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Identitti, la primera novela de la investigadora y periodista Mithu Sanyal, autora de los célebres e incisivos ensayos Vulva (2012) y Violación (2019), profundiza en los debates actuales en torno a la política identitaria y el racismo, los disecciona y se burla de ellos. Con un ritmo vertiginoso y mucho ingenio, la historia parte de un escándalo en torno a una docente estrella del poscolonialismo. La profesora Saraswati, catedrática de Estudios Poscoloniales en Düsseldorf y en la vanguardia de los debates de política identitaria, quien se presenta a sí misma como una persona racializada, resulta ser una mujer blanca en cuya partida de nacimiento aparece como Sarah Vera Thielmann. Su alumna y bloguera Nivedita Anand escribe en su web y en redes sociales bajo los seudónimos de Identitti o Wonderwoman Mestiza, y está harta de que le pregunten de dónde es. Nacida en Alemania y de padre indio, Nivedita admira a su profesora y se siente defraudada y furiosa, pero ¿qué es la identidad en realidad? Mientras Saraswati recibe amenazas en internet y los manifestantes exigen su despido, Nivedita la interroga: ¿nuestra identidad es simplemente nuestra personalidad, o está más definida por nuestro género o color de piel? ¿Es posible deshacerse de la blanquitud? ¿Qué tiene el sexo que ver con todo esto? Este libro es como si Sally Rooney, Beyoncé y Frantz Fanon vieran juntas Sex Education. La diosa hindú Kali, bell hooks, Judith Butler, Spivak o Foucault desfilan por esta apasionante novela que ha sido un éxito en Alemania: en 2021 ganó el Premio Ruhr de Literatura, el Premio Ernst Bloch y fue finalista del Premio Alemán del Libro. Mithu Sanyal escribe con un delicioso humor autocrítico y una perspicacia liberadora. La fuerza centrífuga de esta novela hace que ninguna persona sea la misma cuando finaliza su lectura.
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Seitenzahl: 569
Veröffentlichungsjahr: 2025
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«Nadie había llegado tan lejos en el estudio de la comedia tristísima y potencialmente trágica de la raza, el blackfacing, los estudios poscoloniales, las "guerras culturales", el debunking, la ficción de la identidad como algo establecido y vinculante. Mithu Sanyal es valiente, original, muy política y, a su vez, tremendamente graciosa y adictiva». —Patricio Pron
«Léelo. De verdad, léelo. Y si no vas a leer nada más este año, ¡lee este libro!». —Gert Scobel, 3sat Buchzeit
«En Identitti, hasta el título es rompedor. El texto de Mithu Sanyal también es osado e ingenioso a partes iguales. La autora, doctora en Estudios Culturales, sube las revoluciones de uno de los debates más importantes de nuestro tiempo: el complejo paisaje que se dibuja en el amplio territorio de la política identitaria». —Claudia Kramatschek, Deutschlandfunk Lesart
«Si quieres ampliar tus conocimientos y divertirte mucho en el proceso, lee un gran libro, lee Identitti». —Der Spiegel
«Identitti es una novela para todos aquellos a los que se les pregunta constantemente de dónde son, y para la que han tenido que esperar demasiado». —Thomas Hummitzsch, Rolling Stone
«Mithu Sanyal logra la hazaña […] de ver las cosas de forma diferenciada pero sin que se diluyan. Aquellos que busquen en sus libros respuestas sencillas no las encontrarán. Sanyal se sumerge en la complejidad de los temas que trata y les hace justicia. Ya sea la historia cultural del órgano sexual femenino, la violación y su narrativa, o la identidad, no solo sabe transmitir distintas posturas sino también conectarlas. Es algo que debería valorarse en tiempos de debates acalorados que se alimentan de rabia, y que a menudo simplifican todo lo que no está claro. Ojalá se hable mucho de Identitti, ¡tiene un mérito espectacular!». —Sophie Weigand, Buchkultur
«Uno desearía que los debates sobre la identidad en la sección cultural de los periódicos se condujeran con la misma pasión y autocrítica que en Identitti». —Andreas Busch, Tagesspiegel
«Un debut provocador y complejo..., una historia vigorizante en la que Sanyal se niega a darnos una salida fácil. No esperen una demonización simplista de quienes se despojan de su blancura en favor de la melanina. . . Lo que hizo Saraswati, su llamado “travestismo racial”, está mal. Pero ¿por qué exactamente? La pregunta puede parecer absurda; muchos gritarían instintivamente: "¡Porque es así!". Pero, para Sanyal, esa cuestión engendra otras preguntas, sobre inmigración, género, teoría, amor. Y no tiene intención de responder a esas preguntas por nosotros, sino que prefiere dejar a sus lectores con esa emoción universitaria de tener que descubrirlo por sí mismos». —Olivia Craighead, The New York Times
«Cada página provoca al menos tres carcajadas. Porque Sanyal tiene un talento único para mostrar tanto las libertades del pensamiento radical como los límites del discurso. Identitti es uno de los libros más originales de esta primavera». —Katharina Teusch, Frankfurter Allgemeine Zeitung
«La novela de Mithu Sanyal, Identitti, es tan refrescante como un sorbo de agua helada. La autora alemana ha dado con un buen número de palabras adecuadas para tratar el tema de la identidad. Por suerte, no solo ha usado las correctas». —Jörg Scheller, Neue Zürcher Zeitung
«Rebosante de aguda inteligencia, humor irreverente y una voz divertidísima, Identitti se adentra en las espinosas intersecciones entre raza e identidad, autenticidad y pertenencia, alianzas y perjuicios en el ámbito de la justicia social. La perfecta mezcla que nos ofrece Sanyal entre teoría académica, entradas de blog, discursos de Twitter y voces reales ficcionadas amplía las posibilidades de lo que puede ser una novela, ofreciendo una jubilosa colaboración polifónica que captura nuestra realidad actual». —Isha Karki, ganadora del Premio Dinesh Allirajah
«Provocador..., sorprendentemente vivaz gracias a la habilidad de Sanyal para ridiculizar el mundo académico y las redes sociales y a su hábil entrelazamiento de la mitología hindú.... Una visión deliberadamente exagerada pero sensible de múltiples temas delicados». —Kirkus Reviews
Identitti
Mithu Sanyal nació en 1971 en Düsseldorf. Es investigadora cultural, escritora, periodista y crítica. Sus ensayos Vulva (Anagrama, 2012) y Violación (Reservoir Books, 2019), escritos originalmente en alemán, han sido traducidos a cinco y tres idiomas, respectivamente. Identitti, su primera novela, ha sido finalista del Premio Alemán del Libro y ha obtenido el premio Ruhr de Literatura y el Premio Ernst Bloch de 2021.
Autoría Mithu Sanyal
Traducción Paula Aguiriano Aizpurua
Corrección Lidia Pelayo Alonso y Miguel Alpuente Civera
Diseño de colección Rosa Llop
Imagen de cubierta Petra Mattheis
Producción del ePub: booqlab
Edición consonni
C/ Conde Mirasol 13-LJ1D
48003 Bilbao
www.consonni.org
Primera edición en español:
septiembre de 2023, Bilbao
ISBN: 978-84-19490-39-1
Edición original: Identitti, de Mithu Sanyal, publicado por Carl Hanser Verlag, 2021
© 2021 Carl Hanser Verlag GmbH & Co. KG, München
Derechos negociados a través de Ute Körner Literary Agent – www.uklitag.com
© de la traducción, Paula Aguiriano, 2023
© de la imagen de cubierta, Petra Mattheis, Shark Week, 2015 (de la serie de impresiones «Become a Menstruator»), detalle
© de esta edición, consonni ediciones, 2023
Esta obra ha recibido una ayuda a la producción editorial literaria del Departamento de Cultura y Política Lingüística del Gobierno Vasco.
La traducción de esta obra ha recibido una ayuda del Goethe-Institut.
consonni es una editorial interdependiente con un espacio cultural en el barrio bilbaíno de San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción, hecha cuerpo. Ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él. Escrito en minúscula y en constante mutación, consonni es una criatura andrógina y policéfala, con los feminismos y la escucha como súperpoderes. Nos la jugamos en las distancias cortas.
