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Ilusiones perdidas, de Honoré de Balzac, es una de las obras más emblemáticas de la serie La Comedia Humana y una aguda crítica a la sociedad francesa del siglo XIX. La novela narra el ascenso y la caída de Lucien de Rubempré, un joven poeta provinciano que viaja a París en busca de fama y reconocimiento. A través de sus experiencias en el mundo literario y periodístico, Balzac expone la corrupción, el oportunismo y las contradicciones de una sociedad movida por el dinero, la vanidad y las apariencias. Desde su publicación, Las ilusiones perdidas ha sido elogiada por su complejidad narrativa, su realismo detallado y su profundidad psicológica. Balzac disecciona con precisión los mecanismos del poder, la lucha de clases y las tensiones entre provincia y capital, entre arte y mercado. Lucien, atrapado entre sus ideales y las exigencias del mundo real, encarna la tragedia del artista que se enfrenta a un entorno implacable. La vigencia de la novela reside en su lúcida exploración de los sueños rotos, la ambición y el precio de la fama. Las ilusiones perdidas no solo ofrece un retrato vívido de su época, sino también una reflexión atemporal sobre la fragilidad de los ideales ante las fuerzas sociales y económicas que moldean el destino humano.
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Seitenzahl: 1208
Veröffentlichungsjahr: 2025
Honoré de Balzac
ILUSIONES PERDIDAS
Título original:
“Illusions perdues”
PRESENTACIÓN
ILUSIONES PERDIDAS
Los dos poetas
Un gran hombre de provincias en París
Los sufrimientos del inventor
Honoré de Balzac
1799 – 1850
Honoré de Balzac fue un novelista y dramaturgo francés, ampliamente reconocido como una de las figuras más influyentes de la literatura del siglo XIX. Nacido en Tours, Francia, Balzac es célebre por su monumental obra La Comedia Humana, una vasta colección de novelas y relatos interconectados que ofrecen un retrato detallado y realista de la sociedad francesa de su tiempo. Su enfoque minucioso en la psicología de los personajes, las clases sociales y las dinámicas económicas sentó las bases del realismo literario moderno.
Infancia y Educación
Honoré de Balzac nació en una familia de clase media acomodada. Desde temprana edad mostró interés por la lectura y la escritura, aunque su paso por la escuela fue irregular. Estudió Derecho en París, cumpliendo con los deseos de sus padres, pero pronto abandonó la carrera para dedicarse por completo a la literatura, enfrentándose a años de dificultades económicas y fracasos editoriales. A pesar de los obstáculos, perseveró con disciplina férrea y una ambición inquebrantable.
Carrera y Contribuciones
Balzac desarrolló una obra literaria sin precedentes tanto por su extensión como por su profundidad. La Comedia Humana, compuesta por más de 90 obras, incluye novelas como Eugénie Grandet, Papá Goriot y Esplendor y miseria de las cortesanas. En estas obras, Balzac disecciona con agudeza las motivaciones humanas, las desigualdades sociales y la influencia del dinero y el poder en las relaciones personales.
Papá Goriot (1835), una de sus novelas más conocidas, relata la historia de un anciano que sacrifica todo por sus hijas, quienes lo abandonan tras haberlo explotado emocional y financieramente. A través de esta historia, Balzac revela la crueldad del ascenso social y la decadencia de los lazos familiares en una sociedad dominada por la ambición. En Eugénie Grandet, se aborda la avaricia y la opresión patriarcal en un contexto provinciano, consolidando su maestría para retratar las pasiones humanas en conflicto con las estructuras sociales.
Impacto y Legado
Balzac fue pionero en el realismo literario, inspirando a generaciones de escritores como Marcel Proust, Émile Zola, Charles Dickens y Fiódor Dostoyevski. Su meticulosa observación del comportamiento humano y su capacidad para crear un universo literario interconectado influyeron profundamente en la narrativa moderna. Fue uno de los primeros autores en reutilizar personajes entre obras, dando lugar a un mundo ficticio cohesionado y creíble.
Además, su visión crítica de la sociedad francesa posnapoleónica, marcada por el materialismo y la lucha de clases, lo convierte en un cronista privilegiado de su época. La precisión con la que describe los ambientes urbanos, rurales y domésticos convierte su obra en un testimonio histórico y sociológico de gran valor.
Honoré de Balzac falleció en 1850, a los 51 años, tras una vida marcada por la escritura compulsiva y problemas de salud agravados por su estilo de vida extenuante. Aunque durante su vida fue reconocido por su talento, muchas veces fue también objeto de críticas por la densidad de su prosa y la intensidad de su producción.
Hoy, Balzac es considerado una piedra angular de la literatura universal. Su legado perdura no solo por la magnitud de su obra, sino por la profundidad con que exploró las pasiones humanas, el poder de las instituciones y las contradicciones de la vida moderna. Su obra continúa siendo leída y estudiada por su capacidad para capturar la complejidad del alma humana dentro del marco cambiante de la historia y la sociedad.
Sobre la obra
Ilusiones perdidas, de Honoré de Balzac, es una de las obras más emblemáticas de la serie La Comedia Humana y una aguda crítica a la sociedad francesa del siglo XIX. La novela narra el ascenso y la caída de Lucien de Rubempré, un joven poeta provinciano que viaja a París en busca de fama y reconocimiento. A través de sus experiencias en el mundo literario y periodístico, Balzac expone la corrupción, el oportunismo y las contradicciones de una sociedad movida por el dinero, la vanidad y las apariencias.
Desde su publicación, Las ilusiones perdidas ha sido elogiada por su complejidad narrativa, su realismo detallado y su profundidad psicológica. Balzac disecciona con precisión los mecanismos del poder, la lucha de clases y las tensiones entre provincia y capital, entre arte y mercado. Lucien, atrapado entre sus ideales y las exigencias del mundo real, encarna la tragedia del artista que se enfrenta a un entorno implacable.
La vigencia de la novela reside en su lúcida exploración de los sueños rotos, la ambición y el precio de la fama. Las ilusiones perdidas no solo ofrece un retrato vívido de su época, sino también una reflexión atemporal sobre la fragilidad de los ideales ante las fuerzas sociales y económicas que moldean el destino humano.
Al señor Víctor Hugo Usted, que, por el privilegio de los Rafael y de los Pitt, era ya un gran poeta a la edad en que los hombres son aún tan pequeños, como Chateaubriand, como todos los verdaderos talentos, ha luchado contra los envidiosos emboscados tras las columnas, o agazapados en los subterráneos del periódico. Con tal motivo, también deseo que su nombre victorioso ayude a la victoria de esta obra que le dedico, y que, según ciertas personas, será un acto de heroísmo a la ves que una historia llena de verdad. ¿Acaso los periodistas no hubiesen pertenecido, como los marqueses, los financieros, los médicos y los procuradores a Molière y a su teatro? ¿Por qué pues la Comedia Humana, que castigat ridendo mores exceptuaría una potencia, cuando la Prensa parisiense no exceptúa ninguna?
Me considero dichoso de poder declararme de este modo, su sincero admirador y amigo.
de Balzac.
En la época en que esta historia comienza, la prensa de Stanhope y sus rodillos distribuidores de tinta no funcionaban aún en las pequeñas imprentas de provincias. A pesar de la especialidad que le pone en contacto con la tipografía parisiense, Angulema utilizaba siempre prensas de madera, de las que se ha conservado la expresión "hacer gemir las prensas" que hoy en día ya no tiene razón de ser. La antigua imprenta utilizaba aún los tampones de cuero, recubiertos de tinta, con los que uno de los prensistas frotaba los moldes. La plataforma móvil en donde se coloca la forma, sobre la que se aplica la hoja de papel, era aún de piedra y justificaba su nombre de mármol. Las devoradoras prensas mecánicas han hecho hoy olvidar tan bien este mecanismo, al que debemos, a pesar de su imperfección, los bellos libros de Elzevir, Plantin, Aldo y Didot, que es necesario mencionar el viejo utillaje por el que Jérôme-Nicolas Séchard sentía un afecto supersticioso, ya que desempeña un papel en esta gran pequeña historia.
