Historias para un diario mágico - Carlos Santos Montero - E-Book

Historias para un diario mágico E-Book

Carlos Santos Montero

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Beschreibung

El niño que recorrió maravillado el campo, donde tuvo abuelos amorosos, conversó animadamente con los animales y criaturas misteriosas como los gnomos y hasta con una bruja mala, continúa viviendo en las páginas de la memoria. Por tales razones, este libro no comienza por el consabido "Había una vez…", sino con la ronda de los prodigios: Este diario mágico es un amuleto contra la mala memoria: no se contenta con los pocos restos de una ilusión o con fragmentos de sueños; abre sus páginas a las historias que se escriben con la fe dichosa de los niños y con toda la magia poética de la fantasía.

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Seitenzahl: 83

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Historias para un diario mágico

Carlos Santos Montero

Isla de la Juventud, 2022

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Primera edición: Casa Editorial Abril, 2008.

Edición: Eduardo Sánchez Montejo

Diagramación y diseño de cubierta: Reynaldo Duret Sotomayor

Ilustraciones: Gilberto G. Cabrera Gutiérrez

Corrección: Yojamna A. Sánchez Ponce de León

© Carlos Santos Montero

© Sobre la presente edición,

   Ediciones El Abra, 2022

ISBN 9789592761728

Ediciones El Abra

Calle 37 s/n, e/ 36 y 38, Nueva Gerona

Isla de la Juventud, Cuba

CP 25100

ACERCA DEL AUTOR

Carlos Santos Montero (Quemado de Güines, Villa Clara, 1966). Novelista y escritor de literatura infanto-juvenil. Miembro de la Uneac. Egresado del Centro “Onelio Jorge Cardoso”. De su pluma han salido libros tales como Un duende para patricia, Cuentos escapados de la lluvia, La jaula de la noche, Los dueños de la sombra, entre otros. Su obra ha sido reconocida en concursos nacionales e internacionales en varios géneros. Sus textos han sido publicados en Cuba, España, Uruguay, Finlandia, México, Argentina y Estados Unidos.

Índice de contenido
Acerca del autor
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX

A mi familia por preservar la ciudad de los gnomos

A mi hija por cuidar del diario mágico

Capítulo I

La mañana que comencé a escribir en el diario mágico desperté con el olor a café inundando el cuarto. En el cielo no había una nube tiznada y la lluvia, que parecía haberse cansado de mojar sin dormir su siesta tras las lomas, se había marchado hacia las playas. El sol se colaba por la ventana iluminando la mitad de la cama con su luz. Me estiré aunque dicen que es mala costumbre, y bostecé. ¡Qué bueno poder dormir hasta el mediodía! Una pareja de sinsontes cantaba cerca de la ventana y pensé en el tirapiedras.

La puerta del cuarto se abrió y la sonrisa de mi abuela chocó conmigo. Abuela tiene el pelo blanco, largo, y siempre lo recoge en un moño, solo deja sueltos los que están sobre la frente, para que le tapen esos ojos que a veces son azules, grises, o del color de la miel que es cuando está muy molesta. A mí me gustan más si los veo azules porque en su ojo derecho brilla un lunar de alegría que no puede esconder y la hace muy linda.

—¡Y abuelo!

—Imagínate, ese se levanta a ordeñar con el cantío de los gallos. Ya debe estar por aparecer. Te hice unas cremitas de leche que están como para raspar el caldero.

La abracé como si fuera a desaparecer y yo tuviera que evitarlo. Olía a ajíes, ajo, manteca de puerco, a sudor de la cocina, desodorante y detergente.

—Me voy a levantar, abuela. Quiero comerme esas cremitas y dar unas vueltas por los alrededores a ver si cazo unos tomeguines.

Encontré unos caracoles y los eché a pelear hasta que el amarillo perdió la cabeza y se hizo fácil destrozarlo. Luego busqué algún nido en los guayabos, en la mata de aguacates, en la de caimitos, pero no había rastro alguno y me sentí decepcionado, parecía que los pájaros no quisieran anidar allí.

A la hora del almuerzo tenía el short y los tenis sucios y llenos de guisazos. Me prometí hacer algunos cambios para que el patio recobrara la limpieza y después de almorzar busqué los fósforos y la navaja oxidada que encontré en el baúl de los abuelos.

—Abuela, voy a jugar, ¿me oíste? —la vi decir que sí antes de seguir dormida en el sillón de la sala.

Primero partí los gajos secos de guayaba, amontoné un bulto de bejucos, hierbas, pedazos de periódicos, papeles viejos… de la cocina cogí una lata con un poco de petróleo y lo regué como me enseñaron en el campamento de exploradores a dar contracandela; luego encendí la fogata. Hubo mucho humo. Me puse a abanicar con un trozo de cartón, temiendo que abuela se despertara. Varias esquinas de la fogata enseñaron sus largas lenguas rojiamarillas y las llamas crecieron lamiendo el aire que las impulsaba.

Un vecino que pasó a caballo se detuvo y dejó que el animal comiese un poco de la hierba cercana a los almácigos de la cerca.

—¿Tú no eres de por aquí, eh, chiquillo? —dijo malhumorado, decidido a bajarse.