PARTE IFAKE BLUES
Me and the Devil
Strange Fruit
Coconut Woman
Down on me
If I had a Hammer
Bang Bang Bang Bang
PARTE IIPOSCOLONIALISMO POP
Woman, Native, Other
Black Skin, White Masks
Orientalismo
The Location of Culture
Can the Subaltern Speak?
Decolonising the Mind
PARTE IIICODA
The Academic formerly known as Saraswati
EpílogoVoces reales e imaginadas
La bibliografía de Saraswati
A Dürga y Matti
IDENTITTI:El blog de la Wonderwoman mestiza
Sobre mí:
La última vez que hablé con el diablo, estaba desnudo, visiblemente excitado, y era una mujer. A la mierda las certezas sociales: si ni siquiera puede una confiar en que el diablo sea un hombre, ya podemos despojarnos de cualquier forma de identidad como si de una camiseta vieja se tratara. Y lo haría encantada de no ser porque no tengo ninguna identidad que ponerme, ni mucho menos quitarme. Precisamente sobre eso trataba este y cualquier otro encuentro con mi diablo, mi devil, que es una devi: una diosa india con demasiados brazos y un collar hecho con las cabezas arrancadas a sus enemigos. Sí, estoy hablando de Kali.
—Son todo demonios —dijo en el mismo tono de desprecio con el que mi prima Priti diría «son todo hombres», y agitó el collar de tal manera que los dientes de sus oponentes despachados castañetearon. Lo cierto es que todas las cabezas tenían un aspecto sospechosamente masculino.
Pero ella ya estaba a otra cosa:
—A ver quién eyacula más. La que llegue más lejos gana.
Señalé confusa su vulva peluda.
—¿Con eso cómo pretendes…?
—¡Ah! No creas que los hombres cis son los únicos que pueden —exclamó Kali con un gesto tan triunfal que tardé un instante en darme cuenta de que acababa de decir «cis».
—¿Y por qué no? Hemos tenido tres géneros durante siglos, antes incluso de que vuestro dios naciera.
—Pero mi diosa eres tú —le recordé.
—Pensaba que era tu diablo.
—¿Y qué diferencia hay?
Race y sexo. Siempre que Kali y yo hablábamos, era sobre race y sobre sexo. O sea (y a falta de una traducción correcta o cuando menos alguna que no nos empuje directamente a abismos inescrutables), sobre mi relación con Alemania e India, mis dos no patrias (remember: Wonder-lo-que-sea mestiza), y sobre… sexo. Este blog consiste sobre todo en transcripciones de nuestras conversaciones. Si seguís leyéndolo el tiempo suficiente, en algún momento os revelaré por qué hablo constantemente con una diosa.
Me llamo Nivedita Anand. Podéis llamarme IDENTITTI.
El día en que el infierno abrió sus fauces y escupió furias aulladoras empezó como un día cualquiera, si un día cualquiera empieza con un cohete.
«No es un cohete, es un satélite», leyó Nivedita, o al menos así interpretó el whatsapp de su prima Priti. Lo que Priti había escrito en realidad era: «NOsssun coete, sunSATELIT!!!» y luego un emoji que parecía un manojo de espárragos. Nivedita observó las diecinueve plantas de hormigón del edificio de la Deutschlandfunk en precario equilibrio sobre una base diminuta, que guardaba con el resto de la sede de la radio la misma relación que la llama en las representaciones gráficas del principio de acción y reacción en los misiles, y respondió: «¡Es claramente un cohete!».
En la parte de arriba del edificio, allí donde el Saturno V llevaba la nave Apolo, los puntales de hierro formaban una pirámide que señalaba hacia el cielo gris metálico, y Nivedita se sintió majestuosa y diminuta al mismo tiempo delante de aquella nave de hormigón sobre cuya entrada se leía en letras azules: «Las noticias».
«Imagina que eres una terrorista que ya ha matado a varias personas —le aconsejó el siguiente mensaje de Priti con una colección aún más imaginativa de letras—, o que eres una terrorista que ya ha fingido que ha matado a mogollón de personas. Así, esto será una tontería». Y un par de segundos después: «Un pequeño paso for you, un gran paso for humankind ROFL LMAO».
Las puertas de cristal se deslizaron en silencio ante Nivedita, que entró en el sagrado recinto de la Deutschlandfunk. Olía a cera de vela y a cuero sintético, a una mezcla de oficina de Hacienda y de los servicios secretos, en caso de que la oficina federal de inteligencia oliera al aspecto que tenían las películas de James Bond. A través del cristal solo había visto el traje del portero y se asustó cuando este levantó la cabeza, porque no era mayor que ella. Sin embargo, su uniformito negro lo convertía en miembro de otra generación, que funcionaba a un ritmo distinto, a no ser que él se quitara su chaqueta formal o Nivedita su mezcla de estilo serio y chic radical. Para quien no conociera el código, eso significaba que esa mañana se había recogido la larga cabellera negra en una trenza diadema, que desde entonces había ido deshaciendo mechón a mechón en un gesto de protesta mudo pero decidido.
—Vengo a una entrevista sobre mi blog —dijo pronunciando la frase que había memorizado durante el trayecto en tren.
—¿Dónde? —replicó crípticamente el portero.
—Eh… ¿aquí?
La miró con gesto paternal.
—No, me refiero al nombre de la redacción.
Durante un instante, Nivedita olvidó hasta su propio nombre. Se sentía como una cremallera mal cerrada: trabada y desplazada. Entonces sonó el timbre del teléfono fijo azul oscuro del mostrador y la salvó.
—Nivedita Anand —dijo ella en el mismo instante en que él colgaba y anunciaba:
—Ahora vienen a buscarla.
Hizo lo que hacía siempre que no se sentía a la altura de la situación: ir al baño. No porque ansiara un metro cuadrado de privacidad, sino para mirarse al espejo y comprobar que seguía allí. En el vidrio esmerilado de la puerta del baño ponía: «Mujer [lat. mulier, id.], persona adulta de sexo femenino. La definición característica de la m. varía en función del espacio geog., la época hist., así como la sociedad y la cultura».
—¿Has entrado ya? —preguntó Priti.
—Sí —murmuró Nivedita.
—¿Entonces por qué coges el teléfono?
Las conversaciones con Priti siempre seguían las normas de Priti; seguro que enseguida se acordaría de que tenía algo más importante que hacer que charlar con Nivedita, a pesar de haber sido ella quien había llamado. Sobre todo cuando había sido ella. Por eso Nivedita no se esforzó en dar explicaciones y se limitó a decir:
—Tendrías que ver el baño de este sitio, parece una asignatura de introducción a la Filología.
—¡Ese es el espíritu! —asintió resuelta Priti—. Tú siéntete superior al váter y así… wait…! Something’s come up, Niv.
Cuando Priti estaba a buenas con Nivedita, la llamaba Niv, pronunciado como el nombre de pila irlandés Niamh, o sea, «Nif». Priti era de Birmingham y le gustaba, no porque en Birmingham estuviera en contacto con muchas chicas irlandesas, sino porque así podía subrayar la diferencia. «¡Como si alguien se atreviera a dudar de que Priti era Distinta, con mayúscula!». Mientras su prima la agraciara con la varita mágica de su aprobación, Nivedita también se sentía interesante y no rara. Solo que el humor de Priti podía cambiar en cualquier momento y cuando se sentía menos generosa la llamaba Nivea, como la marca de crema blanca que provocaba escándalos constantes con su publicidad racista.
—Shit!
—¿Priti?
—Gotta go. ¡Te llamo luego!
Nivedita tocó el icono del auricular rojo y se miró intensamente a los ojos sin averiguar nada. Deseó con todas sus fuerzas poder verse desde fuera, como la veían los demás. Pero eso era precisamente lo que no podía hacer. Ni siquiera podía verse como se veía a sí misma. Pero sí podía emborronarse el lápiz de kajal para dibujarse unas ojeras intelectuales, así que eso hizo.
