Huésped - Eva Pau - E-Book

Huésped E-Book

Eva Pau

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Beschreibung

Catalina acaba de dar a luz a su segundo hijo. Ella y su pareja, Eduardo, decidirán viajar junto a sus hijos a la localidad de los abuelos paternos del recién nacido para que lo conozcan. De camino, se hospedarán durante una noche en un hotelito de Santillana del Mar, llamado "Conde Duque"; pero las restricciones de movilidad debido a la crisis del coronavirus les dejarán atrapados en aquel lugar unos días en compañía de nueves huéspedes más, quienes, al igual que ellos, tampoco podrán salir del hotel. Sucesos extraños, desapariciones, asesinatos y pistas incomprensibles sacarán de quicio a Catalina. Además, su relación con Eduardo se desestabilizará por completo porque lo culpará de aquel viaje, dando lugar a un nuevo romance con uno de los huéspedes.... ¿será el más indicado...? Catalina tendrá que descubrir quién es el criminal, cómo comete sus crímenes sin dejar rastro y, lo más importante, el porqué de todo. Pero, ¿podrá hacerlo antes de que sea demasiado tarde para ella o para alguno de sus hijos?

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Huésped

Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico Primera edición: diciembre, 2020

Segunda edición: enero, 2021

Huésped

© Eva Pau

© Éride ediciones, 2020

Espronceda, 5

28003 Madrid

Éride ediciones

ISBN: 978-84-18848-53-7

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Eva Pau nació en el año 2000 en Valencia, aunque desde pequeña residió en Alzira y recientemente en Jacksonville (Florida, EEUU). La colegiada en mediación de seguros también es universitaria. Actualmente cursa la doble titulación internacional del grado International Business, lo que le ha permitido estudiar tanto en la Universitat de València como en la University of North Florida, impartiendo en ambas universidades todas las materias en inglés.

Además, recibió el premio extraordinario y mención honorífica a la excelencia académica en primaria de la Comunidad Valenciana.

En septiembre del 2018 publicó su primer poema titulado «Tú, solo tú» en el libro de Jóvenes Escritores, en su quinta edición.

Del mismo modo, ha trabajado en varios cortometrajes, películas y series gracias a su ocupación como actriz, arte en el que lleva formándose desde que era una niña. Por si fuera poco, es integrante de la agencia de modelos VDM de Valencia.

Instagram: @evampau

Twitter: @evampau

A todas las víctimas de COVID-19.

Deseo que los tiempos que estamos viviendo pronto formen parte del pasado.

Y a mi gatita, Katty, quien al igual que Caty, protagonizó un espacio muy importante en mi vida.

Este es mi pequeño homenaje. Te echo mucho de menos.

CAPÍTULO 1

—¿Quién es el bebé más guapo de este mundo? —le preguntaba retóricamente con una sonrisa de oreja a oreja mientras lo cargaba en sus brazos y lo miraba inmensamente feliz—. ¡Tú, mi vida! Eres tú… —añadió para después darle un beso en la frente al pequeño.

—Catalina, ya está todo listo —entró en la habitación e interrumpió el momento mágico entre madre e hijo.

La joven mujer, de unos treinta y pocos años, se giró hacia la puerta para seguir con su mirada el recorrido de aquella voz.

—¿Y Leonor? —se interesó Catalina a la vez que le miró a los ojos.

—La niña está poniendo en una mochila todos sus juguetes —respondió con una media sonrisa, y al mismo tiempo se acercó hasta la madre y al bebé de dos meses, al que acarició las mejillas.

—¿Has puesto en las maletas a Pita, el peluche de Leonor?

—Sí. Ya me lo has preguntado unas cinco veces, cariño —le confirmó con ternura, pero también con cierto fastidio.

—Es que ya sabes que sin su Pita Leonor no se puede dormir… justificó su interés.

—Lo sé. Ya sé que la niña es incapaz de dormir sin el peluche que su padre le regaló cuando nació —agregó con tono de reclamo.

—Eduardo, es normal. Fue el primer peluche que le regalaron —quiso restarle importancia al hecho de que aquel peluche fue un regalo del padre de la pequeña.

—Si en verdad tiene tanto interés en ese peluche es por el motivo que tú y yo conocemos bien —remarcó Eduardo, que sabía perfectamente porqué Leonor le daba tanta importancia a Pita.

—Tampoco tiene nada de raro. Es un regalo de su padre —alegó Catalina molesta—. Además, no sé por qué siempre acabamos hablando de mi ex —hizo una pausa y un gran esfuerzo por intentar no alterarse—. Leonor te quiere y te acepta como mi pareja, pero es una niña de cinco años. Es lógico que adore a su padre.

—Entiendo que lo quiera… pero me molesta que tu exmarido sea una sombra entre la niña y yo… lo peor es que, a veces, también siento que es una barrera entre nosotros.

—¿Otra vez con lo mismo? —lo miró con cansancio y dirigió su mirada hacia su hijo, que empezó a llorar, por lo que empezó a

mecerlo—. Estoy harta de este tema. Ya lo hemos hablado muchas veces —lo miró de reojo, con molestia.

—Si en verdad ya no sientes nada por él, explícame por qué a nuestro hijo tuviste que ponerle el mismo nombre que a tu ex —le reprochó sin efusividad.

—Santiago es un nombre que siempre me ha gustado. No tiene nada que ver una cosa con la otra —rebatió con firmeza.

—Pero ponte en mi lugar, Catalina. No es agradable… —no pudo seguir, ella lo interrumpió.

—Tampoco es agradable tener que ir precisamente hasta Asturias para ver a tus padres —enunció duramente.

—Sabes perfectamente que mis padres no pueden venir hasta aquí, son ya muy mayores —intentó calmar la situación.

—Pues sí, pero hubiéramos podido esperar un poco para ir a verlos y que conocieran a su nieto Santi —dijo mirando con dulzura a su hijo, que ya había dejado de llorar—. Tú, que eres médico, lo sabes mejor que nadie: este no es el mejor momento para viajar. Y menos tan lejos —intentó convencerlo.

—Soy pediatra —la corrigió—. Y si lo dices por lo del coronavirus, no te preocupes.

