Impostores - Scott Westerfeld - E-Book

Impostores E-Book

Scott Westerfeld

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Beschreibung

Rafi y Frey son el doble filo del mismo cuchillo. A Rafi la han criado para manipular y triunfar en toda clase de traiciones políticas. A Frey la han criado para matar y sacrificarse como su doble: al ser su gemela, es el blanco perfecto para cualquier francotirador que intente asesinar a la futura líder de Shreve. En especial si nadie conoce su existencia. Cuando su padre la envía a otra ciudad haciéndola pasar por Rafi como garantía de una alianza política, Frey se convierte en una impostora tan perfecta como su hermana. Pero la fachada se resquebraja cuando el hijo de una líder rival empieza a descubrir a la asesina que oculta en su interior. Con Impostores, Scott Westerfeld (autor de series como TRAICIÓN y ganador de premios como el Locus, el Aurealis o el Grand Prix de l'Imaginaire) inicia una serie adictiva, llena de giros inesperados en un escenario letal donde cualquier paso en falso podría ser el último. Aunque la trama se ambienta en el mundo de TRAICIÓN, la trama es totalmente independiente.

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IMPOSTORS

Copyright © 2018 by Scott Westerfeld

Publicado originalmente por Scholastic Press, un sello de Scholastic Inc.

Derechos de traducción gestionados con Jill Grinberg Literary Management LLC y Sandra Bruna Agencia Literaria. Todos los derechos reservados

© de la traducción: Irina C. Salabert, 2023

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: diciembre de 2023

ISBN: 978-84-19680-51-8

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para todos los que luchan por defender su derecho a existir.

IMPOSTORES

ASESINO

Estamos a punto de morir. Es lo más probable.

Nuestra mejor baza es el cuchillo de pulso que llevo en la mano. Tiembla un poco, como un pájaro. Así es como mi entrenadora, Naya, dice que hay que sostenerlo.

Suavemente, con cuidado de no aplastarlo.

Con firmeza para que no salga volando.

La cuestión es que mi cuchillo de pulso desea levantar el vuelo. Es de uso militar. Inteligente como un cuervo, rebelde como un halcón joven. Le encantan las buenas peleas.

Y va a conseguir una. El asesino, a veinte metros de distancia, está disparando desde el escenario donde mi hermana acaba de pronunciar su primer discurso. El público, los dignatarios de Shreve, están esparcidos por la sala, muertos, fingiendo estar muertos o encogidos de miedo. Los drones de seguridad y las aerocámaras yacen desperdigados por el suelo, bloqueados por alguna especie de inhibidor.

Mi hermana está acurrucada a mi lado y aferra mi mano libre entre las suyas. Me clava las uñas en la piel.

Nos encontramos detrás de una mesa volcada. Es una tabla de roble artificial, de cinco centímetros de espesor, pero el asesino lleva una pistola acribilladora. Es como si nos hubiéramos escondido en un rosal.

Aunque al menos nadie nos ve juntas.

Tenemos quince años. Esta es la primera vez que intentan matarnos.

El corazón me da tumbos, pero no me olvido de respirar. Experimento cierta euforia al notar los efectos del entrenamiento.

Nací para lo que por fin voy a hacer.

Voy a salvar a mi hermana.

Las comunicaciones están cortadas, pero la voz de Naya resuena en mi cabeza desde un millar de sesiones de entrenamiento: «¿Puedes proteger a Rafia?».

No a menos que elimine a este atacante.

«Pues hazlo».

—Quédate aquí —digo.

Rafi me mira. Tiene un corte encima del ojo por las astillas que vuelan por todas partes. Lo toquetea con asombro. Sus profesores nunca la hacen sangrar.

Es veintiséis minutos mayor que yo. Por eso ella da los discursos y yo entreno con cuchillos.

—No me dejes, Frey —susurra.

—Yo siempre estoy contigo. —Es lo que le suelo murmurar desde mi cama, pegada a la suya, cuando tiene pesadillas—. Suéltame la mano, Rafi.

Ella me mira a los ojos, encuentra esa confianza inquebrantable que compartimos.

Mientras me suelta, el asesino vuelve a abrir fuego con un rugido, como si el propio aire se estuviera desgarrando. Pero está lanzando ráfagas al azar, confuso. Teóricamente nuestro padre iba a estar aquí, lo canceló en el último minuto.

Tal vez el asesino ni siquiera esté pensando en Rafi. Desde luego, no sabe nada de mí, de mis ocho años de entrenamiento en combate. De mi cuchillo de pulso.

Doy el primer paso.

DOBLE

El discurso de Rafi ha sido perfecto. Ingenioso y elegante, sorprendente y divertido, como cuando me cuenta historias a oscuras.

A los dignatarios les ha encantado.

La he estado escuchando en un rincón, oculta y con el mismo vestido que ella. Todo es idéntico: nuestras caras porque somos gemelas, el resto porque nos esforzamos para que así sea. Mis músculos están más marcados, pero Rafi se tonifica los brazos para que se asemejen. Cuando sube de peso, me pongo un chaleco antibalas con relleno corporal. Los cortes de pelo, las cirugías y los tatuajes flash nos los realizan juntas.

Yo ya estaba preparada para ir a saludar a la multitud de fuera, como un cebo para los francotiradores.

Soy su doble. Y su última línea de defensa.

Los aplausos aumentaron cuando Rafi acabó el discurso y se dirigió al balcón, donde, en su ausencia, al líder iba a representarlo su brillante hija. Una infinidad de aerocámaras se elevaron como faroles que flotaran en honor al cumpleaños de nuestro padre.

Estábamos a punto de intercambiarnos cuando el asesino abrió fuego.

Salgo de mi escondite.

La atmósfera emana el hedor a metal caliente de la pistola acribilladora, los intensos aromas de la carne asada y el vino derramado. El asesino dispara de nuevo con un estruendo que me pone los nervios a flor de piel.

He nacido para esto.

Entre el asesino y yo hay otra mesa que sigue en pie. Me arrastro entre patas de sillas y cubertería caída, paso junto a un cuerpo que sufre espasmos.

Tumbada de espaldas, mirando hacia la mesa hecha astillas, noto que el vino me gotea sobre la cara por los agujeros de bala. En la lengua capto su sabor a frutos rojos y cielos macerados; en los actos de nuestro padre se sirve solo el mejor vino.

Aprieto el cuchillo y lo pongo a la máxima pulsación. Suelta un alarido en mi mano, vibrando e irradiando calor, listo para desmenuzar el mundo.