Este Séchard era un antiguo prensista, a quienes en su jerga los tipógrafos llamaban osos. El movimiento de vaivén, que se parece bastante al de un oso en la jaula, mediante el cual los prensistas van del tintero a la prensa y de la prensa al tintero, les ha valido, sin duda alguna, este apodo. Pero, es a causa del continuo ejercicio que estos señores hacen para coger las letras en los ciento cincuenta y dos cajetines que las contienen.
En la desastrosa época de 1793, Séchard, que contaba unos cincuenta años, se encontró casado. Su edad y su matrimonio le habían librado de la gran movilización que llevó a todos los obreros al ejército. El antiguo impresor se quedó solo en la imprenta, cuyo propietario acababa de morir, dejando una viuda sin hijos. El establecimiento parecía estar abocado, por lo tanto, a una inmediata desaparición. El solitario oso parecía incapaz de convertirse en mono, ya que en su calidad de impresor nunca había sabido leer ni escribir. Sin tener en cuenta esta incapacidad, un representante del pueblo, que deseaba dar a conocer en seguida los decretos de la Convención, concedió al operario el privilegio de maestro impresor, encargándole oficialmente de este trabajo. Después de aceptar tan peligroso título, el ciudadano Séchard indemnizó a la viuda entregándole las economías de su mujer, con las que pagó el material que había en la imprenta. Sin embargo, esto no era todo. Había que imprimir sin la menor dilación los decretos republicanos. En situación tan apurada, Séchard tuvo la suerte de encontrar a un noble marsellés que no deseaba emigrar a ninguna parte para no perder sus tierras, ni tampoco ponerse en evidencia para no perder la cabeza, por lo que no podía comer si no era trabajando. Así fue como el señor conde de Maucombe vistió la humilde blusa de regente en una imprenta de provincias, compuso y corrigió por sí mismo los decretos que condenaban a muerte a los ciudadanos que ocultaban a los nobles, y el oso, convertido ya en propietario, los hizo fijar en las esquinas quedando así ambos a salvo.
En 1795, después de haber pasado la peor época del terror, Nicolas Séchard se vio obligado a buscar otro colaborador. Entonces fue un cura, que había sido obispo durante la Restauración y que se negaba a prestar juramento, quien remplazó al conde de Maucombe hasta el día en que el Primer Cónsul restableció la religión católica.
Si bien Jérôme-Nicolas Séchard no sabía en 1802 leer ni escribir mejor que en 1793, a cambio se había procurado abundantes medios para poder pagar un buen colaborador. El operario que antes se preocupaba tan poco de su porvenir, ahora se hacía temer de sus osos y monos. Y es que la avaricia comienza donde la pobreza cesa. El día que el impresor entrevió la posibilidad de hacer fortuna, el interés desarrolló en él una inteligencia material de su estado, pero ávida, suspicaz y penetrante. Su práctica despreciaba a la teoría. Había terminado por calcular en una sola ojeada el precio de una página y de una hoja, según el cuerpo de cada carácter. Probaba a sus ignorantes parroquianos que las letras grandes costaban más de manejar que las finas; si eran pequeñas, decía que eran más difíciles de manipular. Siendo la composición la parte tipográfica de la que nada entendía, tenía tanto miedo a equivocarse que sólo hacía contratos leoninos. Si sus cajistas trabajaban por horas, los vigilaba constantemente. Si se enteraba de que algún fabricante se encontraba en apuros, compraba su papel a un precio irrisorio y lo almacenaba. Desde aquellos tiempos, también, poseía la casa donde la imprenta estaba instalada desde tiempo inmemorial. Tuvo toda suerte de dichas: quedó viudo y no tuvo más que un solo hijo; lo colocó en el liceo de la ciudad, más que por darle una educación, por prepararse un sucesor; le trataba severamente a fin de prolongar la duración de su poder paternal; en consecuencia, los días de vacaciones le hacía trabajar en las cajas para que, según le decía, aprendiera a ganarse la vida a fin de que un día pudiera recompensar a su pobre padre que se mataba por instruirle. A la marcha del sacerdote, Séchard escogió como regente a aquel de sus cuatro cajistas que el futuro obispo le señaló como el más honrado e inteligente. De este modo el hombre se encontró en situación de esperar el momento en que su hijo pudiera dirigir el establecimiento, que entonces se ampliaría bajo jóvenes y hábiles manos.
David Séchard hizo unos brillantes estudios en el liceo de Angulema. A pesar de que como oso, advenedizo y sin conocimientos ni educación, despreciaba la ciencia considerablemente, el tío Séchard envió a su hijo a París para que estudiara alta tipografía, pero le hizo una recomendación tan enérgica de amasar una buena suma en una región a la que llamaba el paraíso de los obreros, diciéndole que no contara con la bolsa paterna, que veía, sin duda, un medio de llegar a sus fines en esa estancia en el país de la Sabiduría. Mientras aprendía su oficio, David terminó su educación en París. El regente de los Didot se hizo un sabio. Hacia fines del año 1819, David
Séchard abandonó París sin haber costado un céntimo a su padre, quien le llamó para colocar entre sus manos el timón de sus negocios. La imprenta de Nicolas Séchard poseía por aquel entonces el único diario de anuncios judiciales que existía en el departamento, y trabajaba para la Prefectura y el Obispado, tres clientelas que deberían proporcionar una gran fortuna a un joven activo.
Precisamente por esta época, los hermanos Cointet, fabricantes de papel, compraron el segundo título de impresor con residencia en Angulema, y que hasta entonces el viejo Séchard había sabido reducir a la más completa inactividad, gracias a las crisis militares que, bajo el Imperio, redujeron cualquier movimiento industrial; por tal razón, no la había adquirido y su tacañería fue una causa de ruina para la vieja imprenta. Al enterarse de esta noticia, el viejo Séchard pensó alegremente que la lucha que se establecería entre su establecimiento y los Cointet sería sostenido por su hijo y no por él.
"Yo hubiese sucumbido — se dijo — , pero un joven educado y formado en la casa Didot saldrá adelante".
El septuagenario suspiraba por el momento en que pudiera vivir a sus anchas. Si en la alta tipografía tenía pocos conocimientos, en cambio pasaba por ser extremadamente ducho en un arte que los obreros han dado en llamar humorísticamente la borrachografía, arte muy estimado por el autor de Pantagruel, pero cuyo culto, perseguido por las sociedades llamadas de templanza, está cada día más abandonado.
Jérôme-Nicolas Séchard, fiel al destino que su nombre le había trazado, estaba dotado de una sed inextinguible. Durante muchos años su mujer había contenido dentro de sus justos límites esta pasión por la uva prensada, gusto tan natural a los osos, que el señor de Chateaubriand lo observó en los verdaderos osos de América; pero los filósofos han observado acertadamente que las costumbres de la edad temprana vuelven de nuevo en la vejez con más fuerza aún. Séchard confirmaba esta ley moral: cuanto más envejecía, más le gustaba la bebida. Su pasión dejaba sobre su fisonomía de oso unas huellas que le hacían original: su nariz había adquirido el desarrollo y la forma de una A mayúscula de considerable tamaño, sus dos mejillas venosas se parecían a esas hojas de viña llenas de protuberancias violáceas, purpurinas y a veces empenachadas; se hubiera dicho que era una monstruosa trufa envuelta en los pámpanos otoñales. Escondidos bajo dos espesas cejas, semejantes a dos arbustos cargados de nieve, sus ojillos grises, en los que chispeaba la astucia de una avaricia que lo mataba todo en él, incluso la paternidad, conservaban su inteligencia incluso dentro de la borrachera. Su cabeza calva y desmochada, pero orlada por cabellos grises que aún se rizaban, recordaba a los franciscanos de los Cuentos de La Fontaine.
