Inocencia probada - Lynne Graham - E-Book
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Inocencia probada E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Era una atracción imposible… El millonario Vito Barbieri tenía un vacío inmenso en su corazón desde que Ava Fitzgerald le había robado lo que más amaba, la vida de su hermano. Tres años después del trágico accidente, Ava salió de la cárcel sin más posesión que unos cuantos recuerdos confusos de aquella noche, de su encaprichamiento con Vito y de lo humillada que se había sentido cuando él la rechazó. Una mañana, Vito descubrió que la empresa que acaba de adquirir había contratado a Ava Fitzgerald y, naturalmente, decidió vengarse. Pero sus planes dieron un giro inesperado cuando el deseo se cruzó en el camino.

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Seitenzahl: 172

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.

INOCENCIA PROBADA, N.º 2238 - junio 2013

Título original: Unlocking Her Innocence

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3099-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Era Navidad, otra vez. Vito Barbieri hizo una mueca y pensó que no tenía tiempo para las bobadas, las extravagancias y las payasadas de borrachos típicas de esos días, ya marcados por la falta de concentración, el aumento del absentismo y la reducción de la productividad de sus cientos y cientos de trabajadores. Enero nunca había sido un buen mes para el margen de beneficios.

Además, tenía asociada la Navidad a la muerte de su hermano menor, Olly. Habían pasado tres años, pero no lo olvidaba ni un momento.

Su hermano, tan brillante y prometedor, había muerto por culpa de una fiesta que él mismo había organizado. Una de las invitadas se emborrachó y cometió el error de ponerse al volante de un coche. Desde entonces, su sentimiento de culpabilidad ahogaba hasta los recuerdos más felices de Olly, a quien sacaba diez años de edad y a quien quería más que a sí mismo; especialmente, porque habían discutido unos minutos antes de su muerte.

Pero el amor siempre dolía. Vito lo había aprendido de muy joven, cuando su madre los abandonó a él y a su padre para marcharse con un hombre adinerado. No la volvió a ver. Su padre se desentendió de sus responsabilidades como progenitor y se lanzó a una serie de fugaces aventuras amorosas, una de las cuales terminó con el nacimiento de Olly, que se quedó huérfano a los nueve años por parte materna.

Cuando lo supo, Vito le ofreció un hogar. Y probablemente había sido el único acto de generosidad del que no se había arrepentido. Por mucho que lo echara de menos, aún se alegraba de haberlo tenido a su lado. La entusiasta forma de ser de Olly había mejorado brevemente su vida de obseso por el trabajo.

Sin embargo, ahora estaba condenado a vivir en un castillo que ya no le parecía un hogar. De hecho, nunca habría comprado Bolderwood si a Olly no le hubiera encantado lo que a él le parecía una monstruosidad gótica con torretas. Obviamente, podía buscar esposa y esperar a que lo abandonara y se quedara con el castillo, con sus hijos y con su fortuna, pero la perspectiva no le agradaba en exceso.

Como hombre rico, estaba acostumbrado a que las mujeres avariciosas y dominadas por la ambición se arrastraran a sus pies. No importaba si eran altas o bajas, sinuosas o delgadas, rubias o morenas; todas estaban cortadas por el mismo patrón. Y a sus treinta y un años, Vito estaba tan cansado de experiencias sexuales con ese tipo de mujeres que se había empezado a replantear seriamente lo que consideraba atractivo en una mujer.

Al menos, ya sabía lo que no le gustaba. Le aburrían las descerebradas, las arribistas y las esnobs. Las coquetas que se reían tontamente le recordaban su juventud desperdiciada, y las mujeres de carrera solían estar tan centradas en sí mismas que rara vez eran buenas amigas y buenas amantes. O eso o no podían mantener una relación sin hacer planes a largo plazo sometidos a sus conveniencias.

Cuántas veces le habían preguntado si quería tener hijos, si era fértil, si tenía intención de sentar la cabeza algún día. Y no, Vito no tenía intención. No se quería arriesgar a sufrir una desilusión tan grande, sobre todo, porque la muerte de Olly le había enseñado que la vida podía ser increíblemente frágil. Estaba decidido a seguir solo y a convertirse en un viejo cascarrabias, exigente y muy rico.

–Siento molestarlo, señor Barbieri.