Cierro los ojos y corto la mesa.

Nuestro padre quema madera artificial en su pabellón de caza de invierno. Entre unos pocos leños siempre se queda atrapado un montón de humo, el suficiente para levantar una columna de un kilómetro de alto. Un cuchillo de pulso a la máxima pulsación tritura las cosas igual de bien: las moléculas se desgarran, la energía se desprende.

Un listón de roble, platos y comida se desintegran en una neblina de fragmentos, una espesa nube caliente que se hincha en la estancia. El serrín brilla sobre la cristalería traslúcida.

El asesino deja de disparar. No ve nada.

Yo tampoco, pero ya he planeado mi próximo movimiento.

Me escabullo por debajo de la mesa partida en dos, con los pulmones constreñidos por el polvo. Me levanto en el borde del escenario, todavía a ciegas.

Un sonido chirriante resuena por el salón de baile. El asesino está usando la barrera del polvo para cargar su pistola acribilladora; el arma usa munición improvisada para que sea más pequeña y más difícil de detectar.

Está recargando para poder disparar a ciegas y, aun así, matar a todos los presentes. Mi hermana sigue ahí fuera, entre el polvo.

El sabor del serrín y cierto regusto a comida humeante me invaden la boca. Me llevo el cuchillo de pulso a la altura del pecho. Lo sujeto como si fuera un dardo tembloroso.

Y el asesino comete un error…

Tose.

Con una leve sacudida, el cuchillo sale volando de mi mano, letal y eufórico. Una milésima de segundo después, percibo un sonido que reconozco de las prácticas de tiro en cadáveres de cerdos: el gorgoteo de los tejidos, el ruido sordo de los huesos.

Una nueva fuerza, procedente de donde impactó el cuchillo, despeja el serrín. Veo las piernas del asesino en pie, sin nada más sobre la cintura que esa repentina neblina de sangre.

Por un espeluznante momento, las piernas se sostienen solas. Luego se desmoronan en el escenario.

El cuchillo regresa a mi mano, cálido y resbaladizo. El aire sabe a hierro.

Acabo de matar a alguien, pero lo único que pienso es…

«Mi hermana está a salvo».

«Mi hermana está a salvo».

Bajo del escenario, me abro camino hacia donde Rafi sigue acurrucada detrás de la mesa. Está respirando a través de una servilleta de seda y me la ofrece para compartirla conmigo.

Me mantengo alerta, lista para luchar. Pero por la sala empiezan a zumbar los drones de seguridad que están reactivándose. Supongo que el asesino llevaba encima el inhibidor, así que también se habrá desintegrado.

Inmovilizo el cuchillo. Estoy empezando a temblar, y de repente Rafi es la que piensa con claridad.

—Entre bastidores, hermanita —susurra—. Antes de que alguien descubra que somos dos.

Claro. El polvo se está despejando, los supervivientes se frotan los ojos. Nos apresuramos a colarnos por una puerta de acceso que hay bajo el escenario.

Hemos crecido en esta casa. Cuando jugábamos al escondite con gafas de visión nocturna en esta sala, yo siempre era la cazadora.

Mis comunicaciones vuelven a estar operativas y recibo la voz de Naya:

—Te vemos, Frey. ¿Gema necesita atención médica?

Esta es la primera vez que usamos el nombre en clave de Rafi en un ataque real.

—Tiene un corte —le informo—. Sobre el ojo.

—Llévala a la cocina pequeña. Buen trabajo.

Me resulta extraño oír esa última palabra. Todo el entrenamiento que me ha conducido a este momento podría haber parecido trabajo, pero ¿esto?

Esta soy yo, completa.

—¿Se ha acabado ya? —le pregunto a Naya.

—Lo ignoro. Tu padre está recluido en la otra punta de la ciudad. —Su respuesta cortante sugiere la posibilidad de que esto sea solo el principio de algo mayor. De que por fin los rebeldes se hayan unido para enfrentarse a nuestro padre.

Guío a Rafi entre los mecanismos tras el escenario y los drones de iluminación hacia las escaleras descendentes. Los drones de limpieza y las cucarachas se apartan a toda prisa de nuestro camino.

Cinco soldados (todos los miembros de seguridad que están al tanto de mi existencia) vienen a nuestro encuentro en una cocina desprovista de personal. Un médico enciende una luz ante los ojos de Rafi, limpia y cose su corte, extrae el humo y el polvo de sus pulmones.

Avanzamos en un grupo cerrado hasta el ascensor seguro. A nuestro alrededor se apiñan los soldados, imponiéndose con sus chalecos antibalas como gigantes protectores.

La mirada vidriosa de mi hermana no ha abandonado sus ojos.

—¿Esto ha pasado de verdad? —pregunta con voz queda.

Le doy la mano.

—Por supuesto.

Mis entrenadores nos han hecho simulacros sorpresa un centenar de veces, pero ninguno ha sido tan público, con cadáveres y pistolas acribilladoras.

Rafi se toca la herida en la cabeza como si todavía no pudiera creerse que alguien haya intentado matarla.

—Eso no es nada —comento—. Estás bien.

—¿Qué hay de ti, Frey?

—Ni un rasguño.

Rafi niega con la cabeza.

—No, quiero decir: ¿te ha visto alguien… a mi lado?

La miro a los ojos. Su miedo reduce mi entusiasmo. ¿Y si alguien nos hubiera visto en la sala? Un doble no vale nada si la gente sabe que no es real.

Entonces, ¿qué sentido tendría yo?

—No me ha visto nadie —le aseguro. Había demasiado polvo y caos, demasiada gente herida y moribunda. Todas las aerocámaras estaban fuera de servicio.

Y lo importante es esto: he salvado a mi hermana.

Me dejo embargar por la euforia que me genera esa idea. Ninguna otra cosa me hará sentir así de bien.

CICATRIZ

—Quiero una cicatriz —dice Rafi.

El médico se queda callado.

Nos han trasladado a la clínica de casa, donde padre recibe sus tratamientos de longevidad. Las superficies relucen, el personal usa material desechable blanco. Rafi y yo estamos acostadas en divanes de cuero con capitoné frente a un ventanal con vistas a Shreve y más allá, por donde la ciudad se interna en el bosque y las nubes de tormenta.

Padre aún no ha regresado, aunque la ciudad ha estado tranquila. Esto no ha sido una revolución. Era un asesino independiente.

La médico auxiliar está cortando mi lujoso vestido para comprobar si tengo alguna herida que no note por la adrenalina. Es la única trabajadora de Orteg que sabe que existo.

