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Leer ensayos equivale a contemplar el horizonte, a mirar con detenimiento la tenue línea que divide el pasado del presente, el momento mismo en que la historia se convierte en historia humana, es decir, en raíz, en cuerda que nos ata con nuestros antecesores. Por estas razones, leer ensayos sobre la identidad o las identidades del costarricense implica entrar en contacto no con los mitos sobre nuestra supuesta idiosincrasia, sino con las dudas que la diferencia instaura (…) Cada vez que el lector se asoma a sus páginas, enfrenta una profunda inquietud. Lejos de recibir un catálogo preciso del ser costarricense, adquiere conocimiento sobre los límites, las falsedades y los gestos de una comunidad cuya representación sigue en pugna. Gabriel Baltodano

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Identidad, invención y mito

Ensayos escogidos

Prólogo: Gabriel Baltodano Román Edición: Marianela Camacho Alfaro

Nota de la editora

En Identidad, invención y mito. Ensayos escogidos se compilan catorce ensayos, de igual número de escritores, cuyo interés principal es examinar la vida del tico para descubrir matices sociológicos, el modelo de patria, el ideario sobre el cual se constituye el ser costarricense.

Para esta edición se estableció como criterio de organización de los ensayos la fecha de nacimiento de sus autores, de la más antigua a la más reciente, con el objetivo de observar la evolución del pensamiento de los ensayistas sobre el tema tratado y también para comprender la vinculación transtextual (e intertextual) de los textos de diferentes épocas. Con respecto a su extensión, no se estableció un mínimo o máximo, pero sí se definió que cada ensayo debía tener sentido completo, aunque se tratase de un capítulo o de una parte de un texto mayor.

Joaquín García Monge, Omar Dengo, Mario Sancho, Vicente Sáenz, Abelardo Bonilla, Isaac Felipe Azofeifa, Mario Alberto Jiménez, Luis Barahona Jiménez, Yolanda Oreamuno, Alberto Cañas, Eugenio Rodríguez, José Abdulio Cordero, Carmen Naranjo, Carlos Cortés, son sin duda nombres de figuras significativas del pensamiento costarricense y autores representativos de diferentes generaciones. Sus ensayos, aquí antologados, se caracterizan por una gran variedad estilística y por una temática común; además, su análisis de la identidad del costarricense es aguda e inteligente, a pesar de lo cual algunas posiciones y críticas son implacables, vehementes y apasionadas.

En términos generales, los ensayos recopilados pueden definirse como de tipo sociológico-político: se indaga la “caracterología nacional”; esto es, la imagen que el ensayista vislumbra de su país. Esta inquietud por la exploración del ser costarricense, según Luis Ferrero, se refleja en el hecho de que “[estos escritores] fundamentaron, entonces, sus ensayos en conceptos sicológicos y sociológicos… Revisaron los resortes que han impulsado nuestra historia y nuestra manera de ser”.[*] Dicho escrutinio es relevante para el autoentendimiento y el fortalecimiento de la conciencia nacional, además de que induce al individuo a tomar una actitud reflexiva frente al pasado.

Así pues, el lector hallará temas políticos (Vincenzi, Dengo y Sáenz); el concepto de patria y de los valores culturales (García Monge); el análisis de la realidad social, características de la idiosincrasia costarricense y sus mitos (Sancho, Bonilla, Oreamuno, Cortés); notas sobre el carácter tico (Azofeifa, Jiménez, Barahona, Cañas, Naranjo); el origen histórico del ideario nacional (Cordero y Rodríguez Vega).

El propósito de esta obra es ofrecer un compendio de textos fundamentales, algunos de ellos aparecidos en diversos libros y antologías hace años agotados, los cuales –en su conjunto– son un documento literario e histórico que revela, desde todos los ángulos posibles, un retrato cultural del tico.

La Editorial Costa Rica se complace al concretar la iniciativa de nuestra Comisión de Ediciones y publicar Identidad, invención y mito. Ensayos escogidos, libro que, estamos seguros, se convertirá en una referencia imprescindible para comprender la “costarriqueñidad”, la evolución del concepto de identidad y la búsqueda de lo que significa ser costarricense.

Marianela Camacho Alfaro

Guadalupe, 2010

[*] Ferrero, L. 1971. Ensayistas costarricenses. San José: Imprenta Lehmann, p. 78.