Al otro lado de la puerta esmerilada la esperaba una mujer pequeña acompañada de un perro grande, y le dijo:
—Bienvenida a Deutschlandfunk Nova, soy Verena. ¿Puedo llamarte Identitti?
A Verena se le formaban unos hoyuelos perfectos al sonreír y Nivedita imaginó inmediatamente cómo sería follar con ella. Luego imaginó cómo sería follar con el perro, pero perdió el interés en el acto y retomó la primera idea. La escalera, al igual que el baño, le recordó a la universidad —fusión de brutalismo con estilo aparcamiento— y por un instante se sintió como Freida Pinto en Slumdog Millionaire, hasta que se vio en el reflejo de una ventana y se dio cuenta de que el efecto del kajal no era de smokey eyes, sino que daba la impresión de haber llorado en el baño.
En el estudio, Verena le pasó unos auriculares absurdamente grandes. El perro se tumbó con dificultad en un rincón mientras clavaba en la invitada la mirada melancólica de sus ojos marrones, como si quisiera mostrarse compasivo con el conjunto de la especie humana.
—Esa es Mona —se la presentó Verena, y Nivedita rectificó: «mostrarse compasiva».
—Hola, Mona —saludó, entonces Mona se levantó y se le acercó para dejarse acariciar impasible.
En la consola, un semáforo daba señales contraintuitivas.
Luz verde: esperar.
Luz roja: ¡grabando!
Verena se acercó el micrófono y comenzó:
—¿De dónde eres? Esta pregunta provoca intensos debates. ¿Es racismo o simple interés? ¿Ya no podemos decir nada? ¿Qué es lo que no podemos decir de ninguna de las maneras? ¿Y qué nos dice todo eso? Tenemos en el estudio a la bloguera Nivedita Anand que, según Missy Magazine, es una de las PoC a las que hay que conocer. Nivedita, antes de responder a todas nuestras preguntas, ¿puedes explicarnos la expresión «PoC» sin usar las palabras «people», «of» y «colour»?
Nivedita miró a Verena como si hubiera dicho: ¿puedes respirar sin coger aire? O ¿puedes estar con tu madre sin gritarle por algún asunto completamente irrelevante? O ¿puedes pensar en la India sin marearte por el vacío que se abre ante ti? Entonces se oyó a sí misma responder:
—PoC son las personas a las que se les pregunta: ¿de dónde eres?
—¿Y de dónde eres tú, Nivedita?
Verena y sus hoyuelos estaban empezando a tocarle las narices. Sabía que la pregunta pretendía ser una broma. Provocando se conseguía buen material. Pero no podía devolvérsela, así que respondió a la defensiva:
—De internet. Vivo en internet.
Pero esa parecía ser exactamente la respuesta que esperaba Verena:
—Bajo el nombre de Identitti, Nivedita bloguea sobre política identitaria y…
—Pechos —intervino Nivedita. «Donde las dan, las toman».
—¿Más sobre pechos o más sobre política identitaria? —prosiguió feliz Verena. Y el sol de su entusiasmo terminó por disolver las reticencias de Nivedita.
—No solo sobre pechos, también escribo sobre… ¿Puedo decir «vulva» en la radio?
—Dejémoslo en pechos.
—Vale. —Nivedita se preguntó cómo serían los pechos de Verena, pero enseguida volvió a concentrarse en… los suyos—. Todo empezó cuando publiqué una foto de mis pechos sobre los que había escrito con kajal: «Para mostrar su lealtad, los vasallos de la Irlanda celta succionaban los pezones del rey».
Los hoyuelos de Verena centellearon en señal de aprobación.
—¿En serio?
—No tengo ni idea. Mi prima Priti lo había oído en un concurso de la tele y la succión de pechos como actividad social me pareció un concepto maravilloso. Pero enseguida recibí un largo comentario de no sé qué catedrático diciendo que esa historia solo aparece en la saga… —Nivedita se miró el antebrazo, donde se había apuntado los nombres y datos más importantes— de Fergus mac Léite, del siglo VIII, y que era un chiste, pero que cómo iba a pillar yo una broma si cursaba estudios de género. Le respondí: «¡No son Estudios de Género sino Poscoloniales!». Y el pesado del profesor contestó: «La única otra fuente es san Patricio, que asegura haberse negado a succionar los pezones del rey pagano. San Patricio hablando de paganos es tan fiable como Donald Trump hablando de musulmanes. ¡Con tanto género poscolonial, ya debería saberlo!». Antes de que pudiera escribir nada más, Facebook me cerró la cuenta. ¡Por los pezones! Pero para entonces la imagen ya se había compartido tanto que estaba claro que tenía que seguir. Llamo a mis publicaciones «blog» porque me gusta que suene retro, como… CD… o coche en propiedad… o matrimonio civil, pero en realidad mi página web no es más que un archivo de hilos y rants y posts y stories y comentarios, porque por lo visto la gente quiere leerlos todos seguidos como si fueran una historia, porque es que somos algo más que comentarios diseminados sobre política identitaria.
Nivedita sintió que los pezones se le endurecían bajo la camiseta, como si quisieran decir: «Todo eso nos lo debes a nosotros, ¿contenta?».
—Fantástico —asintió Verena dándoles la razón—. ¿Fue así como nació el nombre de Identitti?
—Qué va, al principio mi blog se llamaba «50 sombras de beis», por mi color de piel, que es beis.
—¿Y por qué no marrón?
—Decir marrón es racista.
—¿En serio? —Los hoyuelos de Verena desaparecieron espantados.
—No tengo ni idea. Precisamente de eso se trata, de que no tenemos lenguaje para personas como nosotras. Al fin y al cabo hasta hace poco estábamos prohibidas.
—¿Prohibidas?
—Prohibidas —confirmó Nivedita. Siendo del todo sincera, el verdadero nacimiento de su personaje había sido la presentación que había dado en la universidad sobre las distintas leyes de «mestizaje» o, mejor dicho, sobre las leyes que prohibían el «mestizaje». Por muy fascinantes que fueran los pechos, jamás habrían inspirado ese torrente continuo de indignación que se coagulaba en palabras. En cualquier caso, todo había surgido del sexo. Sexo legal, sexo ilegal y sexo tan impensable que hacía explotar las cabezas de los legisladores—. Los nacionalsocialistas no fueron los únicos que intentaron impedir lo que se conoce como mestizaje. En Estados Unidos, los blancos y no blancos solo pueden casarse desde… —Volvió a mirarse el brazo—. Desde 1967, y en Sudáfrica, desde 1985. Y cuando mi madre se quedó embarazada aquí, en Alemania, el médico todavía la advirtió de que los «mestizos» tenían cierta tendencia a la depresión. Pero cuando se lo conté a Simon, mi… —apenas titubeó— novio, simplemente dijo: «Tú siempre con tu identitti». Y al final se acabó asentando.
Al oír la palabra clave «sentar», Mona desentrelazó sus largas patas, pero un gesto de Verena la hizo volver a tumbarse.
—Escribes bajo dos seudónimos: Identitti y Wonderwoman mestiza. Uno de tus superpoderes, que aparecen constantemente, es el de hablar con dioses, al menos con una: Kali, la diosa hindú de la destrucción. La mayoría de los textos son conversaciones con ella. ¿Por qué?
Verena bien podría haberle pedido que se sumergiera en las profundidades de su alma y sacara de allí el huevo de las certezas definitivas. Pero aunque eso hubiera sido posible, el silencio de Nivedita habría sido el mismo, porque en realidad no había huevo alguno, como mucho cáscaras y un líquido que quizá más adelante se convirtiera en una criatura con plumas. Uno de los atributos de Kali eran las plumas, pero Kali poseía tantos atributos que Nivedita había renunciado hacía mucho tiempo a conocerlos todos. Verena la miraba expectante. ¿Cuánto tiempo había pasado? Así que Nivedita respondió rápidamente:
—Con alguien tengo que hablar de estas cosas. La mayoría de la gente no tiene ni la más remota idea sobre el tema. De hecho, yo tampoco. Por eso necesito a alguien que me lo explique.