Siempre parece tenerme miedo. Quizá sea por la estela de heridas que me van dejando los entrenamientos. O quizá sea porque, si alguna vez se le escapa que existo, desaparecerá. Nunca me ha dicho su nombre.

El doctor Orteg se inclina sobre Rafi y le ilumina la frente con una luz.

—Solo tardaré un minuto en arreglar esto. No va a doler.

—No me importa que duela —replica ella, y le aparta la luz—. Lo que quiero es una cicatriz.

El médico y la auxiliar intercambian una mirada con esa cautela que se presenta siempre que Rafi se pone difícil. Sus arrebatos de mal genio llegan sin previo aviso.

El doctor Orteg se aclara la garganta.

—Estoy seguro de que tu padre…

—Mi padre entiende perfectamente por qué. —Arquea el cuello y suelta un suspiro dramático hacia el techo, recordándose que debe tener paciencia con los seres inferiores—. Porque han intentado matarme.

Silencio de nuevo. Menos temeroso, más reflexivo.

Rafia es más popular que nuestro padre. Nadie ha hecho encuestas sobre este tema, pero nuestro personal analiza sus mediciones. La forma en que la gente habla de ella, las expresiones de sus rostros, los movimientos de sus ojos. Todo lo que refleja el polvo espía demuestra que es verdad.

Pero nadie quiere tener esa conversación con nuestro padre.

El doctor Orteg me mira en busca de ayuda, pero Rafi tiene razón. La cicatriz no permitirá que nadie olvide lo que ha pasado esta noche. Lo que los rebeldes han intentado hacerle.

Entonces lo comprendo.

—Como esas viejas fotos de Tally Youngblood.

Los ojos de Rafi se iluminan.

—¡Exacto!

Un murmullo recorre la sala.

Nadie ha visto a Tally en años, excepto su rostro rodeado de nubes, como si fuera una santa. O en tomas borrosas de la cámara flotante. Pero la gente todavía la busca.

Y tenía esa cicatriz, justo encima de la ceja. Su primer golpe contra el régimen de los perfectos.

—Una idea interesante, Frey —dice una voz desde la puerta—. Se lo preguntaré a tu padre.

Allí se encuentra Dona Oliver, su secretaria. Detrás de ella hay un panel de pantallas: la sala de control, donde el personal de nuestro padre monitorea las fuentes de nuestra ciudad. Las noticias, los cotilleos e incluso las imágenes capturadas por el polvo espía se filtran en esta torre.

El doctor Orteg vuelve al trabajo, en apariencia aliviado de que la decisión ya no dependa de él.

Dona se aparta de nosotras, susurrándose en la muñeca. Tiene una belleza exagerada. Ojos grandes, piel inmaculada: esa belleza delirante de la era perfecta, cuando todo el mundo era impecable. Nunca se ha operado para tener una apariencia más moderna. De alguna manera se las apaña para no parecer una cabeza de burbuja.

Rafi coge un espejo de mano de la mesa que nos separa.

—A lo mejor la cicatriz debería estar en el lado izquierdo, donde Tally tenía la suya. ¿Qué opinas, hermanita?

Me inclino, le levanto suavemente la barbilla y la observo con detenimiento.

—Déjala donde está. Es perfecta.

Su única respuesta es un leve encogimiento de hombros, pero ahora está sonriendo. Me siento satisfecha, y ese placer se mezcla con lo que queda de la euforia por el enfrentamiento de abajo. A veces no soy mala diplomática, por más que la diplomacia sea tarea de mi hermana.

La expresión distraída de Dona desaparece.

—Ha aceptado —anuncia—. Pero nada feo, doctor. Haga algo elegante.

—Para nosotras solo las mejores cicatrices —dice mi hermana, y se ríe mientras se recuesta en su diván.

Tardan diez minutos en perfeccionar la herida de Rafi. Parece que conseguir tener una cicatriz elegante es más complicado que conseguir no tener ninguna.

Está preciosa, como siempre, pero siento que la marca en su rostro es como una señal acusatoria. Debería haberla alcanzado más rápido o haber visto al asesino antes de que tuviera tiempo de abrir fuego.

Cuando el doctor Orteg termina, me echa un vistazo con aire preocupado. Ahora tiene que hacerme un corte. La misma cicatriz.

Coge un bote de espray medicinal.

—Espere —digo.

Todos me miran. Normalmente no soy yo quien da las órdenes. Eso no me corresponde a mí: nací veintiséis minutos tarde.

—Es solo que… —La razón no está clara en mi mente, y de repente sí lo está—. A ti te dolió, ¿verdad, Rafi?

—¿Tener astillas en la cara? —Se ríe—. Sí, mucho.

—Entonces a mí también debería dolerme.

Todos los demás me miran como si estuviera demasiado conmocionada para pensar con claridad. Pero Rafi parece complacida. Le encanta cuando doy problemas, incluso aunque darlos sea cosa suya.

—Frey tiene razón —declara—. Deberíamos ser iguales por dentro y por fuera.

La habitación se desenfoca un poco; me ha salido una lágrima. Me encanta cuando Rafi y yo pensamos igual pese a todos los esfuerzos que hacen para que seamos polos opuestos.

—Por dentro y por fuera —susurro.

El doctor Orteg niega con la cabeza.

—No hay razón para hacerlo sin anestesia. —Mira a Dona Oliver.

—Excepto por el hecho de que es una idea perfecta —replica ella—. Buena chica, Frey.

Le devuelvo la sonrisa, convencida de que este es el mejor día de mi vida.

Ni siquiera me decepciona que no le pida permiso a padre para hacerme daño.

DAÑOS

Media hora después, estamos solas en nuestra habitación, sentadas juntas sobre la cama de Rafi. Su pantalla mural está configurada para mostrar nuestro reflejo.

Mantenemos las luces tenues porque tengo punzadas de dolor en la cabeza. El doctor Orteg tuvo que rehacerme la cicatriz tres veces para que coincidiera con la de Rafi.

No le dejé usar el espray medicinal hasta que terminó. Quería sentirlo de la misma manera que ella: la intensidad de la piel desgarrada, el cálido goteo de mi propia sangre. Cuando toquemos nuestras cicatrices, será con el mismo recuerdo de dolor.

—Estamos increíbles —susurra.

Así es como siempre habla de nuestra apariencia, en plural. Como si al incluirme a mí no estuviera presumiendo.

Y tal vez sea cierto. Nuestra madre era una perfecta de nacimiento. La única en la ciudad, como se jacta padre ante cualquiera que lo esté escuchando. Él dice que nunca necesitaremos una operación real, ni siquiera cuando envejezcamos y nos deterioremos, solo algún que otro retoque.

