Silencio total - Heather Gudenkauf - E-Book

Silencio total E-Book

Heather Gudenkauf

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Beschreibung

Amelia Winn es una enfermera forense que atiende a víctimas de agresiones sexuales. Pero un trágico accidente la deja sorda y cae en una depresión que la lleva al alcoholismo. Así es como pierde todo aquello que le importa: su trabajo, su esposo y la pequeña hija de él, Nora. Han pasado dos años, y con la ayuda de su perro guía, Amelia finalmente se está recuperando. Va a tener una entrevista laboral y está ansiosa por demostrarle a su exesposo que puede retomar el rumbo y quiere seguir siendo parte de la vida de Nora. Pero esa mañana, en un paseo con su perro, encuentra el cadáver de una mujer flotando, enredado en la maleza del río. Se acerca y descubre horrorizada que es su vieja amiga y colega del hospital. La investigación toca a Amelia demasiado cerca y se ve sumergida en una peligrosa trama que podría destrozar su vida una vez más.   

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Seitenzahl: 430

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Silencio total

Heather Gudenkauf

Traducción: Carmen Bordeu

Título original: Not a Sound

Edición original: Brandt & Hochman Literary Agents, Inc. Derechos de traducción gestionados por International Editors & Yáñez Co' S.L.

© 2017 Heather Gudenkauf

© 2024 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2024 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-19767-27-1

Para Erika Imranyi, que sabe hacer limonada con cuadraditos de limón.

Índice de contenidos

Portadilla

Legales

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

NOTA DE LA AUTORA

Si te ha gustado esta novela...

Heather Gudenkauf

Manifiesto Motus

Prólogo

La encuentro sentada sola en la sala de espera de urgencias, con sus bellas facciones distorsionadas por la hinchazón y los hematomas. Solo quedan unos pocos pacientes, algo inusual para un viernes por la noche y de luna llena. Sentada frente a ella, una anciana tose y expectora en un pañuelo mientras su marido, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza echada hacia atrás, ronca con suavidad. Otro hombre, sin ninguna dolencia aparente, mira fijamente el televisor colgado en la pared. Las risas enlatadas resuenan en la habitación.

Me sorprende que siga aquí. La atendimos hace horas. Recogimos su ropa, y la examiné de pies a cabeza mientras le iba explicando paso a paso lo que estaba haciendo. Permaneció acostada boca arriba mientras yo le tomaba muestras, raspaba y buscaba pruebas. Recolecté fluidos corporales y pelos que no eran suyos. Tomé fotografías. Primeros planos de abrasiones y moratones. Me quedé cerca mientras el oficial de policía la interrogaba y le hacía preguntas muy personales. Le ofrecí anticonceptivos de emergencia y el número de teléfono de un centro de acogida para víctimas de maltrato. No lloró ni una sola vez en todo el proceso. Pero ahora las lágrimas fluyen con libertad, mojando la bata limpia que le di para que se pusiera.

—¿Stacey? —Me siento a su lado— ¿Viene alguien a buscarte? —le pregunto.

Me ofrecí a llamar a alguien de su parte, pero se negó y dijo que ella lo haría. Ruego a Dios que no haya llamado a su marido, el hombre que le hizo esto. Espero que la policía ya lo haya detenido.

Menea la cabeza.

—Vine en mi coche.

—No creo que debas conducir. Por favor, déjame llamar a alguien —insisto—. O puedes cambiar de opinión y quedarte ingresada esta noche. Estarás a salvo. Podrás descansar.

—No, estoy bien —responde.

Pero no está nada bien. Hice todo lo que pude, pero su labio recién cosido está sangrando y las magulladuras moradas resaltan en su piel.

—Al menos deja que te acompañe al coche —le ofrezco.

Estoy ansiosa por volver a casa con mi marido y mi hijastra, pero hace rato que duermen. Unos minutos más no importan.

Stacey acepta y se pone de pie, acunando su brazo recién escayolado. Salimos a la húmeda noche de agosto. La luna llena, redonda y pálida como el trigo de invierno, ilumina nuestro camino. Las cigarras se llaman unas a otras y las polillas de alas blancas se lanzan contra el letrero luminoso que reza “Queen of Peace: Urgencias”.

—¿Dónde pasarás la noche? No irás a tu casa, ¿verdad?

—No —contesta, pero no da más detalles—. Tuve que aparcar en Birch —agrega con voz apagada.

El aparcamiento del Queen of Peace lleva casi un mes en obras, así que encontrar un sitio es todo un desafío. Me entristece pensar que esta pobre mujer, golpeada y violada por su marido, no solo tuvo que conducir hasta urgencias, sino que ni siquiera consiguió un sitio decente donde dejar el coche. Ahora hay cinco plazas libres. Un par de horas pueden marcar toda una diferencia en el ajetreado e impredecible mundo de la atención en urgencias.

Pasamos junto a las barreras y los conos naranjas de las obras y llegamos a una calle residencial tranquila y bordeada por tilos de dulce aroma. A lo lejos, el motor de un coche ruge, un perro ladra y una sirena aúlla. Otro paciente para urgencias.

—Mi coche está allí —precisa Stacey, y señala un pequeño sedán blanco de cuatro puertas oculto en las sombras proyectadas por las hojas en forma de corazón de los tilos. Cruzamos la calle y espero mientras ella busca las llaves en su bolso. Un mosquito pasa zumbando junto a mi oreja y lo alejo con la mano.

Primero oigo el chirrido de los neumáticos. El chirrido agudo de la goma sobre el asfalto. Stacey y yo giramos al mismo tiempo hacia el ruido. Las cegadoras luces largas se dirigen hacia nosotras. No tenemos adónde ir. Si nos alejamos del coche de Stacey estaremos directamente en su camino. Empujo a Stacey contra la puerta de su coche y me aprieto contra ella todo lo que puedo, intentando hacernos lo más pequeñas posible.

Soy incapaz de apartar los ojos de la luz brillante y no paro de pensar que el imprudente conductor seguramente dará un volantazo y nos esquivará por poco. Pero no es eso lo que ocurre. No hay chirrido de frenos, el coche no desacelera y lo último que oigo es el golpe sordo y espeluznante de metal contra los huesos.