El genio de la soledad

La sensibilidad moderna surge como resultado de un largo proceso de desarrollo. A modo de culminación, el siglo XX supone una suerte de síntesis de todas las discusiones, un abigarramiento de todos los apremiantes dilemas, una época de devastación, dominada por el caos que surge a partir de las grandes revoluciones industrial y técnica; un tiempo incomprensible en el que el arte, el artista y el libre pensador se sienten amenazados, pero también impelidos por la nefasta influencia de la ambición burguesa sobre las masas y el belicismo.

Basta con recordar uno de los lugares comunes en torno a esta centuria, lugar común que no pierde, paradójicamente, su sentido: ¿dónde nace el siglo? Hauser, el historiador, afirma que en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. No explica esto el ocaso, el carácter pesimista de estos días, su conflictividad misma. Y tanto más si se piensa en la confianza dominante durante el primer decenio de este siglo, en la esperanza con que se lo miraba e imaginaba. El ensayo nace con lo moderno, con el abandono definitivo de las doctrinas y el auge de la incertidumbre.

En la imagen de un Montaigne ensimismado, “genio inquisitivo de la soledad” como lo define León Pacheco, encontramos la efigie del ensayista, el emblema del hombre que sufre y ama la existencia. En El hilo de Ariadna (1966), Pacheco, un costarricense, imagina el origen del ensayo; Montaigne, concluye, “Piensa siempre en el arte de pensar que para este caballero es el arte de vivir y de hacer vivir, por medio de la palabra, el inconstante paisaje de la conciencia donde también las ideas envejecen, para hacerse más capitosas”.

El paisaje de la conciencia es siempre caprichoso, como resulta insondable la pregunta acerca de la identidad propia o colectiva. El misterio atrae al ensayista y, por tanto, lo aleja de los fanatismos, que son su antípoda. La certeza acerca de nuestra manera de hacer, la rutina de una civilización, rara vez sirve como material para un ensayo; cuando mucho, se la emplea en tanto punto de partida. Aunque cargado por su propia perspectiva, el ensayista se dirige al otro. El claustro es aparente, por cuanto el pensador frecuenta el mundo y sus temas. De su conciencia emerge el retrato, la anatomía de una sociedad.

El hombre moderno sitúa el fundamento de su vida en la conciencia. En el contacto con lo particular, busca su identidad. La sociedad moderna es laica; por esto, la introspección ocupa el lugar de la disciplina y el dogma. Seguir el sendero del pensamiento implica adentrarse en el mundo interior; sin embargo, no se penetra en un templo, sino en un espacio desacralizado, digno pero cuestionable. Nuestras confesiones carecen de arrepentimiento y misticismo, se trata más bien de propuestas, proposiciones, ensayos.

Con frecuencia, el ensayo intercala pasajes expositivos con narraciones y descripciones; aunque su única constante es el estar escrito en prosa, el ensayo tiende a ser sugestivo como lo es la poesía, cuando no oscuro y complejo como la literatura. La idea tiene su sitio en él, pero no para abarcar u ordenar, sino para devenir. Por lo general, el ensayista parte de un tema preciso, que luego explora de manera creativa, para abandonarlo, al final, en pos de nuevas tesis o interpretaciones. Las digresiones constituyen un elemento esencial, pues expresan la arquitectura del pensamiento, el fluir de la subjetividad.

El ensayo parece fragmentado, aunque en su interior la unidad se impone. Incluso, el ensayo plantea el registro de un mundo integérrimo, puesto que emerge como parte del esfuerzo del sujeto por aprehender la realidad. El desinterés por lo establecido, el sentido común y la opinión y experiencia ajenas propicia la búsqueda en el ensayista. Para él, el presente es un objeto precioso que debe ser comprendido a cabalidad, pero no de manera lineal. La escritura adquiere vitalidad, porque se refiere a la existencia, el entorno y la naturaleza de nuestra conciencia.

“La sabiduría no está ni en la fijeza, ni en el cambio, sino en la dialéctica entre ellos”, escribe Octavio Paz. El ensayo ofrece posibles respuestas, pero ante todo dibuja el panorama de nuestras inquietudes. Leer ensayos equivale a contemplar el horizonte, a mirar con detenimiento la tenue línea que divide el pasado del presente, el momento mismo en que la historia se convierte en historia humana, es decir, en raíz, en cuerda que nos ata con nuestros antecesores. Por estas razones, leer ensayos sobre la identidad o las identidades del costarricense implica entrar en contacto no con los mitos sobre nuestra supuesta idiosincrasia, sino con las dudas que la diferencia instaura.

