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El comandante Hank Renshaw lo sabía todo sobre Gabrielle Ballard. Todo salvo cómo sería acariciarla porque era la prometida de su mejor amigo. O lo había sido hasta que Kevin murió en el campo de batalla, después de hacerle prometer que buscaría a Gabrielle. De modo que estaba en Nueva Orleans, en el apartamento de Gabrielle. No era el sentido del deber lo que hacía que quisiera quedarse, sino el deseo que sentía por ella, así de sencillo.
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Seitenzahl: 167
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Catherine Mann
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Honradas intenciones, n.º 11 - noviembre 2018
Título original: Honorable Intentions
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Este título fue publicado originalmente en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-058-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Nueva Orleans, Luisiana. Mardi Gras
–LAISSEZ les bons temps rouler! ¡Que empiece la fiesta!
Hank Renshaw Jr. escuchaba los gritos mientras se abría paso entre la multitud que flanqueaba la avenida para ver el desfile de Mardi Gras, la popular fiesta de Nueva Orleans.
Pero él no estaba de humor para fiestas.
Debía llevar el mensaje de un amigo que había muerto en Afganistán diez meses antes. Y buscar a la novia de su amigo era una de las cosas más difíciles que había tenido que hacer nunca.
La determinación de hacer lo que debía hacer lo empujaba mientras se abría paso entre la gente, algunos con sombreros, máscaras o los famosos collares de cuentas de Mardi Gras. Todas las farolas estaban encendidas, iluminando las calles principales de la ciudad por las que pasaba el desfile, con una banda de jazz tocando una canción de Louis Armstrong y la gente de las carrozas tirando collares, doblones e incluso braguitas de encaje sobre la multitud.
No le sorprendía la lluvia de sujetadores. Años atrás, había estado allí y sabía que las fiestas duraban todo el fin de semana y que se animarían aún más a medida que corría el alcohol. En unas horas, las chicas empezarían a pedir collares de la forma tradicional: levantándose la camiseta.
–¡Tírame algo! –gritó una mujer al paso de una carroza con el rey del desfile montado sobre un caimán mecánico.
–Laissez les bons temps rouler! –gritaba el rey, con un fuerte acento francés cajún, el dialecto de Luisiana.
Hank hablaba francés fluido, un pasable alemán y un poco de chamorro del tiempo que su padre estuvo destinado en Guam. Siempre había jurado que no seguiría los pasos de su progenitor y, mientras su padre era piloto, él era copiloto. Pero, al final, había elegido el mismo avión, el B-52. Hank había seguido la tradición familiar al igual que sus hermanas a pesar de contar con una fortuna personal.
Y daría hasta el último céntimo si así pudiera devolverle la vida a su amigo.
Con el corazón encogido, Hank miró la multitud. Solo le quedaba una manzana para llegar al apartamento de Gabrielle Ballard, situado sobre una tienda de antigüedades.
Y entonces, de repente, la vio entre la gente. O, más bien, vio su espalda. No parecía estar allí para presenciar el desfile, de modo que debía de volver a su casa, caminando delante de él con una bolsa de flores en la mano y una mochila de tela.
Apresurando el paso, Hank no cuestionó cómo la había identificado. Sabía que era Gabrielle sin ver su cara porque reconocía la elegante curva de su cuello, el brillante pelo rubio que rozaba sus hombros, sus pasos…
Incluso con un jersey ancho que escondía su cuerpo, no tenía la menor duda. Aquella mujer hacía que un pantalón vaquero pareciese un traje de diseño. Tenía un elegante estilo europeo debido a su doble nacionalidad; su padre, un oficial del ejército estadounidense, se había casado con una mujer alemana a la que conoció en una base militar y Gabrielle había ido a Nueva Orleans para hacer un máster.