Pero nuestra mezcla de su mirada fulminante y el rostro angelical de madre siempre me ha parecido inconexa. Y ahora esta cicatriz…

Como si la Bella y la Bestia hubieran tenido hijas y las hubieran criado en la naturaleza.

—No sé si estamos guapas —respondo—, pero estamos vivas.

—Gracias a ti. Yo solo me quedé ahí sentada gritando.

Me giro para mirarla.

—¿Cuándo gritaste?

—Todo el tiempo. —Baja la vista—. Solo que no en voz alta.

Delante de todos, Rafi era la misma de siempre: malcriada y llena de arrogancia. Pero aquí, a solas conmigo, su voz se ha vuelto tranquila y seria.

—¿No te da miedo? —pregunta.

Recito lo que siempre dice nuestro padre:

—Los rebeldes nos odian solo porque envidian lo que ha construido. Eso significa que son personas insignificantes a las que no vale la pena temer.

Rafi niega con la cabeza.

—Lo que quiero decir es: ¿no te da miedo haber matado a alguien?

Tardo un instante en asimilar la pregunta. He estado demasiado agitada para darle vueltas a eso. El sonido del cuchillo atravesando al asesino, el sabor de su sangre en el aire…

—En ese momento, no soy yo. —Mis dedos revolotean, moviéndose por el panel del cuchillo de pulso—. Es el entrenamiento, todas esas horas de práctica.

Me coge la mano y me sujeta los dedos, que se estaban crispando.

—Eso es lo que diría Naya. Pero ¿cómo te sentiste?

—Fue increíble —digo con una voz tan queda como el aire—. Mataría a cualquiera por ti, Rafi.

Sus ojos permanecen fijos en los míos. Sus labios se mueven de forma casi imperceptible, pronunciando la sombra de una palabra: ¿cualquiera?

Me quedo sin aliento. No puedo creer que me pregunte esto, por más que sea con un tono demasiado bajo para que el polvo espía lo detecte. Porque sé muy bien a quién se refiere.

Me atrevo a contestar con un ligerísimo asentimiento de cabeza.

Incluso a él.

Con una sonrisa asentándose por fin en su cara, Rafi mira al espejo. A esas caras idénticas con cicatrices idénticas.

—¿Te acuerdas de cuando éramos pequeñas y nos decían que era un juego? Lo de fingir que solo existía una de las dos. No parecía real.

Asiento.

—Como una broma que le estábamos gastando al mundo.

—Menuda broma. Tiene menos gracia cuando te disparan.

—El asesino falló.

Se señala la cicatriz.

—Habla por ti.

—Eso no fue una bala, Rafi. Solo… daños colaterales.

Se estira para tocarme cuidadosamente la frente con las yemas de los dedos.

Bajo el cosquilleo del espray medicinal, un dolor sordo late al ritmo de mi corazón.

—Entonces, ¿qué es esto?

Me doy la vuelta, pero Rafi sigue ahí, en el espejo.

—Eso no son daños —digo—. Esa soy yo, siempre parte de ti.

Me aprieta la mano y siento esa certeza que tenía de pequeña: que soy más que algo prescindible. Más que una doble.

—Esto no es normal —susurra—. Este secreto. La gente no cría a sus hijos para recibir una bala.

—Pero te he salvado.

Rafi no se hace una idea de lo increíble que es esta euforia. De cómo mis años de entrenamiento, todo el esfuerzo y el dolor, me atraviesan ahora como un rayo.

Se aparta un momento.

—Algún día yo también te salvaré.

LO MÁS SUAVE

Naya intenta hacerme daño.

Viene hacia mí con un bō, una larga vara de bambú con los extremos metálicos. Es una de sus armas favoritas. Al girar entre sus manos, remueve el aire fresco de la sala de entrenamiento.

Ha pasado un año desde el intento de asesinato, y desde entonces no ha habido ningún otro ataque contra nuestra familia. Pero me entrenan con más dureza que nunca.

Últimamente, todo han sido armas improvisadas. Yo nunca voy a ninguna parte sin mi cuchillo de pulso, pero Naya me quiere lista para cualquier cosa.

La mesa de armas está llena de objetos al azar: una pantalla de mano, una bufanda, un jarrón de flores, un atizador de chimenea. Se supone que debo agarrar algo para protegerme.

El atizador no puede ser. Es demasiado obvio, demasiado pesado y lento como para bloquear la vara.

El jarrón se rompería, y voy descalza. No, gracias.

Las bufandas pueden estrangular, atar y enganchar. Pero para usarla tendría que acercarme, y el bō mide más que yo.

Así que agarro la pantalla de mano y se la lanzo de lado a Naya.

Por un glorioso instante, es una daga voladora lanzando destellos, afilada y letal. Casi me preocupa que le haga daño. Pero un movimiento rápido del bō la parte en una descarga de vidrio de seguridad.

Naya apenas entrecierra los ojos cuando los fragmentos llueven junto a ella.

Agarro el jarrón y lo inclino sobre la alfombra. Tal vez pueda hacer que se resbale.

Pero no hay agua en el jarrón, solo flores secas. Los pétalos se dispersan por el suelo como en una boda.

Tal vez esté pasándome de lista. Cuando se acerca, agarro el…

¡Ay!

El bō me golpea el dorso de la mano y estalla la agonía. Las clases de anatomía se propagan por mi mente como el fuego: todos los nervios de la mano que se entrelazan en torno a esos delicados huesos.

La mejor manera de derribar a un adversario más corpulento es romperle un dedo.

Caigo de rodillas, agarrándome la muñeca.

—Te toca. —Naya me lanza la vara, que repiquetea por el suelo.

El dolor me sube por el brazo, me inunda la cabeza. De refilón veo saltar chispas rojas.

—Levántate —ordena—. Las peleas no paran cuando te haces daño.

—Pero creo que se me ha…

—Levántate y pelea. —Habla en serio.

Últimamente todos mis entrenadores están descerebrados. Ansiosos de hacerme sangrar, de romperme los huesos. Pero esta es la primera vez que Naya me obliga a seguir peleando después de hacerme tanto daño.

Me tambaleo al agarrar la vara con la mano izquierda.

—Mueve el brazo, Frey.

Pongo la mano rota en la vara, y por un momento me duele demasiado como para pensar. Entonces lo recuerdo: el poder del bō proviene de la mano trasera, la delantera solo guía la vara.

