Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
"Magistral, terrible y absolutamente adictiva". —Kirkus Review Wylie es una escritora de true crime que ha decidido terminar su nuevo libro en una cabaña lejos de todo, en los campos de Iowa. Se desata una brutal tormenta de nieve que la deja en pocas horas sin electricidad, y casi no le queda leña para su fuego. Muchos años atrás, en una calurosa noche de agosto, una niña corría para no ser alcanzada por unos disparos, y lograba salvarse escondida en los campos de maíz. Solo esperaba que su pequeña amiga también hubiera escapado. Esa misma noche dos personas fueron asesinadas a sangre fría, muy cerca de allí. Ahora, en medio de la tormenta, Wylie va a buscar a su perro y descubre a un niño pequeño, solo, muerto de frío. Pronto queda claro que la granja no está tan aislada ni segura como ella creía.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 435
Veröffentlichungsjahr: 2023
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
HUÉSPED DE UNA NOCHE
Heather Gudenkauf
Traducción: Constanza Fantin Bellocq
“Magistral, terrible y absolutamente adictiva”.
—Kirkus Review.
“Totalmente lograda, completamente absorbente y dolorosamente tensa. El viaje es fascinante”.
—The New York Times.
Título original: The Overnight Guest
Edición original: : Brandt & Hochman Literary Agents, Inc. Esta edición es fruto del acuerdo con International Editors & Yáñez Co' S.L.
© 2022 Heather Gudenkauf
© 2023 Trini Vergara Ediciones
www.trinivergaraediciones.com
© 2023 Motus Thriller
www.motus-thriller.com
España · México · Argentina
ISBN: 978-84-18711-79-4
Para Greg, Milt y Patrick Schmida, los mejores hermanos del mundo.
Agosto de 2000
El 12 de agosto de 2000, Abby Morris, sin aliento y con un hilo de sudor que le corría por la sien, hacía su caminata nocturna por el camino de grava que parecía una franja gris. Pese a que llevaba una camisa de manga larga, pantalones y una buena capa de repelente de insectos, los mosquitos coronaban su cabeza en busca de piel para picar. Agradecía la luz de la luna y la compañía de Pepper, su labrador negro. A Jay, su marido, no le parecía prudente que caminara de noche, pero después de trabajar todo el día, ir a buscar al bebé en la guardería y lidiar con las tareas de la casa, el horario de nueve y media a diez era el único que sentía como propio.
No tenía miedo. Había crecido andando por caminos como ese. Caminos rurales polvorientos, de grava o de tierra, rodeados de campos de maíz. En los tres meses que llevaba allí, nunca se había cruzado con nadie en sus caminatas nocturnas, y eso le gustaba.
—¡Rosco, Rosco! —llamó una voz femenina en la distancia. Alguien estaba llamando a su perro para que entrara, pensó—. ¡Roosss-coo! —La palabra tenía una cadencia cantarina y una nota de irritación.
Pepper jadeaba mucho y casi arrastraba la lengua rosada y gruesa por el suelo.
Abby aceleró el paso; le faltaba poco para alcanzar el punto que marcaba la mitad de su circuito de cinco kilómetros, donde la grava se juntaba con un camino de tierra casi devorado por los maizales. Giró a la derecha y se detuvo abruptamente. Aparcada a un lado del camino, a unos cuarenta metros de allí, había una camioneta. Un cosquilleo de inquietud trepó por su espalda y el perro la miró expectante. Lo más probable era que alguien con una rueda pinchada o un problema en el motor hubiera dejado el vehículo allí momentáneamente, dedujo.
Retomó el paso y un velo de nubes como plumas cruzó delante de la luna, sumiendo el cielo en una súbita oscuridad que no le permitía ver si había alguien dentro del vehículo. Inclinó la cabeza esperando oír el ronroneo de un motor, pero lo único que se escuchaba era la respiración húmeda de Pepper y una serenata de zumbidos, como de motosierras, producidos por miles de cigarras.
—Vamos, Pepper —dijo Abby en voz baja, y dio unos pocos pasos hacia atrás. El labrador continuó avanzando con el hocico contra el suelo, siguiendo un sendero serpenteante que llevaba directo a las ruedas de la camioneta—. ¡Pepper! —gritó tajante—. ¡Ven aquí!
Ante la intensidad de la voz de Abby, el perro levantó la cabeza de inmediato, renunció al rastro que estaba siguiendo y de mala gana regresó a su lado.
¿Había movimiento detrás del parabrisas oscuro? No podía asegurarlo, pero tampoco lograba quitarse la sensación de que alguien la observaba. Las nubes se disiparon y vio una silueta apoyada sobre el volante. Un hombre. Llevaba una gorra y, a la luz de la luna, Abby atisbó una cara pálida, una nariz algo descentrada y un mentón afilado. Estaba sentado allí, inmóvil.
La brisa cálida llevó un murmullo desde los campos y le levantó el pelo de la nuca. Oyó unos crujidos ásperos hacia su derecha. Pepper tenía el pelo erizado y soltó un gruñido grave.
—¡Vámonos! —dijo Abby. Retrocedió unos pasos, luego giró y corrió hacia su casa.
00.05 horas
El sheriff John Butler estaba en el porche desvencijado de su patio trasero; las tablas de madera se movían y crujían bajo sus pies descalzos. Las casas colindantes estaban a oscuras, los vecinos y sus familias sumidos en un sueño profundo. ¿Por qué iban a quedarse despiertos? Tenían al sheriff de vecino. No había nada de que preocuparse.
Respiraba con dificultad. El aire de la noche era caliente y denso, le pesaba en el pecho. La luna llena de agosto colgaba gorda y baja, amarilla como el polen de las abejas. ¿Se la llamaba luna del esturión o del ciervo? No podía recordarlo.
Los últimos siete días habían sido tranquilos. Demasiado tranquilos. No había habido robos ni accidentes graves, ni explosiones de laboratorios caseros de metanfetaminas ni denuncias de violencia doméstica. El condado de Blake no era un hervidero de ilegalidad. Pero tenían su cuota de crímenes violentos. Solo que esa semana no había ocurrido nada. Los primeros cuatro días se sintió agradecido por ese alivio temporal, pero después comenzó a resultarle raro, inquietante. Por primera vez en sus veinte años como sheriff, Butler pudo ponerse al día con sus papeles.
—Deja de buscar problemas —dijo una voz suave.
Janice, su esposa desde hacía treinta y dos años, deslizó un brazo alrededor de su cintura y apoyó la cabeza en su hombro.
—Tranquila, eso no va a pasar —dijo Butler con una risita—. En general, los problemas me encuentran mí.
—Entonces, vuelve a la cama —dijo Janice tirando de su mano.
