Hoy no quiero matar a nadie - Boris Quercia - E-Book

Hoy no quiero matar a nadie E-Book

Boris Quercia

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Beschreibung

Hace frío, son las seis veintitrés de la mañana, es recién martes y Santiago Quiñones no tiene ganas de matar a nadie. El problema es que es policía. Y está a punto de enfrentarse a una banda de maleantes peligrosos pero inexpertos que hacen todo mal. El tiroteo es el inicio de una serie de peripecias en que el protagonista nos llevará por las calles del centro de Santiago tras una mujer tan seductora que lo enredará en una oscura estafa. El relato policial se adentra cada vez más en los bajos fondos de la ciudad, allí donde la fuerza de los hechos es incontestable y se desbarata cualquier sueño posible. La atracción hacia las mujeres y el sexo en el corazón del relato conducirán al lector por caminos insospechados y extrañamente tragicómicos. LA SERIE SANTIAGO QUIÑONES Por las calles del centro de la ciudad de Santiago de Chile van los pasos de Santiago Quiñones. Un policía demasiado sensible para el trabajo sucio que le toca hacer. Más cerca a veces de los delincuentes que de sus compañeros de armas, Santiago no discrimina. Sabe que a uno y otro lado existen los mismos peligros, y que nadie está libre de caer en la gran moledora de carne que es el mundo. Apurado muchas veces por la coca, Santiago se equivoca más que lo que acierta y no puede evitar ponerse del lado de los más débiles, aunque esto signifique burlar las leyes. Su novia Marina intenta sostenerlo y salvar una relación que naufraga constantemente, pero Santiago es un policía que va cayendo por la vida, sin acabar nunca de estrellarse. No es un buen hombre, tampoco tan malo, solo que quizás nunca dejó de ser ese niño callado y algo triste que aún no termina de comprender del todo cómo funciona este intrincado mundo nuestro.

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Seitenzahl: 146

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Boris Quercia es actor, director, guionista y escritor. Interpretó a Roberto Parra (hermano de Violeta Parra) en uno de los mayores éxitos del teatro chileno: La negra Ester. Es director de Sexo con amor, una de las películas más vistas del cine chileno, y de Los 80, la serie más premiada de la televisión chilena.

Hoy no quiero matar a nadie es su primera incursión literaria y marca el nacimiento de su personaje Santiago Quiñones. Con Perro muerto, su segunda novela, obtuvo el prestigioso Grand Prix de Littérature Policière el año 2016 en París, Francia. La serie la completa La sangre no es agua.

 

Hace frío, son las seis veintitrés de la mañana, es recién martes y Santiago Quiñones no tiene ganas de matar a nadie. El problema es que es policía. Y está a punto de enfrentarse a una banda de maleantes peligrosos pero inexpertos que hacen todo mal.

El tiroteo es el inicio de una serie de peripecias en que el protagonista nos llevará por las calles del centro de Santiago tras una mujer tan seductora que lo enredará en una oscura estafa. El relato policial se adentra cada vez más en los bajos fondos de la ciudad, allí donde la fuerza de los hechos es incontestable y se desbarata cualquier sueño posible. La atracción hacia las mujeres y el sexo en el corazón del relato conducirán al lector por caminos insospechados y extrañamente tragicómicos.

La serie Santiago Quiñones

Por las calles del centro de la ciudad de Santiago de Chile van los pasos de Santiago Quiñones. Un policía demasiado sensible para el trabajo sucio que le toca hacer. Más cerca a veces de los delincuentes que de sus compañeros de armas, Santiago no discrimina. Sabe que a uno y otro lado existen los mismos peligros, y que nadie está libre de caer en la gran moledora de carne que es el mundo. Apurado muchas veces por la coca, Santiago se equivoca más que lo que acierta y no puede evitar ponerse del lado de los más débiles, aunque esto signifique burlar las leyes. Su novia Marina intenta sostenerlo y salvar una relación que naufraga constantemente, pero Santiago es un policía que va cayendo por la vida, sin acabar nunca de estrellarse. No es un buen hombre, tampoco tan malo, solo que quizás nunca dejó de ser ese niño callado y algo triste que aún no termina de comprender del todo cómo funciona este intrincado mundo nuestro.