Consigo que el arma gire un poco.

—Más rápido.

Es imposible, pero aun así lo intento. Si me desmayo por el dolor, al menos esto habrá acabado.

Naya se lanza hacia la mesa y rueda hacia atrás, fuera de mi alcance, con la bufanda entre las manos. Hace un nudo rápido en un extremo.

Por supuesto, la respuesta correcta siempre es lo más suave y mullido que haya en la mesa.

Lanza la bufanda hacia el lento giro de mi vara. Envuelve el bō, me lo arrebata. La sacudida que da mi mano rota me duele tanto que casi vomito.

—La mejor manera de debilitar una fuerza es conseguir que se enrede —afirma Naya.

Supongo que este era el objetivo de la lección de hoy, una parábola para espabilarme. Pero es difícil aprender algo cuando sientes demasiado dolor como para respirar.

Cinco minutos más tarde, mientras el autodoc me vuelve a unir los metacarpianos, padre me hace llamar.

Naya no parece sorprendida. Solo hace un gesto de negación con la cabeza.

—No estás preparada.

La miro.

—¿Para qué?

—No me corresponde a mí decírtelo.

—¿Es que vamos a algún sitio?

Ella duda y luego asiente.

—Así que hay una razón para esto. —Señalo con la mano buena los trastos desperdigados por la sala: el cristal roto de la pantalla de mano, los pétalos caídos, la bufanda todavía enredada en la vara de bambú.

—Siempre hay una razón, Frey. ¿Creías que hacíamos esto por diversión?

¿Diversión? Casi suelto una carcajada. El autodoc está produciendo el ruido de algo moliéndose, como el que hace el bonito artilugio de acero que hay en la oficina de mi padre, el que gotea café cuando se lo ordenan. Noto la leve sensación de que mis huesos se están recomponiendo y remodelando.

Me crispo.

Entonces lo comprendo…

Armas improvisadas. Durante todo el mes.

Adondequiera que vayamos Rafi y yo, no voy a poder llevarme el cuchillo.

Naya y yo subimos en el ascensor privado, disponible solo para quienes conocen mi existencia. También hay pasillos especiales para mí, marcados con franjas rojas para los miembros del personal con mayor rango de autorización.

Cuando éramos pequeñas, a veces Rafi se escondía en nuestra habitación y me dejaba pasear por la casa. Al ir vestida como ella, podía ir adonde quisiera. Pero esa libertad nunca me hizo feliz porque siempre estaba sola.

Así que nos inventamos un juego mejor. Fingimos que vivíamos en una mazmorra con monstruos deambulando por los corredores. Nos colábamos en los pasillos peligrosos y espiábamos al personal con cuidado de no ser vistas.

Por suerte, fue Naya quien nos descubrió. Furiosa, nos explicó lo que le sucedería a alguien que nos viera juntas y no supiera que existo.

Después de eso, el juego dejó de ser divertido.

Pero echo de menos tener tiempo para juegos.

Mi mano está envuelta en una manga fría para bajar la hinchazón. Los huesos están recompuestos, pero por dentro noto raros los tejidos. Como siempre, después de una lesión de entrenamiento sigo imaginándome ahí algo quebrado, demasiado pequeño para que el autodoc lo registre.

Cuando el ascensor llega ante el despacho de padre, Rafi y su asistente ya nos están esperando. Padre nunca me recibe sin que mi hermana esté también presente. Forjar un vínculo demasiado estrecho con su hija de repuesto sería una torpeza.

Rafi se fija en mis pantalones de chándal y en mi cara sonrojada, en la manga fría que me rodea la mano.

—Hueles a esfuerzo —dice. Parte de su papel consiste en simular que nada le supone un esfuerzo. Se encoge un poco de hombros en señal de apoyo—. Al menos hoy será capaz de distinguirnos.

Eso me hace sonreír.

Una vez, cuando teníamos diez años, nos disfrazamos para engañarlo: Rafi con ropa deportiva y yo con un pichi. Se pasó una hora entera maquillándome mientras yo no paraba de retorcerme.

Nuestro padre no se dio cuenta del engaño, pero Dona sí. No nos dejó montar en nuestras aerotablas durante un mes. Pero mereció la pena por esos instantes de poder sobre nuestro padre, sabiendo algo que él ignoraba.

Ahora nos hace esperar.

Naya comprueba la lectura de mi manga fría mientras la asistente de Rafi enumera las fiestas a las que mi hermana va a asistir esta noche. Nada demasiado público, así que me quedaré aquí, recuperando las horas de entrenamiento perdidas por esta mano rota.

En circunstancias normales, me alegraría de quedarme en casa. Pero, tras un mes de intensos entrenamientos, necesito una noche en una discoteca. Una de las grandes, donde pueda salir de la suite familiar y reemplazar a Rafi en la pista.

Bailo mejor que mi hermana. No cuando se trata de ballet o bailes de salón, por supuesto. Pero dar empujones a una multitud de extraños sudorosos es lo más parecido a una pelea que cualquier cosa que ella haya estudiado.

Cuando su asistente termina, Rafi me mira.

—¿Sabes por qué estamos aquí, hermanita?

Niego con la cabeza. Parece decepcionada y me hace uno de sus habituales gestos con la mano. Los que empezamos a usar cuando nos percatamos de que siempre nos estaban vigilando.

«Tú sígueme el juego».

Como si alguna vez hiciera otra cosa.

Las puertas de la oficina se abren y aparece Dona Oliver.

—Vuestro padre os recibirá ahora.

El despacho de padre está en la planta más elevada de la torre, cuya construcción está chapada a la antigua, con una estructura de acero. No se fía de los aeropuntales, solo del metal y de la piedra.

Desde una altura de doscientos metros, la ciudad parece insignificante. El bosque se desdibuja a lo lejos en una mancha moteada de verde. Pero las nubes que se asientan a lo lejos siguen pareciendo grandes, inconquistables.

Mi hermana hace una reverencia y yo asiento con la cabeza. Padre tiene la vista clavada en una aeropantalla y no da muestras de estar prestando atención.

—¿Habéis notado el cambio en vuestra rutina, chicas? —comienza Dona.

—Era difícil pasarlo por alto —comenta Rafi—. A mí me habéis estado enviando a absolutamente todas las fiestas, y fijaos en la pobre Frey. ¡La han hecho polvo!

—Habrá sido todo un desafío, no me cabe duda —responde Dona—. Pero uno necesario.

Rafi se gira hacia padre.

—Esto es por el pacto de los Palafox, ¿no?

