Electrocante - Boris Quercia - E-Book

Electrocante E-Book

Boris Quercia

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Natalio y su Electrocante —un compañero androide, también llamado «tronco»— recorren la City haciendo el trabajo sucio que le corresponde a un policía Clase 5. La ciudad está colapsada por la ola de inmigrantes y disidentes que llegan desde la Ciudad Vieja y las órdenes son terminar con ellos como sea. En uno de estos operativos, Natalio pierde a su tronco cuando un disidente le vuela la cabeza con una bomba imán. Natalio, entonces, se ve obligado a comprar un electro de segunda mano, un modelo antiguo que nadie quería y que estaba almacenado al fondo de la tienda. No sabe por qué, pero hay algo en este modelo que le cae simpático, quizá sean las anomalías que desde un principio presenta el Electrocante en su desempeño. Con el paso de los días, entre los dos se irá forjando un sentimiento que se parece mucho a la amistad, porque, como dice la tercera Ley de Rostik, «las anomalías se buscan y se encuentran». Natalio también se siente un ser anómalo en un mundo que poco a poco pierde su humanidad. Mientras trabajan juntos en un caso de suplantación de identidad en la factoría de Sueños Especiales, Natalio se da cuenta de que no es solo su Electrocante el que presenta anomalías. Algo no está funcionando bien con las máquinas. Una revolución inimaginada está en camino y tal vez ya es demasiado tarde para salvar a la City de la debacle.

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Boris Quercia es actor, director, guionista y escritor. Interpretó a Roberto Parra (hermano de Violeta Parra) en uno de los mayores éxitos del teatro chileno: La negra Ester. Es director de Sexo con amor, una de las películas más vistas del cine chileno, y de Los 80, la serie más premiada de la televisión chilena.

Hoy no quiero matar a nadie es su primera incursión literaria y marca el nacimiento de su personaje Santiago Quiñones. Con Perro muerto, su segunda novela, obtuvo el prestigioso Grand Prix de Littérature Policière el año 2016 en París, Francia. La serie la completa La sangre no es agua. Recientemente ha publicado dos libros de ciencia ficción, Electrocante y Neurón (editados en Francia como Les reves qui nous restent y Les derniers maillons, respectivamente)

 

 

Natalio y su electrocante —un compañero androide, también llamado «tronco»— recorren la City haciendo el trabajo sucio que le corresponde a un policía Clase 5. La ciudad está colapsada por la ola de inmigrantes y disidentes que llegan desde la Ciudad Vieja y las órdenes son terminar con ellos como sea. En uno de estos operativos, Natalio pierde a su tronco cuando un disidente le vuela la cabeza con una bomba imán. Natalio, entonces, se ve obligado a comprar un electro de segunda mano, un modelo antiguo que nadie quería y que estaba almacenado al fondo de la tienda. No sabe por qué, pero hay algo en este modelo que le cae simpático, quizá sean las anomalías que desde un principio presenta el electrocante en su desempeño. Con el paso de los días, entre los dos se irá forjando un sentimiento que se parece mucho a la amistad, porque, como dice la tercera Ley de Rostik, «las anomalías se buscan y se encuentran». Natalio también se siente un ser anómalo en un mundo que poco a poco pierde su humanidad.

Mientras trabajan juntos en un caso de suplantación de identidad en la factoría de Sueños Especiales, Natalio se da cuenta de que no es solo su electrocante el que presenta anomalías. Algo no está funcionando bien con las máquinas. Una revolución inimaginada está en camino y tal vez ya es demasiado tarde para salvar a la City de la debacle.

Electrocante

Electrocante

BORIS QUERCIA

 

 

 

Primera edición: enero del 2024

Para Josep Forment, siempre con nosotros

 

 

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ València, 241, 4.º

08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

Título original: Electrocante

© 2021, Boris Quercia

© de la presente edición, 2024, Editorial Alrevés, S.L.

