Inocente hasta el matrimonio - Chantelle Shaw - E-Book
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Inocente hasta el matrimonio E-Book

Chantelle Shaw

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Beschreibung

Cuando el infame Raul Carducci se enteró de que un bebé había puesto en peligro su herencia, decidió hacer lo que fuese necesario para evitar que le quitasen lo que era suyo. Para proteger al pequeño Gino, la humilde Libby Maynard se había visto obligada a hacerse pasar por su madre, pero no había contado con tener que convencer de su engaño a Raul Carducci. Y cuando este, con su seductora voz, le había pedido que se casase con él, Libby no había podido negarse… ni siquiera a pesar de saber que se iba a desvelar la verdad durante la noche de bodas.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2010 Chantelle Shaw

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Inocente hasta el matrimonio, n.º 2465 - mayo 2016

Título original: Untouched Until Marriage

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8110-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

El detective privado al que había contratado le había asegurado que encontraría allí a la amante de su padre. Raul Carducci se bajó de la limusina y recorrió con la vista el muelle de aquel pueblo pesquero de Cornish. La tienda Nature’s Way – Comida sana y herboristeríaestaba entre una heladería y una tienda de regalos, ambas cerradas y, a juzgar por su aspecto abandonado, no volverían a abrir hasta principios de verano.

El cielo estaba plomizo y lloviznaba, y Raul hizo una mueca y se levantó el cuello del abrigo. Cuanto antes pudiese volver a Italia, donde el sol de la primavera ya calentaba las aguas cristalinas del lago Bracciano, mejor, pero había ido a Pennmar para seguir las instrucciones del testamento de Pietro Carducci, así que avanzó con paso decidido hacia la única tienda abierta del paseo.

 

 

Libby estaba tan absorta estudiando el informe financiero anual de Nature’s Way que tardó varios segundos en darse cuenta de que habían sonado las campanillas que colgaban sobre la puerta. Mientras levantaba la vista del libro se dijo que era un sonido que no había escuchado mucho durante el invierno. Había tenido pocos clientes desde que los veraneantes se habían marchado de Pennmar al terminar el verano y, en esos momentos, la tienda estaba al borde de la quiebra.

La apertura de una tienda de comida sana en un pueblo perdido de Cornish había sido otra de las disparatadas ideas de su madre, pensó Libby con tristeza. Se había gastado enseguida la pequeña herencia que su abuela le había dejado en reformar la tienda y su madre, con aquel optimismo ciego, tan típico de ella, había estado segura de que el negocio tendría éxito.

–¿En qué puedo ayudarlo? –preguntó alegremente, pero su sonrisa se borró cuando el recién llegado se dio la vuelta y la traspasó con su mirada oscura.

No era el típico cliente que solía entrar en la tienda. De hecho, no tenía nada de típico. Su pelo era brillante y oscuro y las facciones de su rostro parecían esculpidas, tenía los pómulos marcados y una barbilla cuadrada, todo ello suavizado por la sensual curva de los labios. Su piel aceitunada brillaba bajo la intensa luz de la tienda. Sin duda alguna, era el hombre más guapo que Libby había visto en toda su vida. No podía apartar la mirada de él y se sonrojó al ver que la miraba fijamente.

Raul recorrió con la mirada la falda estampada en tonos morados y el jersey verde intenso y se estremeció. Tal vez el estilo chic bohemio estuviese de moda en las pasarelas parisinas, pero él prefería a las mujeres elegantes, vestidas de alta costura. El aspecto hippy no le atraía lo más mínimo.

Pero tuvo que admitir que era una mujer muy guapa. Estudió su rostro ovalado, los pómulos altos y la melena rizada, rojiza, que le llegaba a la mitad de la espalda. El color del pelo contrastaba con su piel de alabastro y, a pesar de la distancia, se dio cuenta de que tenía la nariz y las mejillas cubiertas de pecas doradas. Los ojos eran de un azul verdoso, como el mar en un día de tormenta, y tenía las pestañas claras y muy largas. Sin saber por qué, Raul sintió ganas de besar aquellos labios rosados.