Con la mirada todavía fija en la aeropantalla, él sonríe para sí mismo.

No sé de qué pacto están hablando. Mi trabajo no son los negocios y la política. Todo lo que sé es que los Palafox son la principal familia de Victoria. Una ciudad más pequeña y débil, cuatrocientos kilómetros al sur de Shreve. No es una amenaza militar.

—Muy bien, Rafia. —Dona le dedica a mi hermana una sonrisa comedida—. Ya casi hemos cerrado el acuerdo. El mes que viene, nuestras filas asumirán las operaciones de rescate en Victoria.

—Quieres decir que nos encargaremos de la seguridad —deduce Rafi—. Que los protegeremos de los rebeldes mientras ellos rebuscan entre las ruinas.

Las Ruinas Oxidadas… Conque esto va de acero.

Esta es la historia que todo pequeño conoce. Hace siglos existía una población, los oxidados, que adoraba el metal. Cavaron minas, envenenaron ríos y derribaron montañas enteras para conseguirlo. Usaron el metal para construir sus ciudades, sus coches, sus herramientas y, por supuesto, las armas con las que se aniquilaron unos a otros.

Ahora todo lo que queda de los oxidados son sus ruinas. Los huesos del viejo mundo son su legado para nosotros.

Resulta que rebuscar en esas ciudades muertas para saquear el metal de los oxidados es mucho más fácil que extraerlo del suelo. A nuestro padre le encanta construir y está a punto de agotar todas las reservas de las ruinas cerca de Shreve.

Así que quiere hacer un trato. Protección a cambio de metal.

Dona Oliver sigue sonriendo, pero la cara de Rafi me pone nerviosa. Le está dando un tic en el ojo, como si estuviera a punto de perder los estribos.

—¿Por qué iban a fiarse de ti los Palafox? —le suelta a padre a la cara.

Cojo aire y la expresión de Dona se crispa.

Sin embargo, él no parece enfadado. Transcurre un instante antes de que desvíe los ojos de la aeropantalla y nos mire a ambas: yo sudada y lesionada, mi hermana alerta y concentrada.

Un cuchillo con dos filos.

—Una buena pregunta por parte de una chica lista. ¿Por qué iban a fiarse de nosotros para que mandemos un ejército a sus ruinas? —Sonríe de nuevo—. La respuesta es que no se fían.

Noto los latidos del corazón en la mano derecha.

Nadie se fía de nuestro padre. Todo el mundo recuerda lo que les hizo a sus aliados aquí, en Shreve, en cuanto hubo obtenido lo que quería de ellos. Ahora no son nadie, como si nunca hubieran existido.

Nuestro padre crea su propia realidad.

—Los Palafox quieren una muestra de buena fe —aclara—. Una garantía de que devolveremos sus ruinas cuando se haya expulsado a los rebeldes.

Los ojos de mi hermana están brillantes, como si fuera a echarse a llorar.

—Papá. No lo hagas.

—Han insistido. —Su voz se suaviza—. Tiene que ser algo que nunca nos arriesgaríamos a perder. Algo más importante para nosotros que cualquier otra cosa. Algo de valor incalculable.

—¡No puedes hacerlo! —grita Rafi—. ¡No voy a permitírtelo!

Cae un terrible silencio, como siempre que ella le levanta la voz. Dona tiene pinta de querer que se la trague la tierra. Y entonces entiendo de qué están hablando: de enviar a mi hermana a los Palafox como rehén.

Ella es la garantía del trato. Si nuestro padre se queda con las ruinas, los Palafox se quedan con Rafi.

El mundo oscila un poco bajo mis pies. Nunca hemos estado separadas más de unos pocos días.

—Esas son las condiciones —dice—. Los Palafox han insistido.

—¡Pero se darán cuenta! —Rafi da un paso más cerca de su escritorio; su voz suena áspera—. ¡No va a conseguir engañarlos!

Entonces es cuando mi cerebro, confuso por el dolor, comprende el resto. Rafi ha estado socializando, construyendo su fachada, dejando claro que es indispensable para el liderazgo de padre. Y yo he sido la que entrenaba con armas improvisadas, porque nadie deja que un rehén lleve un cuchillo de pulso.

Ella no va a ser el aval. Voy a serlo yo.

El mundo oscila un poco más.

—Frey puede hacerse cargo de esto —asegura Dona.

Rafi se gira hacia ella.

—¿En qué mundo vives? Estos no son un puñado de desconocidos pidiendo autógrafos, ¡son otra primera familia!

—La entrenaremos —dice Dona.

—¿En un mes? No sabe cómo vestirse, cómo comer. ¡Casi no sabe ni cómo mantener una conversación!

Las palabras de Rafi me duelen por más que esté intentando protegerme.

—Es verdad —cede Dona—. Nuestro programa de entrenamiento no tenía esto previsto.

—Ninguno lo entendéis. —Rafi se vuelve hacia padre—. Las otras familias no son tan débiles como te crees, papá. ¡Los Palafox se la van a comer viva!

Miro a Rafi, preguntándome si de verdad me considerará tan débil. No puede tenerme encerrada en nuestro cuarto para siempre.

Pero nadie me pide opinión. Nadie me mira. Todos están demasiado acostumbrados a fingir que no existo.

Y eso me hace decir:

—Puedo hacerlo. —Silencio de nuevo, como si se hubieran olvidado de que podía hablar—. Llevo dieciséis años imitándote, Rafi. He nacido para hacer esto.

Mi hermana me mira incrédula. Quiere discutir, pero se desinfla por mi traición.

Padre me dedica una sonrisa calculadora.

—Buena chica. —Desvía la vista de nuevo—. La decisión está tomada.

Aliviada, Dona nos saca a empujones del despacho.

—Venid conmigo. Tenemos mucho trabajo por delante, Frey. Tus clases de francés empiezan esta noche.

—¿Francés? —repito—. Pero Victoria está al sur. ¿Por qué no español?

Rafi suspira y se limpia las lágrimas.

—Su hijo mayor va a estudiar en Ginebra. ¿Es que no lo sabías?

Niego con la cabeza porque no sabía que los Palafox tenían un hijo. Ni siquiera sabía que la gente hablara francés en Ginebra. No sé nada.

Rafi esboza una sonrisita sombría.

—T’es dans la merde —suelta.

Pese a mi lamentable francés, tengo una idea bastante clara de lo que eso significa.

MAQUIAVELO

—Ton accent est terrible —dice Rafi.

Lo sé.

—Encore —ordena, y la simulación vuelve a empezar.