Hoy no quiero matar a nadie

Hoy no quiero matar a nadie

BORIS QUERCIA

Un caso del detective Santiago Quiñones

Primera edición: enero del 2021

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:EDITORIAL ALREVÉS, S.L.C/ València, 241, 4.º08007 [email protected]

Título original: Santiago Quiñones, tira© 2010, Boris Quercia© de la presente edición, 2021, Editorial Alrevés, S.L.Published by arrangement with Literarische Agentur Mertin inh. Nicole witt e. K., Frankfurt am Main, Germany

ISBN: 978-84-17847-57-9Código IBIC: FFProducción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

La vida es una caída horizontal.

JEAN COCTEAU

1

Hace frío, son las seis veintitrés de la mañana, es recién martes y no tengo ganas de matar a nadie. Qué tontera más grande. Estoy de guata en la vereda, miro por debajo de un Fiat Fiorino, solo les veo los pies. A mi espalda hay un pasaje estrecho que cruza toda la manzana y llega hasta la otra calle. La idea es que ninguno de los Guateros se escape por ahí. Así se llaman. Los Guateros. Los seguimos hace cinco meses, nos sabemos de memoria sus caras, sus voces, sus chistes repetidos de cuando hablan por teléfono. Se descolgaron de una banda mayor, los Melacomo, pero los Guateros no saben cuidarse, hacen todo mal y hoy les toca. A ellos y a nosotros. Cuando se trabaja con estas bandas de poca experiencia es más peligroso. Los que saben hacerla, se entregan de inmediato. Tienen abogados eficientes, dinero con el que comprar a actuarios, infiltrados entre los gendarmes. Y en el peor de los casos, van a pasar un tiempo en la cárcel sin tanta incomodidad. En cambio, los que intentan armar su primer negocio son pura adrenalina y ganas de disparar. Y yo hoy no quiero matar a nadie. Sería más fácil si estuviera en la panadería, pero el jefe puso ahí a García. La panadería de la esquina tiene un segundo piso donde están los hornos y la amasandería. Desde ahí se controla el sector. Si los Guateros tuvieran más experiencia trabajarían desde la esquina y no aquí, a mitad de cuadra. Ellos no saben, pero están acorralados. Son las seis treinta y cuatro, y comienza a clarear. El camión está atrasado. Yo estoy entumecido. Tengo las manos a la misma temperatura que la pistola: heladas. Ya se van a calentar con el primer balazo. Voy a tratar de darle en una pierna, quizás se caiga y suelte el arma. No tengo ganas de matar a nadie, hoy no. Escucho el camión. En la panadería se prende la luz de la ventana pequeña del baño, es la señal para nosotros. El guardia que fuma en la puerta también escucha el camión, tira el cigarro a la calle y entra con los demás monos de la banda. Por un momento no pasa nada. La colilla del cigarro humea a unos dos metros de mí en medio de la calle, me quedo mirando el humo que forma una figura rara y azul en el aire. Pongo mi dedo en el gatillo, lo saco. Por último, que sea en un hombro; le voy a dar en el hombro del lado en que lleve el arma. Si le doy en la pierna, puede que me dispare desde el suelo. Lo malo es que el hombro está cerca de la cabeza, cerca de los pulmones, cerca del corazón, y uno tiene que cargar la puntería hacia el centro del cuerpo, lo que aumenta el riesgo. Qué pocas ganas tengo de matar a alguien hoy. Lo que sí tengo son unas ganas terribles de mear, siempre es así cuando estoy esperando que comience algo, me pasaba de niño, en Valparaíso, antes de los fuegos artificiales. Muevo las piernas, las hago tiritar y aprieto por dentro para no mearme. El camión dobla la esquina. Ya estamos, ahora sí, pongo el dedo en el gatillo. Un cuarto para las siete. Marina debe de estar despertándose en este mismo instante. Cuando se queda en mi departamento, se levanta a esta hora. Estoy viendo su cara somnolienta, se incorpora y se sienta