Published by arrangement with Literarische Agentur Mertin inh. Nicole witt e. K., Frankfurt am Main, Germany

© de la ilustración de la portada, 2024, Sara Morante

 

ISBN: 978-84-19615-59-6

Código IBIC: FF

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

 

A Carla

 

 

 

Changing your idea of what robots can do.

BOSTON DYNAMICS

 

 

 

0

Mi electrocante se desangra.

El líquido refrigerante forma una gran mancha alrededor de su cuerpo. Ríos humeantes se meten entre las rendijas de las baldosas hasta llegar al borde de la tapa metálica sobre la que estoy parado. El líquido viscoso y caliente sale a borbotones de su cabeza destrozada. Es como si tuviera voluntad propia y quisiera meterse al subterráneo para caer encima de los disidentes y vengarse de lo que acaban de hacerle…

Fue todo muy rápido.

Apenas mi trocante abrió la escotilla, los disidentes lanzaron una bomba imán casera que se le pegó a la cabeza. No hay nada que hacer en estos casos, los dos nos dimos cuenta enseguida. Él ni siquiera intentó sacársela, me miró y antes de que estallara alcanzó a abrir la boca para decirme algo, no sé si era una despedida o una advertencia para que me alejara. Yo me lancé al suelo de manera instintiva para protegerme de las esquirlas que le volaron la cabeza y dejaron a la vista sus circuitos chamuscados y sacando chispas. Es una pena, un desperdicio, aunque siempre es mejor que le revienten la cabeza a tu electro que a ti.

Segundos después de la explosión, antes de que los disidentes alcanzaran a salir, lancé una granada de gas al subterráneo y me paré sobre la tapa.

Ya hace unos minutos que dejé de escuchar los gritos ahogados y los dedos rasguñando el metal por debajo. Ahora hay silencio. Pero no me muevo. Parezco una escultura en un mínimo pedestal, hasta me siento algo importante, pero ¿quién haría una estatua de un miserable Clase 5?

Podría ser peor, yo podría ser uno de los disidentes. Esta tapa bajo mis pies es la frontera. O se está aquí arriba o se está ahí abajo, intoxicado. Estoy en la primera línea de lucha y aún no hay nada ganado. Este silencio también puede ser una trampa. A veces los disidentes guardan máscaras de gas en estos escondites. Más de algún colega fue atravesado por una lanza hechiza cuando abrió la tapa, creyendo que los de abajo estaban liquidados. Ni siquiera tengo mi Aleka para protegerme. En el ministerio me la retuvieron a cambio de las granadas de gas. No quieren reconocerlo, lo niegan y no figura en ningún protocolo, pero saben que las granadas son la forma más rápida de terminar con los disidentes que han puesto en jaque a la City.

Las muertes por inhalación de monóxido de carbono en estas covachas subterráneas son frecuentes, quemar basura es la única manera que tienen de calentarse.

Si entrara disparando, esto se transformaría en un caso policial y a nadie le interesa judicializar estas persecuciones.

Solo necesitan quitárselos de encima. Ya no hay tiempo, ni recursos, ni un orden administrativo. Solo caos y una necesidad urgente de frenar la ola de atentados que asfixian la City y ponen en peligro las aduanas fronterizas, que ya hace tiempo que no dan abasto para frenar la corriente migratoria desde Ciudad Vieja.

El líquido refrigerante de mi electro termina de juntarse alrededor de la tapa, dejándome aislado en mi pequeña isla metálica.

Qué pena mi trocante desangrado, andaba bien, me había acostumbrado y no creo que me alcancen los créditos para comprar el mismo modelo. Voy a tener que ir a Electros y Pensantes a ver qué queda en la sección de usados. Lo único que me faltaría es pasearme solo por la calle, sin un electro a mi lado. No puedo caer tan bajo, hasta un Clase 5 merece andar con su electro; no somos aún el último eslabón en la cadena alimenticia de la City.