Lo intento, de verdad que sí, pero hacia la mitad del ejercicio se me traba la lengua. El agradable hombre de la aeropantalla parece confundido. Lleva una boina y por detrás de él sobresale el aeródromo de París, porque esta simulación está diseñada para pequeños.

Aburrida por mi fracaso, Rafi interviene para dar por concluido el ejercicio. Sin esfuerzo. Sin errores. Demasiado rápido para que me sirva de ayuda.

El hombre de la boina vuelve a ser feliz.

Je le déteste.

Mi hermana aprende idiomas a diario. Cuando señala algo con dos dedos, el cyrano de su oído le susurra cómo se dice en francés; con tres dedos, en alemán. Tiene tutores humanos en ambos idiomas para dominar gestos y expresiones nativas, de manera que no parezca una desconocida que haya aprendido con una máquina.

Por supuesto que a ella se le da mejor esto que a mí. Mientras yo estaba aprendiendo a luchar, Rafi estaba aprendiendo a ser ingeniosa, sofisticada e inteligente.

Agita la mano con desagrado y la aeropantalla se desvanece. Lleva perdiendo los estribos desde la reunión con padre.

—¡No me puedo creer que lo hayas olvidado, Frey!

Rafi me enseñó francés por su cuenta cuando éramos pequeñas. La idea era que pudiese charlar un poco en las recepciones sin hacerla parecer tonta. Pero mis verbos irregulares no tenían que ser correctos para eso.

Los verbos irregulares son horribles.

—Nadie me va a poner a prueba, Rafi. ¡Apuesto a que los Palafox ni siquiera saben que hablas francés!

—Seguro que lo saben todo de mí. ¿Te acuerdas de nuestro viaje a Montré?

Agita una mano y la aeropantalla reaparece: Rafi en las fuentes, sonriente, posando con pequeños que llevan uniformes escolares en un jardín flotante de nieve. Se la ve confiada y encantadora, no como alguien que vaya a aniquilar la gramática local.

En mis recuerdos de ese viaje no hay escolares. Yo me quedé escondida en nuestra suite privada mientras mi hermana y nuestro padre se reunían con gente famosa. Luego la sustituí ante multitudes corteses, llevando pieles artificiales sobre chalecos antibalas. Un cebo para francotiradores en la nieve.

Para mí viajar no es muy divertido. Supone la misma cantidad de tiempo escondida, pero con mucho menos espacio.

Me dejo caer en la cama.

—Pues es culpa tuya por ir pavoneándote.

—¡Es culpa tuya por decirle que querías ir!

—Lo que yo diga no importa. —Miro a Rafi, desafiándola a negarlo.

Ella desvía la vista.

—Vale. Es culpa suya. Si la gente se fiara de él, los Palafox no necesitarían una rehén.

Lo único que puedo hacer es encogerme de hombros.

—Así son las cosas…, así es él.

Y la parte valiente de mí que alzó la voz frente a nuestro padre desea hacer esto.

Rafi no lo entiende. Ella encandila a la gente a diario, asegurándose de que los ciudadanos de Shreve nos adoren y nos teman. Pero todos mis años de entrenamiento solo han sido relevantes durante dos minutos y cuatro segundos, el tiempo que tardé en salvarle la vida.

—Necesito hacer esto, Rafi.

Su respuesta es un susurro:

—¿Ayudarlo? Él ni siquiera te dirige la palabra.

Me doy la vuelta, otra vez dolida. Estas cosas nunca las había dicho en voz alta.

—Quiero sentirme útil.

Suspira.

—No lo odias tanto como yo.

Esta acusación no es nueva. Pero a Rafi le resulta más fácil odiar a nuestro padre: él reconoce su existencia.

—No me iré para siempre. Dona dice que tardarán dos meses en asegurar las ruinas.

—¿«Asegurar las ruinas»? Si pretendes engañar a los Palafox, al menos deja de hablar como una asesora militar. —Rafi se acerca a la ventana y mira hacia el jardín—. Nunca comprenderé por qué la gente lucha por la basura de los oxidados.

—Todo el mundo necesita metal. No podemos volver a abrir el suelo.

—Porque, cuando los oxidados lo hicieron, casi destruyeron el mundo —recita—. A lo mejor el régimen perfecto tuvo la idea correcta. Si la gente siguiera siendo cabeza de burbuja, no habría todos estos enfrentamientos.

Me río porque probablemente esté bromeando. El régimen perfecto terminó justo antes de que naciésemos Rafi y yo. En aquel entonces, todo el mundo se operaba al cumplir los dieciséis años. Eso te daba belleza, pero también había un objetivo secreto: cambiaba tu forma de pensar.

Los perfectos nunca cuestionaban la autoridad, siempre consumían únicamente su parte justa de recursos. Las ciudades empleaban solo la energía que generaba su huella solar y reciclaban toda la chatarra. Las Ruinas Oxidadas quedaron relegadas a un segundo plano, una reserva estratégica para que la humanidad nunca volviera a tener que saquear la tierra.

Pero entonces una chica llamada Tally Youngblood pasó a ser la primera rebelde. Derrocó el régimen perfecto y, de repente, todo el mundo tenía que pensar por sí mismo. A aquello se lo llamó la lluvia mental: todos esos cabezas de burbuja despertando a la vez, todas esas ciudades ávidas y listas para expandirse.

La libertad tiene la capacidad de destruir las cosas.

En medio del caos hubo gente como nuestro padre que se hizo con el poder. Construyeron nuevas estructuras, ciudades desde cero, y empezaron a competir para extraer metal. Ahora las ruinas no son solo recordatorios de los excesos de los oxidados, son una invitación a hacerlo todo de nuevo.

Puede que Tally haya desaparecido, pero todavía quedan rebeldes convencidos de que no se deben tocar las ruinas.

—Odiarías ser una cabeza de burbuja —replico—. ¡Tenían daños cerebrales!

Rafi se encoge de hombros.

—Pero eran felices. No les preocupaba que pudieran dispararles. No tenían guerras.

—¡Eran demasiado estúpidos para tener guerras!

Niega con la cabeza.

—Esas contestaciones no van a darle una buena impresión a tus anfitriones.

—Me quedaré callada. No pueden obligarme a ser ingeniosa.

—¿Crees que el ingenio es tu problema? —Rafi empieza a enumerar con los dedos—. No sabes qué diseños de ropa están de moda. No conoces los últimos escándalos: a quién han dejado de invitar a las fiestas ni por qué. ¡Y nunca has tenido que cambiar de tema en una conversación incómoda!