Capítulo 1Dos años después…

Casi todos los días del último año he practicado paddle surf y kayak y he corrido o hecho senderismo por el circuito sinuoso del río Five Mines, con Parche a mi lado. Arrancamos cada día a unos metros de la puerta de mi casa; yo cargo la tabla y el remo sobre la cabeza y bajamos con precaución por la orilla rocosa y en cuesta hasta el borde del agua. Bajo la tabla —la más barata que he conseguido—, con cuidado de evitar las rocas afiladas que podrían arañarla. Me adentro en el agua y el contacto del frío en la piel me hace estremecer; luego estabilizo la tabla para que Parche pueda subirse. Me pongo de rodillas detrás de él y remo hasta el centro del río.

Muevo el remo con brazadas largas y uniformes a través del agua turbia. El sol recién salido se asoma de manera intermitente a través de nubes grises y pesadas que se desplazan con lentitud y se refleja en las gotas de agua que saltan como chispas. El aire matinal de finales de octubre es vigorizante y huele a hojas en descomposición. Disfruto de las vistas y las sensaciones del río, pero no oigo el golpe del remo contra el agua, no oigo el grito de las gaviotas en lo alto, no oigo los gruñidos juguetones de Parche. Aún estoy intentando asimilarlo.

Se prevé que la temperatura descenderá pronto por debajo de cero, y cuando lo haga, guardaré de mala gana la tabla en el cobertizo, junto al kayak, hasta la primavera. Frente a mí, como un mascarón náutico tallado en la proa de un barco de vela, está sentado Parche. Su pelaje erizado es del mismo color que el de una hoja de arce plateada, lo que le da un aire distinguido. Tiene tres años y pesa veinticinco kilos de músculos, pero a menudo se distrae y olvida su trabajo.

Por lo general, cuando salgo con la tabla, remo una hora y media hacia el norte, hasta donde el Five Mines se abre de repente en una boca grande de al menos un kilómetro y medio de ancho. Allí, sobre la orilla del río, se alzan hoteles con paredes de cristal, restaurantes de lujo, torres de iglesias y una fábrica de pan que impregna el aire de un aroma que me recuerda a la cocina de mi madre. Corredores y madres jóvenes con cochecitos se mueven sin prisa por el impresionante paseo ribereño adoquinado y el viejo puente del tren en el que mi hermano y yo jugábamos de niños se vislumbra a lo lejos, fuera de lugar y estropeado sin remedio. Más o menos como yo.

En cuanto veo el puente del tren o percibo el aroma a levadura de pan recién horneado, sé que es hora de dar la vuelta. Prefiero las calas estrechas y aisladas y los pantanos al sur de Mathias, la ciudad ribereña donde crecí.

Esta mañana solo hay tiempo para una caminata corta. A las diez tengo una entrevista con el doctor Sean Mariod, oncólogo y hematólogo, y director del Centro Oncológico Regional Five Mines de Mathias. Five Mines ofrece atención sanitaria integral y recursos a los pacientes de cáncer en la zona de los tres estados. El doctor Mariod también trabaja en el hospital Queen of Peace junto con mi futuro exmarido, David. David es jefe de obstetricia y ginecología en Queen of Peace y la idea de que yo pueda llegar a trabajar con su viejo amigo no le entusiasma. En realidad, fue el doctor Mariod quien me llamó para ver si estaba interesada. El centro va a digitalizar sus archivos y necesita alguien que introduzca los datos.

El doctor Mariod, con quien me encontré en varias ocasiones hace años por medio de David, debió de enterarse de que he estado buscando trabajo activamente con poca suerte. David, pese a sus protestas, no me ha saboteado. Me daré por afortunada si me recomienda, aunque sea con unas pocas palabras amables. Es una historia larga y complicada, llena de angustia y alcohol. Mucho alcohol. David soportó hasta donde pudo y un día me encontré sola.

Llego a la que suele ser mi parte favorita del Five Mines, un estrecho tramo de río de unos catorce metros de ancho y al menos seis metros de profundidad. La orilla occidental es una pared de piedra caliza escarpada coronada por pinos blancos y robles robustos cuyas ramas se extienden sobre el acantilado como un exquisito dosel de hojas de bronce. Hoy, el río está inusualmente lento y aletargado, como si estuviera cargado de limo y barro. El aire está demasiado pesado, demasiado quieto. En la otra orilla, los zarcillos de las hojas de los sauces negros cuelgan en el agua como dedos flácidos.

Parche levanta las orejas. Algo en la distancia ha captado su atención. La tabla se balancea despacio al principio, una ondulación suave que enseguida se torna en una sacudida desagradable. El agua fría me moja los tobillos y el movimiento casi me arroja al agua. En cambio, caigo de rodillas y me las golpeo con fuerza contra la tabla. De algún modo, evito caer al agua, pero pierdo el remo y a mi perro. A Parche no parece importarle el baño inesperado y se dirige pataleando hacia la orilla. Río arriba, algún imbécil en una lancha motora debe de haber acelerado y provocado esta estela intensa.

Espero a gatas, y mis entrañas se mecen con el río hasta que las olas se calman. Mi remo se balancea en la superficie del agua, a unos pocos centímetros de mi alcance. Ahueco una mano para impulsarme en el agua y guío mi tabla hasta poder coger el remo. Tal vez sea el nerviosismo por la entrevista inminente, pero estoy ansiosa por dar la vuelta y regresar a casa. Algo no está bien, tengo una sensación rara. Parche no se da cuenta. Este es el lugar donde solemos hacer un descanso para que yo estire las piernas y Parche juegue unos minutos. Miro el reloj. Son solo las siete y media, tiempo de sobra para que Parche retoce un rato en el agua. Parche, con su cabeza plateada y áspera a la vista, se dirige en línea recta a tierra. Me siento en la tabla y apoyo el remo sobre mi regazo. Por encima de mi cabeza, dos buitres revolotean en círculos amplios y vacilantes. Las nubes a lo lejos tienen el color de la piel magullada.

Parche sale del río hacia la orilla embarrada y se sacude con energía; el agua le gotea de la barba y el bigote, o de lo que su adiestrador describía como sus atractivos rasgos faciales, tan típicos de los bracos eslovacos de perro duro. Se aleja con paso largo y empieza a explorar la orilla, olfateando y husmeando alrededor de cada tronco y cada rama caída. Cierro los ojos, alzo el rostro hacia el cielo y el mundo exterior desaparece por completo. Huelo la lluvia a lo lejos. Una lluvia que sé que se llevará lo que queda del otoño. Es Halloween y espero que la tormenta aguante hasta que los niños hayan terminado de pedir dulces.

