Iluminaciones - Pedro G. Cuartango - E-Book

Iluminaciones E-Book

Pedro G. Cuartango

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Beschreibung

Iluminaciones es una guía por el pensamiento y el arte.  Obras maestras que iluminan nuestros días y tejen nuestros recuerdos.  Pedro G. Cuartango, uno de los últimos sabios de nuestro tiempo, nos lleva de la mano para confirmar que, como dijo Paul Klee, el arte no reproduce aquello que es visible, sino que hace visible aquello que no lo es.  Una lectura que nos aporta el consuelo de la belleza, la sensibilidad y la emoción.

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Título: Iluminaciones

© Círculo de Tiza

© Del texto: Pedro G. Cuartango

© De la fotografía del autor: @Jeosm

© Árbol con Nubes (@allthesehumans)

Primera edición: enero 2024

Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

Corrección: Alberto Honrado

Maquetación: María Torre Sarmiento

Impreso en España por Imprenta Kadmos

ISBN: 978-84-127906-1-0

E-ISBN: 978-84-127906-3-4

Depósito legal: M-1899-2024

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

Índice

El éxtasis de la lectura

I. Iluminaciones

Fascinación por el horror Pieter Brueghel

Erguido en el valle de las tinieblas Durero

El tiempo atrapado Jan Van Eyck

El mundo en un óleo Vermeer

La realidad es como parece Rembrandt

Cuando la naturaleza es Dios Caspar Friedrich

Bajo el juego de las miradas Velázquez

Los colores de la depresión Munch

Materia reencarnada Rodin

El azul sombrío del dolor Van Gogh

Lo uno y lo otro son lo mismo Magritte

Entre el ser y la nada Giacometti

La soledad en el lienzo Edward Hooper

II. Revelaciones

Música para la eternidad Bach

Cuando la música se vuelve peligrosa Shostakovich

Por la gracia divina Aretha Franklin

Salvados por el jazz Chet Baker y Paul Desmond

El místico del saxofón Charlie Parker

Variaciones para el sueño Bach

Euterpe estaba en la calle 30 Miles Davis y Bill Evans

La tarde en los espejos Romy Scheneider y Michel Piccoli

Las hojas muertas que el viento barre Yves Montand, Jacques Prevert

La canción de los amores perdidos Charles Trenet

Elegía al caer la noche Bill Evans

La reinvención de los Beatles Sargent Pepper’s

III. Descubrimientos

Viaje al corazón del mal John Huston

El vértigo de existir Aldred Hitchcock

El arte de la elipsis Ernst Lubtisch

El nacimiento de un mito Desayuno con diamantes

La mano fatal del destino Raoul Walsh

El testamento de un genio Billly Wilder

El pasado como redención Bergman

Absortos ante la cámara Chantal Akerman

Dos amigos y el amor Truffaut

Un musical para la eternidad Jacques Demy y Michel Legrand

Cuando la vida es pura apuesta Rohmer

La Revolución, farsa y drama Peter Brook

Magia y nostalgia de lo primitivo Robert Flaherty

Entre la fe y la desesperación Dreyer

Un instante eterno de felicidad Jean Renoir

IV. Síndrome de Stendhal

Una estación hacia el paraíso Cartuja de Miraflores

El espíritu del bosque Lloyd Wright

Dios en las alturas Le Corbusier

La eternidad en Giverny Claude Monet

La luz, encarnada en espíritu Matisse

París era una fiesta Shakespeare and Company

V. Epifanías. Los libros de mi vida

Hombre, no dios Homero

Cuando la oratoria es arte y pensamiento Ciceron

Por qué amo a Spinoza Spinoza

Por los caminos paralelos de la fe y la razón Descartes

El perpetuo escándalo de la novelade un ilustrado Diderot

La mujer que Napoleón no pudoconquistar Madame de Staël

La engañosa sinceridad de un genio Rousseau

Mi hermano, mi semejante Montaigne

Un grito de inconformismo Freidrich Schiller

La palabra que transforma en dioses a los hombres Hölderlin

La novela negra comienza en Balzac Balzac

Magia, misterio y sueño Jan Potocki

Un corazón en las tinieblas Arthur Rimbaud

Cada día descendemos un paso hacia el Infierno Baudelaire

La memoria como refugio y salvación Proust

La vida a través del arte Chejov

En la noche oscura del nihilismo Dostoievski 

El fuego interior Jane Austen

La más bella novela del mundo Stendhal

El abismo entre la fe y la conciencia Kierkegaard

Un testamento entre la soledad y la locura Nietzsche

Malditos bailando un vals en la oscuridad Djuna Barnes

Un caballero alemán por los caminos de Francia Ernst Júnger

La ebriedad de lo absoluto Hegel

La insoportable angustia de vivir Frank Kafka

En las cumbres alpinas del amory la muerte Thomas Mann

Bajo el poder de la imaginación Conan Doyle

Contra el estereotipo del buen salvaje Lévi Strauss

En el laberinto indescifrable del amor Lawrence Durrell

Viaje al horror entre el asco y la fascinación Conrad

Cuando el pasado pesa más que la sangre James Joyce

Una perfecta novela inglesa de intriga Edgar Wallace 

En mi fin está mi principio T. S. Elliot 

El hombre que nunca existió Pessoa

Un testigo molesto de la barbarie soviética Isaak Babel

La verdad de un mentiroso compulsivo Nabokov

Nostalgia por el París de los sueños Gertrude Stein

El libertino que escribia en yidis Isaac Bashevis Singer

Cuando la verdad oficial no puede ahogar la conciencia Pasternak

Un testimonio de los horroresdel estalinismo Artur London

Cuando la ciencia ficción es pura metafísica Stanislav Lem

Cuando la memoria vence al silencio Ribakov

El filósofo del siglo Sartre

La pasión desgarradora del absurdo Albert Camus

Cuando todo cambia para seguir igual Lampedusa

La belleza que nace de la oscuridad Ezra Pound

Mirando hacia adelante con ira Salinger

El inefable valor de mirar la nada de frente Paul Tillich

La mirada descarnada de un escritorcomprometido Theodore Dreiser

El reflejo oscuro del sueño americano Saul Bellow

Entre el olvido y las trampas de la memoria Faulkner

Cuando la biografía se transforma en arte Hemingway

Un detective triste, solitario y romántico Raymond Chandler

El esplendor del cieno y el salitre Joseph Mitchell

La larga travesía hacia la noche John Cheever

El placer de leer las aventuras de Maigret Georges Simenon

Un rompecabezas en el que la vida imita al arte Cortazar

El poder redentor de la literatura Giorgio Bassani

Dios no habla al sur del Misisipi Flannery O’Connor

La engañosa frontera entre la realidad y la apariencia Joseph Mitchell

Todos los caminos conducen hacia la nada Malcolm Lowry

Maldita redención de las almas Nathanael West

La nada, la muerte y el sueño americano Norman Mailer

El último metafísico en la casade los enanos Giles Deleuze

La apoteosis del cuarto poder Gay Talesse

Americano, judío, hombre Philip Roth

El éxtasis de la lectura

La lectura es un hábito solitario. Me gusta leer solo, aislado, encerrado en una habitación, sin ninguna conexión con el exterior. Leer me sigue produciendo una intensa emoción que supera a la de cualquier otro arte, incluida la música.

