aparato tan chistoso.

—¿Eh? —Ella parecía algo confusa—. Ah, ¿eso? Una combinación de máquina de café y molinillo termodinámico.

Él pasó un rato digiriendo esas palabras.

—O sea, ¿una especie de cafetera? —preguntó al fin.

—A grandes rasgos —murmuró su tía antes de meterse en la boca una cucharada de copos de avena.

—Nunca había visto una como esa —admitió él antes de sentarse a la mesa con los cereales sin gluten que había llevado de su casa.

—No —dijo ella por toda respuesta.

Luego volvió a ensimismarse en sus propios pensamientos y su sobrino dio por imposible entablar una conversación.

Gunvor se encerró en el cuarto de al lado de la cocina y durante el resto del día prácticamente no se le vio el pelo. Solo reapareció a la hora de la comida, pero igual de parlanchina que en el desayuno.

—Al menos podré buscar el dichoso armario con toda la calma del mundo —dijo William en un murmullo. ¿A quién? A la nada.

Al principio se mostró muy cuidadoso y procuró no revolver las cosas de la tía Gunvor, pero no era tan sencillo buscar un armario mágico sin revolver. Además, a medida que iba pasando el tiempo, la curiosidad ganaba terreno a los buenos modales y a la timidez de quien se halla en casa ajena.

No terminaba de tener suerte. Todos los armarios estaban llenos hasta los topes de libros, papeles y cajas de cartón viejas repletas de rocas, instrumentos y las más extrañas maquetas y aparatos. Ni una triste puerta mágica a un mundo un poco más divertido que el triste chalé adosado de la tía Gunvor.

En uno de los trasteros del primer piso —no en el que dormía él— descubrió, sin embargo, una caja con aspecto de viejo cofre del tesoro. Eso lo llenó de esperanza. Buscó un cajón en el que subirse para llegar a la caja. Era de madera y estaba tallada, y tenía un metal dorado en las esquinas. Y la llave puesta.

 

 

Pero, igual que en las cajas de cartón, lo único que había dentro eran papeles. Los revisó por encima, decepcionado. Eran montones de cartas escritas por un tal Hans y unas hojas sobre un tipo llamado Ole Rømer.

Cabizbajo, estaba colocando la caja de nuevo en su sitio cuando de pronto se oyó un ruido muy extraño. Un estruendo grave procedente de la planta baja. Era aún más fuerte que el que hacía el molinillo de café. Corrió escaleras abajo, pero, cuando llegó, el ruido ya había cesado. La que sí estaba en la entrada era su tía, con sus greñas canosas alborotadas, la camisa mal abotonada y parpadeando como loca, como si pasar el rato allí, en la entrada, fuese la cosa más normal del mundo.

—Hola —saludó como si nada mientras se subía un poco el pantalón, que le quedaba ancho.

—Hola. ¿Has oído ese ruido? —preguntó William.

—¿Qué ruido?

—Eso que retumbaba —insistió el pequeño.

—Yo no he notado nada.

—¿Nada de nada? Pues ha sonado muy fuerte.

—No —gruñó ella—. Puede que estén de obras en algún sitio. Te acostumbras enseguida a esas cosas.

Observó boquiabierto cómo se metía en la cocina y desaparecía tras la puerta de la nevera. Tenía que estar sorda como una tapia.

Después echó un vistazo a su alrededor. Debajo de las escaleras había un lavabo para invitados y al lado un armario empotrado que bien podía ser mágico. Miró de reojo a su tía, que seguía en la cocina. Por suerte parecía muy concentrada en echar el contenido de una lata en una olla, de modo que abrió el armario con mucho cuidado.

Pero dentro no había nada mágico. En realidad, era lo menos mágico del planeta: un montón de estantes llenos de zapatos viejos y calzadores. Decepcionado, cerró la puerta. Era la hora de la cena. Como las demás comidas, transcurrió en silencio. En cuanto terminaron de fregar los platos, su tía se borró del mapa y él pudo seguir con sus pesquisas en el salón.

Solo recordaba haber estado allí una vez con su madre, tomando café. Normalmente, cuando iban de visita, siempre se quedaban en la cocina.

Entrecerró los ojos y estudió la habitación. Había visillos de encaje delante de las ventanas para evitar miradas curiosas y eso dejaba la sala, como el resto de la casa, sumida en penumbra.

Había un tresillo de felpa, aunque el sofá no era de esos donde entran ganas de sentarse a ver la tele y atiborrarse de golosinas. Tenía el respaldo tan alto y tan rígido que la única postura posible en él era con la espalda tiesa.

En el centro del salón había un escritorio grande con varias pilas de libros, un globo terráqueo y varios cachivaches más. Había también estantes que no dejaban vacío un centímetro de pared. Y un armario grande y viejo.