Parche ha cogido un palo y, en lugar de sentarse a mordisquearlo como la mayoría de los perros, lo lanza al aire con la boca, lo observa caer al agua y luego se abalanza tras él. Mi hijastra, Nora, adora a Parche. Creo que si no fuera por él, a Nora no le haría tanta ilusión pasar tiempo conmigo. No la culpo. La verdad es que me equivoqué mucho y no soy la persona más fácil del mundo para comunicarse.

Estoy debatiendo si llevar o no a Parche conmigo a la entrevista. Legalmente, tengo derecho. Tengo todos los papeles, y si al doctor Mariod no le parece bien, no estoy segura de querer trabajar para él. Además, Parche es un perro tan dulce y cariñoso que no tengo duda de que los enfermos de cáncer que acuden al centro se sentirían reconfortados con su presencia.

Se me encoge el estómago al pensar que tengo que intentar venderme como una oficinista cualificada y eficiente en unas pocas horas. Hubo un tiempo, no hace mucho, en que era una enfermera muy valorada y solicitada. Ahora ya no.

Parche se ha alejado hacia donde la tierra se adentra en el río y forma un recodo torcido, un lugar que, a falta de una palabra mejor, yo llamo el “codo”. Lo veo de espaldas a mí, inmóvil, con la pata derecha en alto, la cola extendida y los ojos fijos en algo. Tal vez una ardilla. Se adelanta dos pasos con cautela y sé que en cuanto el animal salga corriendo, Parche irá tras él. Aunque nueve de cada diez veces vuelve cuando lo llamo, esta mañana no tengo tiempo para pasarme media hora buscándolo.

Chasqueo los dedos dos veces, nuestra señal para que venga. Parche me ignora. Remo para acercarme.

—¡Ke mne, Parche! —lo llamo. “Ven aquí”.

Sus orejas caídas se levantan, pero sigue concentrado en lo que sea que le ha llamado la atención. Algo ha cambiado en su postura. Tiene la espalda encorvada, como agazapado, la cola metida entre las patas y las orejas pegadas a la cabeza. Está asustado.

Lo primero que pienso es que ha visto una mofeta. Lo segundo es que me resulta divertido, dado que, por el momento, nuestros papeles se han invertido: soy yo quien está intentando llamar su atención y no al revés. Vuelvo a chasquear los dedos con la esperanza de romper el hechizo. Lo último que necesito es presentarme a la entrevista para mi trabajo nuevo con olor a bicho muerto. Parche ni siquiera se vuelve hacia mí.

Me bajo de la tabla con el agua hasta las rodillas y mis botas de neopreno se hunden en el barro. Dejo la tabla en tierra firme lo bastante lejos para asegurarme de que el agua no se la lleve. Quizás Parche ha acorralado a una serpiente. No hay muchas serpientes venenosas por aquí. La massasauga marrón y la cascabel de cola negra son poco frecuentes, pero no insólitas. Me abro paso a través de marañas de maleza muerta y paso por encima de troncos podridos hasta llegar a pocos metros detrás de Parche. Está encaramado a una pendiente rocosa a un metro y medio sobre el agua. Con lentitud, para no asustar a Parche o a lo que sea que lo tiene hipnotizado, me adelanto despacio y estiro el cuello para ver mejor.

Apoyo una mano sobre el pelaje áspero de mi perro mojado por su baño en el río, y lo siento temblar bajo mis dedos. Sigo su mirada y veo una gruesa capa de hojas caídas que cubre la superficie del agua. Un mosaico vibrante de amarillos, rojos y marrones.

—No hay nada ahí —lo tranquilizo mientras le paso la mano por las orejas y debajo de la barbilla. Sus cuerdas vocales vibran con ráfagas cortas y entrecortadas y me doy cuenta de que está gimiendo.

Me inclino hacia adelante, con los dedos de los pies peligrosamente cerca del borde fangoso. Un paso en falso y me caeré.

Mi cerebro tarda un momento en registrar lo que estoy viendo y pienso que alguien ha tirado un maniquí viejo al río. Entonces me doy cuenta de que no se trata de una figura de fibra de vidrio ni de plástico. No es una broma de Halloween. Veo los pechos al descubierto, blancos y pálidos sobre un tapiz de colores otoñales. Con el corazón acelerado, tropiezo hacia atrás. Aunque intento amortiguar la caída con las manos, golpeo el suelo con fuerza, mi cabeza choca contra la tierra embarrada, mis dientes rechinan entre sí y me quedo aturdida durante un instante. Parpadeo hacia el cielo y trato de orientarme; a cámara lenta, una gran garza azul con una envergadura del tamaño de un hombre adulto planea sobre mí y proyecta una breve sombra. Me siento despacio, atontada, y me llevo las manos a la cabeza. Cuando retiro los dedos, están ensangrentados.

Mareada, me pongo de pie. No puedo desmayarme aquí, me digo. Nadie sabrá dónde encontrarme. La sangre se me acumula en la boca, donde me he mordido la lengua, y escupo para deshacerme del sabor metálico. Me limpio las manos en el neopreno y vuelvo a tocarme la nuca con cuidado. Tengo un pequeño chichón, pero no palpo ninguna herida abierta. Me miro las manos y descubro el origen de la sangre. La piel fina y delicada de mis palmas está destrozada y llena de pequeños guijarros incrustados.

El bosque parece cerrarse a mi alrededor y tengo ganas de salir corriendo, de alejarme todo lo posible de aquí. Pero quizás me haya equivocado. Quizás lo que creí ver fue un truco de luz, un juego de sombras. Me obligo a volver a acercarme al borde de la pendiente y trato de adoptar la postura fría y clínica que me caracterizaba cuando era enfermera de urgencias. Bajo la vista y veo el cuerpo desnudo de una mujer flotando bajo la superficie del agua. Aunque no alcanzo a distinguir ninguna herida visible, estoy segura de que no puede haber acabado ahí por accidente. Observo los labios azules entreabiertos por la sorpresa, la nariz respingona y los ojos inexpresivos muy abiertos; unos mechones de pelo rubio enredados en una maraña de zarzas medio sumergidas impiden que el cuerpo sea arrastrado por el agua.