Ya es hora de terminar el turno y llamar a los judiciales. Al mal trago darle apuro. Una vez que se disipen los gases tengo que bajar a buscar los casquetes de la granada, ordenar los cuerpos en sus literas, dejar encendido un anafre, limpiar los rastros; que parezca un accidente. No es necesario ser muy minucioso, no te lo exigen, pero el inspector judicial de turno agradece que se le facilite el trabajo. No dan abasto y es fácil que se equivoquen en el procedimiento. Un casquete que aparezca en la foto y la revisión automática de casos da la alarma. Los procedimientos que siguen son engorrosos y, como siempre, el hilo se corta por lo más delgado. Se expulsa al Clase 5 culpable y se ofrece como cordero degollado a los diputados sindicalistas que denuncian estas matanzas ilegales. Varios colegas debieron irse a Ciudad Vieja y malvivir anónimos entre las sobras por no limpiar bien un subterráneo.

Me ajusto las correas de la máscara. Abro la tapa, una nube incolora pero caliente me golpea la frente. Prendo la linterna. Hay una ruma de cuerpos amontonados abajo, serán cinco, no me da para contarlos. Uno de ellos no debe de tener ni dieciocho años. Qué mierda de trabajo.

Bajo.

1

Despierto al fin. La cara pegada a la sábana, la boca seca. Me quedo quieto en la misma postura absurda con la que viajaba por los sueños y, aunque intento recordarlos, estos se disuelven en la luz de la mañana. Esta amnesia de sueños nos pasa a todos aquí en la City. A mí no me importa mucho ni tampoco compro los eslóganes de los disidentes: «Volveremos a soñar», «Merecemos sueños de verdad». No sirve de nada recordar un sueño, lo mismo que al otro lado no sirve de nada recordar la vida. Cada cosa en su lugar y mientras menos se topen, mejor.

En una esquina de la habitación, el electrocante que pude conseguir amanece desparramado en el suelo, como si alguien le hubiera dado una paliza. Se ve que no le funciona la carga inalámbrica.

Debajo de la ropa que lleva puesta se sienten sus articulaciones filosas, típico de los modelos baratos. Es un modelo de segunda, un saldo entre saldos.

No sé con certeza por qué elegí este modelo. Había otros más baratos, pero cuando lo encendieron se me quedó mirando y me hizo un pequeño gesto, una sonrisita existencial, como diciendo «Qué triste esta vida, ¿no? Tú sin créditos para un electrocante nuevo y yo rematado al costo». No sé, lo encontré sincero. Es el efecto Eliza que nos nubla a todos; eso de darle sentimientos a una máquina, de creer que razona como nosotros, cuando solo está ahí para cumplir las innumerables órdenes establecidas.

Aunque mi electro y yo congeniamos de entrada, me faltaba un poco para dar con el precio, pero le descubrí un arañazo detrás de la oreja. Un pelón en el cabello artificial. Un hueco por donde se alcanzaba a ver fluir el líquido refrigerante que evita que se le fría el cerebro.

—Está roto aquí —le dije al vendedor.

—Es un daño marginal, no afecta ninguna función.

—Pero se ve feo.

—Le puedo regalar una gorra junto con este modelo, así no se le ve el golpe.

Después de discutir un rato logré que me rebajara los 500 quick (QUK) que me faltaban y salimos a la calle, mi electrocante unos pasos detrás, yo con las manos en los bolsillos y con cero crédito para llegar a fin de mes. El servicio me retuvo el pago del último trabajo. Es la presión de los sindicalistas. Saben que, sin las barreras, la City se llenaría de digitadores que pelearían el mismo pan que su base de votantes, aunque públicamente no pueden mostrarse a favor de la eliminación de los disidentes. Nada está fácil, todos se quejan. Algunos hasta agradecerían estar en mis zapatos. Caminamos por una cornisa, nadie quiere derrapar: la vida fuera de la City no es vida.