La voz que se oyó era la de Karen Harper, su directora gerente en AeroCarlton, pero Vito tardó unos segundos en reconocerla. Acababa de adquirir la empresa, que se dedicaba a la fabricación de piezas de aviones, y todavía no se había familiarizado con la plantilla.

–Quería asegurarme de que mantiene el apoyo al programa de rehabilitación de presos con el que empezamos a colaborar el año pasado –siguió Karen–. Como quizás recuerde, New Start, la ONG que lo organiza, nos envía aprendices que cuentan con su confianza. Mañana nos llega una mujer que se llama...

–No es necesario que entre en detalles –la interrumpió con suavidad–. No me parece mal que apoyemos ese programa, pero espero que vigile a esa persona.

La atractiva morena sonrió con aprobación.

–Por supuesto, señor. Resulta especialmente agradable en esta época del año, ¿no le parece? Ayudar a una persona y ofrecerle la posibilidad de empezar una nueva vida... Además, solo estará tres meses con nosotros.

Vito la miró con exasperación. No era un hombre particularmente sentimental.

–Espero que no estuviera en la cárcel por cometer un fraude...

–No, dejamos bien claro que no aceptaríamos a personas que hubieran cometido ese tipo de delitos. De hecho, dudo que llegue a conocerla, señor Barbieri. Será la recadera de la oficina. Se encargará de archivar, llevar mensajes y recibir paquetes y correspondencia –afirmó–. En esta época del año, siempre hay trabajo para dos manos más.

Durante un momento, Vito sintió lástima por la recadera. Ya se había dado cuenta de que Karen Harper era demasiado dura con sus subordinados. El día anterior, había estado a punto de humillar al conserje de la empresa por un incumplimiento irrelevante de sus obligaciones. La directora gerente de AeroCarlton disfrutaba de su poder y lo usaba. Pero supuso que una expresidiaria sabría defenderse.

Ava abrió el buzón de correos, pero estaba vacío. Siempre estaba vacío. Quizás había llegado el momento de asumir que sus familiares hacían caso omiso de sus cartas porque no querían saber nada de ella.

Parpadeó varias veces, para evitar que sus ojos azules se llenaran de lágrimas. La cárcel le había enseñado a valerse por sí misma, y estaba segura de que sabría salir adelante en el mundo exterior, aunque el mundo exterior fuera un lugar tan lleno de posibilidades que se sentía completamente apabullada.

–No intentes correr antes de aprender a andar –le había dicho Sally, la asistente encargada de su libertad condicional.

Al recordarlo, se dijo que a Sally le encantaban las perogrulladas. Y, justo entonces, Harvey empezó a mover la cola con alegría.

–Es hora de llevarte a casa, chico...

Ava acarició al chucho e intentó no pensar en el futuro que le esperaba. Durante los últimos meses de su condena, había trabajado en un refugio de animales asociado al programa de rehabilitación del sistema penitenciario, y sabía que se le acababa el tiempo. Marge, la encantadora mujer que llevaba el refugio, tenía poco presupuesto y poco espacio. Simplemente, no se podía hacer cargo de él.

Además, Harvey era su peor enemigo. Cada vez que aparecía una persona dispuesta a adoptarlo, se ponía tan contento que ladraba y la asustaba. Nunca tenía la oportunidad de demostrar que era un perro leal, limpio y obediente.

Ava lo quería con toda su alma y, en cierto modo, le recordaba a sí misma. Ella también sabía lo que implicaba ser una cosa y parecer otra. Siempre se había empeñado en esconderse tras una fachada de seguridad, creyendo que no necesitaba ni el cariño ni las opiniones de nadie. Y siempre se había sentido sola. En casa, en el colegio, en todas partes y con todo el mundo.

Con todos, menos con Olly.

Al pensar en él, se le hizo un nudo en la garganta. Había ido a prisión por matar a su mejor amigo, pero ni siquiera recordaba el accidente en el que Oliver Barbieri había perdido la vida. El golpe que se había dado en la cabeza le había causado una amnesia permanente que algunas veces le parecía una bendición y, otras, la peor de las maldiciones. Solo sabía que ningún tribunal le podría haber impuesto un castigo mayor que el que ella misma se había infligido.