Era bajito y ventrudo, como muchos de esos viejos quinqués que consumen más aceite que mecha, ya que los excesos en cualquier cosa empujan el cuerpo al camino que le es más cómodo. La embriaguez, como el estudio, engorda aún más al hombre gordo y adelgaza al hombre ya de por sí delgado. Jérôme-Nicolas Séchard llevaba desde hacía treinta años el famoso tricornio municipal, que en algunas provincias aún se encuentra sobre la cabeza del pregonero de la villa. Su chaleco y su pantalón eran de una pana verdosa. También tenía una vieja levita marrón oscuro, medias de algodón de varios colores y zapatos con hebilla de plata. Esta vestimenta, en la que una vez más el obrero reaparecía en el burgués, convenía tan bien a sus vicios y a sus costumbres y expresaba su forma de vida de modo tan perfecto, que aquel hombre daba la impresión de haber nacido completamente vestido; os hubiera parecido tan raro sin sus ropajes como una cebolla sin su piel.
Si el viejo impresor no hubiese dado ya desde hacía tanto tiempo una medida de su ciega avidez, su abdicación hubiese sido suficiente para describir su carácter. A pesar de los conocimientos que su hijo debería traer de la gran escuela de los Didot, se propuso realizar a sus expensas el buen negocio que desde hacía tanto tiempo rumiaba. Si el padre hacía uno bueno, el hijo debía de hacerlo malo. Mas para el hombre en los negocios no había padres ni hijos. Si en un principio había visto en David a su hijo único, más tarde lo consideró como un comprador cuyos intereses eran opuestos a los suyos: quería vender caro. David tenía que comprar barato; su hijo, por tanto, se convertía en un enemigo al que había que vencer.
Esta transformación del sentimiento en interés personal, ordinariamente lenta, tortuosa e hipócrita entre las personas bien educadas, fue rápida y directa en el viejo oso, que demostró hasta qué punto dominaba la astuta borrachografía a la tipografía instruida. Cuando llegó su hijo, el buen hombre le testimonió la ternura comercial que las gentes hábiles sienten por los cándidos: se preocupó por él como un amante se hubiese ocupado de su querida; le dio el brazo, le dijo dónde era necesario poner los pies para no tropezar; había hecho arreglar su cama, encender el fuego y preparar una cena. A la mañana siguiente, después de haber intentado emborrachar a su hijo en el curso de una suculenta cena, Jérôme-Nicolas Séchard, bastante avinado, le dijo un "¿Hablamos de negocios?" que pasó tan dificultosamente entre dos hipos, que David le rogó dejar los negocios para la mañana siguiente. El viejo oso sabía sacar demasiado buen partido de su embriaguez para abandonar una batalla preparada desde hacía tanto tiempo. Además, después de haber llevado la cruz durante cincuenta años, se dijo, no quería conservarla ni una hora más. Mañana su hijo sería el Ingenuo.
Aquí tal vez sea necesario decir algo sobre el establecimiento. La imprenta, situada en el lugar en donde la calle de Beaulieu desemboca a la plaza du Murier, se había establecido en esta casa de finales del reinado de Luis XIV. Por tal motivo, y desde hacía mucho tiempo, el lugar había sido ya adecuado a la explotación de esta industria. La planta baja formaba una inmensa sala que recibía luz de la calle a través de una vieja cristalera, y por una claraboya, de un patio interior. Al despacho del dueño se podía llegar por una senda. Pero en provincias, los procedimientos de la tipografía son siempre objeto de una curiosidad tan viva que los parroquianos prefieren entrar por una puerta vidriera, practicada en la fachada que daba a la calle, aunque era preciso bajar unos escalones, ya que el suelo del taller se encontraba por debajo del nivel de la calle. Los curiosos, embobados, nunca se preocupaban de las dificultades de pasar a través de los estorbos del taller. Si contemplaban los racimos de hojas colgadas de cuerdas que pendían del techo, se pegaban contra las cajas o se despeinaban con las palancas de las prensas. Si seguían los ágiles movimientos de un cajista, escogiendo sus letras de los ciento cincuenta y dos cajetines de su caja, mientras leía su manuscrito, releía la línea en su componedor y colocaba en él una interlínea, se tropezaban con una resma de papel mojado o se golpeaban la cadera contra el ángulo de un banco; todo ello ante el gran regocijo de los osos y de los monos. Nunca nadie había podido llegar sin accidente hasta dos grandes cajas situadas al fondo de esta caverna, que formaban una especie de pabellones en el patio, en uno de los cuales sentaba cátedra el regente y en el otro el maestro impresor.
En el patio, las paredes estaban decoradas agradablemente con emparrados que, vista la reputación del dueño, tenían un apetitoso color local. Al fondo, y adosado al negro muro medianero, se alzaba un cobertizo en ruinas donde se secaba y se arreglaba el papel. Allí se encontraba el lavadero, donde antes y después de cada impresión se lavaban las formas, o, por emplear un lenguaje más sencillo, los moldes de los tipos; de allí se escapaba una decocción de tinta, mezclada a las aguas negras provenientes de la casa que hacía creer a los aldeanos que llegaban el día de mercado que el diablo se había adueñado de aquella casa. Este cobertizo estaba flanqueado por un lado por la cocina y por el otro por una leñera. El primer piso de esta casa, sobre el cual no había más que dos habitaciones abuhardilladas, se componía de tres cuartos. El primero, tan largo como la senda, menos la caja de la vieja escalera de madera, iluminado por la calle mediante una claraboya oblonga, y al patio por un ojo de buey, servía a la vez de antecámara y comedor. Pura y simplemente blanqueado, se hacía señalar por la cínica simplicidad de la avaricia comercial: el sucio cristal nunca había sido lavado; el mobiliario se componía de tres sillas cojas, una mesa redonda y un aparador situado entre dos puertas que daban entrada a un dormitorio y a un salón; las ventanas y la puerta estaban ennegrecidas por la mugre, papeles blancos o impresos la llenaban la mayor parte del tiempo; a menudo, el postre, las botellas o los platos de la cena de Jérôme-Nicolas Séchard se encontraban sobre los fardos.
El dormitorio, cuya viga tenía una vidriera emplomada que hacía pasar la luz desde el patio, estaba cubierto por una de esas viejas alfombras que se suelen ver a lo largo de las casas el día del Corpus Christi. Había también un gran lecho con columnas, guarnecido por cortinas, con dosel y un cubrepiés de sarga roja, dos sillones carcomidos, dos sillas de madera de nogal y tapizadas, un viejo escritorio, y sobre la chimenea un antiguo reloj. Esta habitación, en la que se respiraba lo campechano y patriarcal, llena de matices oscuros, había sido amueblada por el señor Rouzeau, predecesor y maestro de Jérôme-Nicolas Séchard. El salón, modernizado por la difunta señora Séchard, ofrecía espantosos revestimientos de madera, pintados de un azul deslavazado; los entrepaños estaban decorados con un papel con escenas orientales, coloreadas en bistre sobre un fondo blanco; el mobiliario consistía en seis sillas guarnecidas con badana azul y cuyos respaldos representan unas liras. Las dos ventanas, groseramente abogadas, a través de las cuales la vista abrazaba la plaza du Murier, carecían de cortinas; la chimenea no tenía ni fuego, ni reloj, ni espejo. La señora Séchard había muerto en medio de sus proyectos de embellecimiento y el oso no comprendía la utilidad de las mejoras que no proporcionaban ningún beneficio, por lo que las abandonó. Allí fue adonde Jérôme-Nicolas Séchard, pede titubante, condujo a su hijo enseñándole sobre la mesa redonda una lista del material de la imprenta que, según sus instrucciones, el regente había preparado.