—Enseguida voy.
Janice se cruzó de brazos y lo miró seria. Él levantó la mano derecha.
—Cinco minutos, te lo prometo.
A regañadientes Janice entró en la casa.
Butler deslizó su palma callosa sobre la astillada baranda de cedro. Tenía que rehacer toda la terraza. Levantarla por completo y reconstruirla. Quizá al día siguiente iría al supermercado Lowe’s en Sioux City. Si las cosas seguían así, tendría tiempo de sobra para reconstruir la terraza. Ahogando un bostezo, entró en la casa, corrió el cerrojo y caminó pesadamente por el pasillo para llegar a su cama y a Janice. “Otra noche tranquila”, pensó. "Lo mejor sería disfrutarla mientras dure”.
00.30 horas
El ruido de un estallido de globos despertó a Deb Cutter de su sueño profundo. Un estallido, luego otro. Tal vez eran niños jugando con cohetes que sobraron del 4 de julio.
—Randy —murmuró. No obtuvo respuesta.
Deb buscó a su marido con la mano, pero la cama estaba vacía, el cubrecama estaba intacto y frío. Salió de entre las sábanas, fue hacia la ventana y corrió la cortina. La camioneta de Randy no estaba aparcada en el lugar de siempre, junto al cobertizo de ordeñe. Tampoco se veía la de Brock. Miró el reloj. Era pasada la medianoche.
Su hijo de diecisiete años se había convertido en un desconocido. Su dulce niño siempre había tenido una veta salvaje, que ahora se había tornado violenta. Seguramente estaría cometiendo alguna fechoría. Brock había nacido cuando ellos tenían dieciocho años y apenas podían cuidarse a sí mismos, mucho menos hacerse cargo de un bebé.
Deb pensaba que Randy era duro con él. Demasiado duro a veces. De pequeño, bastaba con una mirada seria y un cachete para mantenerlo bajo control, pero esos días habían quedado atrás. Lo único que parecía dar resultado ahora era un manotazo en la cabeza. Deb debía admitir que, a lo largo de los años, Randy se había pasado de la raya un par de veces, le había hecho sangrar la nariz, le había provocado moratones y le había partido el labio. Pero luego, él justificaba su rudeza; decía que la vida no era fácil, y que cuanto más rápido lo comprendiera Brock, mejor.
Randy... tan distante, tan ocupado últimamente. No solo porque ayudaba a sus padres con su granja, sino porque también estaba restaurando otra vieja granja con media docena de cobertizos deteriorados y una pocilga cubierta, y a la vez trataba de ocuparse de sus propios cultivos. Casi no lo veía durante el día.
Deb trataba de contener el rencor, pero se le atascaba en la garganta. Obsesionado. Así estaba Randy. Obsesionado con la renovación de esa vieja granja, obsesionado con el campo. Todo siempre se trataba del campo. Era probable que la economía se fuera a pique y terminaran atados a dos propiedades que no estaban en condiciones de pagar. No podría soportar la situación durante mucho más tiempo.
Escuchó otra explosión en la distancia. Malditos chicos, pensó. Completamente desvelada, permaneció mirando el ventilador de techo que giraba lentamente sobre ella y esperó a que su marido y su hijo volvieran a casa.
01.10 horas
Al principio, Josie Doyle, de doce años, y su mejor amiga, Becky Allen, corrieron hacia las explosiones. Lo lógico habría sido volver a la casa, donde se encontraban su madre, su padre y Ethan. Estarían a salvo allí. Pero, para cuando Josie y Becky descubrieron su error, ya era demasiado tarde.
Dándoles la espalda a los ruidos, cogidas de la mano, atravesaron corriendo el corral oscuro hacia el maizal: ese bosque alto y desgarbado de tallos era el único sitio donde estarían a salvo.
Josie estaba segura de haber escuchado pasos detrás de ellas y se volvió para ver qué era lo que las perseguía. Nada, no había nadie, solo la casa bañada por las sombras de la noche.
—¡Date prisa! —jadeó Josie tirando de la mano a Becky obligándola a seguir.
Corrieron con la respiración entrecortada. Casi habían llegado. Becky se tropezó. Gritó y su mano se soltó de la de Josie. Sus piernas se doblaron y cayó de rodillas.
—¡Levántate, levántate! —le rogó Josie tirando de su brazo—. ¡Por favor!
Se atrevió a mirar hacia atrás una vez más. Un fragmento de luz de luna dejaba entrever una forma que salía del granero. Vio con espanto cómo la figura levantaba los brazos para apuntar. Soltó el brazo de Becky, se volvió y corrió. Solo un poco más… ya casi había llegado.
Josie entró en el maizal justo cuando sonó otro disparo. Un dolor agudo le atravesó el brazo y la dejó sin aliento. No se detuvo, no aminoró su marcha; aunque la sangre caliente chorreaba sobre la tierra compacta, siguió corriendo.
Tiempo presente
Al ver la velocidad con que se acercaba la tormenta, Wylie Lark maniobró para aparcar en el último espacio libre que quedaba en la calle; el supermercado de comestibles Shaffer’s estaba ubicada entre la farmacia y la hostería Elk’s Lodge. Wylie habría preferido dirigirse al supermercado más grande y mejor surtido de Algona, pero ya se veían sobre Burden nubes bajas pesadas y grises, cargadas de nieve.
Wylie bajó del Bronco; sus botas hacían crujir la sal antihielo que habían esparcido sobre la acera, anticipándose a la cellisca y los setenta centímetros de nieve pronosticados para esa noche.
Nerviosa, se acercó a los escaparates del supermercado, decorados para el Día de San Valentín. Ajados corazones rojos y rosados y cupidos provistos de arco y flecha. Se detuvo antes de abrir la puerta. Shaffer’s era una tienda familiar que vendía marcas blancas y tenía poco donde elegir. Era de fácil acceso, pero estaba atestada de lugareños entrometidos.
Hasta el momento, cada vez que iba a Burden, Wylie había logrado evitar cualquier interacción con los lugareños, pero cuanto más se quedaba, más difícil se volvía.
Una vez dentro, la recibió una ráfaga de aire caliente. Reprimió la tentación de quitarse el gorro de punto y los guantes, y, en cambio, se puso los auriculares y subió el volumen del pódcast sobre crímenes reales que había estado escuchando.
Todos los carritos estaban ocupados, por lo que cogió una cesta y comenzó a recorrer los pasillos con la vista clavada en el suelo. Empezó a dejar caer artículos dentro de la cesta. Una pizza congelada, latas de sopa, tubos de masa para galletas con chocolate. Se detuvo en el estante de vinos y estudió las limitadas opciones. Un hombre vestido con mono de trabajo marrón y una gorra verde y amarilla chocó contra ella e hizo que se le saliera uno de sus auriculares.