Pero en realidad a Verena no le interesaba Kali, solo la necesitaba como puente para su verdadera pregunta:
—De una diosa a otra: de Kali a Saraswati. Pero no Sarásvati, la diosa hindú de la sabiduría, sino Saraswati, tu profesora de Estudios Interculturales y Teoría Poscolonial en la Universidad Heinrich Heine de Düsseldorf.
Nivedita sintió que el corazón le palpitaba con fuerza.
—Exacto, Saraswati.
Priti, también alumna suya, solía llamarla «Carismati Saraswati», aunque la ironía era fingida porque ni siquiera ella era inmune a los encantos y la inteligencia absoluta de la profesora.
—¿Y por qué es solo Saraswati? ¿No tiene apellido?
Nivedita se encogió de hombros y los auriculares se le fueron escurriendo lenta pero inevitablemente de la cabeza hasta colgarle del cuello.
—Beyoncé tampoco necesita apellido —dijo, e intentó recolocarse los auriculares haciendo el menor ruido posible—. Ni… la reina de Inglaterra.
—Pero las dos lo tienen.
—Cierto, Knowles y… ¿Habsburgo?
—Windsor —corrigió Verena.
—Pues eso. Seguro que Saraswati también tiene apellido, pero no lo necesita porque es Saraswati, y todo el mundo sabe inmediatamente a quién te refieres.
—¡Eso es verdad!
Nivedita observó fascinada a Verena levantar un folio sin que crujiera y leer:
—En 1999, Saraswati publicó su primer libro, Decolonize your Soul, que enseguida se convirtió en un superventas y más adelante le mereció el puesto de profesora en Düsseldorf. Pero sus obras no solo se leen en la universidad. Saraswati es cultura pop. Tanto es así, que tituló su segundo libro Poscolonialismo pop. Y, como sucede con las grandes estrellas, siempre genera intensos debates, sobre todo en las redes sociales.
Nivedita volvió a encogerse de hombros, pero esta vez sujetó los auriculares a tiempo.
—Hoy en día no se puede tomar en serio a ningún personaje intelectual al que no hayan linchado en internet. —Y quien conocía a Saraswati no podía por menos que tomarla en serio. Simon, el «compañero» de Nivedita (a falta de una denominación mejor), siempre decía: «Priti posee una brújula innata para el poder, por eso su aguja interna apunta firme hacia Saraswati». Tan firme como la atracción de Nivedita por la promesa de Saraswati de salvar su alma, Decolonize your Soul. Exactamente eso era lo que intentaba Nivedita desde que había empezado a estudiar con Saraswati tres años atrás.
—Pero el fenómeno Saraswati no se limita a los comentarios normales en la red. En la universidad también la acusan regularmente de racismo. Ha recibido incluso una demanda judicial por cómo trata a los estudiantes blancos —objetó Verena.
—La gente que acusa a Saraswati de racista… —Nivedita coqueteó con la idea de decir: «debería succionarse sus propios pezones», pero finalmente se decidió por—: Simplemente no la entiende. Sobre todo no entienden lo que significa para ella la blanquitud. —En menos de veinticuatro horas, Nivedita desearía no haber pronunciado esa frase.
—Precisamente de eso trata su polémico artículo «White Guilt. Por qué nadie quiere ser blanco» —leyó Verena de otro folio silencioso—. Se publicó el mes pasado al mismo tiempo en el Times Literary Supplement y en las ediciones alemana y francesa de Lettre International. El TLS lo presenta con la frase «Un texto esencial en una época en la que la expresión “hombres mayores blancos” se ha convertido en un insulto». ¿Es verdad que ya nadie quiere ser blanco?
—Yo no, desde luego —mintió Nivedita, que durante la mitad de su vida lo había deseado más que ninguna otra cosa; y durante la otra mitad, ser más oscura de lo que era. Lo que fuera menos ese híbrido que escapaba a cualquier sistema o categoría, tan difícil de captar que hasta el tono de piel llevaba el nombre de un líquido: coñac.
—¿Por qué no?
¿Por dónde podía empezar?
—Es por la historia del término. Hasta el siglo XVII no existía lo blanco salvo para describir las nubes o… —Con las prisas, lo único que se le ocurrió a Nivedita fue—: Las ovejas. Entonces empezó el tráfico transatlántico de esclavos, que los europeos naturalmente tenían que justificar de algún modo; no se puede ir sin más a secuestrar y vender personas. Por eso declararon que la raza blanca era superior. Y para eso primero tuvieron que inventarse esa raza blanca. —Nivedita no se había limitado a leer White Guilt; como todos los textos de Saraswati, lo había interiorizado como una biblia—. Antes de eso, los europeos no se identificaban como blancos, sino en función de la parte de Europa de la que eran, o de su idioma. ¿A qué me estoy refiriendo?
—Supremacismo blanco.
—Exacto. —Solo que en clase utilizaban el préstamo inglés: white supremacy. El supremacismo podía considerarse el pecado original de los Estudios Poscoloniales, el epicentro del terremoto, cuyas sacudidas aún se sentían—. Estas razones históricas hacen que el concepto de lo blanco no pueda separarse de la supremacía blanca. Lo blanco nunca ha tenido otro significado. Por eso las personas blancas solo pueden aludir a su blanquitud a través de las gafas del dominio blanco, no tienen una cultura o una música blancas especiales porque para ellas todo es blanco, como en una tormenta de nieve. Los negros siguen discriminados, ¡sin duda!, pero la negritud también la relacionamos con ideas como la revolución, la subversión y el black power. De la blanquitud, en cambio, no hay percepciones progresistas. De eso concluye Saraswati que la blanquitud también limita a los blancos. —Por un instante, Nivedita se sintió tan próxima a su profesora que le pareció notar la sempiterna dupatta de Saraswati sobre sus propios hombros, y los nervios tirantes bajo las clavículas debido a la permanente pose de bailarina de ballet con los hombros muy abiertos y la cabeza completamente erguida. Saraswati le había dicho en una ocasión: «A ti te duele el cuello por detrás, a mí, por delante». Así que Nivedita irguió la cabeza y examinó a Verena con los párpados caídos.
—¿Y tú? ¿Sientes que tu blanquitud te limita?
Verena le devolvió una mirada desnuda, vulnerable, y Nivedita pensó: «O sea que así es como lo hace Saraswati».
En el camino de vuelta a la estación de tren de Colonia, Nivedita se preguntó si simplemente se habría imaginado el momento. Después, Verena había llevado la conversación de nuevo a la eterna pregunta «¿de dónde eres?» y Nivedita se había metido en su papel de comediante —«Dediqué un mes a transcribir conversaciones en las que la gente me preguntaba: “¿De dónde eres?”. De Essen. “No, pero ¿de dónde eres de verdad?”. De Essen-Frillendorf. “No, pero ¿de dónde vienes en realidad?”. ¿De la tripa de mi madre? “No, a ver, ¿por qué eres marrón?”»—, pero el momento álgido de la entrevista había sido sin duda cuando Nivedita había roto las reglas, había intercambiado los papeles y le había replanteado la pregunta a Verena.
En cuanto se bajó del autobús y el aire cargado la envolvió como si la tormenta que habían anunciado no fuera a llegar nunca, intentó llamar a Simon. En algún sitio había leído que los buses eran jaulas de Faraday y por eso siempre imaginaba que la radiación del móvil rebotaba en la carrocería de acero una y otra vez hasta llenar el espacio como un garabato hecho con lápiz, y que los pasajeros desaparecían tras una nube gris de electricidad estática. Como las dos veces anteriores, saltó el contestador de Simon: «Gracias por su llamada. Por favor deje un mensaje después de la señal y le llamaré lo antes posible». Solo que no llamaba lo antes posible.
Nivedita entró en el Museo Ludwig para utilizar el wifi gratis, le gustaba el wifi ajeno, era muy democrático, y subió a Instagram y a su blog una foto de un gatito muy mono que había encontrado en la red durante el trayecto de ida.
IDENTITTI:Cada vez que piensas algo racista,
Dios mata un gatito.