Me pongo de pie y miro por la ventana de nuestra habitación; me tiemblan las manos.

—Te quiero, hermanita —añade Rafi en voz baja—. Pero no eres normal. En vez de ropa y música, hablas de vías de escape y armas improvisadas. Y comes como un bárbaro.

Todo esto ya me lo había dicho: que yo era diferente por haberme criado como su doble. Pero siempre con cariño, porque yo no era como sus amigas ricas y malcriadas. Su forma de decírmelo ahora me hace sentir sola.

La cuestión es que puedo sonreír como Rafi, moverme como ella, imitar sus expresiones. Leer un discurso de una pantalla ocular con sus mismas pausas e inflexiones. Incluso tenemos la misma postura al ir en aerotabla.

Pero no conozco a la gente igual de bien que ella. Rafi es capaz de hablar con cualquier persona (dignatarios, soldados, desconocidos en una recepción) con absoluta facilidad. Tiene un centenar de amigos a los que no conozco, solo he memorizado sus rostros para saber a quién saludar en la pista de baile. Tiene toda una vida de la que yo solo he visto fragmentos, como si estuviera contemplando una fiesta por el ojo de una cerradura.

Tal vez por eso quiero ir a Victoria. Para, por una vez, tener mi propia fiesta.

Saco el labio inferior.

—Me pasaré el tiempo con cara enfurruñada y no notarán la diferencia. Tu promedio de mal humor es dos meses. —La expresión malhumorada de Rafi es mi obra maestra.

Ella ni siquiera esboza una sonrisa.

—Tienes que ser la invitada perfecta, Frey. Sería desastroso para ambas familias que alguien se enterase de que eres una rehén.

—¿Quién iba a creérselo? Es decir, ¿alguien ha hecho esto antes?

—No en unos setecientos años. Lo que sabrías si hubieras leído a Maquiavelo. —Su voz se vuelve más suave—. Pero estamos hablando de papá. ¿Crees que él podría…? —Duda y luego susurra las palabras mágicas—: Sensei Noriko.

Vamos al baño y abrimos todos los grifos, con el agua fuerte y caliente empañando la estancia por si hubiera desperdigado polvo espía. Esperamos en silencio, observando cómo se empaña el espejo.

La sensei Noriko daba lecciones de etiqueta a Rafi. Le enseñó a mi hermana todos los sutiles refinamientos que yo nunca necesité saber: cómo comer de forma apropiada, cómo usar un abanico o cómo sentarse en una ceremonia del té. No estaba al tanto de mi existencia.

Cuando teníamos nueve años, Rafi declaró que necesitaba mejorar urgentemente mis reverencias y, durante una lección, fingí ser mi hermana.

La sensei Noriko tenía muy buen ojo para distinguir los movimientos y supo de inmediato que me pasaba algo. Estaba a punto de llamar al tutor de Rafi, y eso solo habría empeorado las cosas. Así que admití quién era, lo que era.

Alguien debía de haber estado vigilándonos, porque sensei Noriko ya no volvió jamás.

Rafi y yo no expresamos en voz alta lo que probablemente le sucedió hasta que tuvimos doce años. Desde entonces, las palabras «sensei Noriko» nos recuerdan que nuestros secretos son peligrosos.

Cuando el vapor es lo bastante denso, Rafi se inclina y susurra:

—¿Y si esto lo planeó cuando nacimos? ¿Ocultarte todo este tiempo por si alguna vez necesitaba cerrar un trato?

Siento un escalofrío.

Fuera de la ciudad, la gente siempre se pregunta en las fuentes si nuestro padre lo planea todo o decide sobre la marcha. Nadie puede predecir su próximo movimiento, porque hace cosas que nadie más haría.

Como este intercambio de rehenes. Como yo.

Pero Rafi no puede tener razón.

—Es por nuestro hermano —respondo en voz baja—. Ya lo sabes.

Ella desvía la mirada hacia el vapor.

Antes de que naciéramos, cuando la lluvia mental caía sobre el mundo, nuestro padre era un político como otro cualquiera. Pero incluso en aquel entonces ya había algunos que lo consideraban peligroso.

Nuestro hermano, Seanan, solo tenía siete años. Alguien (nunca supimos quién) lo secuestró para obligar a padre a que renunciase a su puesto en el consejo. Cuando se negó, nadie volvió a ver a Seanan.

Por eso a mí me crio como una doble, una última línea de defensa contra quienes odian a nuestra familia.

—Eso es justo lo que quiero decir —insiste Rafi—. ¿Y si papá ha planeado el mismo escenario? Su hijo en manos de otra persona para que crean que pueden controlarlo. Salvo que no pueden. Y esta vez no puede perder.

Me quedo mirándola. Claro que puede perder.

Puede perderme a mí.

—Enviar a una rehén no ha sido idea suya —mascullo—. ¡Los Palafox han insistido!

Rafi levanta una ceja. Esta expresión suya nunca he podido imitarla: recelosa y perspicaz. Se inclina hacia delante.

—¿Y eso quién te lo ha dicho, hermanita? —me susurra al oído.

CYRANO

El siguiente mes se desdibuja entre clases de idiomas, clases de baile, clases de historia sobre la lluvia mental. Sobre los Palafox y cómo ascendieron hasta llegar a ser la primera familia de Victoria. Sobre los rebeldes que aman la naturaleza y pretenden evitar que saqueen las Ruinas Oxidadas.

Clases de equitación. Clases de qué ropa ponerme para las cenas.

De cómo dirigirme a los drones de servicio. De cómo escribir una disculpa sincera. De cómo suspender educadamente la vigilancia en una casa ajena. Clases de conversaciones triviales, de lenguaje corporal, de cómo hacer brindis ingeniosos en las cenas. Y, por supuesto, de qué tenedores usar y cuándo. (Resulta que comiendo sí que soy como un bárbaro).

Nunca me había fijado en lo mucho que mi hermana tenía que saber y esforzarse. Y todo ello mientras además me entreno para escapar de una ciudad desconocida y volver a casa en medio de la naturaleza por si surge algún problema con el trato de nuestro padre.

Todo esto me tiene demasiado cansada como para preocuparme por ir a separarme de Rafi y de mi cuchillo de pulso. O ser una impostora durante dos meses.

Pese a lo cansada que estoy, mi hermana y yo nos quedamos despiertas la víspera de mi partida.

—No permitas que te asesinen sin que yo esté aquí para salvarte —le advierto—. Lo tienes prohibido.

Rafi pone los ojos en blanco y se aleja en su aerotabla.