—Uy, disculpa —dijo el hombre, y le sonrió.
—No pasa nada —respondió Wylie, evitando mirarlo a los ojos.
Enseguida cogió la botella de vino más cercana y se dirigió a la larga fila de personas que esperaban para pagar.
La única cajera tenía pelo castaño salpicado de canas y lo llevaba peinado hacia atrás y sujeto con un pasador plateado, lo que dejaba al descubierto su cara cansada. Parecía no darse cuenta de que los clientes estaban ansiosos por volver a sus casas. Pasaba cada artículo por el escáner a una velocidad insoportablemente lenta.
La fila avanzaba despacio. Wylie sintió la presencia de alguien justo detrás de ella. Se volvió. Era el hombre del pasillo de los vinos. Sudando bajo el abrigo, Wylie miró a la cajera. Sus miradas se cruzaron.
—Permiso —dijo Wylie, y se abrió paso entre el hombre y los otros clientes. Dejó la cesta en el suelo y huyó por la puerta. El aire frío contra el rostro le resultó un alivio.
El teléfono móvil vibró en su bolsillo y lo sacó para responder.
Era su exmarido; no quería hablar con él. Se pondría a decirle una y otra vez que debía volver a Oregón y ayudar a cuidar al hijo de ambos; que bien podía terminar el libro en casa. Dejó que la llamada entrara en el buzón de voz.
Se equivocaba. Wylie no podría terminar de escribir el libro en casa. Los portazos y las discusiones a gritos con Seth, de catorce años, sobre que llegase tarde o sobre el hecho de que, directamente, no volviese por la noche la frustraban sobremanera. No podía pensar, no podía concentrarse. Y cuando Seth, fulminándola con la mirada desde debajo de su mata desaliñada de pelo, le dijo que la odiaba y quería irse a vivir con su padre, ella lo puso a prueba.
“Muy bien, vete, entonces”, le dijo, y le dio la espalda. Y él se fue. Cuando Seth no regresó a la mañana siguiente ni respondió a sus llamadas ni mensajes de texto, Wylie hizo las maletas y se marchó. Sabía que estaba tomando el camino más fácil, pero no toleraba un minuto más la ira de su hijo ni sus secretos. Su ex podría encargarse de eso durante algunos días. El problema fue que los días se convirtieron en semanas y luego meses.
Cuando se disponía a volver a guardar el teléfono en el bolsillo, se le resbaló de los dedos, golpeó contra el asfalto y fue a dar a un bache lleno de aguanieve.
—¡Mierda! —dijo, y se inclinó para pescar el móvil dentro del charco congelado. La pantalla se había rajado y el teléfono estaba empapado.
Ya en el coche, se quitó el gorro y el abrigo. Tenía el pelo y la camiseta húmedos de sudor. Intentó quitarle el agua al teléfono, pero sabía que a menos que llegara rápido a casa y lo secase completamente, se estropearía. Tocó en vano la pantalla rajada esperando que se iluminara. Nada.
El viaje de veinticinco minutos hasta la casa de campo le resultó eterno y, además, inútil. No había llevado provisiones ni vino. Tendría que arreglárselas con lo que había en la casa.
Si bien le llevó solo dos minutos dejar Burden en el espejo retrovisor, sentía lo que tenía delante como una interminable franja de carretera negra. Dos veces quedó atascada detrás de camiones de sal, pero cuanto más al norte se dirigía, menos automóviles veía. Todos estaban guardados, esperando que se desatara la tormenta. Por fin, salió de la carretera principal y rebotó por los caminos de grava mal mantenidos que llevaban a su casa.
Hacía seis semanas que Wylie estaba en la zona rural del condado de Blake y el tiempo había sido atroz. El frío calaba los huesos y no tenía recuerdos de haber visto tanta nieve. Mientras conducía, fue dejando atrás cada vez menos casas y granjas hasta que lo único que se veía era un mar de nieve donde una vez habían crecido soja, maíz y alfalfa. No se adivinaba ningún indicio del estallido de verde y dorado que se produciría en pocos meses.
Condujo varios kilómetros más y redujo la velocidad para girar alrededor del nogal que inexplicablemente crecía en la intersección de dos caminos de grava; luego, tomó el pequeño puente que cruzaba por encima del arroyo congelado.
Doscientos metros más allá del puente, el camino largo y estrecho bordeado por montículos de nieve que le llegaban hasta el hombro la llevaría hasta la casa. Condujo junto a la hilera de pinos altos que frenaban el viento, hacia el descolorido granero rojo, en ese momento cubierto de blanco. Dejó el coche en marcha mientras abría los portones del granero que utilizaba como garaje; guardó el Bronco, apagó el motor y dejó caer las llaves en su bolsillo. Cerró las puertas de madera tras ella y contempló la vasta llanura.
El único sonido era el viento intenso. No había otro ser humano en kilómetros a la redonda. Eso era justamente lo que quería.
Caía aguanieve del cielo. La tormenta había llegado.
Guardó el móvil averiado en el bolsillo y se dirigió a la casa.
Una vez dentro, cerró la puerta trasera, se quitó las botas y las reemplazó por mocasines forrados con lana. Revisó los armarios en busca de una caja de arroz para poder secar el teléfono. No había ninguna. Tendría que repararlo o comprar uno nuevo. Colgó su abrigo de un gancho en el vestíbulo, pero no se quitó el gorro de lana.
La casa de campo tenía cien años y crujía y se quejaba como un anciano. La caldera resoplaba y se esforzaba, pero no podía contra el aire frío que se colaba entre los cristales de las ventanas y por debajo de las puertas. Wylie había pensado en quedarse solamente una semana, dos, como mucho, pero cuanto más tiempo pasaba allí, más difícil se le hacía marcharse.
Al principio, culpó a su exmarido y el mal momento que ella estaba pasando con Seth. Estaba muy cansada de discutir con ellos. Necesitaba concentrarse y terminar el libro que estaba escribiendo.
Entonces, hizo una llamada, descubrió que la antigua casa de campo donde había ocurrido el crimen hacía veinte años estaba en ese momento desocupada y decidió hacer el viaje. La casa solo contaba con lo básico: electricidad y agua. No había wifi, ni televisor ni un hijo adolescente que le recordara lo mala madre que era. Estaría a dos mil cuatrocientos kilómetros de cualquier distracción. Ahora que había dejado caer el móvil y se le había estropeado, su única conexión con el mundo era el teléfono fijo. Se había quedado sin acceso a internet, sin mensajes de texto, sin FaceTime.