El ensayo no alimenta los imaginarios de la unidad; caso contrario, los destruye, porque proviene de lo particular. A los diferentes proyectos políticos de unificación, el ensayista opone su conciencia. Cada vez que el lector se asoma a sus páginas, enfrenta una profunda inquietud. Lejos de recibir un catálogo preciso del ser costarricense, adquiere conocimiento sobre los límites, las falsedades y los gestos de una comunidad cuya representación sigue en pugna.

Con todo, en algunas ocasiones, la soledad del ensayista exalta su deseo de conocerse a sí mismo y de comprender a los demás; a pesar del anhelo, sus respuestas son siempre preliminares y parciales. Al negar los conceptos dados, el ensayista se prepara para crear. La identidad no existe para él como algo previo, como una ceremonia a la cual se acude para garantizar la armonía entre los miembros de una nación. Porque le otorga sentido a algo vacío en principio, adquiere importancia su palabra. El ensayo comienza con la crisis de los valores y la vorágine de la perplejidad. El interés de este género entre los intelectuales costarricenses se relaciona con el malestar.

Hacia 1920, época de esplendor para el ensayo, resulta innegable que nuestro país vive una auténtica crisis. Tanto el ordenamiento económico como político parecen insuficientes. La nación depende de los mercados en el exterior, a la vez que se ve sometida a los intereses de los grandes capitales procedentes del extranjero. El intervencionismo en Centroamérica trasciende la esfera del comercio y llega incluso a la presencia militar. Los avances hacia un Estado auténticamente democrático se ven truncados, pues el fraude se oculta en el sufragio, prevalece la desconfianza y se suceden la reformas electorales; incluso, tiene lugar un período de dictadura a cargo de Federico Tinoco (1917-1919).

En los decenios anteriores, la riqueza generada por el café había hecho posible el establecimiento de un sistema educativo. Con la llegada al país de sobresalientes docentes como Henri Pittier, Juan Rudin y Antonio Zambrana, circulan las tesis de Domingo Faustino Sarmiento, José Martí y José Enrique Rodó. A la vuelta de unos pocos años, jóvenes intelectuales, maestros y artistas costarricenses viajan por Europa y América en pos de nuevos conocimientos y opciones. Este encuentro con la novedad y el cambio alimentan la resistencia contra el modelo económico y el sistema liberal, a la vez que impulsan a los sectores medios para participar en la vida política.

La defensa de la libertad y la democracia, el ideario bolivariano de unidad regional, la búsqueda de lo genuinamente americano, el antiimperialismo y el impulso a los obreros y campesinos por medio de educación son algunos de los principales motivos que impulsan a este grupo de pensadores. Roberto Brenes Mesén, Joaquín García Monge, Omar Dengo, Mario Sancho y Vicente Sáenz se cuentan entre los cultivadores del ensayo en esta época.

En torno a grupos culturales como el Ateneo de Costa Rica (1907); reuniones de análisis como las efectuadas en el Centro de Estudios Germinal (1912); asociaciones sindicales como la Confederación General de Trabajadores (1913); y revistas como Pandemonium (1902), Páginas Ilustradas (1905), Renovación (1911), Atenea (1917) y Repertorio Americano (1919), estos maestros y artistas proponen una manera de pensar que integra lo estético, lo político y lo didáctico. El lenguaje literario coexiste con la crítica y el afán de formar a un pueblo en la defensa de la patria.

En consonancia con este programa ideológico, los ensayistas de inicios del siglo XX recuperan una discusión central en la historia de Costa Rica; se trata del examen de la identidad nacional. Escribo recuperan y no plantean, porque este problema aparece en los inicios de la cultura letrada de nuestra República. Sin embargo, es en la época descrita cuando se propone como un recorrido posible para muchas plumas; como en efecto ocurrió.

En el ensayo titulado “Ante el monumento nacional”, Joaquín García Monge (1881-1958) establece un vínculo entre dos tiempos: el pasado heroico de la Campaña Nacional y el presente del expositor –el centenario de la Independencia–. Desde la perspectiva del hablante discursivo, el monumento nacional supone un hito, un recordatorio. El papel del filibustero, atroz enemigo, lo ocupan luego las oscuras ambiciones y la frivolidad.