Pequeños puntos de luz bailan frente a mis ojos y, por un momento, me ciegan la sorpresa, el miedo, el temor. Entonces hago algo que nunca he hecho al ver un cadáver. Me agacho y vomito. Arcadas intensas y violentas que me dejan el estómago vacío y las piernas temblorosas. Me limpio la boca con el dorso de la mano. La conozco. La conocía. La mujer muerta es Gwen Locke y hace tiempo fuimos amigas.

Capítulo 2

Gwen Locke. Enfermeras, las dos. Amigas en una época. Buenas amigas. Una vez más, se me encoge el estómago y tengo arcadas, pero esta vez no vomito. Parche ha salido del trance y camina agitado; su poderosa mandíbula se abre y se cierra con lo que estoy segura de que son gemidos agudos y ladridos. Busco en mi FlipBelt, un cinturón tubular con una serie de bolsillos donde guardo todos los objetos que debo llevar conmigo cuando estoy en el río. A buen recaudo en una funda impermeable, está el móvil que le prometí a Jake, mi amigo policía, que llevaría siempre conmigo. Da igual que me sirva de poco o nada en situaciones de emergencia como esta. El 911 vía mensaje de texto aún no forma parte de mi pequeño mundo silencioso, así que marco los tres números y espero lo mejor. Aguardo tres segundos y empiezo a hablar.

—Mi nombre es Amelia Winn —digo. Estoy segura de que mi voz suena aguda, chillona y nasal—. He encontrado un cadáver. Por favor, envíen ayuda. Estoy en el río Five Mines, tres kilómetros al norte de Old Mine Road. Soy sorda así que no puedo oírle.

Con el teléfono aferrado entre los dedos, repito una y otra vez el mismo mensaje antes de cortar. “He encontrado un cadáver. Por favor, envíen ayuda. Estoy en el río Five Mines, tres kilómetros al norte de Old Mine Road. Soy sorda así que no puedo oírle”.

Me doy vuelta hacia un lado y hacia otro, desesperada, con el corazón acelerado y sin poder respirar bien. Mis ojos escudriñan cada centímetro del paisaje. La maleza que se mece a lo largo de la orilla, cada temblor de la rama de un árbol, cada peñasco y cada grieta sombríos de los riscos que podrían ocultar a alguien. Cada susurro de la brisa en mi cuello, el roce del asesino. Nada. No hay nadie. El sol aparece y desaparece detrás de las nubes y cada cambio de luz resulta amenazante. Por fin, mareada y agotada, me dejo caer en el suelo y apoyo la espalda contra la corteza blanca y ondulada de un abedul. Aunque tengo miedo, no temo que alguien se me acerque sin hacer ruido. Parche, acurrucado contra mí, con su barbilla peluda sobre mi regazo, me alertará de cualquier nueva presencia. Pero no sé qué voy a hacer si alguien aparece en el claro y se enfrenta a mí. ¿Salgo corriendo? ¿Me quedo y lucho? ¿Se quedará Parche a protegerme? No lo sé.

Justo cuando creo que tengo la respiración bajo control, empiezan los escalofríos. Gwen yace a pocos metros de mí. Saco el aerosol de pimienta que me dio Jake de otro bolsillo del FlipBelt.

Jake Schroeder es un detective de la policía de Mathias y el mejor amigo de la infancia de mi hermano Andrew. Jake me ha gustado desde que yo tenía ocho años. Para él soy una especie de hermana menor molesta a la que todavía hay que cuidar desde que mi hermano se mudó a Denver y mi padre, harto de los inviernos de Iowa, se jubiló y se marchó a Arizona.

Jake fue la primera persona que vi cuando abrí los ojos en el hospital después de que un conductor atropellase a Stacey Barnes y se diese a la fuga. Stacey murió en el acto y yo sufrí una fractura en la pierna, una grave lesión en la cabeza y la destrucción total de los pequeños huesos y las vías neuronales de mis oídos internos. Estaba convencida de que el conductor era el bastardo que abusó de Stacey, pero no fue así. De modo que, a falta de pistas, el caso sigue sin resolverse.

Dos años después, estoy casi divorciada, desempleada y completamente sorda; es probable que sea alcohólica y todavía estoy un poco cabreada. Vale, nada de probable, soy alcohólica. Aún me cuesta admitirlo. Las únicas personas en Mathias que no han perdido la esperanza en mí son mi hijastra Nora, porque tiene siete años y soy la única madre que recuerda, y Jake, que ha tenido su cuota de sufrimiento. Jake fue quien me sacó de la cama borracha, me llevó a mi primera reunión de Alcohólicos Anónimos y me obligó a tomar clases de lengua de signos con él en la universidad local. Ya antes de mi accidente, Jake manejaba la lengua de signos. Dos condados más allá, un policía disparó y mató por error a un adolescente sordo que no oyó la orden de detenerse. Con la esperanza de evitar futuras tragedias, la policía local organizó un curso y Jake aprendió lo básico. Y, por si fuera poco, un día se presentó en mi casa con un adiestrador checo llamado Vilem Sarka y Parche, un perro guía un poco reticente.

Cuando Parche llegó a mí, traía consigo su propio bagaje. Una gruesa cicatriz en forma de cremallera se extiende de manera vertical desde la parte baja de su vientre hasta justo debajo de la garganta. De ahí su nombre. “Algún enfermo hijo de puta. Más de cien puntos de sutura”, escribió Vilem en un bloc de papel cuando le pregunté qué había pasado.

Acaricio la cabeza de Parche y espero a que llegue la ayuda, consciente de que puede ser cuestión de minutos o demorarse hasta una hora. Solo hay tres formas de llegar a nuestra ubicación remota: por agua, en quad o a pie. Concentro mi atención en las orejas de Parche; si las empieza a levantar, sé que está oyendo algo. Apuesto a que la ayuda llegará a través del río y de un oficial del Departamento de Recursos Naturales en una lancha. Nunca había tenido miedo de los muertos, pero ahora estoy aterrorizada.

No puedo creer que Gwen esté muerta y no puedo evitar pensar en mi propio accidente, que, después de todo, no estoy convencida de que haya sido un accidente. ¿Y si el asesinato de Gwen y mi intento de homicidio están conectados? Es una locura, lo sé. Pero Gwen y yo atendimos pacientes que sufrieron abusos por parte de gente muy violenta y peligrosa. ¿Es tan exagerado pensar que irían tras las enfermeras que intentaban reunir las pruebas para enviarlos a la cárcel durante mucho tiempo?