Estaba trabajando en su cuarto libro sobre crímenes reales y, aunque acostumbraba a viajar para hacer investigación, nunca se había ausentado durante tanto tiempo. Cuanto más se quedaba en Burden, más se daba cuenta de que allí había algo más, o, de otro modo, a esas alturas ya habría terminado el libro y habría vuelto a su casa.
Tas, el viejo perro sabueso de raza mixta, la miraba lánguidamente con sus ojos amarillos desde su cama junto al radiador. Wylie lo ignoró. Tas bostezó, apoyó su largo hocico sobre las patas y cerró los ojos.
Faltaban tres horas para el anochecer, pero la tormenta hacía que la luz que entraba por las ventanas fuera un paño mortuorio de color gris. Wylie recorrió la casa, encendiendo luces a su paso. Entró lo que quedaba de leña cortada, la depositó junto a la chimenea y encendió el fuego. Tenía esperanzas de que durara toda la noche, pues no le agradaba la idea de tener que ir hasta el granero a buscar más leña.
Fuera, la tormenta cobraba intensidad; golpeaba contra las ventanas y decoraba las ramas desnudas con una cobertura de hielo. Sería precioso si no estuviera ya harta del invierno. Estaba previsto que se avecinara más nieve y la primavera parecía muy lejana.
Wylie comenzó la rutina, como lo había hecho todas las tardes durante las últimas seis semanas. Recorrió la casa, verificando que las ventanas y puertas estuvieran cerradas y bajó las persianas. Le gustaba estar sola, sí, y pasaba la vida escribiendo sobre crímenes horrendos, pero no le agradaba la oscuridad ni lo que pudiera acechar fuera una vez que se ponía el sol. Abrió el cajón de la mesilla de noche para cerciorarse de que la pistola 9 milímetros estuviera allí.
Se dio una ducha rápida, con la esperanza ganarle al momento en que el agua caliente se tornaba tibia, y se secó el pelo con la toalla. Se puso ropa interior larga, calcetines de lana, tejanos, un suéter, y bajó otra vez a la cocina.
Allí se sirvió una copa de vino y se sentó en el sofá. Tas intentó subirse y acomodarse a su lado.
—Abajo —le ordenó ella distraídamente, y el perro regresó a su sitio junto al radiador.
Wylie pensó en usar el teléfono fijo para llamar a Seth, pero corría el riesgo de que su ex estuviera allí cerca e insistiera en hablar con ella. Ya había oído todo lo que tenía que decirle.
Inevitablemente, la conversación se desmoronaría bajo una andanada de palabras y acusaciones duras. “Vuelve a casa. Te estás comportando de manera irracional”, le había dicho su ex en una de las últimas llamadas telefónicas. “Necesitas ayuda, Wylie”.
Ella había sentido que algo se le quebraba dentro del pecho. Solo una pequeña fisura, suficiente como para hacerle saber que tenía que colgar. Hacía más de una semana que no hablaba con Seth.
Subió la escalera con la copa de vino y se sentó frente al escritorio en la habitación que usaba como despacho. Tas la siguió y se recostó debajo de la ventana. La habitación era el dormitorio más pequeño, pintado de amarillo y con pegatinas de equipos de béisbol en los zócalos. Su escritorio estaba en un rincón y miraba hacia fuera, de manera que podía ver tanto la ventana como la puerta.
El manuscrito que había impreso la semana anterior en la biblioteca de Algona estaba junto a su ordenador, listo para una última revisión. No obstante, a ella le costaba ponerle punto final al proyecto.
Había pasado más de un año estudiando fotos de escenas del crimen, leyendo artículos periodísticos e informes oficiales. Se puso en contacto con testigos y personas relevantes en la investigación, incluyendo a ayudantes del sheriff y hasta al antiguo sheriff. Incluso el detective principal del Departamento de Investigación Criminal de Iowa accedió a hablar con ella. Todos se mostraron muy sinceros y le revelaron detalles poco conocidos del caso.
Los únicos que no quisieron hablar con ella fueron los miembros de la familia. Algunos habían muerto, otros se negaron a hacerlo. En realidad, no podía culparlos. Wylie había pasado interminables horas escribiendo, haciendo volar sus dedos sobre el teclado. El libro estaba terminado. Había llegado a una conclusión, por insignificante que fuera. El asesino había sido identificado, pero no lo habían llevado ante la justicia.
Wylie todavía tenía un sinfín de preguntas sin responder, pero había llegado el momento. Tenía que releer las páginas, hacer las correcciones finales y enviarle el manuscrito a su editora.
Dejó caer el bolígrafo rojo sobre el escritorio, presa de frustración. Se puso de pie, se desperezó y bajó nuevamente a la cocina a dejar la copa vacía sobre la encimera. Le dolían las manos por el frío, pero estaba decidida a no subir el termostato. En cambio, llenó la tetera con agua y la puso al fuego. Mientras se calentaba, acercó las manos al calor del quemador.
Fuera, el viento azotaba y gemía lúgubremente, y tras unos minutos, la tetera se unió al coro con su propio aullido. Se llevó la taza de té al escritorio y volvió a sentarse. Hizo a un lado el manuscrito y pensó en el siguiente proyecto que podría iniciar.
No había escasez de asesinatos espeluznantes. La variedad era amplia. Muchos escritores de crímenes reales elegían sus temas basándose en los titulares y el interés público por el crimen. Wylie, no. Ella siempre comenzaba por la escena del crimen. Era allí donde la historia se le metía en las venas y ya no la podía soltar.
Pasaba horas estudiando las fotos tomadas en las escenas del crimen, imágenes del lugar donde las víctimas habían soltado su último aliento, de la posición de los cadáveres, las caras congeladas por la muerte, las salpicaduras de sangre.
Las fotografías que estaba estudiando ahora pertenecían a un crimen ocurrido en Arizona. La primera había sido tomada desde una cierta distancia. Se veía a una mujer sentada, apoyada contra una roca color óxido; a su alrededor, unos matorrales polvorientos formaban una corona. Tenía la cara vuelta en sentido opuesto a la cámara. Una mancha negra oscurecía la parte delantera de su camisa.
Hizo a un lado la foto y pasó a la siguiente. La misma mujer, pero en primer plano y desde un ángulo diferente. Su boca estaba torcida en una mueca de dolor. Asomaba la lengua, negra e hinchada. En el pecho tenía un orificio donde cabría el puño de Wylie, rodeado por un borde de piel irregular donde se veía hueso y cartílago.
Las fotos eran sangrientas, perturbadoras, material de pesadillas, pero ella creía que, antes que nada, debía conocer a las víctimas en el momento de su muerte.
A las diez de la noche, Tas le rozó la pierna. Juntos bajaron por la escalera; el perro se movía lentamente; sus articulaciones crujían oxidadas. No faltaba mucho para que ya no pudiera subir y bajar escaleras.