— Lee eso, hijo mío — dijo Jérôme-Nicolas Séchard, girando sus borrachos ojos del papel a su hijo y de su hijo al papel — . Podrás ver la joya de imprenta que te doy.
— Tres prensas de madera, dirigidas por barras de hierro con una platina de fundición…
— Es una mejora que he hecho — dijo el viejo Séchard, interrumpiendo a su hijo.
— Con todos sus utensilios: tinteros, tipos y bancos, etc., ¡mil seiscientos francos! Pero, padre — dijo David Séchard, dejando caer el inventario — , sus prensas son unos cacharros que no valen ni cien escudos y que sólo sirven para el fuego.
— ¿Cacharros?… — gritó el viejo Séchard — , ¿cacharros?… ¡Coge el inventario y bajemos! Vas a ver si vuestras invenciones de mala cerrajería maniobran como esos viejos aparatos tan despreciados. Después no tendrás el valor suficiente para injuriar a honestas prensas que marchan mejor que los coches correos y que aún marcharán durante toda tu vida sin necesitar la menor reparación: ¡Cacharros! ¡Sí, son los cachorros los que te ayudarán a encontrar la sal para cocer los huevos que has de comer! Cacharros que tu padre ha manipulado durante veinte años y que le han servido para hacer de ti lo que ahora eres.
El padre se precipitó por la escalera vieja y usada, tambaleándose, pero sin perder el equilibrio; abrió la puerta que daba al taller, se precipitó sobre la primera de sus prensas, disimuladamente engrasada y limpia, y mostró las fuertes patas de madera de roble, barnizadas por su aprendiz.
— ¿Acaso no es un encanto de prensa? — dijo.
Había una participación de boda en aquel momento. El viejo oso hizo descender la frasqueta sobre el tímpano y el tímpano bajo la platina, que deslizó bajo la prensa; empujó la barra, desenrolló la cuerda para atraer de nuevo la platina, y levantó tímpano y frasqueta con la agilidad que hubiese tenido un joven oso. La prensa, maniobrada de esta forma, lanzó un gemido tan alegre como el de un pájaro que tras de golpearse contra un cristal hubiese logrado levantar el vuelo libremente.
— ¿Hay una sola prensa inglesa que sea capaz de llevar ese ritmo? — dijo el padre al sorprendido hijo.
El anciano Séchard corrió sucesivamente a la segunda y tercera prensa, en cada una de las cuales realizó la misma maniobra con igual habilidad. La última ofreció a su vista enturbiada por el vino un rincón descuidado por el aprendiz; el borracho, tras de haber jurado profusamente, tomó uno de los faldones de su levita para frotar como un chalán que lustra el pelo de un caballo que ha de vender.
— Con esas tres prensas, sin regente, puedes llegar a ganar tus nueve mil francos por año, David. Como futuro socio tuyo, me opongo a que las reemplaces por esas malditas prensas de fundición que inutilizan los caracteres. En París habéis gritado milagro al conocer el invento de ese maldito inglés, un enemigo de Francia que ha querido hacer la fortuna de los fundidores. ¡Ah!, ¡habéis querido unas Stanhope!; gracias por vuestras Stanhope, cada una cuesta dos mil quinientos francos, casi dos veces más de lo que cuestan mis tres perlas en conjunto y que matan la letra por su falta de elasticidad. No soy instruido como tú, pero acuérdate siempre de esto: la vida de las Stanhope es la muerte del tipo. Estas tres prensas te harán un buen servicio, la obra quedará tirada rápidamente, y los anguleminos no te pedirán más. Imprime con hierro o con madera, con oro, o con plata, como quieras, que no te pagarán un ochavo más.
— Ítem — dijo David — , cinco millares de libras de tipos procedentes de la fundición del señor Vaflard…
Ante este nombre, el alumno de los Didot no pudo retener una sonrisa…
— ¡Ríe, ríe! Después de doce años, los tipos están aún nuevos. ¡Eso es lo que yo llamo un fundidor! El señor Vaflard es un hombre honrado que suministra material sólido, y para mí el mejor fundidor es aquel a cuya casa se va lo menos posible.
— Valorados en diez mil francos — continuó David — . ¡Diez mil francos, padre! ¡Pero si es a cuarenta sueldos la libra, y los señores Didot venden su cicero nuevo sólo a treinta y seis sueldos la libra! Esos tipos usados no valen más que el precio del plomo, diez sueldos la libra.
— Tú llamas tipos usados a las bastardillas, y a las negritas y a las redondas del señor Gillé, que fue impresor del Emperador, tipos que valen a seis francos la libra, obras maestras del grabado compradas hace cinco años y muchas de las cuales aún conservan el blanco del metal, ¡mira!
El viejo Séchard abrió algunas cajas con tipos que no habían sido utilizados y se los enseñó.
— No soy un sabio, no sé leer ni escribir, pero aún sé lo suficiente para adivinar que los tipos de escritura de la casa Gillé han sido los padres de los ingleses de tus señores Didot. He aquí una redonda — dijo, señalando una caja y cogiendo de ella una M — , una redonda de cicero que aún no ha sido desengrasada.
David se dio cuenta de que no había forma de discutir con su padre. Era preciso admitirlo todo o rechazarlo todo; se encontraba entre un no y un sí. El viejo oso había incluido en el inventario hasta las cuerdas. La mínima resmilla, las tablas, las escudillas, la piedra y los cepillos de limpiar, todo estaba valorado con la escrupulosidad de un avaro. El total llegaba a los treinta mil francos, incluyendo el título de maestro impresor y la clientela. David se preguntaba si el asunto valía o no la pena. Viendo a su hijo atónito ante aquella suma, el viejo Séchard comenzó a inquietarse, ya que prefería un debate violento a una aceptación silenciosa. En esta clase de transacciones, la discusión anuncia a un negociante capaz que defiende sus intereses. "Quien consiente en todo — decía el viejo Séchard — no paga nada". Espiando siempre el pensamiento de su hijo, dedujo los utensilios averiados, necesarios para la explotación de una imprenta en provincias; sucesivamente condujo a David ante una prensa de satinar, una guillotina para hacer las obras de ciudad y le ensalzó su utilidad y solidez.
— Los viejos aparatos son siempre los mejores — dijo — . En la imprenta se deberán pagar más caros que los nuevos, como se hace en los batidores de oro.
Horribles cromos representando Himeneos, Amores o muertos que levantaban las losas de sus sepulcros, describiendo una V o una M, enormes cuadros de máscaras para los pasquines de espectáculos, se convirtieron, por efectos de la elocuencia avinada de Jérôme-Nicolas, en objetos del mayor valor. Dijo a su hijo que la costumbre de los provincianos estaba tan fuertemente arraigada que trataría en vano de ofrecerles cosas mejores que a las que estaban acostumbrados. Él mismo, Jérôme-Nicolas Séchard, había intentado venderles mejores almanaques que los del Double Liégeois, impreso en papel de primera calidad, y, ¿qué había pasado? El verdadero Double Liégeois había sido preferido a los mejores y magníficos almanaques. Bien pronto David reconocería la importancia de estas antiguallas vendiéndolas más caras que las novedades más costosas.
— ¡Ah!, hijo mío, la provincia es la provincia y París es París. Si un hombre del Houmeau se te presenta para encargarte su participación de boda y tú no se la imprimes con un amorcillo rodeado de guirnaldas, no se considerará casado y no se la llevará si sólo ve una M como en el establecimiento de tus señores Didot, que son la gloria de la tipografía, pero cuyas ideas no serán adoptadas en la provincia antes de cien años. Y eso es todo.