—¿Cómo no me voy a preocupar? Edu, en la Comunidad de Madrid han suspendido las clases, en Valencia anteayer aplazaron las fallas, ¿y tú quieres ir hasta Cudillero? —Se detuvo para controlar sus nervios y no alzar la voz para no despertar al bebé—. Vivimos en Figueres, ¡en Cataluña! Estamos a unas ocho horas de viaje en coche. Vamos con mi hija Leonor y con un recién nacido. Y para colmo hay un virus que está paralizando el mundo entero, como ha sucedido y está sucediendo en China —volvió a detenerse—. Dime cómo haces para no preocuparte y querer hacer ese maldito viaje en estas condiciones igualmente.

—Caty, mis padres son demasiado mayores como para estar esperando meses a que este asunto se resuelva. Y yo no quiero que se mueran sin antes conocer a Santi, su nieto —trató de convencerla con una voz tierna y unos ojos que pedían comprensión, como si fuera una víctima de las circunstancias.

Catalina lo miró en desacuerdo, pero optó por no seguir con aquella conversación, pues sabía que no iba a conseguir sacar nada.

La mujer cogió la bolsa de pañales que había encima de la cama y, sujetando a su hijo con su otro brazo, salió de la habitación. No obstante, antes de irse le advirtió:

—Por tu bien, espero que no haya nada que lamentar.

Eduardo terminó de cargar la última maleta. Entretanto, Catalina le puso el cinturón a su hija y acomodó al bebé en el asiento trasero del coche, al lado de su media-hermana.

—Mami, ¿está muy lejos el sitio al que vamos?

—Un poco, mi vida. Pero tú no te preocupes, cuando quieras que paremos nos lo dices y estiramos un poco las piernas, ¿vale?

—Vale —le contestó la pequeña que estaba emocionada por el viaje.

Catalina cerró la puerta del coche cuando acabó de arreglar a los niños.

—Listo —pronunció Eduardo sonriente—. ¿Vamos? —su girió con entusiasmo, intentando transmitírselo a su pareja.

—Vamos —aceptó tras un suspiro, intentando alejar todos los malos pensamientos para disfrutar del viaje.

Los dos subieron al coche. Eduardo era el que conducía. Arrancó y abandonaron su hogar para emprender aquel viaje. Un viaje que, sin duda alguna, los cambiaría por completo…

CAPÍTULO 2

—El chico de la recepción me ha dicho que sí tienen habitación disponible para nosotros. Ya le he pagado por adelantado —le informó Eduardo a Catalina cuando regresó al coche.

—Solo nos quedan dos horas de viaje, Edu. Veo una tontería que pasemos la noche en este hotelito —dijo en tono de desprecio.

—Pero yo estoy muy cansado y ya es de noche. Y muy tarde. Además, también están los niños —le comentaba Eduardo a la vez que descargaba una de las maletas del maletero del coche.

—Yo podría haber conducido lo que faltaba. Ahora tenemos que descargar el equipaje, mover a los niños… y todo para unas horas —le discutía Catalina, quien no estaba conforme con pasar la noche en aquel rústico hotel de Santillana del Mar.

—Es lo mejor, de verdad —fue positivo, pero no recibió respuesta por parte de Catalina—. Mejor ayúdame a descargar todo esto y así antes nos iremos a dormir.

Catalina decidió hacerle caso, pese a que seguía sin estar de acuerdo con la decisión de Eduardo.

La alarma de su teléfono sonó a las nueve de la mañana en punto, aunque Catalina ya llevaba un par de horas dando vueltas por la cama sin conseguir pegar ojo. Durante ese tiempo se dedicó a contemplar a Eduardo, que dormía profundamente. Era guapo. Vaya que lo era. El prototipo de hombre que a muchas mujeres les llama la atención: rubio y de ojos azules. A eso había que añadirle que era bastante alto, aunque pecaba un poco de delgadez, Catalina siempre se lo decía.

Acarició su barbilla y cosquilleó la barba de su hombre con la yema de sus dedos. Inevitablemente recordó que esa misma sensación era la que tenía en su propio rostro cuando sus labios se fundían. No pudo evitar una sonrisa tímida que se coló en su boca. Pero se esfumó muy rápidamente. Se acordó que los últimos meses no habían sido los mejores para ellos. Ni siquiera ella sabía muy bien por qué; pero era cierto. Discutían por casi todo. Ya no se extrañaban en la intimidad.

Había perdido el deseo de sentir su piel…

Catalina se incorporó ligeramente y descansó su espalda en la cabecera de aquella cama. Una cama incómoda y fría. Una cama rígida y tan desconocida…

Buscó con la mirada a su hija Leonor y al bebé Santi, fue instintivo.

Ambos dormían como dos angelitos… pero ella… ella simplemente bajó la mirada y suspiró al aire. De nuevo sus ojos volvieron a Eduardo, quien cambió la posición en la que dormía. Un terrible escalofrío inundó su cuerpo. Aquel hotel tan rural y antiguo no le daba ninguna buena vibración. Y él… el hombre con el que compartía la cama… él parecía ser su casa, pero no su hogar.

—¿Qué hora es? —preguntó Eduardo al despertarse con el sonido de la alarma.

—Hora de salir de este hotelito y seguir con el viaje —respondió Catalina levantándose de la cama, pero Eduardo cogió su mano rápidamente para retenerla.

—Gracias —le dijo mirándola fijamente a los ojos.

—Gracias, ¿de qué? —quiso saber Catalina.

—Gracias por estar conmigo —contestó finalmente tras unos segundos de silencio—. Yo sé que a veces no es fácil… pero te quiero. Te quiero mucho, Caty.

Catalina sonrió tímidamente y le respondió con un beso. Ambos acabaron desordenados entre las sábanas de aquella cama. Se perdieron entre besos y sonrisas, pero la alarma, que había sido postergada, deshizo aquel mágico momento.

—Se nos va a hacer tarde —quiso ser prudente Catalina, pero Eduardo no respondió con palabras, prefirió hacerlo con una mirada apasionada.

—Mamá —sonó la voz de Leonor, a quien la despertó el sonido del despertador, que todavía no había cesado.

—¡Buenos días, mi vida! —se apresuró a contestarle Catalina a la vez que miró a Eduardo con cara de circunstancia, por lo que él no pudo contener la risa, pese a que hizo su mayor esfuerzo.

A continuación, Catalina se levantó de la cama rápidamente y se dirigió hasta su hija para darle un beso en la frente de buenos días.

—Levántate, mi vida, que ya nos vamos —le dijo con suavidad.