Había conocido a Olly en el internado, un instituto mixto de tarifas tan altas como su fama académica. Ningún precio le habría parecido demasiado alto a su padre, que estaba loco por perderla de vista. De hecho, Ava había sido la primera y única de sus hijas a la que había enviado a estudiar lejos de casa, lo cual la había enemistado con Gina y Bella, que se sintieron discriminadas. Y ahora, su familia no quería saber nada de la hija pródiga.

Además, su madre había fallecido y ya no quedaba nadie dispuesto a tender puentes entre ellos. Sus hermanas eran mujeres con carrera, maridos e hijos, personas para las que una expresidiaria suponía una vergüenza que manchaba el buen nombre y la reputación de la familia Fitzgerald.

Ava sacudió la cabeza e intentó concentrarse en los aspectos positivos de su nueva vida. Había salido de prisión y había conseguido un empleo. Cuando se apuntó al programa de New Start, no albergaba esperanzas de conseguir un trabajo; tenía un buen expediente académico, pero carecía de experiencia laboral. Sin embargo, AeroCarlton le había ofrecido la oportunidad de empezar de nuevo y labrarse un futuro.

Harvey dejó de mover la cola en cuanto llegaron al refugio de animales. Marge lo sacó al jardín porque era demasiado grande para la oficina, pero el perro se quedó pegado al cristal de la puerta, vigilando los movimientos de Ava.

–Anda, reparte esto cuando empieces a trabajar... –Marge le dio unos folletos del refugio–. Quizás consigamos más personas dispuestas a adoptar un animal abandonado.

Ava miró los folletos con interés. En su empeño por conseguir ingresos para mantener el refugio, Marge había organizado una pequeña industria con unas cuantas damas de la zona, que se dedicaban a hacer cojines, jerséis, gorros, bufandas y otros productos, siempre decorados con figuras de perros y gatos. Era una buena idea, pero Ava pensó que los diseños eran demasiado anticuados como para llamar la atención de clientes jóvenes.

–Imagino que has venido andando para que Harvey pudiera dar un paseo –continuó Marge–, pero ¿tienes para el autobús?

Ava no quería que Marge le diera dinero, así que mintió.

–Por supuesto que sí.

–¿Y tienes ropa decente para mañana? No puedes presentarte en tu nuevo trabajo sin estar elegante.

–Conseguí un traje en una organización benéfica.

Ava prefirió no decir que los pantalones le quedaban un poco ajustados y que la chaqueta era demasiado estrecha para sus generosos senos, de modo que no se la podía abrochar. Tenía intención de combinarlo con una camisa azul, con la esperanza de que su aspecto resultara lo suficientemente atractivo y profesional como para que nadie reparara en los zapatos, que le estaban grandes.

De todas formas, no era un problema que le preocupara en exceso. Ahora debía concentrar sus energías en algo incluso más importante que pagar el alquiler del piso, comer y vestirse; tenía que acostumbrarse a su libertad recién conquistada.

Además, ya no era la joven atrevida y rebelde que adoraba la estética gótica y llevaba el pelo tan corto como el de un chico. Aquella joven había muerto en el accidente de Olly, y había dado paso a una mujer cauta y sensata en la que apenas se reconocía. La cárcel la había obligado a pasar desapercibida. La cárcel no era un buen lugar para llamar la atención. La cárcel le había enseñado a obedecer las órdenes, a callar y a ir por el mundo con la cabeza baja.

Pero también había aprendido cosas buenas. Ava, que había crecido en una familia adinerada, se encontró de repente en un lugar lleno de mujeres que ni siquiera habían tenido la oportunidad de aprender a leer y a escribir, mujeres que delinquían porque no tenían otra forma de salir adelante. Y ayudándolas a ellas, se ayudó a sí misma.

Ya no le importaba tanto que su padre no la quisiera o que su madre, una alcohólica, no le hubiera dado nunca un abrazo; a decir verdad, ya ni siquiera le importaba que la hubieran internado de niña en un colegio donde algunas de sus compañeras abusaban de ella. Había aprendido a vivir con sus virtudes y sus defectos y a sobrellevar el dolor de haber causado la muerte a la única persona que quería de verdad.

Al recordarlo, pensó que Olly habría sido el primero en decirle que dejara de torturarse. Siempre había sido maravillosamente práctico en ese sentido. Desechaba lo irrelevante e iba a la raíz de los problemas.