Frunció el ceño y bajó la mirada a las medias color verde lima y a las botas moradas antes de volver a mirarla a la cara. La boca era demasiado ancha, pero aquello solo parecía realzar su atractivo. Con un vestido de diseñador habría estado preciosa, reconoció Raul, muy molesto con aquella inesperada atracción.

Apretó la mandíbula. Había ido a ver a la amante de su padre, no a aquella chica, y contuvo el inadecuado deseo de besarla.

–Estoy buscando a Elizabeth Maynard –dijo bruscamente.

El hombre tenía la voz profunda, tan rica y sensual como el chocolate fundido, y su acento era muy sexy. Italiano, adivinó Libby mientras estudiaba su piel dorada y sus ojos negros. No ocurría todos los días que un hombre tan guapo entrase en la tienda. De hecho, era la única persona que había entrado en toda la mañana. Por educación, debía contestarle, pero Libby había tenido una niñez difícil y se había acostumbrado a hablar a través de la puerta con usureros y agentes judiciales mientras su madre escapaba por la ventana del baño, así que se había acostumbrado a desconfiar de los extraños.

De repente, se le ocurrió algo que hizo que se le encogiese el estómago. Aunque aquel no parecía un asistente social, y había visto a muchos de niña, ¿y si había ido allí por Gino?

–¿Quién es usted? –inquirió.

Raul frunció el ceño. Se había pasado casi toda la vida rodeado de sirvientes cuya obligación era complacerlo y satisfacer inmediatamente todos sus deseos. No tenía ningún motivo para explicarse frente a una dependienta, y frunció el ceño mientras hacía un esfuerzo por controlar su impaciencia.

–Me llamo Raul Carducci.

La chica tomó una bocanada de aire y abrió mucho los ojos.

–¿El hijo de Pietro Carducci? –balbució.

Raul se puso tenso, estaba indignado. No era posible que la amante de su padre hubiese hablado de la familia Carducci con sus empleados. ¿Habría ido alardeando por todo el pueblo de su aventura con el rico aristócrata italiano?

Miró hacia una puerta cubierta con una cortina y se preguntó si la dueña de la tienda estaría escondida detrás de ella.

Luego, se encogió de hombros con impaciencia.

–Sí, Pietro Carducci era mi padre, pero he venido a hablar con la señorita Maynard, así que, si no le importa anunciarle que estoy aquí –añadió, sin poder seguir conteniendo la amargura que lo había invadido al enterarse de las condiciones del testamento de su padre–. Seguro que se pone muy contenta cuando se entere de que, gracias al hijo ilegítimo de mi padre, tiene el sustento asegurado para el resto de la vida. No tendrá que luchar por mantener este lugar para vivir.

Miró a su alrededor con desprecio, y después continuó:

–Me temo, signorina, que va a tener que buscarse otro trabajo.

Libby miró fijamente a Raul Carducci, en un silencio ensordecedor. Su madre le había comentado que Pietro tenía un hijo, pero la relación de Liz con su amante italiano no había sido más que una aventura de verano, y ni si quiera se había dado cuenta de que Pietro era el dueño de la famosa empresa de productos cosméticos Carducci Cosmetics hasta que, en la sala de espera del ginecólogo, había leído un artículo acerca de él en una revista. Liz se había debatido entre contarle a su amante que estaba embarazada y no hacerlo. Al final se había decidido a escribirle y contárselo, pero Pietro no se había molestado en contestarle.

No obstante, y a pesar de no haber reconocido al niño, Libby se dio cuenta de que sí debía de haberle hablado a su hijo de la existencia de Gino. Las duras palabras de Raul hicieron que se sintiese incómoda. No parecía gustarle la idea de tener un hermanastro. Libby no supo qué decir y, mientras lo pensaba, el tintineo de las campanas de la puerta rompió el silencio.