Leonor se frotaba sus ojillos con sus manos para lograr despertarse.

Mientras tanto, Catalina fue a supervisar a Santi, que seguía durmiendo.

—Me cambio y empiezo a llevar las maletas al coche —informó Eduardo tras levantarse de la cama.

Finalmente salieron de la habitación con todo el equipaje. Catalina llevaba al bebé en brazos y una mochila cargada en la espalda con pañales y ropita de Santi. Leonor iba justo delante de su madre con su Pita entre las manos. Por último, Eduardo, que llevaba una maleta y la llave de la habitación.

Llegaron hasta la recepción del hotel, pero no había nadie.

—Déjala en el mostrador. Ya la recogerán —le ordenó Catalina a Eduardo refiriéndose a la llave de la habitación.

Él acató sus instrucciones y siguieron su camino hasta el coche.

Volvieron a cargar todo el equipaje y acomodaron a los niños.

Entonces Eduardo arrancó. Siguieron rumbo a su destino.

Aunque pronto sabrían que su destino ya no era Cudillero… sino ese mismo hotel del que acababan de salir. El hotel «Conde Duque».

CAPÍTULO 3

—Deténganse —alzó la voz uno de los policías nacionales a la vez que levantó su mano indicando la parada del vehículo.

Eduardo se vio obligado a frenar cuando llegó hasta la cuadrilla de policías que estaban impidiendo el paso.

—¿Qué pasa? —quiso saber Catalina.

—No lo sé —respondió Eduardo mientras bajaba la ventanilla del coche.

—Buenos días —saludó acercándose a ellos uno de los oficiales.

—Buenos días —se apresuraron a contestarle Eduardo y Catalina.

—No se puede salir ni entrar a este pueblo. Todas las salidas y entradas están cerradas —les informó con seriedad.

—¿Por qué? —preguntó Catalina rápidamente.

—Por el asunto del coronavirus. Santilla del Mar es uno de los pueblos donde se ha aplicado el confinamiento —Eduardo y Catalina se quedaron helados—. Así que den la vuelta y vuelvan a sus casas. No pueden salir.

Tras pronunciar aquellas palabras, el policía se distanció del coche y volvió a reunirse con sus compañeros, obstaculizando la salida de aquel territorio.

Sin embargo, Catalina, en un impulso, bajó del coche y, sin cerrar la puerta del mismo, se acercó hasta los oficiales enfadada.

—Tienen que dejarnos pasar. Nosotros no somos de aquí. Venimos desde Cataluña y necesitamos llegar a Asturias —les dijo desesperada.

—Lo siento, señora. Las reglas son las mismas para todo el mundo —

fue tajante el oficial.

Catalina, pese a que se sintió amenazada ante la mirada penetrante de todos los agentes, optó por insistir, aunque esta vez con mayor angustia y enojo.

—¡Pero es que ustedes no lo entienden! ¡Llevo a un bebé en el coche y a una niña de cinco años! ¡No puedo quedarme en este pueblo porque no soy de aquí, no tengo casa aquí y no conozco a nadie! —no pudo evitar mover los brazos y gesticular mientras hablaba, pues la desesperación la invadía.

—Será mejor que se calme y que siga las normas. De lo contrario, tendrá que acompañarnos a la comisaría —amenazó el policía nacional.

Eduardo, quien contemplaba la escena desde el coche, decidió bajar cuando vio que la situación empeoró.

—Caty, ya. Relájate —la intentó tranquilizar—. Tenemos que obedecer a la policía —quiso evitar un conflicto mayor con la fuerza pública, que los miraba desafiantes.

—Bravo, Eduardo —enunció con ironía a la vez que empezó a aplaudirle a su pareja en señal de burla—. Dime, ¿dónde vamos a dormir? Porque te recuerdo que no vamos solos. ¡Vamos con los niños! —se alteró de nuevo.

—Regresamos al hotel donde pasamos la noche y ya está. Allí nos quedaremos hasta que termine todo esto —le dijo con serenidad, con la intención de calmarla.

—Eres increíble, Eduardo… ¡Increíble! —se exasperó—. Estas son las consecuencias de hacer este dichoso viaje y de, además, haber hecho noche aquí. ¡No sé en qué momento te hice caso! —Le gritó terriblemente enojada—. Y ustedes, queridos policías, gracias por facilitarnos siempre la existencia a los ciudadanos —se dirigió a ellos con mucho sarcasmo.

Seguidamente, Catalina dio media vuelta y se subió al coche, pero esta vez en el asiento del piloto. Eduardo la siguió apresuradamente y aceleró su paso para alcanzarla.

—¿Qué haces? ¡Yo conduzco! —le chilló Eduardo para que ella lo oyese, pero Catalina ya se había subido al coche y había cerrado la puerta.

De pronto, Catalina le respondió por la ventanilla:

—Si no quieres quedarte aquí hablando con los policías, ¡súbete al coche y calla! —vociferó Catalina.

Eduardo acató sus órdenes, no era momento de contradecirla.

Catalina estuvo dando vueltas con el coche. Recorrió todas las salidas posibles de aquel pueblo, Santilla del Mar, mas todas estaban cerradas.

—Ya, Caty. Estamos perdiendo el tiempo. No podemos salir de aquí —se atrevió a decirle finalmente Eduardo, después de haber guardado silencio desde que se había subido al vehículo.

—No puede ser que esto me esté pasando —se martirizaba ella misma—. ¡Por qué cojones tuve que hacerte caso y hacer este maldito viaje ahora! —explotó.

—Cálmate, vas a despertar a Santi y la niña no tiene por qué oír esto —trató de evadir sus reproches poniendo a los niños como pretexto.

Catalina tenía ganas de gritarle todas las atrocidades posibles en aquel momento, pero se contuvo por sus hijos. No obstante, no dejó de lanzarle miradas fulminantes a Eduardo.

—Caty, por favor, deja de dar vueltas con el coche. No vamos a poder salir —hizo una pausa para que la mujer pudiese digerir sus palabras—. Volvamos al hotel, es la única opción que tenemos.

—Te voy a hacer caso porque por una vez en la vida… tengo que reconocer que tienes razón —manifestó tras un silencio muy incómodo.

Aunque, de haber sabido lo que les esperaba en el hotel «Conde Duque», probablemente nunca jamás hubieran regresado a ese lugar…

CAPÍTULO 4

Estacionaron el coche. Catalina despegó sus pies de los pedales del vehículo. Lo dejó en punto muerto y puso el freno de mano.