—¡Hola, armario! ¿Qué tal? —exclamó William al verlo—. Eres clavadito al armario que ando buscando.

Pero no resultaba fácil ver el fondo y comprobar si tenía una puerta secreta porque, como era de esperar, aquel armario estaba tan atestado de cosas raras como el resto de la casa. Una caja de matraces por aquí, una especie de lámpara con una maquetita de la Tierra y la Luna al extremo de un largo brazo por allá y, aún más al fondo, una guitarra con una sola cuerda.

Trató de mirar por detrás de aquellos objetos tan extraños. Sin suerte. Luego sacó una caja de cartón. Pesaba mucho y tintineaba un poco. En esa, al menos, no habría papeles. ¿Y si echaba un vistazo? Al levantar la tapa, se encontró con un montón de paquetitos hechos con trapos y periódicos viejos. Abrió uno.

Dentro había un disco de cristal. A William le recordó a unas piedras antiguas para jugar al tejo que su madre le había comprado en un museo porque le hacía mucha gracia haber jugado con ellas cuando era niña.

Desenvolvió varios más. Todos eran redondos, pero de diferentes tamaños y grosores. Algunos se curvaban hacia fuera y eran gruesos por el centro, mientras que otros se curvaban hacia dentro y por el centro eran más finos.

Cuando los levantaba, proyectaban pálidas manchas de luz por el salón. A través de uno de los cristales más gruesos, las cortinas se veían muy borrosas. Se miró la mano por el mismo cristal y se vio la piel y el vello con total claridad. ¡Era una lupa!

Después cogió uno de los finos e hizo lo mismo. Ahora la mano estaba borrosa y las cortinas más claras. Era divertido. Estaba a punto de levantar un cristal grueso y otro más fino al mismo tiempo cuando algo lo interrumpió.

—¡Cuidado!

Se asustó tanto que a punto estuvo de dejar caer los cristales que sostenía en la mano.

—¿Tú eres consciente de lo que es eso? —le preguntó furibunda la tía Gunvor al tiempo que se los arrancaba de las manos.

—No —admitió él con un hilillo de voz.

—Son lentes antiguas. Delicadísimas. E irreemplazables.

—Entonces a lo mejor... ¡no deberías dejarlas por ahí tiradas en una caja estúpida donde se pueden romper! —exclamó William.

Hasta él se sorprendió al oírse hablar así. Pero no había podido evitarlo. En apenas un instante, un calor ardiente le había coloreado las mejillas. Como si siempre lo hubiese llevado dentro, esperando a que alguien lo encendiera.

—Estaban muy bien donde estaban... —replicó ella antes de añadir—: Hasta que un niño ignorante y entrometido ha empezado a hurgar en cosas que no son asunto suyo.

En una décima de segundo, el calor le pasó de las mejillas a todo el resto del cuerpo y William saltó como un resorte con la furia latiéndole en las sienes.

—¡Y yo cómo iba a saberlo! —Hablaba demasiado alto. Él mismo se daba cuenta, pero continuó sin bajar el tono—: Y, por cierto, no está NADA bien dejar solo a un niño TODO el santo día por TODA la casa sin NADIE con quien hablar...

Iba a añadir algo más, pero, como notaba que estaba a punto de quebrársele la voz, guardó silencio y bajó la mirada esperando el rapapolvo.

 

Fue el rapapolvo más raro que le habían echado en su vida.

—Desde luego, no me extraña que en su día la gente creyera que el universo giraba en torno a la Tierra, igual que ahora los niños creen que todo gira en torno a ellos.

William no entendió muy bien a qué se refería, pero eso no hizo que se sintiera menos ofendido.

—¿Qué quieres decir? —preguntó intentando poner su mejor cara de rebelde.

—Que los niños, y, ya que nos ponemos, casi todo el mundo, son tan egocéntricos que se creen el centro del universo y esperan que les atiendan y les den palmaditas cada vez que menean el meñique. Pero el universo es infinitamente grande y a él le traen sin cuidado los insignificantes humanos con sus insignificantes y estúpidos problemas. Carecen de importancia.

Había dureza en sus ojos y sus palabras hicieron sentir a William muy solo y muy pequeño.

—¿Las personas... carecen de importancia? —se oyó preguntar a sí mismo.

La tía Gunvor se quedó mirándolo. Después movió la cabeza de un lado a otro.

—No. Nada de eso —replicó; ya no parecía tan enfadada—. Claro que no. Todas las vidas son importantes, ¿verdad que sí? Supongo que por eso se hizo médico tu padre y va por ahí ayudando a gente que no conoce.

Gunvor guardó silencio, con el ceño fruncido. Luego prosiguió:

—Es... una cuestión de proporciones. El universo es infinitamente grande y nuestro planeta, comparado con él, es increíblemente pequeño e insignificante. Pero, aun así..., algunas... personas... creen que todo gira en torno a ellas.