Sí, lo sabía todo sobre Gabrielle Ballard, desde dónde había pasado su infancia a lo hermosa que era la curva de sus caderas. La había deseado cada día durante un tortuoso año antes de que Kevin y él fueran destinados a Afganistán. El único alivio había sido que entonces estaban destinados al norte de Luisiana, no en la ciudad, de modo que solo se habían visto un par de veces al mes.
A pesar de todo, el código de hermandad entre soldados levantaba un muro entre ellos que Hank no podía escalar. Gabrielle era la novia de su mejor amigo, la chica de Kevin.
Pero su amigo había muerto por los disparos de un francotirador.
Eso no hacía que Gabrielle estuviera disponible, pero sí la convertía en una obligación para Hank.
Gabrielle se ajustó la mochila sobre el hombro mientras atravesaba un grupo de estudiantes frente a la verja de hierro que daba entrada a su edificio. Un chico derramó un poco de cerveza en su brazo y Gabrielle intentó apartarse, pero el joven se interpuso en su camino cuando intentaba abrir la verja.
Hank la vio sujetar con fuerza la mochila mientras miraba al chico con expresión asustada.
El instinto adquirido en la batalla le decía que las cosas podían ponerse feas porque los chavales estaban borrachos, de modo que apresuró aún más el paso. A la luz de la farola, su pelo rubio brillaba como un faro en medio del caos. Las aceras estaban llenas de gente, el estruendo de las carrozas y la multitud que las recibía era tan atronador que sus gritos de ayuda no serían escuchados.
Hank llegó a su lado y puso una mano sobre el hombro del sujeto.
–Deja pasar a la señora.
–¿A ti qué te pasa…? –el borracho dio un paso atrás, mirándolo con los ojos vidriosos.
Gabrielle miró a Hank y lanzó una exclamación. El brillo de en sus ojos de color esmeralda decía que lo había reconocido y, de inmediato, sintió una punzada de deseo. La misma que había sentido desde que la vio por primera vez en un desfile militar.
Al verla con un precioso vestido azul, todas las células de su cuerpo gritaron: ¡mía!
Unos segundos después, Kevin se la había presentado como su novia y el amor de su vida, pero el cuerpo de Hank seguía reclamándola como suya.
–Métete en tus cosas, amigo –dijo el borracho.
–Me temo que esto es cosa mía –Hank pasó el brazo por la cintura de Gabrielle, haciendo un esfuerzo para controlar su reacción–. La señorita está conmigo y es hora de que busques otro sitio para ver el desfile.
El tipo miró la cazadora de aviador y decidió que pelearse con un militar no sería buena idea.
–No sabía que fuera su novia, comandante. Perdone.
Comandante, sí. Pero parecía como si el día anterior aún fuese un teniente recién llegado a la unidad. Se sentía anciano, aunque solo tenía treinta y tres años.
–Mientras la dejes en paz, no pasa nada.
–Muy bien –el tipo les hizo un gesto a sus amigos–. Vámonos, chicos.
Hank se quedó mirándolos hasta que fueron tragados por la multitud, preparado y en guardia mientras miraba a su alrededor.
–¿Hank? –murmuró Gabrielle–. ¿Cómo me has encontrado?
El sonido de su voz pareció envolverlo como un lazo de seda. Nada había cambiado, seguía loco por ella. Antes, cuando Kevin y ella estaban prometidos, era terrible. Y en aquel momento, al recordar a su amigo muerto…
Tenía que comprobar que Gabrielle estaba bien, como le había prometido a su amigo, repetirle las últimas palabras de Kevin y luego desaparecer de su vida para siempre.
–Sigues viviendo en el mismo sitio, así que no ha sido difícil –respondió él.
Decidido a controlar sus sentimientos, Hank había acompañado a su amigo a la ciudad dos años atrás…
Una tortura de principio a fin.
–¿Qué haces aquí? No sabía que hubieras vuelto a Estados Unidos –dijo Gabrielle, con su ligero acento alemán dándole un toque exótico.