Con la ayuda de Eduardo descargó de nuevo el equipaje. Leonor desabrochó su cinturón y bajó del coche.

—Mami, no quiero quedarme en este hotel. No me gusta —sonó la vocecilla de la pequeña en medio del silencio que la pareja conservaba mientras descargaban el maletero.

—Mi vida, a mí tampoco me gusta mucho… —se dirigió Catalina a su hija, arrodillándose para estar a la misma altura que la niña—. Pero desafortunadamente tenemos que hacerlo.

La pequeña no respondió, pero en su rostro Catalina pudo apreciar su desaprobación, por lo que añadió:

—Te prometo que cuando podamos irnos te llevaré de viaje a donde tú quieras, ¿vale?

—¿Donde yo quiera…? —sus labios emitieron una ligera sonrisa.

—Donde quieras, mi vida —le confirmó Catalina acariciando una de sus mejillas.

—¡Entonces llévame a Disney! —le pidió muy contenta y saltando de la emoción, por lo que Catalina no pudo evitar sonreír con ternura ante la inocencia de su hija, quien no entendía lo que sucedía todavía—. ¿Me vas a llevar? —quiso corroborar Leonor.

—Por supuesto que te voy a llevar, mi vida —le afirmó con seguridad.

—¿Me lo prometes? —puso carita de pena.

—Te lo prometo —le aseguró Catalina para después darle un beso en la mejilla a su hija.

—Te quiero mucho, mami.

—¡Yo te quiero más! —enunció mientras se lanzaba hacia su pequeña para abrazarla.

—¿Hola? ¿Hay alguien? —preguntaba Eduardo mientras llamaba a la campanita que había en el mostrador de la recepción del hotel para que salieran a atenderlos.

—¿Esa llave no es la de la habitación que hemos ocupado? —preguntó al percatarse de que permanecía sobre el mostrador.

Eduardo la cogió para comprobar que se trataba de la misma llave.

—Sí, sí que es la llave de la habitación —confirmó con sorpresa.

—Pues parece que nadie ha venido aquí. La llave está justo en el mismo sitio en el que la dejamos cuando nos hemos ido esta mañana… —dijo con cierta desconfianza, pues algo la inquietaba.

—Sí, eso parece… —no supo muy bien cómo continuar.

—Bueno, pues cógela y vamos a instalarnos de nuevo en la misma habitación porque aquí nadie viene a atendernos y no hay nadie a quien preguntar —sugirió Catalina, a quien empezaba a dolerle la espalda por estar cargando una mochila, el bebé en uno de sus brazos y en la mano contraria a la pequeña Leonor.

Eduardo le hizo caso. Cogió la llave y subió las escaleras que llevaban hasta las habitaciones cargando el equipaje.

—Solo queda por guardar la ropita de Santi —rompió el silencio Eduardo mientras él y Catalina se dedicaban a acomodar todo el equipaje, a la vez que Leonor estaba en la terracita a la que tenían acceso desde esa habitación.

—¿Has podido poner toda la ropa en el armario? —se interesó Catalina, pues el mueble era bastante pequeño para todo lo que llevaban.

—No todo, pero la gran mayoría. Lo que no ha cabido lo he dejado en las maletas —contestó con un tono cariñoso.

Catalina se sentó en la cama. Estaba agotada. Dejó caer todo su peso en ella. Sintió como si una gran carga hubiera caído sobre ella y no pudiera deshacerse de la misma.

—Caty, vamos a estar bien —le dio ánimos Eduardo al verla tan decaída.

Él se acercó hasta ella y se sentó a su lado para consolarla, ofreciéndole su apoyo y respaldo. Eduardo la abrazó e inclinó ligeramente el cuerpo de ella para que Catalina descansara su cabeza en su hombro.

—Ojalá tengas razón… porque esto no me gusta nada —pronunció prácticamente sin mover los labios y con la mirada perdida.

—¿A qué le temes tanto? —hizo la pregunta con el mayor tacto posible para no irritarla.

Catalina levantó su cabeza del hombro de Eduardo y le miró a los ojos fijamente, con desconcierto e incertidumbre.

—Parece que estemos solos en este hotel. Ya sé que este hotelito no es muy grande, pero… no se oye nada. No hemos visto a nadie. Y no sé si eso es bueno… o es malo —la preocupación y la angustia salió en aquel hilito de voz que la delataba.

—Todo va a salir bien, Caty —la quiso confortar—. Todo va a salir bien. Todo va a salir… bien… —aunque en el fondo, él no estaba tan seguro.

—Acaba tú de guardar la ropita de Santi. Yo mientras voy a bajar de nuevo a la recepción a ver si hay alguien que me pueda atender —le informó Catalina, que entendió que tenía que cambiar de actitud para enfrentar la situación.

Eduardo le hizo saber que aceptaba su propuesta asintiendo con la cabeza.

Catalina volvió a bajar aquellas escaleras. Eran estrechas y viejas.

Cada vez que uno de sus pies tocaba alguno de los escalones, este crujía de un modo estremecedor. Finalmente llegó hasta la recepción de nuevo. Pero, otra vez, no había nadie. La mujer tocó la campanita, aunque fue en vano. Dirigió su mirada a una de las ventanas que daban a la calle, sin embargo no pudo disfrutar del paisaje ya que, de pronto, el sonido de una puerta y una fuerte ráfaga de viento la tomaron por sorpresa.

—Me cago en la madre que me… —rezongaba un hombre de unos cuarenta y pocos que entró al hotel abrigándose e intentando no despeinarse por la ventisca que hacía fuera.

—¿Hola? —se atrevió a hablarle Catalina al darse cuenta de que aquel hombre ni siquiera se había percatado de su presencia, pues peleaba contra la puerta para poder cerrarla por el viento.

—Hola —le respondió cuando consiguió cerrar la puerta.

—Perdón, ¿tú eres el recepcionista?

—No, para nada —le respondió riéndose, como si fuese una tontería lo que Catalina le había preguntado.

—Ah, ya. Debes de ser el dueño del hotel —supuso ante su reacción.

—No, no. Yo soy un huésped —le aclaró aquel hombre—. Me llamo Aarón —se presentó y le tendió la mano.

—Yo soy Catalina, encantada —le tomó la mano, siendo educada—.