Se preguntó qué diría su exmarido cuando le contase que había adoptado un viejo perro vagabundo que había encontrado sentado fuera de la puerta de la casa. A pesar de sus intentos de que se fuera, el perro se había quedado.
Wylie suponía que la gente que había alquilado la casa antes de su llegada lo había abandonado. Lo llamó Tas, a modo de abreviación de Itasca, el nombre del parque estatal donde habían descubierto los cadáveres de tres chicas que habían sido el tema de su primer libro sobre crímenes reales.
El perro no le caía demasiado bien y el sentimiento parecía ser mutuo. Era como si hubieran llegado al acuerdo de que, de momento, tendrían que coexistir.
Destrabó la puerta principal, la abrió lo suficiente como para permitir que el perro saliera y volvió a cerrarla tras él. No obstante, el aire frío, la nieve y la ventisca entraron en la casa y Wylie se estremeció.
Transcurrió un minuto, luego otro. Tas, que no era amante del frío, por lo general era rápido para hacer sus necesidades y enseguida rascaba la puerta para anunciar que estaba listo para volver a entrar.
Wylie fue hasta la ventana, pero los cristales estaban empañados y laqueados con hielo. Se frotó los ojos, que sentía secos tras haber estado estudiando las fotos durante demasiado tiempo, y apoyó la espalda contra la puerta para esperar. No podría irse a dormir hasta que saliera el sol.
Las luces parpadearon y el corazón de Wylie dio un vuelco de pánico. Se quedó mirando la lámpara y contuvo el aliento, pero el brillo cálido se mantuvo estable. Añadió más leña al fuego. Si se iba la luz, podrían congelarse las tuberías y entonces sí que tendría un verdadero problema. Entreabrió la puerta y espió hacia el mar de blanco de fuera, pero no vio a Tas.
—¡Tas! —gritó hacia la oscuridad—. ¡Ven aquí, Tas! —Los copos congelados golpeaban la casa con un incesante sonido que le recordaba el de los roedores. No podía ver más allá de la débil luz que estaba encima de la puerta—. Fantástico —masculló, mientras buscaba en el armario de la entrada un par de botas, un abrigo largo y una de las muchas linternas que guardaba en la casa.
Cuando estuvo lista, salió con cuidado para no resbalar en los escalones que bajaban del porche al jardín delantero.
—¡Tas! —llamó otra vez irritada.
Echó los hombros hacia delante para protegerse del viento helado y bajó la cabeza para que la lluvia congelada no le hiciera daño en la cara.
Ya habían caído varios centímetros de nieve y, lo que era peor aún, ahora la aguanieve transformaba el jardín en una pista de patinaje.
Wylie sintió una punzada de aprensión. Una gran cantidad de hielo o una fuerte nevada sobre los cables eléctricos sin duda haría que se cayesen y se produciría un apagón. Quería encontrar a Tas y volver a la casa.
Utilizando la baranda del porche para mantener el equilibrio y el haz de luz de la linterna como guía, avanzó despacio, sin dejar de llamar al perro. Escudriñó la oscuridad y apuntó la linterna hacia el camino que llevaba a la carretera. Dos círculos rojos relampaguearon.
—¡Tas, ven aquí! —ordenó. El perro bajó la cabeza, pero no obedeció.
Resignada, echó a andar hacia el testarudo animal. Se inclinó ligeramente hacia delante y avanzó pisando plano, tratando de mantener el centro de gravedad directamente encima de sus pies. Pero aun así resbaló y aterrizó con un ruido sordo sobre el coxis.
—¡Su puta madre! —gruñó mientras se levantaba del suelo.
La nieve le había entrado entre el cuello y el abrigo. No llevaba guantes y quería meter las manos en los bolsillos, pero no se atrevía a hacerlo. Las necesitaba fuera, extendidas, por si volvía a caerse.
Tas se mantenía en su sitio. Cuando Wylie se acercó, vio que la atención del perro se centraba en algo que estaba en el suelo, delante de él. Ella no podía distinguir qué era. Tas rodeó el objeto, olisqueándolo de manera vacilante.
—Fuera de ahí —le ordenó Wylie.
Al acercarse con cuidado, vio que no se trataba de un objeto, sino de un ser vivo, o tal vez muerto. Estaba hecho un ovillo apretado y cubierto por una capa de hielo que relucía a la luz de la linterna.
—¡Siéntate, Tas! —gritó.
Esta vez, el perro levantó la cabeza para mirarla, luego se sentó obedientemente. Wylie se acercó más: sus ojos seguían la forma de ese cuerpo cerrado sobre sí mismo. Una zapatilla gastada, el azul de la tela de unos tejanos, el gris de una sudadera, una cabeza de pelo oscuro rapado, un pequeño puño apretado contra unos labios pálidos. Un delgado río de sangre congelada se abría alrededor de su cabeza.
Lo que yacía ante ellos no era ningún animal. Era un niño, congelado en el suelo.
—¿Podríamos ir afuera a jugar? —preguntó la niña mientras espiaba por el borde de la pesada cortina que cubría la ventana.
El cielo estaba gris y las gotas de lluvia suave golpeaban contra el cristal.
—Hoy no —dijo la madre—. Está lloviendo y nos derretiríamos.
La niña rio y luego saltó de la silla que había arrastrado debajo de la ventana. Sabía que su madre bromeaba. No se derretirían de verdad si salían a la lluvia, pero, de todos modos, se estremeció al pensar en ello: sentir el golpeteo del agua sobre la piel y verla derretirse como un cubito de hielo.
En cambio, la niña y su madre pasaron la mañana sentadas en la mesa auxiliar, recortando huevos de cartulina rosa, violeta y verde para luego decorarlos con lunares y rayas.
En uno de los óvalos, su madre dibujó ojos y un piquito puntiagudo de color anaranjado. Colocó las manos de la niña sobre un trozo de papel amarillo y dibujó su contorno con un lápiz.
—Mira —le dijo mientras cortaba la forma de las manos y luego las pegaba al dorso de uno de los óvalos.
—Es un pájaro —dijo la niña, encantada.
—Un pollito de Pascua —dijo la madre—. Los hacía a tu edad.
Juntas, pegaron cuidadosamente en las paredes de cemento los huevos, pollitos y conejitos que habían creado, dándole a la sala oscura un aire festivo y primaveral.
—Bien, ya estamos listas para el Conejo de Pascua —dijo su madre con tono triunfal.
Esa noche, cuando la niña se metió en la cama, las mariposas que sentía en el estómago no la dejaban dormir.
—Quédate quieta —le dijo su madre una y otra vez—. Te dormirás más rápido.