Como si necesitara algo más para dejarlo sin aliento…
Era un veterano de guerra de treinta y tres años y ella hacía que se sintiera como un colegial ante la chica más guapa del colegio.
Los ojos verdes, los altos pómulos, la delicada barbilla en un rostro ovalado, la bolsa de flores en una mano, la mochila colocada sobre el pecho.
–He venido a verte. Deja que te ayude…
–No, gracias –Gabrielle se apartó cuando intentó quitarle la mochila y Hank se dio cuenta de lo que era porque su hermana Darcy tenía una exactamente igual. Era una mochila portabebés.
Y, al ver un piececito asomando por un lado, descubrió que había un bebé dentro.
Gabrielle había querido ser madre desde niña. Sus muñecas siempre habían sido las mejor vestidas y peinadas del colegio…
Pero entonces no sabía lo diferente que sería ser madre de verdad.
Sin un padre para su hijo.
Un niño enfermo.
Y, de repente, el pasado había vuelto en forma de Hank Renshaw, que bloqueaba el resto del mundo con esos hombros tan anchos bajo una cazadora de aviador. Tan alto, moreno y serio como un héroe de película.
Seguía sin creerse que estuviera allí.
«Hank».
No, el comandante Hank Renshaw Jr., en medio de la abarrotada calle en Mardi Gras. Solo una cita con el pediatra podía haberla sacado de casa en medio de aquel caos.
No lo había visto desde… a Gabrielle le dio un vuelco el corazón. Desde que se despidió de Kevin el día que los destinaron a Afganistán.
Y por doloroso que fuera pensar que debería estar celebrando el regreso a casa de Kevin, lo que había ocurrido no era culpa de Hank. Además, su aroma a hombre recién duchado y afeitado borraba el asqueroso olor a cerveza y sudor de la calle.
Qué fácil sería apoyarse en él, buscar su protección. Qué fácil y qué error.
Tenía que ser fuerte, se dijo. Había luchado mucho para liberarse de su protectora familia dos años antes, cuando decidió estudiar en Estados Unidos, y era una madre soltera de veintisiete años que podía cuidar de sí misma y de su hijo. No necesitaba la distracción de un hombre, especialmente en aquel momento. Especialmente aquel hombre.
Y, a juzgar por la expresión horrorizada de Hank al ver el piececito de su hijo asomando por la mochila, no iba a tener ningún problema porque parecía a punto de salir corriendo.
Gabrielle intentó sonreír.
–No me puedo creer que seas tú de verdad. Vamos dentro, así podremos hablar. Con este ruido no se puede oír nada. ¿Cuándo has vuelto? ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
–Regresé ayer a la base –respondió él.
–¿Ayer? –repitió Gabrielle, ignorando la obvia pregunta de sus ojos–. Entonces, debes de estar agotado.
Hank la tomó del brazo para llevarla dentro.
–Verte era mi prioridad. ¿Por qué si no iba a venir a Nueva Orleans?
Su hijo le dio una patadita en el estómago.
–Bueno, es Mardi Gras –dijo ella, sacando las llaves–. Podrías haber venido a pasarlo bien, como tanta gente.
–No, he venido por ti.
–Por Kevin, quieres decir.
Pronunciar su nombre, incluso diez meses después de su muerte, seguía rompiéndole el corazón y vio el mismo dolor en los ojos de Hank. Qué extraño lazo había entre ellos, conectados por un hombre muerto…
Volviendo la cabeza para ocultar las lágrimas, Gabrielle abrió la verja y Hank cerró rápidamente para evitar que alguien entrase tras ellos.
–¿De quién es ese niño, de alguna amiga?
–No, es Max, mi hijo –respondió Gabrielle. Y estaba enfermo, muy enfermo–. Cualquier otra pregunta tendrá que esperar hasta que lleguemos arriba. Ha sido un día muy largo y estoy agotada.