¿No sabes dónde puedo encontrar a alguien del hotel?

—Ni idea. Precisamente he salido para ver si veía a alguien… pero me he topado con una patrulla y con todo esto del confinamiento y la cuarentena… los policías me han obligado a entrar al hotel de nuevo.

No se puede salir de aquí —remarcó.

—Sí… me imagino… —se quedaron callados durante unos segundos—. El caso es que necesito encontrar a algún trabajador del hotel para informarle de que vamos a quedarnos aquí mi familia y yo.

Y también quisiera saber si aquí hay servicio de comedor —siguió Catalina, intentando obtener información.

—¿Vienes con familia? —se interesó.

—Sí. Con mis dos hijos y mi pareja —le aclaró.

—Anda, que bien. Eso quiere decir que tendré compañía —agregó sonriente—. Y con respecto a lo del servicio de comedor la verdad es que no tengo ni… —pero sus palabras se vieron interrumpidas por una voz femenina.

—Sí que hay servicio de comedor.

Catalina y Aarón oyeron una voz que provenía del salón, el cual estaba a continuación de la recepción, donde ellos se encontraban.

—El chico que ayer estaba atendiendo la recepción me dijo que no sabía si hoy vendrían los empleados del hotel debido al tema de la cuarentena.

Al parecer estaban esperando instrucciones del dueño… Pero me dijo que en la cocina había comida más que suficiente. Y que podíamos disponer de ella.

CAPÍTULO 5

—Disculpad, no me he presentado. Soy Alma —añadió aquella mujer que rondaba los sesenta años, aunque lucía bastante bien físicamente, se notaba que cuidaba mucho su cuerpo.

—Encantada. Yo soy Catalina.

—Yo Aarón.

—Pero, entonces, tenemos que preparar nosotros la comida, ¿no?

Porque yo no veo a nadie del hotel que vaya a encargarse de hacerlo… —comentó Catalina.

—Efectivamente —corroboró Alma—. Deberíamos avisar a los demás huéspedes.

—¿Hay más gente en el hotel? —se sorprendió Catalina.

—Claro. Al menos tres o cuatro huéspedes más me ha parecido ver.

—Vaya… yo todavía no me había topado con nadie… —dijo por lo bajini Catalina.

—Siendo así, vamos a tocar las habitaciones del hotel para informar a todos los demás —propuso Aarón.

—Sí. Yo tengo que hacer una cosa urgente, pero nos vemos luego en la cocina para preparar la comida —pronunció Catalina.

—Vaya, darle de mamar a su hijo es lo primero —comentó Alma con astucia.

—¿Cómo sabes que tengo un hijo…? —se quedó petrificada Catalina ante aquellas palabras.

—La vi al llegar cargando un bebé desde la ventana de mi habitación. Y

por la hora que es, supongo que ya le tocará comer a la criatura —explicó Alma con tranquilidad, lo cual intrigó bastante a Catalina.

—Desde luego que eres una mujer muy suspicaz —esclareció Catalina.

—Mi trabajo me ha enseñado a serlo —ante las caras de duda de Aarón y Catalina, decidió confesar a qué se dedicaba—. Soy periodista. Y si algo he aprendido en estos años… es que si quieres hacer un buen reportaje y tener la exclusiva, no debes pasar por alto ningún detalle —se hizo la interesante, y lo logró.

—En fin, nos vemos luego en la cocina —Catalina decidió dar por finalizada aquella conversación y se marchó.

—Hola —saludó la pequeña Leonor a los que se encontraban en la cocina.

—Hola —enunció Catalina prácticamente al mismo tiempo que su hija, quien iba cogida de su mano.

—Hola, hermosa —le correspondió Alma, que estaba preparando la comida junto con la ayuda de otra mujer.

—Buenas —respondió la otra mujer secamente.

—Yo me llamo Leonor, ¿y vosotras? —preguntó la pequeña inocentemente.

—Yo soy Alma —contestó con una sonrisa, tratando de ser gentil con la pequeña.

—¿Y tú? —interrogó a la otra mujer, quien no le había contestado y no le quitaba el ojo a la comida que estaba preparando, como si se le fuera la vida en ello.

—Abigail —le dijo finalmente porque se sintió obligada.

—¿Puedo probar un…? —se atrevió a demandar Leonor mientras extendía su brazo en dirección a la comida que Abigail preparaba.

—¡Ni se te ocurra! —le gritó Abigail fuertemente a la niña, que se sobresaltó—. Es de muy mala educación toquetear la comida. La cocina no es un lugar para niños —continuó con desprecio y en tono de reclamo.

Catalina hizo el ademán de contestarle para ponerla en su sitio por hablarle así a su hija; sin embargo, Alma, que se dio cuenta de la reacción que iba a tener Catalina, se adelantó:

—Leonor, ven y te enseño unas fotos súper bonitas de algunos reportajes que he hecho —quiso entusiasmar a la niña para llevársela y evitar un conflicto entre Catalina y Abigail.

—¡Sí! —aceptó Leonor con mucha emoción.

Catalina le lanzó una mirada a Alma en señal de agradecimiento por el gesto que había tenido de llevarse a la niña, a lo cual Alma le respondió con una sonrisa.

—No tienes por qué hablarle así a mi hija —le soltó Catalina a Abigail una vez que Leonor y Alma ya se habían marchado.

—Solo he dicho lo que es. Si no te gusta escuchar las verdades, tápate los oídos —fue dura y seca.

Catalina tuvo la intención de acercarse a aquella mujer, que tendría más o menos la misma edad que Alma, para rebatirle aquellas palabras tan fuertes e hirientes; pero justo entonces un hombre entró a la cocina y se tropezó con Catalina, pues iba un poco acelerado.

—¡Perdón! Disculpa, no te vi —quiso dispensarse aquel hombre moreno, de ojos verdes, alto y sumamente guapo y seductor.

—No te preocupes, no pasa nada —Catalina aceptó sus disculpas de buena gana mientras Abigail observaba la escena por la mirilla de sus pupilas y sin abandonar su aspecto rudo.

—Me han dicho que teníamos que prepararnos nosotros la comida porque el personal del hotel no vendrá a trabajar por la cuarentena —

explicó el hombre.

—Sí, pero ya estoy yo cocinando para todos —le aclaró Abigail ásperamente.

—Puedo ayudarte —se ofreció el hombre.