La niña no creía que eso fuera verdad, pero, cuando abrió los ojos, un rayo luminoso de sol espiaba por la persiana y supo que la mañana finalmente había llegado.
Bajó de la cama de un salto y encontró a su madre ya en la pequeña mesa donde comían.
—¿Ha venido? —le preguntó llevándose el largo pelo castaño detrás de las orejas.
—Claro que ha venido —respondió la madre y extendió hacia ella una cestita tejida con tiras de papel de colores que cabía en la palma de la mano de la niña. Era preciosa. Dentro había trocitos de papel verde cortados para que pareciera hierba. Encima, un paquete de chicles con sabor a canela y dos caramelos de sandía.
La niña sonrió a pesar de la desilusión que la invadió. Había estado esperando un conejito de chocolate o una de esas golosinas en forma de huevo que chorreaban una sustancia amarilla cuando se las rompía.
—Gracias —dijo.
—Dáselas al Conejo de Pascua —dijo su madre.
—Gracias, Conejo de Pascua —dijo la niña imitando la voz de la publicidad de golosinas que había visto por televisión. Ambas rieron.
Desenvolvieron un chicle cada una y pasaron la mañana inventando historias sobre los pollitos y los conejitos de papel que habían creado.
Cuando el chicle de la niña perdió el sabor y ya había convertido uno de los caramelos de sandía en un disco plano y afilado, la puerta de encima de la escalera se abrió y su padre bajó hacia ellas. Llevaba una bolsa de plástico y un paquete de seis latas de cerveza. Su madre le dirigió una mirada. La mirada que decía: “Vete ahora; mamá y papá necesitan tiempo a solas”.
Obedientemente, la niña, con su cestita de Pascua, se dirigió a la ventana y se sentó en el charco de luz cálida que caía sobre el suelo. De frente a la pared, desenvolvió otro trozo de chicle y se lo llevó a la boca, tratando de no prestar atención al crujido de la cama y a los suspiros y gruñidos de su padre.
—Ya puedes volverte —dijo su madre por fin.
La niña se levantó de un salto de su sitio en el suelo.
Oyó que corría el agua en el baño y su padre asomó la cabeza por la puerta.
—Felices Pascuas —dijo él con una sonrisa—. El Conejo de Pascua me pidió que te diera un regalito.
La niña miró hacia la mesa de la cocina, donde estaba la bolsa de plástico. Luego miró a su madre, que estaba sentada en el borde de la cama, masajeándose la muñeca, con los ojos enrojecidos y húmedos. Su madre asintió.
—Gracias —murmuró la niña.
Más tarde, una vez que su padre hubo subido la escalera y cerrado la puerta tras él, la niña fue hasta la mesa y miró dentro de la bolsa. Dentro había un conejito de chocolate con ojos celestes. Sostenía una zanahoria y llevaba un lazo amarillo en el cuello.
—Anda, cómetelo —dijo su madre, mientras se apretaba una compresa de hielo contra la muñeca—. Cuando era niña, yo siempre empezaba por las orejas.
—Creo que no tengo hambre —dijo la niña, y volvió a dejar la caja sobre la mesa.
—No pasa nada —dijo su madre con suavidad—. Puedes comértelo. Te lo ha traído el Conejo de Pascua, no tu papá.
La niña lo pensó. Mordisqueó la oreja del conejo y el sabor dulce del chocolate le inundó la boca. Comió otro bocado y luego otro. Le enseñó el conejo a su madre y ella mordió la otra oreja. Rieron y se turnaron para comerse el conejo hasta que solo quedó la cola de chocolate.
—Cierra los ojos y abre la boca —dijo su madre. La niña obedeció y sintió que su madre le colocaba el trozo de chocolate restante sobre la lengua y luego le besaba la nariz—. Felices Pascuas —susurró.
Agosto de 2000
El verano de 2000 se presentaba tranquilo en cuanto a hechos criminales en el condado de Blake, situado en el centro del estado de Iowa, algo hacia el norte. Con una población de 7.310 habitantes, en ese condado rural y agrícola no solían ocurrir crímenes. De hecho, hasta los sucesos del 13 de agosto de ese año, no se había reportado un solo asesinato en toda la localidad. Burden, con sus 844 habitantes, era considerada una comunidad ideal para vivir y formar una familia. Se ubicaba en el vértice sudoeste del condado de Blake y ostentaba un índice de delincuencia inferior a la cuarta parte del promedio del estado.
Aun en los albores del nuevo milenio, Burden seguía siendo un pueblo centrado en la agricultura. El maíz y la soja eran los cultivos principales que producían las familias que habían vivido allí durante generaciones. Los niños corrían descalzos entre las florecillas silvestres tal como lo habían hecho sus padres y sus abuelos.
En los veranos, el trabajo era agotador y los juegos también. Los niños subían a los tractores con sus padres durante la temporada de siembra, jugaban en los graneros y salían de pesca al finalizar las tareas. Las niñas pasaban los nueve meses de escuela aprendiendo que podían llegar a ser abogadas o médicas en el futuro, pero volvían a casa y ayudaban a sus madres y abuelas a envasar encurtidos de pepinos y jalea de ruibarbo. Alimentaban a mano a las cabras, leían libros detrás del silo de maíz, patinaban sobre hielo en el arroyo Burden y jugaban a saltar de fardo en fardo.
Así era la vida de Josie Doyle, de doce años, la mañana del 12 de agosto cuando despertó con alegre ilusión. Se vistió con rapidez y se recogió el cabello castaño y rebelde en una coleta.
Tenía que hacer la mochila y una lista de las atracciones más importantes para mostrársela a su mejor amiga, Becky, pues era su primera vez en una feria estatal. Pero antes debía desayunar y cumplir con sus tareas. Comió deprisa y se apresuró a terminar con las tareas asignadas.
Fue entonces cuando advirtió que su labrador marrón, Rosco, no aparecía por ninguna parte. No era algo raro. Rosco un vagabundo. En ocasiones desaparecía durante horas para deambular por el campo, pero siempre volvía, nunca faltaba al desayuno. Apenas Josie levantaba la tapa del recipiente plástico con la bolsa de veinte kilos de alimento para perros, él volvía corriendo con telarañas de saliva que le chorreaban de la papada. Esa mañana, Rosco no estaba. Josie echó una medida de alimento en su bol, llenó el otro cacharro con agua de la manguera y, luego, fue a ocuparse de las gallinas.
Para que pasara más rápido el tiempo que faltaba para la llegada de Becky, Josie acompañó a su padre a plantar una hilera de pinos para formar una cortina de protección contra los vientos del invierno. Luego continuó al lado de su padre mientras él remendaba las alambradas en la parte norte de la finca. Sus manos enguantadas se movían con pericia para estirar, envolver y anudar el alambre de púas. Josie parloteaba sobre la feria estatal mientras bailaba dentro y fuera de la línea de visión de su padre, con riesgo de caer sobre el alambre oxidado. Aunque era pequeña para su edad, todos opinaban que Josie tenía una energía inagotable.