Recuerdo la turbación que me produjo el desmesurado amor de Swann por Odette en la recherche proustiana. Yo acababa de sufrir el final de una relación con el mismo sentimiento de desesperación que experimenta el personaje.

Hay un pasaje en el que un veterano de guerra apunta en un desfile militar que Odette había ejercido la prostitución cuando Mac Mahon era presidente de la República. Ese cruel comentario reflejaba la dimensión de la tragedia de Swann, amigo del príncipe de Gales y árbitro de la moda parisina. Era una forma de decir que lo había apostado todo por un amor vulgar, que le había hecho profundamente infeliz. Esas palabras me dejaron noqueado. ¿Acaso no es ese el sino de las grandes pasiones?

El amor se expresa mucho mejor en los libros que en la pintura, el cine, el teatro o la música. Y el amor es el tema que subyace en las obras de Tolstoi, Balzac, Dickens o Dostoievski. Estos autores eran populares en el siglo XIX y sus entregas llegaban al gran público. No había entonces ninguna diferencia entre lo clásico y lo popular.

Esto me lleva a pensar que estamos asistiendo a la muerte de la lectura, que era esencialmente un hábito burgués, que requería tiempo, soledad y capacidad de abstracción. No digo que hoy no se escriban buenos libros, pero son para élites. La comunión que reinaba entre el público y los grandes autores ya no existe.

Siempre he creído que la lectura es una costumbre absolutamente inútil. Se lee sin ningún propósito, lo mismo que se mira a las nubes o se pasea por un bosque. Hay que dejar que la letra impresa vaya penetrando en el espíritu sin ninguna resistencia ni prejuicio.

En una época dominada por las prisas y la idea de la utilidad, hay muy poca gente que lee por placer, por el gusto de sentir el tacto del papel y disfrutar de una frase como las de Flaubert en Madame Bovary, que exprime el lenguaje como un limón.

Un amigo me dijo una vez que no se podía entender a Nietzsche si no se leía en el idioma original. Tal vez sea cierto, porque las expresiones son el pensamiento. Hay muchos matices que se escapan en la traducción. Pero hay una relación íntima entre el autor y el lector, que es quien realmente crea la obra al abrir sus páginas.

Leer hoy es un anacronismo, un vicio pecaminoso, un acto de onanismo. Quizás sea uno de los últimos gestos de rebeldía ante la invasión de estulticia que soportan nuestros sentidos. Sí, la lectura ha muerto y nunca va a resucitar en este mundo apocalíptico del siglo XXI en el que los predicadores han sustituido a los escritores.

La lectura ha muerto, pero nos quedan los libros. Polvorientos, olvidados, ocultos tras los anaqueles, pero están ahí. Siempre disponibles. En un mundo donde impera la lógica de la rentabilidad y la obsesión por lo práctico, no deja de ser una bella paradoja que el Premio Princesa de Asturias de Humanidades recayera en 2023 en el profesor Nuccio Ordine, autor de La utilidad de lo inútil. Murió poco antes de recogerlo.

Por supuesto, coincido con su reivindicación de las letras y las humanidades, que son útiles en su inutilidad. No hay contradicción: su utilidad no es práctica, pero sí alimenta nuestro espíritu. También pueden ser de ayuda para desarrollar un buen trabajo científico o para formular nuevos modelos físicos o matemáticos sobre la realidad. El mejor ejemplo de esta afirmación es Einstein, cuya indagación le llevó a plantearse preguntas sobre la existencia de Dios y el origen de la materia.

Una de las causas de la mediocridad y el sectarismo que invade nuestra vida política es, a mi juicio, el progresivo deterioro de la enseñanza de disciplinas como la historia, la literatura, el arte y la filosofía en el sistema escolar. Esta degradación hace que los ciudadanos sean no solo mucho menos cultos y capaces de entender su entorno, sino que acrecienta su grado de sumisión al poder.

Los seres humanos son cada vez más tontos, como ha revelado un reciente estudio, pero no por su menor inteligencia, sino porque la educación y los medios audiovisuales incrementan su pasividad y les hacen dependientes de los estímulos exteriores.

Las personas que no leen y que desprecian a los clásicos, desde Homero a Shakespeare, no solo se pierden un legado esencial para comprender lo que somos y de dónde venimos, sino que además desdeñan un placer estético que todo el dinero del mundo no puede comprar. La emoción de escuchar a Bach es una cuestión de sensibilidad, no de fortuna.

Puedo decir por experiencia personal que mi querencia por las letras y las humanidades me ha servido para entender el entorno y para tomar mejores decisiones. Y, sobre todo, para captar las motivaciones de la gente y la complejidad de las emociones. Esto se aprende en los libros o en el arte tanto como en la vida. No hay dicotomía entre ambas esferas.

No creo que sea posible alcanzar elevadas cotas en cualquier profesión si no se dispone de la perspectiva histórica y humanística para ejercerla. Un médico será mucho mejor, como sostiene Ordine, si ha estudiado por vocación que por ganar dinero.

Lo inútil acaba siendo lo más útil, lo que parece superfluo lo más necesario, la connotación es tan importante como la denotación. Como decía Albert Camus, la única pregunta relevante es si la vida tiene sentido y la respuesta no se puede hallar en una ecuación matemática, pero sí en los libros.

Desde que era adolescente y empecé a leer a Descartes y a Teilhard en el colegio de los jesuitas donde estudiaba el bachillerato, la cuestión del sentido ha estado muy presente, diría que incluso de forma obsesiva, en mis pensamientos cotidianos. Expresado con otras palabras, he padecido la enfermedad de la trascendencia y no he podido jamás curarme.

En la recta final de mi vida, sigo sin hallar una respuesta. Sigo teniendo la impresión de estar perdido en un mundo inabarcable en el que cada cosa que aprendo suscita nuevas preguntas. Los hallazgos científicos sobre el universo me dejan perplejo. La lectura diaria de los periódicos me asombra. Y los libros me ponen ante la evidencia de las limitaciones de todo saber.

La frase socrática de que solo sé que no sé nada me parece una evidencia. La incertidumbre rige nuestras vidas y el azar guía nuestros destinos. Por eso, me siento cada vez más distante de quienes se creen en posesión de la verdad y dan lecciones de cómo hay que comportarse a los demás.