en la cama, permanece un buen rato así, a mitad de camino entre el sueño y el día laboral. La veo ahí sentada, bostezando antes de prender la luz; tiene puesta una polera que le presté con el logo grande en la espalda de la Policía de Investigaciones de Chile, la PDI, y sus calzones diminutos, diminutos y transparentes que dejan ver su pubis, sus vellos depilados en una pequeña línea. Antes de que Marina se meta en la ducha esto habrá terminado. Los Guateros comienzan a salir de la casa. Yo me arrastro debajo de la Fiorino para poder ver algo más. Hay uno que lleva un arma larga, alcanzo a distinguir el cañón que le llega más abajo de la rodilla. El camión se estaciona. La rueda trasera pisa la colilla y disipa el humo. Salgo con cuidado de debajo del Fiat, me acuclillo. Frente a mí veo el largo pasaje, si alguno intenta arrancar por ahí lo tengo listo. Escucho el portalón trasero del camión que se abre y las voces familiares de los Guateros, con las típicas frases tontas y autosuficientes. Marina tiene que haber prendido la luz, se habrá puesto de pie, entonces se estira, levanta los brazos y se le sube la polera, dejándome ver su traste bien formado. Luego se saca la polera, la tira sobre mi cama y se va al baño. ¿Qué hago con esta erección? Comienzan a bajar las cajas. Yo no veo nada, solo escucho, ahora. «¡Ahora!» Empezamos, y cada vez tengo menos ganas de matar a nadie. Un auto de los nuestros a cada lado cierra la calle. Comienzan los disparos. Nosotros respondemos rápido. Desde la panadería, García apunta un fusil con mira telescópica y tiene que dar en más de un blanco. García es bueno y siempre está dispuesto a disparar, no como yo. Si por mí fuera, no descargaría un tiro más en mi vida. No sé si estoy cansado, no sé si esto pasa con los años, no sé. El del arma larga devuelve los disparos como malo de la cabeza. Desde donde estoy veo que García tiene que cambiar de posición porque su puesto de francotirador es descubierto. Aquí va a correr sangre. Una granada de gas acaba de caer dentro del camión, comienza la estampida, uno de los Guateros escapa hacia el pasaje. Lo reconozco de inmediato cuando pasa a mi lado, es Baltasar, el más chico. Quince años, tres en la correccional por matar a su padrastro a puñaladas. Corro detrás de él. «¡Al suelo!», le grito, como avisándole, para salvarle la vida. Baltasar se gira y dispara en medio de su carrera, sin ninguna puntería. El balazo rompe un vidrio de una ventana que da al pasaje, se escuchan gritos desde dentro de las casas. «¡Al suelo!», grito de nuevo. Baltasar ya va llegando al final del pasaje; si sale, lo pierdo. Pienso en los pies, pero apunto al hombro, disparo. La fuerza del impacto lo hace saltar incluso más rápido de lo que él iba corriendo, como si un caballo le hubiera dado una patada en la espalda. El muchacho cae… Mitad del cuerpo en la vereda, mitad en la calle. Camino lentamente sin dejar de apuntarlo, me giro un poco hacia atrás y veo a mis compañeros esposando a los Guateros en el suelo, ya no se escuchan disparos. Miro hacia adelante y veo que Baltasar no se queja, no se mueve. Cuando me acerco, tomo una de sus zapatillas que quedó casi pegada al suelo mientras su cuerpo salió volando. Es una Nike, aún con olor a nueva. La tomo, está caliente, algo húmeda, me da un poco de asco, como cuando en el metro uno se sienta en un asiento que recién fue ocupado por alguien. El pasaje se llena de murmullos, yo sigo caminando hacia el muchacho. Mi bala le entró por la nuca, tiene el rostro desfigurado. Ni preguntar, está muerto. Marina debe de estar prendiendo la ducha ahora, qué ganas de que mojara todo esto y limpiara esta sangre que comienza a escurrir por el pavimento. Qué pocas ganas tenía hoy de matar, pero ahí está Baltasar.