—¡No! —se apresuró a contestarle Abigail a la vez que puso su cuerpo de intermediario entre la comida que preparaba y él, para evitar que el hombre se acercase.

—Como quieras… —dijo él con cierto desconcierto.

Catalina salió de la cocina, pues aquella mujer la estaba sacando de quicio. Él, al ver que Catalina se iba, decidió seguirla.

—Me llamo León, no te lo había dicho —entabló la conversación aquel hombre, que no había pasado desapercibido ante los ojos de Catalina, pues su atractivo y pronta edad, que sería un poco menos que la de Catalina, lo hacían irresistible.

—Encantada, León. Yo soy Catalina —se presentó con una sonrisa.

—Catalina… un nombre muy bonito… pero Caty suena mejor. Es más juvenil. ¿Te importa si te llamo así? —le propuso con una voz muy melódica y masculina, sin dejar de sonreír.

—Precisamente así me llaman todos los que me conocen: Caty —le informó Catalina, que se ruborizó con su presencia.

—Entonces, es un placer, Caty —agregó León clavando su mirada en los ojos de ella, que brillaban cual adolescente cuando se enamora por primera vez.

CAPÍTULO 6

—Lo mismo digo, Lion —bromeó Catalina traduciendo el nombre de aquel hombre al inglés y con una pronunciación perfecta.

—¿ Lion? —Repitió en medio de la risa que aquello le había provocado, también con un gran acento inglés—. Nunca nadie me había llamado así —continuó cuando la risa cesó y, en su lugar, quedó una amplia sonrisa.

—Siempre hay una primera vez… —rebatió Catalina, ruborizándolo.

—Incluso después de las primeras veces… vuelven a haber otras primeras —enunció sin dejar de sonreír y mirándola fijamente con unos ojos que brillaban cual diamante.

—Nunca lo había pensado… pero sí. Tienes toda la razón —le dijo alegremente.

—Y… ¿a qué te dedicas? —quiso saber más de ella.

—Soy perfumista.

—¿De verdad? ¿Elaboras perfumes? —lo dejó con la boca abierta.

—De verdad —le corroboró sin dejar de sonreír.

—Suena muy interesante.

—Lo es. Además, elaborar un perfume no se trata solamente de mezclar aromas. También se tiene que analizar la personalidad de aquellos que lo vayan a usar —le comentó con mucha pasión por su oficio.

—O sea, ¿me estás diciendo que eres capaz de descifrar la personalidad de alguien simplemente por el perfume que usa?

—Tanto como descifrar tal vez no, pero un perfume dice mucho de la persona que lo utiliza.

—Y de mí, ¿qué dirías? —le preguntó con mucha curiosidad.

León estiró su cuello y lo acercó a ella para que Catalina pudiera olerlo bien, pero ella ni siquiera se inmutó. No necesitaba aproximarse a él para saber qué perfume utilizaba, su olfato lo había detectado desde el primer instante. Por ello es que simplemente se limitó a bajar la mirada y rio tímidamente ante la ignorancia de León, que no sabía lo bien desa rrollado que tenía Catalina ese sentido.

—¿Qué? —murmuró él sin entender muy bien lo que estaba sucediendo.

— Chopard Oud Malaki, una fragancia inconfundible. Una mezcla de toronja, abrótano, lavanda, cuero, tabaco, especias, madera de oud, ámbar gris y madera oscura. Ah, por cierto, no era necesario que te acercaras, una buena perfumista es capaz de reconocer cualquier perfume a distancia.

—Vaya… has acertado por completo. Y… ¿qué te dice de mi personalidad?

—Un hombre elegante, fino y delicado. Joven, pero con seguridad. Lleno de retos y metas, con muchas ganas de vivir. ¿He acertado esta vez?

—Yo no me hubiera descrito mejor… —verdaderamente estaba asombrado.

—Y tú, ¿a qué te dedicas? —indagó.

—Soy médico forense. Terminé la especialidad hace apenas un par de años.

—Ojalá no necesitemos de tus servicios —bromeó.

—Espero que no —sonrió.

Un hombre de unos cuarenta años los sorprendió.

—Hola, ¿vosotros también os estáis hospedando en este hotel? —les preguntó, sacándolos del ensimismamiento en el que León y Catalina estaban, pues se habían quedado mirándose fijamente con timidez y frenesí.

—Sí —contestó Catalina rápidamente, apartando su mirada de la de León para conocer al tercero—. Soy Catalina.

—Yo León.

—Yo soy Guille. Encantado. ¿Sabéis dónde puedo ordenar la comida? He ido a recepción, pero no he encontrado a nadie.

—Lo que pasa es que no hay personal del hotel. Debido a la cuarentena nadie ha venido a trabajar, pero una de las hospedadas ya está preparando la comida —explicó Catalina.

—Qué desastre… —dijo por lo bajini Guille con desprecio y aires de grandeza, lo cual también se reflejaba en sus gestos y su forma de vestir, extremadamente pija y arrogante.

—Yo creo que podríamos ir poniendo la mesa. Así comemos en cuanto la comida esté lista —propuso León.

—Claro —se unió Catalina.

—Id vosotros si queréis. Avisadme cuando esté lista la comida —ordenó Guille.

—¿No piensas ayudarnos a poner la mesa? —León no podía creer la prepotencia de aquel hombre.

—Si comparto la mesa con vosotros y los demás que estén en este hotel… ya haré bastante —replicó Guille con altivez.

Seguidamente, Guille dio media vuelta y se marchó. Catalina y León se quedaron anonadados ante aquella actitud.

—¿Quién se cree? —León no lograba salir del asombro.

—Déjalo, mejor vamos a poner la mesa —intentó apaciguar el ambiente Catalina.

León y Catalina iban a poner la mesa, pero su sorpresa fue mayúscula cuando descubrieron que alguien se les había adelantado: todos los cubiertos estaban colocados, así como los platos, servilletas, vasos… inclusive una decoración discreta, pero un tanto… macabra. Con unos muñecos en el centro de la mesa. Tan solo faltaba que Abigail terminase la comida.

—Parece que alguien más tuvo la iniciativa —parafraseó León.

—Sí… eso parece… —susurró Catalina en voz baja para sí misma, pues aquello no le dio buena espina; y menos todavía lo que vio en el centro de la mesa...

—La comida ya está lista —se oyó la voz forzada de Abigail, que a causa de su edad ya no podía gritar tanto como quisiera.