Hank tomó la bolsa de los pañales, que él había creído su bolso, y se quitó la cazadora de cuero para ponerla sobre sus hombros.
Gabrielle había llevado la cazadora de Kevin muchas veces y una debería ser igual que cualquier otra, pero no era así. El calor de Hank parecía tragársela, envolverla.
Kevin y Hank habían volado juntos en un B-52, pero sus temperamentos eran completamente opuestos. Kevin era divertido, burlón, siempre empujándola a dejar sus estudios y vivir la vida. Hank era todo lo contrario: serio, adusto y tan… intenso.
Sus pasos resonaban tras ella mientras subían la escalera que llevaba a su apartamento en el tercer piso. Después de un largo día en el hospital enfrentándose con sus miedos y tomando decisiones sola, tener a alguien a su lado era agradable.
Demasiado agradable.
La cazadora de Hank estuvo a punto de caer al suelo cuando metió la llave en la cerradura, pero la sujetó con una mano mientras abría la puerta.
–Bueno, ya hemos llegado –Gabrielle se quitó los zapatos.
El apartamento era un espacio abierto de techos altos y suelos de madera decorado con cosas compradas en mercadillos. No tenía habitaciones, solo una zona separada por seis escalones que hacía de dormitorio en la que, además de su cama, había instalado la cuna del niño, con un móvil de aviones.
El apartamento le había parecido perfecto cuando hizo realidad su sueño de ir a Estados Unidos para estudiar, pero desde que nació Max era un sitio tan poco práctico que en algún momento incluso había pensado en volver a casa, pero no se decidía. Tenía algo de dinero ahorrado y un salario decente diseñando páginas Web…
Pero todo se había venido abajo cuando le dijeron que su hijo había nacido con un defecto congénito en el aparato digestivo y debían operarlo para reparar su válvula pilórica.
–Gabrielle… –la voz ronca de Hank llenaba el apartamento, mezclándose con el ruido de la calle.
–Shh –Gabrielle sacó al niño de la mochila para dejarlo en la cuna y se inclinó para darle un beso en la frente, respirando su delicioso aroma a talco y champú infantil.
Su hijo… haría cualquier cosa por él.
El cansancio desapareció, reemplazado por una nueva determinación y después de cerrar la cortina que separaba la habitación del resto del apartamento, se volvió para mirar a Hank.
–Ahora podemos hablar. Max dormirá otros veinte minutos antes de pedir el pecho otra vez.
Debido a sus problemas gástricos, el niño comía poco y muchas veces al día, pero con suerte la operación solucionaría el problema. Si su frágil bebé sobrevivía a la operación.
Hank dejó la bolsa de los pañales sobre una mesa de pino al lado de la cocina y la cazadora sobre una silla.
–¿Es hijo de Kevin?
Esa pregunta la pilló desprevenida. Y las dudas que veía en sus ojos le dolían más de lo que querría admitir.
Los recuerdos de tiempos más felices la atormentaban. Hank siempre la había ayudado con el impulsivo Kevin…
–Tú me conoces –le dijo. O eso había pensado–. ¿De verdad tienes que preguntarlo?
–Entre mis hermanas y mis hermanos, que procrean como conejos, he tenido en brazos a muchos niños y el tuyo parece un recién nacido. Han pasado doce meses desde la última vez que Kevin estuvo aquí –Hank sacudió la cabeza, agarrando el respaldo de la silla–. De modo que no me salen las cuentas.
Tenía razón sobre el tamaño del niño, pero él no sabía nada.
–¿De verdad crees que yo engañaría a Kevin?
¿Y no había sido así?, se preguntó Gabrielle entonces. Aunque solo fuera de pensamiento.
–No serías la primera mujer que engaña a un hombre al que han destinado fuera del país.
–Pero yo no lo hice –replicó ella, cruzándose de brazos–. Max es pequeño porque está enfermo, tiene estenosis en el píloro. Es un problema digestivo que hay que corregir con una operación.