La indiferencia por lo propio figura como temática en otro de los ensayos incluidos en este volumen, “El 15 de septiembre es un termómetro que gradúa la tristeza del pueblo costarricense”. De acuerdo con Vicente Sáenz (1896-1963), la actitud derrotista del costarricense impide el progreso y limita la libertad. Para su contemporáneo, Omar Dengo (1888-1928), la frialdad con que el pueblo observa los procesos democráticos solo puede combatirse con educación. En “Mira y pasa” hace un vehemente llamado a todos los sectores que tienen la responsabilidad de formar el pensamiento y la capacidad de opinión; sin sus aportes, el futuro se muestra umbrío.

Mario Sancho (1889-1948) lleva más allá la crítica contra el sistema de participación social; afirma incluso que la democracia está perdida, por cuanto los políticos juegan con el poder y confinan a la masa campesina a la ignorancia. En “Costa Rica, Suiza centroamericana”, se interroga: “¿Cómo habrá de interesarse en lo más mínimo por la lucha que se libra cada cuatro años alrededor del puesto, del contrato y de la prebenda en las ciudades? ¿Acaso su experiencia no le dice que de esa lucha nunca ha sacado ni sacará jamás nada en su provecho? Mucho hace, al contrario, con tolerar que le vengan los propagandistas a hablar de política en el club del partido o en la plaza del pueblo”.

Para Abelardo Bonilla (1899-1969), la historia de Costa Rica está determinada por el entorno rural, el poder patriarcal y el individualismo. En “Abel y Caín en el ser histórico de la nación costarricense”, sugiere que la carencia de una educación estética conduce al costarricense hacia la indolencia, hacia el deterioro de las relaciones entre individuo y colectividad. En “Tres notas sobre el carácter costarricense”, Luis Barahona Jiménez (1914-1987) retoma el tópico de la individualidad como rasgo nacional y agrega una suerte de conformismo ancestral al retrato del temperamento costarricense.

Testigos de otras crisis, o del permanente aprieto, los ensayistas posteriores vuelven sobre el influjo de la Gesta de 1856-1857 en nuestra manera de imaginarnos. José Abdulio Cordero (1927) debate, en “La campaña nacional, crisol de nacionalidad”, acerca del patriotismo costarricense. En “Debe y haber del hombre costarricense”, Eugenio Rodríguez (1925-2007) sostiene que el amor por la nación nace bajo la amenaza del expansionismo. En respuesta, Cordero argumenta que el colono se embelesó con estas tierras a través de sus penurias y trabajos.

Otros pensadores como Isaac Felipe Azofeifa (1909-1997), Mario Alberto Jiménez Quesada (1911-1961), Yolanda Oreamuno (1916-1956), Alberto Cañas (1920-) y Carmen Naranjo (1928-) se interesan por el examen de algunos valores, conductas y usos habituales entre los costarricenses. En “La isla que somos”, Azofeifa cuestiona el centralismo y poder de la Meseta, su desidia con respecto al resto del país.

Jiménez Quesada, en “Los ticos y las máscaras”, denuncia la quimera con que el costarricense vela la difícil realidad social. De forma análoga, para Yolanda Oreamuno, los “mitos tropicales”, la propaganda de un país armónico y hospitalario, no pasan de ser una serie de mentiras que sirven para encubrir nuestros auténticos dilemas y conflictos. En “Uso y práctica del chunche”, de Alberto Cañas y “A mí qué me importa”, de Carmen Naranjo, la palabra y la expresión se convierten en valiosos referentes para comprender no solo la forma de hablar de un pueblo, sino su psicología y actitudes.

Desde una perspectiva propia de nuestro tiempo, Carlos Cortés (1962-) explora los discursos de identidad para mostrar cómo los conceptos tradicionales sobre lo costarricense concentran el poder, a la vez que excluyen y marginan a amplios sectores de nuestra realidad histórica y social. “La invención de un país imaginario” permite al lector una visión amplia y moderna sobre el tema, a la vez que lo cuestiona sobre sus propias convicciones. Como se percibe, el ensayo y el tema de la identidad corren paralelos en América Latina.