Y efectivamente, Catalina hacía bien en desconfiar. No era para menos después de ver aquellos muñequitos en la mesa…

Nadie podía imaginar lo que les esperaba vivir entre las paredes del

«Conde Duque». O, mejor dicho, nadie podía imaginar que allí serían sus últimos días de vida…

CAPÍTULO 7

—Este guiso está muy bueno —comentó León, rompiendo el hielo que había en medio de aquella comida llena de desconocidos—. Eres una gran cocinera, Abigail —la felicitó.

—Gracias —le respondió Abigail secamente—. Probablemente sea porque a eso me dedico: a cocinar.

—¿Eres cocinera? —quiso saber Aarón.

—Sí. De hecho si vine a este hotel fue porque me ofrecieron trabajar de cocinera.

—Pues si te encargas tú de cocinar todo durante los días que tengamos que estar aquí… luego puedes reclamarle tus honorarios al dueño del hotel por tus servicios —sugirió Guille, pensando siempre en sacar algún beneficio.

—No todos somos igual de interesados, como tú… comprenderás —le respondió con repulsión Abigail.

—Tan solo te estaba dando una sugerencia… —replicó Guille.

Abigail intentó rebatirle, pero León, que comprendió que el asunto estaba tenso, se apresuró a decir:

—¿Y vosotros? ¿Cómo os llamáis? —se refirió a las cuatro personas que todavía no habían hablado, pero también estaban hospedados en el hotel y, por lo tanto, comiendo con ellos.

—Yo soy Isabela —tuvo prisa en presentarse aquella mujer que apenas sería unos años mayor que Catalina, aunque era muy sensual y atractiva.

—¿Y qué te trae por aquí, Isabela? —se incorporó Eduardo a la conversación.

—Vine a… bueno… —no supo si confesar la verdad, al fin y al cabo, aquellos eran unos desconocidos; no obstante, pensó que tampoco importaba lo que fueran a pensar, no los volvería a ver tras aquellos días—. Me iba a reunir aquí con un hombre, pero él todavía no ha llegado.

—Y no creo que pueda hacerlo. Este pueblo está confinado. No lo dejarán pasar —le hizo ver otro de los huéspedes que todavía no se había presentado, llamando la atención de todos los allí presentes, inclusive de la pequeña Leonor—. Mi nombre es Roberto. Un placer compartir la mesa con… —no siguió para que siguieran presentándose.

—Ezequiel. Me llamo Ezequiel —dijo el hombre que tendría unos cincuenta años, como Roberto.

—¿Y tú? ¿Cómo te llamas? —preguntó Leonor con mucha inocencia al único que todavía no había pronunciado palabra.

—Yo me llamo Jacobo —habló por primera vez aquel anciano de unos ochenta y tantos años, cuya postura era encorvada debido a la edad.

—Qué muñequitos tan curiosos los que hay en el centro de la mesa —enunció Alma con una sonrisa en el rostro, muy risueña—. No me había percatado de que estaban ahí.

—Diez negritos de porcelana, qué gracioso —añadió Aarón extendiendo su mano para coger uno de ellos y contemplarlo más de cerca.

Catalina no pudo evitarlo, su rostro se poseyó de miedo.

—¿Te pasa algo, cariño? —le preguntó Eduardo a Catalina, sin que nadie se percatase, al ver su reacción.

—Esas figuritas… —susurró con dificultad, pues el corazón se le aceleró—. ¿Nadie ha leído el libro « Diez negritos» de Agatha Christie?

El silencio reinó, por lo que Catalina entendió aquello como una negativa, así que agregó:

—El libro narra la historia de diez personas que son reunidas en una mansión a través de cartas firmadas por un desconocido. Todos tienen un pasado… y un asesino los va matando. Hasta que ya no queda ninguno —resumió.

—¿Y qué tienen que ver los negritos de porcelana? —preguntó Ezequiel con ignorancia.

—Cuando se reúnen para comer encuentran esas diez figuritas en la mesa, como nos ha pasado a nosotros. Y cada vez que uno es asesinado… una de las figuritas se rompe —explicó con una voz que se le atragantaba entre los dientes.

—Ficción… ¡cuánta tontería! —comentó Guille, al que parecía no afectarle el relato ni la similitud.

—Lo bueno es que aquí hay diez figuritas, pero no somos diez personas —intentó verle el lado amable a la situación Eduardo.

—Es cierto. Somos once adultos y una niña —añadió Ezequiel.

—Y un bebé también —enunció sonriente Eduardo, a quien se le llenaba la boca al hablar de su hijo.

—¿Tienes un bebé? —curioseó Isabela sonriente.

—Tenemos un bebé —remarcó Eduardo la primera palabra, tomando la mano de Catalina para mostrar que ella era su pareja—. Se llama Santi. Bueno, Santiago.

Catalina emitió una sonrisa falsa para corresponder a la muestra de afecto por parte de Eduardo, aunque la realidad era que no se sentía para nada a gusto en aquel lugar, y menos después de divisar aquellas figuritas.

A León, por su lado, le tomó por sorpresa la noticia de que Catalina y Eduardo eran pareja y que tenían un bebé. Sí que se había dado cuenta de que Leonor era hija de Catalina, pero jamás pensó que la perfumista fuera a tener pareja y un bebé… efectivamente: se desilusionó.

—Ya tenéis a la parejita, entonces. Primero una niña y ahora niño —

siguió con la conversación Roberto.

—No. Eduardo no es mi papá —se apresuró a aclarar Leonor con ingenuidad—. Yo tengo otro papá, pero ya no está con mi mami.

—Lamento el comentario —intentó disculparse Roberto, apenado.

—No te preocupes —le restó importancia Eduardo.

—¡No me digas que te quedaste viuda y luego te volviste a casar! —fisgoneó Isabela.

—No, no. Ni una cosa ni la otra —aclaró Catalina.

—¿Cómo es eso? —la apremió Aarón.

—Me divorcié del papá de Leonor, no soy viuda —dijo con cierto tono de incomodidad, pues no le gustaba andar publicando su vida privada—. Y Eduardo y yo no nos hemos casado.

—Por ahora. Pero nos casaremos —las palabras de Eduardo sonaron a propuesta de matrimonio.

—¿Os vais a casar? —preguntó Leonor con un hilo de tristeza atrapada en el pecho.