Raul se giró y vio cómo una mujer maniobraba para entrar en la tienda con una sillita de bebé.

–Ya estamos otra vez en un lugar caliente, Gino –comentó la mujer animadamente, su voz casi inaudible entre los gritos procedentes del cochecito.

Levantó el plástico que protegía al niño de la lluvia y dejó al descubierto el rostro colorado del pequeño.

–Ya está, cariño. Ahora mismo te saco de ahí.

Raul clavó la vista en la sillita y se vio invadido por una emoción indescriptible al ver al niño de piel aceitunada y pelo rizado, moreno. La mujer lo había llamado Gino y, aunque todavía no debía de tener un año, su parecido con su padre era inconfundible. Raul había pensado pedir una prueba de ADN para demostrar la paternidad del niño, pero no iba a ser necesaria. Sin duda alguna, aquel era el hijo de Pietro Carducci.

Entonces se fijó en la mujer, que tenía las mejillas rubicundas, el pelo basto, castaño y parecía regordeta debajo de aquel abrigo beige. Le pareció increíble que Pietro, cuyo amor por la belleza clásica había dejado tras de sí una valiosa colección de arte, hubiese escogido a aquella mujer tan burda como amante. Además, a Raul le resultó imposible imaginársela trabajando en un local de striptease.

Apretó los labios al recordar la reunión, ocho meses antes, con el abogado al que su padre había nombrado albacea de su testamento.

–Esta es la última voluntad o testamento de Pietro Gregorio Carducci –había leído en voz alta el signor Orsini–: Es mi deseo que el control de mi empresa, Carducci Cosmetics, se reparta de manera equitativa entre mi hijo adoptivo, Raul Carducci, y mi único hijo de sangre, Gino Maynard.

El abogado se había dado cuenta de la sorpresa de Raul al enterarse de que Pietro tenía un hijo secreto, y había continuado leyendo:

–Dejo a mis dos hijos, Raul y Gino, Villa Giulietta a partes iguales. Deseo que mi hijo Gino crezca en la casa familiar. Su parte de la empresa y de la casa se mantendrán en fideicomiso hasta que cumpla dieciocho años y, mientras tanto, es mi deseo que su madre, Elizabeth Maynard, viva en la casa con él y controle la participación de Gino en Carducci Cosmetics.

Al oír aquello, Raul había jurado de manera salvaje. Jamás había imaginado que tendría que compartir el control de una empresa que siempre había pensado dirigir. La expresión «hijo de sangre» le había dolido mucho. Él había tenido siete años cuando Pietro y Eleonora Carducci lo habían sacado de un orfanato de Nápoles para llevárselo a vivir a Villa Giulietta. Pietro siempre había insistido en que su hijo adoptivo sería su heredero, al que algún día dejaría Carducci Cosmetics. Padre e hijo habían tenido muy buena relación y el vínculo entre ambos se había estrechado todavía más tras la muerte de Eleonora, diez años antes.

Por eso le resultaba completamente increíble que Pietro hubiese tenido una doble vida, pensó Raul con amargura. El hombre al que había llamado papá, el hombre por el que había llorado en su funeral, era de repente un extraño que le había ocultado que tenía una amante y un hijo.

–Hay una cláusula en el testamento de su padre que le va a resultar interesante –había murmurado el signor Orsini–. Pietro ha establecido que si la señorita Maynard se casa antes de que Gino tenga dieciocho años, usted controlará la parte de las acciones del niño hasta que este cumpla los dieciocho años. Supongo que Pietro puso esta condición para proteger la empresa en caso de que la señorita Maynard escoja un marido inadecuado.

–Carducci Cosmetics va a necesitar mucha protección si voy a estar obligado a compartir su dirección con una bailarina de striptease –había replicado él, furioso–. Mi padre debió de volverse loco.