Le miró por encima de las gafas, que se le habían escurrido un poco por la nariz.

—Así que no es tan raro que también hayamos creído que el Sol y el resto del universo giraban alrededor de esta Tierra pequeña y egocéntrica en la que vivimos. Que la mera idea de que las cosas pudieran ser diferentes fuese tan terrible que se encerrase a la gente en la cárcel solo por decir que la Tierra no es el centro del universo.

—¡¿En la cárcel?! ¿Por qué?

Su tía le observó con los ojos entornados.

—Mmm, bueno, hace ya mucho que no lo hacen. Entonces creían que Dios había creado el universo con forma de bola. Un sistema cerrado con muchas capas de bolas transparentes cada vez menores, metidas unas dentro de otras. Casi como una cebolla. No tenían ni idea de lo inmenso que es el universo.

»En la cáscara más externa de la bola estaban fijas las estrellas, como pequeños botones luminosos. Después iban todos los planetas, el Sol y la Luna, capa tras capa en su cáscara celeste transparente, y daban vueltas en torno al centro inamovible del universo: la Tierra.

—¿Y se creían eso en serio? —exclamó William.

En el tema del espacio, en el colegio, habían aprendido que la Tierra era un planeta que, como los demás planetas, gira alrededor del Sol, que en realidad es una estrella. Hasta habían construido un sistema solar de cartón piedra.

—Sí —respondió la tía Gunvor—, y, cuanto más te miro, menos me asombra que lo creyeran. Los niños son, de entrada, egocéntricos. Ven el mundo desde el punto donde están y terminan por creer que gira a su alrededor. Es una idea agradable y muy tranquilizadora.

»Y lo mismo le ocurría a todo el mundo cuando creía que la Tierra era el centro del universo. Por eso hacían lo que podían por cerrarle la boca a todo aquel que dijese lo contrario. O, como ya te he dicho, los metían en la cárcel.

William no acababa de distinguir por el tono de su voz si aún estaba enfadada y, ahora que por fin había conseguido captar su atención, decidió actuar como si allí no hubiese ocurrido nada.

—Pero ¿cómo... —preguntó—, cómo es posible que no supiesen que la Tierra gira alrededor del Sol? Si se ve.

—Ah, ¿sí? —La tía Gunvor arqueó las cejas.

—Sí, porque... se ve que el sol sale todas las mañanas y se pone por las noches, ¿no? Porque, porque la Tierra gira sobre sí misma. Y es verano y es otoño y es invierno y primavera porque la Tierra da vueltas en torno al Sol.

 

 

—Bravo. —Gunvor dio tres breves palmadas con sus manos resecas y huesudas—. Y tú ¿cómo lo sabes?

—Lo..., lo he aprendido en el colegio.

—Mira, si al final vais a aprender algo. Pero ¿cómo lo sabrías si nadie te lo hubiese dicho?

—Bueno, porque se ve. Es lo que te he dicho antes.

—¿Tú lo ves?

William lo pensó bien antes de responder.

—Sí, ¿no?

—Y, si solo vieras salir el sol todas las mañanas y que después del verano viene el invierno, ¿llegarías a la conclusión de que se debe a que la Tierra es un pequeño cúmulo de polvo de estrellas que gira a toda velocidad alrededor de una gigantesca bola de fuego junto con otras ocho bolas de polvo de estrellas por un vacío gigantesco donde hay miles y más miles de millones de sistemas solares formando galaxias en un universo en continua expansión?

William no podía apartar los ojos de su tía.

—No —admitió al fin—. Supongo que no.

—No.

Ella dio media vuelta y empezó a recoger las lentes. Fin del rapapolvo.

Pero, entonces, William hizo algo que después lamentaría: una pregunta más.

¿Y por qué lo lamentó? Pues porque en ese mismo instante se dio cuenta de que se hacía pis. Pero, como él jamás había mantenido una conversación de cabo a rabo con su tía, que parecía detestar todo tipo de compañía, ¿cómo iba a saber que una sola pregunta podía desencadenar un torrente de palabras como el que vino a continuación? Y en el preciso momento en que él, que tanto había echado en falta a alguien con quien hablar, más necesidad tenía de quedarse a solas —al menos unos minutos— e ir al lavabo.

Su pregunta fue:

—Y, entonces, ¿cómo lo sabemos?

 

—¿Que cómo sabemos que...? —La tía Gunvor se volvió hacia él con las cejas levantadas.

—¿Cómo —murmuró William—, cómo sabemos que la Tierra gira alrededor del Sol y... todo eso que has dicho?

—¡Ajá! ¡Qué pregunta tan magnífica!