—No, mi vida. Eduardo está bromeando —le respondió a su hija sin pensar que estaba hiriendo los sentimientos de su pareja.

Eduardo intentó disimular, pero su desconcierto y decepción debido a las palabras que pronunció Catalina le afectaron bastante. Todos los demás allí presentes se dieron cuenta de ello, por lo que no se atrevieron a mencionar palabra y optaron por seguir comiendo con una expresión facial neutral. Excepto León, que no pudo contener una sonrisa al ver la sinceridad y naturalidad con la que Catalina había hablado. Y ella, al darse cuenta de que los perfectamente alineados dientes de León habían salido a la luz por su comentario, tampoco pudo contener una extraña sensación de hormigueo en el vientre, la misma que sintió cuando lo vio la primera vez. No obstante, contuvo sus emociones. Prefirió ser prudente.

Aunque la prudencia pronto dejaría de invadir aquel hotel… porque lo que les deparaba no podía combinarse con esta… o, ¿acaso la muerte y el acecho de morir puede ser prudente?

CAPÍTULO 8

—Es raro que no haya lavavajillas en un hotel, ¿no? —entabló el tema de conversación León, que, junto con la ayuda de Catalina, se disponía a fregar todos los cubiertos que habían utilizado.

—Este hotel es muy pequeño, no creo que haya más de quince habitaciones. Así que no resulta tan raro. Se nota que es un hotel familiar —contestó Catalina.

—O un hotel de paso —se apresuró a decir Aarón, quien guardaba toda la cubertería lavada, al ver que Isabela entraba a la cocina para guardar el servilletero, con la intención de que la mujer lo escuchara.

—¿Es una indirecta? —le preguntó Isabela.

—No, para nada —se burló Aarón—. Era una… opinión —pese al tono irónico que Aarón utilizó, Isabela prefirió no responder, pues estaba muy ocupada buscando el lugar en el que se guardaban los servilleteros en aquella cocina.

—Pues que opiniones tan… calenturientas tienes —soltó Isabela finalmente tras haber encontrado el sitio en el que iban los servilleteros.

Isabela se fue rápidamente después de haber pronunciado aquello, como si fuera una niña pequeña que desaparece antes de que puedan replicarle. Entonces entró Abigail cargada con más platos, vasos y cubiertos. La mujer iba tan cargada que León, al verla, decidió ayudarla.

—¿Los demás no piensan ayudar? —dijo indignado y con reproche León, pues ver a Abigail, una mujer ya con una cierta edad, teniendo que hacer aquellos esfuerzos después de haber cocinado para todos no le parecía bien.

—Deberían. Ellos también han comido —Catalina lo apoyó.

—Entiendo que el señor mayor, el que se llamaba… —empezó a enunciar León.

—Jacobo —lo ayudó Aarón.

—Ese. Entiendo que Jacobo no esté ayudándonos porque a simple vista se ve que su cuerpo está muy machacado. Y Eduardo porque ha ido a cambiar a Santi —agregó León por temor a que Catalina se molestase—. Pero los demás… aparte de nosotros tres, las únicas que nos están ayudando son Abigail y Alma.

—Bueno, e Isabela que acaba de hacer su gran obra del día al traer el servilletero… —emitió con tono burlón Aarón, quien no recibió ninguna réplica.

Catalina, por su lado, seguía dándole vueltas a aquello de los muñequitos… todo lo que tenía que ver con el hotel era un misterio.

Un misterio que no le daba buena espina… ¿quién habría puesto esas figuritas ahí? Y lo más importante: ¿por qué o para qué?

—¿Quién ha puesto la mesa? —no pudo resistirse Catalina, pues la incertidumbre estaba acabando con ella.

León ni siquiera se tomó la molestia de contestar, pues Catalina sabía perfectamente que él no había sido.

—No lo sé, ¿por? —fue la respuesta de Aarón.

—Porque León y yo íbamos a hacerlo, pero nos encontramos con la sorpresa que ya estaba puesta.

—Bueno, alguien más lo habrá hecho —razonó Aarón.

—Abigail no pudo haber sido, ella estaba cocinando. Y Alma estaba con Leonor, así que tampoco. Eduardo estaba en la habitación… —recapituló Catalina—. Así que solo nos queda Roberto, Isabela, Ezequiel, Guille, Jacobo o tú, Aarón —lo miró como si estuviera acusándolo, aunque Aarón ni se percató de ello, o lo disimuló muy bien, pues seguía guardando cada utensilio en su lugar—. Jacobo es imposible que lo hiciera, está tan mayor que le cuesta hasta caminar…

Isabela y Guille lo dudo, son demasiado dignos como para poner una mesa —prosiguió con ironía—. Así que, o fue Roberto, o Ezequiel… o tú.

—Si esperas que te diga que fui yo, lo siento pero te voy a decepcionar. Yo no lo hice —le respondió con mucha seguridad.

—Pero, ¿por qué tanto interés en saber quién fue, Catalina? —le preguntó León a la mujer, quien no dejaba de mirar a Aarón con ojos inquisidores mientras él continuaba acomodando todo.

—Porque la persona que lo hizo fue quien puso allí a los muñequitos esos —contestó Catalina dirigiendo su vista hacia León.

—Quizá sean decoración del hotel —pensó León en voz alta.

—Lo dudo —rezongó Catalina.

—No le des tanta importancia —le aconsejó León.

—Sí. Te estás calentando la cabeza en algo que no va a ningún lado —se unió Aarón.

—Tal vez tengáis razón —quiso creer Catalina, aunque en realidad no lo pensaba así—. Por cierto, Aarón, ¿a qué te dedicas? —empezó a indagar.

—Soy mecánico. Trabajo en un taller en mi pueblo —le contestó sabiendo perfectamente que estaba desconfiando de él.

—Ya… —le replicó Catalina para que él supiera que lo había escuchado—. Y… ¿Qué haría por aquí un mecánico?

—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? —se quejó Aarón.

—No —hizo el ademán de disculparse—. Es… simple curiosidad.

—Los dos sabemos perfectamente que no es curiosidad —dijo después de girarse hacia Catalina, mirándola ofendido—. Pero, para tu información, estoy aquí de vacaciones. Lástima que haya tenido que coincidir con la cuarentena. De haberlo sabido, jamás hubiera planeado esta escapadita… que más bien está convirtiéndose en una pesadilla —añadió con indignación y enojo para después irse como señal de protesta.