Pero no te preocupes:
¡es un gatito extranjero!
Le habría gustado hacer un montaje con la mano de Maradona sobre la cabecita mullida del gato como si fuera la mano de Dios, pero al final tuvo dudas con el copyright y se decidió por la mano de Simon. Pronto descubriría que Simon también tenía derechos de autor sobre Dios.
—¿Por qué no me lo has cogido? —gritó Nivedita mientras su tren entraba en la estación de Düsseldorf.
—Bueno, te lo he cogido ahora —respondió Simon con esa voz que siempre la sacaba de quicio. Sus explicaciones quedaron eclipsadas por la voz del revisor, que enumeró todas las conexiones imaginables para todas las líneas imaginables. Las puertas hicieron mucho ruido al abrirse, en el andén había aún más estruendo, y cuando por fin volvió a entender a Simon, estaba diciendo:
—Tenía el móvil en silencio. —Como si su móvil estuviera por encima de lo que la rodeaba.
—¡Pero habíamos quedado hace tres horas en Colonia!
—Estaba preparando mi reunión con Campact y me he distraído.
Nivedita sintió una oleada de envidia por lo satisfecho que estaba Simon consigo mismo. La respuesta se tradujo en su cerebro por «he estudiado Derecho y algún día salvaré a la humanidad; es más importante que las poquitas almas que salvas tú», o en menos palabras aún: «Soy más importante para ti que tú para mí».
—¡Pero es que he salido en la radio! —aulló.
—Ajá —dijo Simon.
Nivedita notó que pasaba de estar dolida a estar irritada.
—¿Qué?
Silencio.
—¿¡¿QUÉ?!?
Un joven con un carrito de la compra hecho con lonas de camión la escudriñó con la mirada, pero por lo visto no había ningún problema con que gritara mientras llevara la mano pegada a la oreja.
—Lo que oigo es que necesitas un montón de atención —dijo Simon con voz monótona.
—Vale, ¡PUES ENTONCES DÁMELA!
—¿Dónde has aprendido que la gente se porta especialmente bien contigo si le gritas?
«Tu amante no lleva nada bien tu éxito», diría más tarde Priti; aquel era su diagnóstico estándar para los conflictos de pareja. Nivedita, en cambio, estaba tan traumatizada por que la gente le dijera constantemente quién era y qué pensaba y por qué le gustaba comer arroz, que nunca era capaz de reconocer las motivaciones que pudieran tener los demás.
«Por favor, pregúntame qué tal ha ido», pensó tan fuerte como pudo. Pero Simon estaba ocupando siendo Simon. Le estaba entrando otra llamada. Nivedita ignoró el pitido en el oído y la llovizna templada que le caía como un hálito sobre la parte de la cara que no estaba cubierta por el teléfono, mientras salía a la plaza Bertha von Suttner y descandaba la bicicleta. Simon seguía sin decir nada. Un trueno apocado carraspeó tras las nubes y luego también enmudeció.
—¿Has visto mi último post? —preguntó por fin para retomar cualquier forma de contacto. Y aunque parezca increíble, eso lo empeoró todo.
Era esa hora del día en que, al encender la luz, la habitación quedaba aún más oscura. Nivedita abrió de golpe la puerta del piso compartido en el que vivía y gritó «he vuelto» hacia las estancias vacías, que se tragaron su voz como antes las paredes insonorizadas del estudio de radio, solo que aquí no la esperaba ninguna Verena jovial con su melancólica perra Mona. Un vistazo al cuarto situado junto a la cocina le confirmó que su primera compañera no estaba. Otro tras la puerta con el mandala, que su segunda compañera tampoco. Nivedita fue apartando los envases de cartón reblandecido y los frascos con etiquetas ilegibles de la nevera hasta encontrar unos restos de queso que ralló sobre una triste galleta antes de darse cuenta de que no tenía hambre. Su bolso comenzó a vibrar sobre la mesa de la cocina. Intentó ignorar el móvil para demostrarle a Simon que no estaba esperando su llamada. Sin embargo, como lo creía capaz de colgar sin más y no volver a intentarlo, respondió a una velocidad alarmante. La voz sonó apropiadamente compungida al otro lado de la línea. Con la única pega de que no era la de Simon.
—¿Nivi? —sollozó Priti.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Nivedita asustada.
Priti la interrumpió:
—¿Nivi?
—Estoy aquí. ¿Qué pasa?
—¿Nivi? —dijo Priti por tercera vez, y Nivedita decidió que a la cuarta se pondría a gritar. Sujetó el móvil entre la oreja y el hombro, cogió el bolso y un vaso de agua, y con el codo se abrió camino hasta su cuarto.
—Sí, sí, sí. Soy Nivedita. Y ahora que ya lo tenemos claro…
Priti volvió a interrumpirla, pero esta vez con las cuatro palabras con las que habían comenzado todas las conversaciones de crisis que habían tenido hasta entonces.
—Conocí a this boy…
Solo que boy no era realmente la palabra adecuada, ya que el hermano de Saraswati estaba más cerca de la jubilación que de la pubertad. «Old but gold».
—¿El qué de Saraswati? —gritó Nivedita, y casi derramó el agua sobre las camisetas que había dejado sobre la cama después de probárselas esa mañana.
—Su hermano, ¿no me estás escuchando?
—¿¿Su hermano??
—Correcto.
—¿¿El hermano de Saraswati??
—También correcto —contestó Priti, casi olvidándose de llorar.
—¿Y lo de gold…?
—Ya sabes, ¡en la cama!
—No, no lo sé, ¡ni siquiera sabía que Saraswati tenía un hermano! ¡Y mucho menos lo bueno o malo que es en la cama!
—Sure, tú solo quieres meterte en las bragas de Saraswati —replicó Priti sorbiéndose la nariz.
—Muy gracioso, ja, ja. Pero ¡¿¡cómo que el hermano de Saraswati!?!
Más adelante Nivedita lograría reconstruir la historia a partir de los relatos inconexos de Priti, que quizá, pero solo quizá, se correspondieran con la realidad. A Priti le gustaban las mujeres jóvenes, los hombres mayores y las personas trans de cualquier edad, cuanto más controvertido, más sexi, y naturalmente el hermano de Saraswati era… controvertido al cubo. Acostarse con alguien así, con él, con ese hermano, era como acostarse con Saraswati y al mismo tiempo hacerle un calvo ya que, según Priti, Saraswati y su hermano llevaban «treinta años sin hablarse». Hasta tal punto que Saraswati ni siquiera le había avisado de que «había cambiado de nombre».
Y…
—… de color.
Nivedita pensaba que había tocado fondo para lo que quedaba de día y que, en el peor de los casos, seguiría como estaba. Pero se equivocaba.
—¿¡Que cambió de qué!?
—Pues eso, de color de piel.
Nivedita tuvo la sensación de tardar una eternidad en encontrar el portátil debajo de las camisetas. Cuando la luz azul de la pantalla se derramó sobre la colcha como si fuera leche, se equivocó una y otra vez al teclear la contraseña («milk») y luego, ignorando el tintineo histérico de los mensajes entrantes, buscó «Saraswati» y «blanca» con el filtro «últimas 24 horas». Vale. Ay, Kali. Vale, OCHENTA Y CUATRO MIL resultados, y cada uno de ellos era como un puñetazo sobre un punto neurálgico de su cuerpo.
El estómago: «Escándalo en torno a la catedrática estrella del poscolonialismo» (Huffington Post, tres horas antes).
Las sienes: «Catedrática consigue el puesto mediante falsedades» (Spiegel Online, una hora antes).
El plexo solar: «Falsa gurú en la universidad de Düsseldorf» (taz, cuarenta y cuatro minutos antes).
A Nivedita le sobrevinieron mil y una preguntas, pero estaba tan atónita que no podía plantearse ni una sola de ellas. En lugar de eso, se oyó a sí misma decir con voz aguda e irregular, como si hubiera inhalado helio:
—No me creo ni una palabra.
—También hay imágenes —informó Priti con la voz ahogada por las lágrimas, como si se estuviera hundiendo en un cenagal.