Las personas generosas suelen ser malos comerciantes. David tenía una de esas púdicas naturalezas tiernas que se azaran en una discusión y que ceden en el momento en que el adversario apela demasiado al corazón. Sus elevados sentimientos y el imperio que el viejo borracho había conservado sobre él, le hacían aún menos idóneo para mantener un debate sobre el dinero con su padre, sobre todo cuando él pensaba que iba con las mejores intenciones, ya que en un principio atribuyó su voracidad al interés y al apego que el impresor tenía por sus instrumentos. Sin embargo, como Jérôme-Nicolas Séchard habíalo obtenido todo de la viuda Rouzeau por diez mil francos en asignados, y que en el actual estado de las cosas treinta mil francos eran un precio exorbitante, el hijo exclamó: — ¡Padre!, ¡me ahoga!
— ¿Yo, que te di la vida?… — dijo el viejo borracho, levantando la mano hacia el tendedero — . Pero, David, ¿en cuánto valoras tú la licencia? ¿Sabes lo que significa el Diario de Anuncios, a diez sueldos la línea, privilegio que, sólo él, ha dado quinientos francos el mes pasado? ¡Muchacho, repasa los libros, mira lo que producen los bandos y los registros de la prefectura, la clientela de la alcaldía y la del obispado! Eres un perezoso que no quiere hacer fortuna. Estás regateando el caballo que te ha de conducir a alguna buena propiedad, como la de Marsac.
A este inventario iba unida un acta de sociedad entre el padre y el hijo. El buen padre alquilaba su casa a la sociedad por una suma de mil doscientos francos, a pesar de que cuando la compró no pagó más de seis mil libras, reservándose una de las dos habitaciones hechas en la buhardilla. Mientras David Séchard no hubiese devuelto los treinta mil francos, los beneficios se repartirían a medias; el día en que hubiese reembolsado esa suma a su padre, se convertiría en el único propietario de la imprenta. David calculó el título, la clientela y el diario sin preocuparse de la herramienta; pensó que podría liberarse, y aceptó las condiciones. Acostumbrado a las trapacerías de los aldeanos y no conociendo nada de los amplios cálculos de los parisienses, el padre se extrañó de una conclusión tan rápida.
"¿Se habrá enriquecido mi hijo — se dijo — , o en este momento se está imaginando la manera de no pagarme?".
Guiado por este pensamiento, le estuvo preguntando, para sonsacarle, si había traído dinero consigo a fin de que le diera algo a cuenta. La curiosidad del padre despertó la desconfianza del hijo. David no despegó los labios. A la mañana siguiente, el viejo Séchard hizo que el aprendiz le llevara a la habitación del segundo piso todos sus muebles, que esperaba trasladar a su casa de campo por los carros que volverían de allí de vacío. Abandonó a su hijo las tres habitaciones del primer piso completamente vacías, al mismo tiempo que le hacía tomar posesión de la imprenta sin darle un céntimo para pagar a los obreros. Cuando David rogó a su padre que en su calidad de asociado contribuyera a los gastos necesarios para la puesta en marcha de la explotación común, el viejo impresor se hizo el desentendido. No se había obligado, dijo, a entregar dinero al dar su imprenta; su aportación a los fondos ya había sido hecha. Presionado por la lógica de su hijo, le respondió que cuando había comprado la imprenta a la viuda Rouzeau se había abierto camino sin un céntimo. Si él, pobre obrero sin conocimientos ni instrucción, había triunfado, un alumno de Didot lo podía hacer aún mejor. Por otro lado, David había ganado dinero que provenía de la educación pagada con el sudor de la frente de su anciano padre; bien podía emplearlo hoy.
— ¿Qué has hecho de tus dineros? — le dijo, volviendo a la carga a fin de aclarar el problema que el silencio de su hijo había dejado la víspera tan oscuro.
— ¿Pero, acaso no tenía que vivir, no he comprado libros? — respondió David, indignado.
— ¡Ah!, ¿comprabas libros? Harás malos negocios. Las personas que compran libros no sirven para imprimirlos — respondió el oso.
David experimentó la más horrible de las humillaciones, la causada por la sordidez de un padre: le fue preciso sufrir el flujo de viles razonamientos, llorosos y ruines, comerciales, mediante los que el viejo avaro formuló su negativa. Ocultó su dolor en el fondo de su alma, viéndose solo, sin apoyo, encontrando que su padre era un especulador, a quien, por curiosidad filosófica, quiso conocer a fondo. Le hizo saber que jamás le había pedido cuentas de la fortuna de su madre. Si esta fortuna no podía servir de compensación en el precio de la imprenta, serviría para la explotación en común.
— ¿La fortuna de tu madre? — dijo el viejo Séchard — . ¡Pues sólo era su inteligencia y su belleza!
Ante esta respuesta, David adivinó por completo el carácter de su padre y se dio cuenta de que para obtener un adelanto le sería necesario intentar un proceso interminable y deshonroso, además de muy costoso. Este noble corazón aceptó la carga que sobre él iba a pesar, ya que sabía a costa de cuántos esfuerzos cumpliría los compromisos acordados con su padre.
"Trabajaré — se dijo — . Después de todo, si a mí me cuesta, también él lo pasó mal. Por otro lado, siempre será trabajar para mí mismo".
— Te dejo un tesoro — dijo el padre, inquieto por el silencio de su hijo.
David preguntó qué tesoro era ése.
— Marion — dijo el padre.
Marion era una gruesa muchacha campesina, indispensable para la explotación de la imprenta: ella humedecía el papel y lo recortaba, hacía los recados y cocinaba, lavaba la ropa, descargaba los carros de papel, quitaba y limpiaba los tampones. Si Marion hubiese sabido leer, el viejo Séchard la hubiese puesto en las cajas.
El padre emprendió a pie el camino del campo. A pesar de que se sentía muy contento por aquella venta disfrazada de asociación, se encontraba inquieto al pensar en la forma en que sería pagado. Tras de las angustias de la venta, vienen siempre las de su realización. Todas las pasiones son esencialmente jesuíticas. Este hombre, que consideraba la instrucción como inútil, se esforzó en creer en la influencia de la instrucción. Hipotecaba sus treinta mil francos a las ideas del honor que la educación tenía que haber desarrollado en su hijo. Como joven bien educado, David sudaría sangre y lágrimas para cumplir sus compromisos, y sus conocimientos le ayudarían a encontrar soluciones; se había mostrado lleno de buenos sentimientos, y pagaría. Muchos padres que reaccionan de esta forma creen haber obrado paternalmente, al igual que el viejo Séchard había acabado por considerarlo así al llegar a su viñedo situado en Marsac, pequeño pueblo a cuatro leguas de Angulema. Esta propiedad, en la que el propietario precedente había levantado una bonita casa, había ido aumentando de año en año desde 1809, época en la que el viejo oso la había adquirido. A los cuidados de la prensa sustituyeron los cuidados al lagar, y como él mismo decía, hacía tanto tiempo que era fiel a la viña, que sabía bien lo que se hacía. Durante el primer año de su retiro en el campo, el tío Séchard dejó ver un rostro preocupado por encima de sus rodrigones; siempre estaba en su viñedo como antaño se encontraba en su taller.
Estos treinta mil francos inesperados le embriagaban aún más que el néctar otoñal, los manejaba entre sus pulgares idealmente. Cuanto menos se le debía más ansias sentía por terminar de cobrar. Con tal motivo, a menudo corría de Marsac a Angulema, atraído por sus inquietudes. Escalaba las rampas de la roca en cuya cima se asienta la ciudad y entraba en el taller para ver si su hijo salía adelante. Las prensas se encontraban en su sitio. El único aprendiz, tocado con un gorro de papel, limpiaba un tampón. El viejo oso oía rechinar a una prensa sobre alguna participación, reconocía sus viejos tipos y distinguía al regente y a su hijo, cada uno en su jaula, leyendo un libro, que el oso tomaba por pruebas. Tras de haber comido con David, se volvía a sus tierras de Marsac, rumiando sus temores.