–No es culpa tuya que tu madre beba –le dijo en cierta ocasión–. No es culpa tuya que el matrimonio de tus padres sea un desastre ni que tus hermanas sean dos niñas mimadas... ¿Por qué tienes la manía de cargar con culpas que no te corresponden?

Tras despedirse de Marge, Ava volvió a casa y preparó la ropa para el día siguiente. Los empleados de New Start le habían asegurado que su historial era confidencial, así que no tenía miedo de que sus compañeros de trabajo la juzgaran por lo que había hecho. Con un poco de suerte, podría demostrar que había aprendido de sus errores y que ya no era la chica desesperada y derrotada que había llegado a la cárcel.

–Puedes preparar café para la reunión. Serán alrededor de veinte personas –dijo Karen Harper con una sonrisa acerada–. Porque sabes preparar café, ¿verdad?

Ava asintió con vigor y se dirigió a la pequeña cocina de la empresa. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por agradar, aunque ya había notado que la señorita Harper era una mujer dura y que no le iba a facilitar las cosas.

A las once menos cuarto, Ava empujó el carrito de los cafés hasta la sala de juntas, donde un hombre increíblemente alto se estaba dirigiendo a los ejecutivos de la empresa. El ambiente estaba cargado de tensión. Hablaba sobre los cambios que pensaba hacer en AeroCarlton, pero Ava no se fijó tanto en su discurso como en su acento italiano, que le resultó inmediata y terriblemente familiar.

Con manos temblorosas, le sirvió el café solo y con dos cucharillas de azúcar que Karen le había indicado. No podía creer que fuera Vito. No podía ser Vito. Le parecía imposible que el destino se estuviera burlando de ella hasta el punto de ofrecerle un empleo en una empresa dirigida por el hombre que más había sufrido por su culpa. Pero era él. No había olvidado esa voz profunda que siempre le había causado vértigo.

Se puso tan nerviosa que, mientras le llevaba el café, se le salieron los zapatos y llegó a la mesa descalza. Vito se giró y admiró su cabello rojo, recogido en un moño; su perfil delicado, la elegancia de sus manos y la larga extensión de sus piernas, embutidas en unos pantalones estrechos. Tuvo la sensación de que la había visto antes, pero no la reconoció hasta que la miró a los ojos, que eran de color azul pensamiento.

No lo podía creer. No podía ser ella. La última vez que la había visto llevaba el pelo corto y tenía la mirada perdida, como si no viera nada de lo que ocurría a su alrededor.

La tensión de Vito Barbieri fue tan obvia que despejó cualquier duda que Ava pudiera albergar sobre su identidad. Pero, a pesar de ello, sus ojos dorados se mantuvieron perfectamente inexpresivos cuando le dejó el café en la mesa.

–Gracias –dijo.

Karen Harper decidió aprovechar la ocasión para presentar a Ava.

–Señor Barbieri, le presento a Ava Fitzgerald. Hoy empieza a trabajar con nosotros.

–Sí, ya nos conocemos –declaró Vito con frialdad–. Vuelve cuando termine la reunión, Ava. Me gustaría hablar contigo.

Ava consiguió volver sobre sus pasos, ponerse los zapatos sin que se dieran cuenta y alcanzar el carrito. Le sudaban las manos y casi no podía respirar, pero gracias a la disciplina que había adquirido en la cárcel, pudo preparar y servir el resto de los cafés sin derramar ninguno.

Vito Barbieri. ¿Cómo era posible que estuviera en AeroCarlton? Ava había estudiado a fondo el sitio web de la empresa y le constaba que su nombre no aparecía en ninguna parte, pero era evidente que la dirigía; tan evidente como que sus días allí estaban contados. Cuando terminara la reunión y volviera a la sala de juntas, la despediría. ¿Qué otra cosa podía hacer? A fin de cuentas, era culpable de la muerte de Olly.

Vito Barbieri. La misma persona de la que se había encaprichado a los dieciséis años; el hombre por el que se había hecho un tatuaje en la cadera, que ahora le quemaba como un hierro al rojo. Por entonces, ella era una adolescente impulsiva que no salía con ningún chico porque ninguno de los que conocía le parecían interesantes. Sin embargo, eso cambió durante un fin de semana en el castillo de Olly.