Apuntaba Henry Miller que es necesario dar un sentido a la vida precisamente porque no tiene sentido. Esto me parece una tautología. Lo sustancial es la variedad de respuestas a la pregunta. Muchas personas están convencidas de que existe una realidad suprema llamada Dios y otras solo creen en lo material.

Ignoramos a dónde conduce el final del camino, pero eso no nos impide andar. Lo esencial son los pasos, no la meta. Camus aseguraba que el sentido está vinculado a la rebeldía contra la injusticia y la lucha por la libertad. Bellas y consoladoras palabras, pero no podemos evitar la adversidad ni cambiar nuestro destino ni tampoco solucionar muchos de los males de este mundo.

Confieso que no me gusta leer los llamados best sellers, pero no por una cuestión ideológica, sino porque se me caen de las manos. Por el contrario, los clásicos nunca envejecen y nos enseñan a responder a esas grandes preguntas. Es el caso de los Ensayos de Montaigne, escritos hace cuatro siglos, que hojeo algunas noches antes de dormirme. Me sorprende y me fascina que muchas de sus reflexiones sean tan actuales. Lo que demuestra que la naturaleza humana ha cambiado muy poco.

Todo está en los clásicos, pero la verdad es que no los leo para aprender o para conocerme mejor, sino por el placer de acariciar sus páginas, sentir el tacto del papel y deleitarme con sus frases. Cuando estudiaba griego en el Bachillerato de letras, intenté traducir La Odisea de Homero. El empeño era imposible, pero memorice algunas de sus frases, como su impresionante comienzo: “Andra moi ennepe, Musa, polytropon”, que se podría traducir como “Canta, Musa, al hombre que dio muchas vueltas”. Ese hombre era Ulises, castigado por los dioses a un interminable viaje de vuelta a Ítaca junto a Penélope. Ulises somos todos, todos viajamos por la vida sacudidos por la desventura y el cruel azar.

Casi treinta siglos después del libro de Homero, el irlandés James Joyce escribiría otro libro maravilloso, recreando la vida de Leopoldo Bloom durante veinticuatro horas en Dublín. Se ha dicho que el texto de Joyce es ilegible, pero yo creo que lo hay que hacer es dejarse llevar por su prosa que tiene un poder hipnótico.

Mutatis mutandis, lo mismo me sucedió al leer Rayuela, el libro de Cortázar. Pasaba de una página a otra en trance. No pensaba. Dejaba que las palabras fluyeran hacia el interior. Siempre que paseo por las orillas del Sena en el Barrio Latino de París, rememoro a La Maga, a Charlie Parker y a aquellos seres bohemios y desarraigados que vivían en aquella ciudad en la que yo viví a mediados de los años 70. Sí, París era una fiesta, como escribió Hemingway. Sobre todo, porque éramos jóvenes y estábamos ansiosos de nuevas experiencias.

Fue en esa época cuando descubrí a Sartre y a Camus. Compraba sus obras en La Joie de Lire, la librería de Maspero en la rue Saint Severin, donde la gente robaba los libros porque el dueño no avisaba a la policía. Nunca robé un libro. Me parecía un sacrilegio, aunque yo era pobre y estaba sediento de cultura.

Fue entonces cuando me embarqué en El ser y la nada, con el que peleé durante meses, pero valió la pena. Sigo pensando que, junto a Ser y tiempo de Martin Heidegger, es la contribución más importante a la historia de la filosofía del siglo XX. Lo curioso es que yo vivía en la rue de Vaugirard, esquina con los Jardines de Luxemburgo y la rue Bonaparte, y vi una noche de invierno a Sartre con Simone de Beauvoir paseando por el barrio. Iban cogidos del brazo y llevaban gruesos abrigos para protegerse del frío.

También Albert Camus ha formado parte de mi horizonte existencial, sobre todo porque siempre le he considerado una referencia ética. Fue un intelectual de una lealtad inquebrantable. Nunca tuvo que desdecirse de ninguna de sus afirmaciones. Por el contrario, Sartre se equivocó muchas veces, aunque tuvo la lucidez de rectificar. Digamos que Camus fue un ejemplo en el aspecto humano y que Sartre fue un pensador bajo cuya sombra he crecido.

Pero volvamos a la literatura, aunque no soy capaz de distinguir la literatura de la filosofía porque siempre he creído que los grandes escritores son filósofos y los grandes filósofos son, sobre todo, creadores de lenguaje. Sin exagerar, puedo decir que he vivido otras vidas leyendo a los novelistas del siglo XIX, entre los cuales, destaco a Dostoievski, al que devoré con fervor cuando era joven. Ya de adolescente, leía a Tolstoi, a Chejov, a Turguenev. Mi padre me reñía y me decía que me iba a volver loco.

Y seguramente tenía razón, porque los libros me han vuelto loco. He desdeñado en muchas ocasiones la vida social y la compañía de los demás para poder leer. Me he sumido en los duros inviernos de Rusia y la Revolución Bolchevique al leer a Pasternak, he suspirado por el amor de la marquesa de Sanseverina al sumirme en las páginas de Stendhal, me he creído un detective de la época victoriana al devorar las hazañas de Sherlock Holmes, he sentido la nostalgia de Lisboa al paladear la triste prosa de Pessoa y me he sentido atrapado por la pulsión de recorrer las calles de Chicago al toparme con Saul Bellow.

Espero que los lectores disfruten de este libro y que mi pasión les sirva para releer o descubrir los textos de los clásicos, que son verdaderas “iluminaciones” al igual que las iglesias, los edificios, las canciones y los cuadros que han hecho mejor mi vida. Como decía Paul Klee, “el arte no reproduce aquello que es visible, sino que hace visible aquello que no lo es”. Siempre nos quedarán los libros y la belleza para consolarnos en esta vida cada vez más insoportable.

Concluyo este prólogo con una reflexión que puede parecer demasiado abstracta, pero que enlaza con todo lo dicho. Abrumado por el afecto de amigos y compañeros, me ha sacudido en los últimos meses un sentimiento de nostalgia, surgido de la conciencia del paso implacable del tiempo. He cumplido 68 años y no puedo ignorar que he entrado en la recta final de la vida.

Lo que importa no es tanto el lugar en el que uno se encuentra como el camino por el que ha llegado. Lo malo y lo bueno, la alegría y la tristeza, los éxitos y los fracasos forman parte de un trayecto que no hemos podido elegir, en el que casi todo nos ha venido dado por el azar y el destino. Lo que de verdad ha merecido la pena es vivir esos momentos.

Me pedía un querido colega que describiera mi mejor recuerdo y le respondí de forma espontánea que todas las imágenes del pasado se confunden en mi cabeza. Como en un caleidoscopio en el que se combinan los cristales de colores. El tiempo lo asimila todo de tal forma que las contradicciones dejan de serlo y se muestran como parte de un proceso cuya lógica es inexplicable.