Parche levanta la cabeza y me mira con preocupación. Debo haber lloriqueado o hablado en voz alta. A veces lo hago.

—No pasa nada —lo tranquilizo.

Me duele la garganta y me imagino que debo de haber gritado mientras hablaba con el operador del 911. ¿Y si la persona al otro lado de la línea no me entendió? ¿Y si no saben dónde enviar ayuda y no viene nadie?

Estoy a punto de volver a llamar al 911 cuando Parche se pone de pie y mira hacia el norte, río arriba.

—Alguien viene por el río —digo, y sujeto el collar de Parche para que no salga corriendo.

En efecto, un hombre corpulento de unos sesenta años, al mando de una lancha pequeña con el logotipo del Departamento de Recursos Naturales, DRN, de Iowa estampado en un lateral, se dirige hacia nosotros. Parche se vuelve hacia mí en busca de un gesto tranquilizador y le acaricio la espalda con suavidad. La embarcación aminora la marcha y el oficial del DRN dice algo, pero está demasiado lejos y no puedo leerle los labios.

—No puedo oírle —explico, y la boca del hombre se ensancha de un modo que me indica que está gritando—. Soy sorda —insisto, ahuecando una mano sobre mi oreja—. No le oigo. Acérquese.

Me mira con desconfianza, con la mano en el arma. No lo culpo. Debo de haber sonado como una loca en el teléfono. Es probable que el operador haya añadido, al dar los detalles, “abordar al sujeto con precaución”.

—Puedo leer los labios —agrego—. Pero necesito verle.

El oficial conduce la lancha hasta la orilla y, con cierta dificultad, trepa por la borda y se une a nosotros bajo el abedul.

—¿Es bueno? —pregunta, con una mirada nerviosa hacia Parche.

—Buenísimo —le aseguro. Me vuelvo hacia Parche y, con la palma hacia arriba, llevo la mano hacia mi hombro. Parche se sienta de inmediato. Meto la mano en el bolsillo y saco una golosina que Parche atrapa con su lengua larga y rosada—. Buen chico. —Me llevó tres semanas enseñarle ese truco.

El oficial da otro paso adelante con cautela.

—Soy el oficial Wagner del DRN. ¿Está usted bien?

Sus labios se estiran con cada palabra. Está exagerando la pronunciación. Estoy acostumbrada a esto cuando la gente se entera de mi sordera.

—Estoy bien —respondo, con más confianza de la que siento—. Está allí. —Señalo el arce—. Al otro lado del risco, en el agua.

—Quédese aquí —me ordena.

Hago como que no le entiendo y lo sigo pendiente arriba. Los dos nos sujetamos de las ramas bajas para no resbalarnos con las hojas en descomposición que cubren el suelo. Cuando llegamos a la cresta, mis ojos se dirigen enseguida al lugar donde el cuerpo de Gwen se balancea con la corriente tranquila. La cabeza del oficial Wagner gira de izquierda a derecha, buscando. Cuando su columna se pone rígida, sé que por fin la ve. Busca a tientas en el bolsillo, saca un teléfono móvil y se lo acerca a la oreja.

Me doblo por la cintura, de nuevo mareada. Fui enfermera de urgencias durante dieciocho años y pico. He visto gente con heridas incomprensibles. He visto cadáveres antes, he tenido pacientes a mi cargo que han muerto por lesiones catastróficas. Pero siempre en el hospital, en un entorno estéril y antiséptico.

Me obligo a incorporarme y a respirar hondo. Me siento inútil. Si hubiera alguna posibilidad de que Gwen aún respirara, podría haberle practicado reanimación cardiopulmonar, pero está claro que está muerta. Gwen era un poco más joven que yo y estaba en forma; tenía el físico esbelto de una corredora profesional. ¿Habría estado corriendo o haciendo senderismo cuando fue sorprendida por un depredador que la arrastró fuera de su ruta, la violó y luego la mató, para finalmente arrojarla al río como si fuera basura?

Desde donde estamos, no alcanzo a ver ninguna lesión obvia. Ni orificios de bala ni heridas abiertas, y tampoco hay rastros de que ningún animal carroñero la haya descubierto. No puede llevar mucho tiempo en el río. Pienso en las olas que derribaron a Parche de la tabla y me hicieron caer de rodillas justo antes de encontrar el cuerpo. Ojalá hubiera visto la lancha. Ojalá tuviera más información para darle al oficial. Me pregunto si Marty, el marido de Gwen, ya habrá notado su ausencia. O peor, ¿podría haber sido él quien hizo esto? No lo conozco bien, pero le he visto varias veces. Gwen nunca mencionó tener problemas en su matrimonio y él siempre me pareció un hombre agradable. Y está la hija de ambos, Lane. Estará destrozada cuando se entere de que su madre nunca volverá a casa.

Me trago las lágrimas, aparto los ojos del cuerpo y escudriño la tierra a mi alrededor. Hay huellas llenas de barro por todas partes. Creo distinguir tres pisadas diferentes. Sin duda las mías, las del oficial del DRN y tal vez las del asesino. También están las huellas de las patas grandes de Parche zigzagueando por el suelo como prueba de su agitación. Una botella de cerveza yace en medio de la hierba. Podría haber pertenecido a uno de los cada vez más numerosos deportistas de fin de semana que han descubierto este tramo de río desde que se abrió Alquileres Deportivos Five Mines, al lado de mi casa. Ofrece una amplia gama de servicios al aire libre, como alquiler de canoas, kayaks, tablas de surf de remo y, en invierno, alquiler de raquetas de nieve y patines de hielo.

Debajo de nosotros, Parche aguarda con movimientos impacientes, aunque permanece sentado. Le hago un gesto para que se quede quieto y obedece. El oficial Wagner me da un tirón de la manga y señala con la cabeza hacia el bosque que hay debajo de nosotros. Un pequeño grupo de quads emerge de entre los árboles. Incapaz de contenerse, Parche se pone en pie de un salto y empieza a dar vueltas nervioso.

Cinco de las seis personas que van en los quads son oficiales de policía, incluido Jake. Reconozco al único civil como mi nuevo vecino, el propietario de Alquileres Deportivos Five Mines. No nos hemos conocido oficialmente, pero igualmente lo odio. Desde que abrió su negocio, un flujo constante de extraños no deseados perturba la soledad de mi jardín trasero. Es probable que los vehículos pertenezcan a mi vecino y que el departamento de policía de Mathias los haya solicitado y le haya pedido que los guíe por el bosque para poder llegar al lugar de los hechos lo antes posible. Jake y los otros cuatro oficiales se bajan de los quads y empiezan a avanzar hacia nosotros, dejando atrás a mi vecino.