Al oír aquello, Bernardo Orsini había negado con la cabeza.

–A pesar de que se le había diagnosticado un tumor cerebral muy agresivo, estoy seguro de que estaba en sus cabales cuando se redactó este testamento. Solo estaba preocupado por el bebé.

Raul hizo un esfuerzo por volver al presente y estudió a la mujer que había entrado en la tienda. Según el abogado, Elizabeth Maynard había trabajado en un local llamado Purple Pussy Cat, pero hacía seis meses que había desaparecido de su piso en el sur de Londres, dejando a su casero una deuda de varios miles de libras en concepto de atrasos de alquiler. Raul se había imaginado a una mujerzuela rubia teñida, pero la mujer apagada que estaba sacando al niño de la sillita no se parecía en nada a lo que él había imaginado. Todavía se oponía a la idea de que fuese a vivir a Villa Guilietta, aunque la idea de compartir el control de Carducci Cosmetics con ella le habría resultado divertida si no hubiese estado completamente consumido por la ira y el resentimiento.

–Sabía que dejaría de llorar en cuanto viese a su mami –dijo la mujer, tendiendo el niño a la joven dependienta.

Raul se quedó de piedra. Vio, primero sin entender nada y después, cada vez más enfadado, cómo la chica pelirroja besaba las mejillas llenas de lágrimas del niño antes de sentárselo en la cadera. El cerebro de Raul aceptó por fin lo que habían visto sus ojos.

–¿Usted es Elizabeth Maynard? –preguntó bruscamente.

La chica levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

–Sí, aunque casi todo el mundo me llama Libby.

A Raul no le importaba lo más mínimo cómo la llamasen. Todavía estaba intentando entender cómo una chica tan guapa había podido ser amante de su padre. No podía tener mucho más de veinte años, mientras que Pietro había tenido sesenta y pico. Sintió repulsión, y otra emoción que le dio asco: celos. Y entendió que su padre hubiese mantenido el secreto su aventura con aquella sirena de pelo rojizo. No le costó ningún esfuerzo imaginársela trabajando en un local de striptease, pensó mientras clavaba la vista en la curva de sus pechos. Se la imaginó bailando con muy poca ropa, echando la melena de fuego hacia atrás y desabrochándose el sujetador para dejarlo caer…

Contuvo una palabra malsonante, furioso con la reacción de su cuerpo.

–¿Es la madre de Gino? –preguntó, para estar seguro.

Libby dudó. Margaret hizo como si estuviese buscando algo en su bolso, pero era evidente que sentía curiosidad por la conversación. Su vecina era una buena mujer, pero muy cotilla. Si oía que Libby no era la madre de Gino, se lo contaría a todo el pueblo.

Recordó aquellos horribles días después de que su madre hubiese muerto. Habían estado viviendo en Londres, pero ya habían decidido marcharse a Cornwall, a empezar una nueva vida, cuando su madre se había caído al suelo para no volver en sí jamás. Gino solo había tenido tres meses, y Libby había tenido que lidiar con su propio dolor mientras cuidaba de su hermano. Su amiga Alice, que era abogada, la había ayudado mucho, pero también le había advertido de los posibles problemas que podría entrañar la muerte de Liz.

–Si tu madre no tiene testamento y no te ha nombrado tutora de Gino, el bebé pasará a manos del Estado y los servicios sociales decidirán quién se queda con él –le había explicado Alice–. Que seas su hermanastra no significa que te lo vayan a dar automáticamente a ti.

–Pero si he ayudado a cuidarlo desde que nació –había argumentado ella–, sobre todo, porque mamá estaba agotada después de su nacimiento.

El parto de Liz había sido muy largo, y en el hospital nadie les había hablado de los peligros de la trombosis venosa profunda, así que cuando Liz se había sofocado tanto, Libby no había sabido que era una señal de que su madre tenía un coágulo de sangre en un pulmón.