La avaricia, al igual que el amor, tiene un don especial de visión: los acontecimientos futuros los presiente y los adivina. Lejos del taller, donde la silueta de sus máquinas le fascinaba, trasladándole a los días en los que hacía fortuna, el viñador encontraba en su hijo inquietantes síntomas de inactividad. El nombre de Cointet hermanos le enfurecía, lo veía dominando al de Séchard e hijo. En una palabra, el viejo notaba el viento de la desgracia. Este presentimiento era justo: la desgracia se cernía sobre la casa Séchard. Pero los avaros tienen un dios. Debido a una coincidencia de imprevistas circunstancias, este dios tenía que hacer caer en la escarcela del borracho el precio de su venta usuraria. He aquí por qué la imprenta Séchard iba a menos, a pesar de sus elementos de prosperidad. Indiferente ante la reacción religiosa que la Reacción producía en el gobierno, y sin preocuparse tampoco por el liberalismo, David mantenía la más perjudicial de las neutralidades en materia política y religiosa. Vivía en una época en la que los comerciantes de provincias tenían que profesar una opinión para poder tener una clientela, ya que era preciso optar entre la parroquia de los liberales y la de los realistas. Un amor que llegó al corazón de David, sus preocupaciones científicas y su buen carácter, le impidieron tener esa disposición para la ganancia que constituye y forma el carácter del verdadero comerciante y que le hubiese hecho estudiar las diferencias entre la industria provinciana y la parisiense. Los matices, tan acusados en provincias, desaparecían en el gran movimiento de París. Los hermanos Cointet se pusieron a tono con las opiniones monárquicas, ayunaron de forma ostensible, frecuentaron la catedral, cultivaron la amistad de los curas y reimprimieron los primeros libros religiosos cuya necesidad se hizo pronto sentir. Los Cointet tomaron, pues un adelanto en esta lucrativa rama y calumniaron a David Séchard, acusándole de liberalismo y ateísmo. ¿Cómo trabajar, decían, con un hombre que tenía por padre un septembriseur, un borracho, un bonapartista, un viejo avaro que tarde o temprano dejaría montones de oro? Ellos eran pobres, cargados de familia, mientras que David era soltero y sería inmensamente rico, y por eso sólo pensaba en su conveniencia, etc. Influidos por estas acusaciones hechas contra David, la Prefectura y el Obispado acabaron por dar el privilegio de sus impresiones a los hermanos Cointet. Bien pronto, estos ávidos antagonistas, enardecidos por la pasividad de su rival, crearon un segundo diario de anuncios. La vieja imprenta quedó reducida a las impresiones de la ciudad, y el producto de su hoja de anuncios quedó reducido en su mitad. Enriquecida con las ganancias tan considerables obtenidas con los libros eclesiásticos y de piedad, la casa Cointet propuso en seguida a los Séchard la compra de su diario para, de esa manera, tener los anuncios de la provincia y las inserciones judiciales en exclusiva. En cuanto David comunicó esta noticia a su padre, el viejo viñador, asustado ya por los progresos de la casa Cointet, se lanzó de Marsac hasta la plaza du Murier con la rapidez de un cuervo que ha olfateado los cadáveres en un campo de batalla.
— Déjame a mí entendérmelas con los Cointet, no te mezcles en este asunto — dijo a su hijo.
El anciano pronto adivinó el interés de los Cointet y les aterró por la sagacidad de su agudeza.
— Su hijo cometía una tontería que venía a impedir — dijo — . ¿Sobre qué descansará nuestra clientela si cede nuestro diario? Los abogados, los notarios, todos los negociantes del Houmeau, serán liberales; los Cointet han querido perjudicar a los Séchard, acusándoles de liberalismo; de esta manera les han dado una sólida base, ya que todos los anuncios de los liberales serán para los Séchard. ¿Vender el diario?… Pues ya tanto daba vender el material y la licencia.
Entonces pidió a los Cointet sesenta mil francos por la imprenta, para no arruinar a su hijo: quería a su hijo y defendía a su hijo. El viñador se sirvió de su hijo como los aldeanos utilizan a sus mujeres: su hijo quería o no quería, según las proposiciones que una a una arrancaba a los Cointet, conduciéndolos, no sin esfuerzos, a dar una suma de veintidós mil francos por el Diario de la Charente. Pero David tuvo que comprometerse a no volver a imprimir nunca más un diario, bajo pena de treinta mil francos de daños y perjuicios. Esta venta era el suicidio de la imprenta Séchard, pero el viñador no se preocupaba lo más mínimo. Tras el robo viene siempre el asesinato. El hombre contaba con aplicar esta suma al pago de su fondo, y para poderla palpar hubiese dado hasta a David; además, sobre todo, teniendo en cuenta que ese molesto hijo tenía derecho a la mitad de este inesperado tesoro. Como compensación, el generoso padre le entregó la imprenta, pero manteniendo el alquiler de la casa en los famosos mil doscientos francos. Después de la venta del diario a los Cointet, el viejo fue raras veces a la ciudad, alegando su avanzada edad, pero la verdadera razón era el poco interés que sentía por una imprenta que ya no le pertenecía. Sin embargo, no pudo repudiar de una forma completa el afecto que hacia sus antiguas herramientas sentía. Cuando algún asunto le llevaba a Angulema, hubiese sido muy difícil discernir cuál de las dos cosas le atraían más en su antigua casa: sus prensas de madera o su hijo, al que iba a reclamar sus alquileres de manera formularia. Su antiguo regente, ahora de los Cointet, sabía a qué atenerse respecto a esta generosidad paternal; decía que este zorro inteligente se preparaba de este modo el derecho de intervenir en los negocios de su hijo, instituyéndose deudor privilegiado a causa de la acumulación de los alquileres.
El abandono de David Séchard era debido a causas que explicarán el carácter de este muchacho. Unos días después de su instalación en la imprenta paterna, se había encontrado a uno de sus compañeros de colegio, en aquel tiempo sumido en la mayor miseria. El amigo de David Séchard era un joven que por aquel entonces contaba alrededor de los veintiún años, llamado Lucien Chardon, hijo de un antiguo cirujano mayor del ejército republicano, excluido del servicio activo a causa de una herida. La naturaleza había hecho de Chardon padre un químico, y el azar le llevó a establecerse como farmacéutico en Angulema. La muerte le sorprendió en medio de los preparativos necesarios para el descubrimiento lucrativo en cuya investigación había empleado muchos años de estudios científicos. Quería curar cualquier especie de gota.
La gota es la enfermedad de los ricos, y los ricos pagan cara la salud cuando se ven privados de ella. Por tal motivo, el farmacéutico había escogido la solución de este problema entre los varios que se habían ofrecido a sus medios. Situado entre la ciencia y el empirismo, el difunto Chardon comprobó que la ciencia era la única que podía asegurar su fortuna: por lo tanto, había estudiado las causas de la enfermedad y basado su remedio en un determinado régimen que él adaptaba a cada temperamento. Murió durante una estancia en París, adonde había ido para solicitar la aprobación de la Academia de Ciencias, perdiendo de este modo el fruto de sus trabajos.
Presintiendo su fortuna, el farmacéutico no había escatimado nada en la educación de su hijo y de su hija, de forma que el mantenimiento de su familia devoró de forma constante los beneficios obtenidos con la farmacia. De este modo, no sólo dejó a sus hijos en la miseria sino que, por desgracia suya, les había educado con la esperanza de que aspiraran a brillantes destinos, que se extinguieron con él. El ilustre Desplein, que le cuidó, le vio morir entre convulsiones de rabia.