Parche conoce a Jake, así que lo saluda con un movimiento entusiasta de la cola y se queda a su lado. Cuando los oficiales llegan al pie del acantilado, Jake dice algo al grupo y se quedan abajo mientras él y Parche ascienden la corta pendiente hasta donde el oficial Wagner y yo estamos esperando.

Jake sigue teniendo el mismo aspecto juvenil de hace treinta años. Verlo con su uniforme de detective, de traje y corbata, me hace sonreír ante la incongruencia de cómo lo recuerdo de niño. Jake estaba siempre en mi casa, prefería la nuestra a la suya. Su padre era inestable, impredecible, cruel. Solía venir todos los días a buscar a mi hermano, con su cabello color arena oscuro revuelto, oliendo a césped recién cortado y a chicle y vestido con unos vaqueros sucios, unas zapatillas desgastadas y una camiseta púrpura y dorada de los Minnesota Vikings.

La cara de Jake, por lo general alegre, está ahora muy seria y parece no haberse dado cuenta de que el barro ha cubierto sus zapatos de vestir y ha salpicado los pantalones del traje. Ni siquiera le falta el aliento cuando llega hasta nosotros, lo que demuestra su excelente forma física. En lugar de preguntar primero dónde está la víctima, me mira de arriba abajo. Hace una mueca al ver mi camisa manchada de sangre, extiende el dedo índice de ambas manos y las lleva una hacia la otra, luego gira la mano derecha hacia un lado y la izquierda hacia el otro para hacer el signo dolor en lengua de señas.

—He tropezado —le explico, levantando las manos—. Parece peor de lo que es.

Me coge las manos y las gira para examinarme las palmas cortadas y raspadas. Siento sus manos tibias contra mis dedos helados y me doy cuenta del frío que tengo.

—Se llama Gwen Locke. La conozco. Trabajamos juntas. Ha estado en mi casa —agrego—. Y yo en la de ella.

Jake parece sorprendido, pero no me pregunta si estoy segura de la identidad de la mujer. Me suelta las manos y de inmediato echo de menos su calor. Vuelve su atención hacia el oficial del DRN. Wagner señala el agua, la mandíbula de Jake se contrae y vuelve a ponerse serio.

—Regresa con tu tabla —me indica por señas—. Tenemos que aislar la zona. Bajaré enseguida a tomarte declaración y el agente Snell te acompañará a tu casa.

Asiento con la cabeza y Jake esboza una ligera sonrisa como si quisiera decirme que todo va a salir bien. Quiero creerle.

El agente Snell, con el pelo muy corto y un poco de acné en la frente, parece todavía un adolescente. Cuando llego abajo, ya está esperando con el bolígrafo y el bloc en la mano. El frío se ha colado por mis pantalones, aún húmedos por el agua y la caída al suelo, y empiezo a temblar.

—Solo unas preguntas, señora —empieza Snell, pero enseguida pierdo el hilo y lo detengo.

—Quizá deberíamos esperar a Jake. Al detective Schroeder —preciso—. Sabe usar la lengua de señas. —El oficial Snell asiente con la cabeza y nos quedamos de pie, incómodos, hasta que Jake se abre paso hasta nosotros.

Jake sabe cómo hablarme. No solo sabe hablar con señas, sino que me mira a los ojos y sus frases son cortas. Respondo en voz alta mientras Snell escribe mis respuestas. Jake me hace todas las preguntas esperadas: nombre, dirección, número de teléfono, edad.

—¿Dices que la conoces? —me pregunta con señas.

Asiento.

—Se llama Gwen Locke. Es enfermera especializada en agresiones sexuales del condado y la última vez que la vi trabajaba en el Queen of Peace y en el Centro Regional de Mathias.

Trato de no quitarle la vista de encima a Parche, que se aburre y se aleja. Está concentrado en una ardilla en la rama de un árbol.

—¿Tienes algún dato de contacto suyo? ¿Conoces a algún pariente cercano? —Jake hace señas mientras Snell busca una página vacía en el bloc.

Hace casi dos años que no uso el número de teléfono que tengo de Gwen. Después de mi accidente, se puso en contacto conmigo, vino al hospital y a casa a visitarme, pero me negué a hablar con ella. Con todos.

—Su marido se llama Marty y tienen una hija llamada Lane. Gwen se crio aquí. —Saco mi teléfono y encuentro el número. Snell lo añade a su lista de notas creciente.

Jake me pide que le relate, paso a paso, cómo transcurrió mi mañana hasta que Parche descubrió a Gwen en el río. Más allá del hombro de Jake, veo que Parche deambula hacia mi vecino, que espera junto a un quad con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Se agacha para rascarle la oreja a Parche.

—¡Ke mne, Parche! —lo llamo.

Ke mne significa “ven aquí” en checo y se pronuncia khemn yea. Parche regresa trotando con tranquilidad. El adiestrador, Vilem, que es originario de Praga, entrenaba a todos sus perros policía y de rescate, incluidos Parche y K-9 de Jake, utilizando órdenes checas.

Jake se mueve para que su cara vuelva a estar frente a la mía.

—¿Estarás bien? —pregunta—. ¿Quieres que llame a alguien?

Entonces me doy cuenta de que llegaré tarde a la entrevista con el doctor Mariod. Se me había olvidado por completo.

—¡Joder! —exclamo.

Miro el reloj. Son casi las diez y media. Ya llevo media hora de retraso. Entre que vaya a casa, me asee y salga para la clínica, llegaré con más de dos horas de retraso. Le cuento a Jake lo de la entrevista y que tengo que volver a casa.

—Lo siento —contesta por señas—. El oficial Snell te llevará a tu casa lo antes posible. En algún momento tendrás que ir a la comisaría y te sentaremos con un intérprete jurado para tomarte declaración oficial. Me pondré en contacto contigo más tarde. —Luego vuelve a subir por el risco hacia donde estaba el cuerpo de Gwen.

Miro mi móvil y veo dos mensajes de la jefa de consultorio del doctor Mariod. El primero dice: “El doctor Mariod lleva retraso y llegará unos treinta minutos tarde a la entrevista”.