Liz había fallecido antes de que llegase la ambulancia, no le había dado tiempo a despedirse de su hija ni a estipular quién quería que se hiciese cargo de Gino, pero Libby estaba decidida a criarlo y a quererlo como habría hecho su madre. Se había mudado a Pennmar una semana después del funeral de Liz, a la tienda que habían puesto con el dinero que su abuela le había dejado. Todo el mundo en el pueblo daba por hecho que Gino era su hijo. Después de lo que Alice le había contado acerca de los servicios sociales, Libby no había aclarado el error y seguía sin querer hacerlo delante de Margaret.

Decidió que se lo explicaría todo a Raul Carducci en otro momento, y se sintió todavía más incómoda al volver a mirarlo a la cara y ver que su mirada era gélida.

–Sí, soy la madre de Gino –dijo en voz baja, estremeciéndose al ver que él la miraba todavía con más desprecio.

La recorrió con la vista de arriba abajo y Libby no pudo evitar pensar que llevaba una camiseta que había comprado en una tienda de segunda mano y una falda hecha con una cortina vieja.

–Es mucho más joven de lo que imaginaba –comentó él–. Tengo curiosidad por saber qué fue lo primero que la atrajo de mi padre, un multimillonario de sesenta y cinco años, señorita Maynard.

Su conclusión era evidente. Libby se ruborizó al darse cuenta de que Raul pensaba que era una cazafortunas que había tenido una aventura con un hombre rico y mayor solo por su dinero, pero no podía defenderse delante de Margaret que, en esos momentos, había dejado de buscar en el bolso y escuchaba sin ningún disimulo la conversación. Raul Carducci era un cerdo arrogante, pensó Libby enfadada.

–Discúlpeme, pero mi relación con su padre no es asunto suyo –le respondió en tono tenso, fulminándolo con la mirada.

Consciente de la curiosidad que había despertado en Margaret, se giró hacia ella y se obligó a sonreír.

–Gracias por haber sacado a Gino. El médico dice que el aire del mar le viene bien para el pecho.

–Ya sabes que puedo quedarme con él cuando quieras –respondió Margaret, mirando primero a Libby y después a Raul–. De hecho, puedo llevármelo otro rato, si tienes cosas de las que hablar con este caballero.

Libby supo que Margaret correría a contarle a todo el pueblo lo que acababa de oír.

–Gracias, pero tengo que darle la comida, y no quiero entretenerte más –añadió alegremente–. ¿Te importa poner el cartel de Cerrado en la puerta antes de salir?

Después contuvo su impaciencia mientras una Margaret descontenta salía de la tienda, pero en cuanto la puerta se cerró, volvió a mirar fijamente a Raúl.

–Supongo que está aquí por algún motivo, señor Carducci, que no ha venido solo a hacer comentarios desagradables.

La dureza de su tono desequilibró a Gino, que la miró sorprendido y con el labio inferior tembloroso. Libby lo recolocó en su cadera y le acarició la espalda, todavía furiosa con el hombre que la miraba con tanto desdén.

–Antes de que diga nada, será mejor que le explique…

Un llanto de Gino interrumpió a Libby. El niño empezó a retorcerse entre sus brazos. A pesar de tener solo diez meses, era muy fuerte. El niño empezó a toser y ella volvió a preocuparse. Inmediatamente, toda su atención se centró en él.

–Tengo que darle algo de beber. Discúlpeme –murmuró, atravesando rápidamente la cortina que daba a la parte trasera de la tienda.

Sacó un vaso con zumo de la nevera, pero Gino estaba tosiendo y llorando tanto que no podía beber. Todavía llevaba el abrigo puesto y tenía el rostro colorado. Libby intentó desabrochárselo con una mano mientras sujetaba al pequeño con la otra, consciente de que Raul la había seguido y la estaba observando.