—¿Cómo?
—Pues eso, fotos de Saraswati de cuando… de antes de transformarse.
Pero Nivedita ya las había encontrado. Pinchó al tuntún sobre la primera imagen y se arrepintió en el acto. Saraswati parecía haberse fusionado con Madonna durante su fase de ambición rubia: las puntas del sujetador asomaban tan agresivamente a través de la chaqueta (una chaqueta que por aquel entonces seguro que aún se consideraba una «chaqueta de caballero») que cualquiera que pasara por allí corría el riesgo de que le sacara un ojo o el corazón; la única diferencia era que sus eróticos rizos peinados con gel no eran rubio platino, sino rubio ceniza. En la siguiente foto tenía una mochila gigante apoyada sobre las piernas blancas, que a su vez estaban apoyadas sobre el mostrador de Air India de un aeropuerto alemán («Es un montaje. En esa época jamás me habría podido permitir volar con Air India —le explicaría más adelante Saraswati—. Volé con Emirates»); en la siguiente era una chica de diecisiete años en un salón del sur de Alemania, con piano y tresillo, desde el cual su joven hermano («¿Con ESE te has acostado?») intentaba llamar su atención. Pero Saraswati, o mejor dicho, la mujer que algún día sería Saraswati, tenía la mirada clavada en algún punto más allá de la cámara y los labios haciendo morritos, como si acabara de decir «Foucault».
Cuando Nivedita conoció a Saraswati, tenía veintitrés años, y Saraswati, un poco más del doble.
Nivedita había rodeado con una gruesa línea el seminario de Saraswati en el catálogo de asignaturas comentado. Solo que Saraswati no había añadido ningún comentario, sino que simplemente había escrito: «Kali Studies. No la ciudad colombiana, sino la diosa»; y debajo había una imagen de Kali. La de Nivedita. Negra y desnuda, con la lengua fuera y una falda de brazos arrancados. Con la que Nivedita había tenido infinitas conversaciones mentales cuando el mundo no tenía ningún sentido o tenía demasiado. La que se había colado hasta en sus sueños, en los recuerdos de sus sueños, en sus primeros sueños.
Nivedita aún era demasiado joven para leer por sí misma, así que debía de ser su madre quien le estaba leyendo Caperucita roja. En cualquier caso, se encontraba en medio de una frase dentro de un bosque de cuento, que se parecía sospechosamente a una selva (¿o le estaría leyendo su madre El libro de la selva?), y una figura oscura la saludó desde la espesura con dos de sus brazos mientras apartaba las ramas con los otros dos. Nivedita reconoció en el acto a Kali, la diosa que colgaba por todas partes en casa de su padres e incluso estaba pegada en el salpicadero del coche familiar —cuando estaban en marcha, meneaba la cabeza y los brazos levantados—, y le hizo la pregunta que la reconcomía desde la primera vez que la había tocado con el dedo para que cobrara vida.
«¿Por qué tienes tantos brazos, Kali?».
Al sonreír, Kali extendió su roja lengua hacia fuera.
«Para abrazarte mejor».
«Estudios de Kali» era como un mensaje llegado desde el universo de su infancia, cuando la identidad era el material del que estaban hechos los cuentos, en los que todo parecía posible y en los que —para no pasarse con la armonía— una horda de genios siempre dispuestos a hacer travesuras desafiaban todas las normas y subvertían los valores. Nivedita, recién llegada a Düsseldorf desde Essen, recién instalada en su piso compartido, recién matriculada en el máster de Estudios Interculturales/Teoría Poscolonial, reaccionó a esa pizca de familiaridad con todo el fervor de su extrañeza.
—¿Kali Studies? —repitió Priti, con la que por aquel entonces, tres años atrás, hablaba casi todas las noches por Skype, porque Priti también acababa de aterrizar en el King’s College para cursar War Studies (en realidad, a Priti no la habían aceptado en War Studies y en lugar de eso estudiaba Filología Alemana, pero Nivedita no se enteró hasta que ya fue demasiado tarde)—. Aquí todo el mundo acabará trabajando como civil service —explicó Priti sin inmutarse—. O en el Gobierno. En cambio… ¿qué salidas tienen los Kali Studies?
Unos golpecitos en la puerta le ahorraron la respuesta a Nivedita.
—¿Sí?
—O sea, a ver, ¿crees que deberíamos apuntarnos a esto? —preguntó su segunda compañera de piso Charlotte (a la que llamaban Lotte, como no podía ser de otra manera) con las mejillas encendidas y ya en la mitad de la conversación antes incluso de haber entrado del todo en la habitación. Lotte era una de esas mujeres jirafa, alta, de brazos largos, y torso también largo, que daba paso a unas largas piernas sin apenas cintura reconocible, de manera que siempre resultaba más elegante que sexi. Priti, que catalogaba a las personas según su atractivo sexual, no se cortó a la hora de manifestar visualmente su veredicto. Nivedita bajó de la forma más disimulada posible la pantalla del portátil, en la que Priti fingía cortarse el cuello con el dedo índice una, dos y hasta tres veces, para que no la viera Lotte, que mientras tanto vertía un torrente de información sobre su compañera: aulas, horarios, días de la semana. Por eso tardó un rato en averiguar a qué clase se refería Lotte. Cuando pronunció el nombre mágico, cogió a Nivedita desprevenida.
Pensaba que ella era la única interesada en Kali y había proyectado su intimidad con la diosa india en la desconocida Saraswati, de tal manera que, en su cabeza, ambas se habían fundido en una única persona y habían prometido acoger a Nivedita entre sus brazos. Se sintió como si Lotte la hubiera sorprendido en un juego sexual especialmente kinky.
—No son Kinky Studies, sino Kali Studies —corrigió Lotte, y naturalmente ya lo sabía todo sobre el tema, al menos sobre la profesora—. Es un personaje de culto —anunció, e intentó hacer una pausa dramática, pero las palabras le brotaban con demasiada fuerza—. ¡Todo el mundo habla de ella, Nivedita! En serio, ¡todo el mundo! ¿La has visto en el programa de Maischberger? ¿O era el de Markus Lanz? Seguramente los dos. Lo único que me preocupa es que ya no queden plazas.
Así que, dos días más tarde, Nivedita fue en bici con Lotte a la universidad y esperó en un aula abarrotada la llegada de la legendaria Saraswati. Pero esta se tomó su tiempo.
Un cuarto de hora después del cuarto de hora de cortesía académica, por fin entró precipitadamente con la dupatta al viento, lanzó el bolso de cuero sobre el atril y permaneció un instante ante la pizarra de espaldas a ellos, como si necesitara concentrarse antes de enfrentarse al desafío de la clase. El pelo le caía largo, negro y espeso sobre la nuca, e hizo que Nivedita le cosquilleara su propia nuca hasta entre los omóplatos al recordar las caricias de las cerdas sobre la piel cuando Priti le cepillaba el pelo; una experiencia sinestésica total que Nivedita solo obtenía con la lluvia cayendo sobre agua en movimiento, los cuadros de Amrita Sher-Gil o la marihuana.
Saraswati se volvió de forma perfectamente coreografiada, se puso las gafas, que le colgaban de una cadena al cuello, y examinó con el ceño fruncido las hileras de estudiantes:
—Vale, para empezar, todas las personas blancas fuera.
Silencio, mientras la clase entera se preguntaba si había oído bien.
—Venga, venga, no tenemos todo el día. Recoged vuestras cosas. Podéis volver el semestre que viene. Este seminario es solo para students of colour.
Fue como un desplazamiento de placas tectónicas. Se alzaron montañas donde antes solo había superficies vacías, la tierra estalló y algo se separó del continente de Nivedita para luego flotar hacia el mar de las posibilidades.
—A ver, en el catálogo de asignaturas no ponía eso —protestó Lotte, y Nivedita la admiró por su obstinación, si bien no por su capacidad para detectar situaciones de peligro.
Saraswati la miró largo rato y dijo divertida:
—¿Tan difícil es entender la palabra «fuera» que la necesitas por escrito?