Esta ambición tuvo por principio el violento amor que el antiguo cirujano sentía por su mujer, último retoño de la familia de Rubempré, milagrosamente salvada por él del patíbulo en 1793. Sin que la muchacha hubiese querido consentir en esta mentira, había ganado tiempo diciendo que se encontraba embarazada. Después de haberse creado, en cierto aspecto, el derecho de casarse con ella, Jo hizo a pesar de su común pobreza. Sus hijos, como todos los hijos del amor, tuvieron como única herencia la maravillosa belleza de su madre, presente tan fatal muchas veces, cuando lo acompaña la miseria. Estas esperanzas, esos trabajos, y aquella desesperación con los que tan estrechamente vivió, habían alterado de forma profunda la belleza de la señora Chardon, al igual que las lentas degradaciones de la indigencia habían cambiado sus costumbres; pero su valor y entereza, y el de sus hijos, igualó a su infortunio.
La pobre viuda vendió la farmacia, situada en la calle Mayor del Houmeau, el barrio principal de Angulema. El precio de la farmacia le permitió hacerse con una renta de trescientos francos, suma insuficiente hasta para su propio mantenimiento, pero tanto ella como su hija aceptaron sin avergonzarse su nueva posición y se dedicaron a trabajos mercenarios. La madre cuidaba de las parturientas y sus buenas maneras hacían que en las casas distinguidas fuese preferida a cualquier otra, donde vivía sin costar nada a sus hijos y ganando veinte sueldos por día. Para evitar a su hijo el disgusto de ver a su madre en tan bajo menester y condición, había adoptado el nombre de señora Charlotte. Las personas que reclamaban sus cuidados se dirigían al señor Postel, el sucesor del señor Chardon. La hermana de Lucien trabajaba en casa de una honrada mujer, muy considerada en el Houmeau, llamada la señora Prieur, planchadora de prendas finas, que era su vecina, y donde ganaba alrededor de quince sueldos diarios. Dirigía a las obreras y gozaba en el taller de una especie de supremacía que le hacia sobresalir un poco de la clase de las trabajadoras. Los escasos producto de sus trabajos, unidos a las trescientas libras de renta de la señora Chardon, sumaban alrededor de ochocientos francos al año, con los que estas tres personas se tenían que vestir, vivir y alojarse. La estricta economía de este hogar apenas si hacía suficiente esta suma, absorbida casi totalmente por Lucien.
La señora Chardon y su hija Ève creían en Lucien como la mujer de Mahoma creyó en su marido; el sacrificio por su porvenir era sin límites. Esta pobre familia vivía en el Houmeau, en un alojamiento alquilado por una módica cantidad por el sucesor del señor Chardon, y se encontraba emplazado en el fondo de un patio interior, encima del laboratorio. Lucien ocupaba allí una miserable habitación en la buhardilla. Estimulado por un padre que, apasionado por las ciencias naturales, le había empujado en un principio por este camino, Lucien fue uno de los alumnos más brillantes del colegio de Angulema, en donde se encontraba en el quinto año cuando Séchard finalizaba allí sus estudios.
Cuando el azar hizo que los dos compañeros de colegio volvieran a encontrarse, Lucien, cansado ya de beber en la desagradable copa de la miseria, estaba a punto de tomar una de esas decisiones extremas por las que uno se decide a los veinte años. Cuarenta francos que David dio generosamente a Lucien, ofreciéndose a enseñarle el oficio de regente, aunque un regente le era completamente inútil, salvó a Lucien de su desesperación. Los lazos de esta amistad de colegio, renovados de esta manera, se estrecharon muy pronto a causa de la semejanza de sus destinos y por las diferencias de sus caracteres. Ambos, con un talento grávido de varias fortunas, poseían esa elevada inteligencia que sitúa al hombre al nivel de las más altas personalidades, viéndose arrojados en lo más bajo de la sociedad. Esta injusticia en su suerte fue un nudo poderoso. Luego, los dos habían llegado a la poesía a través de una pendiente diferente. A pesar de haber sido destinado a las especulaciones más elevadas de las ciencias naturales, Lucien se inclinaba ardorosamente hacia la gloria literaria; sin embargo, David, a quien su genio meditativo predisponía hacia la poesía, se inclinaba por gusto hacia las ciencias exactas. Esta interposición de papeles engendró una especie de fraternidad espiritual. Pronto Lucien comunicó a David los altos conocimientos que de su padre tenía sobre las aplicaciones de la Ciencia a la Industria, y David hizo conocer a Lucien los nuevos caminos que debería tomar en la literatura para hacerse un nombre y una fortuna.
En pocos días, la amistad de estos dos jóvenes se convirtió en una de esas pasiones que únicamente nacen al salir de la adolescencia. David pronto conoció a la bella Ève y se prendó de ella como lo hacen los espíritus melancólicos y meditabundos. El hic nunc et semper et in sécula seculorum de la liturgia es la divisa de estos sublimes y desconocidos poetas, cuyas obras corazones. Cuando el enamorado hubo conocido el secreto de las esperanzas que la madre y la hermana de Lucien ponían constituyen magníficas epopeyas creadas y perdidas entre dos en esta bella frente de poeta, cuando conoció su ciega abnegación, encontró una dulzura en aproximarse aún más a su amada, compartiendo con ella sus inmolaciones y sus esperanzas. Lucien fue, para David un hermano escogido. Al igual que los ultras, que querían ser más realistas que el Rey, David exageró la fe que la madre y la hermana de Lucien tenían en su genio, y le mimó como una madre mima a su hijo. Durante una de esas conversaciones en las que, acuciados por la falta de dinero que les ligaba las manos, rumiaban, como todos los jóvenes, los medios para obtener una pronta fortuna sacudiendo todos los árboles, despojados ya por los que habían llegado antes, sin obtener frutos de ellos, Lucien recordó dos ideas que su padre un día le comunicó. El señor Chardon había hablado de reducir el precio del azúcar a su mitad con el empleo de un nuevo agente químico, y rebajar otro tanto el precio del papel, trayendo de América ciertas materias vegetales parecidas a las empleadas por los chinos y que costaban poco. David, que conocía la importancia de este asunto, estudiado ya en casa de los Didot, se apropió de esta idea viendo en ella una fortuna y consideró a Lucien como un bienhechor con el que siempre estaría en deuda.
Todos adivinan ahora de qué forma los pensamientos y la vida interior de los dos amigos les hacían poco aptos para dirigir una imprenta. En vez de proporcionar de quince a veinte mil francos, como la de los hermanos Cointet, impresores-libreros del Obispado, propietarios del Correo de la Charente, ya el único diario del departamento, la imprenta de Séchard hijo apenas producía trescientos francos al mes, de los que había que deducir el sueldo del regente, el de Marion, los impuestos y el alquiler, lo que dejaba a David un centenar de francos al mes. Unos hombres activos y emprendedores hubiesen renovado los tipos, comprado prensas de hierro, hubiesen buscado en la biblioteca de París algunas obras que hubieran podido imprimir a bajo precio; pero el dueño y el regente, perdidos en los absorbentes afanes de la inteligencia, se contentaban con los trabajos que les daban sus últimos clientes. Los hermanos Cointet habían llegado a conocer al fin el verdadero carácter y costumbres de David y ya no le calumniaban; al contrario, una hábil política les aconsejaba dejar sobrevivir esta imprenta y mantenerla en una honesta mediocridad para que no cayese en manos de algún temible antagonista; ellos mismos le enviaban los trabajos llamados de ciudad. De esta manera, y sin saberlo, David Séchard sólo existía, comercialmente hablando, gracias a un hábil cálculo de sus competidores. Felices con lo que ellos llamaban su manía, los Cointet tenían para con él procedimientos llenos dé rectitud y lealtad, pero en realidad obraban al igual que la administración de Postas, cuando simula una competencia para, de esta forma, evitarse otra que sea verdadera.