Me levanto a buscar un cable para cargar a mi electro. Mientras busco en los cajones me cae el formulario del ministerio para retirar la nueva Aleka. Por lo menos aún me consideran en el recambio de armas. Dicen que cuando a un Clase 5 no le renuevan la Aleka es lo mismo que si lo llamaran a retiro.

Lo único que encuentro es un cable de carga equivalente beta, lástima que es corto. Era para un Bichi VI, esas mascotas de perritos que estuvieron de moda hace dos años y que retiraron del mercado cuando los desconocidos de siempre se metieron al soft y el perrito se ponía a fornicar con cualquier objeto que encontrara. Fue un escándalo que derribó el lanzamiento del Bichi VII.

Con Uma acostumbrábamos a comprar mascotas a Francisco. No sé por qué no boté el cable cuando rehíce la casa. A veces me pasa, encuentro cosas que se escaparon de ir a la basura. Es como un cachetazo. Tengo que respirar hondo y recordar que una cosa es una cosa, nada más que una cosa, solo una cosa. No siente, no tiene la culpa, no me va a hacer daño.

Arrastro al electro para dejarlo junto al único terminal beta que tengo, en una esquina de la habitación, y le conecto el cable a la base del cuello para recargar sus baterías. Parece un borracho acurrucado en el piso.

En cuanto esté operativo lo llevaré a que le reparen su cargador inalámbrico. Mi electro será solo una cosa, pero hay que cuidar las apariencias. «Uno es su trocante», decía una publicidad de electros hace unos años. Y es verdad. Aunque nadie te obligue a andar por la vida acompañado de estos fierros, cada uno camina orgulloso junto a su tronco. La apariencia de tu electrocante habla de ti más que tu misma apariencia. He visto viejos que parecen pordioseros acompañados del último Trinus, con capacidad de dronear y de llevarte por el aire hasta con cincuenta kilómetros de autonomía. O una Evangelista 8 que sigue a unos metros a chicas famélicas. O yo mismo con este tipo serio, con un hoyo detrás de la oreja y con su cable corto, que obligo a acurrucarse en un rincón para conseguir un poco de carga eléctrica. Qué se le va a hacer. A cada uno lo que le toca.

Reviso mis cuentas y están todas en cero. No tengo ni siquiera un frozen (FOZ), esa moneda de mierda que solo te sirve para comprar helados. Recuerdo que hace unos meses el servicio me pagó con frozen y me vi obligado a alimentarme de helado dos semanas. Creo que se me congeló el cerebro y quedé con algún daño permanente. Yo también ando con un orificio en la cabeza. Quizás por eso me gustó este modelo. «Cada uno es su electrocante» y yo soy este pedazo de fierro acurrucado en el rincón de la habitación, que ahora empieza a dar pequeños temblores, indicándome que la carga está al cien. Es hora de salir.

2

A Raimundo no le costó nada reparar el cargador de mi electro. Él ha dedicado su vida a estos bichos, le divierte relacionarse con las máquinas, sobre todo con piezas raras como mi electro. Su taller está abarrotado de adefesios. Brazos que conectan con cabezas, orejas que se arrastran, ojos que corren por los pasillos como si fueran bolas mensajeras. No los puede sacar de casa: el mundo cambió desde los sucesos de Oslo y cualquier electro pensante tiene que pasar las pruebas de rigor antes de mostrarse en sociedad, y estos adefesios artesanales reprobarían de inmediato. Se entiende. No deja de dar escalofríos recordar el caos en el que nos sumimos en ese tiempo. Yo soy un sobreviviente, qué duda cabe: estoy aquí, cumplo con mi trabajo y me resigno a seguir viviendo. No se me puede pedir más, eso ya es demasiado.

—Es un Doble A. Ya tiene sus años este pedazo de fierro, quizás desde cuando viene dando tumbos —me dice Raimundo mientras examina a mi tronco, que tiene la mirada perdida en un horizonte inexistente, como si estuviera recordando sus otras vidas.