Seguro, carismático y diez años mayor que ella, Vito no pareció reparar en su presencia ni mucho menos en que estaba loca por llamar su atención, y Ava, que jamás se había alojado en un castillo, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para mostrarse natural en su presencia y en un lugar tan impresionante.

–¿Ava?

Ava se dio la vuelta y vio que Karen Harper la observaba con interés.

–¿Sí?

–No habías mencionado que conocieras al señor Barbieri.

–Mi padre trabajaba para él. Vivíamos cerca de su casa.

La morena apretó los labios.

–Bueno, no esperes que eso te sea de ayuda –le advirtió–. El señor Barbieri te está esperando en la sala de juntas. Retira las tazas mientras hablas con él.

Ava asintió.

–Yo... ni siquiera sabía que trabajara aquí.

–No me extraña. El señor Barbieri adquirió AeroCarlton la semana pasada –le explicó–. Ahora es tu jefe.

–Sí, claro.

Ava sonrió con debilidad y se dirigió a la sala de juntas, intentando acostumbrarse a la perspectiva de enfrentarse con un hombre que probablemente habría hecho cualquier cosa con tal de que siguiera en la cárcel.

Vito se había levantado y estaba apoyado en el borde de la mesa, hablando por teléfono. Nerviosa como un gato delante de un león, Ava aprovechó la oportunidad para retirar las tazas de café y llevarlas al carrito, pero su imagen se le había quedado grabada en la mente: alto, de hombros anchos, con un traje que le quedaba como un guante y una camisa blanca que enfatizaba el moreno de su piel. Todo en él era bello; desde sus pómulos altos hasta su nariz recta, pasando por una boca sorprendentemente sensual.

No había cambiado. Aún rezumaba una energía y un aire de autoridad abrumadores. Era el hermano mayor de Olly. Y, si hubiera hecho caso a las advertencias de Olly, él habría seguido con vida.

–¡Deja de coquetear con Vito! –le aconsejó vehementemente durante la fiesta de aquella noche fatal–. Eres demasiado joven y demasiado inexperta para él. Y aunque no lo fueras, Vito te comería para desayunar... es un depredador con las mujeres.

En aquella época, Vito era delgado, rubio, elegante y refinado; todo lo que Ava no era. Y le pareció tan fuera de su alcance, tan por encima de ella, que le partió el corazón.

Obsesionada con él, atesoró hasta los detalles más pequeños de su vida. Sabía que tomaba el café con azúcar y que le gustaba el chocolate. Sabía que apoyaba causas solidarias en los países en vías de desarrollo. Sabía que su infancia había sido difícil, que su madre los había abandonado y que su padre bebía en exceso. Sabía que coleccionaba coches y que adoraba la velocidad. Incluso sabía que odiaba ir al dentista.

–¿Ava?

Ava se giró hacia Vito, que acababa de colgar el teléfono.

–¿Sí?

–Hablaremos en mi despacho. –Vito se apartó de la mesa y abrió una puerta–. ¡Y deja el maldito carrito en paz!

Ella se ruborizó, incómoda, y apartó la mano del carrito. Vito entrecerró los ojos y la observó, descendiendo desde sus ojos azules hasta su boca, que le pareció tan sensual como en los viejos tiempos. Tuvo que respirar hondo para refrenarse y no dejarse llevar por unas emociones que creía haber superado.

Ava siempre había sido la tentación personificada, pero también la fruta prohibida que no debía probar en ningún caso. Y él, que se preciaba de saber controlarse y de respetar las normas, las rompió y la probó.

Solo fue un beso. En principio, nada importante. Salvo por el hecho de que terminó destruyendo a su familia.

Ava pasó ante él con inseguridad, aunque mantuvo la cabeza bien alta, negándose a mostrarse débil o preocupada. Además, conocía bien a Vito. Era un hombre duro e implacable en los negocios, capaz de asumir riesgos y de plantar cara a la adversidad, pero jamás había sido el hombre brutal y conservador que parecía.

No había olvidado que apoyó totalmente a Olly cuando le confesó que era homosexual. Y tampoco había olvidado la risa y el inmenso alivio de Olly al saber que Vito lo aceptaba sin reservas.

Ava entró en el despacho, angustiada. Habría dado cualquier cosa por volver a oír la risa de su difunto amigo.