Por un momento tengo la esperanza de llegar a tiempo a la clínica, pero cuando leo el segundo mensaje, se me cae el alma a los pies. “El doctor Mariod tiene otro compromiso. Se pondrá en contacto con usted en caso de querer reprogramar la cita”. Genial. El equivalente profesional a “No me llames, te llamaré yo”.

Hay un tercer texto de David.

Son solo tres palabras, pero dice mucho. “Típico de ti”.

Capítulo 3

Jake me ordena que no comparta con nadie ningún detalle sobre mi hallazgo, así que le envío un mensaje de texto a la jefa del consultorio del doctor Mariod disculpándome por mi ausencia. Le explico que tengo una buena razón para no haber asistido a la entrevista y que se lo contaré todo más tarde. Estoy tentada de responder el arrogante mensaje de David con algo igual de sarcástico, pero Amanda, mi abogada, me ha aconsejado que mantenga una comunicación cordial con él, así que guardo el móvil en el bolsillo antes de cambiar de opinión.

Como no soy la madre biológica de Nora, no tengo ningún derecho de custodia ni de visita. Que pueda ver a Nora, y cuándo, depende de David.

Recuerdo con claridad, a pesar de estar completamente borracha, el día que David por fin dijo basta. Había llegado a casa de su turno en el hospital y me encontró sentada en el suelo del dormitorio con una botella de Smirnoff y mi taza de café con la leyenda “Lo bastante bonita para parar tu corazón y lo bastante hábil para reiniciarlo”. Un regalo de David para San Valentín. No podía estar tan mal si seguía usando una taza. Al menos no estaba bebiendo de la botella, y eso que estaba encerrada en mi habitación, con las persianas bajadas, las luces apagadas, bebiendo vodka y viendo episodios de Judge Judy con subtítulos a las cuatro de la tarde de un martes.

Por supuesto, no oí a David entrar en la habitación, pero en cuanto encendió la luz y vi la expresión en su cara, supe que algo iba muy mal.

—Te has olvidado de recoger a Nora —lanzó, y señaló su reloj mientras yo hacía rodar la botella de Smirnoff debajo de la cama.

—Lo siento —fue todo lo que pude responder—. Iré ahora mismo. —Me puse de pie con inestabilidad. Tenía el rostro entumecido y casi no me importaba no poder oír lo que David estaba diciendo.

—No, Amelia, no irás. No puedes subirte a un coche y conducir en este estado. —No podía soportar ver el enfado y la decepción en sus ojos, así que aparté la mirada. David me cogió la barbilla. No con fuerza, pero sí con firmeza, de modo que no pude evitar mirarlo—. No volverás a conducir con Nora. ¿Lo entiendes?

—No puedes decirme lo que puedo o no puedo hacer —repliqué, con la barbilla aún en su mano.

Recuerdo que me alegré de que su mano estuviera allí, pues me costaba mantener la cabeza firme. Lo único que quería era acostarme y cerrar los ojos.

—Puedo y lo haré —me contestó con los dientes apretados, por lo que me costó leerle los labios. Pareció decir “Pue y re” y, por alguna razón, me pareció gracioso y me eché a reír.

—¡Joder, Amelia! —gritó, y sus dedos se clavaron en mis mejillas con tanta fuerza que se me saltaron las lágrimas—. No te subirás a un coche con mi hija. Si lo haces, llamaré a la policía, te lo juro. Cuando estés sobria, quiero que te vayas. Fuera de mi casa. ¿Lo entiendes? —Estaba pálido y casi temblaba de rabia.

Me liberé de su mano, con la taza medio llena aún en las manos.

—¿Así que ahora Nora es tu hija? Sabía que harías esto —le solté—. Sabía que nunca podrías aceptar que yo fuera sorda. Ya no soy tu mujercita perfecta, así que me arrojarás a la basura —balbuceé.

—No lo hago porque seas sorda, Amelia. Lo hago porque eres una puta borracha. —Eso lo entendí. No hacía falta que mi marido repitiera las palabras. Leí sus labios perfectamente.

El tazón salió volando de mi mano antes de que me diera cuenta de que lo había lanzado. Chocó contra la pared y explotó en pedazos justo cuando Nora entraba en el dormitorio. El vodka salpicó en todas direcciones. La boca de Nora formó una o perfecta mientras se tapaba los oídos con las manos y salía corriendo de la habitación. David me miró con odio y corrió tras ella.

—Trista tampoco era perfecta, ¿no? ¡A ella también la echaste! —grité—. No me extraña que se alejara de ti todo lo posible.

Cerré la puerta de un portazo, eché el cerrojo y, con manos temblorosas, hurgué debajo de la cama en busca de la botella de vodka. Cuando mis dedos encontraron el vidrio liso y frío, me senté con la espalda apoyada en la pared y la alfombra mojada debajo de mí, y bebí hasta que los temblores se fueron calmando.

El oficial Snell me tira de la manga y me señala un claro en el sendero. Los sanitarios llegan en un vehículo de seis ruedas que es un cruce entre un quad y un camión de caja corta. Llevan una camilla de color amarillo atada a la parte trasera y me doy cuenta de que así es como piensan transportar el cuerpo fuera de aquí. No basta con que hayan encontrado a Gwen asesinada, desnuda y tirada al río como si fuera basura, ahora van a sacarla de aquí sin decoro, en un vehículo todoterreno salpicado de barro. Sé que mi irritación está fuera de lugar. No es la primera vez que se encuentra un cadáver en un paraje rural de difícil acceso, pero esto suele estar relacionado con un accidente de caza, un ahogamiento o alguien que se desmaya en un sendero, no con un asesinato.

Rechazo el ofrecimiento de un paramédico de curarme las manos, aunque aún me escuecen y supuran sangre. El agente Snell está inmerso en una conversación con mi nuevo vecino, así que busco una roca donde sentarme mientras Parche explora la orilla embarrada. Aprovecho para observar al hombre que se ha mudado a la cabaña contigua a mi casa. La lujosa casa de piedra y troncos de dos plantas, con sus amplios ventanales y rodeada por una terraza, deja mal parada a mi destartalada cabaña. Los dueños anteriores la perdieron en una ejecución hipotecaria y ha estado vacía los últimos tres años. Mi nuevo vecino la compró a principios del verano y abrió Alquileres Deportivos Five Mines. El camino frente a mi casa, que solía ser tranquilo, ahora tiene un flujo regular de tráfico. Peor aún, mi tramo del río y los senderos que han sido mi refugio seguro están invadidos por extraños. Para ser justa, tampoco es que estemos exactamente pegados. La tienda está casi oculta tras un espeso follaje en lo alto de un acantilado y muy por encima del río, a salvo de cualquier inundación, mientras que mi destartalada cabaña alpina se alza peligrosamente cerca de la orilla del río y bastaría una fuerte lluvia para que las aguas la arrastraran hasta el Five Mines.