2

A Marina no le gusta la playa, siempre le hacen el mismo chiste con su nombre. Pero es verdad, le cargan los mariscos, le cargan las olas y encuentra que el sonido del mar es hostigoso. Tampoco le gusta la arena y encuentra el agua demasiado fría. Una vez se subió a un ferri para cruzar a Chiloé y jura que nunca más. Ella nació en Farellones. Su papá era paco y estaba a cargo del retén antiguo. A su mamá le vinieron las contracciones de noche en medio de una tormenta de nieve, ni soñar con bajar a Santiago. Su papá atendió el parto. No sabe por qué le pusieron Marina, se iba a llamar Rocío, pero cuando volvió del registro civil ya se llamaba Marina. No sé por qué pienso en todo esto mientras lleno el formulario, qué tontera más grande, si le hubiera disparado a los pies, no estaría aquí estampando mi firma. García firmó como testigo. Desde donde estaba, no veía nada, pero es buena gente. Después, subir al segundo piso, entregar la constancia, firmar el libro, el timbre, la rúbrica del oficial. «Ya lo va a llamar el juez la próxima semana, o la otra, usted sabe cómo es esto.» Los papeles van a parar a un archivador. Y el archivador a una sala llena de archivadores, y en unos años a la basura con miles de archivadores. Eso fue todo, un trámite que no me cambiaba el sabor amargo de la boca, pero por lo menos me dejaba libre de polvo y paja. Bajo y camino. Llego hasta Banderas, me mezclo entre la gente. Pienso que, a diferencia de Marina, a la que no le gusta el mar, a mí sí me gusta Santiago. También siempre me hacen chistes con el nombre. Me pusieron Santiago por mi abuelo Santiago. Era matarife, faenaba animales en el matadero de Talca. No ganaba mucho, pero ahorraba cada peso que caía en sus manos. Logró mandar a su hija a la capital para que estudiara. Mi mamá vivía en una pensión en la calle Bulnes y estudiaba peluquería. Me cambio de vereda y me voy por el sol. Doblo en Huérfanos. Me doy cuenta de que hace un rato estoy siguiendo a una joven. Lleva puesta una falda gris bien ceñida a su cuerpo. Se dibujan sus muslos sobre la tela y tiemblan a cada paso, pero solo un poco, demostrando la firmeza de sus carnes. Se detiene en una vitrina, yo sigo de largo, me paro en el quiosco, lo rodeo leyendo los titulares —ya salió el diario de la tarde—, me acomodo para mirarla mejor. Ahora la veo de perfil. Es muy linda. Tiene cogido un mechón de su pelo y se lo pasa suave por los labios en un gesto que parece habitual en ella. Tiene ojos negros, grandes pestañas, una nariz redonda y pequeña que parece una guinda pálida en medio de su cara. Metro setenta, le calculo. Está mirando en la vitrina ropa de cama, almohadas, cosas de una tienda que yo jamás advertiría. La imagino adornando su casa, cambiando las fundas de la almohada, poniendo una planta en el balcón, abriendo las cortinas en la mañana. La imagino riendo mientras se le forman dos margaritas en las mejillas. Debe de tener veintisiete años, no lleva anillo, raro que si es casada no lo lleve. Suelta el mechón de pelo y comienza a caminar. Pasa cerca de mí y alcanzo a leer en la tarjeta que lleva prendida con un clip a su blusa el nombre de «Ema Marín H.». Nombre antiguo, pienso, la sigo mirando. En la siguiente cuadra entra a las oficinas de Interamericana de Seguros. Allí trabaja, qué manera de quedarle bien el uniforme que a otras les sienta fatal. En ocasiones como estas, me imagino que yo mismo entro al edificio y pido hablar con Ema Marín. Un interrogatorio de rutina. Cualquier excusa para conocerla, saber dónde vive, a qué hora come, dónde estudió cuando niña, cuántos hermanos tiene, ¿están vivos sus padres? Esta obsesión por saber del otro debe de ser eso que suelen llamar «deformación profesional». Cada vez que me encuentro en la calle con una belleza única en una mujer normal, me dan ganas de esto y de más. Pero, en cambio, compro el diario de la tarde. Lo abro en las páginas policiales, ahí está la noticia, cae una banda de traficantes, un muerto y tres heridos en el tiroteo; solo aparecen las iniciales del fallecido, porque es menor de edad: «B. C. B. F.». Pero yo sé que es Baltasar Carlos Bravo Faúndez, y que le di un tiro en la nuca.

3

No me gusta la palabra rati, prefiero tira. No sé muy bien cuál vino primero. En el coa se acostumbra a invertir las sílabas, como decir copi en vez de pico, rati en vez de tira, cheno en vez de noche, calu en vez de luca, sapa en vez de pasa, arme usted mismo una frase. Ser tira es algo que te tiene que gustar, si no, no duras ni un día. Después, es algo que se aprende, ninguno entra siendo tira. Ni el más tira. Solo adentro con los años te vas convirtiendo en esa otra persona que querías ser. Y una vez que te haces tira, ya no hay caso, ya no hay vuelta atrás. Aunque no dispares un tiro más y te dediques a cuidar del jardín, vas a seguir siendo tira hasta el final.