Yo lo había visto en mis otras vacaciones y temeroso de que llamara a mi abuela, dije, regalándole mi mejor sonrisa.

—¿No se acuerda de mí, Jacomino? Soy el nieto de Laredo, vine a pasarme las vacaciones acá.

El hombre echó atrás su sombrero de ranchero y afirmó con un ligero movimiento de la cabeza.

—Claro, eres el hijo de Milagros. Pero… ¿la candela…? ¿Es para entretenerte o quieres quemar alguna cosa?

-No, que va, la candela es idea de mi abuelo, para limpiar el patio, sabe —dije, sintiéndome muy listo con la mentira y proseguí, ya más confiado—; abuelo echó el petróleo antes de irse para el batey. Mi abuela se quedó a cargo de todo, pero tenía dolor de cabeza y se acostó. ¿Quiere que la despierte?

El hombre dudó entre bajarse o seguir su camino. Achicó los ojos y volvió a acomodarse el amplio sombrero.

—No es necesario —dijo agarrando las riendas del caballo—, solo quiero que la candela no cruce al otro lado del camino. Ahí tengo mis siembras —y se rascó la cabeza por encima del sombrero, como si le diese picazón.

La candela crecía a minutos alimentada por las hierbas secas, por un descuido del viento fue a dar a las matas de guayaba y les marchitó las hojas; después saltó a los bejucos de la cerca, corrió a la vieja y rota fuente y quiso abrazar el copo de los almácigos. Cogí un gajo de guayaba e intenté apagarla. Era en vano, parecía incontrolable. ¡Qué miedo! El compadre Jacomino dijo que más allá del camino tenía sus siembras… Y hacia allí se arrastraba la candela, después de haber devorado hasta el jardín.

—¿Pero qué hiciste? —gritó molesto abuelo, bajándose del caballo.

—Solo quería ayudar con la limpieza del… —intenté explicarle.

—¡Cállate y ayúdame, diablo de muchacho! —volvió a gritarme.

Dejó suelto el caballo y corrió en busca del saco tendido a los pies de la puerta, golpeó con él la candela una y otra vez hasta vencerla y seguir adelante, prometiéndome a cada paso un castigo mayor.

—Estás loco de remate, muchacho. Vas a estar un mes arrodillado sobre chapas, te obligaré a pasar la noche contando estrellas, voy a darte una tunda de cintazos que ni tus padres te van a conocer. Si por tu culpa se quema esa siembra no tendré dónde ocultar mi cara.

—Pero, abuelo, yo solo quería… —intenté explicar y noté, aliviado, que a pesar de sus insultos, él había logrado detener la candela.

Entonces llegó junto a mí y me dio un pellizco que me erizó de dolor.

—Tus padres sabrán de esto, ¿oíste?

—¿Y esos gritos? —dijo abuela desde el portal. Vio el humo y pasó la vista por el patio—. Viejo, ¡¿por fin te decidiste a acabar con esa hierba?! ¡Qué bueno! Eso solo servía para mosquitos, jejenes y hormigas bravas.

—¡Aah!, si —suavizó abuelo la mirada, haciéndome un guiño de complicidad, y prosiguió—. Este vejigo me ayudó con el fuego, un poco más y cruza para el maizal del compadre Jacomino.

Observé el patio, aún tenía restos de humo en los guayabos y en los almácigos, era una leve señal de candela que se consumiría sola.

—Pero no cruzó —dijo, con firmeza, abuela—, y el patio quedó limpio de esos guisazos que al caminar me pinchaban.

—Sí, pero, mi vieja, también se te quemó el jardín —señaló abuelo.

Ella le quitó el sombrero viejo, sudado, y le besó la frente.

—No importa, viejo refunfuñón —aprobó cariñosa, abrazándolo—, eso no era un jardín. Imagínate, ya no sabía si cultivaba rosas y amapolas o romerillo y verdolagas. Mira lo tiznados que están, entren a darse un baño, que se lo ganaron.

Abuelo juega a ensortijarme el pelo y me da golpecitos en los hombros. Pienso que me responsabilizará del incendio y decidirá qué castigo ponerme. Me acerco a la casa muerto de miedo a cada paso y me asusto cuando descubro que va a hablar.

—Estamos sucios, mi vieja, pero cumplí; bueno, cumplimos contigo y te vamos a poner bien lindo ese jardín —dice y nos tira el brazo por encima para entrar juntos a la casa que huele a humo hasta en las paredes.

Capítulo II

El viaje a casa de mis abuelos tenía que ver con montar al caballo Ciclón loma abajo y para descubrir por qué los techos de guano de las casas del batey estaban sudados en las tardes de sol. Pero Ciclón estaba muerto y no me interesó —como en otras vacaciones— la música del río, medir las sombras a las ceibas, los tomeguines posados al alcance del tirapiedras, o correr por los potreros detrás de las mariposas. Una de esas noches en que estaba como de costumbre, fastidiado de aburrimiento, escuché decir a mi abuela.

—Viejo, mañana ordeña también a la vaca pinta. El jueves voy a casa de Juana. ¡Cómo odio tener que ir a esa casa!