Estoy entrando en el terreno de la mística y no quiero hacerlo. Siempre me he considerado un cartesiano, convencido de que todo tiene una explicación racional. Pero cada vez tengo más la impresión de que mi vida ha sido movida por una mano invisible cuyos dictados han sido caprichosos.

Apuntaba Heidegger que somos seres arrojados al mundo. Así es. No podemos elegir ni cuándo ni dónde nacemos. Y tampoco muchos de los acontecimientos que marcan nuestras vidas, como la enfermedad o la muerte de seres queridos. Estamos inermes ante fuerzas que no controlamos.

Lo que quiero decir es que no tiene sentido arrepentirse o pensar que uno podría haber sido más feliz o tomado mejores decisiones, porque todo forma parte de un devenir que nos arrastra y que nos lleva de un sitio a otro como la corriente de un río. No es posible vencer a la fuerza de las aguas.

No puedo evitar una mezcla de asombro y desconcierto al mirar hacia el pasado. Y tampoco la frustración de no haberme dado cuenta de que lo esencial no era la meta sino las etapas del recorrido. Nada importa lo que somos, sino como hemos llegado a serlo, como hemos vivido lo que nos ha pasado.

No somos libres de construir nuestra biografía ni de determinar nuestra identidad, como sostenía Sartre, pero sí podemos elegir el sentido de las cosas. En eso consiste existir. En mirar la realidad con la experiencia única e irrepetible de nuestros ojos. Es lo que vale la pena y lo que queda: un breve destello en el eterno curso del tiempo. Incluso los libros que amamos también algún día serán ceniza en ese devenir que lo traga todo.

Pedro G. Cuartango

Madrid, diciembre 2023

I. ILUMINACIONES

Fascinación por el horror

Pieter Brueghel trazó un devastador retrato de la humanidad en El triunfo de la muerte, obra maestra del Museo del Prado

El Museo del Prado es como un laberinto en el que a uno le gustaría perderse. Cada cuadro es un mundo, una época, una forma de vivir. La primera vez que lo visité en mi adolescencia me quedé absorto ante un óleo pintado sobre tabla que no conocía y que aparece recurrentemente en mis sueños: El triunfo de la muerte de Pieter Brueghel. Una representación claramente inspirada en el Bosco, pero con unos tintes sombríos que Baudelaire describió como “una baraúnda diabólica y grotesca que solo puede interpretarse como una especie de gracia singular y satánica”.

Brueghel el Viejo no fue un artista amable, con tendencia a retratar los aspectos lúdicos de la vida humana o a exaltar la autoridad de los reyes y los cardenales. Fue un implacable pintor del lado sórdido de la existencia, de hombres lascivos, glotones y egoístas, de crápulas devastados por el vicio y el pecado. Sus creaciones pueden ser asimiladas a su contemporáneo Rabelais e, incluso en algunos aspectos, a Shakespeare. Nada humano les era ajeno.

Arnold Hauser escribía que la pintura de Brueghel refleja la falta de sentido y la incertidumbre que acompaña a los seres humanos a su paso por este mundo, que se reflejan en la concepción calderoniana de que la vida podría ser un sueño con un brusco despertar.

Esto está muy presente en El triunfo de la muerte, un cuadro en el que el pintor flamenco representa el Juicio Final. La obra data de 1562 cuando las guerras religiosas asolaban Europa y nacía una nueva sensibilidad que situaba al hombre como centro del arte. Se sabe que el óleo fue adquirido por el duque de Medina, virrey de Nápoles, en 1644 y que luego pasó a Isabel Farnesio, que lo colgó de las paredes del Palacio de la Granja. Desde 1827, pertenece al Museo del Prado.

Al colocarse frente a la representación, la mirada del espectador queda atrapada por la devastación de un paisaje desolado, con barcos que naufragan y ciudades que arden mientras la muerte lleva a cabo de forma sistemática su trabajo. Nadie queda fuera de su alcance. Un ejército de esqueletos, cuyos escudos son tapas de ataúdes, avanza implacable sobre una humanidad condenada al Infierno.

A la derecha del cuadro, los hombres son empujados hacia un túnel, mientras un esqueleto va segando vidas humanas con una guadaña. Horcas, palos con ruedas, patíbulos y hogueras ilustran las escenas de ese apocalipsis en el que nadie puede salvarse. Una legión de difuntos saluda desde un torreón a los vivos que pronto van a engrosar sus filas.

Algunos intentan luchar como un caballero que desenvaina su espada. Un bufón se intenta ocultar tras una mesa. Y una pareja de enamorados canta y toca el laúd. Pero el espectador sabe que son gestos inútiles porque nadie podrá escapar de las garras de esos esqueletos que atrapan a las doncellas y degüellan a los indefensos. Un famélico caballo rojo, sobre el que cabalga un fantasma, salta sobre los que están a punto de entregarse a la muerte. En la parte inferior izquierda del cuadro, un rey tendido en el suelo parece esperar resignado su hora final.

No hay ni el menor signo de esperanza porque toda la humanidad es castigada por sus pecados sin posibilidad de salvación. La mirada de Brueghel convierte al hombre en un monstruo sin dignidad, confrontado a una naturaleza idílica que aparece en algunos de sus trabajos. Los seres humanos se parecen mucho más al Satanás con la boca de un pez que devora inmundicias, que se muestra en su cuadro Dulle Griet, que a criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios.

El único signo de la presencia del bien es una cruz solitaria, a la que nadie presta atención porque los hombres han perdido la fe. Están ocupados en huir de la muerte o en disfrutar de un último momento de placer en un inútil intento de escapar del vacío. Si Sartre veía que la existencia humana es un empeño de eludir la nada, Brueghel es mucho más pesimista porque la única realidad de este valle de lágrimas es el mal, un mal que impregna la naturaleza humana y que es consustancial a la vida.

Pese a su profundo pesimismo, hay en El triunfo de la muerte una fuerza hipnótica que atrapa y que lleva la mirada hacia la catástrofe, tal vez porque en todo ser humano existe ese fondo autodestructivo que produce a la vez horror y fascinación.

Erguido en el valle de las tinieblas

El grabado El caballero, la muerte y el diablo (1513) de Alberto Durero nos muestra un hombre que se enfrenta sin miedo al destino

Alberto Durero realizó El caballero, la muerte y el diablo con un buril sobre plancha de metal en 1513. La fecha es esencial para entender el grabado. Maximiliano de Habsburgo era el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y Lutero estaba a punto de clavar sus 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg. Fernando el Católico, regente de Castilla, entraba en la recta final de su vida mientras Juana permanecía recluida por su locura. Era un mundo sometido a grandes cambios, en el gozne de una era que conduciría a la modernidad. El Renacimiento daba sus últimas bocanadas mientras emergía una nueva cultura en la que la razón y la ciencia empezaban a cuestionar cualquier fundamento teológico de la existencia.