Yo sé que es un modelo reciclado de tercera y hasta cuarta categoría. Pero algo les salió mal con él que a mí me parece perfecto. Es esta seriedad con la que anda por la vida, esta ingratitud con su dueño y con la existencia entera. Esta fatalidad en sus movimientos que de por sí ya bastaría para ir y devolverlo.

—Me gusta. Tiene un rictus notable —dice Raimundo cuando termina de reiniciarlo. El rictus, me explica, es el gesto base de su cara. Todos tenemos un gesto base, y darle uno a un trocante no es nada fácil.

No puedo dejar de sentirme algo orgulloso de mi compra después de las palabras de Raimundo. A veces estas pequeñas cosas a uno le hacen el día.

Raimundo sigue examinándolo hasta que se da cuenta del orificio detrás de la oreja.

—¿Y esto?

No alcanzo a responderle porque dos de sus adefesios se trenzan en una pelea. Son un remolino de brazos y pies. Raimundo trata de separarlos hasta que no le queda otra que mandarles una sobrecarga eléctrica. Saltan por la habitación. Uno queda incrustado en una esquina del techo. El otro tirita en el suelo como si tuviera epilepsia.

Me parece que mi tronco se impresiona con la escena. Su rictus se vuelve más serio y deja sentir un pequeño temblor. De vuelta a casa, mientras caminamos, me hace un par de preguntas que no tienen ningún sentido.

—¿Es un deporte?

—¿Qué cosa, tronco?

—¿Duele?

—¿Qué sabes tú de dolor?

—Nada, era por conversar.

Es raro, porque si fuera por conversar hubiera hablado de las condiciones climáticas y de la tormenta que estaba anunciada para las ocho, y no del dolor. Si de algo no sabe un electro es de dolor. El dolor es con lo único que nos quedamos nosotros, todo lo demás fue para ellos: la inteligencia, la perfección, el razonamiento, la vida eterna, mientras cada uno de nosotros, como si se tratara de las migajas de un banquete del que nos quedamos fuera, toma su dolor, se lo guarda al fondo del bolsillo y lo lleva consigo siempre.

No hablamos más durante el resto del camino, ni tampoco en la casa mientras me ayuda a poner las defensas para la tormenta. Parece que se quedó mudo.

—Mejor aprovecha para cargarte, quizás con la tormenta se corte el suministro eléctrico por la noche.

—Es una excelente idea —me dice, y se sienta junto al cargador inalámbrico. Suenan tres largos bip y mi tronco entra en latencia, justo antes de que la tormenta estalle contra las defensas de las ventanas.

Yo me tiro sobre la cama deshecha y reviso de nuevo mis órdenes. Sigo fuera de los llamados. Es así para un Clase 5: si no estamos citados no cobramos, si no cobramos no podemos pagar los gastos y si uno no paga los gastos termina en Ciudad Vieja, como cualquier indeseable que no encuentra trabajo. Y seguro que ya no queda mucho para que también nos corten a los Clase 5: un nuevo tipo de electro será el que ande aplastando cabezas de disidentes por los subterráneos de la City. Solo que hasta el momento ningún electro tiene permitido apretar el gatillo de una Aleka; ese es el problema y la única virtud que me mantiene vivo.

Me suenan las tripas por el hambre y no tengo ni siquiera un polvo proteico para hacerme un batido. Me dan ganas de desconectarme, como mi tronco, y no abrir los ojos hasta que pase la tormenta. Todas las tormentas.

3

Defensa Interna me aprobó una licencia por cuatro días mientras continúa la investigación de mi caso, así que puedo tomar un trabajo en Sueños Especiales para una asesoría de seguridad. Una vez que confirmé mi asistencia, Sueños Especiales ofreció pagarme 400 wolts (WTS). Es mucho. No quiero ni saber lo que hay que hacer. La última vez que me llamaron no fue para un trabajo muy limpio, y solo me pagaron 1.500 nuevas rupias (NR), lo que ya estaba bien.