Sin decir nada más, Lotte recogió de la mesa el estuche de tela enrollada comprado en Etsy y la Moleskine. Ya empezaba a amontonarse gente en la puerta para salir expresando su enfado, y entonces levantó la mano una chica con aspecto de hada y piel de color marfil, en caso de que el elefante hubiera sido un fumador empedernido.
—¿Sí?
—¿Qué se considera student of colour? O sea, ¿dónde está el límite? —preguntó insegura la joven.
Saraswati aplaudió.
—¡Excelente pregunta! ¿Quiénes sentís que el término os define?
Un par de estudiantes se levantaron titubeantes.
—¡Os podéis quedar!
Lotte también se levantó, pero con la mochila preparada.
—¿Vienes o te quedas? —le susurró a Nivedita. A esta le dolió ver que Lotte estaba ofendida, pero marcharse le habría dolido mucho más.
—Me quedo —musitó, y después, para consolar a Lotte, añadió—: Por ahora.
—Pero si eres blanca —dijo Lotte.
—No. No soy blanca —dijo Nivedita por primera vez en la vida dirigiéndose a una persona blanca. Ya había intentado explicarle a Priti muchas veces que tenía tanto derecho como ella a su herencia étnica compartida, que al fin y al cabo eran parientes porelamordedios, es decir, hai ram! Pero hasta ese momento nunca le había negado a una alemana blanca que tuvieran eso en común. Claro que ningún ejército colonial del mundo habría podido sacarla de aquella aula.
Solo que no podía decirle todo eso a Lotte sin hacerle aún más daño: cariño, pertenezco a un club del que tú no puedes formar parte. Y eso que Lotte pertenecía a muchísimos clubs a los que Nivedita no tenía acceso. Al club de aquellas que, con los ojos muy femeninamente abiertos y dejando a todos embelesados, podían proclamar… lo que fuera que Lotte proclamara con los ojos muy femeninamente abiertos. Al club de aquellas que en Navidades se iban «a casa» queriendo decir: a Hannover. Al club de aquellas que podían quejarse de que salían muy pocas mujeres en las series que veían por la noche, sin quejarse al mismo tiempo de que en esas mismas series salían muy pocas personas con algo más de melanina.
Naturalmente, Nivedita estaba de acuerdo con Lotte en que le habría gustado tener más referentes femeninos. Por eso era tan emocionante que ahora uno de esos referentes se pavoneara de un lado a otro tan cerca de ella que podría haberlo tocado subiéndose al tablero de resina y estirando el brazo. Probablemente Saraswati no se estaba paseando de arriba abajo en realidad, pero en el recuerdo de Nivedita era demasiado dinámica como para quedarse inmóvil ante la clase.
—¡Bueno! —exclamó satisfecha cuando la puerta se cerró detrás del último grupo blanco—. Empecemos, pues. ¿Por qué os habéis quedado?
El silencio fue creciendo en la garganta de Nivedita hasta que tuvo la sensación de que todas esas palabras que jamás había pronunciado la harían explotar. Y cuando todavía estaba pensando por dónde empezar, la historia de Kali y la selva le brotó de golpe, aunque no la terminó con «para abrazarte mejor», sino con «para arrancarte el corazón del pecho y sustituirlo por uno más fuerte y mejor».
Saraswati la miró durante tanto tiempo como antes a Lotte y Nivedita se preguntó si debía recoger sus cosas y salir corriendo detrás de su amiga. Entonces, Saraswati preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Nivedita.
—Pásate por mi despacho esta semana, Nivedita.
IDENTITTI:
¿Por qué Kali mola tanto? Permitidme que os haga una lista:
1. Es una diosa. Es que a ver, ¿cuántas quedan? Vale, eso es una estupidez. Hay diosas más que suficientes. (¿Puede haber diosas suficientes? Eso es otro tema y da para otro post). Pero ¿cuál de las religiones actualmente dominantes sigue teniendo una diosa, o en este caso tantas que es imposible contarlas?
2. Está desnuda sin que resulte erótico. Vale, otra estupidez. A mí me parece supersexi. De hecho, en su forma original, Kali no tenía una vulva, sino cientos de ellas. ¡Deja paso, Venus! Porque Kali no es erótica en sentido «castamente colocada en una concha con la mano tapando el pecho y las piernas cruzadas como si tuviera muchísimas ganas de ir al baño». La desnudez de Kali dice: puedo estrangular un tigre de bengala con mis propias manos, así que ten cuidado, porque puedes convertirte en mi desayuno.
3. Es oscura. O sea, negra. A veces también azul oscura o marrón oscura, y también la he visto representada alguna vez en verde oscuro. Pero lo que está clarísimo es que no es blanca.
4. Es salvaje e iracunda y se bebe la sangre de sus adversaries. Así me gustan a mí las diosas. Bueno, así me gustaría ser a mí: salvaje y aterradora e imprevisible, oh sí, y también me gustaría tener una falda hecha con los brazos arrancados de mis enemigues. Está bien, está bien, lo mejor sería no tener enemigues en absoluto por ser demasiado aterradora como para que la gente me toque las narices.
5. Kali se pone encima cuando folla.
—Kali se pone encima cuando folla —dijo Saraswati—. ¿Eso por qué es importante? Al fin y al cabo cada diosa puede follar como quiera.
«Estoy donde debo estar —pensó Nivedita—. ¡He acertado!». La idea la asustaba y excitaba a partes iguales.
—Porque no se trata de una preferencia personal, sino de una decisión política —respondió Saraswati a su propia pregunta—. Ya conocéis la historia de Blancanieves y el príncipe.
Con un gesto dramático, apuntó hacia el proyector con el mando a distancia y de pronto apareció una presentación de Powerpoint. La primera diapositiva mostraba un ataúd de cristal junto al que se alzaba un príncipe de cuento. La siguiente tenía la misma composición, solo que en este caso era el dios indio Shiva quien yacía blanco y sin vida en el suelo, y Kali no se alzaba junto a él, sino que estaba de pie encima de él. Saraswati esbozó su sonrisa de Kali y comenzó a hablar:
—Aquí veis a Shiva muerto. Shiva es shava, o sea, un cadáver, porque ha decidido retirarse del mundo de forma ascética. Y es Kali quien resucita a Shiva con… No, no es un beso. ¿Qué es entonces? ¡Correcto! Lo besa con sus otros labios. Esto plantea cuestiones interesantes sobre el consentimiento, y hablaremos de ellas más adelante. Hoy nos interesa sobre todo que Kali se niega a ser invisible. Obliga a Shiva a notar su presencia y, por tanto, a sentir empatía también hacia la vida que lo rodea. Este mito trata pues sobre reconocer que todo tiene un alma que debe respetarse. Sobre el amor como acto revolucionario.
Clic, y el proyector mostró a Mahatma Gandhi.
Clic: Martin Luther King.
Clic: bell hooks.
Nivedita tomaba notas como si le fuera la vida en ello. Durante las clases normalmente dibujaba mujeres desnudas y solo de vez en cuando anotaba expresiones sueltas como «constructivismo social», «hechos brutos» o la más nueva de todas: «teoría crítica de la raza». Saraswati era la primera profesora con la que esas palabras clave crecían hasta formar siempre nuevas frases, y eso sucedía porque las frases le hablaban directamente a Nivedita, y también: porque las frases de Saraswati hablaban directamente sobre Nivedita.
—¿Y por qué es el amor un acto tan revolucionario? Porque es lo primero que se les enseña a las personas a las que se quiere colonizar/oprimir/discriminar: que no forman parte de los sujetos dignos de ser amados —dijo Saraswati y escribió Nivedita—. Es algo muy importante, porque solo sentimos empatía hacia sujetos dignos de ser amados, que por eso son, a su vez, los únicos que pueden reclamar dicha empatía. No es casualidad que todos los grupos e individuos discriminados tengan en común la sensación de que valen menos que los demás. Mejor dicho: que merecen menos amor que los demás. «No se puede amar a alguien como yo» no es una declaración personal y tampoco remite a un problema individual, sino a uno social. Que naturalmente puede convertirse en un problema individual. Pero ese es otro tema. Hoy estamos hablando de problemas estructurales.