Durero, nacido en Núremberg en 1471 y fallecido en su ciudad natal en 1528, era en ese momento un artista de proyección europea tras haber realizado varios viajes a Italia y Holanda. Sus pinturas y sus grabados eran disputados por los monarcas y la aristocracia europea hasta el punto de que el emperador Carlos V, recién llegado al trono, le recibió y se interesó por su obra, de la que fue benefactor su abuelo paterno Maximiliano.

No conocía este grabado hasta que leí El caballero y la muerte, la novela de Leonardo Sciascia, publicada un año antes de su fallecimiento en 1989. Inspirándose en el trabajo de Durero, el escritor italiano cuenta la historia de un detective moribundo, carcomido por el cáncer y obsesionado por investigar el asesinato de un abogado por un grupo terrorista, una oscura trama en la que se desvelan los secretos del poder. El protagonista tiene colgado en su despacho la representación de Duero, que sirve de telón de fondo al libro.

El detective de Sciascia es un hombre empeñado en buscar la verdad a toda costa, una especie de hidalgo romántico que se enfrenta al peligro con un sentido del deber quijotesco que no deja de ser anacrónico. Y mucho de eso hay en el grabado de Durero, en el que vemos a un caballero con su lanza, su coraza y su casco, erguido sobre el poderoso caballo que le conduce a través de un valle tenebroso. Va acompañado de un perro que simboliza la fidelidad y engrandece su figura.

Detrás aparece el diablo, un macho cabrío cuya cabeza está coronada por un gran cuerno. Lleva un báculo y fija sus penetrantes ojos en el esforzado jinete que le precede. A la derecha del caballero, está representada la muerte, un chivo con serpientes en su cabello, montado sobre un viejo jamelgo. Lleva un reloj de arena, el clásico motivo medieval que hace referencia a la brevedad de la existencia. Y en la parte inferior del grabado, hay una lápida con la firma del autor y una calavera que subraya el final ineludible de cada vida humana.

En la parte superior del grabado, se pueden ver las torres de una fortificación que se eleva sobre el valle y que bien podría ser el destino al que se dirige el caballero, imperturbable a la presencia de las dos amenazas. Por ello, el trabajo de Durero fue interpretado por sus contemporáneos como una representación de este mundo, el valle de la muerte, y de la ciudad de Dios, recompensa de las almas cristianas tras vencer a las tentaciones de la carne, el demonio y la vanidad.

Durero se había inspirado en un texto de Erasmo de Rotterdam, al que admiraba, que dice lo siguiente: “Para que no te dejes apartar del camino de la virtud porque te parezca abrupto y temible, porque seguramente tendrás que renunciar a las comodidades de este mundo, te será propuesta la norma de que todos esos espectros y fantasmas que se abaten sobre ti has de tenerlos en nada”.

He aquí el secreto que imbuye el alma del caballero: la indiferencia ante la muerte y el estoicismo que le empuja a desdeñar las desgracias con la misma impavidez que la gloria y la fortuna. La figura del grabado de Durero es el hombre renacentista que, a diferencia de la locura quijotesca, se reafirma en el combate por su dignidad.

Algo que conecta con la filosofía que Albert Camus enuncia en El mito de Sísifo, donde sostiene que, aunque la vida carezca de sentido, el hombre está obligado a subir una y otra vez la piedra a la cumbre en una lucha contra las injusticias y la precariedad del ser.

El tema de Durero es una evocación de la condición humana y una reivindicación del valor de ese caballero que, indiferente a los peligros y las tentaciones, camina con la cabeza alta hacia su incierto e inevitable destino.

El tiempo atrapado

El matrimonio Arnolfini, el cuadro de Jan Van Eyck, refleja la forma de vivir y los valores de la Flandes del siglo XV

Cuenta Patty Smith que un buen día decidió cruzar el Atlántico para contemplar el Políptico de los hermanos Van Eyck en la catedral de San Bavón de Gante en el que se representa la adoración del Cordero Místico. Viajó miles de kilómetros para ver las tablas al óleo durante varias horas, oculta en la penumbra del templo.

No hace falta ir tan lejos para disfrutar de El matrimonio Arnolfini, el cuadro concebido por el pintor flamenco Jan Van Eyck en 1434 tras la muerte de su hermano Hubert. Está en la National Gallery de Londres desde 1842. Lo descubrí por azar hace tres décadas y me produjo una impresión indeleble. La representación tiene un poder hipnótico del que es imposible escapar.

El cuadro estuvo en Madrid durante siglos, ya que perteneció a Margarita de Austria, hija del emperador Maximiliano, gobernadora de los Países Bajos, hermana de Felipe el Hermoso y casada con Juan de Aragón y Castilla. Se sabe que los franceses se lo llevaron de España en 1813 y que, tres décadas después, apareció en la capital británica. Probablemente un aristócrata inglés se hizo con él en la desbandada del Ejército napoleónico al retirarse.

Como si estuviera mirando por el ojo de una cámara, el espectador observa al matrimonio Arnolfini en una estancia en la que los objetos revelan la elevada posición social de los cónyuges. Ambos posan en su casa de Brujas, a donde el mercader Giovanni Arnolfini ha emigrado desde su Lucca natal. Junto a él aparece Giovanna su esposa, que se deja coger la mano por su marido.

La mayoría de los estudiosos de la obra coincide en que Van Eyck inmortaliza la celebración del sacramento matrimonial, pero no falta quien apunta que se trata de un homenaje a su primera esposa, que había fallecido un año antes. No podemos saber quién tiene razón.

La escena conyugal está iluminada por la luz que surge de una ventana que deja vislumbrar un patio con un cerezo. Velázquez se inspiró en Van Eyck al pintar Las meninas, en el que aplica la misma técnica. Pero si el genio sevillano se coloca en el centro de su representación, Van Eyck es apenas una sombra, uno de los dos reflejos que aparecen en el espejo. El otro puede ser el sacerdote que oficia el matrimonio. En la pared, el autor firma con su nombre y la fecha de su creación.

La figura dominante del retrato es Giovanni Arnolfini, vestido con una elegante túnica de color ocre y cubierto con un gran sombrero. Coge delicadamente la mano de su esposa, que baja los ojos en gesto de sumisión. Va ataviada con un llamativo traje verde y lleva un exquisito bordado blanco sobre su cabeza. Tiene rasgos delicados y una piel blanquecina, siguiendo el canon de la época sobre la belleza femenina.

Ella parece embarazada, pero no hay que interpretar literalmente su significado porque el abultamiento del vientre era una forma de representar el atributo de la maternidad y el papel reservado a la mujer, centrado en las tareas del hogar y la educación de los hijos.

Por encima de las manos enlazadas, se halla el espejo, con diez escenas de la Pasión de Cristo en miniatura en el marco de madera, que nos ofrece una visión total de la sala donde se despliega el cuadro de Van Eyck. A los pies de la dama, hay un perro que simboliza la fidelidad conyugal, aunque también es un signo del elevado rango social de la pareja, al igual que la alfombra.