Esto es lo más cerca que he estado de conocer a mi vecino. Solo lo he visto de lejos, cuando arrastra canoas o kayaks hasta la rampa de acceso que instaló en la finca para sus clientes. Al verlo de cerca, me doy cuenta de que es mayor de lo que pensaba. Unos cuarenta y cinco años, calculo. Es alto y atlético y tiene el pelo negro azabache, ojos oscuros y rasgos asiáticos. Por lo que sé, vive solo y lleva el negocio él mismo.

—Oficial… llevará… a… casa… quad. —Relleno los huecos y deduzco que el oficial Snell me está haciendo saber que me llevará a casa en uno de los vehículos.

—¿Y mi tabla? —pregunto, sabiendo que, dadas las circunstancias, preocuparme por mi tabla es algo mezquino, pero estoy convencida de que esta tabla me ha salvado la vida en más de una ocasión, alejándome de la botella de Jack Daniel’s que tengo escondida en el armario debajo del fregadero. Sé que debería tirarla, junto con la botella de vino tinto que también tengo escondida, pero no me atrevo. En lugar de eso, cuando me asalta el deseo de beber, cojo la tabla y a Parche, salgo de casa y me pongo a remar hasta que me agoto y se me pasan las ganas. Al menos por ahora.

—Podemos atarla a la parte trasera de uno… —sugiere mi vecino y se acerca a mi tabla, de modo que el resto de la frase se me escapa porque ya no puedo ver sus labios.

Con gran destreza, levanta la tabla por encima de su cabeza con un movimiento suave y se vuelve hacia mí sin dejar de mover la boca. No tiene ni idea de que no puedo oírlo y no tengo ningún deseo de contárselo, así que me limito a asentir. Extrae una cuerda elástica enrollada de una pequeña caja del quad y asegura la tabla a lo largo de manera que la mitad sobresale de la parte posterior.

Snell está hablando con un policía que, si cabe, es más joven que él. Por la expresión de su rostro, está decepcionado por tener que abandonar la que probablemente sea la escena del crimen más emocionante de su carrera policial para tener que acompañarnos a casa. Me da un poco de pena, pero me doy cuenta de que si no actúo rápido, voy a acabar sentada detrás de mi vecino o del policía con los brazos alrededor de su torso mientras me llevan a casa. De ninguna manera. Me subo al quad con la tabla atada a él, reclamando mi derecho, y le hago una señal a Parche para que trepe detrás de mí. Finjo no darme cuenta de la expresión un tanto irritada de Okada mientras sube a otro vehículo detrás del joven oficial.

Son unos cuarenta minutos de viaje hasta mi casa en quad y no mucho más rápido a pie. Si no hubiera sido por la tabla, habría vuelto caminando. El laberinto de senderos, cuyo mantenimiento corre a cargo del DRN, tiene nombres de la época minera que recuerdan la historia de Mathias: Cresta de Prospección, Barranco de Galena y Hondonada Reclamada a Cuchillo. Tomamos el circuito de los Huesos Secos, un sendero que serpentea como un sacacorchos por un lado del risco y luego baja por el otro. Una delicada lluvia de hojas doradas y carmesí se precipita sobre el sendero y se enreda en mi cabello. Parche, desde su sitio detrás de mí en el quad, estira el cuello y chasquea la mandíbula mientras intenta atrapar las hojas que flotan cerca. Después de unos diez minutos de mantenerse sentado con paciencia mientras sorteo el terreno rocoso, Parche salta del asiento y decide echar a correr delante de nosotros, haciendo una pausa cada pocos minutos para dejar que lo alcancemos.

Deseo llegar a casa para intentar ponerme en contacto directamente con el doctor Mariod. Espero que pueda reprogramarme la entrevista para esta tarde o al menos para algún momento de esta semana. Estoy segura de que el engreído de David está que echa humo y tratará de encontrar la manera de utilizar mi ausencia en mi contra. Si encontrar un cadáver en el río no es una razón lo bastante válida para faltar a una cita, no sé qué otra cosa podría serlo. La cuestión es que no se me permite decirle al doctor Mariod por qué lo dejé plantado.

Delante de nosotros, Parche se ha salido del sendero y está tanteando algo en un matorral de agracejos rojos. El corazón se me acelera y detengo el quad. Parche sigue agitando las patas delanteras hacia lo que sea que ha captado su atención, y me sobresalto cuando una rama me roza el codo. El oficial y mi vecino han detenido su vehículo detrás del mío, se han acercado y observan con curiosidad a Parche. Por un momento, temo que Parche haya descubierto otro cuerpo y me quedo paralizada. Mis ojos se cruzan con los del agente y sé que él está pensando lo mismo.

Me bajo del vehículo y todos empezamos a caminar hacia Parche. Sorprendido por el movimiento brusco, Parche se aleja de nosotros con un objeto de colores colgando del hocico. Cree que estamos jugando. Nos deja acercarnos unos pasos y enseguida se aleja a toda prisa, pero luego se detiene en seco para ver si todavía lo estamos persiguiendo.

—¡Ruce vzuru, Parche! —“Quédate quieto”, le grito, y Parche se queda inmóvil al instante y gira los ojos hacia mí para asegurarse de que hablo en serio. Lo miro con severidad y le hago una señal para que venga, y obedece. Le enseño el puño cerrado y lo abro para que suelte lo que sea que tenga en la boca. Lo hace a regañadientes.

Los tres formamos un círculo cerrado y nos inclinamos hacia adelante para ver más de cerca el objeto dejado a nuestros pies. Es una zapatilla de correr de mujer. Debajo de las capas de suciedad, brilla con rayas fucsia y verde neón. Una marca cara que solo los corredores más dedicados comprarían. Pensar en Parche jugando a que no me atrapas con algo que Gwen podría haber tenido puesto me revuelve el estómago. Nos enderezamos y el oficial saca un teléfono de su bolsillo.