De todas maneras, no tengo opción. Sea lo que sea, tengo que tomarlo. Me consuela pensar que voy a poder vivir tres meses dándome la gran vida, incluso puedo pagar mi entrada al parque y quedarme toda la tarde echado en el pasto. Tres meses sin entrar al metro. Puedo hasta darme el lujo de almorzar un día en el restaurante de la torre y ver desde arriba la ciudad y los incendios. Hasta podría cambiar de electrocante, pero no quiero. Dicen que este es el primer signo de la vejez. Uno ya se queda con el electrocante que tiene y no lo cambia más.

No me gustan los de Sueños Especiales, creo que se aprovechan de la desesperación ajena. Es verdad que los conectados no sienten nada y están supuestamente felices y que la mayoría de la gente que se enrola es porque afuera vive una vida tan miserable que los sueños vívidos en que se sumergen son la única posibilidad que tienen de conocer el mundo, de respirar aire puro y hasta de estudiar en la universidad. Siempre ponen de ejemplo a la abogada que se tituló en la virtualidad mientras la tenían suspendida en un sueño.

A mí nunca me interesó vivir otra vida, yo sé bien que todo sueño puede convertirse en una pesadilla. Los sucesos de Oslo nos enseñaron eso. Pero Sueños Especiales se defiende de las iniciativas regulatorias presentadas por los sindicalistas. Argumenta que la cuota de suicidios ha bajado considerablemente desde que ofrece sus servicios. Eso es lo que dicen sus estudios, y habrá que creerles. Pero la verdad es otra. A nadie de la cúpula dirigente le conviene regular el funcionamiento de Sueños Especiales porque de ahí sale la materia prima para las clínicas de terapias genéticas que prometen la juventud eterna. Y eso es mucho poder.

En los miles de cuerpos de soñadores en suspensión se cultivan las plaquetas que se usan de materia prima en las clínicas Ricicladene.

Y ya no es solo la élite de la City. Recicladene tiene planes piloto para cualquier operario medio del Estado que tenga la ilusión de rejuvenecer milagrosamente con sus terapias. Por eso Sueños Especiales es intocable. Y gratis.

A pesar incluso de los discursos destemplados de los dirigentes sindicalistas, ninguna de las iniciativas que pretendían regulaciones, como subir la edad de aceptación (hoy se puede entrar a Sueños Especiales desde los catorce años), ha conseguido suficientes votos en el Congreso.

El consorcio de Reclicladene y Sueños Especiales inventó un negocio redondo: te regalan la comida y después te cobran por usar el váter.

Pero a nadie le importa ni nadie quiere cambiar las reglas, todo sea por vivir para siempre. Hay personas que dicen tener ciento treinta años y no los aparentan.

No culpo a quienes se conectan. Una existencia entera de privaciones, siendo espectadores de cómo hay quienes se dan la gran vida. «¡Usted puede lograrlo y es gratis!», reza la publicidad de Sueños Especiales. «Usted escoge el sueño, nosotros lo hacemos realidad», y después insisten con la palabra mágica: «¡Gratis!». No hay nada gratis en la vida, todo cuesta algo. Pero, claro, qué importa firmar un contrato por dos años, que te conecten a sus máquinas de sueño y que cultiven sus plaquetas si, total, vas a poder vivir lo que en tu puta vida vivirías.

El problema es la adicción. Pasados los dos años de vivir en la fantasía que escogiste, es imposible volver a la misma mierda a la que estabas acostumbrado, ni menos ignorar los mensajes de tus amigos virtuales que te piden que vuelvas. Ni siquiera eso pudo bloquear el Congreso. Sueños Especiales aduce que mandar mensajes desde la realidad virtual usando a los amigos que generaste allá se enmarca en la estrategia de publicidad de la empresa, y que el cliente firmó la autorización expresa al momento de ingresar. La cosa es que algo así como el noventa por ciento de quienes cumplen sus dos años vuelven a ingresar. «Vuelve, ¡es gratis!».