Gabriel Baltodano Román

Profesor de Literatura, Universidad Nacional

Identidad, invención y mito

Ensayos escogidos

Ante el monumento nacional[1]

Joaquín García Monge

Como un testimonio de la gratitud nacional, erigióse un día este Monumento[2] a los inmortales que en los gloriosos del 56 estuvieron resueltos a no consentir opresiones extrañas en tierras de Centroamérica, a vivir y a hablar por su cuenta y riesgo, en su propio nombre, de conformidad con las altas normas y el ejemplo de los augustos fundadores de estas patrias. Lo erigieron los mayores para perpetuar en el bronce las ínclitas hazañas de los elegidos y con ello inscribir excelsamente la perdurable lección que sirviera de ejemplo y estímulo a las futuras generaciones. Que los pueblos previsores y magnánimos recurren a los mármoles y a los bronces para simbolizar en ellos sus fechas memorables, y así ponerlas a salvo de olvidos o injusticias, o como columnas militares a los largo de la vía, para recordarles a los que vienen que no son hijos de las peñas, que tienen precursores abnegados e ilustres y una tradición estimable que conocer, respetar y proseguir.

A estos monumentos se concurre en horas solemnes como la presente, a renovar la fe en los destinos de la Patria, a buscar inspiración y luces, enseñanzas y estímulos para continuar la ruta emprendida, en alto la cabeza y regocijado el corazón.

Lo erigieron los mayores para enseñarnos cómo se defiende con fiereza el suelo nativo, que da el sustento y la libertad; cómo es bueno morir, y se sabe morir sin cobardías, por causas dignas, cuando la injusticia y la opresión amenazan el decoro de la Patria; cómo pelean con audacia los pueblos que quieren darse patria, patria grande, y libertad: no en el aislamiento sino juntos, unos en las horas de peligro, unos en las esperanzas y los regocijos, unos en las tendencias hacia ulteriores y más halagüeñas realidades. Ayer los cinco pueblos de Centroamérica, mañana todos los del Continente hispano; porque vamos hacia la América una, según la trayectoria espiritual que los homagnos y videntes de estas patrias nos han descrito y que solo cierta ceguera nos impide verla. Con lo que también quisieron enseñarnos que la patria es obra de concordia, de cooperación y simpatía, que los hijos unidos hacen la patria superior con que los buenos soñaron. Con lo cual también quisieron decirnos que las guerras intestinas conspiran contra la integridad moral y territorial de la Patria y le abren la puerta a los extraños, que se aprovechan de nuestras debilidades y rencores; que nada es más funesto para una comunidad que las oligarquías vanidosas y ambiciosillas que convierten el gobierno en un bien privado y no en lo que debe ser, un bien público; y anteponen sus egoísmos repugnantes y sin escrúpulos a la suerte misma de la Patria. Con lo que también se indica a vuestros profesores que el risueño ideal de servicio, de ser útil a los demás, de cooperar, es la primera de las lecciones morales que ellos deben daros, jóvenes estudiantes.

Lo erigieron los mayores para advertirnos que la libertad hay que conquistarla y reconquistarla continuamente, que solo se pierden los pueblos que se cansan de ser libres; porque si importa saber cómo fuimos libres, importa más saber cómo conservarnos libres, cómo mantener en asta firme la enseña de los libertadores: el problema que ellos resolvieron en el 56 sigue siendo nuestro problema. Para advertirnos que no basta haber heredado de nuestros abuelos la tierra que fue de ellos, sino conservar y cuidar la que será de nuestros hijos: porque los viejos supieron que uno de los ineludibles deberes del hombre y del ciudadano es la conservación, a todo trance, del suelo nativo; sin él no hay libertad económica y sin esta no hay soberanía posible. La tierra libre es la que sustenta a hombres libres. Los pueblos que venden sus tierras porque ya no quieren, no pueden o no saben cultivarlas con estudio y cariño, de propietarios se tornan inquilinos. Es digna de la escultura esta previsora y saludable advertencia del profeta Martí a sus pueblos de América: el suelo es la única propiedad plena del hombre y tesoro común que a todos iguala, por lo que para la dicha de la persona y la calma pública, no se ha de ceder, ni fiar a otro, ni hipotecar jamás.

Enseña el Monumento que Centroamérica y la América entera, abiertas a los intereses de la civilización occidental, no se alzaron de las aguas para convertirse en factorías de los pueblos mercaderes y codiciosos, sino en tierras de libertad para humanidades ansiosas de mejorar su vida y no tan solo de hacer negocios más o menos lucrativos, o de explotar nuestros recursos naturales; para gentes que vengan a construir sinceramente la patria de la nueva cultura, del hombre nuevo, que funda su prestigio y su decoro en vivir según las imperecederas normas de la justicia, la libertad, la belleza y la verdad.