En la parte inferior de la obra, podemos ver un par de sandalias, una moda que solo se podían permitir las familias más ricas. Y aparecen sobre una mesa algunas naranjas que entonces eran un bien caro y escaso, solo al alcance de las élites.

Llama la atención que ambos están colocados delante de una cama, algo que no era inusual en las estancias de Flandes en el siglo XV. Las mujeres solían sentarse en el lecho con sus hijos recién nacidos para recibir a las visitas. La cama es también el lugar donde se nace y se muere, una alusión a la temporalidad de la existencia.

Podemos observar también varios rosarios junto al espejo, lo que resalta la importancia de la oración y de la virtud, especialmente en la esposa. En el cabezal de la cama, se ve una mujer con un dragón a sus pies, una alusión a santa Margarita, patrona de los partos.

No hace falta, sin embargo, contextualizar la iconografía del trabajo de Van Eyck porque su principal virtualidad es que atrapa al espectador y le sumerge en un momento del tiempo. Tenía el encargo de complacer a un rico mercader y lo que hizo fue representar una época y un modo de vivir que han quedado plasmados en esta imperecedera obra de arte.

El mundo en un óleo

El artista holandés pintó Militar y muchacha riendo en 1658, el primer cuadro que muestra la globalización del orbe

Resulta una gran paradoja que fuese Johannes Vermeer, el pintor holandés nacido en 1632 y que nunca salió de su país, el primer artista que reflejó la globalización en uno de sus cuadros. Estamos hablando de un pequeño óleo sobre tabla de 49 por 44 centímetros, expuesto en la Colección Frick de Nueva York. Fue bautizado de forma descriptiva como Militar y muchacha riendo. Acabado en 1658, siete años antes de la muerte de su autor, estuvo en un pasillo del museo de Manhattan, pasando desapercibido para muchos visitantes.

Lo que vemos en este cuadro es un oficial sentado frente a una joven que le sonríe con una ampolla de vino en sus manos. La luz entra por un ventanal e ilumina la cara de la muchacha. El militar, vestido con una casaca roja, aparece ladeado, por lo que apenas podemos contemplar su rostro. Todo sugiere que está intentando seducir a la mujer.

Hay dos elementos singulares que hacen de esta representación mucho más que una escena costumbrista. El primero es la gran carta, colgada en la pared. Muestra el mapa de Holanda con una peculiar orientación de oeste a este, como si estuviese invertida. La tierra es azul y el océano es de color beige. La segunda peculiaridad es el gran sombrero que lleva en su cabeza el oficial, de tamaño absolutamente desproporcionado.

En aquella época, casi toda la población masculina se cubría la cabeza tanto en el exterior como en el interior. Este sombrero está hecho de piel de castor y era extremadamente caro. Valía unos 40 florines, el sueldo de más de tres meses de un artesano y lo que se pagaba entonces por un cuadro de Vermeer. Por lo tanto, era un signo de distinción social, solo reservado a la alta burguesía.

Existe hoy la creencia generalizada de que la globalización es un fenómeno reciente, que comienza a finales del siglo XIX con los viajes de los exploradores y se intensifica en las dos primeras décadas del XXI. Pero esto es un error. El cuadro de Vermeer demuestra que existía un mundo más allá de Europa cuando esta tabla fue pintada. Holanda era una potencia comercial cuya riqueza provenía de la compraventa de mercancías en Asia y América. Ámsterdam era en 1650, cuando Baruch Spinoza había salido de la adolescencia, la ciudad más prospera del continente.

La historia del sombrero que lleva el militar refleja la existencia de ese mundo globalizado, en el que las naves de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, fundada en 1602, recorrían las costas de Asia y América. En aquella época, el castor, cuya piel era muy preciada, se había extinguido en Europa. Los holandeses descubrieron que había una gran población de castores en el norte de América y eso empujó a cientos de colonos a cruzar el Atlántico.

En 1614, los holandeses llegaron a lo que hoy es Manhattan y se instalaron allí como base para cazar castores, con cuya resistente piel se fabricaban abrigos, guantes, bolsos y sombreros. Ese enclave, con una pequeña fortificación, se llamó Nueva Ámsterdam. Se dice que los holandeses pagaron a los nativos 24 dólares por la isla. Medio siglo después, los ingleses conquistaron lo que sería el embrión de Nueva York.

Paralelamente, un navegante y geógrafo francés llamado Samuel de Champlain fundó Quebec. Miles de compatriotas se instalaron en la costa oriental de Canadá para cazar castores. Los iroqueses y otras tribus locales fueron expulsadas de sus territorios por los recién llegados.

Todo indica que la piel del castor que cubría la cabeza del militar del cuadro provenía del norte de América, seguramente de Nueva Ámsterdam. Y esta idea queda reforzada por el mapa que muestra la vocación marítima y comercial de los Países Bajos.

La Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales fue la primera sociedad que recurrió a obtener un capital público mediante acciones, que cotizaban en la bolsa de Ámsterdam. Repartía dividendos y su gestión estaba altamente profesionalizada. Vermeer sabía que sus barcos llegaban hasta Japón, la India y el norte de América para importar productos y materias primas que no existían en Europa. Tal vez ese soldado hubiera estado en algunas de las expediciones de la Compañía.

Vermeer nació y murió en la pequeña ciudad de Delft en la pobreza. Tenía esposa y once hijos. Pero acertó a representar en este óleo la existencia de un mundo sin fronteras, que evidencia también el mapa de la pared, donde se ven decenas de barcos que salen hacia otros continentes. El interior de esa habitación y la luz que entra desde el exterior son una representación de un cambio no ya solo en la forma de vivir, sino, sobre todo, en la concepción de un mundo sin fronteras.

La realidad es como parece

La lección de anatomía de Rembrandt, pintado en 1632, es la expresión de una época de profundos cambios sociales y científicos

La pintura no es nada sin una atmósfera. Rembrandt siempre fue coherente con su propia frase. Su obra maestra, La lección de anatomía del doctor Tulp, logra, además de recrear una atmósfera, fijar en el tiempo un momento de profundos cambios científicos y sociales. Vale la pena detenerse en este cuadro para estudiar el paradigma de una época, marcada por los viajes, el afán de conocimiento y la expansión del comercio.

Pintado en 1632, cuando Rembrandt había cumplido 25 años, el trabajo fue encargado por Claes Pieterszoon, primer cirujano y anatomista de la ciudad de Ámsterdam. Era conocido como el doctor Tulp, que significa en holandés tulipán, porque llevaba esta flor en el lujoso carruaje con el que recorría las calles para atender a sus enfermos. Era un oficio lucrativo y muy reconocido socialmente, como se puede constatar en la propia representación. Tulp, con una tijera en la mano, tiene sombrero y viste gorguera y el uniforme del gremio, signos de su elevado estatus. Mira al vacío, como si estuviera posando para la posteridad.