–Permita que lo sujete mientras le quita el abrigo –dijo de repente, dando un paso al frente y quitándole al niño de los brazos antes de que a Libby le diese tiempo a protestar.

Gino se quedó tan sorprendido que dejó de llorar, estaba pasando por una época en la que no le gustaban nada los extraños. Libby bajó rápidamente la cremallera del abrigo y pensó que el niño iba a volver a ponerse a llorar, pero, para su sorpresa, solo resopló y miró fijamente a Raul.

–Debe de saber hacer magia, porque normalmente grita como si lo estuviesen matando cuando alguien a quien no conoce intenta tomarlo en brazos –murmuró, sintiéndose mal al quitarle el abrigo al niño y ver que este ni siquiera la miraba–, pero es que Gino es géminis, y las personas nacidas bajo ese signo suelen ser muy intuitivas.

Tomó aire antes de continuar:

–Tal vez se haya dado cuenta de que hay una conexión entre los dos. Al fin y al cabo, es su hermano, su hermanastro –se corrigió, al ver que Raul arqueaba las cejas.

–No hay ningún vínculo familiar entre nosotros –le informó él–. Pietro era mi padre adoptivo.

Vio sorpresa en los ojos de Libby y se preguntó por qué le había contado aquello. La idea de que se hubiese acostado con Pietro… Apartó aquello de su mente e intentó no clavar la mirada en sus pechos.

Elizabeth Maynard había sido la amante de su padre y le había dado un hijo, no podía sentirse atraído por ella. Se obligó a apartar la mirada de sus curvas para mirarla a la cara y se volvió a sentir incómodo al fijarse en su boca perfecta.

–A mí me parece que el niño lloraba porque tenía miedo de que usted lo dejase caer –espetó.

–No iba a dejarlo caer –replicó ella furiosa.

Le arrebató a Gino y acercó el vaso de zumo a los labios del niño, frunciendo el ceño al oírlo jadear.

–Tengo que llevarlo arriba para darle el antibiótico –añadió.

Miró a Raul, que estaba apoyado en su escritorio, leyendo sin ningún disimulo las cuentas de Nature’s Way. Dominaba la pequeña habitación, era alto, moreno e inquietantemente sexy, tanto, que hacía que se le acelerase el corazón. Odiaba que le hiciese sentirse así y quería que se marchase de allí.

Atravesó la habitación y cerró el libro de cuentas de un golpe.

–¿A qué ha venido? –le preguntó con brusquedad–. Leí en los periódicos que Pietro había fallecido, pero han pasado más de seis meses y, en ese tiempo, nadie de la familia Carducci se ha puesto en contacto conmigo.

Raul la miró con desprecio.

–No es culpa mía. Usted se marchó muy repentinamente de su anterior domicilio, sin pagar el alquiler, por eso he tardado tanto en encontrarla. Le aseguro que no he venido por gusto, señorita Maynard –le dijo en tono mordaz–, pero mi padre estipuló en su testamento que quería que su hijo creciese en la casa familiar de Lazio, así que he venido para llevarme a Gino a Italia.

Capítulo 2

 

Durante unos segundos, Libby se quedó tan sorprendida que no pudo ni hablar. Las advertencias de su amiga Alice le retumbaron en la cabeza.

–Tu madre no te nombró tutora de Gino y, aunque seas su hermanastra, legalmente no tienes ningún derecho sobre su custodia.

Si Liz hubiese sabido que iba a morir, la habría nombrado tutora de Gino, estaba segura, pero, tal y como Alice le había dicho, Libby no tenía ninguna prueba de que aquel fuese el deseo de su madre. Qué ironía que Pietro Carducci, que ni siquiera había reconocido a su hijo, lo hubiese incluido después en su testamento. Si el asunto iba a los tribunales, lo más probable era que se tuviesen en cuenta los deseos de Pietro, y que Raul se quedase con la custodia de Gino y se lo llevase a Italia.