Oyó la camioneta antes de verla. La grava crujía como palomitas de maíz debajo de las ruedas. Se volvió y vio que el morro de la camioneta asomaba por la curva del camino. Esperó para ver si seguía de largo, pero el vehículo se quedó allí, por lo que ella siguió caminando.
Volvió a escuchar el chasquido de los guijarros bajo las ruedas. Josie se giró y la camioneta se detuvo. Cuando ella avanzaba, la camioneta la seguía lentamente. Josie trató de ver quién iba en el asiento del copiloto, pero el sol era un disco de oro brillante desde el este y le era imposible saberlo. No tenía miedo. Seguramente los amigos de su hermano le estarían gastando una broma.
—Ja, ja —gritó Josie—, ¡muy gracioso!
Se inclinó para recoger un pequeño guijarro y lo arrojó hacia la camioneta. La piedra aterrizó en el suelo con un sonido muy poco satisfactorio. Despacio, caminó hacia el vehículo y este comenzó a retroceder.
Qué raro, pensó, y caminó unos pasos más hacia la camioneta, que retrocedió unos metros más. ¿El juego de corre que te pillo? Corrió hacia la camioneta, con la seguridad de que los desagradables amigos de su hermano estarían dentro.
A medida que avanzaba podía ver la silueta de una persona en la cabina. Una figura encorvada, que llevaba una gorra con la visera bien baja sobre la frente. El vehículo seguía marcha atrás.
En ese preciso momento, oyó un grito desde el campo: era su padre, que le hacía señas para que volviera a su lado. Echó una última mirada a la camioneta detenida con el motor en marcha, pero cuando llegó junto a su padre, se olvidó de todo.
Ya en la casa, Josie se atrevió a abrir la puerta del cuarto de su hermano y pedirle ayuda para buscar a Rosco.
—Déjame en paz —dijo Ethan. Estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la cama.
—Pero es que Rosco no volvió a casa anoche. ¿No te importa? —preguntó ella.
—En realidad, no —dijo él con desgana mientras pasaba las páginas de una revista.
—¿Y si lo ha atropellado un coche? —preguntó Josie, levantando la voz. Ethan se encogió de hombros, sin siquiera tomarse la molestia de mirarla—. Te sentirás mal si no regresa —dijo cogiendo un libro de bolsillo que había sobre la cómoda de Ethan y arrojándolo de tal manera que hizo caer la revista de sus manos. Josie no pudo evitar reírse.
—¡Fuera de aquí, joder! —exclamó Ethan.
Cogió una de sus botas con puntera de acero y se la tiró. Pegó justo por encima de la cabeza de la niña y astilló un trozo del marco de la puerta.
Josie huyó a refugiarse en el baño y cerró la puerta con cerrojo. Ethan estaba muy raro últimamente. Se metía en peleas, bebía, llamaban a casa de la escuela, llamaba el sheriff. Ella nunca sabía qué esperar cuando se cruzaban, algo que no ocurría a menudo porque él se encerraba en su habitación casi todo el tiempo. Josie esperó hasta oír que Ethan abría la puerta y bajaba por la escalera antes de asomarse desde el baño.
A las cuatro y media de la tarde, Becky y su madre, Margo Allen, llegaron por el camino y Josie corrió a saludarlas, cerrando con estrépito la mosquitera tras ella. Becky tenía una larga cabellera negra y rizada de la que se quejaba constantemente y unos ojos marrones grandes y expresivos.
—Te cambio mi pelo por tu nombre —decía Becky siempre.
Josie habría hecho el intercambio con mucho gusto. Como todos los demás, pensaba que Becky era preciosa. En cuanto cumplió trece años, los chicos comenzaron a llamar a la casa de Becky y ella encontraba excusas cada vez más frecuentes para pasar tiempo con los chicos del pueblo y no con ella. Pero ese fin de semana sería diferente: Josie tendría a Becky para sí. Podrían hablar y reír y hacer todas las cosas que hacían antes de que la vida se complicara. Las dos se saludaron con chillidos y abrazos, y Josie cogió el saco de dormir y la almohada de su amiga.
—Dejaremos a Becky en tu casa el sábado por la noche cuando volvamos —dijo tímidamente Lynne Doyle, la madre de Josie, mientras se llevaba un mechón rebelde detrás de la oreja—; supongo que sobre las ocho.
Margo le pidió que dejara a Becky en casa de su padre.
—Ay, no sabía nada —dijo Lynne sorprendida, y luego vaciló. Josie no había dicho nada de la separación de los padres de Becky—. Cuenta con ello —agregó, y bajó la mirada.
Las dos mujeres permanecieron en un silencio incómodo por un momento hasta que finalmente Lynne habló de nuevo.
—Otro día de calor, pero por lo menos hay cierta brisa —dijo mirando al cielo que el viento caliente había despojado de nubes. Cuando no se sabía qué decir, siempre se podía hablar del clima.
—Diviértete, Becky —dijo Margo, y abrazó a su hija—. Pórtate bien y hazles caso al señor y la señora Doyle, ¿vale? Te quiero.
—Lo haré. Yo también te quiero —murmuró Becky avergonzada por la muestra de cariño de su madre.
Las dos chicas corrieron a la casa, subieron al alegre dormitorio amarillo de Josie y tiraron al suelo el saco de dormir, la almohada y el bolso de Becky.
—¿Qué quieres hacer primero? —preguntó Josie.
—Ir a ver las cabras —respondió Becky; de pronto, se oyó un grito de furia fuera.
Las chicas fueron hasta la ventana abierta para ver qué era ese alboroto. Abajo, Margo se detuvo y abrió la puerta de su coche; Lynne se llevó la mano a la frente como en un saludo militar para protegerse los ojos del sol de la tarde. Ambas miraban hacia el granero.
Ethan salió primero, con la expresión ceñuda que siempre tenía últimamente. Lo siguió su padre, William. Puso su enorme mano sobre el hombro de Ethan, y lo hizo girarse para que quedara frente a él. La brisa caliente se llevó algunas palabras furiosas, pero “capullo” se escuchó con claridad. Margo miró con inquietud a Lynne, que sonrió disculpándose y murmuró algo sobre los adolescentes de hoy en día. Últimamente tenía que hacerlo con frecuencia. Ethan intentó liberarse de la mano de su padre.
—¡Cariño! —gritó Lynne.