Está rodeado de siete colegas, que observan como disecciona un brazo. Rembrandt recoge en el cuadro de forma realista la anatomía del órgano, lo que indica que había estudiado las extremidades del cuerpo humano. El cadáver, situado de forma ligeramente inclinada, es el de un ladrón que había matado a un ciudadano al forcejear para robarle la bolsa. Había sido ahorcado en el puerto de Ámsterdam.

Según las leyes de la ciudad, las autopsias y las lecciones de anatomía solo podían realizarse con cadáveres de delincuentes ajusticiados, por lo que eran muy poco usuales. Se efectuaban en un anfiteatro e incluso en algunas ocasiones se cobraba al público que asistía. Las primeras filas estaban reservadas para médicos y autoridades. En la representación de Rembrandt, aparecen solamente Tulp y sus compañeros en torno a la víctima tendida en un tablón de madera.

El pintor holandés había nacido en Leiden en 1606 en el seno de una modesta familia. Su padre era molinero, pero se esforzó en darle una educación. Abandonó su villa natal para instalarse en Ámsterdam, donde pronto se ganó una reputación como retratista. Era una profesión muy bien pagada, por lo que el artista logró amasar una considerable fortuna que dilapidó. En los años finales, tuvo que subastar todas sus obras de arte y murió en la penuria. Fue enterrado en una tumba sin nombre.

Cuando pintó La lección de anatomía era habitual este tipo de encargos, que pretendían inmortalizar a un hombre notable y presentarle en el ejercicio de su profesión junto a otros colegas. Todos los protagonistas del cuadro son personajes reales con nombres y apellidos. E incluso el artista se esfuerza en plasmar la individualidad del ladrón, cuyo rostro es visible. Rembrandt trabajó también el color de la piel del difunto, utilizando unos pigmentos especiales para reflejar la palidez cadavérica.

La obra, que mide 169 centímetros de alto por 216 de ancho, se halla en el museo Mauritshuis de La Haya. En 1828, fue adquirida por el rey Guillermo I cuando la fundación de las viudas de los cirujanos sacó a la venta el lienzo. Décadas antes del trabajo de Rembrandt, hay otros cuadros y grabados que muestran disecciones. Pero ninguno tiene el carácter realista de este ni es capaz de retratar el carácter de unos personajes en los que podemos vislumbrar una mirada de reconocimiento y asombro.

Más allá de la representación y su técnica, La lección de anatomía refleja un momento en el que la medicina pasa a ser una ciencia experimental, basada en la práctica y en la observación. El cuerpo es ya un objeto que puede ser estudiado y que funciona mediante unas leyes de la mecánica y la física que nada tienen que ver con la religión y el alma.

No es una casualidad que Rembrandt fuera contemporáneo de Newton, Locke y Hobbes, los padres de un empirismo que reivindica la observación frente a la metafísica, el uso de la razón frente a los dogmas y la primacía de la ciencia sobre la fe. El mundo solo puede ser percibido mediante los sentidos, de suerte que solo lo verificable es considerado como válido.

Cuando Rembrandt acepta este encargo, la Compañía Neerlandesa de las Indias comerciaba en otros continentes y Ámsterdam era la ciudad más prospera y abierta de Europa. En última instancia, el cuadro es la representación del ascenso de una burguesía y de la emergencia de un mundo que apuntaba a lo que hoy llamamos modernidad.

Cuando la naturaleza es Dios

Caspar Friedrich logró plasmar en Acantilados blancos en Rügen la fuerza de un paisaje impregnado de espiritualidad

Desde que descubrí el óleo de Caspar David Friedrich, he pasado horas ensimismado en su contemplación. He leído sobre su vida y su obra, sobre la creación del cuadro, sobre la pintura durante el Romanticismo alemán. Pero resulta un empeño inútil intentar verbalizar la impresión que capta la vista, que se deja llevar por el fondo del mar hipnótico, la magia del entorno y los acantilados que muestra la tela.

El cuadro fue pintado en 1818 cuando el autor se hallaba en viaje de bodas con su joven esposa Caroline en la isla báltica de Rügen. Caspar tenía ya 44 años y se encontraba en su plenitud artística. El lienzo mide 90 por 71 centímetros y se conserva en un museo de Winterthur (Suiza). Estaba paseando con su mujer y un hermano que le acompañaba cuando descubrieron por azar el paisaje que le conmovió.

Acantilados blancos en Rügen no es el retrato realista de una naturaleza que se abre ante los ojos del artista, sino una visión mística e idealizada de un mundo impregnado de valores espirituales. “Friedrich dirige la mirada del espectador hacia una dimensión metafísica”, escribe Christopher John Murray, estudioso de su obra. No en vano sus temas principales son los bosques, el mar, los barcos, las ermitas abandonadas, los atardeceres y las nieblas matinales en los que aparecen figuras difuminadas que sirven de contrapunto a esa naturaleza salvaje y, a la vez, acogedora.

Caspar Friedrich representa en el cuadro a tres personajes sobre los acantilados de la isla báltica. Uno es el propio pintor, que está de pie y mira al océano. En el centro, coloca a su hermano, agachado para observar el abismo que se abre ante sus pies. Y, a la izquierda, se halla Caroline, su esposa, vestida con un elegante traje rojo. Los tres aparecen de espaldas bajo la sombra de dos árboles que crecen en el roquedal blanco, color característico de la piedra de creta que abunda en Rügen. Frente a ellos, en un mar en el que domina el gris apenas se perciben dos insignificantes veleros que se pierden en la inmensidad.

Hay tantas interpretaciones como espectadores de este cuadro. Algunos críticos apuntan que los acantilados representan el mundo de lo visible, la realidad material de la existencia, frente al vasto océano que encarna lo absoluto y la espiritualidad. Esta tesis se sostiene en que Friedrich era una persona muy religiosa, obsesionada por la muerte y el más allá. Pero, como en toda gran creación, el sentido descansa en la mirada de quien recrea la obra.

El pintor había nacido en Pomerania en 1774 en el seno de una familia burguesa de fe luterana. Su padre era fabricante de velas. Friedrich tuvo una infancia desgraciada porque su madre falleció cuando era niño. Y también perdió a dos hermanas y un hermano. Vivió atormentado porque estuvo a punto de morir a los 13 años al hundirse la capa de hielo que había bajo sus pies. Se salvó gracias a la intervención de su hermano que perdió la vida en el intento. Siempre se creyó responsable del suceso. Era un personaje kierkegaardiano, atenazado por la angustia existencial y el peso de la fatalidad.