Este Monumento rememora sucesos que le dan a Costa Rica, a Centroamérica, un sentido internacional en el Continente; que dicen cómo en días inolvidables los nuestros hablaron en su historia de pueblos pequeños y se crearon la conciencia de un cargo que cumplir en los destinos de nuestra América. Porque el buen suceso de la lucha contra el plan siniestro de Walker[3] y de los mercaderes a él asociados –si es que fue el de convertir a Centroamérica en una agencia de esclavos negros– en cierto modo desvió la iniquidad que, al extenderse, habría degradado a nuestra América, destinada por la Historia a empresas superiores de cultura. No se hizo la América para traficantes de esclavos.

Como se ve, no están desligados los sucesos históricos, que los pueblos chicos influyen a su vez en la suerte de los mayores. Sintamos, por lo mismo, la conciencia de que en estas tierras se han decidido y se decidirán acontecimientos de la Historia que tienen resonancias continentales. Así es la patria cuando se la comprende de veras, un estado de alma, de cultura, un estado de conciencia superior, conciencia de que se tiene una función y un valor, de que como hombres y como pueblos hemos venido a este mundo a hacer algo que valga la pena. No en balde se dan patria los hombres, que se la dan para crear y crecer. Se habla de una conciencia nacional: pues bien, nada más difícil de adquirir que eso, que es mucho más que los meros instintos territoriales de un pueblo. Afortunados los países que en los fastos de sus progenitores, los nuevos hallan qué admirar e imitar. De tal admiración consciente les brota de las entrañas como un manantial de fuerzas espirituales fecundas que los hace verse más altos. En cambio, qué estéril y qué triste es la vida de los pueblos que padecen incuria, que ignoran lo que valieron sus precursores, que apenas si se dan cuenta de la indiferencia que va apagando en ellos sus ideales y entusiasmos. Se esculpieron en bronce las hazañas de los héroes, para declararnos una vez por todas que el pretérito debe conocerse y amarse, porque expresa una tradición que nos vincula con la Patria que hicieron los egregios finados de la familia; para declararnos que hay que oír la voz de los próceres, voz de la Historia, que guía a estas patrias por caminos mejores y más claros: que marchan sin brújula, y andan como a tientas, y están como perdidos, los países que no apoyan un pie en la tradición, que no consultan el testimonio autorizado de los mayores que más supieron de los negocios de sus pueblos, y los amaron, y por mejorarlos se desvelaron. El Monumento nos enseña lo que vale para una nación el espíritu previsor y vigilante de su Primer Magistrado y de cuán incalculables son los males de un pueblo que mira con indiferencia su suerte. Como también nos dice que no debemos desesperar nunca, porque en las horas tenebrosas e inciertas los pueblos tienen el gobernante oportuno que les hacía falta.

Enseña el Monumento que las leyes morales se cumplen inexorablemente y que no deben ser ultrajados los pueblos chicos por ser chicos; que también los poderosos se tambalean cuando fundan sus relaciones con los demás en el atropello y la injusticia. Y anticipándose en medio siglo a la reciente guerra europea, proclama que los pueblos pequeños, si son dignos, si no son serviles, si son ilustrados y laboriosos, también tienen derecho a ser libres como los grandes, y que si hay un coraje sagrado es el de los pueblos que se yerguen como un solo hombre en defensa de sus más caras libertades. Por eso ved, sentid vosotros, oh jóvenes, cómo un soplo de tempestad agita las figuras del Monumento: es el ademán como de fuerzas de la Naturaleza de pueblos nuevos en marcha, que aún empuñan la lanza porque todavía aletean en la sombra los genios del Mal y de la Perdición: que ya no brilla la codicia conquistadora en la punta de las bayonetas sino en el disco de las áureas monedas. Si es sumamente grave que aventureros extraños se atrevan a comprar la patria, lo sería mucho más, e ignominioso, que hijos del país de bruces se la vendieran. Conmoveos, pues, con esa resolución que se le ve a las esculturas de vencer y de ser libres; se yerguen a paso de victoria, antes y hoy, y mañana también. Jóvenes estudiantes, ¡si lo que aguardan estos sacos bronces y los sucesos que rememoran, es el cantor inspirado, que los materiales del poema inédito y las proporciones homéricas de los héroes y de las hazañas, ahí están ante vuestro amor y curiosidad!