Le lanzó una mirada llena de curiosidad con las viejas lentes aún en las manos. William cambió el peso de un pie al otro para reprimir un poco las ganas de hacer pis.

—Para buscar parte de la respuesta —contestó su tía con la mirada perdida—, hay que remontarse a los primeros años de la historia de la humanidad. Mucho antes de aquel tiempo en que creían que el universo tenía forma de bola. Porque no es del todo erróneo eso de que puede verse si se mira bien. Pero no es tan sencillo.

Y empezó a dar vueltas por la habitación.

—Hoy en día, claro, disponemos de satélites y telescopios gigantes que nos ayudan a desentrañar muchos de los misterios del universo. Pero no los tendríamos de no ser porque otros muchos antes que nosotros han levantado la vista hacia el cielo, han tomado nota de sus conocimientos y se los han transmitido a la posteridad.

»Porque, incluso sin telescopios ni satélites, el cielo puede contarnos una cantidad increíble de cosas del universo. Y de la vida.

Se detuvo un momento a observar a su sobrino a través de una de las lentes.

—Si sabemos mirar como es debido, claro está. Por suerte, el ser humano siempre ha intentado entender el mundo y descifrarlo.

—¿Des..., descifrar el mundo? —la interrumpió él—. ¿Eso qué quiere decir?

De nuevo lamentó haber sido tan curioso y tuvo que ponerse a dar saltitos para no hacérselo encima.

—¿Descifrar? —Gunvor se rascó las canas enmarañadas con una de las valiosas lentes. Después le observó como si pretendiese medirle con la mirada—. Cuando vas a un sitio nuevo, ¿tú qué haces?

—Pueees... ¿saludo educadamente? —probó William.

—No, no; no me refería a eso. Cuando vas a algún lugar, qué sé yo, un bosque, un camping, una casa..., un sitio donde no has estado nunca, ¿qué haces? ¡Y déjate de educaciones!

William intentó imaginar que estaba en un lugar desconocido. El último sitio nuevo donde había estado era el piso de arriba de la tía Gunvor.

—Yo..., pueees..., ¿echo un vistazo?

—¡Exactamente! ¡Sientes CURIOSIDAD! ¿Y sabes por qué?

Nunca lo había pensado.

—Porque... así sé... ¿dónde está el baño?

La tía Gunvor levantó las cejas.

—Sí, claro. Eso también tiene su importancia —admitió.

Luego retomó sus paseos por el salón sin dejar de hacer aspavientos tan enérgicos con las valiosas lentes antiguas que William temió que se le cayeran.

—La curiosidad consiste —le explicó ella— en averiguar dónde están las cosas que uno necesita. La vida de las primeras personas dependía de que estudiaran bien a fondo un lugar antes de asentarse en él.

»De que se aseguraran de que no había serpientes ocultas bajo la piedra en la que iban a sentarse, ni tigres en la caverna donde pensaban dormir. Tenían que explorar en busca de alimento y agua y estar atentos a las rocas, los árboles y otras cosas que pudiesen ayudarlos a encontrar el camino.

»Por eso, al llegar a un sitio nuevo miramos todo muy bien. La curiosidad es una cuestión de supervivencia. O de saber encontrar el cuarto de baño. En fin. El caso es que, cuanto mejor comprendes el mundo que te rodea, mejor sales adelante. Y las personas curiosas averiguaron que el cielo sirve para encontrar el camino.

William veía un enorme letrero luminoso con las letras «WC» en lo alto del cielo y una flecha de estrellas que indicaba dónde estaban los lavabos. Mientras tanto, la tía Gunvor, infatigable, continuaba su relato.

—En los primeros tiempos, la gente no tenía ordenadores, relojes, calendarios, GPS ni nada que le sirviera para controlar el tiempo o le dijera dónde estaba.

»No había calles con letreros. Ni farolas. Ni lámparas, en general. A cambio, no había nada que distrajera nuestra atención del cielo que se extendía sobre nosotros.

»Y, al igual que las montañas, los árboles y los lagos dibujaban patrones reconocibles en la naturaleza, las estrellas trazaban en el cielo dibujos que indicaban dónde estaba el norte y dónde estaba el sur, dónde el este y el oeste, y así servían para orientarse. Los patrones de la Tierra cambiaban constantemente (los árboles se caían y los lagos se secaban), pero el dibujo de las estrellas nunca variaba su forma.

»Y, por si fuera poco que el cielo sirviese de guía para encontrar el camino, también podían usarlo para controlar el tiempo.

—¡¿Cómo se controla el tiempo con el cielo?! —se le escapó a William; y a punto estuvo de darse de bofetadas por haber vuelto a dejarse llevar por la curiosidad. A saber cuánto tiempo más sería capaz de aguantarse.