Acantilados blancos de Rügen representa un raro momento de felicidad en su obra. No hay duda de que el matrimonio con Caroline le proporcionó años de equilibrio y plenitud. Pero Friedrich murió a los 65 años cuando su éxito había menguado y algunos críticos señalaban que se trataba de un pintor anticuado, que ya no reflejaba las nuevas realidades de la nación alemana. En la última etapa de su existencia, padeció una fuerte depresión y falleció “medio loco”, en expresión de un amigo.

De lo que no hay duda es de que Caspar Friedrich quería que su arte fuera un medio para expresar la esencia del espíritu alemán frente al racionalismo de la Ilustración. A diferencia de la fascinación que sentía Hegel, odiaba a Napoleón porque veía en él una fuerza anárquica y destructora de las viejas tradiciones. Tras casi un siglo de olvido, Friedrich fue redescubierto por el expresionismo, que conectaba muy bien con su estética.

No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de las similitudes entre sus lienzos y las creaciones de Turner y Constable, los dos pintores ingleses contemporáneos con los que coincide en esa visión exaltada y romántica de la naturaleza. Pero Friedrich añade un toque místico que atraviesa toda su obra. En estos tiempos de modernidad líquida, sus cuadros nos conmueven, nos retrotraen a un mundo donde el tiempo se detiene por la magia del arte.

Bajo el juego de las miradas

Diego Velázquez experimenta con la luz, las sombras y el espacio en Las meninas, una obra con la que nace la subjetividad moderna

Pocas obras en la historia de la pintura han suscitado tantas interpretaciones como Las meninas, el cuadro de Diego Velázquez. Ortega y Gasset veía en el lienzo una captura de “la instantaneidad”, Jonathan Brown apuntaba a una alegoría de la grandeza de la monarquía, Emmens ponía el foco en el carácter simbólico de los personajes y Michel Foucault incidía en la disolución del sujeto en la representación.

Como toda gran obra de arte, Las meninas es una creación abierta a muchos significados, pero en lo que existe una coincidencia generalizada es en la maestría del autor en la representación del espacio y de la luz, logrando un efecto tridimensional que mete al espectador en el cuadro.

Vemos a la izquierda de la tela al propio pintor con la paleta en la mano. Se ha distanciado unos pasos del lienzo para observar la obra. A la derecha y en el centro del cuadro, aparece la infanta Margarita, rodeada por las meninas, que son dos jóvenes de la alta aristocracia que la acompañan. Junto a ellas, la enana María Bárbola y un mastín. Y en segundo plano, dos asistentes en la penumbra. Hay una puerta abierta y una escalera desde la que se asoma José Nieto, mayordomo de la reina. Y en el espejo que aparece al fondo, en el centro de la línea de fuga, se reflejan Felipe IV y su esposa Mariana de Austria.

Todo sugiere que Velázquez está pintando al rey y la reina, que no se hallan a la vista del espectador, pero eso es imposible de saber con certeza. El cuadro, y esta es la gran innovación de la obra, representa un espacio que solo puede ser percibido por la subjetividad de quien lo mira. De suerte que el lienzo es creado y recreado cada vez que alguien se detiene ante él.

Como luego experimentarían los impresionistas, la luz juega un papel esencial en la representación. Un gran ventanal a la derecha de la tela ilumina a la infanta y sus acompañantes, pero también hay otro foco de luz que viene de la escalera y se sugiere la existencia de otra segunda ventana, apenas perceptible en el fondo de la habitación.

Con unos tonos oscuros y sombríos y los juegos magistrales de luces y sombras, Velázquez consigue una impresión de realismo puramente engañosa, ya que todo es artificio en este cuadro enigmático, que revela un orden y un espacio en el que, como subrayaba Foucault, no existe un sujeto de la representación. Todo es evanescente en esta composición.

El cuadro fue pintado en 1656, cuatro años antes de la muerte de su autor. El Reino de España había tenido que firmar la Paz de Westfalia, un tratado en el que se consagraba un nuevo orden en Europa tras la pérdida de importantes territorios por una serie de reveses militares. Tal vez por eso no hay una exaltación de la figura de los monarcas, que son simples reflejos en un espejo.

Por otro lado, Velázquez muere diez años después del fallecimiento de René Descartes, el padre del racionalismo y de la autonomía de la ciencia respecto a la fe. Fue Descartes quien sostuvo que el mundo está regido por leyes de la física y la mecánica, algo que concuerda muy bien con el universo que representa Velázquez en el que todo es humano, demasiado humano y material.

El pintor sevillano ejercía el puesto de “aposentador”, que era un cargo que le otorgaba la responsabilidad de ocuparse de que todo tenía que estar en orden para el bienestar de la familia real. Pese a su proximidad con el monarca, que colgó el cuadro de tres metros de alto en su despacho, Velázquez elude cualquier retrato mayestático de la institución, que es representada en un momento de su vida cotidiana.

En el mundo en el que vivió Velázquez la ciencia desplaza a la fe, los monarcas se humanizan y el arte deja de ocuparse de seres mitológicos y motivos religiosos para mostrarnos personajes de la calle que no tienen nada de épico ni de glorioso. En Las meninas es el propio espectador el que confiere sentido a la obra y al que parece apelar Velázquez cuando se distancia del cuadro para mirar a un espacio invisible con el pincel en la mano.

Los colores de la depresión

El pintor noruego Edvard Munch logró expresar en El grito (1893) la angustia existencial que acompaña a toda vida humana

Escribió Bernard Shaw que los espejos se emplean para ver la cara y el arte para ver el alma. Pocos cuadros en la historia de la pintura reflejan la angustia existencial como El grito de Edvard Munch, una obra hipnótica que atrapa al que la mira y que se ha convertido en un icono del expresionismo del que se considera precursor.

Resulta imposible definir los motivos por los que este cuadro de 91 centímetros de altura y 74 de ancho suscita esa atracción que va más allá del transcurso de las generaciones y de los cánones de la estética. Pintado con una técnica esquemática, casi infantil y con vivos colores, la obra tiene tal poder de captación que imanta al espectador. He experimentado la sensación de ser absorbido por la pintura cuando observo una de sus reproducciones.

Acudí a la exposición monográfica de Munch en el Museo de Orsay en París a finales de 2021 con la esperanza de disfrutar de El grito, pero lo que estaba allí expuesto era una litografía que me dejo frío. Había una enorme cola y tuve que esperar muchos minutos para poder entrar en la sala. Fue una decepción.

Ello no ha disminuido mi interés por el cuadro, sino que, por el contrario, ha incrementado mi deseo de ir a Oslo para contemplar las versiones expuestas en la Galería Nacional de Noruega y el museo que lleva al nombre del artista. Munch pintó cuatro variaciones, la primera en 1893. Tres se hallan en la capital nórdica y la otra fue comprada en una subasta de Sotheby’s por un magnate noruego en 2012. Pagó 120 millones de dólares.

Si algún día puedo ir a ver la obra, no sé si me sucederá como