Hank tragó saliva.
–Vaya, lo siento mucho –murmuró, levantando una mano para apretar su brazo y bajándola sin atreverse a hacerlo–. ¿Puedo ayudarte en algo? ¿Necesitas dinero para un especialista?
–No, gracias –se apresuró a decir Gabrielle–. Tengo un seguro médico y no hacen falta especialistas para un bebé tan pequeño. Y, por cierto, Max tiene cuatro meses. Nació ocho meses después de que Kevin se marchase.
–Entonces, estabas en el primer trimestre cuando Kevin murió. ¿No sabías que estabas embarazada?
Ella tragó saliva. No podía ni quería negarlo.
–Sí, lo sabía.
–¿Y por qué no se lo dijiste?
¿Cómo se atrevía a juzgarla o a interrogarla? ¿Cómo se atrevía a estar vivo? Gabrielle decidió canalizar su dolor a través de la ira.
–Sé que eras muy amigo de Kevin, pero mis razones para no contárselo no son asunto tuyo.
Hank apretó los dientes.
–Tienes razón, no es asunto mío.
Esa admisión hizo que a Gabrielle se le pasara el enfado. ¿Pero cómo iba a explicárselo? Entonces estaba asustada, desconcertada, y había retrasado lo inevitable hasta que fue demasiado tarde. De haber sabido que esperaba un hijo, ¿habría tenido Kevin más precaución? No había respuesta para esa pregunta y ella tendría que vivir con el sentimiento de culpabilidad de por vida.
Gabrielle tomó la cazadora del respaldo de la silla y se la ofreció.
–Bueno, pues ya me has visto y has hecho lo que venías a hacer. Es tarde y debes de estar agotado del viaje. Y, francamente, también yo lo estoy. Ni siquiera he tenido tiempo de comer.
Un día estresante, aparte del agotamiento de dar el pecho a Max cada dos horas.
–Gabrielle…
–Me alegro de verte, Hank. Buenas noches.
Él tomó su mano.
–He venido a verte como le prometí a Kevin y, aparentemente, he llegado en buen momento. Él hubiera hecho todo lo posible por su hijo y sé que le habría gustado que viviera en un sitio… mejor que este.
–No recuerdo que fueras grosero –replicó Gabrielle, molesta.
–Y yo no recuerdo que tú estuvieras tan a la defensiva.
–Puede que yo no tenga el dinero de los Renshaw ni vuestros contactos políticos, pero trabajo y gano un salario, así que puedo mantener a mi hijo.
La rabia y la frustración desaparecieron al darse cuenta de que él seguía apretándole la mano, el calor de su piel le hacía recordar algo que no había sentido en mucho tiempo.
«Deseo».
Y en los ojos de Hank vio que él sentía lo mismo.
–Antes has dicho que no habías comido. Deja que pida algo de cena para compensarte por mi grosería.
–¿Quieres que cenemos juntos?
Gabrielle no había compartido una cena con él desde antes de que se fueran a Afganistán.
Desde la noche que besó a Hank Renshaw.
HANK vio el recuerdo de ese beso reflejado en los ojos verdes de Gabrielle. Un momento de debilidad que lo había perseguido hasta aquel día.
Ella había ido a la base militar de Bossier City para despedirse de Kevin cuando los destinaron a Afganistán. Pensaban comer juntos, pero en el último minuto la pareja discutió y Kevin se marchó, enfadado. De modo que Hank compró unas hamburguesas y la escuchó mientras Gabrielle le abría su corazón. Había logrado contenerse mientras la veía llorar, pero cuando la abrazó…
Maldita fuera. Aún no sabía quién había iniciado el beso, pero se culpaba a sí mismo.
–¿Piensas pedir una cena por teléfono en Mardi Gras? –preguntó Gabrielle, enarcando una ceja.