El Monumento es simbólico y en ello, su valor espiritual permanente. Dice de la actitud vigilante y defensiva contra los enemigos malos de la Patria, contra los exteriores que la amenazaron un día, y pueden amenazarla, pero también contra los internos que la amenazan a todas horas. La Costa Rica de nuestros padres expulsó del suelo materno al filibustero calculista e inescrupuloso, pero la de nuestros días tiene que sacarse del alma la concupiscencia, la codicia del oro –en muchos ciudadanos– adquirido por medios fáciles o ilícitos; la pasión del lujo, y la frivolidad –en muchas ciudadanas–; las cuantiosas deudas públicas y privadas, de los que son secuela; la indiferencia por lo propio, la pereza, el alcoholismo, las enfermedades sociales y las discordias civiles, enemigos más terribles e implacables que los aventureros extraños: imponerse –como lo está haciendo la madre España– la disciplina creadora, constructora, del trabajo, del ahorro y del estudio, hasta hacerse digna de los progenitores en aspiraciones y realizaciones.

Es simbólico el Monumento y habla de batallas que soldados de Costa Rica, a toda hora pronta al sacrificio y al servicio, dieron por la libertad y la justicia; y habla de sucesos que aleccionan a un pueblo para que empuñe la lanza cuando las empresas liberadoras y justicieras lo requieran no más; y habla también de cómo los muertos ilustres cuyas hazañas rememora no están muertos, sino que han de revivir con sus enseñanzas y ejemplos, en la conciencia de sus conciudadanos: como guías en las nuevas batallas, que son las que ganemos nosotros por la nueva cultura, en su nombre y en el de la Patria. Que si en la guerra memorable Costa Rica iba a la vanguardia, en la paz vaya también, por la sensatez, por el espíritu previsor, liberal y progresista de sus hombres y mujeres dirigentes.

Es un símbolo el Monumento y en él se yerguen altivas e indignadas las patrias luchadoras de ayer, esculpidas en forma de mujeres para enseñaros, oh señoritas –tantas señoritas como aquí veo–, que vosotras sois la Patria misma, que haréis sana y fuerte en los niños venideros, y formaréis honrada y pulcra, si ese es vuestro ideal y resolución inquebrantables, si para ello en verdad os han educado. Jurad al pie del Monumento Nacional, con la conciencia clara de que sois las mantenedoras y salvadoras de la Patria, de que esta se redime si a vosotras se redime, de que a ella se ofende si a vosotras se ofende, de que la envilecen los que os envilezcan: jurad que de vuestros regazos saldrá la Patria nueva, sencilla, sin ostentaciones, estudiosa, laboriosa y previsora, preocupada cordialmente de sus sementeras y de sus niños. Que al fin de cuentas, jóvenes estudiantes, al corazón, a las entrañas mismas de la Patria con las mujeres se llega, y sin ellas, al trastorno, la disolución y la muerte.

[1] Exhortación hecha a los estudiantes del Liceo de Costa Rica y del Colegio de Señoritas, en la mañana del 15 de setiembre de 1921.

[2]Monumento Nacional. Monumento conmemorativo de la Compañía Centroamericana de 1856-1857 contra William Walker y los filibusteros, obra del escultor francés Louis-Robert Carrier Belleuse (1858-1913). Está situado en el Parque Nacional, San José. Figuran en él las cinco repúblicas del Istmo alegóricamente representadas por cinco mujeres en actitud marcial que se lanzan en persecución del caudillo invasor. A los lados del pedestal hay sobrerrelieves que evocan las batallas de la campaña. Se considera el Monumento como una especie del santuario del patriotismo costarricense y al pie de él se reúnen las escuelas de la capital en los grandes acontecimientos para ofrendar sus cantos a las glorias nacionales (tomado del Glosario preparado por el Dr. José M. Arce para Cuentos de Magón, San José: Imprenta Nacional, 1947).

[3] William Walker (1824-1860), filibustero norteamericano que después de haberse apoderado de algunos territorios mexicanos y de haberlos convertido en repúblicas, pretendió conquistar Centroamérica. En 1856-1857 fuerzas centroamericanas frustraron sus intentos de convertir estas tierras en territorios esclavistas. Fue fusilado el 1º de mayo de 1860, en Honduras.