Al ver que tenían compañía, él dejó caer su mano del hombro de Ethan. Al soltarlo súbitamente, Ethan perdió el equilibrio y cayó sobre una rodilla. William quiso ayudarlo a ponerse de pie, pero su hijo lo ignoró y se incorporó por sí solo.
William miró a su alrededor y levantó la mano para saludar a Margo. Ethan dio un respingo como si fuera a recibir un golpe.
—Vamos —dijo Josie apartando a Becky de la ventana—. Salgamos por detrás. —Parpadeó para contener las lágrimas de humillación. Eso era solo una muestra de la forma en que su padre y su hermano se trataban últimamente.
Ethan se había distanciado de su familia de manera abrupta, en una transformación instantánea. Dejó de hablar y, cuando lo hacía, era con gruñidos de enfado y resentimiento. Tenía una actitud abiertamente desafiante y se negaba a colaborar en los trabajos del campo.
—Tu hermano llamó “capullo” a tu padre —dijo Becky, y en un abrir y cerrar de ojos, las dos sucumbieron a un ataque de risa y ya no pudieron parar. Cuando una de ellas trataba de recomponerse, la otra susurraba “capullo” y ambas estallaban de risa otra vez.
Después de cenar, Lynne le pidió a Ethan que llevara un pastel que había horneado a la granja de sus padres, a un kilómetro y medio de distancia.
—Te vas directo allí y vuelves inmediatamente a casa —le ordenó.
Ethan puso los ojos en blanco.
—Ethan, no empeores las cosas —le advirtió Lynne.
Antes de que Josie pudiera escuchar la respuesta irrespetuosa de Ethan, las dos ya estaban fuera.
El lugar favorito de Josie en la granja era el techo rojo a cuatro aguas del granero, que tenía ochenta años y cada mañana la saludaba con su ancha cara roja. La nariz era la puerta del pajar; los ojos, las enormes ventanas superiores, y la boca era la entrada lo suficientemente grande como para que una camioneta pudiera atravesarla.
El granero olía a paja entibiada al sol y a aceite de tractor. A partículas de polvo y a cabras. Josie colocó forraje en los comederos de madera situados a lo largo del centro del granero. Llenó una pequeña cubeta con pélets mientras Becky corría de un rincón a otro buscando a una mamá gata y a sus gatitos; se habían escondido muy bien y era imposible encontrarlos.
Josie y Becky salieron por donde el granero se comunicaba con un área cercada; allí, más de treinta cabras pasaban el día. Cuando oyeron el ruido de la cubeta contra la pierna de Josie, las cabras se acercaron corriendo con sus patas larguiruchas. Las chicas se inclinaron para llenarse las manos de alimento y las deslizaron por debajo de la cerca, con las palmas hacia arriba. A Becky le hacían gracia sus ojos alargados y los balidos que parecían humanos.
—Eh, ¿qué está haciendo tu hermano? —preguntó Becky.
Josie levantó la mirada y vio que Ethan se dirigía hacia su vieja camioneta con una escopeta en una mano; con la otra, hacía equilibrios con el pastel que debía llevar a sus abuelos.
—No lo sé, pero desde luego no es lo que debería estar haciendo —dijo Josie con las manos en las caderas.
—¡Qué suerte tienes de tener un hermano mayor! Es tan guapo… Vayamos a ver adónde va —dijo Becky sacudiéndose los restos de alimento de las manos; antes de que Josie pudiera detenerla, corrió detrás de Ethan.
—¿A qué le vas a disparar? —preguntó Becky sin aliento cuando pudo alcanzarlo.
—A las niñas que me persiguen y no cierran la boca —respondió él sin siquiera mirarlas.
—Ja, ja —dijo Josie, seria—. Ni siquiera es temporada de caza. ¿Sabe papá que llevas una escopeta a casa del abuelo?
—Puedo cazar palomas o marmotas y no, papá no necesita saber cada cosa que hago. Además, solo voy a tirar al blanco.
—Claro, no va a oír los disparos. Buen plan el tuyo, Ethan. —Josie miró a su amiga con una sonrisa de satisfacción, pero ella estaba centrada en Ethan.
—¿Podemos ir contigo? —preguntó Becky.
—Como quieras —murmuró él mientras colocaba con cuidado la escopeta en su soporte contra la ventana trasera.
Las chicas se subieron y Becky comentó lo limpia que se veía la camioneta. Abrió la guantera y hurgó entre las cosas, extrajo un paquete de chicles y una cajita de caramelos de menta.
—Se ve que te gusta tener el aliento fresco —dijo Becky, riendo.
Ethan se sonrojó. Becky sacó un muñequito de Linterna Verde que Ethan guardaba como amuleto y, hablando en voz baja, comenzó a hacer caminar la figura por el brazo de él.
—¡Ya basta! —dijo Ethan, y Josie se dio cuenta de que le gustaba la atención que Becky le dispensaba.
Su amiga no paró de hablar alegremente desde que Ethan salió a gran velocidad hasta que se detuvo delante del porche y la puerta roja de entrada.
—Lleva esto rápido y dáselo a la abuela —ordenó Ethan—. Y no te quedes cotorreando, que tengo prisa.
Josie saltó con torpeza por encima de Becky para salir de la camioneta y el pastel se ladeó peligrosamente. Para no enfadar a su hermano, hizo lo que le había pedido. Abrió sin llamar a la puerta y fue directamente a la cocina, donde sus abuelos, Matthew y Caroline Ellis, estaban terminando de cenar.
Se despidió a toda prisa y al volver a la camioneta vio que Becky se había acercado tanto a Ethan que sus piernas se rozaban. Josie subió a la cabina y antes de que pudiera cerrar la puerta, las ruedas ya estaban en movimiento.
En lugar de regresar a la casa, Ethan giró abruptamente a la derecha y tomó el camino de tierra que bordeaba el arroyo.
—¿Qué haces? —preguntó Josie—. Mamá dijo que volvieras directo a casa.
—Voy a tirar al blanco unos minutos —dijo Ethan mientras se acercaba a un grupo de abetos negros al oeste de la finca de sus abuelos y aparcaba junto a una oxidada camioneta gris plata que estaba a un lado del camino.
—Cutter —dijo Ethan por la ventana abierta.
—Hola —respondió el muchacho elevando el mentón cubierto de granos.
Cutter era uno de los chicos con los que Ethan tenía prohibido juntarse.
—Quedaos aquí —les ordenó.
Josie y Becky lo ignoraron y bajaron del vehículo.
—Josie —dijo Ethan en tono de advertencia.
—¿Qué? —preguntó ella con inocencia y con los ojos bien abiertos. A su lado Becky contenía la risa.
—¿Para qué las has traído? —preguntó Cutter con un movimiento de cabeza hacia las chicas.