La parte externa de la casa Séchard armonizaba con la miserable avaricia que reinaba en el interior, donde el viejo oso nunca había reparado nada. La lluvia, el sol y las inclemencias de cada estación habían dado a la puerta de entrada el aspecto de un viejo tronco de árbol, de tal forma se encontraba surcada por grietas desiguales. La fachada, mal construida con piedras y ladrillos, mezclados sin simetría, parecía doblarse bajo el peso de un tejado carcomido, sobrecargado con esas tejas cóncavas que forman todos los tejados en el sur de Francia. Las ventanas, medio deshechas, estaban resguardadas por esos enormes ventanillos sujetos por gruesos travesaños, según lo exige lo cálido del clima. Hubiese sido difícil encontrar en toda Angulema una casa más deteriorada que ésta, que ya sólo se mantenía en pie por la pura fuerza del cemento. Imaginaos este taller, claro en sus extremos y sombrío en el centro, sus paredes cubiertas de pasquines, ennegrecidos en su parte inferior por los obreros que durante treinta años habían pasado por allí; su conjunto de cuerdas pendientes del techo, sus pilas de papel, sus viejas prensas, sus montones de losas en donde cargar los papeles mojados, sus hileras de cajas, y en ambos extremos los dos pabellones en donde, cada uno por su lado, se instalaban el dueño y el regente; ahora podréis comprender la existencia de los dos amigos.
En 1821, durante los primeros días del mes de mayo, David y Lucien se encontraban junto a la ventana del patio en el momento en que, hacia las dos de la tarde, sus obreros abandonaban el taller para ir a comer. Cuando el dueño vio como el aprendiz cerraba la puerta con campanilla que daba a la calle, condujo a Lucien al patio, como si el olor de papales, tinteros, prensas y viejas maderas le fuese insoportable. Ambos se sentaron en una glorieta desde donde sus ojos podían ver a cualquiera que entrara en el taller. Los rayos del sol, que se deslizaban por entre los pámpanos del emparrado, acariciaron a los dos poetas, envolviéndolos con su luz como en una aureola. El contraste producido por la oposición de estos dos caracteres y estos dos rostros fue entonces acusado con tal vigor que hubiese seducido el pincel de un gran pintor. David tenía las formas que la naturaleza da a los seres destinados a grandes luchas, brillantes o secretas. Su amplio busto estaba flanqueado por robustos hombros en armonía con todo su aspecto. Su cara, de tono moreno, gruesa y con color, se encontraba soportada por un grueso cuello y cubierta por un bosque abundante de cabellos negros, y se parecía a primera vista a la de los canónigos cantados por Boileau: pero un segundo examen os revelaba en los surcos de sus gruesos labios, en el hoyuelo de la barbilla, en la conformación de una nariz cuadrada, hendida por una línea tortuosa, y en los ojos sobre todo, el fuego continuo de un único amor, la sagacidad del pensador, la ardiente melancolía de un espíritu que podía abarcar los dos extremos del horizonte, penetrando en todas sus sinuosidades, y que fácilmente aborrecía el disfrute totalmente ideal al llevar a él la claridad del análisis. Si en estas facciones se adivinaban los destellos del genio que se lanza adelante, se veían igualmente las cenizas junto al volcán; la esperanza se extinguía con un profundo sentimiento de negación social, donde el oscuro nacimiento y la carencia de fortuna mantienen a tantos espíritus superiores.
Junto al pobre impresor, a quien su estado, si bien tan próximo a la inteligencia, producía nauseas; junto a este Sileno, pesadamente apoyado sobre sí mismo y que bebía a grandes sorbos en la copa de la ciencia y de la poesía, emborrachándose para olvidar las desgracias de la vida provinciana, Lucien se mantenía en la graciosa postura imaginada por los escultores para el Baco indio. Su rostro tenía la distinción de líneas de la belleza clásica; eran una frente y una nariz griegas, la blancura aterciopelada de las mujeres, ojos negros a fuerza de ser intensamente azules, ojos repletos de amor y cuyo blanco disputaba su frescor al de un niño. Estos bellos ojos eran coronados por cejas que parecían trazadas por un pincel chino y bordeados por largas pestañas color castaño. A lo largo de las mejillas brillaba un sedoso vello cuyo color armonizaba con el de una rubia cabellera de rizado natural. Una divina suavidad respiraba en sus sienes, de un blanco dorado. Una nobleza incomparable estaba impresa en su corto mentón, suavemente erguido. La sonrisa de los ángeles tristes erraba en sus labios de coral, realzados por bellos dientes. Tenía manos de hombres de encumbrado linaje, manos elegantes, a cuyo simple ademán los hombres deberían obedecer, y que las mujeres gustan de besar. Lucien era esbelto y de mediana estatura. Al ver sus pies, un hombre hubiese tenido la tentación de tomarle por una muchacha disfrazada, ya que, a semejanza de los hombres agudos, por no decir astutos, sus caderas tenían la conformación de las de una mujer. Este indicio, que engaña raramente, era verdad en Lucien, a quien la pendiente de su espíritu inquieto a menudo traía a colación, cuando analizaba el actual estado de la sociedad en el terreno de la depravación particular, a los diplomáticos que creen que el éxito es la justificación de todos los medios, por vergonzosos que éstos sean.
Una de las desgracias a las que se ven sometidas las grandes inteligencias es la de comprender por fuerza todas las cosas, tanto los vicios como las virtudes. Estos dos jóvenes juzgaban a la sociedad tanto más soberanamente cuanto que se encontraban situados más bajos, ya que los hombres desconocidos se vengan de la humildad de su posición mediante la altura de sus críticas. Pero también su desesperación era tanto más amarga cuanto que de esta forma iban más rápidamente hacia donde les llevaba su verdadero destino. Lucien había leído mucho y comparado mucho; David había pensado mucho y meditado mucho. A pesar de la apariencia de una salud vigorosa y pueblerina, el impresor tenía un carácter melancólico y enfermizo, dudaba de sí mismo; por el contrario, Lucien, dotado de un espíritu emprendedor y movido, tenía una audacia que estaba en desacuerdo con su blando talante, casi débil, pero lleno de gracia femenina.
Lucien mantenía en su más alto grado el carácter gascón, osado, valiente, aventurero, que exagera lo bueno y minimiza lo malo, que no se detiene ante una falta si de ella puede sacar algún provecho y que se burla del vicio si éste le puede servir de trampolín. Estas disposiciones de ambicioso se encontraban entonces comprimidas por las ilusiones de la juventud, por el ardor que le empujaba a los nobles medios que los hombres, amantes de gloria, emplean antes que los demás. Entonces se encontraba en pugna únicamente con sus propios deseos y-no con las dificultades de la vida con su propia pujanza y no con la cobardía de los hombres, que es de un fatal ejemplo para los caracteres movidos e inquietos.
Vivamente seducido por la brillante inteligencia de Lucien, David lo admiraba, aunque rectificando los errores en los que le hacía caer la furia francesa. Este hombre tenía justamente un carácter tímido en desacuerdo con su fuerte complexión, pero no carecía en absoluto de la tenacidad de los hombres del norte. Si bien veía todas las dificultades, también se prometía vencerlas sin retroceder ante ellas; y si tenía la firmeza de una virtud verdaderamente apostólica, la atemperaba mediante las gracias de una inagotable indulgencia. En esta amistad, ya antigua, uno de los dos amaba con idolatría, y era David. Con tal motivo, Lucien mandaba como mujer que se sabe amada. David obedecía complacientemente. La belleza física de su amigo entrañaba una superioridad que aceptaba, encontrándose torpe y vulgar.
— Para el buey la vida tranquila, para el pájaro la vida despreocupada — se decía el impresor — . Por lo tanto, yo seré el buey y Lucien será el águila.