La chica de gafas color mostaza y turbante de tela wax sentada junto a Nivedita se movió inquieta y murmuró:
—Pensaba que íbamos a hablar de racismo.
Nivedita respondió en susurros también:
—Eh, que está hablando de racismo. —Y se preguntó de dónde había sacado semejante vehemencia.
—Eso es lo pérfido del amor en relación a su privación y como arma política: que no tiene por qué tratarse de una amenaza «real», sino que basta con el miedo a perder/no recibir/recibir menos amor para mutilar psicológica e incluso físicamente a las personas.
Saraswati fue mirando a cada estudiante directamente a los ojos. Pasaron varios minutos antes de que siguiera hablando, pero nadie se dio cuenta porque estaban reflexionando sobre sus propios déficits de amor. La chica que acababa de quejarse de que no se estaba hablando suficiente de racismo lloró una lágrima punzante y solitaria y no hizo ningún esfuerzo por ocultarla.
A lo largo de su relación con Simon, Nivedita recuperaría una y otra vez los apuntes de aquella primera clase con Saraswati y pensaría: shit, shit, shit!
Sin embargo, en ese momento solo podía pensar: wow, wow, wow!
Después de establecer contacto visual con cada estudiante de la clase, Saraswati metió la mano en su bolso de cuero repleto de libros y sacó su superventas en el mismo momento en que proyectó la portada en la pared delantera.
—La descolonización significa que no solo debemos descolonizar la ciencia y la política, la teoría y la práctica, sino también nuestras almas —dijo, y escribió Decolonize your Soul en la pizarra—. Solo podemos tratar con estima a otras personas racializadas si aprendemos a estimarnos a nosotras mismas. Antes de amar a nuestros enemigos, tenemos que tratar mejor a nuestros amigos.
En el baño de la universidad alguien había completado «breasts not bombs» con «viva la vulvalución». Nivedita se hizo un selfi y pensó en cómo expresar con palabras lo que acababa de suceder: ¿«Descubrir a Saraswati es como estar en una fiesta que solo se celebra para nosotres»?
Sin embargo, no hizo falta su blog, su cuenta de Twitter ni la de Instagram para que la noticia sobre Saraswati se difundiera rápidamente por aquellos canales secretos a través de los cuales todas las personas relevantes recibían siempre toda la información relevante. Durante las siguientes semanas, cada vez más y más students of colour de todas las especialidades imaginables e incluso de otras universidades se unieron al grupo. Saraswati era la única profesora que llevaba un aro en la nariz. Saraswati era la única profesora que era Saraswati. La popularidad de la política identitaria había crecido mucho. Lo que Nivedita sabía de política identitaria era poco. Y todo el mundo se lo pasaba bien.
La única certeza de Nivedita era que de pronto era alguien. Una persona con un pasado y, en consecuencia, seguramente también un futuro. Ya no era una ausencia, una hoja en blanco donde faltaban la infancia y la juventud en una familia alemana-alemana. De repente era anécdotas y recuerdos y memoria corporal, porque sus anécdotas y memorias de repente adquirían un significado. ¡Y su memoria corporal aún más!
Por eso, Nivedita se propuso reunir tantas nuevas sensaciones corporales como pudiera. O sea: por primera vez en la vida empezó a acostarse con hombres racializados.
Si hasta entonces se habían esquivado cuidadosamente y después evitado con educación para luego buscarse respectivamente parejas sexuales blancas, por miedo a contagiarse de su otredad —o miedo a averiguar que no eran para nada tan especiales como daba a entender el trato que recibían siempre—, ahora se les abría todo un abanico de nuevas opciones sexuales: ¿eres homo, hetero, interracial o intrarracial?
Para Nivedita, el sexo con otras personas racializadas significaba no contar, por primera vez, con el elemento que la diferenciaba. Por primera vez desnuda. La cosa llegó a su apogeo cuando se enamoró de Anish, cuyos dos progenitores eran de Kerala y no de Bengala Occidental y de Polonia y de todas partes, como los de Nivedita. Estaba segura de que llegaría el momento en que él dijera: «Pero si no eres india de verdad».
En lugar de eso, dijo: «A veces me pregunto qué ven mis padres cuando me miran. ¿Un plato de chucrut?».
Estaban tumbados sobre el colchón en el piso que compartía él. Por la ventana abierta entraba el olor a ásteres otoñales y la voz desesperada de su compañero de piso, al que su pareja estaba dejando, también con la ventana abierta. Mientras se insultaban mutuamente, Anish pegó el cuerpo contra el de Nivedita como si ella fuera lo único que podía protegerlo del abismo que era su vida.
Le resultaba afrodisiaco que Anish considerara el sexo con ella una prueba de ser quien él mismo pensaba que era. «Pero ¿soy yo quien pienso que soy?», se preguntaba Nivedita.
«You’re a coconut». Alguien le dijo aquello a Nivedita durante su primera visita a Birmingham y ella no entendió ni una palabra. Bueno, entendió todas las palabras, pero no sabía qué se suponía que significaban. Ni siquiera sabía cuál de los otros niños lo había dicho por primera vez, pero de pronto lo repetía el grupo entero: «Coconut! Coconut!».
Tenía ocho años y era verano, un verano deslumbrante y amarillo como el gel con purpurina de Art Stuff, como el arroz a la cúrcuma, como los lápices perfumados a los que ella y su prima Priti, que tenía trece meses más, sacaban punta hasta quedarse con el cabo para inhalar su aroma artificial. Los abanicos de viruta caían flotando sobre los adoquines sobre los que se había pintado con tiza una rayuela, en el callejón que discurría junto a los patios traseros. Sobre una pila de palés, un arcón frigorífico del que brotaban cables como intestinos y un carro de la compra abollado, se sentaban y acuclillaban niños y niñas que se parecían a Nivedita.
—Allí los niños y niñas se parecen a ti —le había prometido su madre mientras hacía las maletas para visitar a la hija de la hermana mayor de papá. Ese grado de parentesco tenía un nombre concreto que Nivedita desconocía. Solo sabía que la hermana mayor de papá era Didi. Esa era su condición, no su nombre. Se llamaba Purna, y su hija Leela era… Nivedita seguía sin poder creer que esa mujer guapa y altiva vestida con un sari de color fuego que les había recogido en el aeropuerto fuera su prima, a pesar de ser tan mayor como su madre y de tener una hija más o menos de la edad de Nivedita: Priti. Cuántos nombres, cuántos intrincados lazos familiares.
Aunty Leela, que en realidad era cousin Leela, conducía un minicoche que en realidad tampoco era un Mini, sino un Vauxhall Nova. Era médica, pero no era rica, sino que trabajaba en el National Health Service, y vivía en Birmingham, pero Leela y Priti lo llamaban Balsall Heath. O también Balti Heath, porque en su calle solo vivían familias indias. Y todas esas familias tenían criaturas. Era como si el mundo se hubiera vuelto marrón de repente.
«Nos vamos a casa», había dicho Nivedita en el colegio. No porque hubiera confundido en serio Birmingham con Bombay, ni mucho menos con Calcuta, sino porque ella también quería irse a casa alguna vez, como sus amigas turcas y polacas.
Pero en las fotos que su madre le hizo en Birmingham con Priti y su hermano pequeño Aarul, realmente parecía que estuviera en la India. Al menos así era como se la imaginaba Nivedita, llena de sofás y tapices bordados con tantos diminutos espejitos redondos que parecía que alguien hubiera extendido por encima una generosa capa de la purpurina del gel. Al contemplar las fotos por primera vez en la cámara digital de su madre, sintió que le crecía en el estómago algo que no era capaz de identificar: una mezcla de calidez y algo nuevo, desconocido, la sensación casi triunfal de formar parte de algo.
Era como si la voz que susurraba coconut en el callejón con los palés y el arcón tomara esa sensación y la comprimiera en una ardiente bolita de vergüenza.
—Priti me ha llamado coco —dijo Nivedita en alemán durante la cena—. ¿Qué significa eso?